Repentinamente, la cuestión de la Comunidad de Defensa Europea ha vuelto a ocupar el primer plano de la atención mundial. Durante muchas semanas, la conferencia de Ginebra y el vigoroso forcejeo entre el bloque comunista y las potencias occidentales motivado por el problema del sudeste de Asia relegaron a un aparente olvido la negociación pendiente entre los seis países del pacto del Atlántico. El avance de las tropas vietminesas en Indochina proporcionaba a la cuestión asiática un interés más dramático y más urgente. Pero apenas producida la canalización de las gestiones de paz y, sobre todo, evidenciada la actitud del nuevo jefe de gobierno francés, señor Mendès-France, con respecto a la ratificación del pacto, se ha transformado este en la cuestión neurálgica de la política internacional. Y una vez más el problema se plantea como un conflicto entre Alemania y Francia.
El punto crítico de la cuestión reside en la interdependencia establecida entre la ratificación del tratado de París y la devolución de la plena soberanía a la República Federal Alemana. Excepto para esta última, el problema no parece urgente; pero para ella la demora en la formalización del acuerdo resulta nefasta, sobre todo después del certero golpe de propaganda que dio la Unión Soviética al devolver, siquiera teóricamente, la soberanía a Alemania Oriental, perfeccionado ahora con un plebiscito para conocer el estado de la opinión acerca de “la pertenencia de la ocupación extranjera por 50 años”. El gobierno de la República Federal alemana -como en otro tiempo el de la República de Weimar- reclama de los países democráticos el apoyo imprescindible para justificar y defender su política adversa a las tendencias totalitarias de izquierda y derecha que pugnan por debilitarlo. Ya son visibles los signos de cierta reacción desfavorable al pacto del Atlántico en algunos círculos, en los que por cierto no puede explicarse sino por reacción contra la morosidad de Francia e Italia. Así, por ejemplo, el ex canciller Dr. Bruening propone para Alemania una política equidistante del Este y el Oeste, y hasta en el seno del gabinete del señor Adenauer parece insinuarse un movimiento hacia la unidad alemana. Conociendo el gobierno alemán estos virajes de la opinión y el esfuerzo que significó llegar a la ratificación del tratado, la propuesta francesa de volver a estudiar los términos del pacto no puede sino parecerle inadecuada, no solo porque vuelve a postergar el otorgamiento de la plena soberanía, sino también en cuanto significa la necesidad de volver a pulsar la opinión pública.
Ante esas dificultades, el gobierno del Sr. Adenauer se apresuró a puntualizar su opinión en cuanto se hizo pública la del jefe de gobierno francés señor Mendès-France: como se recordará sostuvo este la necesidad de conciliar las tendencias opuestas que se manifiestan en su país con respecto al Tratado de París e insinuó que, de hallar una fórmula de conciliación, sería necesario que los países de la C.D.E. volvieran a estudiar sus términos y se pronunciaran de nuevo sobre ellos. Seguramente por influencia del gobierno de Bonn, el ministro de Relaciones Exteriores de Bélgica, Sr. Spaak, convocó a una reunión en Bruselas pero la invitación fue declinada por su colega francés, quien confirmó entonces su propósito de proponer una enmienda al tratado. Esta vez la reacción fue aún más grave. Extraoficialmente se declaró en Bruselas que ni Alemania Occidental ni los países del Benelux están dispuestos a considerar una revisión del pacto; y al concluir las reuniones celebradas en Washington entre los Sres. Churchill y Eisenhower, declararon ambos estadistas que consideraban adecuado y oportuno el texto del Tratado de París y necesaria su ratificación por Francia, país del que había provenido la iniciativa.
Una visita del Sr. Spaak a París sirvió para que las naciones que ya habían ratificado el tratado tuvieran una versión autorizada y concreta de los designios del gobierno francés. El señor Adenauer reaccionó inmediatamente, declarando que la República Federal Alemana no tenía por qué sufrir las consecuencias de los vaivenes de la opinión de otros países y que, como estaba seguro de que su gobierno había conquistado la confianza del mundo occidental consideraba urgente y necesario que se devolviera a su país el pleno goce de su soberanía. Después de hacer un llamado a Francia el primer ministro alemán terminaba diciendo: “no puede existir una política europea sin Francia o contra ella, pero tampoco puede existir una política europea sin Alemania o contra ella”.
El contraste entre las opiniones del Sr. Mendès-France y las del Sr. Adenauer ilustra con claridad acerca de la situación en la que se halla el problema de la unidad de Europa. El tratado de París había introducido en su planteo algunas innovaciones de indudable valor. Apreciaba con criterio realista la verdadera significación de las potencias continentales y proponía no solo una organización militar capaz de proveer a las necesidades recíprocas, sino también un principio de seguridad contra el rearme alemán, siempre temido por Francia, y un principio de organización política que aprovechaba las enseñanzas de la última guerra mundial y de los episodios que le siguieron. Pero además el tratado consagraba la idea de Europa y le atribuía un valor de hecho. Es sabido que la unidad europea constituye una vieja aspiración. Últimamente, Toynbee -de quien se dice que sugirió al señor Churchill en 1940 la idea de la unión con Francia- ha vuelto a señalar la necesidad de superar ciertas formas de nacionalismo exclusivista y de contar con que no son las naciones las últimas realidades en el campo de la civilización. La idea de la unión europea ha conquistado muchos adeptos, y es innegable que era ella la que presidía el tratado y le otorgaba su carácter peculiar frente a la tradición del Tratado de Versalles. Ahora bien, la situación planteada por el conflicto de opiniones entre los gobiernos de Bonn y París parece anunciar la inminencia de un retorno a los viejos planteos del problema, al que dos terribles guerras no han logrado hallar solución.
Sería ocioso acumular citas de opiniones en favor de la necesidad de dar realidad al ideal de la unión europea. Los espíritus más lúcidos y previsores del continente han señalado una y otra vez la urgencia de ese paso. Es triste que, habiéndose comenzado a avanzar por el buen camino, se retroceda ahora por la presión de circunstancias aleatorias.