Como era lógico esperar, el tácito rechazo por la Asamblea Nacional francesa del tratado que debía crear la Comunidad Europea de Defensa ha conmovido a la opinión pública internacional y ha desatado innumerables preocupaciones en los estadistas que de una u otra manera tienen algo que ver con la conducción de las relaciones entre las naciones del pacto y las que, como Gran Bretaña y Estados Unidos, constituían su garantía.
Son numerosos los problemas que quedan ahora planteados en nuevos términos, y a los que habrá que buscar nueva solución: el de la soberanía de la República Federal Alemana, el de su rearme, el de la corporación del carbón y el acero, etc, todos los cuales estaban vinculados de una u otra manera con la constitución de la Comunidad Europea de Defensa. Destruida la pieza fundamental del conjunto, todos los demás engranajes deberán ser estudiados en su funcionamiento para impedir que pierdan su eficacia. Hasta el Tratado del Atlántico se encuentra amenazado en cierta medida, y será necesario proceder con rapidez y cautela para evitar que recaigan sobre él mayores dificultades.
Pero el problema sustancial que queda de nuevo planteado es otra vez el del sistema mismo de seguridad. Es innegable que el tratado del Atlántico requiere una estructura política que lo sustente y lo refuerce, y será labor del futuro inmediato tratar de crearla. Pero esta creación debe tener en cuenta las lecciones que se derivan del reciente episodio y será necesario llevarla acabo con máxima cautela y exacto dominio de las situaciones reales.
Si los problemas derivados de la crisis del tratado constitutivo de la C.E.D. a que hemos aludido son graves y difíciles, parece evidente que más grave y difícil aún es el problema de reordenar el sistema de defensa una vez manifestada inequívocamente la opinión francesa, como lo ha hecho el 30 de agosto, pues cualquiera que sea su poderío o influencia, cualquiera que sea la situación psicológica porque atraviese, Francia es y seguirá siendo la clave del conjunto.
Por razones históricas, políticas y estratégicas, es inevitable que cualquier combinación defensiva se vea precisada a contar, antes que con ninguna otra, con la libre adhesión de Francia. Este parece ser el problema fundamental. La libre adhesión francesa a un pacto internacional solo podrá ser obtenida en condiciones muy especiales, pues parece evidente que prevalece en la opinión pública algún desconcierto, originado seguramente en las condiciones económicas y sociales que hoy la caracterizan. Solo así puede explicarse la extraña situación creada con motivo de la discusión del pacto constitutivo de la C.E.D. Dos estadistas de la envergadura de Herriot y de Reynaud, insospechables hoy de moverse por intereses de partido e igualmente alejados de las posiciones extremas, han disentido fundamentalmente hasta el punto de manifestar el uno que el pacto significaba el fin de Francia, en tanto que el otro aseguraba que constituía su única esperanza. Al mismo tiempo, políticos tan responsables como los señores Moch, Mayer y Lejeune han arriesgado su expulsión del partido socialista sosteniendo un punto de vista adverso al tratado, contra la resolución de los organismos directivos de su agrupación. Por su parte el Sr. Mendès-France ha procurado desligar la suerte de su gabinete del destino del tratado en discusión, oponiéndose ahora a su aprobación con una vehemencia que no parece corresponder a la neutralidad que adoptó mientras realizaba las reuniones conciliatorias para decidir la política a sostener en Bruselas. Y entretanto, la extrema derecha y la extrema izquierda se regocijan del resultado obtenido en la Asamblea Nacional, mientras el jefe de Gobierno se ve obligado a aclarar que sigue considerando el Pacto del Atlántico como la piedra angular de la política exterior francesa.
Sin duda cada uno de los sectores de la opinión pública sabe claramente en Francia lo que desea; pero falta esa polarización de la opinión alrededor de una solución concreta, tan deseable y justificada cuando se trata de problemas agudos y acaso inminentes. Con esa falta de aglutinación de las opiniones deberán contar los aliados de Francia para establecer un nuevo sistema de seguridad, pues no es un fenómeno baladí, sino una gravísima y explicable decisión frente a problemas que se plantean con caracteres especialísimos. Francia -no debe olvidarse- ha contado reiteradamente en su historia con la alianza rusa para prevenir el peligro alemán. En las presentes circunstancias, debe optar entre unirse a la República Federal Alemana contra Rusia o tolerar el rearme alemán con la perspectiva de que su enemiga tradicional caiga en cualquier momento dentro de la esfera de influencia soviética. Esta última eventualidad significaría automáticamente la guerra mundial, pero las fuerzas enemigas se encontrarían otra vez sobre la frontera francesa, repitiéndose un episodio que ensombrece el espíritu.
Acaso los comunistas vean con satisfacción la posibilidad de una nueva invasión soviética -y eventualmente germano-soviética-; pero el resto de los franceses considera con repugnancia y temor esa posibilidad, y cuando apoya o rechaza el tratado constitutivo de la C.E.D., lo hace porque considera que facilita o entorpece la solución a que aspira. El objetivo claro: salvar la soberanía francesa y asegurar su integridad regional y sus posibilidades de defensa; mas el camino es confuso y dos tácticas aparentemente contradictorias pueden parecer igualmente útiles a unos o a otros.
El problema, naturalmente, no escapa a los estadistas responsables del reajuste de la situación, y se centra alrededor del rearme alemán. Otorgar la soberanía a la República Federal Alemana y permitirle que organice sus fuerzas para contribuir a la defensa occidental parece ser una política prudente y adecuada. Pero dos objeciones se levantan contra ella: una es la posibilidad de restauración del militarismo alemán, tal como acaba de señalarlo el Sr. Dulles y piensan seguramente muchos franceses; otra es el riesgo de un súbito golpe de mano soviético sobre Alemania Occidental que pusiera a disposición del Kremlin ingentes recursos, posibilidad esta digna de tenerse en cuenta si se piensa en la curiosa similitud que ofrecen los métodos usados por Moscú con los que puso en práctica el Sr. Hitler. A esas objeciones puede responder el gobierno de Bonn apoyándose en la experiencia de la República de Weimar, cuyo desprestigio y fracaso puede atribuirse al tratamiento de que la hicieron objeto los gobiernos aliados. Para el gobierno de Bonn, la política de los aliados no debe ser la de los triunfadores, pues sus hombres no se consideran responsables del régimen nazi. Por el contrario, en cuanto enemigos del nazismo y del comunismo, los hombres del gobierno de Bonn aspiran a ser tratados por los países democráticos como iguales, sobre todo para que no se vuelva a suscitar en los alemanes un despecho que determine nuevas explosiones de patriotismo agresivo. Pero no cuesta trabajo imaginar la intranquilidad que suscita en la opinión pública francesa el resurgimiento alemán, cualesquiera sean las garantías que le ofrezcan las demás potencias.
En este último punto radican las posibilidades para acuerdos futuros. Gran Bretaña y la Unión parecen resueltas ya a procurar la constitución de un nuevo sistema de seguridad. Italia ha insinuado la necesidad de una reunión de ambas potencias con los seis países de la C.E.D. Cuando esas reuniones se realicen, la reintegración de la soberanía a Alemania Occidental y su rearme serán problemas que deberán tratarse en relación con estas reticencias francesas, las reticencias que dividen a la opinión pública y a los estadistas más experimentados, indecisos acerca del camino mejor para prevenir la reiteración de males de los que Francia aún no se ha repuesto.