El historiador y su tiempo. 1948

Acaso haya pocas experiencias tan sugestivas, para quienes se preocupan por el problema del sino histórico, como la de tratar de sorprender la posición espiritual del historiador con respecto a su propio tiempo. Porque su predilección temática, las tendencias implícitas en su formación o las circunstancias aleatorias de su vida pueden fijarle un determinado sector para sus investigaciones eruditas; pero es imposible que las oleadas de la vida histórica no lleguen hasta él de alguna manera, y tiene que esconder alguna significación —positiva o negativa— la actitud que adopte frente al mundo que lo circunda. Para aquellos que sienten hoy su propio presente como un problema denso y esquivo, cuyos interrogantes desembocan a cada instante en las avenidas de la propia existencia individual y de la existencia colectiva, la confrontación de su propia actitud con aquella de quienes vocacionalmente orientan su reflexión hacia los secretos de la vida histórica puede resultar provechosa. Y puede, acaso, revelar también cierta escondida virtud que se oculta en la historia, no por declarada muchas veces menos genuina, y no por ello tampoco menos olvidada.

Quizá sea necesario establecer con precisión cuál es el tipo intelectual al que quisiera referirme, porque es bien sabido que las palabras suelen traicionar las ideas, y tienden a neutralizar los más delicados y expresivos matices. Por la conjunción de muchas circunstancias y cierto azar que no carece por cierto de significación profunda, el tipo intelectual del historiador carece, aun a los ojos de muchos espíritus cultos, de una fisonomía precisa y justa. Su labor misma suele parecer algo obvio, algo tangencial a la vida —a la suya propia y a la de la comunidad—, y hasta parece en ocasiones que los problemas que lo conmueven y desvelan no acusan los mismos caracteres que aquellos otros, urgentes y categóricos, que le propone la vida circundante. Estamos seguros de cuál es la imagen que suscitan en los espíritus cultos los nombres de Newton, de Kant o de Darwin; pero no estamos tan seguros de que se recuerden con la misma presteza los nombres de tres o cuatro historiadores ilustres, y menos aun de que provoquen de inmediato la imagen de un tipo intelectual definido.

Esta imprecisión en la fisonomía del historiador proviene de ciertas circunstancias que, si bien la explican, no por eso la justifican plenamente. Porque es innegable que, ciertamente, posee un tipo mental bien definido. Su actitud —la del historiador que verdaderamente lo es y no escamotea su misión— se caracteriza por cierto esfuerzo sostenido y tenaz para lograr la captación y comprensión de aquella forma de la realidad que nos es más cara y nos atañe más directamente. Si nos preguntamos por qué no se la advierte con más nitidez y por qué no ha merecido una identificación más neta, seguramente hallaremos la respuesta en cierta deformación que el propio historiador —particularmente aquel que no lo es de verdad y escamotea su misión— ha introducido en el sentido de su labor, satisfaciéndose con la mera erudición sin llegar nunca a la etapa definitiva y esencial de su tarea, que es el arriesgado intento de comprender la significación de esa realidad que se esconde artera tras los signos que al historiador se le ofrecen. Pero con ser valedera, esta respuesta no es absolutamente suficiente. Si el historiador suele escamotear su misión dándola por cumplida cuando apenas ha puesto en orden sus materiales y ha movilizado los testimonios, también es frecuente que el biólogo o el físico disimulen un mero traficante de datos; y sin embargo, nadie duda de cuál es el tipo intelectual al que uno y otro pertenecen. Lo cierto es que la fisonomía del historiador, su forma mental y su típica actitud, son más difíciles de captar, en el actual estado de desarrollo de la ciencia histórica, que las correspondientes a otras vocaciones, sobre todo por la complejidad que suponen y por su aparente semejanza con otras. El historiador —el que lo es en cuanto tiene de peculiar y no se confunde ni con el erudito ni con el filósofo— es aquel que trabaja con la realidad viva de lo históricosocial, con su dramática sustancia, y no el que considera que su misión ha concluido una vez que están alineados sobre su mesa de trabajo los testimonios depurados, ni el que cree que su misión es llegar a establecer fórmulas de generalización. Para cumplir su auténtica misión, esto es, para desentrañar de los testimonios una realidad viva y singular con sus motivaciones profundas y sus vibraciones peculiares, el historiador debe ejercitar ciertas aptitudes características que, precisamente, hacen de él, si las posee, un tipo intelectual tan definido como el del biólogo, el del físico o el del filósofo.

Afirmada la autonomía del tipo intelectual del historiador, cabe discurrir sobre la significación de su actitud con respecto a su propio tiempo, un tiempo que debe percibir, si es verdaderamente un historiador, según una doble dimensión, vital una y estrictamente conceptual la otra. Acaso parezca, a primera vista, que el territorio específico del historiador es exclusivamente el pasado, y que el presente escapa, y debe escapar, a su atención. Nada menos exacto, si el historiador posee la mentalidad específica de tal. A nadie sorprende que el biólogo, a quien interesa fundamentalmente la vida, diseque una mariposa o diseccione un cuerpo muerto, porque se ha logrado la evidencia, entre los espíritus cultos, de que el biólogo sólo busca en tales materiales el secreto de la existencia viva. Ahora bien, también el historiador busca —o debe buscar— las formas de la existencia viva de la comunidad social, y sólo persigue en el pasado aquello que fue vivo una vez, porque en mayor o menor medida se proyecta sobre el presente integrando los sucesivos puntos de una línea de coherencia que proporciona estructura y sentido a la vida histórica. Quien vive en actitud histórica advierte cómo el pasado se acumula y se estratifica para formar los supuestos del presente, pero no escapa a su observación que, de inverso modo, es el presente el que plantea —a veces de modo preciso y a veces de manera vaga— los interrogantes fundamentales con respecto al pasado, aquellos en los que hunde la inquietud contemporánea su raíz y nutre su inspiración. Esos interrogantes son los que consciente o inconscientemente atraen al historiador, los que se propone aclarar para ofrecer sus resultados a la conciencia histórica de su tiempo, habiéndole sido propuestos, precisamente, por ella.

Así, pues, frente a un historiador de aquellos que han alcanzado las formas plenas y maduras de la actitud histórica, es lícito y aleccionador a un tiempo indagar cuál ha sido su peculiar actitud frente a la realidad que lo circundaba, cómo sentía e interpretaba los problemas confusos y multiformes de su propia época, qué interrogantes fundamentales descubría en ella y, en consecuencia, qué rastros trataba de hallar en el pasado y qué proyecciones descubría en él que podían alcanzar con sus rayos reveladores hasta la oscura y confusa realidad inmediata.

Ciertamente, y casi sin excepciones, los historiadores que han logrado alcanzar las formas plenas y maduras de la actitud histórica han sido los que han sentido vivamente la palpitación de su propio tiempo y han llegado a descubrir en él el primero de los problemas históricos, precisamente por ser el primero de su propia existencia y de la de su comunidad social. A veces, el historiador se ha atrevido a afrontar ese problema y ha tentado su esclarecimiento; para ello era menester el más alto y esforzado ejercicio de la conciencia histórica, pues nada hay tan escabroso y difícil como intentar, por vías antes no frecuentadas, establecer la debida correspondencia entre el pasado y el presente a través de líneas de coherencia ajustadas a la realidad. Pero quienes lo hicieron probaron su calidad excepcional —acaso merecieron el nombre de “clásicos”— y legaron a la posteridad inmediata la inapreciable enseñanza que proporciona el conocimiento de los hilos que conducen hacia la entraña misma de esa realidad oscura y difusa en cuyo seno transcurre su vida de hombre de carne y hueso, forma primordial dentro de la que modela su condición de historiador.

Acaso por todo eso es singularmente grave que la frecuentación de la historia haya dejado de ser un hábito entrañable del hombre reflexivo; y si es grave el hecho mismo y son sensibles sus consecuencias, también es grave cuanto supone con relación a las formas actuales de la vida espiritual y social, del que ese hecho es signo expresivo. Parece evidente que la comprensión profunda de la naturaleza de nuestro tiempo no constituye un afán arraigado en las capas profundas de la conciencia; por el contrario se advierte cómo se posterga el esfuerzo para lograrla, indefinidamente, mientras se halla satisfacción en la profusión de explicaciones provisionales y circunscriptas —a veces consideradas suficientes— que han salido a la luz como resultado de cierto floreciente y culpable realismo ingenuo que quiere explicar con un simplismo trágico lo que no es, ni puede ser, sino constitutivamente y trágicamente complejo.

Por eso hay escondida una posibilidad de redescubrir la historia, si se redescubre su línea maestra. Quien logra reconocer la fisonomía del auténtico historiador, su específico tipo intelectual y sus peculiares inquietudes, ha identificado la más noble de las formas que adopta la historia, y la redescubre al localizar la que parece satisfacer la necesidad de una experiencia que coadyuve en la meditación sobre la existencia. En ella se manifiestan las potencias que justifican aquel severo mandato que pudo inducir a que se la considerara maestra de la vida: no un conjunto de fórmulas retóricas, sino un manantial de incitaciones a vivir una existencia plena de sentido, a alcanzar la posesión de una conciencia clara de la conducta histórica.

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Nada hay de arbitrario en el hecho cierto y pictórico de significación de que la historia se redescubra a través de ciertas grandes figuras del pensamiento histórico surgidas, generalmente, en situaciones críticas. Porque son, ciertamente, las grandes crisis las ocasiones favorables para alcanzar la desnuda verdad de la historia, una vez derrumbadas las artificiosas y banales construcciones con que cierta retórica suele ocultarla. Entonces sus elementos adoptan la posición que les determina su propio peso, sin que apoyo alguno falsee su verdadero significado, y es, sin duda, difícil descubrir el orden en el caos. Pero ese descubrimiento es, precisamente, la misión del historiador, a quien cabe la responsabilidad de reemplazar los viejos y caducos armazones por sistemas coherentes y valederos, y entonces suele afrontar el historiador auténtico el problema subsidiario pero inexcusable de cuál ha de ser la manera eficaz y valiosa de obrar sobre la realidad inmediata y de cómo definir y formular un estilo de conducta histórica. Tómense algunos ejemplos eminentes y examínense las peculiaridades del ajuste intentado entre el pasado y el presente, y se verá la esencialidad de aquellos caracteres de la vocación histórica y su proyección sobre el tipo intelectual del historiador y sobre la misión de su mensaje.

De una grave crisis surgió, por ejemplo, la gigantesca concepción histórica formulada por Polibio en el siglo II antes de Cristo. Polibio había nacido en una de las ciudades que formaban parte de la Liga Aquea y creció en medio de las turbulencias e inquietudes que provocaba la rápida ascensión de Roma hacia el poderío imperial en el mundo mediterráneo. Entre el orgullo y la impotencia, los griegos comenzaron a dividirse en defensores y en enemigos de la hegemonía romana, y Polibio fue de los que creyeron que nada contendría la expansión de la poderosa ciudad itálica. Después de la conquista de Macedonia fue llevado con muchos de sus conciudadanos en calidad de rehén a Roma, y allí entró en contacto con la aristocracia helenizante, que en ese momento imponía sus puntos de vista con respecto a los grandes problemas internacionales. En contacto con quienes ejercían tan decisiva influencia sobre la vida contemporánea, Polibio se esforzó por comprender el significado de la política seguida hasta entonces por las ciudades griegas dentro de su propia esfera y con respecto a Roma, y cuál era la orientación que debían seguir en lo futuro, interrogándose finalmente acerca de cuál parecía ser el destino del mundo mediterráneo ante el casi monstruoso fenómeno del inmenso crecimiento de las estructuras romanas de poder.

Para llegar a esa comprensión de modo certero y profundo, Polibio, que percibía inequívocamente los signos de una mutación fundamental en la historia del mundo, acometió el ingente esfuerzo de explicar el proceso que desembocaba en su propia época mediante un atento estudio de sus etapas históricas. Su intuición y su saber se decantaron entonces en el ejercicio de esa peculiar forma de comprensión propia del historiador, y su calidad intelectual quedó probada en ese intento. El secreto de tal transformación residía en la naturaleza y en la situación de los estados helenísticos, en el proceso de constitución de las grandes áreas económicas, en la eficaz voluntad de dominio que Roma ponía en juego. Polibio llegó a establecer, en efecto, en medio de la desintegración de las viejas estructuras, las líneas principales del desarrollo histórico que desembocaba en su propia época; pero fue más lejos aún; tras el diagnóstico de la situación contemporánea estableció con sorprendente finura y precisión cuáles eran los gérmenes capaces de desintegrar la aparentemente férrea organización de Roma en ese momento, gérmenes que ella misma llevaba en su seno y cuya significación para la evolución futura del proceso político él sólo percibía con claridad. Así, de su sagacidad tanto como de la pulcritud de su análisis pudo surgir una precisa y traslúcida conciencia del presente, de viva resonancia contemporánea y destinada, por cierto a incidir en la orientación de la conducta histórica de su tiempo.

Si observamos más cerca de nosotros, algo semejante ocurre con Maquiavelo. También surgió de una crisis profunda y peligrosa la concepción que él proporcionó a sus contemporáneos acerca de su propio destino. La crisis de su tiempo y de su patria era en cierto modo la de su propia vida, y en su humilde retiro de San Casciano el ilustre florentino dedicó sus ocios atormentados a meditar sobre la suerte de Florencia, de Italia y de Europa, porque nada escapaba a la vastedad de su visión.

Veía Maquiavelo palidecer la antes brillante estrella de su ciudad, y ante el espectáculo de los resplandores que aún conservaba como potencia del espíritu, quiso explicarse —y explicar a la comunidad social a que pertenecía— el sentido, inequívoco a sus ojos, de su decadencia como potencia política y las relaciones de esa declinación con la suerte promisoria de las potencias nacionales que, como Inglaterra, Francia o España, pasaban ahora a situaciones de primer plano.

Un análisis agudo y cuidadoso lo condujo a determinar la línea de desenvolvimiento histórico que culminaba en lo que contemplaban sus ojos apesadumbrados. En el pasado medieval de Europa, próximo y lejano a un tiempo, Maquiavelo fue descubriendo poco a poco, en medio de la confusión de un mundo en trance de reordenación, los signos de una marcha hacia la constitución de grandes unidades territoriales bajo la nueva forma de estados nacionales monárquicos y absolutistas. En su tiempo, ese proceso acababa de manifestarse en Francia, en Inglaterra y en España, y frente a ellos, los estados ciudades carecían de vigor, de potencial adecuado para resistir su marcada tendencia a una hegemonía en discusión. Frente a Italia, que mantenía su antigua estructura fragmentaria, Francia, Inglaterra o España se erguían unidas y poderosas, dispuestas a hacer sentir todo el peso de su vigor sobre los pequeños estados que formaban parte de Italia, unidad virtual, según pensaba Maquiavelo, pero acaso unidad frustrada irremisiblemente si no aprendían los estados italianos la lección de los tiempos y no sabían obrar en consecuencia.

Maquiavelo no intentó realizar una obra de conjunto y se contentó con escribir una historia de Florencia, su pequeña ciudad amada, antaño poderosa y luego avasallada. Sin embargo, Maquiavelo tiende, en rigor, en toda su obra a dejar establecidos los resultados de su vasta, casi gigantesca meditación sobre el proceso de la vida histórica y especialmente sobre las etapas directamente relacionadas con su presente. Lo que procura Maquiavelo es señalar la supervivencia de una estructura medieval en Italia, cuando ya se advertía una realidad diferente —una realidad “moderna”— que pujaba por dominar y dominaba en parte en derredor. De esa premisa arranca la postulación de una conducta política para el futuro, que no podía ser a sus ojos sino la lucha por el logro de una Italia unificada, equivalente en potencial a los estados nacionales que por entonces afianzaban su predominio en Europa. Esa lucha era la que quería ver emprendida y encabezada por un príncipe de mentalidad “moderna”, desprovisto de prejuicios inoperantes y orientado directamente hacia un replanteo de las situaciones políticas en vista de las nuevas circunstancias, un príncipe como lo fueron Enrique VII de Inglaterra, o Luis XI de Francia o Fernando el Católico de Aragón, que pudo ser, acaso, cualquiera de los que, como César Borgia, encarnaban sus ideales políticos. Acaso irremediablemente ineficaz —curiosa paradoja en un hombre mordido por la ilusión de la eficacia—, la concepción de Maquiavelo no fue por eso menos exacta, y siguió siendo hasta que fue realizada mucho tiempo después la expresión de un ideal unánime y vehemente.

Más cerca todavía de nosotros, hay en la experiencia argentina un caso semejante desde el punto de vista de sus caracteres: el de Bartolomé Mitre. Como historiador, Mitre aparece bajo el signo de una de las más profundas y amenazadoras crisis que pasara la Argentina. Había crecido en la lucha contra la tiranía de Juan Manuel de Rosas y asistió luego a su derrumbe en la batalla de Caseros y al despertar de la nación tras la victoria. Pero, tras la solución de hecho que el triunfo proponía, volvieron a aparecer ante sus ojos con rara nitidez los elementos de disgregación que habían parecido ya inactivos, ahora trasmutados, para impedir una vez más la organización de la nación unificada. Ese descubrimiento condiciona y tipifica su obra.

Desde ese momento, en efecto, el tema de Mitre había de ser el de la unidad de la nación, su antigua, su esencial, su necesaria unidad. Mitre, antaño poeta, luego militar y político, fortalece y vivifica su vocación histórica, se rinde a ella y la sirve austera y denodadamente para servir a la dilucidación y resolución de los problemas que se ofrecen ante sus ojos. Ahora recurre a la historia para filiar la existencia de un sentimiento nacional primigenio que cree advertir y aspira a destacar en las más remotas etapas de la vida argentina, un tradicional e irrenunciable sentimiento comunitario que supone vehementemente que es previo y más fuerte que los sentimientos regionales y secesionistas. Y cuando confirma mediante el análisis histórico del proceso de la emancipación argentina la evidencia de aquel sentimiento —revelado a sus ojos a través de la estructura maestra montada sobre la personalidad y la obra de San Martín y de Belgrano—, lo señala enérgicamente a la conciencia colectiva como un imperativo inolvidable. Ante la incitación de los grandes interrogantes del presente, el hombre de decidida actitud histórica —de “acción deliberada”, como él decía de San Martín—, ha buscado a través de la experiencia de la comunidad los elementos permanentes de su personalidad históricosocial. Afirma entonces que la nación “preexiste” con respecto a todos los localismos, que corresponde a un sentimiento más fuerte que el que nutre los impulsos secesionistas, y que la conducta razonada y deliberada no puede sino dirigirse hacia la conquista de su primacía por encima de esos otros. Es notoria la fuerza de esta concepción y la inmensa influencia que ha ejercido en la orientación de la vida argentina desde 1853; Mitre, más que ningún otro argentino quizá, contribuyó a enclavar en la conciencia argentina la idea de que su pasado entrañaba una consigna irrevocable, y el sentimiento vivo de que era imprescindible orientar la acción y la conducta según ciertos mandatos de la conciencia histórica que obraban en él y quería proyectar hacia su comunidad.

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Los tres ejemplos, tan disímiles entre sí, concurren a mostrar cómo el tipo intelectual del historiador, cuando aparece sin desviaciones equívocas, entraña una misión cuyo principal objetivo es realizar ese duro ejercicio de la inteligencia destinado a ajustar el presente con el pasado. Con aguda precisión, la realidad históricosocial en que cada uno vivía ha sido sometida a minucioso examen, a apasionado examen, para aclarar el significado de la crisis que había destruido su antigua arquitectura y ponía ahora en libertad los elementos antes suficientemente trabados. Esta fue su misión. Fue su gloria el que cada uno de ellos lograra tornar en conciencia vigilante y en acción creadora lo que, de otro modo, pudo no ser sino un mero saber, estimable acaso por muchos motivos, pero de reducida jerarquía. Por eso se adivina en cada uno de ellos —como en aquellos que pertenecen al mismo género y participan de ese tipo intelectual— la precisa fisonomía del historiador auténtico, la del que suscita eficazmente del pasado las formas vivas y singulares de la extinguida realidad, la del que las comprende en lo que tienen de peculiar e irreversible. Digamos, en resumen, la de aquel para quien el pasado conserva el calor de la vida, alimentado por la llama de la conciencia histórica.