En su última sesión anual, la Asamblea General de las Naciones Unidas ha designado una comisión especial de diecinueve miembros con el encargo de estudiar el problema del “Estado agresor” y presentar para el año venidero, juntamente con su informe, un proyecto de definición de la “agresión”. Por 33 votos afirmativos contra tres negativos y 14 abstenciones ha tenido éxito el empeño, manifestado en la Asamblea en ocasiones anteriores, de los que desean que aquel problema sea analizado a fondo y que quede resuelto con una definición.
La noción del “Estado agresor” ha sido introducida en la vida de relación internacional apenas se logró poner término a la primera guerra mundial. Desde tiempos remotos los teólogos de la Iglesia Cristiana, inspirándose en los principios de la moral evangélica, habían denunciado a la guerra como un mal, y solo por excepción consideraban que sería legítima cuando se hiciera con “justa causa”. Una valla de naturaleza moral surgía contra la guerra. Sin embargo, en la época de las grandes monarquías absolutas el “derecho a la guerra” era uno de los atributos que caracterizaba al Estado soberano. Hoy las ideas han cambiado. La conflagración de 1914 y sus tremendas consecuencias, que por primera vez envolvieron al mundo entero, provocaron una onda reacción en los espíritus. Queríase alejar a la guerra, eliminarla en lo posible, proscribirla y castigarla como un delito. El proyecto de tratado de asistencia mutua, elaborado en 1923 en Ginebra, declaraba que “la guerra de agresión es un crimen internacional”; y por el Pacto de París, suscripto en 1928, más de sesenta Estados renunciaron a usar de la guerra como recurso para resolver sus divergencias y como instrumento de política nacional. Desde hace más de treinta años la noción de “Estado agresor” ha venido a constituir una de las bases fundamentales de la organización internacional. Trátase de identificar a un posible “agresor”, a los efectos de poner en movimiento los instrumentos de seguridad colectiva o al menos, en ciertas circunstancias extremas y urgentes, de legalizar la legítima defensa. Pero la noción del “Estado agresor” es todavía imprecisa y oscura.
La Carta de las Naciones Unidas ha colocado en manos del Consejo de Seguridad, según el artículo 39, la facultad de determinar en cada caso concreto “la existencia de un acto de agresión”, a fin de decidir qué medidas deberán tomarse para restablecer la paz y la seguridad internacionales. Muchos piensan que esa disposición, siendo de carácter general, debe ser reglamentada señalando al Consejo las características de la “agresión”, los elementos esenciales que constituyen tal delito internacional. El extenso debate habido en la Asamblea General ha puesto de relieve las divergencias que separan a cuantos consideran el problema. Cierto es que se ha terminado por encomendar su estudio y definición a una comisión especial; pero esa decisión, adoptada por escasa mayoría con relación al número total de los Estados miembros, que hoy es de sesenta, significa una labor preparatoria, ya que en el régimen de la institución la Asamblea General no es un organismo que, a la manera de los parlamentos en el orden interno, imponga decisiones a todos sus miembros por la voluntad de una mayoría.
Hay quienes entienden -y en este grupo se hallan principalmente las grandes potencias- que es imposible encontrar una definición abstracta satisfactoria, una fórmula en cuyos términos, necesariamente concisos e intergiversables, queden encuadrados todos los hechos de “agresión”, tan múltiples como diversos, que pueden presentarse en la práctica. Durante las graves conmociones que precedieron en Europa al estallido de la segunda guerra mundial observáronse formas indirectas y hasta larvadas de agresión: por ejemplo, el envío a un territorio extranjero de “turistas” que no era sino técnicos destinados a infiltrarse en los medios de comunicación y en otros resortes vitales para apoyar en un momento dado a un partido político que se proponía apoderarse del gobierno, o el envío de “voluntarios” que se incorporaban un ejército rebelde o enemigo. Y la fórmula que eventualmente llegara adoptarse resultaría peligrosa o estéril; porque, si fuese rígida, serviría de pauta a los futuros agresores para burlarla, y si fuese elástica no mejoraría la situación actual. Verdad es que ese criterio negativo no ha predominado en la Asamblea General, pero subsisten divergencias de forma, dado que algunos desearían una definición sintética y otros inclínanse a introducir una definición analítica, una enumeración detallada de los distintos hechos y circunstancias que pueden constituir una “agresión”. Contra este método se aducen serias objeciones: es imposible formular una enumeración completa de los hechos que pueden significar una “agresión”, y esta deficiencia prestaríase en la práctica a que los hechos no enumerados llegarán a invocarse como lícitos. En tal situación, no pocas delegaciones preferirían una definición de carácter mixto, esto es, consistente en una cláusula concebida en términos generales que caracterice suficientemente el problema y en seguida una enumeración de hechos concretos de “agresión” que figuraría solamente por vía de ejemplo y no sería limitativa.
El problema de la definición de “Estado agresor”, sumamente complejo y difícil por sí mismo, aparece espinoso cuando se examina a la luz de la Carta de San Francisco. Desean precisarlo gran número de miembros de las Naciones Unidas. Desde luego, ninguno pretende erigir obstáculos al Consejo de Seguridad, puesto que él debe disponer de libertad para apreciar los casos concretos que se le sometan, de suficiente latitud para determinar si tales o cuales hechos amenazan la paz, la quebrantan o significan un acto de “agresión”; pero es evidente que se busca ajustar el desempeño de aquel órgano a ciertas normas que aseguren ecuanimidad absoluta en todas sus decisiones, máxime cuando se usa y abusa del famoso “derecho de veto”, que atribuye a cada uno de los cinco miembros con puesto permanente la facultad de neutralizar con una negativa propia la acción unánime de los demás. Por otra parte, debe notarse que, según el régimen de la Carta, la resolución que a raíz del encargo hecho a la comisión especial adopte en definitiva la Asamblea General no puede tener otro alcance que el de una recomendación dirigida al Consejo de Seguridad, la expresión de un anhelo que sin duda posee valor moral innegable, sobre todo si fuese adoptado por una gran mayoría, pero, sin embargo, no obliga al Consejo a restringir las facultades que la carta le atribuye de modo general y sin limitaciones.
Puede preverse, pues, que el problema del “Estado agresor”, cualquiera que sea el resultado inmediato del nuevo estudio, habrá de ocupar la atención durante largo tiempo, puesto que con definición explícita o sin ella es materia esencial en la organización de la vida internacional.