La conferencia de Ginebra, cuyas sesiones acaban de cerrarse tras una semana de intensa actividad, ha colocado los más graves problemas internacionales bajo una nueva luz, y es posible esperar ahora que se aclaren muchas situaciones oscuras, cuyas sombras han pesado sobre el espíritu durante diez años. No sería justo extraer esta conclusión de los resultados concretos obtenidos por los jefes de gobierno de las cuatro potencias en sus deliberaciones. Pero nadie estaba autorizado a esperar soluciones acabadas para tan intrincados y sutiles problemas. Lo importante ha sido el espíritu con que se ha desenvuelto el coloquio, los supuestos que se esconden tras ciertas frases, las actitudes sin las cuales no hubieran podido pronunciarse. El primer ministro francés, Sr. Faure, ha definido certeramente la conferencia y su valor al considerarla “una victoria sobre el escepticismo”.
Al juzgar las perspectivas de la reunión que acaba de terminar en Ginebra, fueron muchos los que se mantuvieron en la justificada desconfianza que los sucesivos fracasos suscitaron en la opinión pública mundial. Como ninguna situación se había modificado de manera radical y espectacular, pudo parecer que nada había cambiado. Pero importantes transformaciones se escondían en los pliegues de la política interna de algunos países y en los de las relaciones recíprocas, profundas y ricas en consecuencias, aunque no alcanzaran a trasuntarse en crisis observables a simple vista. El nuevo cotejo de opiniones estaba destinado a replantear los problemas fundamentales de la coexistencia mundial a la luz de esas situaciones re——— y al advertirse un nuevo tono en la polémica, se ha hecho visible que la desconfianza puede dejar pase a ciertas esperanzas, moderadas sin duda, pero estimulantes y benéficas, pues es sabido que el escepticismo ciega la imaginación, la fértil imaginación odiseica que busca y descubre las salidas de los más intrincados laberintos. No ha sido, pues, escaso el éxito de la conferencia ginebrina si, como ha dicho el Sr. Faure, ha logrado vencer al escepticismo.
Justo es decir que ha sido paladín de esa lucha el presidente de los Estados Unidos. Su apelación a la vieja amistad con el mariscal Zhukov, su declaración de que su país no atacará jamás a la Unión Soviética, su propuesta de que se intercambien secretos militares y el ferviente llamado para que se restablezca la comunicación entre los dos sectores del mundo que se mantienen aislados, han sido hechos sustanciales en la lenta recuperación de la confianza mutua. La voz del general Eisenhower ha sonado de un modo algo distinto de lo que era usual en los grandes debates diplomáticos. Es innegable que trasuntaba un sentimiento profundo y una tocante sinceridad, a la que no han sido insensibles los estadistas soviéticos, acaso bien predispuestos para acogerlos. Y como su voz no recitaba huecas fórmulas de compromiso, sino que expresaba proposiciones llenas de sensatez y susceptibles de ser estudiadas y recogidas, el coloquio diplomático ha entrado por una vía que el Sr. Eden ha llamado “el camino recto que conduce a la paz”.
Los tres interlocutores del general Eisenhower han revelado, sin duda, análoga actitud. Gracias a esa circunstancia el debate ha sido fluido, ha esquivado los problemas más espinosos y ha logrado una coincidencia acerca de ciertos puntos básicos. Las conversaciones sobre desarme, que en lo fundamental no están mal encaminadas a pesar de las inmensas dificultades que deben sortear, han sido giradas a la subcomisión pertinente de las Naciones Unidas, instruyéndose a los cancilleras para que vigilen y activen esas discusiones de acuerdo con el espíritu de la conferencia. Pero el problema fundamental que se encomienda a los ministros de Relaciones Exteriores es el de la unificación de Alemania y el de la seguridad colectiva, que ahora se plantea como uno e indisoluble.
En el documento producido por los cuatro jefes de gobierno se recogen todas las sugestiones formuladas en el transcurso de la conferencia acerca de la cuestión. Su mera enunciación conjunta revela que no se juzga imposible el acuerdo, y el examen de su significado acentúa esta convicción. No es seguro, ni siquiera verosímil, que este acuerdo se logre a plazo breve. Junto a las dificultades propias de la situación se acumulan las que han surgido y han de surgir entre los dos gobiernos alemanes. Pero aun así, si se salvan algunos obstáculos, no parece imposible que pueda hallarse una fórmula aceptable para ambas partes.
De todas maneras, el principal valor de la conferencia no reside ni siquiera en la posibilidad de hallar soluciones concretas a los problemas en discusión. Es bien sabido que la gravedad de los problemas no depende solamente de sus contenidos intrínsecos, sino de cierta carga política que puede o no atribuírseles. Si las conversaciones ginebrinas han logrado neutralizar la tendencia a transformar en casus belli cualquier pequeño incidente, es innegable que hay mucho tiempo por delante para resolver el litigio alemán, cuyas implicaciones son delicadísimas. Lo que es seguro es que se procura disipar la atmósfera de tensión, y con ello queda eliminada buena parte de la gravedad del problema europeo, pues en un ambiente de calma parecerán mucho menos graves ciertas circunstancias que en otras condiciones conducirían a la guerra.
La conferencia de Ginebra abre una nueva era en la liquidación de la situación de posguerra. Es lícito esperar que el ingente esfuerzo que se reservaba para mantener la