Unidad y diversidad de la Edad Media. 1947

UNIDAD Y DIVERSIDAD DE LA EDAD MEDIA.

Los ingentes esfuerzos realizados por la reflexión histórica para esclarecer la significación de ese largo período que, por costumbre, seguimos llamando la Edad Media, obedecen, no sólo a un impulso polémico contra la persistencia de muchos prejuicios que la obscurecen, sino también, y acaso más aún, a cierta convicción cada vez más arraigada en los historiadores de la cultura acerca de la decisiva trascendencia de esa etapa en el destino del Occidente. No sería oportuno volver, a propósito de cada una de las cuestiones que suscita la consideración del problema, sobre este tema que constituye casi una obsesión para los medievalistas; pero no se podría dejar, al menos, de encarecer esa trascendencia al abordar, precisamente, una de las cuestiones que más interesan para lograr aquella deseada claridad, y que gira alrededor del problema de la unidad y la diversidad de la Edad Media.

Puede afirmarse, en efecto, sin temor de incurrir en exageración, que la persistente idea de la unidad intrínseca de la Edad Media es el obstáculo más difícil que se opone al esclarecimiento del sentido de estos diez siglos de historia occidental. Abrazados en una denominación unitaria por obra de una interpretación harto polémica del Renacimiento, esos diez siglos, que transcurren desde la caída del Imperio Romano de Occidente hasta el siglo XV, se presentan ante los ojos del historiador con una fisonomía confusa y varia y se resisten a todo sistema interpretativo. Pero es necesario advertir que todo esfuerzo seguirá siendo infructuoso para alcanzar el esclarecimiento buscado si se persiste en encontrar los rasgos tipificadores de un ente histórico de existencia al menos discutible y, en todo caso, de una muy tenue realidad. Si, por el contrario, se prescinde, siquiera sea transitoriamente, del concepto de unidad intrínseca, y se parte de su constitutiva diversidad, el problema queda planteado sobre bases nuevas y más sólidas, y las posibilidades de captar las notas fundamentales de la época se acrecientan considerablemente. Por otra parte, la diversidad de la Edad Media se manifiesta con mucha nitidez en cuanto se abandona aquel punto de vista tradicional y se utilizan con libertad y sin reservas los testimonios contradictorios; de modo que, aun admitiendo prudentemente que exista, en lo profundo, esa unidad que preconcebidamente se postule, sería igualmente beneficioso para definirla y precisarla renunciar al afán de percibirla sintéticamente e intentar, en cambio, descubrirla como resultado de un análisis diferenciador. Es, pues, en todo caso, imprescindible afrontar el problema de la periodización de la llamada Edad Media.

Naturalmente, nuevos obstáculos se nos presentan en cuanto queremos llevar a cabo tal propósito. La periodización de la Edad Media ofrece de por si múltiples dificultades inherentes a la propia naturaleza de su conocimiento; pero, además, quien afronte la empresa no debe olvidar los riesgos que, en general, se ocultan detrás de cualquier ensayo de esta índole. La periodización histórica es una de las operaciones más difíciles aun para el conocedor profundo, y requiere saber y prudencia; porque es evidente que cualquier intento de interrumpir el curso fluyente de la historia es en alguna medida arbitrario, y todas las precauciones son pocas para precaver los errores más groseros. Huizinga, uno de los historiadores contemporáneos más inteligentes y profundos, ha señalado recientemente en un estudio luminoso2, los distintos aspectos del problema de la periodización histórica, su pro y su contra, las opiniones en conflicto, y concluye aconsejando que se renuncie a toda pretensión de exactitud, teniendo en cuenta la peculiaridad del acontecer histórico, no siempre susceptible de precisa determinación cronológica. Ese es, sin duda, el buen camino. Las épocas y los períodos históricos, en cuanto entrañan una peculiar forma de vida, existen inequívocamente e imponen su existencia al observador que analiza los testimonios; pero la constitutiva complejidad de la vida histórica impide precisar sus límites y dibujar con acabada exactitud sus contornos, pues esas formas se gestan lentamente mientras otras comienzan a surgir. De aquí que los límites no pueden ser precisos; pero esto no obsta en modo alguno para que, conceptualmente, sea indudable la existencia de ciertas mutaciones que pueden y deben tomarse como pautas para la interpretación de los fenómenos históricos. Y no nos amilanemos porque, al cabo, esa interpretación resulte invalidada por la posibilidad de incorporar al conjunto del instrumental histórico nuevas perspectivas antes insospechadas; también es esto peculiar del conocimiento histórico, como hace notar el mismo Huizinga cuando afirma que “esta vaguedad de su supremo objeto es otro de los signos en que se revela la íntima conexión del pensamiento histórico con la vida misma”. Es bien sabido que los enfoques del pasado pueden variar según las incitaciones de la existencia histórica, y su diversidad no solamente no disminuye la validez del conocimiento sino que, por el contrario, lo tonifica y lo enriquece a medida que abre el haz de las perspectivas.

Lo imprescindible es que la periodización histórica, aun cuando ofrezca cierta imprecisión en cuanto a sus esquemas cronológicos, posea una evidente significación con respecto a los contenidos vitales y culturales. Es lícito y posible ordenar conceptualmente un determinado conjunto de fenómenos, alcanzar una profunda comprensión con respecto a su esencia, y construir sobre esa base, y en principio, un esquema susceptible de permitir la comprensión de otros fenómenos; sólo es necesario no aferrarse desesperadamente a él, y sobre todo a sus determinaciones cronológicas, y mantener en cambio la más amplia independencia para advertir y sopesar las variantes que se observen en la tónica de vida, admitiéndolas aun a riesgo de que el esquema se torne impreciso. Toda periodización fundada es, en el fondo, un proceso de conceptuación, y como tal implica un empobrecimiento de la realidad que, tratándose de la vida histórica, es menester estar dispuesto a corregir a cada paso. Pero, entretanto, los esquemas obtenidos por aquella vía permiten en alguna medida aprehender la multiforme sustancia de la historia, cuyo conocimiento constituye una de las más arduas aventuras que puede intentar el espíritu humano.

Con respecto a la Edad Media, los ensayos de periodización no han sido hasta ahora muy afortunados. Aun se discute la determinación de su momento inicial, y este problema entraña, de por sí, las mayores dificultades. Pero no han faltado en los últimos tiempos historiadores de la cultura que orientaran sus investigaciones hacia la médula misma del problema, y es oportuno citar ahora a Johannes Bühler, cuyo vasto saber y cuyo profundo espíritu científico han podido vencer más de un obstáculo. Y aun sin que lo consideremos definitivo ni totalmente inobjetable, no puede negarse que ha logrado hacer una importante aportación para la solución del problema.

Sería largo señalar, aunque fuera de paso, la multitud de observaciones preciosas y profundas que contiene la obra de Bühler que acaba de ser traducida al español con el título de “Vida y cultura en la Edad Media”3. Parecería como si su esfuerzo hubiera estado dirigido a quebrar los muchos prejuicios que se levantan como obstáculos peligrosos para la comprensión de lo medieval, y su lectura será inapreciable para quien quiera estar en guardia contra los múltiples simplismos que dificultan aquella comprensión. Pero si nos limitamos a señalar su aportación al problema de la diversidad de la Edad Media, descubriremos una de las más ricas vetas de su pensamiento.

En efecto, frente a la pretendida unidad intrínseca de la Edad Media, Bühler adopta una posición resueltamente negativa y se pone a la tarea de discriminar los distintos períodos que se insinúen a través de tan largo plazo de tiempo. Para reconocerlos y para llegar a su comprensión íntima, se propone determinar lo que llama “el ritmo de vida de cada época” y toma “como pauta de comparación las edades del hombre”. Para no errar en cuanto a la filiación de su pensamiento, el lector prudente no deberá olvidar las densas observaciones que hace acerca del método que se propone seguir, henchido de sentido histórico y muy distante de toda clase de ingenuidades. “Es asombroso –dice– cuántas épocas de la historia se asemejan en su ritmo de vida y en toda su tónica a determinadas edades de la vida del hombre y hasta qué punto una certera apreciación de la edad, concebida en este sentido, nos da la clave para llegar a comprender la esencia y las diversas realizaciones de una época”. Así, encuentra sucesivamente en el curso de la Edad Media un período en el que predominan las formas de vida propias de la senectus, otro en el que se manifiestan como características las de la juventus, y otro, en fin, en el que predominan las de la virtus, esto es, las de la madurez. Debe observarse que Bühler prefiere los vocablos latinos a sus equivalentes en lenguas modernas para impedir que el lector incurra desprevenidamente en una ingenua asimilación a las edades biológicas.

El ideal del senex –dice Bühler– domina toda la primera mitad de la Edad Media. A través de un cuidadoso examen procura establecer los fundamentos de esa afirmación, señalando cómo se advierte ese carácter, no sólo en las formas de vida propias de las capas sociales de origen romano, sino también en aquellas otras propias de la población germánica. Ese ideal aparece moviendo la actitud religiosa de los benedictinos –actitud que Bühler considera típica– y se advierte igualmente en la de los que detentan el poder político “desde Diocleciano (284-305) hasta Enrique IV (1056-1106)”. Bühler sostiene que esta tónica de vida no es sino la misma que caracterizaba la existencia del mundo romano durante el Bajo Imperio, y por esa vía llega a sostener la continuidad histórica desde esa época hasta principios del siglo XII. El rasgo fundamental de ese largo período está dado por una cultura de tipo eclesiástico y aristocrático, carácter que responde a la tónica vital del senex. Buhler hace llegar ese período hasta la época de los Hohenstaufen; aquí, más que en ningún otro aspecto, es menester acoger las limitaciones cronológicas con una máxima prudencia. A mi juicio, Bühler subestima o, al menos, empobrece la profunda significación que tiene la crisis que determina y sigue a la dislocación del Imperio Carolingio –más grave, creo, que la de la época de las invasiones germánicas al Imperio Romano– y, aunque la observación no alcanza a vulnerar los fundamentos del esquema de Bühler, advierte sobre la necesidad de tener muy en cuenta aquel rasgo capital de la vida histórica: la persistencia en algunas napas de cierta tónica vital mientras se constituye en otras napas una nueva que suele lograr manifestarse luego resueltamente.

La alta Edad Media, esto es, el período que comprende los siglos XII y XIII, está caracterizada, según Bühler, por el predominio del espíritu de la juventus. La nueva nobleza, creada por un proceso social que Bühler indica someramente, forja un nuevo ideal de vida calcado sobre el de la vieja aristocracia pero transformado en su fondo. En efecto, lo que en aquella aristocracia era tradición se torna en la nueva nobleza en ideal convencionalmente ordenado, y se afirma la concepción caballeresca de la vida como forma suprema de la existencia. Se relacionan con el predominio de esta tónica las condiciones económicas y sociales que empiezan a manifestarse, y constituyen expresiones representativas de ella, tanto el arte gótico o las cruzadas, como las especulaciones filosóficas y teológicas o la poesía caballeresca y sentimental.

Los dos últimos siglos de la Edad Medía, esto es, la Baja Edad Media, introducen una nueva mutación. A la juventus sucede una tónica de vida asimilable al espíritu de la madurez, la virtus. Una “senectud impotente y moribunda” cree ver Bühler en las formas de la existencia de ese período que Huizinga ha llamado el “otoño de la Edad Media”. Las fuerzas más representativas hasta entonces, el pontificado y el imperio, han caído abatidas por su lucha recíproca, y el universalismo cristiano ha desaparecido como aspiración y tendencia; y, entretanto, las fuerzas sociales en ascenso, las que hasta entonces no significaban casi nada sobre la escena histórica, comienzan ahora a valorizarse y manifiestan inequívocamente su poderío superando a la clase caballeresca en la guerra, expresión suprema de su caduco ideal de vida. Bühler considera esta época como caracterizada por el primado de la voluntad, y esta tendencia debía desembocar en la afirmación del primado del individuo. Así quedaban afirmadas vigorosamente en la tierra las raíces de los más importantes movimientos que pondrían fin a la Edad Media: el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma.

Acaso después de haber indagado a fondo las peculiaridades y la significación de los caracteres distintivos de cada uno de los períodos de la Edad Media, subsista en el ánimo la duda acerca de si no se oculta por debajo de tantas mutaciones un principio unificador. Es posible que, en efecto, pueda hallarse. Pero aun entonces el observador debe estar precavido contra nuevas ilusiones de la perspectiva. Es menester no confundir lo que es característico del espíritu occidental –que aparece en lo medieval, sobre todo a partir de la ordenación carolingia, tanto como en el mundo moderno– con lo que es exclusivo y propio de una de sus épocas. Si muchas de las notas que atestiguan la pretendida unidad intrínseca de la Edad Media son, en rigor, propias solamente de una de sus etapas, otras, en cambio, no son específicas de la Edad Media sino comunes a toda la cultura occidental. Y si lo propio del conocimiento histórico es individualizar, es prudente precaverse de esos falsos simplismos que, partiendo de uno cualquiera de esos dos equívocos, pueden conducir a una visión de lo medieval tan arbitraria como inconsistente. Y acaso llegue otra vez el momento de repetir que de la exacta interpretación de la Edad Media depende la fisonomía con que puede presentarse ante nuestros ojos el destino de la cultura occidental.