Entre el momento aluvial y la revolución posible: José Luis Romero y Las ideas políticas en Argentina

JORGE MYERS

En 1946, en la conclusión a la primera edición de Las ideas políticas en Argentina, José Luis Romero asumía el carácter problemático de la realidad nacional desde una óptica que se autodefinía como socialista, y postulaba que el problema central de la vida política argentina, “la disyuntiva entre demagogia y autocracia”, seguía irresuelto:

Las vicisitudes que ha sufrido la vida política argentina desde 1930 prueban que el ciclo histórico que en este libro se designa con el nombre de era aluvial se mantiene abierto, y que es difícil —o acaso imposible— determinar objetivamente y sin que influyan las preferencias personales la posible evolución futura. […] deberán sufrirse muchas y muy variadas experiencias antes de que se canalice dentro de un cauce regular el impulso social y político de la segunda Argentina, de la Argentina aluvial.[1]

Si la posición política desde la cual el historiador había elaborado su diagnóstico de la “crisis argentina” implicaba que, a su parecer, “sólo la democracia socialista puede ofrecer una positiva solución a la disyuntiva entre demagogia y autocracia”, la referencia a una “segunda Argentina”, “aluvial”, servía para subrayar el carácter novedoso que el problema argentino revestía en 1945. En un libro cuya propia estructura revelaba el trabajo de síntesis que su autor había realizado sobre distintas tradiciones interpretativas de la realidad argentina, el hallazgo distintivo, la hipótesis central que lo convertiría en un clásico del pensamiento argentino del siglo XX, fue la identificación de la inmigración masiva como problema social y la postulación consecuente de la formación, a partir de 1880, de una nueva Argentina cuyo carácter aluvial constituía el rasgo definitorio. Historiador atento a la irrupción de lo nuevo en el devenir nacional, sociólogo de los contactos culturales, especialista en las transformaciones culturales acaecidas en la Antigüedad clásica, Romero introdujo con su libro un nuevo problema a la tradición de estudios dedicados a dilucidar la situación nacional, a esa tradición comúnmente englobada bajo el rótulo de “ensayo de reflexión nacional”.

JOSÉ LUIS ROMERO, VOZ HISTÓRICA DE LA NUEVA GENERACIÓN ARGENTINA

A pesar de haber contado menos de diez años cuando triunfaba la Reforma Universitaria, a lo largo de su carrera José Luis Romero (1909-1977) mostró que compartía la estructura de sentimiento de aquella, y que suscribía a una porción de las orientaciones teóricas e ideológicas vehiculizadas por ella: su forma mentis recibió el impacto de la renovación cultural operada en la estela de la “revuelta antipositivista”. Ello se debió en gran medida al rol decisivo que ejerció en su formación intelectual su hermano mayor, el filósofo y oficial del ejército Francisco Romero (1891-1962). José Luis Romero reconoció en más de una ocasión, explícitamente, la deuda intelectual que sentía hacia él, gracias a quien al llegar a la universidad ya contaba con “un panorama considerable de ideas”.[2] Ese acervo era el que se había formado en la huella de José Ortega y Gasset, a partir de sus visitas a la Argentina (desde 1916 en adelante) y, sobre todo, de la tarea de alta divulgación encarada por la Revista de Occidente y por la editorial vinculada a ella: Francisco Romero se constituyó, desde el inicio de su carrera, en el principal representante local del orteguismo dentro del campo disciplinar de la filosofía.

José Luis, en cambió, se mostró atraído hacia los estudios históricos, dentro de los cuales se definió en la primera parte de su larga carrera como especialista en la historia de la Antigüedad clásica. Cursó Historia en la Universidad de La Plata entre 1929 y 1937, año de su doctorado, que obtuvo luego de un crucial viaje cultural de siete meses por Europa (1936-1937) con su esposa, Teresa Basso. Maestro en la escuela primaria desde 1928, profesor en la secundaria desde 1932, dejó esos cargos con motivo de su viaje, sustentándose económicamente a su regreso a la Argentina con un cargo en la administración pública nacional primero, y luego con diversas actividades en el mundo editorial y del periodismo cultural, hasta obtener en 1942 la cátedra de Historia de la Historiografía en la Universidad Nacional de La Plata, como sucesor de Rómulo Carbia. La línea de investigación proseguida hasta ese momento —concentrada fundamentalmente en el estudio cultural y político de la élites y el Estado en la Roma antigua— experimentó una inflexión acorde con su nueva posición docente, y pasó a concentrarse en la biografía y la historiografía griegas y romanas, con incursiones colaterales al estudio de la historiografía renacentista y también —por primera vez— argentina (con estudios sobre Mitre, López y otros).

Mientras consolidaba su posición como especialista en el estudio y la enseñanza de la historia, desarrolló una trayectoria intelectual que, no por casualidad, lo llevó a participar en los mismos espacios que su hermano mayor. Reseñista a partir de 1928 en la revista Nosotros, hizo su primera experiencia como animador de una revista cultural, Clave de Sol, junto con otros intelectuales de su edad entre 1930 y 1931, y comenzó a publicar ensayos dirigidos a un público más amplio en la revista Sur (desde el número 8, en 1933) y el diario La Nación, para luego hacerlo también en medios más claramente identificados con el combate ideológico desde posiciones de izquierda, como La Vanguardia (1939) y la publicación antifascista Argentina libre (1940-1941). También como su hermano, ejerció la docencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores entre fines de la década de 1930 y comienzos de los años cuarenta, y publicó versiones de sus clases en la revista de esa institución, Cursos y Conferencias.

Esa primera etapa de su carrera padeció, de forma abrupta, una interrupción provocada por la decisión del nuevo gobierno peronista de dejarlo cesante en su cargo universitario, por lo que quedó proscripto entre 1946 y 1956. Durante esa década desempeñó una importante labor docente en la Universidad de la República, en Montevideo —al lado de Emilio Ravignani, historiador de la escuela erudita, también proscripto— mientras que en la Argentina se abocó a un intenso trabajo editorial. Participó como escritor en la revista intelectual dirigida por su hermano, Realidad, y —muestra de su creciente independencia intelectual respecto de este— ejerció también la dirección de la efímera revista socialista El Iniciador, en 1946. Ese mismo año, colaboró en la creación de la editorial Argos, para la cual dirigió una colección de libros de historia. Reorientó, durante aquel período de expulsión académica, sus principales líneas de investigación, al desplazar definitivamente el foco de su investigación y reflexión historiográficas de la Antigüedad al Medioevo, por un lado, y hacia la historia argentina y latinoamericana, por otro lado, que por primera vez pasaron a ocupar un lugar significativo dentro de su obra.[3]

Fueron un libro y una revista, sin embargo, las iniciativas que le conquistaron un perfil propio en el interior del espacio intelectual argentino de su época. El libro, Las ideas políticas en Argentina, obtuvo, por la originalidad y por la importancia de su argumento, un reconocimiento inmediato dentro y fuera del país, por lo que se convirtió con rapidez en un clásico. La revista Imago Mundi, “gabinete en las sombras” de la universidad que debía construirse cuando finalizara el ciclo peronista (según la elocuente expresión de Oscar Terán), se destacó por su factura exquisita, su erudición y su modernidad académica: empresa eminentemente personal, demostró, entre 1953 y 1956, que era posible publicar en la Argentina una revista de historia cultural para especialistas y lectores con un elevado nivel de formación universitaria, en condiciones de convertirse en revista-faro para las comunidades científicas que se dedicaban a esa disciplina, fuera de la Argentina y aun más allá de las fronteras iberoamericanas. El libro consagró a su autor como historiador capaz de interpelar, desde su disciplina, los problemas más acuciantes que enfrentaba el país; la revista lo proyectó como “intelectual público” poseedor de los recursos culturales necesarios para diseñar una agenda que guiara la reconstrucción de la cultura universitaria en la Argentina posterior al régimen peronista.

UN LIBRO CLAVE PARA PENSAR LA REALIDAD NACIONAL

Las ideas políticas en Argentina es una obra cuya intención discursiva original se inscribe dentro del contexto intelectual y cultural muy específico de la Argentina de mediados de la década de 1940, y del más amplio, latinoamericano e internacional, de la Segunda Guerra Mundial y la compleja etapa de entreguerras que la había precedido. El arsenal conceptual que pudo movilizar Romero en defensa de su interpretación de la historia y el pensamiento político argentinos se había labrado en el curso de los años treinta y comienzos de la década del cuarenta. Allí Romero desarrolló una reflexión historiográfica que se condensaba en tomo a tres núcleos decisivos de problematicidad: la crítica cultural de entreguerras —ensayo y sociología—, la reflexión historiográfica sobre la Antigüedad clásica a la luz de las tensiones de los años treinta, y la militancia en un partido, el socialista, que pudo parecer la mejor opción para quien, como Romero, seguía depositando en la revolución su principal horizonte de expectativas.

En relación con el primer núcleo, cuya huella se descubre en conceptos centrales para su análisis, como la contraposición entre minorías y masas, toda la compleja y abigarrada bibliografía europea y argentina elaborada en clave de Kulturkritik y referida a la crisis civilizatoria y nacional de aquellos años dio forma no sólo a los argumentos explícitos de su libro, sino a su estructura general. Aunque publicado sobre el final del período, Las ideas políticas en Argentina manifestaba las huellas del clima cultural argentino de los años treinta, cuyo perfil descubría, además de la reflexión obsesiva en tomo a la “crisis”, la presencia del “factor Ortega” y del “pensamiento novísimo” identificado en aquellos años por Francisco Romero.[4]

Si la reflexión general sobre los dilemas del momento —inspirada en una bibliografía amplia y ecléctica que abarcaba desde Spengler y Keyserling hasta Simmel y Scheler, desde Rojas hasta Mallea— constituye la atmósfera conceptual en cuyo interior se forjó la estructura argumentativa del ensayo histórico de Romero, fue en su trabajo de investigación sobre las formas políticas de la Antigüedad clásica, y en especial en La crisis de la república romana (1942), dedicado a estudiar la transformación de la República romana entre la Primera Guerra púnica y el advenimiento del principado, donde la matriz interpretativa acerca de la relación entre el pensamiento político y los cambios tanto institucionales y sociales como culturales experimentados por el pueblo más bélicamente exitoso de la historia antigua halló su definitiva cristalización. No sólo puede discernirse, en una lectura que coloque en paralelo ese texto con Las ideas políticas, la trasposición de la matriz interpretativa elaborada para dar cuenta de las transformaciones sociopolíticas de Roma hacia el caso argentino, sino también observarse la continuidad conceptual entre la descripción hecha por Romero del “aluvión” cultural helenístico —que habría transformado las formas de concebir la política y las instituciones romanas— y el “aluvión” demográfico que produjo una transformación “espiritual” y cultural de honda significación para la sociedad argentina. Así, por ejemplo, Romero señala: “Roma descubre, bajo el nombre de Grecia, la cultura helenística, desarrollada en el Mediterráneo oriental y constituida por los aportes de las viejas culturas orientales sobre el sólido tronco griego, que conserva para sí el papel de núcleo del movimiento de aluvión”.[5]

Finalmente, con respecto al tercer núcleo de problematicidad: no resulta exagerado suponer que el tono no sólo no desesperanzado, sino por momentos cautamente optimista que infunde ese libro se deba a su compenetración con una idea del socialismo que, más allá de la suplantación del cientificismo positivista por el culturalismo del “pensamiento novísimo”, seguía confiando en el carácter ineluctable de la revolución que, algún día, pondría fin a la explotación del hombre por el hombre.

Las ideas políticas en Argentina constituyó, dentro de ese marco, un refinamiento y expansión de argumentos que habían aparecido enunciados ya en textos anteriores. El argumento central había sido anticipado, en forma sucinta, en el artículo escrito en 1945 y publicado en Colombia en 1946 “El drama de la democracia argentina”. Allí Romero presentó a sus lectores un “breve esquema de nuestra democracia”, cuya historia dividía en dos grandes etapas o ciclos: el ciclo de la Argentina criolla y el de la Argentina aluvial. El primero correspondía al período transcurrido entre 1810 y 1880; el segundo seguía aún vigente: “Se abre después de 1853 con el sordo proceso de elaboración de una nueva realidad étnica y social, proceso favorecido por el nuevo orden institucional y que llega hasta nuestros días sin haber cerrado su curva”.[6]

El ciclo de la Argentina criolla aparecía retratado en términos que remitían de manera explícita al discurso sarmientino desarrollado en el Facundo: se habría visto dominado en sus inicios por la lucha entre “una masa campesina o semirrural, políticamente inexperta y de concepciones simplistas”,[7] movilizada por un sentimiento democrático profundo y una aspiración a una libertad anárquica que podía trocarse en sumisión ciega a un jefe carismático, por un lado, y los grupos ilustrados de las ciudades, en especial, de Buenos Aires, por el otro. Las guerras civiles entre unitarios y federales y los liderazgos caudillistas que de ellas emergieron daban expresión a esa dicotomía esencial entre la cultura de la campaña y la de la ciudad. Enfrentada la Argentina criolla a la solución trágica ofrecida por Rosas —“un régimen de absoluta sujeción”—, sus pensadores habían reaccionado, a partir de la nueva generación de Echeverría, Sarmiento y Alberdi, con un proyecto sustentado en “los principios de la conciliación”.[8] Superada la etapa rosista, sobre la base de un proyecto político que veía en la inmigración europea un elemento fundamental dentro de un esfuerzo más general por transformar “la realidad económica y social del país” con el propósito de fortalecer las instituciones republicanas, ello habría llevado a poblar el país con un aluvión de inmigrantes que plasmó “una nueva fisonomía étnica y social”, base de “un intenso desarrollo económico”: transformaciones que en conjunto habrían provocado “una profunda transformación espiritual” del país.

Hipótesis fundamental de Romero en este breve texto, tanto cuanto en Las ideas políticas en Argentina era que, a diferencia de las demás naciones de América Latina (salvo Uruguay, que compartía una realidad rioplatense común con nuestro país), la historia nacional se presentaba escindida por una cesura entre dos modalidades culturales radicalmente distintas, cada una con un “estilo” propio. A diferencia de interpretaciones más optimistas de la acción y los logros de la generación de 1880, Romero consideraba que ella había fracasado por no haber podido enfrentar a tiempo ni resolver con eficacia en sus inicios la problemática central que subtendía a la historia argentina contemporánea: la conformación de una población no sólo heterogénea en extremo por su origen étnico, sino atravesada por una grieta profunda entre dos realidades culturales diametralmente contrapuestas, una criolla y otra extranjera. En el caso de los extranjeros, observaba Romero que ellos habían formado un grupo “espiritualmente […] inasimilable a los ideales puros del criollismo del cual solían adoptar las apariencias aun despreciando los contenidos económicos y sociales”.[9] Esa escisión cultural entre las distintas partes de la sociedad argentina se había podido consolidar y profundizar por culpa de la inacción de la oligarquía política del Ochenta: cualquier análisis de la historia del pensamiento político en el país debía centrarse pues, en el quiebre histórico provocado por el hecho aluvial, con su concomitante escisión cultural. Más grave aún, las consecuencias de aquella grieta no habían sido sólo culturales sino también y fundamentalmente políticas: en ello consistía “el drama de la democracia argentina”. La generación del 80, en tanto grupo gobernante, había desatendido la cuestión más urgente que planteaba la sociedad aluvial: la integración política de aquellas nuevas masas, cosmopolitas y desarraigadas, al sistema institucional de la República Argentina:

Nos dieron una magnífica legislación liberal, pero frente al grave problema que germinaba ante sus ojos, se constituyeron como oligarquía hermética y se negaron a replantear el problema político-social de la nación. Así se produjo una terrible marea de escepticismo institucional.[10]

Como la generación del 80 no había podido dar otra solución a “la diversidad espiritual que notaba en la inmigración o ante el problema visible de su número” que “acentuar la vigencia oficial de los ideales de la Argentina criolla mediante una propaganda patriótica y tradicionalista”, los ideales de las masas en los albores del siglo XX resultaban poco idóneos para una política moderna, democrática y con visos de reforma social: “Informe e inorgánico, el nuevo complejo social no podía alentar sino aspiraciones indefinidas y apenas formuladas. […] La ilusión primaria de ese conglomerado era que un caudillo realizara el milagro de interpretar y satisfacer sus deseos”.[11] Las nuevas masas habían preferido las promesas vagas de un Yrigoyen antes que el programa científicamente preciso del Partido Socialista. Al error de la democracia en clave caudillista había seguido, en 1930, el intento de restauración oligárquica, y a este seguía ahora, en 1945, “la aparición de una masa sensible a los halagos de la demagogia y dispuesta a seguir un caudillo”: era este un fenómeno que en vez de sorprender, resultaba el producto natural de medio siglo de procesamiento incompleto del impacto del aluvión inmigratorio.

Inexperta y simplista como era esa “masa amorfa” en materia política, la disyuntiva de 1945 se presentaba entre su captación por la demagogia de un caudillo o por un partido que supiera ofrecer soluciones precisas y claras basadas en un examen a fondo, experto, de la situación social del país. Fue la urgencia de esa disyuntiva la que presidió la elaboración de la interpretación histórica desarrollada en el libro clave que supo ser Las ideas políticas en Argentina.

Ofrecía el libro una interpretación más compleja que el artículo publicado el año anterior, al expandir su análisis hasta abarcar el curso entero de la historia argentina, si bien siempre sobre la base de la misma hipótesis central. La dedicatoria a Pedro Henriquez Ureña indicaba que Romero inscribía esa obra dentro de un espacio de reflexión acerca de la historia del pensamiento argentino y latinoamericano, en cuyo interior había podido hallar como antecedentes más pertinentes la rica tradición de historia cultural latinoamericanista de la cual formaba parte el dominicano: aquella del “humanismo de América” impulsado también por Alfonso Reyes, Mariano Picón Salas, y otros. Si ese era un registro contextual en cuyo interior invitaba Romero a que fuera leído su libro, también aparecía otro registro que daba forma a sus argumentos y que exigía ser tomado en cuenta al momento de interpretar su razonamiento: la tradición previa de historia de las ideas y del pensamiento argentinos, de cuyo acervo constituían modelos paradigmáticos para su propia empresa los ensayos de Ingenieros, Korn y, con mayor distancia, Rojas.[12]

La “Advertencia” a la primera edición explicaba de un modo detallado que el objeto que se proponía estudiar el libro no consistía en “las ideas políticas exclusivamente como exposición del pensamiento doctrinario”, sino en el pensamiento político “en cuanto es conciencia de una actitud y motor de una conducta”.[13] Su definición del objeto delata la profunda impronta que ya había dejado en él la sociología de la cultura de tradición alemana y quizá también, de modo más tamizado aún, la tradición española de la “intrahistoria” que se nutría en las proposiciones de Unamuno y Ortega. Declaraba, en efecto, que más que un estudio de doctrinas precisas o de ideas puras, su libro buscaría seguir en el hilo del tiempo “los remedos de ideas, cuyas deformaciones constituyen ya un hecho de cultura de profunda significación”.[14]

Sobre la base de esa definición sociocultural de su objeto de estudio —que llevaba a atenuar, hasta casi borrar, las fronteras entre la historia de las ideas, la historia cultural y la historia social—, Las ideas políticas en Argentina adoptó un esquema organizativo que implicaba una reperiodización contundente de la historia nacional. Si bien declaraba que en el proceso de elaboración de ese esquema había “tenido muy en cuenta [… ] las características y la evolución de la estructura económica y social”, la división tripartita que proponía para el curso completo de la historia argentina, desde sus inicios hasta el presente (1945-1946), expresa más bien las transformaciones en el plano de lo cultural y lo político. La nueva periodización que servía de soporte al índice de materias del libro tenía tres etapas: “La era colonial, la era criolla, y la era aluvial en la que aún estamos”.[15] Las dos primeras partes —“La era colonial” y “La era criolla”— ofrecieron al lector una síntesis aguda y original de las interpretaciones historiográficas clásicas sobre el pasado argentino —Sarmiento, López, Mitre, Juan Agustín García, José María Ramos Mejía, Paul Groussac, los historiadores del pensamiento argentino antes aludidos (Ingenieros, Korn, etc.)—, informada por las intuiciones que habían sido volcadas al ensayo de reflexión nacional por autores más próximos en el tiempo o que no pertenecían necesariamente al campo disciplinar de la historia. Es sólo a partir del quinto capítulo de la segunda parte —“El pensamiento conciliador y la organización nacional”— que se comienza a insinuar cada vez con más fuerza el eje argumentativo desarrollado específicamente por José Luis Romero, hasta desplegarse de forma plena en la parte tercera, cuyo título ya indicaba el hallazgo interpretativo: “La era aluvial”.

A diferencia de la gran mayoría de los ensayistas empinados sobre la crisis —como Martínez Estrada—, a diferencia también de casi todos los escritores “nacionalistas”, quienes, aun cuando reconocieran la novedad de la coyuntura argentina reciente y contemporánea, seguían buscando no sólo explicaciones sino también —en el caso de estos últimos— soluciones en distintos momentos del pasado lejano, Romero enfatizó que la sociedad argentina que había comenzado a eclosionar con perfil propio a partir de 1880 era tajantemente distinta de la que había protagonizado la experiencia histórica de las épocas anteriores, y que por ende los problemas que afrontaba eran ellos mismos nuevos y, al serlo, exigían ineluctablemente soluciones, también ellas, nuevas. La era aluvial era la de una nueva Argentina, incomparable desde muchísimos aspectos con la anterior:

Ya hacia 1880 se advierte que el país ha sufrido una profunda mutación: es entonces cuando la era aluvial se inicia, asomando su proteica fisonomía y poniendo de manifiesto multiplicidad de nuevos problemas que, aunque difusos, no esconden ni su novedad ni su diversidad.[16]

Ella se definía, entonces, por la novedad y diversidad, primero, de los problemas que ahora presentaba a la sociedad argentina; segundo, y sobre todo, por su carácter inconcluso. Consciente, agudísimamente, de la relación entre la situación temporal del historiador y la interpretación del pasado que podía desde allí desarrollar, Romero dejaba claro que, si la era colonial y la era criolla eran etapas clausuradas, la era aluvial estaba aún viva y en movimiento, y era inmerso en sus aguas cambiantes que el historiador debía ensayar la compleja prueba de ofrecer una interpretación general de ella. Una interpretación no exterior, sino interior a su objeto de estudio: es por ello que en esa tercera y última parte del texto original —cualificada apenas, en 1946, por el epílogo, con sus “Interrogantes sobre el ciclo inconcluso”— el discurso de la ciencia histórica tendió a desplazarse, sutil, insensiblemente, hacia aquel que vehiculizaba la opinión del ensayista.

Los problemas nuevos, básicos, derivaban del impacto del aluvión inmigratorio y la nueva escisión cultural que había generado en la sociedad argentina; o, de modo más indirecto, del fracaso de las élites en ofrecer soluciones a esa grieta sociocultural que había transformado a la nación criolla en un conglomerado sin amalgama eficaz. Esa situación se había traducido en un nuevo divorcio entre las masas y las minorías, sólo que en este caso las masas presentaban, en relación con la era criolla, caracteres étnicos y culturales nuevos, mientras que, frente a los nuevos tipos de exclusión ciudadana —cultural pero también política— que esa transformación implicaba, las minorías de origen criollo se habían desentendido por completo, y preferido, en cambio, abroquelarse en el poder, transformándose en una oligarquía política conservadora. En esa nueva situación nacional, las ideas políticas se habían visto modificadas por las transformaciones más generales atravesadas por la sociedad, y el liberalismo —que en la era criolla había podido perfilarse como ideología transformadora, progresista— se había convertido por ende en una ideología cada vez más conservadora, al tiempo que las propias masas, infundidas por un espíritu democrático —informe, de contornos difuminados—, se habían ido escindiendo progresivamente en dos líneas democráticas distintas, enfrentadas entre sí.

La historia de las ideas políticas en la Argentina de la era aluvial y de las luchas que se generaron en tomo a ellas se podía resumir, entonces, en una contienda tripartita entre un liberalismo conservador que negaba la legitimidad del proceso democrático y que en los años treinta ensayó, por tanto, el vano intento de una restauración sin asidero, y dos vertientes de “la línea de la democracia popular”, una orientada hacia un modelo político demagógico y caudillista que antes que dar cumplimiento a las aspiraciones democráticas desembocaba ineluctablemente en formas autoritarias de ejercicio del poder, y otra basada en una comprensión más cabal y reflexiva de los auténticos problemas de la sociedad argentina, que podría, si la oportunidad se le ofreciera, conducir el país hacia una democratización no sólo política sino social y económica, que permitiera soldar la grieta entre la Argentina criolla y la Argentina cosmopolita.

Aludida implícitamente a lo largo del libro, y de modo explícito en los momentos cruciales de su argumentación en esta tercera parte, quedaba claro para el lector perspicaz que el vehículo de esa solución debía incluir al Partido Socialista como protagonista central. No sólo en el epílogo, donde el autor se confesaba “hombre de partido”, haciendo de esa explicitación de su propia perspectiva una condición de la ecuanimidad de su interpretación, sino en todo el curso de la tercera parte, había sobrevolado la noción de que ante la novedad contundente de los problemas sociales y políticos de la Argentina aluvial hacía falta una respuesta vehiculizada por un partido que representara en su propia matriz político-ideológica una mirada igualmente novedosa y consciente de la especificidad propia del nuevo mundo social que el orden capitalista había creado.

La caracterización cultural que ofreció de esta nueva etapa de la historia argentina se basó, por su parte, en la reflexión que había desarrollado en 1938 acerca de los contactos de cultura. Texto inspirado sobre todo en la obra del sociólogo alemán Eduard Spranger, Romero tomó como punto de partida su argumentación en contra del organicismo de Frobenius y Spengler —quienes concebían al ciclo vital de las culturas según el modelo del ciclo vital humano— y a favor de una conceptualización de lo social que distinguiera con claridad entre la especificidad de lo biológico y la de lo cultural.[17] Al hacer suya la validación teórica de una posible morfología de las culturas del mundo (Kulturenmorphologie) y la correlativa posibilidad de un “análisis estructural de la cultura” propuesta por Spranger, Romero insistió en señalar la importancia de una comprobación empíricamente fundamentada de las culturas históricas y sus “diversas concepciones del mundo”: “Cada una de las cuales se realiza en un grupo social, en una época dada y se proyecta en fenómenos susceptibles de indagación empírica”.[18]

Ante la deriva filosófica de la sociología de Spranger, Romero buscó integrar la teoría de la morfología de las culturas y de los contactos culturales como herramienta conceptual al campo específico de la historia, enfatizando por ello la contribución de autores y obras más afines a la preocupación historiográfica que lo animaba —Huizinga, Troeltsch, Worringer, Cassirer, y de un modo fundamental, Dilthey—. No por ello, sin embargo, dejó de incorporar una idea clave de la sociología simmeliana a su propia sistematización de las formas típicas de contactos de culturas históricas (que modificaba sensiblemente el esquema cuatripartito sugerido por Spranger): el concepto de la aventura, tal como había sido esbozado en Cultura filosófica. Para Simmel, “la aventura” existía “cuando la continuidad de la vida es rechazada por principio, o cuando no necesita siquiera ser rechazada porque existe de antemano una extrañeza, una alteridad, un estar-al-margen”.[19]

Siguiendo esa pista, Romero señalaba una característica cultural decisiva de la “masa inmigratoria” llegada a la Argentina: el desarraigo, razón por la cual “la realidad social que se constituyó por el aluvión inmigratorio incorporado a la sociedad criolla adquirió caracteres de conglomerado, esto es, de masa informe, no definida en las relaciones entre sus partes ni en los caracteres del conjunto”.[20] Desarraigada en lo cultural y alienada en lo político, la masa inmigratoria convivió con la masa criolla —que seguía adhiriendo a una concepción rural y patriarcal de la vida, marcada por la exaltación del ocio y la despreocupación económica—, de manera que se formó un conglomerado en antagonismo y sin equilibrio, en el momento mismo de la modernización de las estructuras económicas de la nación. El resultado había sido el entorpecimiento y posible fracaso del proyecto democrático en su faz más moderna y cosmopolita, por un lado, y la perpetuación de la grieta abismal entre dos realidades espirituales enfrascadas en un duelo mortal, que dejaba como saldo la postergación de la síntesis entre ambas y la “indefinición social”.

Fenómeno derivado de la sociedad aluvial era la macrocefalia de Buenos Aires en relación con el resto de la nación y su propio carácter urbano, que ostentaba en su forma más tangible el carácter invertebrado de la nueva Argentina: “Buenos Aires es el conglomerado amorfo”. La forma adoptada por la crisis política argentina en curso era expresión de esa peculiaridad sociocultural, ya que las masas criollas imprimían a la línea de la democracia su deriva caudillista, mientras que las masas inmigrantes, privadas de un sentimiento claro de pertenencia político-institucional, desarraigadas, se mostraban incapaces de vehiculizar el proyecto socialista, de cuyo programa pudieron parecer el portador por excelencia.

CONCLUSIÓN

Publicado el mismo año de ascenso al poder del primer gobierno de Juan Domingo Perón, es fácil olvidar que los lineamientos de ese futuro peronismo permanecían inescrutables para el Romero que entonces escribía. Fue sólo en la segunda edición del libro, publicada diez años más tarde (1956), que incluyó un capítulo adicional, dedicado a analizar una novedad importante en la historia del pensamiento político argentino, el de las corrientes autodenominadas “nacionalistas”, inspiradas en las líneas antiliberales y autoritarias europeas que en el curso de la Segunda Guerra Mundial habían recibido el rótulo general de “fascismos”. Ese capítulo, “La línea del fascismo”, incorporaba al análisis de la Argentina aluvial una consideración del momento crucial de renovación —en clave autoritaria y antiliberal— del acervo de ideas políticas disponibles, y cuyo examen permitía trazar una interpretación verosímil del proceso seguido por las dos primeras dictaduras militares y por esa síntesis compleja y contradictoria que supo ser el primer período de gobierno peronista.

Como no podía ser de otro modo, ese capítulo aceptaba la premisa básica que había servido para organizar un consenso entre las fuerzas triunfantes en 1955: que esa etapa política, prolongación a destiempo del ciclo fascista inaugurado del otro lado del Atlántico, había alcanzado su final definitivo. El cierre del capítulo, referido a “las fuerzas de reserva”, sonaba como una nota optimista al concluir que finalmente comenzaba a mostrar signos de madurez el pensamiento político argentino, al punto no sólo de reconocer la centralidad del problema social, sino de captar que las soluciones que se le daban habían sido hasta entonces las equivocadas. Convertido en libro clásico, alcanzó una cuarta reedición en 1975, que se destacó por incluir un último capítulo nuevo, cuyo título, “La busca de una fórmula supletoria”, traducía en su propia redacción la mayor perplejidad que despertaba en los ánimos de los argentinos y en la mirada del propio historiador el curso de los acontecimientos. En esos veinte años habían perdido vigencia las certezas acerca de la naturaleza del peronismo y del régimen que lo había reemplazado en 1955, y se había disipado la esperanza optimista en un encarrilamiento de la política argentina hacia formas modernas de democracia estatal y social: ese último tramo añadido al texto original concluía, por ende, con una interpretación del retorno del peronismo que lo emparentaba con fenómenos de histeria popular como el “sebastianismo” portugués, y con una evocación de la triste jornada de los enfrentamientos violentos —“un holocausto ritual”— vivida en Ezeiza.

Si es en función de este libro fundamental que Romero pertenece al elenco de pensadores que han abordado, en obras luego devenidas clásicas, a la Argentina como problema, cabe recordar que su obra como historiador y como crítico cultural incursionó por territorios muy diversos y en gran medida alejados de la problemática que ocupaba el centro de su ensayo de 1946. A las pasiones historiográficas de la primera etapa de su carrera académica fue añadiendo en la época posterior a su reincorporación a la universidad argentina (1955) la historia medieval, la latinoamericana, la historia de la ciudad, y aun, de modo acotado, la historia cultural y política uruguaya, mientras el prisma que articulaba su Weltanschauung historiográfica general se desplazaba de la historia cultural en su versión “década del treinta” hacia una historia social en diálogo con la sociología más reciente y que por momentos recuperaba más explícitamente elementos —muy selectos— del complejo legado teórico marxista.

Aprovechó también el lapso para precisar bajo la forma del ensayo su propia visión socialista. Si La larga revolución (1961), de Raymond Williams, supo presentar, desde una perspectiva británica, la versión comunista de la gran transformación entonces en curso en el mundo, El ciclo de la revolución contemporánea lo había hecho con la versión socialdemócrata —marxista en clave reformista—, trece años antes y desde una perspectiva sudamericana. Romero, a través de todas las dramáticas peripecias de su vida y carrera supo mantener viva la confianza en un eventual desenlace positivo del curso de la historia argentina, precisamente en función de la forma en que él interpretaba la lección histórica del marxismo acerca de la historia universal, confiando en

el triunfo progresivo de la revolución, de la que el mismo capitalismo se toma agente y defensor sin saberlo. […] una revolución lenta mediante la cual se opera la transformación desde una economía capitalista hacia una economía cada vez más socializada, sin mutaciones demasiado violentas que impliquen un peligro mortal para las conquistas democráticas relacionadas con la libertad del individuo.[21]

Como ha observado Tulio Halperin Donghi, supo ser, de modo un poco paradójico, un estoico optimista, cuyo optimismo aparecía garantizado no por una mirada cándida acerca de los datos de la realidad, sino por la confianza en el hecho de que un saber preciso acerca de esa realidad constituiría el primer paso hacia la superación de sus aristas más negativas. Estoico optimista, socialista creyente en una revolución reformista, argentino especializado en el saber más “mandarín” de la historiografía europea —la Antigüedad clásica y el Medioevo—, historiador que desde una formación europeísta se tomaba intérprete de la historia argentina y latinoamericana, historiador de la ciudad desde fuera de la ciudad amurallada del urbanismo profesional, Romero también fue, en efecto —como ha sugerido Adrián Gorelik—, un experto en campos ante los cuales no dejó de ser nunca, al menos nunca del todo, un outsider. Quizá esta permanente asunción del riesgo que implica incursionar en territorios ajenos se haya debido a su propia condición de intelectual (hasta cierto punto) español en contexto argentino —ya que, como vimos, su primera y más profunda formación intelectual se había dado en el marco de “la novísima cultura” española impulsada desde la constelación orteguiana—; quizá se haya debido simplemente a los azares de una biografía sometida a las peripecias comunes a su siglo y a su país, tamizadas por una personalidad dotada de una sensibilidad particularmente sutil e inquieta. Cualquiera sea la respuesta, parece fuera de toda duda que su interpretación general de la historia intelectual y política en Las ideas políticas en Argentina ha determinado su colocación en compañía de otros intelectuales liminares, como ese Sarmiento cuya sombra larga se proyectaba también sobre el libro que nos confirió la noción de una “Argentina aluvial”.


[1] José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina, México, Fondo de Cultura Económica, 1946, p. 227.

[2] Véase Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero, Buenos Aires, Sudamericana, 1986, p. 17.

[3] Para una biografía completa, véase Omar Acha, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005.

[4] Sobre esta cuestión, véase Carlos Altamirano, “Hermenéutica de la pampa. El ensayo sobre el ser nacional en la Argentina de los treinta”, en Friedhelm Schmidt-Welle (coord.), La historia intelectual como historia literaria, México, El Colegio de México, 2014.

[5] José Luis Romero, “La crisis de la república romana” [1942], republicado en Estado y sociedad en el mundo antiguo, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 103.

[6] José Luis Romero, La experiencia argentina, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 16.

[7] Ibíd., p. 20.

[8] Ibíd., p. 21.

[9] Ibíd., p. 24.

[10] Ibíd., p. 25.

[11] Ibíd., pp. 24 y 26, respectivamente.

[12] En el artículo publicado en 1947, “Los elementos de la realidad espiritual argentina”, Romero señalaba también la importancia intelectual de Eduardo Mallea y Ezequiel Martínez Estrada.

[13] J. L. Romero, Las ideas políticas en Argentina, ob. cit., p. 9.

[14] Ibíd., p. 10 (el destacado me pertenece).

[15] Ibíd.,pp. 10-11.

[16] Ibíd., p. 167.

[17] Véase Eduard Spranger, “Problemas de la morfología de la cultura”, Ensayos sobre la cultura, Buenos Aires, Argos, 1947, pp. 9-18.

[18] José Luis Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 149.

[19] Georg Simmel, Sobre la aventura (Philosophische Kultur), Barcelona, Ediciones de Bolsillo, 1988, pp. 19-20.

[20] J. L. Romero, Las ideas políticas en Argentina, ob. cit., p. 175.

[21] José Luis Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 201.