José Luis Romero y el problema de la historia

RICARDO FORSTER

Introducción

El libro de José Luis Romero Latinoamérica: las ciudades y las ideas constituye, de por sí, un inventario harto elocuente de lo que un historiador es capaz de hacer con el material disperso al que se enfrenta y al que intenta dar forma. Sortear con éxito la dificilísima tarea de construir una historia latinoamericana, por más que se lo haga desde un plano recortado, es, probablemente, el principal mérito de esta obra de Romero. Aprehender de manera sistemática una multitud de hechos dispersos, inconexos, algunos destacados y otros completamente irrelevantes desde el punto de vista de la importancia que pudieron tener para la conciencia de los actores históricos, constituye el objetivo de toda buena historia o, para decirlo con otras palabras, construir la historia (de una región, de una clase social, de un determinado fenómeno político-social, de una ciudad, etcétera) implica poner en funcionamiento una compleja maquinaria que hará posible ligar, hacer inteligibles, elementos dispersos y a veces contrapuestos; esto es, cuadricular un determinado campo de estudio, pero sin que esa tendencia a la totalización anule la especificidad de lo particular.

Intentaremos poner en discusión, a lo largo de este trabajo, la manera, la metodología, con la que Romero lleva adelante su construcción de la historia latinoamericana; pero, en realidad, usaremos el texto como excusa para discutir ciertas cuestiones propias del quehacer histórico, entraremos en un cierto horizonte epistemológico. Esto creemos que es posible, pues el libro de Romero reúne las cualidades de una verdadera obra histórica y, esencialmente, porque inaugura una manera de trabajo histórico profundamente rica e innovadora. En tanto consideramos que este libro abre un nuevo campo de investigación y, por sobre todas las cosas, señala cómo se hace hoy historia, es, pues, factible discutir su estructura, sus objetivos, su metodología, pero no en función de una exégesis minuciosa sino como modo de trasladarnos a la discusión estatutaria; es decir, que Latinoamérica: las ciudades y las ideas nos abre un horizonte del trabajo histórico que nos servirá de ejemplo para introducir el tema filosófico-epistemológico de la historia propiamente dicha. Lo que haremos será, entonces, discutir teoría de la historia, y no historia concreta; esto es, no abordaremos el libro de Romero desde la perspectiva de la crítica histórica (hipótesis que vertebran su idea de la historia latinoamericana, ciertas interpretaciones en torno a determinados acontecimientos, inclinaciones ideológicas, etc.), sino que lo haremos desde la perspectiva epistemológica. Intentaremos poner en discusión los supuestos que hacen a la construcción de la estructura de la obra, abordaremos el concepto mismo de historia que introduce Romero. No discutiremos, pues, el material, los contenidos específicos sino el abordaje, el instrumental, la manera de hacer historia.

Veremos hasta qué punto se despliega el programa inicial del libro y que Romero ha sintetizado de esta manera: “Sin duda, suele pedírsele a la historia sólo lo que puede ofrecer y dar la historia política: es una vieja y triste limitación tanto de los historiadores como de los curiosos que piden respuesta para el enigma de los hechos desarticulados. Pero este estudio se propone establecer y ordenar el proceso de la historia social y cultural de las ciudades latinoamericanas; y a esta historia puede pedírsele mucho más, precisamente porque es la que articula los hechos y descubre una trama profunda. Acaso en esa trama profunda estén las claves para la comprensión de la historia de las sociedades urbanas e, indirectamente, de la sociedad global”.[1] Este programa, puesto en práctica a lo largo del libro de manera elocuente, introduce toda una serie de problemas a los que deberemos enfrentarnos, de ahí que desglosaremos los distintos elementos que allí aparecen e intentaremos revisarlos críticamente.

Surgen, pues, las preguntas: ¿Es posible articular sistemáticamente una diversidad de hechos, ordenándolos según una norma impuesta desde fuera? ¿El despliegue del principio de causalidad como modelo articulador de los acontecimientos históricos es aún funcional? ¿Qué lugar ocupa el historiador y de qué manera se introduce en la trama histórica? ¿Podemos hablar de sujetos privilegiados, de determinaciones fundamentales, de un sentido del devenir histórico? ¿Es posible seguir pensando en una historia total y universalizadora, capaz de reducir la multiplicidad de lo acontecido en una sistemática histórica? ¿Dónde queda lo particular, la irreductibilidad del acontecimiento, en el proceso de construcción del saber histórico? Estas preguntas apuntan a ciertos núcleos decisivos de la ciencia histórica, intentan recorrer el camino de la desconstitución de algunas categorías fundacionales que hoy son cuestionadas.

Fijar los límites, hacer la crítica de una ratio que, investida de diferentes ropajes (en este caso el de la historia), actúa ante lo “otro” como el animal de presa que se lanza de un salto sobre el objeto de su deseo para devorarlo. Es el reconocimiento de una profunda crisis a la que no puede ser ajena la historia, en tanto disciplina que se ha formado al calor de una determinada manera de pensar y de abordar a lo real. Pensar críticamente es, precisamente, golpear sobre determinados mitos, utilizar el martillo (como diría Nietzsche) para demoler el muro de una racionalidad omnisapiente. Como señala agudamente Franco Rella “La crisis no solamente ha dividido el gran universo de la razón clásica en una serie de regiones autónomas y separadas. Los conflictos que fragmentan el aparente carácter compacto de lo real atraviesan y ponen en cuestión también los lenguajes que describen esta pluralidad. No se trata por lo tanto de reconocer la legalidad de diversos lenguajes separados e incomprensibles en una razón unitaria, sino más bien de reconocer que cada uno de estos lenguajes es, como decía Freud, una ‘formación de compromiso’ que no tiene ningún privilegio particular, y que está ella misma atravesada por las contradicciones que constituyen el espacio histórico en que se sitúa y opera”.[2] En este sentido, pues, la historia debe asumir su condición de “formación de compromiso” y, por sobre todas las cosas, deberá reconocer que ella también es un campo atravesado por múltiples saberes, escenario donde el conflicto, las contradicciones, las tendencias a la cerrazón, conviven con el impulso aperturista, antidogmático y de búsqueda. Esto implica un ejercicio desconstructivo (en tanto fijador de límites) en relación a la figura del historiador. Doble y dificultosamente desconstructivo: contra la tendencia “fagocitadora” que subyace en todo historiador con respecto al objeto abordado (la pura subjetivización del pasado), pero también contra la falacia de la prescindencia, de la objetividad, del dejar que los hechos “digan su verdad”. Crítica que se bifurca para cuestionar dos estrategias diferenciadas que apuntan, sin embargo, a un mismo fin: la reducción de la multiplicidad a un sistema de coordenadas espacio-temporales, la cuadriculación absoluta del pasado, su sometimiento a una legalidad universal. Tendremos ocasión, a lo largo de este trabajo, de analizar más detalladamente este proceso de sometimiento de lo “otro” a lo “Mismo”. En definitiva se trata de mostrar que la historia, pese a sus especificidades, también está atravesada por una profunda crisis que pone en cuestión algunos de sus supuestos constitucionales, por lo menos desde la perspectiva de la vieja historia decimonónica o, para decirlo de otro modo, que la ratio histórica también debe ser desconstituida, auscultada en profundidad, desarmada, como parte destacada de la razón clásica. Sin esta necesaria tarea crítica el quehacer del historiador seguirá sometido a las arbitrariedades ideológicas de una razón autosuficiente capaz de “inventar” su propia historia.

El libro de José Luis Romero, complejo y sugestivo, introduce de lleno, aunque a través del abordaje que efectúa del material histórico, la problemática que muy apresuradamente intentamos delinear. Volvemos, entonces, a señalar que nuestra intención no será la de discutir el contenido de la obra —sus hipótesis, sus conclusiones— sino el andamiaje, el cómo del abordaje, aunque no de manera exhaustiva sino en tanto mecanismo para visualizar en el terreno específico del hacer del historiador aquello que discutiremos en el plano de la teoría.

I

Latinoamérica: las ciudades y las ideas le plantea al lector un cierto desafío: a diferencia de los trabajos tradicionales (cargados de fechas y de nombres ilustres), trabajos que por lo general privilegian una vía de acceso o que reducen la explicación del fenómeno histórico a partir de un sujeto destacado o de una determinación “fundamental”, el libro de Romero renuncia explícitamente al privilegiamiento, a la jerarquización del material; su abordaje es múltiple y atraviesa de distintos modos a una sociedad compleja y diversificada. De manera muy próxima a Romero, Jean Paul Aron define el nuevo perfil del trabajo histórico: “La historia, hace cincuenta años, aligerada de su lastre: personaje, hecho bruto, contingencia, evolución, no ha conseguido liquidar dos hipotecas principales. De un lado, el tabú de los dominios impuros: el cuerpo, el sexo, los apetitos y los deseos —la topología de lo bajo y lo alto, el vientre opuesto a la cabeza como la indignidad a la nobleza; fantasma varias veces milenario, articulado con el pensamiento de occidente, y todavía vivo en las representaciones académicas—. Por otro lado, más temible, porque protegida por los éxitos de la investigación reciente, la dictadura de las antinomias operativas: la cantidad contra la calidad, el sistema contra el acontecimiento, el signo contra lo vivido. Como si lo vivido no pudiera tratarse en signo, como si el acontecimiento no fuese recuperable por el sistema, como si lo cualitativo no estuviese implicado y a veces fuese transparente en las series y los conjuntos complejos de la historia cuantitativa”.[3]

Ruptura, pues, del abordaje dogmático, de la unificación a la fuerza; crítica de una historia construida a partir de coordenadas estancas, capaz de efectuar reducciones violentas; historia habitada por un único sentido que devora en su despliegue todo aquello que señala una diferencia. El texto de Romero se construye en oposición a esa historia-fagocitadora; su perspectiva es el abanico, la aceptación de lo múltiple, el rescate del acontecimiento junto a la búsqueda del engranaje explicativo. Haciendo referencia a la ciudad barroca Romero ejemplifica este modo de pensar y de hacer la historia: “Una sociedad urbana tan inestable y fluida en el fondo y tan rígida y jerarquizada en la forma no podía sino tener una vida compleja y agitada, en la que la coincidencia alrededor de graves problemas no ocultaba el juego subterráneo de los grupos y de los individuos”.[4] La actitud auscultadora no busca facilitar su tarea anulando la complejidad de lo real, intentando delinear un sendero seguro que impida el extravío a costa de hacer violencia con lo real mismo. Pero tampoco queda prisionera de lo dado, como deslumbrada por el fulgor del acontecimiento; cuando focaliza sabe que está recortando, eligiendo, imaginando y creando su propio campo, aunque no por ello conciba su quehacer como una simple producción imaginaria, como la fabulación de un relator de leyendas populares. Lo imaginario junto y en juego con lo real histórico. Elegir, pero también ser impactado por lo elegido; penetración del objeto que, sin embargo, siempre se escabulle por algún lado. Reconocimiento de la diversidad de lo real, aceptación de la ambigüedad como dato intrínseco al objeto estudiado, es decir: puesta al descubierto, a través del trabajo historiográfico, de un mundo altamente complejo, que no puede ser abordado a partir de una sola línea explicativa, ya que como bien señala José Aricó: “La diversidad de lo real muestra hoy, para quien se empeñe en leer en el presente los signos del mundo del mañana, la materialidad de un sujeto que se presenta como irreductible al sueño utópico de una sede privilegiada —sea el estado, el partido o la iglesia— desde la cual se dicte la ley del mundo”.[5] Lo mismo, pues, para quien dirige su mirada hacia el pasado: apertura de la razón ante un objeto irreductible al concepto unificador, zigzagueos de lo real que se muestra de diversas y encontradas maneras; pluralidad que descompone la unilateralidad de la reducción teleológica o causalista.

La propia idea de totalidad debe ser revisada críticamente en la medida en que ha gestado un tipo de práctica excluyente de lo particular, de aquellas pequeñas cosas que producen, en su interacción, la vida misma. Hablando de la crisis de la ciencia histórica hacia la segunda década del siglo XX y teniendo como objeto de análisis a la obra de Spengler, Lucien Febvre patentiza el espíritu de la época: “Contra ello (especialmente la concepción del progreso propia del liberalismo), reacción brutal (y también contra el atomismo histórico, el trabajo monográfico, la separación de la historia en ramas que se ignoran recíprocamente: la historia diplomática, económica, literaria, historia de las artes, de las ciencias, de las filosofías, etc.). En el lugar de todos esos compartimientos, un amplio y preclaro palacio. Una historia totalitaria. Pueblos y lenguas, dioses y naciones, guerras, ciencias y filosofía, concepciones de la vida y formas de la economía: otros tantos símbolos a interpretar”.[6] Historia construida desde una Weltanschauungque es capaz de agotar, en su despliegue totalizador, a la realidad histórica. Escenario majestuoso que permite poner en escena a todos los actores, cambiando una y otra vez todos los decorados, imagen wagneriana que logra decir a un tiempo todas las cosas. Embudo gigantesco que permite hacer pasar por un angosto cuello de botella la multiplicidad de la historia.

A través de un sinnúmero de ejemplos, en realidad en la pura observación de la estructura de la obra, Romero señala otra manera de construir la historia, manera abierta al reconocimiento de la imposibilidad de agotar lo que ha sido en tanto lo que es se presenta como inagotable. Veamos, si no, como presenta el abigarrado cuadro de la ciudad española de la época de la conquista de América: “La ciudad fue, para los caballeros, como un castillo, con sus murallas y torreones, sus fosas y sus puertas, esto es, un baluarte; pero, además, fue para ellos y para los mercaderes que los acompañaban, un recinto cercado dentro del cual funcionaba un mercado y solía haber calles diversas en las que se abrían tiendas y talleres, y acaso las moradas de los prestamistas que financiaban algunas arriesgadas y promisorias empresas. Para los hombres de iglesia, además, la ciudad era, no sólo fortaleza y mercado, sino también centro de catequesis para los infieles y centro de vigilancia para la fe de los recién llegados, siempre susceptibles de debilidades cuando estaban fuera del control social al que estaban sometidos en sus lugares de origen”.[7] Reconstrucción de un mundo no a través de la mirada unificadora que elige un Sujeto destacado que le permita aprehenderlo, sino a partir del reconocimiento de lo diverso: mundo atravesado por lo cotidiano, por la puja ideológica, por el intercambio comercial, lugar donde lo tradicional y lo nuevo conviven, donde los elementos residuales determinan muchos de los rasgos de la modernidad, espacio para las grandes aventuras financiadas por oscuros hombres, encuentro del amor y de la guerra, ámbito de fe y de herejías; la ciudad representa la relación entre totalidad y particularidad o, mejor dicho, y como ha señalado Theodor Adorno pensando en la filosofía pero que nosotros podemos extender a la historia, sólo “una filosofía en forma de fragmentos realizaría de verdad la mónada que el idealismo diseñó ilusoriamente. Serían imágenes de la totalidad, que como tal es irrepresentable, en lo particular”.[8] Roto el ensueño de una totalidad sin fisuras emergen desde sus intersticios los fragmentos que constituyen lo real mismo. La historia está hecha de fragmentos, de trozos olvidados que, en algún momento y por no siempre claras intenciones, alguien saca a luz.

“Habéis oído bastantes veces repetir a nuestro mayores —comenta irónicamente L. Febvre—: ‘El historiador no tiene derecho a elegir los hechos. ¿Con qué derecho? ¿En nombre de qué principios? Elegir, atentando contra la ‘realidad’ y por tanto contra la ‘verdad’. Siempre la misma idea; los hechos: cubitos de mosaico muy distintos, muy homogéneos, muy pulidos. Un temblor de tierra dislocó el mosaico; los cubos se hundieron en el suelo; retirémoslos y, ante todo, veamos de no olvidar ni uno solo; alcémoslos todos. No escojamos… Eso decían nuestros maestros, como si por el solo hecho del azar que destruyó tal vestigio y protegió tal otro (no hablamos, en este momento, del hecho que constituye el hombre) toda la historia no fuera una elección. ¿Y si no hubiera en ella más que esos azares? En realidad, la historia es elección. Arbitraria, no. Preconcebida, sí”.[9] La elección del historiador destruye el encanto mágico de un mundo objetivamente reprehensible; de la misma manera que el trabajo de reconstrucción histórica constituye —él mismo— su objeto. El historiador ya no puede esconderse detrás del escenario aunque su intención secreta sea, precisamente, esfumarse, pasar de incógnito dejando que “sus” hechos hablen por sí solos. El historiador contemporáneo reconoce la pérdida de la certeza, descubre que las viejas identidades, fundadoras de la “verdad”, no resisten el embate de una realidad irreductible a la unificación. Hablando de este sentimiento de pérdida comenta el historiador Joseph R. Levenson: “ ‘Pensamiento’ y ‘pensar’, ‘verdad’ y ‘vida’ no necesitan ser idénticos. La historia está llena de ‘error’, la muerte y la verdad están lejos de ser incompatibles. Algo lógicamente probable puede ser psicológicamente contradictorio. Algo teóricamente defendible puede ser históricamente insostenible. Eso es lo que queremos dar a entender cuando decimos que la historia no es un cuento con una moraleja, y cuando sentimos lo desgarrador de una causa perdida —la pérdida de un dominio objetivo—, no sólo el frío paso de los años cambiantes”.[10]

La crisis de la razón clásica, que puede ser pensada como crisis de la modernidad y de sus presupuestos fundacionales, es el resultado del agotamiento de una determinada manera de mirar el mundo, de intentar penetrar en su sentido o, mejor dicho, de pensar al mundo desde los parámetros de la lógica de la identidad. El desmoronamiento de la Unidad, el escabullirse de lo múltiple ante una ratio que se pensaba omnipotente rompe de cuajo la estrategia a través de la cual la ciencia clásica dominó a la materialidad y, junto a esa ruptura, la vieja historia objetiva entró en crisis, de la misma manera que aquella otra (o la misma historia privilegiadora de una sede unificante del acontecer histórico también ha hecho agua y hoy ya no puede mantenerse en pie. “Constituye un prejuicio de la razón clásica —afirma Aldo Gargani— identificar algunos instrumentos y procedimientos de carácter intelectual con el dominio mismo de la realidad, de las cosas y de los comportamientos humanos. Es el prejuicio de una racionalidad abstracta, apriorística y necesaria, lo que procedió a identificar el tiempo y el espacio de la física newtoniana, que subsisten de manera absoluta, por encima e independientemente de los eventos singulares, específicos y concretos”.[11] De ahí, que una historia crítica y abierta deba trabajar por fuera de los márgenes de una totalidad constituida, buscando penetrar en sus usinas productoras del o los sentidos.

Esto quiere decir que la especialización debe dejar lugar a la interrelación; ya no más historia exclusivamente política o exclusivamente económica; historia integrada por múltiples miradas (historia de las mentalidades y del trabajo, del cuerpo y de la cultura, de la política y de las ideologías); conjunción, pues, de lo real y lo imaginario que hacen que el historiador ya no pueda pensar unitariamente el pasado. Reflexionando sobre la historia de las mentalidades J. Le Goff toca de lleno este punto. “La historia de las mentalidades tiene que distinguirse de la historia de las ideas contra la cual también en parte nació. No son las ideas de santo Tomás de Aquino o de san Buenaventura las que dirigieron los espíritus a partir del siglo XIII, sino nebulosas mentales en las que ecos deformados de sus doctrinas, migajas depauperadas, palabras fracasadas sin contexto, han desempeñado un papel (…). La historia de las mentalidades no puede hacerse sin estar estrechamente ligada a la historia de los sistemas culturales, sistemas de creencias y de valores, de equipamiento intelectual en el seno de los cuales se elaboran, han vivido y evolucionado”.[12] Este desmembramiento de la “historia universal”, la ruptura de la homogeneidad ha conducido, paradójicamente, no a la especialización sino, más bien, a la integración del campo histórico. Y en este sentido Latinoamérica… constituye un claro ejemplo de interpenetrabilidad, de discursos superpuestos y de lecturas que se complementan.

El recorte de la ciudad como metáfora de la historia latinoamericana le permite a José Luis Romero amplificar el espacio urbano atravesándolo desde distintas perspectivas de abordaje analítico (irrupción de lo cotidiano a través de sus múltiples manifestaciones que hacen al orden político-social, intersección de ideología y mentalidad, politización de los factores económicos y viceversa, economización de la política, recorte de clases sociales específicas y bricolaje de una sociedad anómica y permeable a la mutación social). Haciendo referencia a la ciudad de la segunda mitad del siglo XVIII Romero nos muestra cómo se da la interrelación entre el cambio económico y el discurso ideológico: “Constreñidos dentro del ámbito metropolitano pero asomados al mundo mercantilista, las ciudades latinoamericanas comenzaron a volcarse, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, hacia ese escenario en el que se desenvolvía una economía más libre, prosperaba una sociedad cada vez más abierta y más aburguesada y cobraban vigor nuevas ideas sociales y políticas (…). El comercio fue la palabra de orden para quienes querían salir de un estancamiento cada vez más anacrónico (…). El progreso fue también una palabra de orden. Pero no entraba fácilmente en el vocabulario de los grupos hidalgos que dominaban las ciudades barrocas. Para ellos la economía era inmóvil, la sociedad debía ser inmóvil. La palabra comenzó a circular entre grupos sociales que se constituían por entre los intersticios de la sociedad barroca y alcanzaron considerable fuerza en pocos decenios”.[13] Lectura de la historia que rechaza implícitamente toda forma de determinismo, que no privilegia un factor por sobre el resto (salvo en tanto necesidad metodológica); que reconoce la importancia decisiva de los cambios económicos pero que, a su vez, resalta el valor transformador de lo imaginario. Palabras que proviniendo de otras latitudes golpean fuertemente sobre la mentalidad latinoamericana; palabras que dibujan un mundo posible y que se constituyen en subvertidoras del orden social reinante. El contrabando y la literatura, la ampliación del circuito mercantil y la pujanza de la ideología iluminista, elementos entrelazados que señalan el derrotero de una sociedad que cambia. Pero también la emergencia del conflicto entre una visión inmovilista de la sociedad y un imaginario abierto a lo nuevo, conflicto que no sólo se resuelve en el plano de lo económico sino que también hace crujir el espacio cultural. No se trata de entender el paso de la ciudad cerrada a la ciudad abierta a partir del libre comercio, sino que es fundamental también entender al libre comercio como un imaginario que acompaña productivamente al proceso de transformación socioeconómico. Palabras que conmueven una estructura estanca y que abren el horizonte de nuevas realizaciones. Lectura, pues, que rompe con la idea de las determinaciones unidireccionales (por ejemplo, base-superestructura), y que plantea la complejidad del acontecer histórico.

Es en este sentido que R. Williams señala que “sólo cuando comprendemos que ‘la base’, a la que es habitual referir las variaciones, es en sí misma un proceso dinámico e intensamente contradictorio —las actividades específicas y los modos de actividad en una escala que abarca desde la asociación hasta el antagonismo de hombres reales y clases de hombres—, podemos liberarnos de la noción de un ‘área’ o una ‘categoría’ con ciertas propiedades fijas para la deducción de los procesos variables de una ‘superestructura’ ”.[14] Es esta relación entre reducción conceptual (“clases de hombres”) y particularidad concreta (“hombres reales”) la que constituye el “objeto” histórico, su complejidad; de ahí que el abordaje que realiza el historiador encierre un doble peligro: si apunta a cuadricular su objeto a partir de categorías universalizadoras corre el riesgo de dejar en el camino la diversidad, aquello que podemos denominar la materialidad; y si intenta dejarse llevar por la pura empiria corre el otro riesgo: el quedar sumergido en una masa amorfa de “hechos”, como quien penetra en un laberinto del que ya no podrá salir en tanto desconoce su estructura. Queremos decir que la historia debe apuntar a un cierto orden, debe saber construir una legalidad; pero, al mismo tiempo, también sostenemos que debe reconocer los límites de esa construcción como así también rechazar la tendencia a la globalización de todo lo que es en el seno de un sistema. Veamos como plantea el problema J. Habermas: “…en las ciencias sociales… hay que contar con esa venganza del objeto en virtud de la cual el sujeto, todavía en pleno proceso cognoscitivo, se ve coaccionado y detenido por los imperativos y necesidades propias, precisamente, de la esfera que se propone analizar. De ello sólo se libera en la medida en que concibe la trama social de la vida como una totalidad determinante incluso de la propia investigación. La ciencia social pierde así, al mismo tiempo, su presunta libertad de elección de categorías y modelos; se hace consciente de que ‘los datos de que dispone no son datos incualificables, sino, exclusivamente, datos estructurados en el contexto general de la totalidad social’ ”.[15]

El proceso de construcción de la historia no es, pues, unilateral, no depende exclusivamente de las artes demiúrgicas del historiador; del mismo modo que una historia de los puros hechos se nos aparece hoy como absolutamente ridícula. La lectura que hace el investigador es siempre determinativa y, a su vez, en tanto mira a “lo otro” recibe, aunque lo niegue o permanezca inconsciente de ello, su impacto, del leal establecimiento de un sistema de valores, a un tipo coherente de civilización. Al descentramiento operado por la genealogía nietzscheana, opuso la búsqueda de un fundamento originario que hiciese de la racionalidad el telos de la humanidad, y liga toda la historia del pensamiento a la salvaguarda de esa racionalidad, al mantenimiento de esa teología, y a la vuelta siempre necesaria hacia ese fundamento”.[16] ¿Descubrir la “trama profunda” quiere decir encontrar la “clave” que haga inteligible la historia y, a partir de ese descubrimiento, solidificar como único fundamento aquello que se creyó encontrar? La lectura del libro de Romero deja abierta esta interrogación. En todo caso la riqueza del material, las interconexiones que pone en funcionamiento permanentemente el autor, escapan a su posible encasillamiento. La escritura no es una posesión arbitraria, el ámbito de una conciencia que logra ser fiel a sí misma, es, también, el lugar de lo “otro”, o, como dice Georges Bataille: “Escribir es tentar la suerte. La suerte anima las más pequeñas partes del universo…”. Y, en este sentido, la escritura de Romero pone en movimiento una historia que le es propia y, al mismo tiempo, ajena.

II

El “estereotipo nació de una primera experiencia real; pero no sólo lo sustentó la inercia sino que resultó consolidado por los designios de los conquistadores. América siguió siendo un continente tropical, porque eran productos tropicales los que los conquistadores tenían en la imaginación, además del oro y la plata imaginarios que sólo el azar transformó en realidad. Y siguió siendo un continente vacío porque lo que encontraron fue descalificado a partir de aquella idea de la cristiandad europea como único mundo válido. Cuando la realidad insurgió ante los ojos de los conquistadores, o la negaron o la destruyeron (…). Así se constituyó esa tendencia inédita de la mentalidad fundadora. Se fundaba sobre la nada. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se daba por inexistente. La ciudad era un reducto europeo en medio de la nada. Dentro de ella debían conservarse claramente las formas de la vida social de los países de origen, la cultura y la religión cristianas y, sobre todo, los designios para los cuales los europeos cruzaban el mar. Una idea resumió aquella tendencia: crear sobre la nada una nueva Europa”.[17] Esta hermosa descripción de Romero nos lleva a interrogarnos por la materia con la que trabaja el historiador. ¿Acaso de la historia se pueda decir aquello que señaló John R. R. Tolkien haciendo referencia a “El señor de los anillos”?: “Historias semejantes no nacen de la observación de las hojas de los árboles ni de la botánica o la ciencia del suelo; crecen como semillas en la oscuridad, alimentándose del humus de la mente; todo lo que se ha visto o pensado o leído, y que fue olvidado hace legalidad, es siempre una estructura preconcebida (en algún sentido arbitraria), pero es, también, la única estructura que hace posible una lectura (claro que en la arbitrariedad hay grados, no es lo mismo una legalidad que se quiera universal que una legalidad que se reconoce implícitamente como arbitraria y como una construcción atravesada por múltiples alternativas). Latinoamérica: las ciudades y las ideas es arbitraria (preconcebida) en el segundo sentido; apunta a la inteligibilidad de un proceso histórico dado, intenta ordenar el material a partir de algunos supuestos teoréticos indispensables y que no oculta. Volvemos a citar a J. L. Romero cuando nos dice que “este estudio se propone establecer y ordenar el proceso de la historia social y cultural de las ciudades latinoamericanas; y a esta historia puede pedírsele mucho más porque es la que articula los hechos y descubre su trama profunda. Acaso en esa trama profunda estén las claves para la comprensión de la historia de las sociedades urbanas e, indirectamente, de la sociedad global”.[18] El historiador apunta a un orden, intenta legitimar una determinada manera de organizar el material y, por tanto, reconoce su incidencia directa en el producto final. Pero Romero no se contenta exclusivamente con articular una serie impresionante de “hechos desarticulados”, no busca resolver sólo un “enigma”; apunta, fundamentalmente, a descubrir la “trama profunda”, la legalidad que le permita aprehender de manera global a la sociedad urbana y, quizá, a la totalidad social.

El historiador descubre las cartas, explicita el sentido de su trabajo y, con ello, rompe de cuajo el mito de la objetividad, de la historia cristalina que espera ser descifrada. Sería interesante preguntarnos si Romero se hace plenamente cargo de su papel como diseñador de esa legalidad que busca desentrañar en el acontecer histórico. El historiador corre un enorme riesgo que vale la pena señalar: la extrañación de un producto que le pertenece, su conversión en “objetividad”; la paradoja del “fetichismo de la mercancía” reaparece en la labor historiográfica. Este es un dato que no debemos pasar por alto. Esta función demiúrgica —generalmente no asumida como tal por el historiador— se asemeja, indudablemente, a la ratio universalizadora que se piensa como representación de un mundo objetivo. Michel Foucault ha planteado certeramente el mecanismo de esta racionalidad: “Este tema, en formas diferentes, ha desempeñado un papel constante desde el siglo XIX: salvar, contra todos los descentramientos, la soberanía del sujeto, y las figuras gemelas de la antropología y del humanismo. Contra el descentramiento operado por Marx —por el análisis histórico de las relaciones de producción, de las determinaciones económicas y de la lucha de clases— ha dado lugar, a fines del siglo XIX, a la búsqueda de una historia global, en la que todas las diferencias de una sociedad podrían ser reducidas a una forma única, a la organización de una visión del mundo, tiempo… La materia de mi humus es, principal y evidentemente, materia lingüística”.[19] Tolkien piensa en la literatura, en el ejercicio de la ficción; nosotros creemos que es posible trasladar esta imagen a la narración histórica, aunque esta sería, sin duda, una lectura parcial e idealista de la historia si simplemente la tomáramos como la única lectura posible. En realidad, el historiador trabaja con aquello que fue dicho, con el recuerdo de algunos hombres que han dejado su testimonio, con la fría letra de los documentos de archivo que, sin embargo, no representan el certificado de “objetividad” que alguna historia intenta encontrar; el historiador trabaja con hechos lingüísticamente articulados, su campo muchas veces se le aparece como un espejo donde alcanza a ver su propia imagen. En tanto articulador él interviene directamente en el montaje, él entra en escena; en él se produce una transfiguración, también es atrapado en la magia de aquello que convoca. “El hecho de que la realidad —afirma T. Adorno— no pueda ser fijada y aprehendida como algo fáctico no viene a expresar sino el hecho mismo de la mediación: que los hechos no son ese límite último e impenetrable (…). En ellos aparece algo que no son ellos mismos”.[20] El sitio de ese encuentro, la vertebración del material con el sujeto de la mediación, constituye el campo de la historia. ¿Hay historia fuera de este encuentro?

Desde la perspectiva de una concepción reduccionista de la historia (por ejemplo; son las condiciones materiales de producción las que determinan todo el edificio de la superestructura político-jurídico-cultural. Los cambios de la conciencia deben ser explicados a partir del conflicto existente entre fuerzas sociales productivas y relaciones de producción. O, mirado desde otro lado, son los cambios operados en el espíritu los que modifican las condiciones históricas) no hay encuentro en tanto los acontecimientos de la historia son analizados teniendo como paradigma constituyente un factor determinante, una suerte de jerarquía que hace posible la inteligibilidad del devenir histórico. Haciendo la crítica de ese marxismo determinista (lo mismo valdría para su contracara) Jacques Le Goff señala: “Arrancada a los viejos dei ex machina de la antigua historia: providencia o grandes hombres, a los conceptos pobres de la historia positivista: acontecimiento o azar, la historia económica y social, inspirada o no por el marxismo, había dado a la explicación histórica unas bases sólidas. Pero se revelaba impotente para realizar el programa que Michelet asignara a la historia en el prólogo de 1869: ‘La historia (…) me parecía aún débil en sus dos métodos: demasiado poco material (…) demasiado poco espiritual, hablando de las leyes, de los actos políticos, no de las ideas, de las costumbres (…)’ . En el propio interior del marxismo, los historiadores que lo invocaban, después de haber puesto de manifiesto el mecanismo de los modos de producción y de la lucha de clases, no conseguían pasar de forma convincente de las infraestructuras a las superestructuras. En el espejo que la economía tendía a las sociedades, no se veía más que el pálido reflejo de esquemas abstractos, no rostros, ni vivientes resucitados. El hombre no vive sólo de pan, la historia no tenía siquiera pan, no se nutría más que de esqueletos agitados por una danza macabra de autómatas. Había que dar a estos mecanismos descarnados el contrapeso de algo más. Importaba encontrar a la historia algo más, distinto. Este algo más, esta otra cosa distinta, fueron las mentalidades”.[21]

El historiador, en este caso Romero, se asume como “sujeto activo” (pero no sólo bajo la perspectiva kantiana, sino, también, como “sujeto configurado”), y en tanto tal, interpela constructivamente el material que recoge y ordena; pero esa interpelación, a diferencia de una lectura jerarquizada, apunta a la ruptura de las determinaciones estancas o a echar mano de leyes que logran aprehender el decurso de los acontecimientos humanos. La riqueza del material radica, no en la posibilidad de simplificarlo legislativamente, sino en su concreta complejidad, esto es: difícil sería comprender la conquista de América privilegiando como acto destacado por sobre el resto, el advenimiento del capitalismo mercantilista, aunque luego también se hable de los aspectos “culturales” que definieron la conquista. Lo que aquí se pone en cuestión es el antes y el después. Precisamente en el libro de José L. Romero ese mecanismo simplificador está ausente. Cuando Romero nos habla de los factores económicos, o cuando lo hace de las formas de mentalidad , intenta apuntar, siempre, a la interrelación, al juego completo que hace a la propia dinámica de la historia. La ideología no es, para él, un mero reflejo de las condiciones materiales, de la misma manera que no puede explicarse la ideología desde sí misma; en este sentido es interesante observar cómo reflexiona Romero en torno a estas cuestiones y teniendo como apoyo el análisis histórico concreto: “Cuando el conquistador se trasmutó en colonizador, el rasgo más vigoroso de la nueva mentalidad fue la ideología del ascenso social. Era, sin duda, una ideología, puesto que entrañaba una imagen de la sociedad y del papel y las posibilidades que el individuo tenía en ella”.[22] Ideología que abre el camino para las transformaciones de la sociedad, que delinea una imagen que da cuenta de los nuevos ordenamientos sociales, que los apuntala y los expande. No una ideología pasiva, considerada como mero reflejo de las relaciones de producción, sino comprendida como factor revitalizante, como productora, también, de cambios socioeconómicos. En este sentido, la ideología no debe ser considerada como “deformadora” de la realidad, como mecanismo de dominación que apunta a fundamentar como verdad universal aquello que es expresión de un determinado sector de la sociedad; creemos que esta función “negativa” de la ideología recorta sólo un aspecto y puede conducir a un estrechamiento de la problemática histórica.[23] José Luis Romero trabaja con un concepto más amplio y crítico de la ideología, aunque no deja de ser solidario —en más de una ocasión— con el uso tradicional de ese concepto; así en el análisis que hace de las ciudades masificadas parece estudiar los fenómenos ideológicos desde la visión manipuladora de los dominadores: “La iniciativa de esa revisión de las relaciones entre individuo y sociedad partió, naturalmente, de la sociedad normalizada, y en particular de los grupos más preocupados por la política y la economía. La aparición de la masa cuestionó su propia ideología y, en consecuencia, se apresuraron a examinarla, unos con ánimo de defenderla hasta el fin y otros para establecer si convenía corregirla y adaptarla a las nuevas circunstancias (…). Entretanto, la masa anómica cuya formación provocaba tantas reacciones permanecía ajena a esta ahincada preocupación de interpretar las situaciones sociales y de definir su propio papel. Cada uno de los grupos que la componían arrastraba cierta cosmovisión originaria pero se mostraba incapaz de adecuarla a las condiciones reales o de revisarla críticamente: un haz de nociones heterogéneas y de prejuicios componían el confuso esquema con el que la masa en formación, como conjunto, comenzó a enfrentarse con el casi lóbrego mundo urbano”.[24] En otras partes de este mismo capítulo Romero señala el fenómeno ideológico como un reacomodamiento de las clases dominantes (de sus sectores más permeables a percibir los cambios estructurales) a las nuevas circunstancias, reacomodamiento que las conduciría a formular otro discurso que interpelara a esta masa migrante que venía a conmover las estructuras tradicionales; discurso que intentaba lograr consenso en la masa a partir de la introducción —en el dispositivo ideológico— de valores propios de la tradición popular: “Para los grupos que instituyeron y elaboraron la ideología del populismo, la presencia de la masa urbana constituyó una experiencia imborrable. Fue su fuerza potencial y presumiblemente incoercible lo que los instó a procurar su consenso, y tanto como identificar a sus enemigos pareció importante exaltar los valores tradicionales que conservaban los miembros de la masa urbana insertos en sus ideas y creencias”.[25]

Ahora bien, si la ideología emergente de las nuevas circunstancias es vista sólo a partir de la elaboración “político-manipuladora” efectuada por algunas franjas de las clases dominantes caeríamos en el círculo vicioso de la ideología como mero ejercicio de dominación, de sometimiento de las clases subalternas al dispositivo ideológico de aquellos que intentan mantener la cohesión social. La producción ideológica respondería a un mecanismo que, en definitiva, es dependiente de las condiciones estructurales y aparece como pura “ficción” elaborada por los “intelectuales orgánicos” de los poderosos. Las clases subalternas serían un punto cero en la producción de la ideología, un lugar a ser llenado por un discurso extraño. En este punto, el mismo texto de Romero señala una distancia respecto de esta concepción y apunta a una definición mucho más amplia y abarcativa de lo ideológico. Las clases dominadas no aparecen como meros espectadores pasivos que están a la espera de ser interpelados por un discurso elaborado en las alturas de la sociedad y que las incorpora violentamente a esa sociedad; es lo social mismo lo que se va conformando a través del choque entre los sectores enfrentados, y la ideología que lentamente va emergiendo es el resultado de ese choque, la integración de discursos antes opuestos y, muchas veces, irreconciliables. La dominación es posible (y aquí seguimos a Gramsci) en tanto se sostenga no sólo en la coerción sino, y esencialmente, en el consenso.

Es sumamente interesante observar como José L. Romero relata el proceso de gestación del nuevo modelo ideológico-societal a partir del choque de las sociedades tradicional (normalizadas) y emergente (anémica); “…una y otra acusaban diferencias tan profundas que el espectáculo de su contigüidad pareció explosivo. Tenía cada grupo, en conjunto, actitudes tan diferentes que podía suponerse que eran dos mundos en contacto más que dos sectores de una sociedad que, en última instancia, vivían en común. Detrás de esas actitudes había diversas concepciones del mundo y de la vida, tan diversas que parecían irreductibles. La situación era, por cierto, muy compleja. La sociedad normalizada tenía un estilo de vida de marcada coherencia. Era heredado y tradicional, y estaba sustentado por la experiencia cotidiana de algunas normas inamovibles y de ciertos cambios, lentos y bien asimilados, que le otorgaban flexibilidad y vigor al mismo tiempo. Legado de la vieja burguesía, un poco señorializada con el tiempo, conservaba la consistencia necesaria como para enfrentar los nuevos cambios —éstos de ahora muy acelerados— con la esperanza de no perder su coherencia. Pero los cambios fueron demasiado acelerados y profundos. Pese a la recia contextura del legado recibido, las circunstancias cuestionaron ciertas actitudes y pusieron en evidencia que eran insostenibles frente a las nuevas situaciones reales (…). Fue esa misma crisis la que obligó a la sociedad normalizada, sacudida y dubitativa, a recibir en la sociedad que hasta entonces era coherente a nuevos grupos que vivían de otro modo. No era, en rigor, un solo modo, sino muchos. Y esta inserción de grupos de tan diversas actitudes terminó de sacudir a la sociedad normalizada, que vio en la masa que se constituía la expresión de un mundo ajeno (…). En rigor, esa masa no tenía un sistema coherente de actitudes ni un conjunto armonioso de normas. Cada grupo tenía las suyas, y era la sociedad normalizada la que le prestaba una unidad de que carecía. Precisamente por eso constituía una sociedad anómica (…). Pero, sin duda, avanzó (la sociedad) algo, aunque por extraños caminos. Puede decirse que, aunque parezca paradójico, avanzó en la medida en que, cada día, mayor número de miembros de la masa se sintieron llamados a la participación y se enfrentaron con la sociedad normalizada. El diálogo empezó algunas veces con insultos y desafíos, pero empezó y no se detuvo. Se deslindaron los intereses comunes y, sobre todo, se identificaron aquellos puntos de la estructura donde la masa podía morder”.[26] La larga cita pone al descubierto ese complejo juego de enfrentamiento-integración que hizo posible la articulación de dos sociedades opuestas. Todo el apartado 4 (“Masificación y estilos de vida”) constituye un sólido argumento en favor de la idea de la conformación de la ideología y de los modos de vida y de mentalidad no como el producto de un ejercicio coercitivo de un sector sobre otro sector de la sociedad, o como el resultado de una ideología elaborada exclusivamente por los intelectuales representativos de las clases dominantes; sino como el resultado de un complejo proceso de coextensividad entre lo real y lo discursivo, de interconexión conflictiva entre prácticas socio-discursivas enfrentadas.

El historiador, y es lo que hace Romero, debe saber trabajar críticamente en torno a estos elementos, dejando de lado las respuestas simplistas, que conducen, por lo general, a un cercenamiento de lo real mismo.[27] Volvemos a aclarar que hablar de producciones discursivas, o de lo imaginario en el proceso de constitución de lo social, no quiere decir caer en una suerte de idealismo o de reemplazar el determinismo economicista por el determinismo de lo discursivo; se trata, en todo caso, de refutar la tesis de la anterioridad o del privilegiamiento de un elemento por sobre otro, independientemente de cuál sea éste. El historiador al privilegiar, por ejemplo, las condiciones materiales de producción o reproducción de la sociedad, simplifica violentamente la trama multiforme del acontecer histórico, o, dicho de otro modo: universaliza un principio, lo ubica en un plano que lo constituye en el irradiador de sentido, en el fundamento de la “Verdad”. Renunciar a la sede privilegiada, al Sujeto unificador, no quiere decir perderse en medio de un caos de elementos equiparables e inaprensibles racionalmente; quiere más bien decir renunciar —casi en un sentido kantiano— a la extralimitación de la razón, a la infinitización del conocimiento, a la llave maestra que permite abrir todas las puertas. Desde esta perspectiva crítica es que podemos volver a hablar de crisis de la razón moderna, crisis que alcanza de lleno a la propia historia, especialmente aquella que pretendió, y quizá todavía pretende, alcanzar la universalidad.

De ahí, pues, que al concebir lo social como un campo atravesado por múltiples discursos que hacen a la constitución misma de lo real, y de lo real como lugar de emergencia productora de los discursos, estamos señalando un tipo de práctica histórica que logre zafarse de los determinismos, de la clave que, en “última instancia”, hace comprensible la propia dinámica histórica. Todo esto tiene que ver con aquella homologación típicamente decimonónica entre historia y filosofía de la historia, esto es: la idea de que toda interpretación histórica debía hacerse atendiendo a una finalidad superior y abarcativa (aquello de que el estudio del pasado nos sirve para comprender el presente y prever el decurso de los acontecimientos futuros); una historia atravesada y determinada por la moral, por lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo que aportaba al ideal de una humanidad redimida o lo que debía ser rechazado como productor de iniquidades y desgracias. Convocar a la historia para solidificar las propias ideologías. Paradoja de una ciencia histórica que se pretendía “científica” en la misma medida en que se constituía en conciencia ética de la sociedad (enorme cuadro pintado por los historiadores donde los hombres podrían contemplar sus virtudes y sus bajezas pero graciosamente atemperadas y dominadas por un teleologismo que las ubicaba en su “justo lugar”). Historia institucionalizada, convertida en disciplina arquetípica para la formación de “buenos ciudadanos” (un Ricardo Rojas viajando por Europa para estudiar la manera en que las naciones de la cultura habían sabido educar a sus pueblos a través del respeto por su historia; la nacionalidad “fabricada” por historiadores-políticos, los héroes del pasado convocados para interpelar, desde su inmortalidad ejemplar, a los extraviados inmigrantes que venían a enlodar las viejas y sanas tradiciones).

Fijar los límites quiere decir desterrar de la historia a la profecía y, por qué no, a la “razón de Estado”. En Latinoamérica… José L. Romero trabaja desde la perspectiva de una historia desmistificadora, que ha renunciado a la opción maniquea, a la ejemplaridad de un pasado edénico que reluce frente a un presente trágico y decadente. La historia no aparece como una buena excusa para llorar lo perdido, para decir que alguna vez fuimos mejores o peores. Historia construida por el historiador, por un hombre que mira el pasado desde su propio tiempo, sabiendo que la objetividad es simplemente una falacia o un buen recurso ideológico; pero que a partir de ese reconocimiento es que puede comenzar a construir una historia “científica”, seria, documentada, capaz de organizar el material, de darle un sentido. El historiador que no se oculta detrás de los hechos, que no intenta borrar su figura, pero que tampoco hace una historia exclusivamente autobiográfica, es aquél que logra convocar un pasado creíble.

III

Algunas palabras más sobre los determinismos y, también, sobre la causalidad. Nos acostumbramos a movernos en el seno de una historia “sabiamente” ordenada, prolijamente trazada; nos sentimos seguros en su interior, protegidos de todo tipo de acechanzas e incertidumbres. A lo sumo habrá interpretaciones diferentes en torno a los problemas de la historia (sólo una cuestión de interpretación), pero el fondo es incuestionable, seguro. Siempre un “centro” que irradia su luz, que da forma a lo informe, que explica el curso de las cosas (con Descartes el centro lo ocupa el Sujeto racional, el ego que va desenvolviéndose asumiendo diferentes figuras: ego político, ego filosófico, ego económico, etc.); el historiador, por lo menos en su expresión mayoritaria, es uno de los tantos buscadores de “centro”, de un lugar seguro a partir del cual hacer inteligible lo que acontece en el tiempo. Pero como bien señala Louis Althusser “…después de Marx sabemos que el sujeto humano, el ego económico, político o filosófico no es el ‘centro’ de la historia. Sabemos también, contra los filósofos iluministas y contra Hegel, que la historia no tiene ‘centro’, que posee una estructura que no tiene ‘centro’ sino en el desconocimiento ideológico. Freud nos descubre a su vez que el sujeto real, el individuo, en su esencia singular, no tiene la figura de un ego, centrada sobre el ‘yo’, la ‘conciencia’ o la ‘existencia’, —se trate de la existencia del para sí, del cuerpo-propio o del ‘comportamiento’— que el sujeto humano está descentrado, constituido por una estructura que tampoco tiene ‘centro’ sino en el desconocimiento imaginario del ‘yo’, es decir, en las formaciones ideológicas donde se ‘reconoce’”.[28]

Ahora bien, esa sed desesperada de “centro” tiene que ver, también, con el lugar de origen de la historia como ciencia: Europa y, más precisamente, la Europa capitalista, la que se expande más allá de sus propios confines, la que quiere entender al mundo desde su propia ejercitación especular; Europa que se lanza a la conquista, aventurera que va delineando los nuevos paisajes, que los marca con su impronta, que les da un nombre y, por qué no, una cultura (aquella imagen brillantemente trazada por Romero de la fundación sobre y desde la nada, nuevamente repetida y multiplicada infinidad de veces, en el oriente y en el occidente). Europa que construye a partir de su propia historia toda la historia del mundo; comprensión universal, el “Espíritu Absoluto” que se reencuentra a sí mismo en las más diversas figuras, en lo igual y en lo diferente; asimilación y deglución. “La historia —dice Charles Morazé—, lo que nosotros llamamos tradicionalmente historia, la lista de los conquistadores y filósofos, la historia de las religiones y de los descubrimientos, de los ministros y artistas, nuestra querida y tradicional historia, no es más que la serie de accidentes superficiales que acompañan a esta diferenciación de sitios privilegiados y aseguran a Europa el dominio de la mayor parte de las tierras emergidas”.[29]

La historia ha hallado su “verdad”, la fuerza vital que la impulsa y que dirige su marcha triunfal; una historia “oficial”, de los vencedores, de los escribas, de los que han dicho la última palabra y, con ese gesto, borran todas las otras voces. Esta también es una historia determinista, unificadora de lo múltiple, devoradora de la diferencia. La paradoja de este reconocimiento radica en que las fuentes con las que trabaja el historiador, en su gran mayoría, son fuentes elaboradas o controladas por los vencedores de ayer y de hoy.[30] Todo puede ser encerrado en una unidad originaria, en un fundamento permanente. Resuenan en esta majestuosa empresa las palabras del viejo Hegel: “El avanzar es un “retroceder al fundamento, a lo originario y verdadero, del cual depende el principio con que comenzó y por el que en realidad es producido (…). Este último, el fundamento, constituye, pues, también aquello de donde surge el Primero, que primitivamente se presentaba como la verdad más concreta, última y más elevada de todo ser. resulta aún más reconocido como lo que al final del desarrollo se enajena con libertad y se desprende en forma de un ser inmediato (…). Para la ciencia lo esencial no es tanto que el comienzo sea un inmediato puro, sino que su conjunto sea un recorrido circular en sí mismo, en el que el Primero se vuelve también Ultimo, y el Ultimo se vuelve también Primero”.[31] Los anillos de hierro se cierran desde el comienzo, la historia que va siendo escrita nos habla del despliegue portentoso de lo Mismo, de lo único, de lo universal que da cuenta de toda la historia, de la propia y de la ajena.

El determinismo no es solamente elegir alguna estructura como la fundamental, es eso y mucho más. Toda una cosmovisión, una manera de entender la vida, una tendencia a identificar lo distinto a partir de mi propia identidad; la elección de un “centro”, de un punto firme y seguro, la apropiación de una certeza clara y distinta que permite desplazarse tranquila e imperialmente por el mundo. Capacidad representadora que ayuda a darle nombre a lo desconocido y, con ello, a atraparlo en la red de nuestra propia lógica. Principio de causalidad que pone en orden la infinita y caótica faz de los fenómenos; que logra introducir un orden de jerarquías, una relación de subordinación y sometimiento. “No se trata —nos dice Gramsci en un sano ejercicio autocrítico— de descubrir una ley metafísica de ‘determinismo’ y tampoco de establecer una ley ‘general’ de causalidad. Se trata de comprender cómo en el desenvolvimiento histórico se constituyen fuerzas relativamente ‘permanentes’, que obran con cierta regularidad y automatismo”.[32] Gramsci quiere desembarazar al marxismo de su lastre determinista, a veces lo logra (algunas de sus categorías para analizar la sociedad, especialmente su dimensión política, alcanzan a romper con la tradición) pero, en otras ocasiones, queda prisionero de su fortísima influencia que parte de la “idea de que en todas las sociedades el desarrollo de las fuerzas productivas ha determinado las relaciones de producción, y por consiguiente lo político, lo jurídico, lo religioso, etcétera”, análisis éste que “presupone que en todas las sociedades existe la misma articulación de las actividades humanas, que la técnica, el derecho, la política, la religión son siempre necesariamente separables y están separadas, lo cual equivale a extrapolar al conjunto de la historia la estructuración propia de nuestra sociedad, que no tiene forzosamente sentido fuera de ella”.[33]

En este sentido, J. L. Romero se aleja decididamente de esa tradición mecanicista (cuyos portavoces más destacados fueron el viejo Engels, K. Kautsky y G. Plejanov; aunque también en Lenin y en el joven Lukács hallamos esa tendencia), rechazando de plano la elección de un fundamento primero que pueda explicar el curso de la historia latinoamericana a partir de las estructuras económicas. En todo caso, Romero se preocupa por valorizar adecuadamente la dimensión material de la sociedad, su relación muchas veces conflictiva pero integrada a lo que por comodidad tenemos que diferenciar para analizar. Sería necio decir que el brillante análisis que efectúa Max Weber de los orígenes del capitalismo a través de la influencia para él decisiva del espíritu protestante niegue de raíz los análisis soberbios de Marx en torno al capitalismo; ambas dimensiones deben ser estudiadas conjuntamente, integralmente. De ahí la riqueza de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, su gran capacidad de integración, de aceptación de la complejidad, de juego con las distintas manifestaciones que expresan a una sociedad. Por eso en la obra no encontramos principios que explican totalidades, leyes que aprehenden la marcha de la historia, no aparece ese demiurgo que sintetiza la necesariedad del devenir. La historia resulta también un juego caprichoso y dominado muchísimas veces por el azar, por lo imprevisto (la imagen heraclitea del tiempo como un niño que juega a los dados); y el historiador debe saber participar de ese juego sin hacer trampas, porque él también se pone en juego al producir la obra histórica.


[1] JOSE LUIS ROMERO, “Latinoamérica: las ciudades y las ideas”, siglo XXI ed., Buenos Aires, 1976, pág. 10.

[2] FRANCO RELLA, “El descrédito de la razón” en “Crisis de la razón”, Aldo Gargani y otros, Siglo XXI ed., México, 1983, pág. 136.

[3] JEAN-PAUL ARON, “La cocina. Un menú en el siglo XIX” en “Hacer la historia” bajo la dirección de J. Le Goff y Pierre Nora, ed. Laia, Barcelona, 1980, tomo III, pág. 199.

[4] JOSE LUIS ROMERO, op. cit., pág. 80.

[5] JOSE ARICO, Presentación al libro de Carl Schmitt, “El concepto de lo ‘Político’ ”, ed. Folios, Buenos Aires, 1984, pág. XX.

[6] LUCIEN FEBVRE, “Combates por la historia”, Ariel, Barcelona, 1974, pág. 186.

[7] JOSE LUIS ROMERO, op. cit., pág. 28.

[8] THEODOR W. ADORNO, “Dialéctica Negativa”, Taurus, Madrid, 1975, pág. 36.

[9] LUCIEN FEBVRE, op. cit., pág. 179.

[10] JOSEPH R. LEVENSON, del prólogo de “Confucian China and its Modem fate: A trilogy” en L. P. Curtis “El taller del historiador”, F. C. E., México, 1975, pág. 7.

[11] ALDO GARGANI, Introducción a “Crisis de la razón”, op. cit., pág. 8.

[12] JACQUES LE GOFF, “Hacer la historia”, op. cit., tomo III, págs. 95-96.

[13] J. L. ROMERO, op. cit., pág. 119.

[14] RAYMOND WILLAMS, “Marxismo y Literatura”, ed. Península, Barcelona, 1980, pág. 101.

[15] JURGEN HABERMAS, “Teoría analítica de la ciencia y dialéctica” en T. W. Adorno y otros, “La disputa del positivismo en la sociología alemana”, Grijalbo, Barcelona, 1972, pág. 150.

[16] MICHEL FOUCAULT, “La arqueología del saber”, Siglo XXI ed., México, 1978, pág. 21.

[17] J. L. ROMERO, op. cit., págs. 66-67.

[18] J. L. ROMERO, op. cit., pág. 10.

[19] JOHN R. R. TOLKIEN, “El señor de los anillos”, Minotauro, Bs. As., 1979, tomo I.

[20] T. W. ADORNO, “La disputa del positivismo…”, op. cit., pág. 21.

[21] JACQUES LE GOFF, op. cit., pág. 85.

[22] J. L. ROMERO, op. cit., pág. 113.

[23] La crítica de este concepto tradicional de ideología la hemos extraído del libro de Emilio de Ípola “Ideología y discurso populista”, donde el autor rechaza la tesis althusseriana (por lo menos en algunas de sus consecuencias) que concibe a la ideología como deformadora de la realidad. Veamos cuál es la definición que nos ofrece de Ípola: “En este texto entendemos por ‘ideologías’ a las formas de existencia y ejercicio de las luchas sociales en el dominio de los procesos sociales de producción de las significaciones (…). Nos apartamos, en primer lugar, de toda concepción, por así decir, ‘epistemológica’ de las ideologías (de la Ideología en general), concepción según la cual las ideologías serán ante todo sistemas de ‘representaciones’ necesariamente deformantes, mistificadores, ocultadores; y, en segundo lugar, nos apartamos también de toda concepción funcionalista de las ideologías (la ideología como factor de regulación social, como sistema de ideas que asegura la cohesión social en general)”. (Emilio de Ipola, “Ideología y discurso populista”, Folios, México, 1982, págs. 73-74. Así pues, la ideología constituye no simplemente un mecanismo de adaptación (manipulación y determinación del sujeto interpelado por el poder de la dominación), sino que debe ser considerada también como productora de significaciones, esto es: como constructora de realidad (pues no se trata de que haya un “real” puro que permanece ajeno a las deformaciones y falsificaciones del discurso de la doxa —como lo ha pensado toda una tradición originada en Platón—). En el campo en el que se mueven los hombres, allí donde hacen su historia y donde son conformados por ella, lo real y lo discursivo no pueden ser arbitrariamente aislados o enfrentados como dimensiones opuestas. El campo de lo socio-histórico es el sitio de la interrelación, de los discursos que van delineando sus propias especificidades. Esta manera de reconsiderar la ideología permite recuperar positivamente toda una parcela de la acción humana por lo general rebajada a mero dispositivo de falsificación. En este sentido, volvemos a coincidir con de Ipola cuando critica la “afirmación según la cual lo discursivo —y por ende lo ideológico— serían sólo un nivel de análisis de los procesos sociales” ya que esta afirmación “es juzgada insuficiente, en la medida en que da por supuestas la posibilidad y la realidad de un social ‘preconstituido’ que escaparía o preexistiría lógicamente a la producción social del sentido: en suma, de un social ‘extradiscursivo’. Dicho de otro modo, si se aspira a separar realmente, esto es, radicalmente, la distinción entre estructura y superestructura, poco se avanzaría limitándose a desplazarla de una ontología a un ‘método de análisis’ de los procesos sociales. Se debería pues ir más lejos y definir a lo social mismo en términos de discurso, de forma tal que el dominio de lo social y el de lo discursivo serían equivalentes o, en otros términos, coextensivos”, (op. cit., pág. 24).

[24] J. L. ROMERO, op. cit., pág. 379.

[25] Ibidem, pág. 383.

[26] Ibidem, págs. 364-365

[27] La historiografía tradicional, determinista en diversos sentidos, inclinada a las elecciones unilaterales y acostumbrada a privilegiar un aspecto de la trama histórica, se desentiende de aquello que constituye la sal de la vida. Toda la esfera de la vida cotidiana, sitio donde no tienen lugar las “hazañas” de los grandes héroes, espacio transitado sudorosa y complicadamente por hombres de carne y hueso, mundo de las pequeñas acciones que hacen posible la reproducción de la vida (ámbito surcado profundamente por el amor, las miserias, la tristeza, el deseo y el trabajo), desaparece de aquella historia de gigantes, la única que merece ser contada. Nuestra época —como dice José Nun en su artículo “La rebelión del coro”— es el tiempo en el que la vida cotidiana “ha comenzado a rebelarse. Y ya no mediante gestas épicas como la toma de la Bastilla o el asalto al Palacio de Invierno, sino de maneras menos deslumbrantes pero también menos episódicas, hablando cuando no le corresponde, saliéndose del lugar asignado al coro aunque conservando su fisonomía propia”. (José Nun, La rebelión del coro. Punto de Vista, año VII, N° 20, mayo 1984, pág. 6). Reconocer esta dimensión central de la vida cotidiana en nuestra época implica, a su vez, repensar la propia historia y la manera en que ha sido narrada, es decir, hacer la crítica de una historia que sistemáticamente ha ocultado aquella dimensión donde los cuerpos suelen estar juntos, donde los sentimientos se expresan, donde el acontecer no suele registrar cambios espectaculares. Se trata también de una rebelión del “hacer” histórico contra esa manipulación y ensombrecimiento que pone siempre en la escena a los triunfadores, a los dominadores y que somete al olvido a los vencidos. La historia debe recuperar el espacio de la cotidianidad; porque de lo que se trata es de encontrar la relación entre historia y cotidianidad como dos instancias que se intercomunican y se alimentan recíprocamente, desechando la visión heroica de la historia a la cual pertenece sólo el mundo “noble”, de las grandes hazañas y de los grandes hechos históricos, relegando lo cotidiano a la esfera empobrecida de lo sin importancia, de lo trivial. Es ese entrelazamiento el que hace posible el cambio o la conservación, de ahí que Henri Lefebvre señale que es “verdad, por otra parte, en ciertos momentos, los resultados más importantes de la historia, las instituciones, la cultura, las ideologías, son por así decir conducidas por la fuerza hacia la vida cotidiana por encima de la cual ellas se erigían; las mismas se ven allí acusadas, juzgadas y condenadas; reunidas las personas declaran que estas instituciones, estas ideas, estas formas de Estado y cultura, estas ‘representaciones’ no convienen ya y no los representan ya. Entonces los hombres reunidos en grupos, en clases, en pueblos, ni quieren, ni pueden vivir como antes. Rechazan lo que ‘representaba’ a su vida cotidiana pasada y la mantenía encadenándolos a ella. Son los grandes momentos de la historia: las efervescencias revolucionarias, entonces lo cotidiano y lo histórico se reúnen y hasta coinciden, pero en la crítica activa y violentamente negativa que la historia realiza de lo cotidiano”. (Henri Lefebvre, Obras posteriores a 1958, I, Crítica de la vida cotidiana, Peña Lillo ed., Bs. As., 1959, pág. 277). Separada de la historia la vida cotidiana queda como un mundo inmutable, vacío y rutinario. Al igual que la historia separada de la cotidianidad aparece como un gigante violento que irrumpe en ella pero sin capacidad de incidir o de cambiar la vida misma. En el fondo estos “grandes cambios” terminan por reproducir de manera al principio subrepticia las estructuras de la existencia cotidiana del sistema “derrotado”. El triunfo en las “altas esferas” de lo público, es derrotada en el acontecer minúsculo de lo privado. Y esta derrota (mejor es llamarla continuidad de lo mismo en lo otro) es la que hace posible la reproducción, en el nuevo ordenamiento, de los “modos de vida”; dato éste que por lo general ha sido pasado por alto desde la perspectiva de la Gran Historia. En este sentido el libro de J. L. Romero señala una dirección, un tipo de ejercicio histórico que no renuncia a incursionar en ese ámbito huidizo de lo cotidiano.

[28] LOUIS ALTHUSSER, “Freud y Lacan”, en varios autores “Psicoanálisis, existencialismo, estructuralismo”, ed. Papiro, Bs. As., 1970, pág. 97.

[29] CHARLES MORAZÉ, “Essai sur la civilisation d’Occident”, Tomo I, Cophin, 1970, pág. 36, citado por Georges Gusdorf en “Mito y Metafísica”, Nova, Bs. As., 1960, pág. 101.

[30] “El control del pasado y de la memoria colectiva por el aparato de estado —reflexiona JEAN CHESNEAUX— actúa sobre las ‘fuentes’. Muy a menudo, tiene el carácter de una retención de la fuente… Secreto de los archivos, cuando no destrucción de los materiales embarazosos. Este control estatal da por resultado que lienzos enteros de la historia del mundo no subsistan sino por lo que de ellos han dicho o permitido decir los opresores. Los levantamientos campesinos chinos son conocidos por lo que han escrito los historiadores mandarines, los cartagineses por los textos romanos, los albigenses por los cronistas reales o pontificales. Unas veces se mutila y deforma, otras se hace el silencio completo. En el término extremo de esta lógica de estado, los mandarines confucianos llamaban FEI a los rebeldes y a los disidentes; FEI, partícula negativa, los que no han existido, los que no cuentan a los ojos de la historia…” (Jean Chesneaux, “¿Hacemos tabla rasa del pasado? a propósito de la historia y de los historiadores”, Siglo XXI ed., México, 1983, pág. 34).

[31] G. W. HEGEL, “Ciencia de la Lógica”, Solar-Hachette, Bs. As., 1976, versión de Rodolfo Mondolfo, pág. 68.

[32] ANTONIO GRAMSCI, “El Materialismo Histórico y la filosofía de Benedeto Croce”, Juan Pablos ed., México, 1975, pág. 105.

[33] PAUL CARDAN, “Socialisme ou Barbarie”, en J. Baudrillard “El espejo de la producción”, Gedisa, México, 1983, pág. 113.