LUIS ALBERTO ROMERO
Además, de historiador, mi padre era un artesano: carpintero y jardinero, o mejor, parquista. No era especialmente hábil o fino en su trabajo: la carpintería era de tornillo y algo de encastre; no le gustaban las flores en particular, sino los árboles, los cercos y los macizos de plantas. Pero todo era vigoroso, sólido y de perfil definido. Cuando hizo la casa de Pinamar, en 1958, fabricó los muebles básicos —cinco camas, dos mesas, varios bancos y lámparas— con un diseño modular que se parecía al Meccano (su juego infantil, regalo del hermano mayor, Francisco, que ademas de filósofo era ingeniero). La casa estaba en la punta de un médano de arena, que él transformó en parque, con terrazas, caminos, cercos, una fuente y muchos lugares para sentarse por la tarde: a mirar, a planear lo que haría al día siguiente, y también a pensar en la historia.
Igual que con los muebles o el parque, como historiador tenía un gran proyecto. De joven había encontrado las claves de la cultura occidental, y pasó toda su vida desarrollando esa idea. Lo hizo con recursos rudimentarios. Historiador marginal en un país periférico, casi nunca tuvo respaldo institucional, ni secretaria, ni ayudantes que le buscaran información o becarios que desarrollaran algunas de sus ideas. En Pinamar, hizo lámparas con viejos repuestos de auto, con paliers y coronas de freno. En Adrogué hacía historia con su biblioteca —buena, pero inevitablemente limitada—, con muchos recortes de diarios, ordenados en un pintoresco y desmesurado archivo, y con un gran Larousse donde, en los últimos años, encontró precisamentte lo que quería: la información pura para sustentar lo que a esa altura era una gran interpretación y una verdadera obsesión.
Tal modestia de recursos se compensaba con una inmensa capacidad para extraerle a cualquier cosa el jugo de la vida histórica. Para él, todo era una fuente: una novela, una película, la conversación con un albañil (en Adrogué había dos maravillosos italianos, comunistas y filósofos; en Pinamar, otro parecido, pero fascista). Sobre todo, las ciudades: recorrió palmo a palmo muchísimas, más de cien, entre Europa y América, y las convirtió en la clave de su interpretación del mundo occidental.
Luego, su pericia de historiador suplía las deficiencias de la materia prima. Elaboraba sus libros como sus muebles o su parque, proyectando las formas generales, descendiendo por pasos sucesivos a los aspectos específicos, haciendo y rehaciendo los índices y esquemas hasta que la idea alcanzaba forma rigurosa. Sólo entonces escribía, maravillosamente. Lo notable es que esa forma rigurosa no mataba su objeto sino que, como el espíritu, lo vivificaba.
Porque en la historia perseguía lo vivo, lo cambiante y creador: el momento del surgimiento de lo nuevo en el seno de lo viejo.
Sobre eso construyó una teoría de la vida histórica y una interpretación del mundo occidental —su gran proyecto— cuyas claves eran las burguesías y el mundo urbano. Los que fuimos sus alumnos en los cursos de Historia Social General podemos recordar cómo su mirada llegaba con naturalidad hasta lo contemporáneo, pues estaba vitalmente convencido de que la legitimidad del trabajo del historiador reside en la posibilidad de decir algo sobre el presente.
Era más que una postura intelectual. Solía definirse como un ciudadano, comprometido con un proyecto para la sociedad, en el que se potenciaban algunas de las líneas de desarrollo que el historiador percibía. Era socialista porque estaba convencido de que el socialismo implicaba la realización plena de los mejores valores de la cultura occidental —la libertad, la igualdad, la democracia, el humanismo—, y actuó en consecuencia. En esas ocasiones, el rigor reflexivo dejaba paso a la acción, y allí reaparecía el artesano, seguro de sus manos, y también el boxeador —lo fue de joven—, convencido de poder responder con el: cuerpo por sus opiniones. Sólo actuó esporádicamente en la vida püblica, pero lo hizo cuando pensó que había algo importante en juego: en 1945 se afilió al Partido Socialista, en 1955 fue interventor de la Universidad de Buenos Aires —en la que puso todas sus agallas para imprimirle el rumbo que conservó hasta 1966—, y entre 1956 y 1962 fue dirigente del socialismo, acompañando hasta donde pudo a los grupos juveniles que buscaban acercar el viejo partido a los trabajadores. Después de 1966 no tuyo más actuación pública: en una sociedad cada vez más polarizada, nadie lo consideró de los suyos. Por entonces —lo recuerdo bien— calculó que le quedaban veinte años de vida intelectual útil. Proyectó entonces los libros que alcanzaría a escribir y que darían forma a un proyecto ya maduro en su cabeza: tres volúmenes más sobre el mundo occidental, uno sobre América latina, uno sobre el mundo urbano y uno sobre la vida histórica. Sólo alcanzó a terminar algunos. Me duele que no haya llegado a escribirlos, pero me consuela pensar que murió, como vivió, con mucho por hacer.