En torno a la formación historiográfica de José Luis Romero

FERNANDO J. DEVOTO [*]

José Luis Romero fue uno de los referentes mayores de la cultura savant argentina en el siglo XX. Su influencia en ella se desplegó en muchas direcciones y desde múltiples lugares. Fue a la vez historiador, político, pedagogo, organizador cultural, ensayista, académico, docente y tantas cosas más. En suma un intelectual que no quiso privarse de ningún instrumento en su vocación, no solo de comprender la ator­mentada Argentina que le tocó vivir, sino de intervenir en los debates intelectuales que surcaron su espacio público. Ello hace que el recorte de una de esas dimensiones, en este caso la del historiador, empobrezca necesariamente la mirada sobre el personaje y, a la vez, que sea casi imposible no solo abarcarlas a todas sino incluso interaccionarlas. Por otra parte, aun recortando el territorio al ámbito de la historiografía, la variedad enorme de temas que abordó Romero y la diferencia de registros (desde la erudición al ensayo, de la monografía especializada hasta la alta divulgación) hace casi imposible evaluar su producción, no en relación con las dimensiones formales o argumentativas, sino en relación con la relevancia de sus aportes en cada específico ámbito de estudios a los que dirigió su atención. Dado que es difícil hallar a alguien que conozca en profundidad los distintos campos temáticos en los que Romero desplegó su incansable actividad, desde la historia antigua hasta la contemporánea, desde la historia europea a la Ar­gentina y Latinoamericana, se corre el riesgo de hacer lo que Arnaldo Momigliano llamaba “historia de la historiografía sin historiografía”.[1] Es decir, aproximarse a ella desde la historia de la disciplina pero sin la posibilidad de criticar la persuasividad o la congruencia entre sus interpretaciones del pasado y la evidencia empírica disponible sobre el mismo. Congruencia que, desde luego, debe relacionarse con el estado del arte y de los conocimientos en el momento histórico en el que Ro­mero formuló sus lecturas y no con el actual.

Otro orden de problemas remite a la vastedad y heterogeneidad de lecturas de Romero, uno de los hombres más cultos de su tiempo. Vastedad y heterogeneidad que no solo iban mucho más allá de las de un historiador promedio, sino que excedían largamente el ámbito propiamente historiográfico. ¿Cómo reconstruir su horizonte intelec­tual, más aún considerando el carácter tan original y autodidáctico del mismo? Por otra parte, la tarea es aún más ímproba dado el estado de las fuentes disponibles. Aunque quizás Romero hubiera ironizado so­bre este punto, en la perspectiva de este capítulo, la ausencia de muchas de ellas presenta problemas no menores para reconstruir los itinerarios intelectuales del historiador argentino. Es posible señalar rápidamente algunas de esas falencias. Carecemos de la correspondencia de Romero y también de sus manuscritos, en cuyos pliegues sería posible explorar los cambios y las hesitaciones de su pensamiento y rastrear con más precisión influencias y préstamos y sobre todo colocar su reflexión historiográfica en una dinámica temporal. Lo que puede quedar de ella no se encuentra en ningún repositorio de una entidad pública o privada. Es de esperar que, en ocasión del próximo congreso sobre su obra se disponga ya de ellos y otros historiadores puedan ir más lejos en la comprensión de esta extraordinaria figura. Se dirá que de todos modos existen algunas entrevistas, de las cuales la más abarcadora es la de las conversaciones con Félix Luna, en la que todos los estudiosos de su figura han abrevado, y también algunas reflexiones de Romero sobre sí mismo.[2] Sin embargo, las mismas presentan un problema general, el vinculado con aquello que llamaba Marc Bloch los “testimonios voluntarios”[3] (es decir que contienen siempre una mayor o menor re­presentación de sí ante los otros) y otro más específico, el momento de su realización. La gran mayoría fue realizada hacia el final de su reco­rrido intelectual de Romero, cuando él podía contemplar su vida, sus influencias, sus preferencias, desde la cumbre de su exitosa trayectoria intelectual. Esto es de un modo a la vez más ecuménico, pero poten­cialmente diferente al de otras épocas precedentes.

Acerca de las diferentes percepciones que pueden encontrarse, comparando esos testimonios tardíos con otras perspectivas esbozadas por el mismo Romero, en décadas anteriores, pueden bastar algunos pocos ejemplos. Uno de ellos es el encomiástico juicio hacia la Nueva Escuela Histórica que Romero formula en la entrevista con Félix Lu­na, claramente contrastante con lo que Romero pensaba y expresaba, aunque fuese a veces elípticamente, en la década de 1930 (y se podría agregar que es bien plausible relacionar ese juicio, ahora positivo en la entrevista con Luna, con el clima historiográfico argentino de los años setenta que no podía no horrorizarlo). Pero pueden también compararse las observaciones sobre Leopold von Ranke en la mis­ma entrevista, también ahora más laudatorias, y compararlas con las observaciones sobre el historiador alemán contenidas en ese breve e iluminador artículo sobre “El historiador arquetípico” escrito en 1947. Mirada que nuevamente puede relacionarse con el clima de los años setenta, que podía orientar a Romero a fortalecer la defensa del perfil erudito ante la caída de tono del mismo en la Argentina de esos años. Asimismo, pueden confrontarse sus opiniones, ahora mucho más dis­tantes, acerca de Dilthey, un pensador que tanto había influido en su formación y basten, a modo de ejemplo, los artículos reunidos en La Historia y la vida.[4]

En conclusión, esas carencias de las fuentes primarias, corresponden­cia, manuscritos, e incluso de su biblioteca (lo que nos ayudaría con la fecha de las ediciones de los libros que consultaba o con las anotaciones que incorporaba a los mismos), obligan a buscar a Romero en los libros y artículos que escribió.[5] Y aquí un problema adicional aparece y tiene que ver con que, justamente quizás, Romero no se preocupaba más de lo necesario por inundar sus textos de referencias historiográficas.

Todos estos problemas afectan en modo particular el tipo de en­foque que se propone aquí y que es no ver a Romero como un histo­riador que sigue inflexiblemente una línea historiográfica ya trazada definitivamente a comienzos de la década del treinta, una forma de l’homme qui va, sino como un historiador que buscó a través de un iti­nerario con muchos meandros, encontrar finalmente su propia concep­ción historiográfica. ¿Podría ser de otra manera?

Es curioso que algunas visiones puedan sugerir que un historiador es el mismo a lo largo de toda su trayectoria intelectual, prescindiendo del hecho tan obvio de que si la materia de la historia es el tiempo, el cambio y la continuidad, se pueda sostener que la persona que la piensa está fuera de él y no es también alguien inserto en un devenir. Más curioso aún porque es difícil encontrar un historiador en el que no puedan señalarse distintas fases, temáticas, metodológicas o inter­pretativas. Ciertamente, inscribir a Romero en un tema de una gene­ralidad tal como la “civilización occidental” es siempre posible, aunque pueda razonablemente argumentarse que se trata de una construcción ex post que busca dar coherencia a líneas diferentes precedentes. Cier­tamente también, el mismo Lucien Febvre alguna vez sugirió, como señaló Ruggiero Romano (aunque no aplicado a sí mismo ya que como es bien conocido el historiador italiano tuvo numerosísimas es­taciones historiográficas), que gran historiador era aquel que tenía no una idea nueva todos los días, sino dos o tres grandes ideas a lo largo de la vida. Y sin embargo, cualquier lector puede comprobar rápida­mente las diferencias que median entre su juvenil libro sobre Philippe et le Franche-Comté y Le problème de l’incroyance au XVIe siècle. Aun en ese caso, por lo demás, un tema no es un problema historiográfico y por otro, aunque se tratase de un mismo tema y un mismo problema, nada permite presuponer un modo semejante de abordarlo, una utili­zación de los mismos instrumentos conceptuales o idénticas referen­cias intelectuales e historiográficas.

Seguramente en el caso en estudio se puede postular que si se observa el célebre ensayo de Romero, escrito en 1932 y publicado en 1933, sobre “la formación histórica” (y aquí la datación es importante, como bien sabían los eruditos, ya que Romero tiene entonces 23 años) o incluso se va aún más atrás hasta su pequeño texto sobre Groussac (de 1929) y se lo une con trabajos sucesivos, pongamos por caso el fundamental artículo sobre la Historia de la cultura de 1953, y de ahí se salta a La revolución burguesa en el mundo feudal de 1967 y se culmi­na con Latinoamérica: las ciudades y las ideas de 1976, una línea puede trazarse legítimamente, buscando en los textos tempranos las anticipa­ciones de los enfoques dominantes en los últimos. Sobre este proceder a la búsqueda de anticipaciones que no es el de este texto, y según el cual el final está inscripto de manera necesaria e incluso fatal, muchos grandes historiadores dijeron ya lo suficiente en su momento. En cualquier caso, no es la opción escogida aquí. Lo que se buscará no es enfatizar tanto las continuidades (sin desde luego negarlas) como las diferencias. Cambios y continuidades, he ahí la cuestión. Así pues, el propósito de este trabajo es tratar de colocar a una parte del itinerario de este historiador dentro de la temporalidad historiográfica en la que se despliega su obra y explorar diferentes opciones historiográficas de la fase formativa de Romero como historiador y su paulatino encuen­tro con los grandes temas y formas de abordaje, que iban a signar su época de madurez (que no será indagada aquí). Y llegados a este punto, parece razonable dejar esta introducción justificatoria y comenzar a analizar la obra de José Luis Romero.

Como se señaló, se puede partir de 1929, momento en el que un joven de veinte años, egresado del colegio Mariano Acosta, que ya ha comenzado a trabajar como maestro de grado y que está empezando sus estudios superiores en historia en la Universidad Nacional de La Plata, publica una nota en la revista Nosotros acerca de la figura de Paul Groussac, en el contexto de un volumen de homenaje en el que parti­cipan muchas de las figuras, ya consagradas o conocidas, de la cultura argentina de la época, como Alejandro Korn, Alberto Gerchunoff, Ro­berto Giusti, Alfonso Reyes, Ricardo Levene o Rómulo Carbia.

Es quizás útil retener que el texto de Romero plantea dos o tres argumentos principales que ciertamente perdurarán en él. En primer lugar, la crítica al “marco reducido de la historia local”; en segundo, la crítica de Groussac, que él hace suya, a “los falsos historiadores ape­gados a prácticas ridiculas y antihistóricas”. Es decir, al culto del dato erudito como fin en sí mismo, en el que se pierde lo humano en “colec­ciones de nomenclaturas sin sentido alguno”.[6] Finalmente, la aspira­ción a una historia de amplio respiro que nos brinde cuadros de época más que retratos de individuos.

Los pocos elementos presentados permiten formular un peque­ño primer esbozo, tanto en tomo a cuestiones generales como a otras historiográficas.

Entre las primeras podrían señalarse dos: Romero, quien carece de un patrimonio familiar, es ya un joven obligado a trabajar para ganar su sustento pero, en compensación, posee un capital relacional que le permi­te vincularse tempranamente con algunos de los ámbitos culturales más significativos de la Argentina de entreguerras. Y se puede conjeturalmen­te razonar que es la mano de su hermano mayor Francisco (que tanto influirá además en su formación intelectual), habitual colaborador de la revista, la que ha posibilitado la participación de Romero, quien ya había colaborado en ella el año precedente, en ese número de homenaje. Entre las historiográficas también podrían señalarse otras: Romero se apresta a iniciar una carrera académica en historia a contracorriente de las ten­dencias dominantes en la disciplina en la Argentina y en el mundo, lo que desde luego sugiere que ese camino inconformista con respecto a los credos académicos debía poner obstáculos adicionales a su futura carrera. Sin embargo, para esa disidencia contra la historia erudita o documenta­lista, Romero tiene también firmes apoyos. Uno es desde luego, el mismo Groussac, quien en el prólogo a su “Mendoza y Garay”, reposando en los grandes historiadores decimonónicos franceses, había desarrollado un rosario de críticas contra los emergentes eruditos.[7] Empero, más impor­tante que el apoyo en un Groussac, cuya estela estaba ya en declinación antes de su muerte, es el apoyo que Romero puede encontrar en el mun­do cultural con el que está y estará crecientemente vinculado.

Si se abre esa publicación tan influyente en los nuevos tiempos y en especial en el ambiente en que se mueve Romero, la Revista de Occi­dente, y se detiene la mirada en un artículo de José Ortega y Gasset del año anterior, 1928, que se titula “La filosofía de la historia de Hegel y la historiología”, puede leerse lo siguiente:

La historia al uso no llena el apetito cognoscitivo del lector. El historiador nos parece manejar toscamente, con rudos dedos de labriego la fina materia de la vida humana. Bajo un aparente rigor de método en lo que no importa, su pensamiento es caprichoso e impreciso en todo lo esencial.

Agrega, inmediatamente

Nunca ha estado la conciencia culta más lejos de las obras propiamente históricas que ahora. Y es que la calidad inferior de estas en vez de atraer la curiosidad de los hombres la embotan con su tradicional pobreza (…) Se sos­pecha del tipo de hombre que fabrica esos eruditos productos; se cree, no sé si con justicia, que tienen almas retrasadas, almas de cronistas, que son burócratas adscritos a expedientar el pasado (…) Yo creo firmemente que los historiadores no tienen perdón de dios.[8]

Esa severa requisitoria recogía una larga tradición de críticas, desde la de Flaubert en su Bouvard y Pécuchet, a la de Anatole France en esa irónica fábula que es La isla de los pingüinos (que Romero utilizará por otra parte como instrumento contra los eruditos en un texto posterior de 1943) y se prolongaría durante la década del treinta. De los muchos ejemplos de estos años puede ser suficiente citar los comentarios de Ezequiel Martínez Estrada en Radiografía de la Pampa, donde habla de los “especialistas embalsamadores”, “monederos falsos”, que produ­cen un “simulacro intrascendente de la historia” en la “superchería de la especialidad” o los de Alejandro Korn en los apuntes filosóficos, que el mismo Romero cita en un artículo de homenaje en 1939, donde aquel indica que lo que hay que exigir a un historiador es talento y sentido histórico, búsqueda y no hallazgos, ya que la mera erudición no es ni puede ser erigida en la finalidad de los estudios históricos.[9] Finalmente, pueden también recordarse, yendo un poco más allá en el tiempo, las observaciones de Alfonso Reyes:

La preocupación industrial característica de nuestra época desvirtúa la his­toria en cuanto esta es agencia intelectiva y tiende a convertirla en agencia hacinadora de materia prima y producción de documentos indiferentes, tal es la “falacia apatética” donde la historia pierde su objeto.[10]

Lo que los ejemplos aludidos aspiran a señalar es que discrepar y aun mirar despectivamente la labor que hacían los historiadores erudi­tos no era algo nada infrecuente ni osado, aunque la corporación pro­fesional tenía armas poderosas, más institucionales que intelectuales, para defenderse.

Corrámonos ahora ligeramente en el tiempo y detengámonos en aquel artículo de 1933 de José Luis Romero, sobre cuya importancia llamó hace años la atención Tulio Halperin, La formación histórica. En él Romero, que está avanzando en sus estudios de historia en la Uni­versidad de La Plata, nos brinda una imagen de la historiografía, en paralelo con una imagen de la crisis del mundo de la posguerra. Un texto que, sea dicho esto al margen, no solamente es contemporáneo sino incluso probablemente ligeramente precedente al de su amigo Saúl

Taborda, en el que Romero brinda una imagen que, según la interpre­tación aquí propuesta (en este punto discrepante con otras autorizadas lecturas), tiene muy pocos puntos de contacto con la del estudioso cor­dobés.[11] Baste señalar solo una: ahí donde Taborda encuentra las fuen­tes para una crítica a la crisis de la civilización burguesa (pero también de la democracia liberal), en autores como Fichte o en prepopulistas (narodnikis) rusos como Kirievski, Romero las busca en un lugar muy diferente y su crítica a la crisis de la sociedad burguesa no va, en ningún momento, acompañada por una crítica paralela al sistema demoliberal.[12]

Las fuentes de la mirada de Romero en ese artículo no son nueva­mente los historiadores y puede anotarse al pasar, que en el texto no hay ninguna referencia concreta a un historiador y tampoco ninguna referencia a un autor argentino.

Por otra parte, Romero insiste en su pugnacidad contra los histo­riadores tradicionales y en la contraposición entre saber histórico puro y conciencia histórica, entre mera erudición y una comprensión de una formación histórica dotada de un amplio sentido filosófico.

En el texto, a partir del Ortega de El tema de nuestro tiempo, señala Romero “La historia es solo una labor científica en la medida que sea posible la profecía”, a la vez que agrega “hoy, yo llamaría con más justicia historiadores a muchos filósofos, novelistas, hombres de ciencia, que no a los que lo son de profesión” y, mostrando que los motivos de esa crítica iban bien más allá de las dimensiones técnicas o metodológicas concluye: “El historiador de nuestra época se ha cerrado premeditadamente al dra­ma que ocurría en torno suyo; pero el mundo ha seguido girando mien­tras ellos escribían en sus gabinetes”.[13] La crítica de Romero se desplaza aquí de la erudición en sí a la desconexión entre ella y el tiempo presente, orientadora y guía de la mirada dirigida al pasado y cuyo propósito no debía ser otro que el de construir una conciencia histórica que iluminase y orientase al hombre en sus inquietudes y en su hacer contemporáneos.

Ciertamente puede observarse que el juicio de Romero, justo para el contexto argentino, era algo excesivo para el europeo. He allí algunos historiadores que sí habían tomado nota de la crisis y dado una res­puesta intelectual a ella, por ejemplo un Henri Pirenne, cuya biografía intelectual de los años de la guerra y la primera posguerra han sido re­construidos admirablemente por Cinzio Violante en La fine della “gran­de illusione” o he ahí el “examen de conciencia” de un Lucien Febvre en la conferencia inaugural en el College de France en 1933.[14] En cualquier caso, lo que allí, en ese artículo de 1933, sobresale es todo un mundo in­telectual que procede principalmente de Ortega y la Revista de Occidente. No se trata solamente de que Ortega sea el autor más veces citado en el texto sino de que la mayoría de los otros autores citados han sido pues­tos a disposición del público por las ediciones de la misma revista, en su afán de presentar lo que el mismo Ortega consideraba las novedades significativas de la cultura de su tiempo: Scheler, Simmel, Freyer, Werfel, Sombart. Autores que, en algunos casos, acompañarán por muchos años a Romero, y que son los que soportan el mayor peso de su argumenta­ción. Pero incluso otros autores tan epocales en la Argentina por enton­ces, como el Conde Keyserling, también habían cimentado su prestigio en el espacio sudamericano desde ese ámbito español.

No todos, desde luego, son citados en las obras que la Revista de Occidente ha divulgado: he ahí, por ejemplo, el ensayo de Simmel El conflicto de la cultura moderna, traducido por Carlos Astrada para la Universidad Nacional de Córdoba,[15] o el inhallable libro de Werfel citado por Romero, y que es tan importante para que él pueda concluir con una mirada optimista respecto del futuro (aunque pueda argüirse que la vía de la civilización técnica como una solución para las tiranías del hombre contemporáneo que Romero argumenta a partir de Werfel sea parte de una larga tradición que puede resalir, por ejemplo, hasta el Ernest Renán de L’avenir de la science).[16]

En cualquier caso, en ese grupo de lecturas del que podría decirse que es “nada moderno y muy siglo XX”, pueden discriminarse algo arbi­trariamente dos conjuntos: filósofos, por un lado, y sociólogos culturalis­tas, por el otro que vienen a sustituir a los ausentes historiadores. Desde luego a ellos hay que agregar al menos a Karl Marx, con el cual Romero comparte el diagnóstico de la crisis pero del cual toma prudente distan­cia, ya sea en cuanto a la cuestión del determinismo, la de la distinción estructura-superestructura, o en cuanto a las soluciones propuestas por el pensador alemán. Para Romero la capacidad creadora de la voluntad humana desbarata cualquier determinismo y el ideal ético y no el econó­mico son los verdaderos instrumentos de la acción revolucionaria.

Si se deja ahora de lado este trabajo tan significativo y se observa simultáneamente la labor que Romero va desarrollando como historia­dor, tal cual él mismo presenta en dos obras de concepción, sino para­lelas al menos bastante coincidentes en el tiempo, como son: El estado y las facciones en la Antigüedad, curso dictado en el Colegio Libre de Estudios Superiores en 1936 y la redacción de su tesis sobre “La crisis de la república romana”, culminada en 1938, el universo de referencias propuesto por Romero es bien otro.[17] No se trata de que en esos libros no aparezcan los autores citados en el artículo de 1933 y, en cambio, aparezca un repertorio de historiadores lejanos de aquel mundo, no se trata tampoco de que aquí Romero desarrolle una fina erudición a par­tir de las fuentes literarias, que por otra parte, serían las que siempre le resultaron congeniales –y podría señalarse al margen, que sobre esa asunción de la erudición como un requisito imprescindible de la tarea del historiador, aunque desde luego no suficiente, dan buena cuenta los esfuerzos que Romero hará para mejorar su latín bajo la guía de Gre­gorio Halperin y más tarde su griego bajo la de Ramón Alcalde-.

Se trata en verdad de la proposición de un tipo de historia que, en la lectura aquí propuesta, está lejos de esa historia de la cultura que parece preanunciar tanto el artículo de 1933, como la obra posterior de Rome­ro y ello muestra, si se quiere, todas las distancias que hay siempre entre las concepciones teóricas generales y la realización concreta de un libro de historia (o al menos las diferencias que había en el pasado).

En cualquier caso, ¿qué tipo de proceso describe Romero en su tesis doctoral? La dinámica de un proceso político-institucional expli­cado a partir de las transformaciones de la sociedad y la economía. Es decir, el proceso a través del cual la expansión romana genera profun­das transformaciones económicas y sociales, que llevan a la crisis a su modelo institucional y cómo, en ese contexto, un sector de la oligar­quía ilustrada va esbozando lentamente, a partir de la influencia hele­nística, otra solución política institucional, solución insinuada en Esci­pión el mayor, desarrollada por los Gracos (en los cuales, va señalado, Romero no busca los caracteres de una política humanitaria sino los de una política de poder) y culminada en la fórmula de Augusto. Proceso que está dominado por el contraste en el seno mismo de la oligarquía política de una facción que Romero llama “tradicionalista” y otra que llama “moderna”. Para decirlo en los términos mismos de Romero:

En las doctrinas políticas del mediterráneo oriental el naciente imperialismo romano (…) encuentra la justificación y la técnica de una nueva política, expre­sada en la tendencia a una dominación universal y en la tendencia a la instaura­ción de regímenes autocráticos, respaldados por una legislación antioligárquica y revolucionaria en materia social y por una creciente organización capitalista.[18]

Agrega que “el grupo moderno desgajado de la oligarquía era el que había aprendido, en su contacto con el mundo griego, a aspirar a una autocracia sobre la base de las nuevas fuerzas económico-sociales”.

Ciertamente, entre los siete capítulos de la tesis convertida en libro emerge uno que presenta elementos diferentes: el tercero. En él, Ro­mero, tras explicar en los dos precedentes la conformación de las fuer­zas sociales y políticas romanas, introduce el tema de la recepción de la cultura helenística en Roma y ahí sí su mirada excede al ámbito de la política para proponernos reflexiones acerca de los modos y meca­nismos a través de los cuales la misma se difunde. Al hacerlo propone inteligentes perspectivas, por ejemplo acerca del papel del teatro o de los esclavos, como difusores de costumbres y valores que operarán en la disolución de la antigua moral rural y ciudadana, en las concepciones de la vida, en la misma vida familiar. Sin embargo, ese rico cuadro allí presentado no da lugar a sucesivas reflexiones en los cuatro últimos ca­pítulos que contiene la segunda parte del libro. En ello Romero vuelve a retomar el eje política-instituciones-conflicto social. Es como si ese rico fermento cultural casi solo fuese funcional a su argumentación sobre las concepciones de la política y el poder.

Si se observa paralelamente el otro libro, titulado El estado y las fac­ciones en la Antigüedad, se percibe un esquema semejante. Tras presen­tar un rico cuadro de las distintas concepciones teóricas de la política formuladas por los mayores filósofos griegos, Romero desarrolla su hipótesis, y ella es que los modelos institucionales no son estáticos y sus transformaciones no son lineales. Es aquí también en la dinámica del conflicto que los cambios se producen. Nuevamente en Grecia, y al menos en parte, derivados de la expansión colonizadora de las ciuda­des-estado griegas, emergen, en sus términos, los grupos “capitalistas y financieros”, que transforman los cuadros sociales y hacen caducar los modelos políticos. Luchas o conflictos que en sus palabras, son a veces entre clases sociales claramente delineadas, otras, entre partidos políticos, otras entre conglomerados sociales (de los que surgen las facciones), que no son ni clases ni partidos y que buscan apoderarse del Estado. Un Estado que es entendido, en palabras de Romero, como “un orden jurídico que se expresa en un conjunto de instituciones his­tóricamente determinables”.

Este breve recorrido por esos dos estudios sobre el mundo antiguo (sino los más significativos al menos los más extensos) permite formular algunas observaciones. La primera es que el módulo historiográfico de Romero, organizado en torno a la tríada: conflictos políticos-luchas sociales-diseños institucionales es, por entonces, algo muy diferente al de dos décadas más tarde. La segunda es que Romero parece reposar en esa mirada de las luchas sociales y políticas, en nombres como el de Robert von Pohlmann, el historiador conservador alemán que había escrito un antiguo, y en su época célebre, libro titulado Lucha de clases y socialismo en el mundo antiguo y, sobre todo, en un autor que años des­pués citará muy elogiosamente, como uno de los grandes historiadores (junto a Huizinga) Arthur Rosemberg, ese erudito discípulo de Edward Meyer convertido al socialismo y por un tiempo incluso al comunismo que ocupa en la historiografía alemana un lugar parecido al que Albert Mathiez ocupaba paralelamente en la historiografía francesa.[19] Con todo, Romero no cita de él su célebre Democracia y socialismo en la anti­güedad, sino otros trabajos de perfil más erudito.

La tercera es que Romero, como puede observarse en algunos de los breves fragmentos transcriptos, utiliza una terminología contempo­ránea para el mundo antiguo, aunque ello no era, a decir verdad, infre­cuente ya que muchos creían ver allí un esquema ideal tipo de procesos políticos posteriores. Ciertamente esos estudios de Romero espejan, en especial en El Estado y las facciones, y quizás por el público al que esta­ban dirigidos, las situaciones de esa densa década de 1930, como por ejemplo en su caracterización del cesarismo o en la del espíritu de fac­ción. Nada sorprendente en el fondo. He ahí por poner un ejemplo, un extraordinario historiador, de los mayores eruditos del siglo XX y un muy buen historiador, ambos discípulos del mismo maestro, me refiero a Arnaldo Momigliano y a Piero Treves, discutiendo sobre el mundo antiguo y a la vez sobre la Italia mussoliniana de la década del treinta; el primero con su Filippo il macedone, el segundo con su Demostene y parece innecesario aclarar en que lugar del debate se ponía cada uno.[20] El mismo emerge con facilidad de los títulos de las obras.

Los avatares de la vida universitaria bloquean el acceso de Romero a la cátedra de Historia antigua en la universidad platense a la que aspiraba y en cambio le brindan un espacio en la enseñanza de la Historia de la historiografía. Aunque ese hecho no es suficiente para explicar los cam­bios de intereses de Romero, no parece que deba desdeñarse tan rápida­mente. En cualquier caso, el pasaje de un campo a otro implica una con­tigüidad conceptual y bibliográfica: una parte importante de las fuentes del Romero historiador de la antigüedad eran los mismos historiadores antiguos y parecía un desplazamiento natural el ir de un territorio al otro. Por otra parte, esos años son los de más intenso contacto de Romero con Pedro Henríquez Ureña, cuya influencia decisiva sobre él, en palabras del mismo historiador argentino, resulta al autor de estas páginas difícil de evaluar en la especificidad de sus nuevos horizontes historiográficos.

En cualquier caso, van a emerger de estos nuevos intereses de Ro­mero una amplia cantidad de artículos y libros, entre 1939 y 1945, que remiten, esquemáticamente, a dos conjuntos de problemas: la concep­tualización de la historia, por una parte, y la reconstrucción del pensa­miento historiográfico de diferentes historiadores, por la otra.

Al primer grupo corresponden, entre otros, los artículos incluidos en un volumen de 1945, La historia y la vida; al segundo, los retratos reunidos años más tarde en De Heródoto a Polibio y el Maquiavelo his­toriador de 1943.[21]

Acerca del primero de los dos problemas, la concepción de la histo­ria, Romero parece haber encontrando ahora una guía segura, una guía bien moderna y poco siglo XX, en esa extraordinaria figura que era a la vez filósofo e historiador: Wilhem Dilthey. Ciertamente no era un descubrimiento, ya que Dilthey, tan influyente también sobre su her­mano Francisco, estaba presente en Romero desde bastante antes. De lo que se trata es más bien de una mayor centralidad y visibilidad de las reflexiones del pensador alemán en los nuevos intereses del historiador argentino. Dilthey proveía a Romero, a la vez, de una genealogía en la que colocar a la historiografía contemporánea y de una concepción de la vida histórica. Acerca de lo primero, las huellas del Dilthey de El mundo histórico y el siglo XVIII pueden seguirse claramente en Romero.[22] Ellas avalan, en contra por ejemplo de la opinión de Croce, la historicidad del pensamiento iluminista y permiten hacer partir de allí y no de los románticos a la moderna historiografía. Si, ciertamente, los románticos habían generado un giro hacia lo individual concreto y hacia el realismo histórico (ello completaba y continuaba) no negaba, las construcciones de los grandes pensadores iluministas. Para encontrar los ecos de esa mirada puede ser suficiente volver a leer el sugestivo trabajo de Romero sobre La revolución francesa y el pensamiento historiográfico en el que la interpretación de la revolución es sustituida por un itinerario historiográfico, o puede mirarse el programa de Historia de la Historiografía que dictaba en la Universidad Nacional de La Plata.[23] Programa en el cual los románticos no tienen ninguna relevancia mayor que los iluministas en las lecturas que propone al estudio de sus alumnos. En segundo lugar, Dilthey le brindaba a Romero los instrumentos para, en palabras del mismo Romero, acercarse a “la comprensión de las concep­ciones del mundo” y su historicidad, concepciones que eran la estructura profunda de una realidad espiritual que se encontraba por debajo de los fenómenos de superficie. Ciertamente, el nombre de Dilthey no puede ser considerado excluyente de otros (en Romero las influencias fueron múltiples y supo combinarlas de modo original) y al menos a él debe asociarse el de Heinrich Rickert, que sirve a Romero para definir la especificidad de la ciencia histórica, como parte de las ciencias de la cultura, en oposición al determinismo del esquema proveniente de las ciencias naturales.[24]

La segunda línea de trabajos, se señaló, concierne a su relectura de los historiadores antiguos y modernos. Los mismos son claramente es­tudios de historia de las ideas “claras y distintas” en las cuales Romero trata de reconstruir un pensamiento historiográfico, haciéndolo dialo­gar con el contexto de su tiempo y con las concepciones precedentes. De ese conjunto de trabajos se tomará en consideración aquí solamen­te uno: el sorprendente que dedicó en 1943 a Maquiavelo historiador.

La expresión sorprendente no remite a la interpretación propuesta, ella misma quizás discutible, sino a la estrategia que Romero utiliza para reconstruir el pensamiento de Maquiavelo.

Efectivamente aparecen aquí las dos operaciones propuestas por Romero: hacer dialogar a Maquiavelo con los historiadores y filósofos clásicos en los que abreva y hacerlo dialogar con su tiempo. En ese cuadro, el punto interesante y quizás sorprendente es que el contexto en el que Romero coloca a Maquiavelo es el de las luchas políticas, en especial interestatales, y de los conflictos sociales en el territorio italiano, entre los siglos XV y XVI. En cambio, apenas son aludidos brevemente el clima cultural, las creencias y los valores sociales de ese mundo tan transformado, que es el de las ciudades italianas del tardo quattrocento. Quizás sea suficiente comparar la edición original de ese libro con la nueva edición de 1970 para percibir con bastante claridad, algunas de las mudanzas de la operación historiográfica que Romero propone. Esos contrastes emergen entre la introducción a esa segunda edición de ese mismo año y los restantes capítulos del libro. En el tex­to de 1970, Romero ofrece una nueva clave de lectura que está en los márgenes de la edición de 1943. Dice en 1970 Romero: “El cuadro en el que se integra todo (Maquiavelo) es la mentalidad burguesa… Es la mentalidad burguesa la que sustenta la forma mentis de Maquiavelo y es él no solo quien la expresa mejor sino quien más viva conciencia tiene de que esa es su forma mentis”.[25] Pues bien esto es lo que está ausente precisamente en el texto de 1943.

La observación precedente no quiere ignorar el hecho de que en Romero está ya apareciendo, en especial en los artículos que podemos llamar teóricos, el perfil de una historia cultural y que puede perci­birse un lento pero sostenido crecimiento de esas perspectivas, así como también aparece un nuevo horizonte de lecturas (Huizinga, por ejemplo) que apoyarán la nueva forma mentis del Romero historiador. Solo se aspira a señalar que ello no está claramente presente en sus obras históricas de esos años y, en especial, que todavía está ausente en Romero la combinación de esos tres elementos centrales de sus obras mayores posteriores: un sujeto social, la burguesía, una dimensión privilegiada para estudiarla, las mentalidades y un lugar, la ciudad. Y sobre este último punto, puede ser revelador recordar un texto repro­puesto hace muy poco por Adrián Gorelik: la evocación de Brujas, que realiza en 1936, y observar cómo todos los problemas del futuro historiador de la ciudad y de la burguesía no están allí presentes. La evocación, tan bella literariamente, sirve a Romero para pensar no la burguesía, sino la relación entre el pasado y el presente, entre la piedra y el flamenco de elegancia, esta sí metafóricamente, burguesa.[26]

Entrados los años cuarenta, Romero comienza a orientar su interés temático hacia dos nuevos campos. El primero es el de los estudios medievales. Ciertamente, la importancia aquí de Sánchez Albornoz, como ya señaló Tulio Halperin en un artículo, es muy grande.[27] Cual­quiera sea la imagen que pueda tenerse hoy de Sánchez Albornoz, por envejecida que esté su obra, por poco condivisible que sea su idea de España (que difícilmente Romero compartiese), por poco innovadora que fuese la escuela que él creó, en especial en Argentina, no es menos cierto que en esos años de la entreguerra y la guerra era considerado uno de los más eminentes medievalistas occidentales. Valga a modo de ejemplo la opinión de Marc Bloch, tal cual la expresa más de una vez en su correspondencia con Henri Berr, a propósito de la realización de su libro La sociedad feudal.[28]

La aproximación a la historia medieval se realiza en Romero a través de la indagación de pensadores medievales en diferentes artículos que publica en los Cuadernos de Historia de España. Entre ellos puede bastar detenerse en uno, el magnífico estudio sobre “San Isidoro de Sevilla, su pensamiento histórico político y sus relaciones con la historia visigoda” y explorar dos cuestiones que emergen de él.[29] La primera es hasta qué punto la erudición de Romero alcanza nuevas y más elevadas cotas ante el desafío que presenta un interlocutor ciertamente mucho más exigente que el respetable Clemente Ricci o que Pascual Guaglianone. La segun­da es en qué medida San Isidoro es explicado, como Maquiavelo, en el marco de lo que Romero llama “una investigación histórica de las ideas” y que es nuevamente, como en el Maquiavelo, ante todo un diálogo entre un hombre y sus herencias intelectuales clásicas y, en menor medida se­gún Romero, en el caso de San Isidoro, como “historiador y estadista por su contorno inmediato”; contorno en el cual Romero, sin embargo, se de­tiene largamente. ¿Y cuál es ese contorno (sus circunstancias)?, es nueva­mente, principalmente el de los conflictos políticos en la España visigoda en y entre los distintos estados nacientes en el mediterráneo occidental y el Imperio Bizantino que complican y problematizan el enfrentamiento entre católicos y arríanos.

La otra línea de trabajo de Romero en esos años es la de la historia argentina. Tras dos sendos ensayos, uno enjundioso e iluminador so­bre Mitre y otro más circunstancial sobre López, Romero brinda, en 1946, un libro destinado a una gran fortuna posterior: Las ideas polí­ticas en la Argentina. No parece necesario detenerse sobre la influencia de Mitre en este último libro, influencia decisiva ya señalada con mu­cha claridad por Natalio Botana, ni en qué medida esa obra contiene una lectura del proceso revolucionario abierto en mayo de 1810 y del conflicto entre la línea de la democracia doctrinaria de la democracia inorgánica tributarias del historiador de Belgrano.[30] Quizás pueda también partirse de otro lugar.

En la “Advertencia preliminar” que abre Las ideas políticas, Romero señala que no va a estudiar en el libro solamente “aquellas ideas puras y originales sino también los remedos de ideas y ciertos impulsos que entrañan y presuponen una determinada predisposición, con los que se nutrirán luego las ideas claras y distintas”. Al hacerlo, Romero parece aludir simultáneamente a dos cuestiones diferentes. Por un lado, busca una justificación a su estrategia de indagación en el hecho de la escasa existencia en la Argentina de esas ideas claras y distintas, siendo la mayoría de ellas en su perspectiva una derivación de otras fuentes, en especial europeas. Empero, por el otro, parece aquí esbozarse también algo que se llamará luego historia de las mentalidades. La misma ex­presión “mentalidad” aparece al menos siete veces en el libro, asociada con otros términos, como creencias, sentimientos, impulsos, actitudes espirituales, psicología social, concepciones de la vida, normas morales, etc. Todo ello sirve de sustento a las diferentes actitudes políticas, en la contraposición plurisecular entre autoritarismo y liberalismo que arti­cula al libro. Ese término o esa concepción aparece asimismo asociado a cuatro fenómenos, la mentalidad colonial, las masas posindependen­tistas, la inmigración y el conglomerado criollo-inmigratorio.[31]

Una pregunta inevitable es acerca de la procedencia del nuevo vocabulario empleado por Romero dado que, aunque algunos de los términos ya aparecen en obras precedentes, nunca lo hacen todos ellos juntos y con la misma insistencia. ¿Es arbitrario postular que ese vocabulario y muchas de esas miradas, que en cualquier caso no son dominantes en el libro, proceden no de la historiografía europea con la que Romero estaba tan familiarizado, sino de su lectura de algunos de los “clásicos” argentinos? Ellas están allí, en muchos estudiosos, pero, abundantemente, en dos autores que por otra parte sustentan distintos planos de la argumentación de Romero, en especial en los dos prime­ros capítulos: Juan Agustín García y los sentimientos que organizan un sistema de creencias en el mundo colonial y sobre todo José Ingenieros, cuyo primer capítulo de su Historia de la evolución de las ideas argen­tinas se llama precisamente, “la mentalidad colonial”.[32]

Romero dejó escrito que existían solo dos historias de las ideas argentinas de valor, precedentes a la suya: Influencias filosóficas en la evolución nacional de Alejandro Korn y el libro de Ingenieros. Desde luego que el nombre de Alejandro Korn, al cual Romero estuvo en tantos modos ligado parece inevitable y sin embargo, al menos en el punto que aquí se presenta (y tal vez en otros) más decisiva parece ser la influencia de José Ingenieros. No se trata solamente del énfasis que en este último pueda tener algo que se puede llamar en sentido ex­tenso “mentalidades” sino de que, asimismo, en la obra de Ingenieros el conflicto es mucho más (al igual que en Romero) entre dos líneas históricas pluriseculares articuladas en torno a dos principios orga­nizadores: el autoritarismo y el liberalismo y relativamente (y debe insistirse en el término relativamente) menos, como en Korn, entre conglomerados de contornos difusos que no dejan de entrecruzarse.[33] Con todo, y sea de ello lo que fuere, puede todavía recordarse que ha­biendo sido los tres primeros capítulos de las Influencias filosóficas de Korn publicados entre 1912 y 1914, el mismo Ingenieros (cuyo libro es de 1918) abrevó también en ellos.

El libro de 1946 puede ser explorado, desde luego, desde muchos otros lugares. En cuanto al hilo que ha conducido la exploración hasta aquí presentada puede verse como un punto de transición o de inflexión historiográfica en el conjunto de la obra de Romero. Un balan­ce o si se prefiere apenas una hipótesis, como toda hipótesis, provisoria y conjetural, puede ser la siguiente: es en la segunda mitad de los años cuarenta y en especial en los primeros años cincuenta, cuando se va estructurando un nuevo módulo historiográfico en Romero que será el que lo distinguirá. Bajo la divisa de la “Historia de la cultura” (tal cual ella es por ejemplo presentada en su notable estudio aparecido en “Imago Mundi”) se va articulando una tríada decisiva en la explicación de los procesos históricos con los que Romero va a enfrentarse en las décadas sucesivas: ciudad-burguesía-mentalidad.

Acerca de cuáles son las matrices del nuevo modulo de Romero que no será explorado aquí, resulta difícil brindar una respuesta con­vincente. Pueden, en cambio, sugerirse algunas pistas a explorar y la eventual convergencia de algunas de ellas: la tradición intelectual ar­gentina de principios de siglo, como ya se señaló, la larga acumulación de lecturas juveniles que reverberan en esos años cuarenta, véase por ejemplo el Sombart de Lujo y capitalismo (pero también Simmel), un nuevo horizonte de lecturas, desde el momento de su encuentro con obras como las de Henri Pirenne y Johann Huizinga hasta la recep­ción de la nueva historiografía europea medievalista (y acerca de ellas se podría saber mucho más a partir de la correspondencia entre José Luis Romero y Maurice Lombard, el ayudante que le puso Braudel para asesorarlo en bibliografía sobre la historiografía medieval),[34] el clima de la Argentina peronista y el mismo fenómeno del peronismo que no podía no orientarlo a nuevas formas de pensar las relaciones entre sociedad, política y cultura.[35]

En cualquier caso el tránsito historiográfico aludido en Romero contiene en él, otro deslizamiento más profundo en torno a la idea de la acción humana. En sus conversaciones con Félix Luna, Romero se­ñaló lo siguiente: “yo diría que la vida histórica es a-racional, diría que es una composición de elementos racionales y no racionales, por ejem­plo todo lo que proviene de la sensibilidad colectiva”.[36] En la primera

parte de su obra histórica, algo en él tendió a enfatizar los primeros elementos y en el tramo sucesivo, el de sus grandes obras históricas, algo en él tendió a enfatizar los segundos. Al hacerlo, empalmó de un modo original con algunas de las nuevas sensibilidades historiográficas renovadoras de la segunda posguerra.


[*] Universidad de Buenos Aires.

[1] A. Momigliano. “Epilogo, ancora senza conclusione”, en ídem: Nono contributo alia storia degli studi classici e del mondo antico. Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 1992, p. 725.

[2] F. Luna. Conversaciones con José Luis Romero sobre una Argentina con Historia, Políti­ca y Democracia. Buenos Aires, Timerman Editores, 1976.

[3] M. Bloch. Introducción a la historia. México, Fondo de Cultura Económica, 1970, pp. 51-55.

[4] J. L. Romero. “Digresión sobre el historiador arquetípico”, Realidad N° 2, marzo-abril 1947, pp. 295-299; ídem. La historia y la vida, Yerba Buena, 1945.

[5] Debe también observarse que las encomiables ediciones más recientes de sus artículos se han llevado a cabo siguiendo un criterio temático, lo que es hasta cierto punto inevitable dadas las necesidades del mercado editorial, y no cronológico, lo que dificulta percibir el desarrollo de su pensamiento historiográfico en la temporalidad. Sobre ello es fundamental el aporte brindado por Ornar Acha que, además de proveer la más completa biografía disponible sobre Romero, ha realizado una exhaustiva recopilación ordenada cronológicamente de sus trabajos. Cf. O. Acha. La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero. Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005.

[6] J. L. Romero. “Los hombres y la historia en Groussac”, en ídem: La experiencia argenti­na y otros ensayos. Buenos Aires, Taurus, 2004, p. 306.

[7] P. Groussac. Mendoza y Garay. Las dos fundaciones de Buenos Aires. Buenos Aires, Menéndez Editor, 1916, pp. IX-XVI.

[8] J. Ortega y Gasset. “La filosofía de la historia de Hegel y la historiología”, Revista de Occidente, LVI, febrero, 1928.

[9] E. Martínez Estrada. Radiografía de la pampa. Buenos Aires, Babel, 1933; J. L. Romero. “Experiencia y saber histórico en Alejandro Korn”, en ídem: La experiencia argentina…, p. 316 (edición original 1939).

[10] A. Reyes. El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria. México, El Colegio de México, 1944, III.

[11] S. Taborda. La crisis espiritual y el ideario argentino. Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1934.

[12] Sobre este punto remito a F. Devoto y N. Pagano. Historia de la historiografía argentina. Buenos Aires, Sudamericana, 2009, pp. 343-346.

[13] J. L. Romero. La formación histórica. Santa Fe, Instituto Social de la Universidad Na­cional del Litoral, 1933, p. 14.

[14] C. Violante. Uno stonco europeo tra guerra e dopoguerra, Henri Pirenne (1914-1923). Bologna, II Mulino, 1997. L. Febvre. Combats pour l’histoire. Paris, Armand Colin, 1992, pp. 3-17.

[15] G. Simmel. El conflicto de la cultura moderna. Córdoba, Publicaciones de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Córdoba, 1923.

[16] E. Renan. L’avenir de la science. Pensées de 1848. Paris, Calman-Levy, 1890.

[17] Ambos ahora en J. L. Romero. Estado y sociedad en el mundo antiguo. Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980.

[18] Ibíd., p. 35.

[19] W. Mommsen. “German Historiography during the Weimar Republic and the Émigre Historians”, en H. Lehmann y J. Sheehan: An interrupted past. German Speaking Refugee Historians in the United States after 1933. Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pp. 32-66.

[20] Sobre el tema, C. Dionisotti. Ricordo di Arnaldo Momigliano. Bologna, Il Mulino, 1989.

[21] J. L. Romero. Maquiavelo historiador. Buenos Aires, Nova, 1943; ídem. De Heródoto a Polibio. El pensamiento histórico en la cultura griega. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952.

[22] W. Dilthey. El mundo histórico. México, Fondo de Cultura Económica, 1944, pp. 345-406.

[23] J. L. Romero. La revolución francesa y el pensamiento historiográfico. Buenos Aires, Colegio Libre de Estudios Superiores, 1940 y Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Humanidades, Programa de Historia de la Historiografía, 1944, Mimeo (agradezco a Luis Alberto Romero que me facilitó una copia del mismo así como de otros materiales de su padre).

[24] H. Rickert. Ciencia cultural y ciencia natural. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1945. Dilthey y Rickert siguen siendo las referencias mayores en el fundamental artículo de J. L. Romero, “Reflexiones sobre historia de la cultura”, Imago Mundi N° 1,1953, pp. 3-14.

[25] Ibíd., p. 10.

[26] Ver J. L. Romero. “Brujas: meditación y despedida”, Prismas. Revista de Historia intelec­tual 11, 2007, pp. 113-116 (y la presentación de A. Gorelik), la edición original es de 1937.

[27] T. Halperin Donghi. “José L. Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo Económico, Vol. 20, N° 78,1980.

[28] M. Bloch. Écrire la Société Féodale. Lettres à Henri Berr (1924-1933). Paris, IMEC, 1992, pp. 72-73.

[29] J. L. Romero. “San Isidoro de Sevilla, su pensamiento histórico político y sus relaciones con la historia visigoda”, Cuadernos de Historia de España VIII, 1947, pp. 5-71.

[30] N. Botana. “José Luis Romero y la historiografía argentina: Mitre y Sarmiento”, en ídem: La libertad política y su historia. Buenos Aires, Sudamericana, 1991.

[31] J. L. Romero. Las ideas políticas en Argentina. Buenos Aires, Fondo de Cultura Econó­mica, 1956 (2a edición), en lugares diversos.

[32] J. A. García. La ciudad indiana, en ídem: Obras Completas. Buenos Aires, Zamora, 1955, T. 1, pp. 283-476 y J. Ingenieros. La evolución de las ideas argentinas, en idem: Obras Completas. Buenos Aires, Mar Océano, 1961, T. 4, en especial, “Introducción”, pp.19-33.

[33] A. Korn. Influencias filosóficas en la evolución nacional. Buenos Aires, Solar, 1983.

[34] J. L. Romero a F. Braudel, 20/1/1950 y 20/12/1950, ambos en Archivo Fernand Braudel, Segundo Inventario, Correspondencia (1948-1985), Legajo José Luis Romero.

[35] Sobre este último punto, una buena via para comprender la imagen que Romero tenía del peronismo en los mismos años peronistas puede percibirse a contraluz en la tan in­novadora imagen, en términos historiográficos que Romero presenta de los fascismos en El ciclo de la revolución contemporánea. Bajo el signo del 48. Buenos Aires, Argos, 1948: “regímenes de masas a la vez revolucionarios y reaccionarios. Es decir una mirada de los fascismos leídos desde el peronismo más que el peronismo leído desde el fascismo”.

[36] F. Luna. Conversaciones…, op. cit., p. 100.