José Luis Romero y la biografía como forma de la historia

RICARDO PASOLINI [*]

Introducción

En un artículo que apareciera en 1952 en la revista de cultura Bue­nos Aires Literaria, José Luis Romero se preguntaba respecto de si la novela de posguerra podría convertirse en un testimonio válido para los historiadores del futuro en su afán de conocer el presente del cual esos relatos eran una manifestación. ¿La novela representaría la expresión de un espíritu profundo capaz de dar la medida del tiempo histórico? La percepción de las relaciones entre una realidad extin­guida y sus vestigios constituye una de las mayores dificultades del historiador, según afirmaba Romero, de allí que dar cuenta de este enigma tenía una importancia fundamental en la tarea no solo pro­fesional sino intelectual, en la medida en que aquí la preocupación fundamental de Romero, era dar cuenta a la vez de cierto escepticis­mo acerca del presente, y también de la potencial imposibilidad de comprenderlo históricamente.

Un elemento caracterizaba este tiempo: la pertenencia a “un mundo introspectivo”, esto es, la experiencia de lo real a partir de una suerte de “narcisismo”, que provenía “de considerar que nuestras circunstancias poseen cierta imprecisa eternidad que se confunde, em­pero, con el breve plazo de nuestras vidas”.[1] La posición de Romero era una crítica general a la ausencia de una “conciencia histórica” en el intelectual, y en particular, al modo en que se manifestaba el vínculo del historiador con el presente, en el marco de una fuerte filiación historicista, que recuerda las operaciones de Benedetto Croce en su Historia de Europa en el siglo XIX.

Un presente miope, entonces, sumergía los espíritus en una con­fusión tal que el reportaje parecía “saber” y la histeria “sensibilidad”.[2] Romero no da aquí una respuesta explícita sobre los registros do­cumentales que consideraba más fiables, ni sobre los productores de esos documentos, pero es lo suficientemente claro en el recorte de los aspectos de la realidad que le interesan: por un lado, la no­vela, es decir, una parte importante del mundo de las ideas. Por el otro, los intelectuales, o al menos, como afirmara en De Heródoto a Polibio, aquellos espíritus dotados de excepcionales aptitudes que “mediante el libre ejercicio de sus capacidades, pueden adquirir una conciencia clara de la situación histórica real que caracteriza a su propio contorno”.[3]

No parece extraño que la preocupación por el papel de la concien­cia histórica y de los individuos “excepcionales” capaces de desarrollarla se presentara en estos trabajos de Romero, publicados ambos en 1952, de modo que es posible pensar en ellos como momentos de un proce­so de elaboración de una problemática, y de una reflexión conceptual acerca de los alcances de la historiografía, proceso que había dado inicios a principios de los años cuarenta y que se manifestó claramente en 1945, con la publicación de su trabajo Sobre la biografía y la historia, un libro que agrupaba una serie de artículos –algunos de ellos publi­cados– sobre el lugar de la historia de las ideas y el carácter proteico de la disciplina histórica. Allí, Romero había avanzado ya algunas de las ideas vinculadas con estos interrogantes.[4]

La elección del lugar de la biografía en el pensamiento historiográ­fico de Romero no es ociosa. Responde no solo al interés de conocer las diferentes formas que asumió su interrogación respecto del estudio del pasado, que dan cuenta –como han demostrado varios estudiosos– de su singularidad como historiador y como intelectual,[5] sino también la de observar en Romero la posibilidad de un diálogo con los proble­mas, que a partir del resurgimiento de la biografía histórica se dieron en la historiografía contemporánea desde mediados de los años ochen­ta, y que de algún modo alcanzaron, aunque un tanto tardíamente, a la historiografía local, dados los vínculos que por esa fecha comenzaban a consolidarse con centros de investigación y publicaciones externas.

En particular: las preguntas que guían este capítulo se refieren a la existencia en Romero de un “proyecto biográfico”, entendido como re­flexión y como práctica de la biografía en particular, y sobre la historio­grafía en general, y a la posibilidad de encontrar en él una medida del género que pueda sernos útil para pensar el interrogante del lugar del individuo en el relato histórico, y de las implicancias epistemológicas y metodológicas que ello supone.

El debate sobre la biografía

Se podría afirmar en términos muy generales, que la historiografía académica actual se caracteriza si no por una hegemonía biográfica, sí por una recolocación de la importancia del individuo como agente de la historia. En los últimos años los argumentos en favor de la biografía han proliferado así como el número de análisis dedicados al fenóme­no. En primer lugar, se ha subrayado el retorno de la “biografía” en los historiadores, y se ha mostrado el renovado interés que el género biográfico suscita entre los lectores, entre quienes prevalecen los que no provienen del campo profesional.[6] Esta última es una característica que acompaña al género biográfico, al menos desde los tiempos en que Thomas Carlyle instaló su visión de la historia como los hechos de los grandes hombres, es decir, su teoría del héroe. Se podría interpretar esta “reedición biográfica” como una moda, pero sobre todo, como un cambio en la sensibilidad historiográfica, caracterizado también por una reacción contra la tendencia a la supremacía de la historia econó­mica y social (marxista o no marxista), y por la renovación y desarrollo de una nueva historia cultural y política que recurría ahora a conceptos tales como “imaginario”, “representaciones”, “sensibilidades”, (por cier­to ya presentes en la tradición de Annales a través de Los reyes tauma­turgos de Marc Bloch).

Pero gran parte de los historiadores, que en mayo de 1985 parti­ciparon en el coloquio sobre los problemas y métodos de la biografía desarrollado en la Sorbona, y organizado por la Université de Paris I entendieron que estaban asistiendo casi a una ruptura paradigmá­tica. Una primera conclusión fue que aquel encuentro aparecía como un ajuste de cuentas con la tradición de Annales, una manifestación de hasta dónde estaban siendo cuestionados los modelos teóricos to­talizantes de herencia braudeliana, en los que el papel del individuo aparecía subsumido en las prisiones de la longue durée, fueran estas en clave económica, demográfica o social. En efecto, más allá de recurso al elemento biográfico, en la tesis de Braudel el gran personaje no era Felipe II, sino el Mediterráneo.

Por otro lado, no escapaba a los ponentes que era posible establecer una distinción entre los fundadores y la generación siguiente, pues no dejaba de resultar una paradoja que algunos de los textos fundantes de la tradición de Annales, como Martín Lutero y La religión de Rabelais de Febvre, se habían construido a partir de sujetos particulares.

Y si esa crítica significaba una actitud beligerante, que expresaba los derroteros sensibles de los historiadores más jóvenes,[7] atentos aho­ra a los nuevos conceptos de “itinerario” y “trayectoria” individuales aplicados a la historia de los intelectuales y a la nueva historia política que estaba instalándose,[8] la participación en este nuevo clima en tanto biógrafos de historiadores de la vieja escuela, como Georges Duby, Le-Roy-Ladurie y Michel Vovelle, daba una medida del alcance del cambio historiográfico.

Resulta anecdótico que fuera Michel Vovelle, un representante de la historia social cuantitativa aplicada a los estudios de las mentalida­des, quien rescatara la importancia teórica y metodológica de Il for­maggio e i vermi de Carlo Ginzburg (1980), aunque más no fuera para establecer un distanciamiento entre la ruptura que el historiador italia­no proponía respecto de la historia de las mentalidades, y la vuelta a lo cualitativo a través del estudio de caso, que Vovelle interpretaba como un movimiento dialéctico, en el que el rescate de lo individual no era más que un complemento de la historia serial.[9] Así, Vovelle había pasa­do de un universo historiográfico, en el que la biografía era una forma de historia historizante; un universo en el que el objeto privilegiado de la historia de las mentalidades era aquel individuo anónimo, “les exclus, par définition, de toute biographie”,[10] al rescate en profundidad de las experiencias de los individuos concretos. Vovelle acababa de publicar su libro Théodore Desorgues ou la désorganisation (1985),[11] un estudio de caso de un poeta revolucionario del interior francés (1763-1808) en el que se evidencian, además de los problemas del arte y del artista en tiempos de revolución, el funcionamiento de la república de las letras, y el destino de unas adhesiones jacobinas en un contexto de fuertes cam­bios políticos. Para Vovelle, este oscuro y al mismo tiempo mediocre escritor, respondía a un perfil original, aunque muy representativo del momento: ilustraba el itinerario de esos escritores menores que desde el interior emigraban para conquistar París.[12] Por eso la biografía le parecía más tradicional y afín al estudio de los notables, mientras que el étude de cas lo colocaba en el rescate del mundo de los desconocidos, una forma de salir de la historia serial sin abdicar aún de lo que se ha­bía amado tanto.

En el mismo sentido puede leerse la publicación Guillaume le Ma­réchal, de Georges Duby,[13] y el más reciente Saint Louis, de Jacques Le Goff.[14] Aunque para Le Goff una biografía en principio no aconteci­mental no tendría sentido, pues el género solo podía ser consagrado a un personaje sobre el cual se poseía suficiente información y calidad de documentos. Después de todo, y más allá de la “ilusión biográfica” de la que hablaba Bourdieu,[15] los historiadores podían seguir apegados a fórmulas un tanto propias del oficio, como la disponibilidad o no de documentos. Pero si una verdadera biografía era ante todo la vida de un individuo en la historia, para Le Goff era la historia la que debía ser “aclarada” por las nuevas concepciones de la historiografía.[16] Así, la reedición biográfica podía significar, no una vuelta a la historia histori­zante, sino un salto cualitativo en las perspectivas que guiaban los aná­lisis. De allí que su Saint Louis, una biografía de Luis IX, rey de Fran­cia entre 1226 y 1270, canonizado como San Luis en 1297, no fuera construida a partir de un patrón cronológico que marcase el inicio y fin de la vida Luis IX, sino que integrara al recorte cronológico los dos elementos distintivos de la vida del personaje: el rey factual y el santo construido a posteriori, esto es, del estudio de la función y la imagen del rey santo en la Europa del siglo XIII, otra vez la historia-problema.

En fin, no pretendemos desarrollar aquí un análisis exhaustivo de la nueva sensibilidad historiográfica que se manifestó en los prime­ros años ochenta y que alcanzó su expresión más clara en la década siguiente, con la aplicación –entre otros– de los modelos configuracio­nales de la nueva antropología británica. Una sensibilidad que alcanzó también a historiografías tan distantes entre sí como la italiana, la francesa y la anglosajona, pero que mostraba hasta dónde se había expandido la internacionalización de los lazos académicos.[17] En Argentina fue Enrique Tandeter, en un seminario dictado en el IDES en 1982, quien introdujo la lectura de El queso y los gusanos de Ginzburg, como ejemplo de las nuevas discusiones historiográficas que estaban tenien­do lugar, sobre todo en la historiografía francesa. Pudimos constatar a partir de entrevistas, que en 1984, Carlos Astarita recomendó su lectura en un curso que dictara en la Carrera de Historia en la Uni­versidad del Centro, donde se comenzaba a constituir un grupo de historiadores que poco después desplazaría, mediante el sistema de concursos, a los profesores instalados durante el Proceso. De allí en más, el libro del autor italiano no dejó de estar en los programas de historiografía y metodología históricas.

Pero se trataba más de la actualización de la periferia que de una apropiación de la renovación que el libro parecía indicar, pues los diálogos académicos argentinos durante la apertura democrática aún aparecían deudores de la tradición de Annales. De algún modo, las perspectivas hacia el individualismo metodológico ya estaban pre­sentes desde los primeros años ochenta, cuando a partir de la noción de “cadena migratoria” y con la de “red social” después, se renovaron los estudios sobre los mecanismos de la emigración, dando un lugar importante a la acción de los actores, pues ya sus decursos no pare­cían solo el resultado de unas condiciones materiales de expulsión, sino de las elecciones de individuos motivados por estrategias de superación social.[18]

Hacia 1985, la biografía sí estuvo presente en el espacio académico con José Hernández y sus mundos, de Tulio Halperin Donghi,[19] libro que motivó una finísima nota crítica a cargo de María Teresa Gra­muglio e Hilda Sabato publicada en Punto de Vista,[20] Allí las autoras destacaban la estrategia metodológica y los alcances interpretativos del libro, y veían en él una filiación o ial menos una inspiración en Le pro­blème de l´incroyance au XVIè siècle, de Febvre, –inspiración que el pro­pio Halperin había señalado en el Prólogo-. Más allá de sus caracterís­ticas excepcionales, el itinerario de Hernández (como el de Rabelais), parecía mostrar el peso de unas condiciones que ponían límites a la variabilidad de las experiencias en la vida letrada y la política, a la vez que la gravitación de las matrices ideológicas preexistentes en las que se inscribía su originalidad. De modo que el estudio de una personali­dad cultural se traducía en una perspectiva de la biografía que escapaba decididamente a cualquier versión de la dimensión heroica.

No es difícil advertir que al señalar la originalidad del mismo, se li­mitaba con ello la posibilidad de convertirlo en un modelo historiográ­fico a seguir. Por otra parte, el propio Halperin, en el prólogo parecía presentar su incursión biográfica más como un juego intelectual que como un intento de responder a un posible cambio en la sensibilidad historiográfica global. Así, solo en 1996, una colección dirigida por Luis Alberto Romero, Los nombres del poder, dio como resultado una serie de biografías, que elaboradas por reconocidos profesores uni­versitarios, se destinaron a un público más allá del propio del mundo académico. Pero ese era el momento también en que el culto de la microhistoria hacía su aparición en el escenario historiográfico argentino, esta vez, de la mano de La herencia inmaterial, de Giovanni Levi.

Romero y su “proyecto biográfico”

Sin embargo, si la práctica de la biografía existía desde largo tiempo atrás en sus varias modalidades en el mundo cultural argentino, con la reflexión propuesta por José Luis Romero alcanzó el género una interrogación más sofisticada que tuvo como resultado inicial, reco­locar positivamente a la biografía, abandonando el lugar de género popular o subsidiario de la historia con que era vista desde la Nueva Escuela Histórica, y pasó a ocupar en las aspiraciones de Romero el de forma historiográfica, tan legítima como cualquier otra mo­dalidad del quehacer del historiador. En efecto, en su libro de 1945, Romero cuestiona la idea de que la biografía pueda ser una versión degradada de una forma historiográfica debido al impacto que suele tener en el lector culto aunque no especialista. Es más, a lo largo del texto una de las preguntas que intentará responder será el porqué del éxito del género frente a formas más clásicas del trabajo histórico. Y aunque advierte que muchas veces la biografía no suele estar a la altura de los problemas históricos que se necesita resolver, acuerda en que la diferencia entre biografía e historia no corresponde a re­laciones de superioridad e inferioridad, sino meramente de “tipo”.[21] También se distancia de Plutarco, una de sus fuentes más citadas, para establecer que tampoco la distinción entre una y otra respondía a los diferentes puntos de vista que las guiaban, dando lugar la pri­mera a una forma historiográfica pura, y la biografía, a una más bien literaria y moral.

Para justificar su posición, Romero retomó la conceptualización de los “tipos historiográficos” que había propuesto en un artículo de 1943. Para él, los tipos historiográficos eran ciertos esquemas regulares (intuiciones los llama en la versión original)[22] dentro de los cuales se ordenaban y estructuraban los elementos de la intelección histórica, valorados de acuerdo a cierto principio organizador. No está clara en su argumentación si estas intuiciones eran siempre el producto de unas disposiciones mentales particulares ya presentes en el historiador, o si las mismas respondían en términos más generales al modo en que los agentes históricos organizaban su percepción de los problemas de su tiempo. En todo caso, Romero consideraba que podían enlazarse tres tipos historiográficos de rasgos y formas bien definidas:

El primero está caracterizado por la intuición de una comunidad de nítido contorno –los helenos, los romanos, los florentinos, los franceses– de la que se quiere averiguar y relatar el devenir histórico. Heródoto, Tito Livio, Giovanni Villani y Julio Michelet podrán ser ejemplos de este tipo. El segundo se apoya en la intuición de la humanidad como totalidad –aunque a veces sea una totalidad restringida por el alcance del conocimiento– y pueden considerarse paradigma de ese tipo la Historia de Polibio o el Ensayo sobre las costumbres de Voltaire. Por fin, el tercer tipo parte de la intuición del individuo como sujeto de un devenir histórico y se manifiesta en la biografía.[23]

La intuición sobre la humanidad, la comunidad, o el individuo, no existían en estado puro, sino como esquemas dominantes, y muchas veces el historiador solía combinarlos sin advertir las implicancias epistemológicas que ello suponía. Sin embargo, la biografía respondía a tendencias internas muy claras que él estaba dispuesto a desentrañar. Es interesante observar que toda la argumentación de Romero rara vez recurre a un aparato erudito que no fueran las fuentes mismas, aunque para la época de la publicación de su libro se contaba con algunos tra­bajos que se habían interrogado fuertemente sobre la biografía, como El deslinde, de Alfonso Reyes (1944),[24] y Robespierre y la psicopatología del héroe (1945), del psiquiatra marxista Jorge Thénon.[25] Es posible también que Romero no considerara el valor de las opiniones que se vertían en estos trabajos, pues en Reyes la idea de la biografía aparecía bajo otros ropajes, bastante deudora de las opiniones de Plutarco y de la historiografía clásica toda, que veía en ella una forma más literaria que histórica. Mientras que el libro de Thénon, aunque se pudiera acordar con su crítica a la teoría del héroe de Carlyle, proponía una concepción del hombre que era la de Plejanov en El papel del individuo en la historia, esto es, la idea del individuo como un “carácter” que solo podía desarrollarse en el grado en que se lo permitieran las relaciones sociales.[26] Sin duda esta idea hubiera parecido poco fecunda para quien, como Romero, la biografía era una forma para dilucidar el funciona­miento del mundo de las ideas, los momentos en que se da el “duelo entre los principios del sistema caduco y las nuevas fuerzas que crecen, aisladas y aparentemente inconexas hasta volver a constituir, a su vez, un sistema orgánico de ideas”.[27]

El modelo del arquetipo

¿Cuáles eran las tendencias internas de la biografía? Romero identificó dos modelos: la biografía arquetípica y la biografía individualista. En el arquetipo la biografía individual aparece solo como representativa de los ideales colectivos, mientras que en el polo individualista, el biógrafo se hunde en el microcosmos del individuo, identificando los valores que rigen cada singular existencia. Y aunque por momentos pareciera asociar sendos modelos a tiempos históricos particulares, esto es, la biografía arquetípica a la antigüedad clásica (especialmen­te Plutarco), y la individualista a la sociedad contemporánea (con las biografías noveladas de Emil Ludwig, André Maurois y Stefan Zweig), no dejó de advertir que la oscilación entre uno y otro tipo estaba regida no solo por la preferencia particular del biógrafo, sino también por ciertas apetencias de la sensibilidad colectiva. La biogra­fía se acerca así “a las formas más impersonales del relato histórico o se vuelca sobre sus contenidos más inmediatos. Pero en uno o en otro sentido –y, sobre todo, en cierta sabia combinación de ambos– se rea­liza un tipo historiográfico definido”.[28]

A lo largo de su relato, Romero pareciera decir que las mutacio­nes en la sensibilidad colectiva respecto de la biografía resultan de la pugna entre los principios de despersonalización e individualidad. Por ello, la biografía arquetípica primó allí donde las necesidades sociales imprimían un carácter colectivo a las acciones individuales, es la noción del héroe en la Antigüedad, en tanto tendencia antropo­mórfica donde se evidenciaba la historia de la comunidad. En efecto, sobre la figura del individuo heroico se procura reconstruir el proceso colectivo despojándolo de sus caracteres, prescindiendo a la vez de cuanto aluda a la personalidad individual. Es el modelo de los “héroes fundadores” griegos y latinos; el de los “héroes legisladores” y orde­nadores de la vida política, social o religiosa, tanto en Grecia como en Oriente, pero también es el modelo de los “héroes de la epopeya medieval”, que aunque con menos elementos míticos y un más claro fondo histórico, se tornan ejemplo vivo de las virtudes de la estirpe, mejor expresadas en ellos que en la anónima acción histórica de la comunidad. “El individuo que adquiere significación histórica –es­cribe Romero– es aquel sobre cuya existencia puede construirse una imagen arquetípica que corresponda a los ideales de vida de la comu­nidad a que pertenece”.[29] Así, del modelo arquetípico se desprende toda una concepción de la vida histórica, en la que el individuo en tanto sujeto es despersonalizado en la medida en que se personaliza en él un proceso colectivo (Heródoto, Plutarco, Tito Livio son expo­nentes claros de esta modalidad). Pero también los más cercanos en el tiempo como, Carlyle y Emerson.

El polo individualista

Por el contrario, la aparición del modelo individualista se ligaba a un momento de debilitamiento de los proyectos colectivos, y la biografía se personaliza en lo que de propio tenían los individuos. Es el modelo que en forma embrionaria parecía encontrar Romero en La vida de los Doce Césares de Suetonio (121 d.C.), serie de biografías de los primeros doce emperadores romanos, de Julio César a Domiciano. En ella, Romero observa una traslación de intereses intelectuales, que paulatinamente va abandonando el rescate del héroe para penetrar en el universo de la conciencia individual del hombre político. Más tarde, en el siglo III, será Diógenes Laercio quien ampliaría las posibilidades del modelo individualista, al incorporar no ya a los políticos, sino a los filósofos, “los sabios cuyas existencias se mueven en un plano notablemente des­conectado de la historia general”.[30] La Edad Media, en cambio, sería un período de reedición arquetípica a través de las hagiografías (vida de los santos) y de la epopeya, instrumentos a partir de los cuales las vidas individuales eran rescatadas para mostrar los caminos diversos por los que se arribaba a los ideales cristianos. Y sería así desde el siglo IV hasta el Renacimiento, donde –en una interpretación que recuerda a Burckhardt– comienzaría a afirmarse nuevamente la significación del individuo como tal, bajo el doble influjo de circunstancias sociales –el ascenso de la burguesía y de doctrinas filosóficas de matriz clásica-.

En este esquema de relevos antitéticos, la aparición y apogeo de la nueva biografía novelada en la inmediata primera posguerra, a través de la figura de importantes biógrafos como Maurois, Ludwig, Strachey, Belloc y Zweig, ilustraba un nuevo estado de la sensibilidad colectiva. Una biografía interesada solo en los mecanismos de la maquinaria psicológica interna, en el microcosmos individual, ponía al desnudo un caso límite que la alejaba cada vez más de la historia.[31] Sin embargo, ganaba más adeptos que los libros de los historiadores profesionales. Romero intentó dar una respuesta que consideraba prematura, pero no por ello menos interesante. Observó que su tiempo era un momento de disgregación de la comunidad, y que las influencias filosóficas favo­recían el interés por la persona. Por otra parte, se vivenciaba una crisis radical de los arquetipos, y el retorno a la individualidad no era más que una respuesta ante la imposibilidad de adscribir la existencia a va­lores eternos. De algún modo, esta evaluación no era muy distinta a la apelación a los valores generales perdidos, que Julien Benda manifes­taba en La trahison des clercs (1927). Por otra parte, no desconocía que sobre la biografía se imprimía la influencia de la literatura vanguardista del período de entreguerras, que no solo había roto con las formas tra­dicionales de la narración, sino también con una imagen idealizada de la experiencia humana.

Pero la deserción hacia la biografía del lector culto que antes fre­cuentaba la historia tenía algo que ver también con el modo en que el historiador construía el relato histórico. Y es aquí donde Romero descargó gran parte de la culpa de esa pérdida de influencia a una tradición cada vez más erudita, que había olvidado su contacto con la realidad de los hombres. Los argumentos que esgrime Romero son similares, en esencia, a los de Alejandro Korn en su artículo “Histo­riografía argentina”, de 1925. La Nueva Escuela Histórica se fundó haciendo una fuerte distinción entre el momento de la “búsqueda” y el del “hallazgo”, pero al privilegiar el primero, y de algún modo silenciar la dimensión del “talento”, olvidó el papel creativo del historiador.[32] Para Romero, la biografía contemporánea impacta en quienes aman el “hallazgo” y no la “búsqueda”, por ello “puede servir como documento para el análisis de otros problemas que deben atraer la atención del historiador, en cuanto al hombre que vive y que piensa, y que no olvida que sigue en pie el orden jerárquico señalado por el aforismo latino: primum vivere”.[33]

Romero “biógrafo”

Su interés por la biografía no solo se dirigió en el sentido de la re­flexión historiográfica, sino que también se expresó en tanto expe­riencia de investigación. En sentido estricto, son pocos los frutos de su producción que podrían considerarse propiamente “biografías”. Se trata más bien de ensayos históricos breves o introducciones a trabajos más amplios, donde el lugar del individuo cobraba una gran significa­ción, en el sentido de que los personajes, como lo he señalado más arri­ba, se encontraban en una encrucijada histórica, un momento en que las tendencias en las ideas dominantes se hallaban en crisis y comenza­ban a emerger otras que todavía no alcanzaban a mostrar su madurez. De allí que la elección de los individuos que Romero estudiara en sus “biografías”, estuviera motivada por esta colocación de los sujetos his­tóricos. Esta perspectiva es más que evidente en su estudio sobre San Isidoro de Sevilla. Escribe Romero:

Hombre muy de su tiempo, sensible a las punzantes inquietudes de su épo­ca, San Isidoro nos proporciona testimonios valiosísimos para comprender algunos de los problemas decisivos de esos siglos cruciales para la historia de Europa occidental y de su cultura. Los hallamos en los materiales que nos ofrece, sobre todo, en sus obras históricas y políticas, pero los hallamos tam­bién, indirectamente, en las conclusiones que resultan de la recta considera­ción histórica de su propia labor.[34]

Se refiere al período que va entre los últimos años del siglo VI y el primer tercio del siglo VII; en el que este obispo de Sevilla logró una notable gravitación en el ambiente cultural y político español. Sin des­conocer el papel de estas circunstancias, Romero presenta a San Isido­ro como una personalidad vigorosa, que se entiende si se hace explícita también la influencia que sobre esas circunstancias operó: “porque si San Isidoro no se explica sino dentro de su ámbito histórico, el proceso de transformación de ese ámbito durante cierto tiempo no se explica sin su acción rectora, directa o indirectamente”.[35]

Es probable que esta noción en Romero remitiera a la posición de Wilhelm Dilthey, sobre la tarea del biógrafo, la cual “consiste en comprender sobre la base de los documentos, el nexo efectivo en el cual un individuo se halla determinado por su medio y reacciona sobre él”.[36] De algún modo, esta actitud intelectual es relativamente similar a la propuesta por Lucien Febvre en su Martín Lutero, cuando afirmaba que la tarea capital del historiador era la de establecer “las relaciones del individuo con la colectividad, de la iniciativa personal con la necesidad social”.[37] Sin duda, el haber intelectual de Romero es probable que estuviera más cercano, por el perfil de su formación, a las ideas de Dilthey que a las de Febvre, en la medida en que sus vínculos con los miembros de Annales, aunque ambiguos, se dieron más fluidamente en el momento en que Fernand Braudel aparecía como el historiador más representativo de esta escuela historiográfica. Más que el viaje de Febvre a la Argentina, en 1938, fue el de Braudel diez años más tarde el que posibilitó establecer lazos más estrechos entre grupos historiográficos marginales, como lo era el de Anuales en Francia, y el de Romero en Argentina, alejado como estaba de los círculos oficiales de la historiografía. Así todo, como ha señalado Devoto, las raíces historiográficas mutuas aparecían un tanto diver­gentes, en la medida en que Amales se encaminaba hacia una historia social y económica, mientras que Romero se inscribía en una historia de la cultura de algún modo omnicomprensiva.[38] De allí que la fa­miliaridad con el Martín Lutero de Febvre aparezca un tanto lejana, dado que la primera edición en francés era de 1927 y recién en 1956 Fondo de Cultura Económica publicó una edición que reproducía la tercera edición francesa de 1951.

Dice Romero sobre la época en que se desarrollaba la actividad de San Isidoro de Sevilla:

Tiempos anárquicos de entrecruzamiento y lucha de influencias, tiempos informes, pero pletóricos de vida vigorosa y creadora, la Temprana Edad Media elabora la forma de la cultura occidental con materiales heterogéneos a los que procurará ordenar y homogeneizar. Tiempos oscuros han sido llamados más de una vez. Pero para quien sienta la pasión de la vida histó­rica resultarán los más claros por la evidencia de las fuerzas que aspiran a predominar, sin haber llegado aún a encubrirse tras las apariencias y con­venciones que ocultará más adelante su profundo y auténtico sentido. Solo rastreando allí puede alcanzarse, me parece, la raíz de lo que luego nos ofrece fijado la cultura occidental.[39]

En resumen, como lo han señalado Halperin Donghi y Ruggiero Romano, en Romero la historia se resume a identificar “un naci­miento en el seno de una crisis”,[40] y su proyecto biográfico no escapa a esta generalización. Romero elabora una argumentación en la que se delinean una serie de expresiones contextuales, que actúan como circunstancias necesarias para entender finalmente las acciones de San Isidoro: allí aparecen las características generales del reino visigodo hacia fines del siglo VI, la política internacional, la puja entre los rei­nos francos, visigodos, ostrogodos, el papado y el Imperio Romano de Oriente; las disputas entre Teodorico (godo) y Clodoveo (franco), co­mo epítomes de las grandes tendencias en pugna en el mundo del me­dioevo temprano. Hasta aquí el relato se presenta como una historia política más o menos clásica, en la que intervienen las acciones de los reyes, en tanto eventos militares, diplomáticos o facciosos, pero no de­jan de jugar otras causas más básicas, siempre de orden cultural, como la manifestación de un proceso de bizantinización de los reinos ostro­godos en España, favorecido por la tolerancia religiosa de este pueblo durante sus reinados. Hasta que finalmente, en el año 586 a partir del reinado de Recaredo, se tomó una posición en el sentido de lograr la unidad de la península y otorgar el carácter oficial al catolicismo.

A partir del año 610, en tanto Obispo de Toledo, San Isidoro se convirtió en una figura de notable actividad en el reino, tal como ex­presa un anuncio del triunfo de la vieja cultura romanocristiana que en época ostrogoda había estado eclipsada por el arrianismo (cristianismo más proclive al influjo bizantino) y la tolerancia religiosa, por ejemplo, hacia los judíos. Pero la política final del reino visigodo sería la del in­tento de unificación territorial, política y cultural de España, y en ese marco la importancia de San Isidoro sería mayúscula, no solo porque desde Sevilla se convertiría en un potente animador cultural, en tanto organizador de seminarios de discusión o coleccionista y recolector de obras del pensamiento antiguo, que formaron luego parte de una importante biblioteca, sino también en tanto sistematizador intelectual a partir de su obra histórica y sus estudios políticos, de la nueva legi­timidad del régimen monárquico en la España visigoda. San Isidoro admitía –de acuerdo con la tradición romana– que el poder real resi­de en el pueblo, pero incorporó a su caracterización otros elementos cristianos, en donde los reyes aparecen también como el resultado del influjo divino. De algún modo, son instrumentos de Dios y deben suje­tarse a la misma disciplina que la iglesia impone a los fieles. De allí que, ante el problema del régimen sucesorio en la monarquía visigoda, San Isidoro se mostrara más proclive a reconocer la fuerza de la tradición electiva del pueblo visigodo, y contribuyera a que ello adquiriera fuerza legal definitiva, pero también, aprovechó ese momento para introducir un nuevo elemento dentro del cuerpo que habría de elegir a los reyes: ahora junto a la nobleza también estarían los obispos. Así, la influencia del episcopado habría de ser considerable y creciente en la esfera regia.

A partir de este ejemplo, de algún modo es posible advertir una suerte de fórmula biográfica en la práctica del Romero historiador, más que historiógrafo, en la que los individuos elegidos para sus estudios son aquellos que no solo dan con sus obras la medida de las coerciones estructurales de una época –las circunstancias de las que hablaba Or­tega y Gasset, un autor muy caro a Romero– sino también la instancia en que la labor personal se convierte en el antecedente de la etapa siguiente, un momento de conciencia del tiempo histórico. Testigos de una crisis y a la vez actores principales de los tiempos por venir, no implica ello el desconocimiento de las fuerzas exteriores que están actuando, aunque en el modelo romeriano estas fuerzas nunca son lo suficientemente fuertes como para excluir al individuo de la historia. Es el modelo que Romero aplicó en su estudio sobre San Isidoro, y lo es también el que guió su “Fernán Pérez de Guzmán y su actitud histórica” (1945), e incluso, su trabajo “Mitre: un historiador frente al destino nacional” (1943), por citar solo algunos de ellos. Tanto Pérez de Guzmán como Mitre se encontraban en momentos decisivos; ins­tancias críticas en las que un proceso eclosiona, y en el que las formas del pasado tienen aún un peso residual sin que todavía se cristalicen lo que el presente expresa como preludio: es en Pérez de Guzmán el reconocimiento en las obras del pensamiento del siglo XV español, del influjo del ideal individualista del Renacimiento italiano que todavía se hallaba atrapado en un modelo más cercano a la estructura de la epo­peya, pero que da cuenta también, más allá de la conciencia que Pérez de Guzmán tiene de ello, de un Renacimiento a la española no del to­do desembarazado aún de los ideales caballerescos medievales.

Para Romero, también la obra del Mitre historiador resulta una toma de conciencia sobre la realidad argentina que siguió a la victoria de Caseros y a la secesión de Buenos Aires, pero es una toma de con­ciencia que incluye el proyecto de una mirada de largo plazo en la que se vislumbraban las tendencias de una comunidad nacional inevitable­mente ligada desde sus orígenes coloniales a fuertes líneas ideológicas. En efecto, Mitre instaló con coraje la temática de la nación ante el pro­blema de su existencia. Y el historiador y el político se acompañaron mutuamente en la dilucidación de los interrogantes del pasado y de un accionar político que tiende, en Mitre, a la unificación nacional. Pero la excepcionalidad que Romero reconocía en el trabajo de Mitre le alcan­zó también para identificar en él un modelo de intuición histórica, al percibir que aún bajo el nombre de Historia de Belgrano, Mitre escapa a la tentación biográfica del modelo heroico, para ceder muy pronto “su lugar preeminente a las vastas concepciones del proceso social”, hasta que poco a poco “se torna accesoria la figura del personaje que sirve de esqueleto a su construcción”.[41]

Con matices diferenciales, pero como un resultado de una similar perspectiva biográfica, Romero fue eligiendo otros ejemplos en los que las crisis históricas atrapaban a los sujetos y aunque a veces estos actores aparezcan dotados de excepcionales cualidades para percibirlas, en otras ellos no son del todo conscientes del lugar que ocupan en el proceso histórico, aunque sus obras alcancen la medida de los cambios. Así lo observa en los escritos de Dante Alighieri, para ilustrar las su­cesivas crisis de la Alta Edad Media, la peculiaridad de un mundo que se desordenaba y caía en la anarquía, el cual ante los ojos de Dante se hacía evidente a partir de los conflictos que sufría su comuna florenti­na. Pero la crisis del orden comunal que él advertía como un producto de las transformaciones económico-sociales, lo era también de la inje­rencia de poderes más vastos, como el imperio, y sobre todo, el papado mismo, animado más por el afán de riquezas que por la salvación de las almas. Ante ello, Dante se refugió en la añoranza de una Florencia mítica, animada por un pequeño número de personas en íntima homo­geneidad, pero cuando advirtió que ese desorden era inevitable, la ex­periencia del “trasmundo” apareció como la única posibilidad de juicio y de restablecimiento del orden perdido.[42]

Romero o la pasión histórica

Es posible que a los ojos de la reflexión historiográfica actual, el pro­yecto biográfico de Romero pueda aparecer debilitado, ante la sofis­ticación metodológica que ha alcanzado el tratamiento de la acción individual. Sea en los modelos configuracionales en su uso metafórico al estilo de La sociedad cortesana de Norbert Elias, o en los más pura­mente morfológicos de la teoría de redes, deudores de la influencia de la antropología social británica de los años cincuenta y de los años sesenta, y del análisis estructural de redes, la historia se ha encaminado hacia las preguntas referidas a los mecanismos sociales que dan cuenta de la diferenciación de los comportamientos individuales en un con­texto determinado, más que hacia la búsqueda de la identificación de esos actores clave, que por su representatividad o excentricidad, dan cuenta de la manifestación del campo de lo posible en el mundo histó­rico. Aunque sin duda el trabajo que ha sido el epítome de esta nueva actitud historiográfica, El queso y los gusanos de Cario Ginzburg, no de­ja por momentos de escapar a ambas conceptualizaciones. Es así como su caso de estudio, Menocchio, el molinero friulano condenado por la Inquisición, aparece en el relato a la vez como portador de una peculiar cosmovisión personal acerca de la creación del mundo, –a la que se le suma una potente vocación suicida-, y al mismo tiempo revela en un modo todavía aprehensible el residuo temporal de una mentalidad campesina de materialismo popular. Menocchio expresa, tanto la no­vedad creativa como la presencia de un sustrato mental de longue durée.

También ha recurrido la historia a nuevos métodos en sus diálogos con la antropología interpretativista y ha considerado la vida individual como textualidad, y no ha dejado de coquetear con la teoría dramatúr­gica de Erving Goffman. Y si en Goffman, el actor social aparece co­mo un personaje capaz de “representar” diferentes roles de acuerdo con los contextos sociales en los que se mueve, tampoco se ha dejado de considerar, con Freud, que la personalidad humana está regida por una triple manifestación de la conducta, en la que el papel de lo “incons­ciente” no deja de ser importante. A partir de estas incitaciones sobre la potencialidad de la biografía, es que Sabina Loriga ha considerado que los historiadores aún estamos en una etapa predostoievskiana y prefreudiana, en la concepción de las vidas particulares.[43]

Pero a la hora de la investigación empírica, tanto ayer como hoy, las preguntas generales del historiador parecieran seguir siendo las mis­mas. Por ello, en un artículo de Giovanni Levi, “Les usages de la bio­graphie”, publicado en Annales en 1989, el autor planteaba que a través de la biografía se podían considerar gran parte de los interrogantes metodológicos de la historiografía contemporánea: las relaciones entre las reglas y las prácticas; los problemas de las escalas de análisis, los lí­mites de la libertad y la racionalidad humanas.[44] En fin, el problema de cómo un actor experimenta las circunstancias de su tiempo y actúa so­bre ellas, teniendo en cuenta que la conciencia individual no es natural y sencillamente una producción o epifenómeno de un sustrato cultural o mental más amplio, sino un actor histórico en el marco de una serie de contextos cambiantes que lo influyen.

Para decirlo con las categorías de Romero, tanto ayer como hoy, una buena alternativa biográfica resulta de la elección de una zona intermedia entre la biografía “arquetípica” y la “individualista”. Esto es: el equilibrio dialéctico entre el influjo de las circunstancias y el peso creativo de los actores. Por ello, todavía a los ojos del historiador de hoy sus ensayos biográficos siguen siendo estimulantes. Y esto es así también porque Romero no desconocía que después de A la recher­che du temps perdu de Marcel Proust, toda representación del hombre debía dar cuenta de una complejidad mayor de lo específicamente hu­mano.[45] Baste con ello observar el análisis fino que realiza sobre Dante Alighieri, donde las variables psicológicas, o más puramente íntimas –por ejemplo la relación de Dante con Beatrice, la muerte de su mujer, el ingreso de la dimensión fantástica– no dejan de estar ausentes en su intento explicativo del impacto de la crisis medieval en el autor de la Divina Comedia.

Ahora bien: ¿Hay una herencia en Romero? Es posible que el plano interpretativo de sus trabajos o su noción de historia de la cultura ha­yan quedado aprisionadas en la historicidad de la propia reflexión his­tórica, que él ya había señalado como inevitable. Sin embargo, quizás hoy Romero cobre una mayor presencia, no solo por la capacidad que tuvo para reflexionar desde la periferia institucional e historiográfica sobre los más diversos aspectos de la actividad del historiador –entre ellos la reivindicación desprejuiciada de un género nada valorado por entonces como la biografía-, sino también por haber alcanzado a desa­rrollar una “propia voz historiográfica”.

Hijo del clima cultural del período de entreguerras, la búsqueda de un vínculo sólido e inescindible entre la propia actividad y la vida, tó­pico muy caro a las vanguardias intelectuales del período, se acompañó de otro no menos importante: la conciencia sobre el fondo y las formas que adquiría su propia obra. Su noción de “vida histórica” es el resul­tado de una especulación consciente de las relaciones entre el hombre, el tiempo y la sociedad, y entre el historiador, el pasado y su tiempo histórico. Quizás en este espejo pueda mirarse sin autocompasión y sin esperar la devolución de imágenes favorables, la práctica historiográfi­ca actual, demasiado apegada a las actitudes excesivamente impresio­nistas respecto de la propia labor.


[*] Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires CONICET.

[1] José Luis Romero. “Testimonios contemporáneos”, Buenos Aires Literaria, Año 1, N° 1, octubre de 1952, p. 15 y ss.

[2] Ibíd., p. 19.

[3] José Luis Romero. De Heródoto a Polibio. El pensamiento histórico de la cultura griega. Buenos Aires, Espasa-Calpe, Colección Austral, 1952, p. 9.

[4] José Luis Romero. Sobre la biografía y la historia. Buenos Aires, Sudamericana, 1945.

[5] Cf. Tulio Halperin Donghi. “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo Económico N° 78, Vol. 20. Buenos Aires, julio-septiembre de 1980, p. 266 y ss.; Romano Ruggiero. “Prólogo” a José Luis Romero: ¿Quién es el burgués? Y otros estudios de historia medieval. Buenos Aires, CEAL, 1984, pp. 9-14, y Omar Acha. La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero. Buenos Aires, Ediciones El Cielo por Asalto, 2005, p. 11.

[6] Sergio Romano. “Considerazioni sulla biogafia storica”, Storia della Storiografia 3, 1984, pp. 113-123.

[7] Félix Torres. “Du champ des Annales à la biographie: réflexions sur le retour d’un genre”, en Problèmes et méthodes de la biographie. Actes du Colloque. Paris, Publications de la Sorbonne, Sources Travaux historiques, 1985, p. 142 y ss.

[8] Jean-François Sirinelli. “Biographie et histoire des intellectuels: le cas de ‘éveilleurs’ et l’example d’André Bellesort’’, en Problèmes…, op. cit., pp. 61-74.

[9] Michel Vovelle. “De la biographie à l’étude de cas”, en Problèmes…, op. cit., p. 193 y ss.

[10] Ibíd., p. 191.

[11] Michel Vovelle. Théodore Desorgues ou la desorganisation. Paris, Le Seuil, 1985.

[12] Vovelle. “De la biographie…”, op. cit., p. 196.

[13] Duby se ha referido a este libro precisando que no tenía interés en rescatar lo particular, sino la dimensión colectiva que expresaba a través del personaje. Cf. Georges Duby. L’histoire continue. Paris, Odile Jacob, 1991, p. 174.

[14] Jacques Le Goff, Saint Louis. Paris, Gallimard, 1996.

[15] Bourdieu habla de la ilusión metodológica (e ideológica) de considerar que la vida humana puede contarse en términos de una historia, en el doble sentido de un ciclo que tiene un nacimiento, un desarrollo y un final, y en el de destino que se cumple en la historia. Cf. Pierre Bourdieu. “L’illusion biographique”, Actes de la Recherche en Sciences Sociales N° 62-63,1986, pp. 69-72.

[16] Jacques Le Goff. “Comment écrir una biographie historique aujourd’hui?”, Le débat N° 54, mars-avril 1989, p. 50 y ss.

[17] Sobre la biografía como problema historiográfico, ver además Valeria Sgambati. “Le lusinghe della biografía”, Studi Storíci 2, aprile-giugno 1995, anno 36; Francisca Colomer Pellicer. “Biografía y cambio social: la historia que estamos viviendo”, en Carlos Barros (ed.): Historia a debate, t. Ill “Otros enfoques” España, 1995 y Luisa Passerini “Miniature”, Rethinking History 4:3, 2000, pp. 413-416.

[18] Franco Ramella. “Por un uso fuerte del concepto de red en los estudios migratorios”, en María Bjerg y Hernán Otero (comps.): Inmigración y recles sociales en la Argentina moderna. Tandil, CEMLA-IEHS, 1995, p. 11.

[19] Tullo Halperin Donghi. José Hernández y sus mundos. Buenos Aires, Sudamericana-Instituto Torcuato Di Telia, 1985.

[20] María Teresa Gramuglio e Hilda Sabato. “De la biografía como forma de la historia”, Punto de vista N° 26, Año IX, abril de 1986, pp. 16-22.

[21] Romero, Sobre la biografía…, op. cit., p. 17.

[22] José Luis Romero. “Sobre los tipos historiográficos”, Logos N° III, 1943.

[23] Romero, Sobre la biografía…, op. cit., pp. 18-19.

[24] Alfonso Reyes. Obras completas, XV. México, Fondo de Cultura Económica, 1944, p. 77 y ss.

[25] Jorge Thénon. Robespierre y la psicopatología del héroe. Buenos Aires, Hachette, 1945, pp. 26-29.

[26] Ibíd., p. 25.

[27] Romero, Sobre la biografía…, op. cit., p. 9.

[28] Ibíd., p. 23.

[29] Ibíd., p. 27.

[30] Ibíd., p. 39.

[31] Una exaltación de la biografía “individualista”, y de la que José Luis Romero parece haber abrevado, aunque en un modo crítico, puede verse en el artículo publicado por Jorge Aníbal Romero Brest, en la revista Clave de Sol, en 1930. Allí Romero Brest plantea que la biografía moderna no es un relato de cómo fue la vida del hombre biografiado, “sino un volver a vivir, volver a sentir, volver a obrar (…)”. La biografía serviría al lector moderno como un bálsamo para saciar la “sed de humanidad”, una identificación entre la vitalidad del lector y el “yo que ha vivido” en la biografía. Ambos Romero pertenecían al plantel intelectual de la revista. Cf. Jorge Aníbal Romero Brest. “Reacción vital ante la biografía moderna”, Clave de Sol, Buenos Aires, septiembre de 1930, pp. 18-26.

[32] Cf. Alejandro Korn. “Historiografía argentina” (1926), en Obras completas, Buenos Aires, Editorial Claridad, 1949, pp. 616-621. (Artículo publicado originalmente en la revista Valoraciones, La Plata, 1925).

[33] Ibíd., p. 46.

[34] José Luis Romero. “San Isidoro de Sevilla, su pensamiento históricopolítico y sus relaciones con la historia visigoda”, en Cuadernos de Historia de España VIII, Buenos Aires, 1947. (Publicado en José Luis Romero. ¿Quién es el burgués? Y otros estudios de historia medieval. Buenos aires, CEAL, 1984, pp. 77-78).

[35] Ibíd., p. 78.

[36] Wilhelm Dilthey. El mundo histórico. México, Fondo de Cultura Económica, 1944, p. 371.

[37] Lucien Febvre. Martin Lutero, un destino. México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1927. 1a edición en español, 1956, p. 9 y ss.

[38] Cf. Fernando Devoto. “Itinerario de un problema: ‘Annales’ y la historiografía argentina, 1929-1965”, Anuario IEHS 10, Tandil, 1995, pp. 155-175.

[39] Romero, “San Isidoro…”, op. cit., p. 79.

[40] Cf. Tulio Halperin Donghi. “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, op. cit.; Romano Ruggiero. “Prólogo” a José Luis Romero, ¿Quién es el burgués?…, op. cit., p. 10.

[41] José Luis Romero. “Mitre, un historiador frente al destino nacional” (1943), en José Luis Romero: La experiencia argentina y otros ensayos. Buenos Aires, Taurus, Colección Nueva Dimensión Argentina, 2004, p. 278.

[42] José Luis Romero. “Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval” (1950), en José Luis Romero: ¿Quién es el burgués?…, op. cit., p. 139 y ss.

[43] Sabina Loriga. “La biographie comme problème”, en Jacques Revel (dir.): Jeux d’Échelle. La micro-analyse à l’expérience. Paris, Gallimard-Le Seuil, 1996, pp. 209-231.

[44] Giovanni Levi. “Les usages de la biographie”, Annales, ESC, N° 6, nov-dic. 1989, p. 1325 y ss.

[45] Romero. Sobre la biografía…, op. cit., p. 45.