Imago Mundi (1953-1956) en una coyuntura historiográfico-política

OMAR ACHA
UBA

1. Introducción

En pleno período de hegemonía peronista, José Luis Romero emprendió la publicación de una revista que poca consonancia tenía con los intereses culturales de la Argentina de entonces. Un conjunto de intelectuales conformaban con él una red donde se insertaron parte de sus energías para enfrentar la situación que el peronismo instituía para quienes no aprobaran la realidad del país, y más aún para quienes la consideraran reprobable. El ámbito don de es te “grupo”, muchos de cuyos integrantes habían tenido que abandonar también las universidades en 1946, encontró más cerradamente su expresión fue, pues, la revista Imago Mundi. Podemos reconstruir esa red personal e intelectual anotando los integrantes del consejo de redacción y los colaboradores. Como discutiré más adelante, esa publicación era una institución –sin duda frágil– en el terreno de lo simbólico y de lo práctico. Hoy, retrospectivamente, es posible magnificar los efectos de su aparición frente a la formación de un sector de historiadores y sociólogos que habrán de jugar un importante papel en las décadas venideras de la producción intelectual. Porque es esa conjunción de personalidades por entonces de amplia producción o más adelante de renombre la que puede hallar en Imago Mundi (IM) una experiencia de confluencia, nacimiento, origen o linaje. En la historia de J. L. Romero si la revista fue una estación de consolidación de una perspectiva historiográfica, no significó un quiebre respecto de sus anteriores convicciones y esfuerzos, si no mejor fue una solución provisoria para una práctica discursiva y para la articulación de relaciones humanas en oposición cultural a la ideología estatal-académica que funcionaba bajo el peronismo. Aquello decisivo en la comprensión de IM es definir cuál era su cualidad institucional, esto es, cuáles eran sus características como representación de una perspectiva (o de la complejidad de la misma), como proyecto, y como articuladora de prácticas. Desde luego, esa cualidad solamente fue efectiva en un contexto histórico donde actuaba y donde adquirirá su fuerza y su debilidad.

Si era, ciertamente, el peronismo la cobertura de fuerza y de ideología que mantenía el esquema de la cultura académica de entonces, no necesariamente esa cultura era peronista (aun en la amplitud que se designa de tal modo). En verdad, en los ámbitos académicos se habían producido desplazamientos de opositores, pero muchos de quienes no eran convencidos partidarios del régimen, y hasta quienes estaban disgustados por el sesgo que adoptaba el discurso peronista, permanecieron en sus cargos sin mayores dificultades. Profesores e investigadores de largos años aunque de menos extensas calificaciones subsistían, como mandarines no tan privilegiados, dando el tono a una mediocre producción universitaria. Al menos era esta la convicción general que en los ámbitos opositores se tenía de la universidad peronizada. Y ello es importante, pues IM estaba implícitamente en debate con ese saber. No se trataba fundamentalmente, en mi opinión, de un enfrentamiento de contenido, sino de registro discursivo, es decir, más del conjunto de saberes y prácticas que el contenido discursivo evocaba que de la inteligencia semántica del mismo, que naturalmente se inscribía en ese registro. Lo importante aquí es que la valoración de esos registros poseía la capacidad de legitimar como intelectualmente más valioso a aquel que mostrara su mejor prosapia. La cuestión decisiva, sin duda, residía en qué otorgaba el criterio para evaluar esa prosapia; y cómo se sostenía institucionalmente.

2. Variaciones en Imago Mundi

El subtítulo de IMAGO MUNDI caracteriza exactamente a esta revista, mediante la cual quiere sumarse a una corriente de pensamiento que le parece valiosa1.

Con estas palabras se abría el primer número de Imago Mundi. Revista de historia de la cultura. Se trataba, según sus sostenedores intelectuales, de un intento por integrar un modo de pensar la cultura que abarcaba un espectro notablemente más extenso que el estrecho atendido, por ejemplo, en la oficial Revista de la Universidad de Buenos Aires (RUBA). Esta revista, dirigida por el padre Hernán Benítez, hallaba en la preocupación religiosa y literaria sus principales intereses, que dejaban un generoso espacio para el anticomunismo. Ante una cultura de tal ralea, ese “grupo de estudiosos argentinos” bajo la dirección editorial de J. L. Romero se recortaba frente a una situación cultural nacional poco apta para tal integración.2 La diferencia de la historia de la cultura en relación con la historia tradicional se encontraba tanto en el objeto, en la intención, como en los métodos. Entendida como un complejo -diría- estructural, la cultura abarcaba “el conjunto de todos los productos de la actividad espiritual del hombre en cuanto ponen de manifiesto esta actividad”.3 Pero aquí lo que se quiere indicar con vigor es que la historia de los hechos y la historia de la cultura no se oponen, no son antinómicas sino en la estrecha comprensión de los hechos imperantes en la historiografía (argentina) dominante. Se declara, así, que en IM tendrán cabida los estudios de historia de la política, de las ideas, como también análisis vinculados a la filosofía, a la literatura, al derecho, etc. La tendencia general no es, empero, la de yuxtaponer estos campos de estudio. Se intenta, mejor, lograr una confluencia pensada como la estrategia más productiva para dar una visión más rica de la realidad. Por otra parte, los trabajos teóricos sobre la disciplina histórica no se descartan. Por el contrario, parece que el interés reciente de la filosofía por el conocimiento histórico llamará a una coincidencia de preocupaciones que no se verá defraudada en los posteriores números de la revista. Ante una sociedad argentina que parece no poder conciliarse, Imago Mundi se presenta como un territorio de coincidencia, al menos de estudiosos.

Sin duda la coincidencia de los estudiosos tenía (o tuvo) otros espacios donde ensayarse, como el Colegio Libre de Estudios Superiores. También en el Colegio Nacional Buenos Aires, donde habían persistido algunos profesores relevados de la enseñanza universitaria, fue un lugar donde la red de relaciones encontró nuevos clivajes, en particular con los alumnos
que luego serían estudiantes universitarios y dirigentes estudiantiles con un cierto papel jugado en la designación posterior de J. L. Romero como rector de la UBA, y luego en los proyectos de “historia social”.

Que no era IM una operación cultural nueva, si no que encarnaba afinidades ya existentes tiempo atrás, lo prueba el claro predominio que los colaboradores de la revista tuvieron en la amplísimamente conocida colección “Es que mas”, como la participación de la mayoría en
una asociación de intelectuales nacida en diciembre de 1955. La Colección “Es que mas” de la editorial Columba consistía en una serie de textos con el motivo de explicar, en volúmenes breves y económicos, el ¿qué es? de los principales campos de la cultura. Aparecidos a principios de los años cincuenta, los textos accesiblemente escritos tenían como evidente objetivo ilustrar a las grandes mayorías de los más altos saberes elaborados por esos tiempos. El primer librito de la colección estuvo a cargo de Francisco Romero y se llamó Qué es la filosofía, siendo el octavo La cultura occidental, por José Luis Romero. La Asociación Argentina
por la Libertad de la Cultura, creada el 19 de diciembre de 1955 en el marco del Congreso por la Libertad de la Cultura surgido en 1950, contó con la presidencia de Roberto Giusti y la vicepresidencia de victoria Ocampo y Francisco Romero, y fueron miembros fundadores del comité Buenos Aires varios colaboradores de IM y del comité Córdoba, entre otros, Enrique Barros y Ceferino Garzón Maceda.4

La repetición de los nombres habituales del “grupo” es visible en otras publicaciones, como Cursos y Conferencias, del Colegio Libre de Estudios Superiores, y Ver y Estimar, dirigida por Romero Brest.5 Encontramos, pues, solidaridades que tejían una red intelectual y política de la cual IM fue un nudo más. Sin embargo, las relaciones que tejían redes de diversos calibres y cualidades en el breve trayecto de IM fueron todavía más vastas. Si muchas de sus firmas podían observarse antes y después en la liberal Sur,6 y un participante de Centro que publicó una recensión en IM, sería también por esos años un fugaz colaborador de la revista de V. Ocampo.7 Es sabido que para los sostenedores de Centro las figuras de IM, en particular algunos como J. L. Romero y V. Fatone, eran símbolos de probidad ética e intelectual, como lo muestra su convocatoria como jurados de con cursos de ensayos organizados por la publicación del CEFYL.8 Un adscripto como auxiliar administrativo al proyecto de IM, todavía estudiante, como Lafforgue, sería miembro activísimo de Centro. Las vinculaciones de esta última con Contorno, tanto por razones generacionales y personales como por la problemática encarada, son claras. También allí se tejerá una relación ocasional con las contribuciones de R. Alcalde y de T. Halperin Donghi, en los números 7/8 y 9/10 de la publicación juvenil. Ciertamente, en este circuito existían heterogeneidades. Las divergencias generacionales habrían de acentuarse cada vez con mayor vigor. Los proyectos y tradiciones eran diversos, y se podría afirmar que la comunidad política estaba dada por la alteridad llamada peronismo. En la situación de hostilidad vivida, que no se separaba demasiado de una igual mente común crítica a la mediocridad académica de la Universidad de Buenos Aires, las divergencias parecían menores ante la abrumadora evidencia del régimen opresor. No es en absoluto una casualidad que los más jóvenes de los colaboradores de IM se conectaran con aquellos otros menos cercanos a los guías de la revista de los Romero. Pues si una referencia negativa hacia el peronismo era una nota común, ciertos pliegues respecto del marxismo y el existencialismo sartreano eran vallas de no escaso grosor. Luego de septiembre de 1956, la reconfiguración de la situación política, y la progresiva imposición de una realidad donde el imaginario peronista parecía inconmovible, habrían de acelerar las rupturas y los alejamientos, de una afinidad que sin embargo nunca fue realmente teoriza da (volveré sobre ello).

El pluralismo sostenido por la revista era una excelente precondición para la confluencia. Por sobre todas las cosas, IM se presenta en su nota editorial como un baluarte de la cultura humanista. También se consideraba humanista gran parte de la alta cultura dominante en la Argentina académica con beneplácito oficial, pero era éste un humanismo que tenía claros tintes religiosos y conservadores.9 El humanismo que reivindica IM es, por así decirlo, un humanismo secularizado, pues confía en que IM pueda ser un día la expresión de una conciencia vigilante, tensa sobre el pasado y el presente del mundo histórico.10 En aspiraciones, IM tenía como modelo teórico a la Revista de Occidente que dirigía Ortega y Gasset, y en formato a Sur.

El primer número apareció en septiembre de 1953, con el aporte económico del industrial del calzado Alberto Grimoldi, quien sin embargo no pudo ver en vida la materialización de su generosidad. Su apoyo económico había consistido en el aporte de una oficina para la dirección y la salida al menos del primer número. Esa y otras conexiones habían posibilitado una amplia capacidad de venta de espacio publicitario, que también era un sostén. Promocionaban sus colecciones en IM importantes editoriales como Losada, Fondo de Cultura Económica (que, por otra parte, distribuía la revista), Emecé, Nova, Paidós, Hachette. Anunciaban el modo de suscripción la Revista Interamericana de Bibliografía, Scientia (cuyo subtítulo viene a cuento: Revista Internacional de Síntesis Científica), Hispanic American Historical Review y hasta en un número de Centro. Revista del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras (No. 10) apareció ocupando media carilla. También anunciaban algunos comercios. No se trataba, precisamente, de una publicación protegida económicamente, aunque tampoco trabajaba en condiciones de semiclandestinidad. Los colaboradores no cobraban sueldo, salvo dos asistentes, el secretario de redacción y el contador, que era Jorge Graciarena.11 A pesar de no gozar de un gran presupuesto de edición, las 150 páginas promedio de cada fascículo mostraban en su diagramación el esfuerzo por ahorrar espacio, lo cual se hacía sin dejar de cuidar la edición. Pues IM se presentaba como una publicación periódica seria y de alto nivel, ofreciendo una regularidad trimestral y la posibilidad de suscripción desde el extranjero. La vocación internacional (y no tanto la latinoamericana) era también un signo de distinción de IM.12 La notable preocupación por informar sobre acontecimientos e instituciones extranjeras era particularmente visible en la revista.13

¿Por qué en 1953 apareció IM? Se podrían aducir varias razones que apelarían a motivos básicamente azarosos: el apoyo económico de un empresario, la reunión de un fondo de artículos para sostener sin problemas las primeras entregas, etc. Sin embargo, no se trataba de principiantes que emprendían una aventura sin ciertos seguros y tanto podían apresurar como postergar la salida. Habría que pensar que en esos años se agudizaba la crisis del régimen peronista, aunque su final no era en absoluto previsible. Probablemente esa misma situación sin salida en vista exigía una intervención, en este caso cultural, lo más urgente posible. No es necesario apelar, para otorgar plausibilidad a la hipótesis, a la idea de Universidad de recambio para reemplazar llegado el momento a la realmente existente. Si ello parecía ser un proyecto del director de la revista, no está para nada claro que fuera una convicción colectiva de sus colaboradores. En todo caso, desde 1952 las condiciones de una crítica intelectual se hicieron más difíciles. Recordemos que poco después se detiene a Victoria Ocampo, hecho que provocó una reacción de gran parte de la intelectualidad en la Argentina (además de muestras de una solidaridad internacional). La reelección de Perón como presidente había derribado las esperanzas de una solución que se creía evidente: la población debía darse cuenta del carácter reaccionario del gobierno.

En el número inicial de la revista apareció el programático artículo de J. L. Romero, “Reflexiones sobre la historia de la cultura”, que pretendió reasumir las perspectivas historiográficas de los editores. No modificaba allí Romero sus puntos de vista ya antes pergeñados en textos diversos. Reivindicaba el autor una universalidad del desarrollo histórico, que era posible analizar si se tenía cuidado de no deslizar la pluma hasta límites inabarcables, pues sin duda Romero se plegaba al discurso de la verdad (con minúscula), y por ende se exponía a que le exigieran pruebas de sus afirmaciones. La separación respecto de una historiografía que sólo se ocupaba de la historia argentina era por demás evidente. Adoptando la historia global como una senda posible de indagación, sin caer en simplificaciones y respetando la complejidad de la “vida histórica”, era la historia de la cultura la disciplina que mejor concordaba con esas amplias y quizás desmedidas ansias de saber. Porque la historia de la cultura funcionaba, frente a los otros enfoques más reducidos, como síntesis comprensiva, capaz de someter a una concepción resultados parciales. Nada más lejos, pues, de la historia de los “hechos”. Sin embargo, la reconversión de Romero iba aún más allá: no solamente la historia de los hechos era desplazada de su sitio de privilegio en la construcción e imposición de un objeto histórico (científico), sino que ellos no eran des(h)echados como inexistentes. La historia de hechos era absorbida como una instancia más de un discurso mayor, donde se invertía su valoración y pasaban a ser indicios de procesos más amplios. Amparándose en Croce y en Dilthey, Romero se preguntaba por las dificultades que supone identificar historia e historia de la cultura. El peligro era evidente y Romero debía protegerse, matizando la cuestión, de acusaciones de reduccionismo.

En una larga reseña de dos obras de Robert Collingwood por L. Dujovne se puso en evidencia el contraste del enfoque del filósofo inglés con el predominante (con matices no tan pronunciados) en IM. Porque retomando la idea de espíritu objetivo, Collingwood consideraba que el saber histórico sólo podía aspirar a un re-enactment de los pensamientos. Esta limitación de raíces muy hegelianas tenía la desventaja, empero, de abreviar el ámbito de la investigación histórica. No solamente reducía el pensamiento a una actividad racional pura, sino que eliminaba el resto de los componentes de la realidad.

Pero hay hechos –criticaba Dujovne–, como algunos de orden económico, por ejemplo, que no siempre pueden ser referidos a pensamientos y que, sin embargo, no son ajenos a la curiosidad del historiador.

Nótese, empero, que si Dujovne atribuye a lo extradiscursivo la posibilidad de llamar la “curiosidad” del historiador, ello denota cuán escasamente esa curiosidad lo apremiaba en sus propias investigaciones.14

Entonces, si por un lado en IM se buscaba extender el interés historiográfico a objetos culturales, dejando en un lugar menor los fenómenos políticos (según el régimen de los tres ídolos de la tribu de los historiadores de que hablaba François Simiand), éstos, así como los acontecimientos y procesos económicos y sociales, no eran subordinados a una esfera de lo inesencial. La recurrencia a Dilthey y a Croce podía llevar a pensar, no sin motivos, que los acontecimientos culturales, entendidos como sucesos humanos expresados en significados, eran los únicos objetos preferibles y posibles de la investigación histórica. La intención de Romero era sin duda otra, pues si la historia de la cultura quería ser en su imaginación una perspectiva hegemónica, debía invadir los otros objetos disciplinares sin restarles entidad, en una síntesis que inequívocamente estuviera de su lado, es decir, que la cultura se entrecruzara con otras series procesuales y acontecimientales de modo que se pudiese ofrecer una historia “total” sin dejar nada pertinente de lado. Precisamente, en la argumentación de Romero, la historia de la cultura era el eje articulador, la bisagra de los saberes:

En tanto que ciertas corrientes historiográficas procuran hallar la vía de la comprensión a través de una radical reducción de la realidad a algunos de sus elementos simples, la historia de la cultura parte como de un supuesto evidente de la idea de que la vida histórica es esencialmente compleja e irreductible a sus elementos simples, y procura captar de alguna manera, así sea imprecisa, precaria y a veces exenta de crítica, esa complejidad en la que supone que reside la peculiaridad de lo histórico.15

Se trataba, entonces, de presentar una historia de las articulaciones que no abandonara su pre- ferencia por los objetos culturales. Para ello, necesariamente, debía recurrir a una teoría social, es decir, a una ontología histórica. La justificación de la historia de la cultura residía, epistemológicamente, en mostrar una realidad objetiva en otro orden del ser que era la realidad. Era una particular idea del mundo, del pasado, la que funcionaba en su discurso como instancia legitimadora de su concepción historiográfica. Había que atacar en el centro de la ontología histórica de la historiografía tradicional. No fue distinto el movimiento argumentativo de Bloch y Febvre al atacar a la historia historizante. Romero lo hace planteando que la ontología histórica necesaria poseía dos órdenes que en su juego mediado por los sujetos constituye la realidad histórica. Los llamaba orden fáctico y orden potencial.16

El orden fáctico era el orden de los hechos, de los resultados y objetos visibles de la historia. Pero que fueran hechos los constituyentes del orden fáctico no aclara demasiado si es que no se agrega inmediatamente que los hechos tienen diversa índole. Es así que hay aquellos precisos, datables y hasta medibles en su variación y repetición: un combate, la sanción de una ley, etc. Otros son menos individualizables: la modificación de precios, formación de un mercado de tierras, etc. Entre hechos precisos y difusos se conforma el orden fáctico siempre mejor cognoscible que el orden potencial, que como su nombre lo indica no supone una existencia objetivizada que los historiadores o historiadoras sólo deban coleccionar. En él se alojan las representaciones de los objetos y sucesos del orden fáctico. Existen las representaciones en la conciencia de los sujetos históricos que existen entre los dos órdenes. Lo potencial parecería ser una construcción que intenta representar lo fáctico: Romero vincula “el hecho y su representación, el hecho y el juicio histórico, el hecho y la tendencia a transformarlo”, como si las representaciones culturales poseyeran una autonomía relativa. Su formulación no es demasiado clara, pero se entiende que en el orden potencial se contiene la intención humana, producida por sujetos individuales o colectivos que actúan sobre una realidad que se representan. No hay que asignar, según Romero, una jerarquía definitiva entre los dos órdenes. Por eso es que para hacer historia de la cultura no se puede prescindir de la historia del orden fáctico. Sin duda tampoco se trata de anexar las investigaciones tradicionales. El único método posible para su aproximación es estudiar el juego, la dialéctica irregular entre los dos planos de la realidad donde se constituyen los pensamientos de los sujetos.17 Las consecuencias en la constitución del objeto de conocimiento de la historia de la cultura ya se habrán comprendido: no hay nada que exceda, a priori, la investigación de este tipo de historia. Sabien- do encontrar lo que había ido a buscar, Romero concluye:

Así concebida la vida histórica, la historia de la cultura tiende a captar, si no la totalidad de las vivencias del sujeto histórico en la pluralidad de planos en que se desenvuelve su existencia, al menos aquellas que acusan la relación entre planos homólogos de ambos órdenes, escogidas según ciertos criterios de valor. […] Este examen puede hacerse a partir de uno cualquiera de los planos del orden fáctico considerado en su relación con su homólogo del orden potencial; de la relación hallada entre la realidad y las ideas económicas, entre la realidad y las ideas religiosas […], se obtendrá un dato susceptible de ser combinado con todos los demás, y de tales combinaciones puede surgir el esquema de las diversas síntesis […].18

Vemos que Romero presenta la historia de la cultura como una instancia comprensiva de las diversas investigaciones históricas. Es cierto que los contenidos de conciencia de los sujetos humanos son los objetos predilectos de Romero. Pero de acuerdo con su planteo del problema no existe investigación que se aleje de los intereses de la historia así entendida. Es un espacio de coincidencias. Para emplear un célebre término de la filosofía, podría decir que la historia de la cultura es una práctica superadora de otras aproximaciones parciales.19 IM llevó este modo de ver las cosas consecuentemente, aunque se podrían rastrear muestras del hegelianismo oculto que escapa a veces a la atención de los autores. La variedad de los artículos incluidos muestra con claridad la amplitud de las preocupaciones. Lo mismo puede decirse de la “bibliografía para la historia de la cultura” que incluía todo número, ocupando un extenso espacio en una revista que no lo tenía sobremanera. Esta bibliografía, que comprendía desde etnografía a historia de la literatura francesa y la variedad de las reseñas que se anteponían a esa sección muestran con creces la preocupación por indicar, actualizadamente, la vena comprehensiva de sus miras.

Pero qué era exactamente cultura no era definido en este texto primero. Un año más tarde, en el número seis de IM Romero vuelve a la carga con sus explicaciones, intentado aclarar más la cuestión.20 En un principio la cultura era considerada como un ámbito general de intervención de las representaciones. Ello permitía entenderla como las “manifestaciones del espíritu”, en oposición a la política o a la economía, con la cual estaría en una relación de con- textualización. En el segundo artículo teórico Romero, apoyándose en Rickert, insiste en que por cultura debe entenderse todo aquello que es acción y creación del ser humano, esto es, “la reflexión metafísica tanto como la acción económica, la lucha por el poder tanto como la creación estética o la investigación científica”. Con tal formulación se acrecienta un problema que amagaba radicalizarse: más que nunca la “cultura” cruzaba meridianamente la realidad y la historia de la cultura.

La presentación de la historia de la cultura de Romero no podía evitar, para ser convincente, articular una cierta genealogía legitimadora. Debía establecer su lugar en una tradición que, por otra parte, fuera, además de conocida, de largo y rancio linaje. Surgen así los nombres celebérrimos de Montesquieu, Herder, Voltaire y Mösser, también Vico y Burckhardt, para comprender, además de los dos filósofos historiadores ya mencionados, a Huizinga y a Jaeger. Esa búsqueda de una tradición, empero, no obstaba para reconocer la singularidad del proyecto historiográfico que Romero perseguía en IM. Con todo, Romero parece intentar evitar que operara una lógica del “espíritu” que diluyera una pluralidad histórica en una clave, tentación que marcó gran parte de la historia de la cultura a la que esos nombres ilustres pertenecían. Esa tensión no terminó de resolverse en IM, y ello dice mucho para pensar su relación con la “renovación historiográfica” de pocos años más tarde.

En vistas de las propuestas en el mercado historiográfico internacional, pues en el nacional había casi nada que recuperar fuera de algunos símbolos, son muchos los silencios. Quizás la voluntad de mantener la peculiaridad, de aumentar todavía más esa ambición intelectual, de fortalecer la valentía sentida creyéndose todavía más solo(s) ante la adversidad, el circunspecto comentario de Romero sobre la Apologie pour l’Histoire de Marc Bloch no mostraba una comunidad con la “escuela” de los Annales que un medievalista ya por entonces sabía importante.21 Leyendo esta reseña pueden atisbarse, sin pretensión de predicción, algunos trazos de la relación con F. Braudel y Annales. En todo caso, en IM los próceres historiadores fueron numerosos y muchos no compartieron el siglo con Romero. A tan amplia serie de predecesores Romero antepone aun a Heródoto, quien le sirve para indicar que la historia de la cultura no es una metafísica de la historia, que cumple con los requisitos para competir epistemológicamente con las otras perspectivas conformes con los títulos científicos de sus prácticas. Pero más que eso, lo que será siempre una deuda metodológica que el discurso de Romero tendrá, Heródoto también aspiraba a ver más allá de la superficie de los hechos, a comprender la vida histórica.

Porque la historia de la cultura instala, junto con su inmensa ambición historiográfica, una igualmente inmensa problemática metodológica. Una de sus partes está vinculada a la ontología histórica esbozada. El lugar de la constitución de los sujetos históricos entre los planos potencial y fáctico deja sin aclarar a los sujetos que en ese espacio móvil se constituyen. Ciertamente, podría contraargumentarse que, puesto que esos sujetos no son sino que se están constituyendo permanentemente, dar una definición tendría los defectos de cualquier taxonomía, a saber, fosilizar un proceso y, finalmente, deformar la peculiaridad de la historia. Con ello se intentaría justificar la ausencia de una reflexión sobre los sujetos históricos, individuales o colectivos, que podrían adoptar múltiples formas, en situaciones y contextos cambiantes. Si esa prevención es útil para evitar las reificaciones del lenguaje propias del trato con la alteridad que es la investigación histórica, llevada a un límite oscurece la capacidad explicativa o siquiera descriptiva de la escritura histórica. Es muy probable que plantear la existencia de formas estructurales de sujetos (como las “clases sociales” o los “individuos”) de modo necesario en todos los aspectos de las realidades históricas poco ayude a entender la lógica de movimiento a veces dislocada de las situaciones, y que adicionalmente limite el ámbito de interés que la misma historia de la cultura buscaba no restringir. Es igualmente probable que en contextos acotados, esto es, en condiciones sociales, económicas y culturales temporal y espacialmente ubicadas, puedan identificarse sujetos sociales con ciertas características básicas y con determinadas cualidades a tener en cuenta en la interpretación. Es decir, que la existencia de los sujetos sociales sean también acontecimientos a incluir en el orden fáctico, sin privarlos de sus “potencialidades”. Esa inclusión, en tanto supone que los mismos sujetos son los que crean el orden potencial y enfrentan el orden fáctico, los modificaría tanto como el mundo “objetivo” los modifica. Pero Romero no hace sino dejar a los sujetos flotando entre los dos órdenes, sin hallar un lugar material de existencia (que probablemente creía poder delimitar en una investigación “empírica”). Puede mostrarse largamente cómo en sus obras históricas ello se materializó en una cierta ambigüedad respecto de la identificación de los sujetos sociales, particularmente en los sujetos colectivos.

Ello es importante cuando se trata de trabajar la metodología de la historia de la cultura, que en el seminal artículo de Romero (IM, I) no está presente más que en una rápida alusión a la comprensión. Ante la inmensa ambición cognoscitiva del tipo de historia presenta- do, todavía queda por fundamentar una metodología que haga posible el conocimiento. Según el período estudiado, la disponibilidad de documentos puede ser relativamente amplia o escasa, pero por el enfoque se maximiza su utilidad puesto que todo era un indicio a aprovechar. Ahora bien, el problema central reside en la conjunción o articulación de las diferentes redes de significado elaborados en planos distintos (pero conectados prácticamente) de la realidad. Se ve que de metodológico el problema deviene en conceptual. Romero pensaba que con la apelación a un poder de conceptualización se podían articular esquemas interpretativos, siempre provisorios, que dieran sentido a procesos invisibles desde una perspectiva demasiado acotada. Probablemente producto de críticas, en la nueva intervención teórica en el número 6 de IM Romero aclaró que esa conceptualización, esto es, la articulación de esquemas interpretativos,

[…] no pueden ser en ésta, como en ninguna ciencia empírica, sino provisionales y suficientemente elásticos, de modo que el historiador pueda enriquecerlos a medida que la investigación se lo aconseje, o, finalmente, desecharlos en cuanto compruebe que no son válidos.22

La comprensión inclina la atención a los significados para los sujetos que circulaban en una época y en un lugar específicos. Sobre ese punto firme Romero creía poder hipotetizar arquitecturas de sentido que correspondían a grandes corrientes culturales, de mentalidades o de concepciones del mundo. Tales mentalidades podían coexistir o sucederse, dando paso así a una historia universal (a la cual se le trataba de quitar todo rastro teleológico). En La cultura occidental, breve libro publicado en 1953 en la colección Esquemas que he mencionado, por ejemplo, Romero planteaba que la cultura occidental tenía en su historia un triple origen, constituido por tres legados culturales.23 Éstos eran el legado romano, el germánico y el cristiano. En diversas confluencias y dislocaciones, la combinación de los tres legados reconocía tres edades, que eran la Edad Media, la Edad Moderna y la Edad Contemporánea (aunque Ro- mero prefería denominarla Tercera Edad). Este ejemplo es paradigmático del proyecto que emprenderá con La revolución burguesa en el mundo feudal y que naturalmente no terminará. ¿Cómo entender esa increíble arrogancia de un grupo de intelectuales que, además de plantearse un difuso pero reconocible proyecto de saber-poder, aceptan tal modo de concebir la historia? A mi juicio se trata de una necesidad muy comprensible para quienes se planteaban, como ellos, intervenir en una crisis de la cultura occidental que percibían como un peligro cuyos resultados primeros se habían experienciado con las guerras mundiales y las dictaduras. En un artículo de José Rovira Armengol éste afirmaba explícitamente que

[…] hasta que no hayamos logrado una mayor claridad sobre los enormes procesos de transformación que se operan en esos caóticos siglos que van desde la postración y hundimiento del Imperio romano de occidente hasta la Europa poscarolingia, no podremos formarnos una idea ni remotamente aproximada de la historia de nuestra civilización.24

Romero ampliaba todavía más el período que se debía conocer, y su esquematización de las tres edades de la cultura occidental que cubrían mil quinientos años estaba destinada a comprender la crisis de la cultura y de la civilización del presente.25 Los signos de esta crisis de occidente actuaban como eje problematizador de la historia de la cultura, y de sus preocupaciones teóricas en general. Por eso era tan importante para la revista y especialmente para Romero defender la capacidad de la historia de explicar y comprender con rango de ciencia: sólo de esa manera sus esfuerzos podían redundar en un enfrentamiento lúcido de una realidad obsesionante.26

Por ello la historia política confinada a los hechos políticos, sin articulación mayor que la de unos pocos meses o años, perdía la capacidad de otorgar sentido. Ciertamente la elección de un tipo de historia representaba una toma de posición donde las pujas ideológicas y políticas (ampliamente entendidas) no estaban ausentes. Lo que quiero subrayar es que la elección del punto de vista también tenía un contenido cognoscitivo que, compartido diversamente por los integrantes del staff de IM, señalaba un posicionamiento historiográfico definido respecto de las alternativas. De este modo IM era singular, novedosa y tenía una vocación hegemónica, aunque todavía se debe aclarar en qué sentidos.

Sería sesgado, a no dudarlo, plantear que el subtítulo de “historia de la cultura”, a pesar de su inclusividad, representaba la multiplicidad temática que abarcó la publicación. Desde una rápida mirada hacia su concepción historiográfica dominante, que es a grandes rasgos la de Romero, IM se inspira en una recuperación y afirmación de la potencia de la razón. No en un sentido absolutista, que por las peculiaridades historicistas de muchos de sus colaborado- res no era deseada, pero sí como toma de posición frente a una cultura argentina oficial devenida anti-intelectualista. Mencioné que la preocupación por la “cultura occidental” superaba, no sólo en cuanto objeto historiográfico, el ámbito nacional. Pero la pertenencia a una cultura hija de la Ilustración alimentada luego por la reflexión historicista alemana creaba una particular visión del mundo, diferente de la ideología hecha propia por el gobierno peronista y la cultura clerical (que no coincidía en todo con éste).

Esa vocación intelectual ya presente en la elección del título de la revista era también una declaración de principios y un posicionamiento ideológico. Artículos de alto nivel teórico no presentaban problemas si pensamos en la función que cumplían en tales condiciones. ¿Quién podría no sorprenderse por la publicación, en una revista de historia de la cultura, de textos como “La transformación de la prosodia clásica a expensas del acento”, de Adolfo Salazar (el más extenso de todos los publicados), o “Trabajo y conocimiento en Aristóteles”, de Rodolfo Mondolfo? Sucede que en tales tiempos la abierta publicación de textos de un registro teórico significaba una implícita impugnación del sesgo resueltamente antiteórico de las culturas peronistas y de aquellas que las apoyaban. Como hoy, en otro contexto que de maneras diferentes es anti-intelectual, la identificación con el análisis teórico reinvindica una confrontación con la ideología de la inmediatez neoliberal, en aquellos años cierta preferencia por parecer de alto nivel académico (en términos internacionales) es presentada como cierta jactancia por mantener una independencia institucional del régimen, y que por otra parte mostraba sin ambages la superioridad intelectual respecto de un saber universitario de rasgos francamente reaccionarios. Pero también era una necesidad. Porque una revista que tuvo por entonces amplia repercusión en ámbitos intelectuales no podía pasar desapercibida para las instancias de control estatales y de otras voluntades bien dispuestas a ofrecer alertas sobre este grupo de no peronistas reunidos. Ello se traducía en la transacción entre una militancia teórica e historiográfica y una elección de objetos alejados de la realidad concreta del país, en una imagen eminentemente sesgada de las preocupaciones reales de los miembros de la revista.

Que no existieran prácticamente contribuciones de interpretación sobre la historia argentina, sobre los regímenes políticos, sobre la democracia o sobre la universidad, tensa los textos en una compleja legalidad discursiva que obligó a dar largos rodeos para plantear enunciados inconformistas.27 Un artículo de Rodríguez Bustamante fue un poco más allá del rodeo, pero no mucho más. El evidente compromiso por destacarse de la ideología y de la práctica oficiales flaqueaba al expresar el mismo en la elección de los objetos de análisis. Jorge Lafforgue decía que “sobre la realidad es como que hubiese habido un pacto […] No meterse con la instancia actual para […] mantener cierta imparcialidad o cierta posibilidad incluso de seguir saliendo sin problemas”.28 No es una opinión sin sentido. Sin embargo, aun estudios sobre historia contemporánea de la Argentina podrían haberse realizado con los recaudos posibles para evitar fricciones desagradables e inmanejables. No es un dato a descontar el que los partícipes de la publicación no se especializaban en historia argentina, aunque alguno había escrito sobre ella (como J. L. Romero, A. Salas, o el joven Halperin). Había sido una común preocupación por temas de historia antigua, filosofía, estética o la literatura el terreno de la confluencia, que poseía raíces más extensas que el disgusto y la oposición al peronismo. Por eso una coincidencia en tales preferencias podía combinar esa displicente concentración en objetos fácilmente remitidos a temas muy mediatamente concernientes a la coyuntura, con un rechazo visceral por las culturas peronistas y sus vinculaciones. No sorprende, pues, que la mayoría de los artículos mostraran más la erudición que la militancia (cuyo estrato era, empero, legible).

En este marco es comprensible la atención prestada a los congresos especializados en las diversas disciplinas culturales y el espectro de las reseñas bibliográficas incluidas. Todas éstas son indicios (y algunos signos evidentes) de distancia respecto de la cultura oficial. A pesar de ello, el sentido intelectualmente militante de la revista encontraba ciertas contradicciones. Pues a la amplitud teórica y al cosmopolitismo literario correspondía una retracción de los temas vinculados con la historia y los problemas argentinos. Una brevísima nota de Roberto Giusti sobre los asesinatos de Tandil, un artículo historiográfico ya citado de Halperin y poco más en relación a cuestiones de la Argentina. El texto más extenso y el más denso fue una nota de Norberto Rodríguez Bustamante sobre la Historia de la Argentina de Ernesto Palacio, que se había publicado recientemente.29 ¿Qué señalaba el trabajo de Rodríguez? Es un ajustado examen del libro siguiendo los lineamientos de la re- vista. Pues pocos libros como el de Palacio podían resumir tantas perspectivas enfrentadas a la de IM. Para ser un review essay es inusualmente extenso para el formato de la publicación. El autor no se priva de criticar la obra de Palacio, pero bibliográficamente sólo se apoya en Las ideas políticas en Argentina de Romero. En ese contexto ideológico, donde la recuperación que realiza Romero de las tradiciones liberales no tenía una recepción general auspiciosa, tal referencia supone enfrentar dos discursos en una relación de antagonismo interpretativo. Rodríguez establecía, por este mecanismo formal de la cita, una situación de rasgos ético-políticos definidos.

Desde un punto de vista vinculado con la realidad representada y el objeto historiográfico, que es el aspecto fuerte de la “historia de la cultura” de IM, hay un marcado con- traste con Palacio, quien –como sucedía en general con el llamado revisionismo histórico– entiende por historia argentina la historia política. Pues era ésa, con lo que evocaba, la esencial crítica que la tradición que se había construido a través del programático artículo inicial de Romero realizaba a la historia política. Rodríguez no deja de incidir sobre la cuestión afirmando que Palacio

[…] no nos ofrece una historia argentina a secas sino más bien una historia política de la Argentina, en la cual, si se enuncian los acontecimientos de orden militar, es para no perder la ilación de los de orden político, y si se contienen alusiones a los de índole cultural y económica, es únicamente cuando inciden en los políticos.30

Pero la clave del libro era la recuperación positiva de la herencia española, de la figura de Rosas y, correlativamente, la denostación de los liberales, que al decir de Palacio habían creado las condiciones para la existencia de una oligarquía vendida al capital extranjero. Poco podía enfrentarse más antinómicamente con la presentación de la lucha entre los espíritus liberal y autoritario que Romero había representado en su libro de 1946, y con la sentida ejemplarización de la generación del 37 que era el núcleo del texto. Mientras Palacio se concentraba en marcar la simpatía de los jóvenes exiliados por el bloque anglofrancés, tildándolos al mismo tiempo de un “afrancesamiento” reprobable para las necesidades de un país donde un hombre realista como Rosas intentaba defender la soberanía y mantener la unidad, Rodríguez sostenía en la vena de Romero la profunda adecuación de las perspectivas de la joven generación: “Digamos”, dice el articulista,

[…] que estos supuestos “utopistas” fueron los verdaderos realistas, pues las soluciones que postularon, informaron un siglo de vida argentina, con altibajos, sin duda, pero con una relativa continuidad, lo cual nos autoriza a sostener que ellos optaron, dentro de un determinado cuadro de circunstancias, por los planteos que podían imponerse.31

Se trata de una evaluación que si no coincidía totalmente con la de Romero, conservaba sus rasgos básicos. Pues lo que perturba a Rodríguez no es tanto que Palacio reivindique las tendencias antiliberales y tradicionalistas de cuño autoritario, sino más bien que lo haga “a poco que la vida del país ha tomado un sesgo acorde con sus ideas”. Ello era tanto más consisten- te cuando esa consonancia entre el revisionismo que se consolidaba rápidamente y las ideologías oficiales poseía una fuerza hegemónica que IM no podía aspirar a adquirir mientras no cambiasen radicalmente las condiciones políticas en un plano general de la realidad argentina. Las previsiones de un agotamiento del régimen se habían derrumbado. No carece de plausibilidad que el emprendimiento de la revista por el “grupo” de Romero se lanzara en 1953 luego de la decepción por la reelección de Perón. ¿Se pudo pensar (entre los más veteranos) que la tarea más productiva por el momento era estudiar, y que ello era un modo de intervenir prácticamente? Porque faltaban transformaciones objetivas y subjetivas de la situación político-cultural para que la discusión sobre el modo concreto de articular el bios theoretikos y la política adquiriese una radicalidad tal que pensar un tránsito como el de IM fuese cuestionado como necesitado de definiciones más tajantes.

Este relato se tensa cuando consideramos que pese a todo en 1955 el “grupo” fue una punta de lanza en el cambio universitario. Así opera una típica lógica de retrodicción que, coherentemente, sugiere una imputación causal o intencional a priori imprevisible. Son tales circunstancias que aluden a una ilusión retrospectiva la creencia en que IM se aprestaba a reemplazar a la universidad oficial. En una entrevista concedida a Félix Luna a fines de 1976 Romero sostuvo que IM había mostrado que su proyecto no era una mera difusión de un punto de vista intelectual, sino que por su continuidad probaba la existencia de IM como una universidad en las sombras, como una Shadow University. “Es posible –decía Romero– que yo no hubiera sido rector si no me hubiera ocupado esos dos o tres años en mantener reunida a toda esa gente.”32

En 1956, cuando las circunstancias eran indudablemente mejores para la continuación de la revista, ésta dejó de salir. Efectivamente, RUBA reemplazó a Imago Mundi como espacio de publicación de los colaboradores de ésta. El primer director de la quinta época de la revista fue Marcos Victoria, quien había contribuido con una nota a IM. Además de los ya citados artículos de Sánchez Albornoz y Rosenvasser, quienes también colaboraron en la nueva etapa de RUBA,33 varios de los colaboradores de IM encontraron allí un lugar extremadamente receptivo para sus textos. El grado de modificación de los registros de escritura es ínfimo, siendo cualesquiera de esos trabajos adecuado para el sentido que había adoptado la publicación periódica dirigida por Romero. Por otra parte, la misma RUBA tuvo a J. L. Romero como di- rector a partir del año V, No. 3 (1960), con R. Paine y Jorge Lafforgue como redactores. Con todas las dificultades en que pudiera repararse, no cabe duda sobre la dominancia que en RUBA tenía luego de 1955 el colectivo que producía hasta hace poco IM. Los cambios de intereses que la revista universitaria experimenta en tales condiciones son previsibles: respecto de la previa inclinación a la historia política argentina a la vieja usanza, ahora es extremadamente escasa si se considera que se cumplió por esos primeros años de edición el sesquicentenario de la Revolución de Mayo; se encuentra un acercamiento a la filosofía según las preferencias que ya se habían exteriorizado en IM. De hecho, en el segundo volumen de la nueva serie se dedicó un número a Ortega y Gasset con textos de Rodríguez-Alcalá y León Dujovne. En la misma vena fue incluido un texto de Delfina de Ghioldi sobre Korn e Ingenieros, y otro de G. Francovich sobre F. Romero. Recordar los nombres de participantes del proyecto de IM que luego se sumaron a los colaboradores de RUBA es de por sí una prueba de por qué la prosecusión de aquella revista pudo dejarse de lado como una instancia útil o necesaria en un tiempo que ya había pasado. Más efectiva para la disolución de la revista fue la necesidad de dedicar mucho tiempo a los cargos universitarios que sus miembros ocuparon luego de septiembre de 1955.

He insistido en el carácter reticular del contexto personal, discursivo y político de IM. Sin embargo, hasta ahora no había preguntado por los límites de tales redes. En el caso del contexto personal, las relaciones eran más estrechas que aquéllas del plano eminentemente discursivo: si IM era una red de circulación y contacto de saberes, no era una red de producción de conocimientos de modo orgánico. Quizás una relativa cercanía en lo personal y en el régimen discursivo que les permitía una eficiente comunicación hacía innecesaria una colaboración intelectual realmente estrecha. En efecto, objetos, conceptos, estilos y teorías muy afines se articulaban con preocupaciones políticas generales y estructuras de sentimientos también compartidos. Se podría decir que ellos mismos, esto es, el equipo editorial de IM, era gran parte del grupo de referencia de cada uno de ellos. Era en el corazón de la revista donde participaban donde estaban aquellos que constituían las opiniones calificadas de las perspectivas individuales. Precisamente esa cualidad de ser un grupo de referencia debilitaba una jerarquización de los integrantes (todos ellos de algún renombre) que hiciera posible un emprendimiento teórico e historiográfico de mayor envergadura que un conjunto de artículos con cierta contigüidad temática y teórica. Porque la pregunta es cómo se deshizo, luego de tan auspicioso y ambicioso inicio, el proyecto de IM. El escepticismo de la idea de la homogeneidad (solidaria de aquella de la Universidad en las sombras) es entonces por demás comprensible.34 Pero esa saludable desconfianza de racionalizaciones a posteriori deja aún sin responder el por qué de un final que no iba de suyo. Pareciera que la debacle peronista de 1955, correlativa a una no demasiado duradera euforia de los sectores liberales que creían llegado el largamente esperado ajuste de cuentas con un régimen considerado dictatorial, hubiera trastocado todos los es- quemas que parecían haber hecho posibles a IM. Pues las afinidades visibles en situaciones casi de emergencia se harían menos fuertes una vez que tal situación acechase a los antiguos dominadores.

En efecto, la sedicente Revolución Libertadora abría un espacio donde el lugar de IM era incierto. Para sus sostenedores intelectuales y para sus lectores y lectoras, la revista no significaba en sí misma por sus cualidades intrínsecas, sino que poseía un valor en el contexto en el que era producida. Mientras era claro que la preocupación por la historia occidental era una innovación en la cultura argentina, ello adquiría su potencia argumentativa si entraba en tácita colisión con la estrechez de RUBA y la cultura oficial y paraoficial. Como lo he indicado, existía ya desde el primer número una preocupación por la crisis civilizatoria occidental, que aun con notables diferencias encontraba en Spengler (y Ortega) un eje decisivo. En la discusión de las perspectivas sobre tal crisis son visibles unos matices que hacen pensar en que ellas tenían raíces que, sin embargo, la ilusoria desaparición del peronismo haría, si no me- nos poderosos, por lo menos no tan fuertes como para mantener la ahora percibida un tanto precaria afinidad de 1953.

3. La crisis de la cultura como problemática

Quisiera enunciar brevemente algunas proposiciones para intentar sustentarlas luego, res- pecto de lo que podríamos llamar el articulador de la mayoría de las preocupaciones de IM, que otorgarán probablemente una clave de interpretación de lo visto hasta aquí. Por un la- do parece que 1) la “crisis de la cultura” recorre por el centro el espectro de indagaciones de IM que tomadas discretamente se muestran más heterogéneas de lo que realmente fue- ron (una proposición derivada es que: (1a) teóricamente IM se mantenía en un registro discursivo donde esa “crisis de la cultura” había dominado las discusiones intelectuales, es decir, la entreguerra). Por otro lado, 2) esa crisis de la cultura era entendida como la irrupción de las “masas” y la decepción de las élites, en especial de las intelectuales (subordinadas son las proposiciones de que (2a): esa perspectiva no innovaba sobre convicciones mucho más ampliamente difundidas, y de que (2b): entraba en contradicción con otros de- seos de cambio no ligados a esas convicciones, como luego de 1955). Por último, 3) que la “historia de la cultura” poseyera esas marcas del humanismo liberal de entreguerras no apresuraba una comunicación con las nuevas tendencias historiográficas, pues reconocía en una imaginación histórica ligada a la percepción de la crisis cultural el fermento de sus intereses de conocimiento.

Con el declararse la Primera Guerra Mundial se hicieron muy claros los quiebres que ciertas críticas realizaban a la sociedad burguesa del cambio de siglo. Lo novedoso de la situación consistía en que la noción de crisis no se limitó al señalamiento de la inestabilidad económica capitalista (lo que se daría como evidencia más tarde), sino mejor en la aguda sensación del crítico momento que padecía la cultura occidental. Ciertamente, la confianza positivista había tenido sus inconformistas desde disímiles perspectivas, pero la inmensa mayoría de los profetas de la crisis cultural se encontraban relativamente limitados (un Nietzsche o un Tönnies, aun con sus diferencias, serían difícilmente concebibles fuera de Alemania). Ya en 1919, con el reiniciarse la producción libresca con ritmo sostenido, los intelectuales europeos expresaban, con diferencias, una común obsesión de derrumbe. En ese mismo año Paul Valéry publicaba un ensayo que afectó incisivamente a J. L. Romero y en general a los intelectuales humanistas liberales de su tiempo.35 No sería adecuado reseñar aquí los pormenores de esa producción que estaban disponibles en el mercado librero local, particularmente en un arco bastante limitado de editoriales cuyos títulos eran familiares para los intelectuales liberal- humanistas. Aquello que puede colegirse de estas preocupaciones es que, aun para quienes realzaban el significado que adquirió la Revolución Rusa, occidente estaba inmerso en una crisis eminentemente cultural. Por otra parte, otro conjunto de producción escrituraria era de obligada lectura para los intelectuales atentos al pensamiento europeo, como eran los miembros y allegados a IM. En efecto, por la actividad de traducción y publicación de dos editoriales: Fondo de Cultura Económica y Revista de Occidente, se imponían –no sin una cierta compulsión de la moda intelectual– un conjunto de lecturas socialmente necesarias. Diversos resultados obtenían esas lecturas, cuyos discursos eran mediatizados por disímiles horizontes de experiencia. En el caso de J. L. Romero, además de formar parte de su “archivo” del saber, constituían preciosas fuentes de ideas e inquietudes como historiador.

En general la crisis se percibía como una decadencia burguesa, como una decadencia de occidente. En 1948 J. L. Romero había publicado un libro donde señalaba la “inquietud profunda por el sino de nuestro tiempo”, en busca de “la ilusionada espera del triunfo del espíritu”. Pero además este texto aunaba a esa consternación del “espíritu” una constatación de la crisis del liberalismo.36 Poco tiempo antes había intentado conectar esa desazón espiritual con un reafirmar de una función historiadora dadora de conciencia histórica.37

Las marcas de esa inquietud en IM son numerosas. Oswald Spengler había dictaminado la decadencia de occidente en una obra que desde tiempo atrás ya contaba con una crítica traducida al castellano por un historiador de renombre.38 Su impronta, a la que se sumaba su relación –luego truncada– con la ideología nacionalsocialista, todavía en los años cincuenta merecía una confrontación en la revista. Kogan Albert lo comparaba con Ralph Tyler Flewelling, autor de un libro llamado The survival of Western culture, que desde el título se diferenciaba polémicamente de La decadencia de Occidente de Spengler.39 El libro de Flewelling incurría según Kogan Albert en algunas simplificaciones producto de una a veces apresurada síntesis histórica, pues el texto recorría la cultura occidental desde sus inicios primeros hasta la teoría de los cuanta. A pesar de ello Kogan advierte con vigor que lo importante del libro residía en que “aporta una sustancial fundamentación histórica del anhelo por el cual el hombre ha luchado y luchará siempre, que no abdicará jamás, y es el de afianzar el derecho de cada ser humano a desarrollar libremente sus máximas posibilidades personales y de repudiar toda opresión, cualquiera que ella sea”.40

Compartiendo ese registro, en un admirativo estudio de un aspecto de la obra de Benedetto Croce, León Dujovne encuentra sus objeciones en torno al rechazo por parte del filósofo italiano de la “filosofía de la historia” (y de la pretensión de realizar una historia universal) y de la final imposibilidad del conocimiento que se deriva de su concepción poética de la historiografía. Pues Dujovne ve bien que si se pierden esas cualidades, mientras la capacidad sintética del concepto de vida histórica se considere válida, también se elimina de raíz la capacidad de otorgar sentido en una época desconcertante.41 El signo más decisivo de esa fijación de IM en el topos de la crisis como eje de su preocupación teórica e historiográfica está en su último número, el 12, dedicado por entero a la cuestión de la “crisis de la cultura”. Pues como se dice en la presentación editorial, “imaginada o real, la perspectiva de hallarnos en- vueltos en una atmósfera de declinación opera sobre nuestro espíritu y condiciona nuestra existencia”.42

En el número de marzo-junio de 1956, organizado en torno a un tema (y por ende propicio para las comparaciones), se notaban ciertas diferencias. Francisco Romero entendía la crisis de entonces en un sentido eminentemente moral e ideológico. Se había perdido la capacidad de conciliación, producto de un cuestionamiento del liberalismo. “Sólo la gradual trans- formación de los hábitos mentales de unos y otros –aseguraba Romero– bajo la imposición de los hechos y ayudada por la educación y la incitación de los más lúcidos, podrá crear las bases psicológicas para el definitivo equilibrio”.43 Necesariamente tal opinión se basaba en una confianza antropológica en la capacidad de los seres humanos para comprenderse y actuar éticamente.

Muy otra era la impronta del artículo con el que Gino Germani contribuyó a ese mismo número de IM.44 Partiendo de la teoría básicamente liberal de la publicidad, Germani consta- taba que tal punto de vista suponía al ser humano como un ser racional capaz de alcanzar, en un ámbito de discusión argumentada, un acuerdo sobre el orden político y social. Ese ideal ilustrado sólo era posible en la medida en que existiera una libre comunicación e intercambio de perspectivas divergentes, sin que las opiniones contrarias fuesen eliminadas autoritariamente. Verificaba Germani los desafíos que la teoría de la opinión pública encontró en el marxismo, al cual, todavía, reconoce la posibilidad de mantener abierta una opinión pública una vez abolidas determinadas condiciones de la existencia social. El marxismo era así un hijo de la Ilustración. No era el caso de las posturas irracionalistas del siglo XX, que no aspiraban a un acuerdo, sino que denunciaban la hipocresía subyacente en las ilusiones abstractas del liberalismo. Pero ninguno de los desafíos era tan potente como la objeción práctica que significaba la sociedad de masas, donde el individuo se encontraba asimilado a ellas sin que su opinión prudente tuviese un camino de plasmación en un orden justo y razonable. A diferencia de F. Romero, entonces, el sesgo sociológico del pensamiento de Germani no podía depositar las esperanzas de revigorización de una tradición que compartía con el filósofo en el autodespliegue de las potencialidades humanas individuales. Pocas dudas caben de que Germani mantenía, en su subjetividad, una apuesta por una sociedad pensable en términos de la teoría de la opinión pública, pero ello –en la economía semántica de su texto– solamente en calidad de petición de principios. Germani cerraba su artículo con la siguiente afirmación:

Estas conclusiones en nada tocan por otra parte al problema teórico de la posibilidad de una base racional de la acción política, cuestión que constituye sin duda uno de los interrogantes dramáticos de nuestra época.45

Difícilmente se articula esta declaración final con el sentido construido por las partes antecedentes, poco aptas para sostenerse ante tan débil confianza en el futuro.46 Quizás más adecuada a las posibilidades del momento eran las consideraciones que hacía Gregorio Weinberg apoyándose en Mannheim.47 Mientras Germani aclaraba la consonancia que la idea de opinión pública tenía con el orden económico capitalista del libre mercado y la propiedad privada, Weinberg anotaba que para Mannheim tales nociones pertenecían a una etapa superada del desarrollo social. Precisamente, en la “planificación democrática”, que no tuviese efectos res trictivos para la “libertad humana”, se hallaba la propuesta del sociólogo alemán.

Espero haber mostrado cuánto de las preocupaciones de IM se vinculaban con la noción de “crisis” y su ubicación epocal en la entreguerras, aunque la revista se haya publicado en la posguerra. Pero una creencia que no era tampoco exclusiva de la entreguerras y que encontró extensiones en la posguerra fue que esa crisis era correlativa al surgimiento de las masas en la sociedad moderna. No hace falta aquí ver cuánta importancia tuvo para J. L. Romero historiador el fenómeno de las masas. Es sí relevante indicar que la crisis de la cultura, y más aún cuando es entendida como crisis de la sociedad occidental, está ligada a la flaqueza de las élites. La rebelión de las masas supone una incapacidad de las minorías para justificarse. Por- que en gran medida esos pensamientos de la crisis eran preocupaciones por el surgimiento (o defección) de nuevas élites que solucionaran las apremiantes dificultades que tanto afectaban a quienes escribían, es decir, a los intelectuales. Puede notarse en esa actitud una no declarada reivindicación de poder de los intelectuales, que no solamente diagnostican la crisis, si- no que medican recetas donde intelectuales tienen un lugar privilegiado. En modo alguno había que abrevar en figuras extrañas como Mosca o Pareto para hallar lecturas pertinentes. Ortega, Mannheim, Spengler, y aun pensadores que podría pensarse tan alejados en muchos aspectos como Lukács o Freud, recurren a la idea de élite para hallar una salida en la penumbra. Sin duda, las “masas” no habíanse mostrado en las últimas tres décadas siempre en consonancia con las preferencias de la mayoría de los intelectuales, y el fenómeno peronista en la Argentina no hacía sino confirmarlo. En el último número de IM esa presencia no era tan patente, aunque tampoco estaba ausente. Sin embargo, en la malla discursiva del análisis de la crisis, esa perspectiva elitista estaba presente. ¿No puede pensarse que ese punto de vista imposibilitaba comprender al peronismo? En los primeros tiempos de la sedicente Revolución Libertadora parecían esas categorías del análisis de la sociedad moderna (y la argentina) querer empeñarse en explicar una realidad irrepresentable con ellas. ¿No es que el silencio de IM por la sociedad contemporánea iba más allá del temor a la represión y denotaba la incapacidad de comprender los procesos de masas con la concepción elitista de “masas”? Entre las ruinas de la primera experiencia peronista tal cosmovisión se aferraba a un esquema que no construía bien el puente entre las representaciones intelectuales de la crisis propia de entre- guerras y un fenómeno en gran medida novedoso. N. Rodríguez Bustamante se contentaba entonces con designar como “locura colectiva” el espectáculo de un “coro numeroso de voces clamantes y ululantes” de las plazas peronistas;48 J. L. Romero, por su parte, en un capítulo agregado a Las ideas políticas en Argentina en 1956, calificaba de fascista al régimen y limitaba a un lumpenproletariat a los primeros simpatizantes de Perón.49 No era ésa una convicción política propia de los liberales de IM. Desde una referencia muy lejana vimos que Ernesto Palacio al sustentar un pensamiento político derechista apelaba también a la idea de élite, con un sentido mucho más conservador. Otro ejemplo de la amplitud de adherentes que poseía la noción puede ser el del conspicuo intelectual del Partido Comunista, Héctor P. Agosti. Sin necesidad de mayor desarrollo son dables a entender las diferencias que éste tenía con cualesquiera de los antes nombrados. Sin embargo, cuando analizaba la crisis de la cultura, en la solución que preveía o deseaba también se encontraban privilegiadas las élites intelectuales, que deberían “socializar” su saber entre las masas. “El problema cardinal de la política contemporánea, decía, consiste en acrecentar cada vez más el valor numérico de las élites.”50 Un último ejemplo, éste más cercano a J. L. Romero, fue el de Alfredo Palacios, para quien el feliz encuentro de masas y élites constituía la clave del progreso político y moral.51 El sistema élites-masas que funcionaba como grilla organizadora de la experiencia y la inteligibilidad no era exclusividad de los miembros de IM. En todo caso, cuando los militares realizaron su golpe de Estado, las determinaciones del proceso político obedecieron a otro orden de la realidad que las creencias intelectuales, aunque puede rastrearse que esa confianza en la necesidad de poner en línea a la masa díscola está presente –diversamente– entre toda la coalición golpista.

Las divergencias que estas posturas encontrarían con aquellas que comenzaban a percibir que la crisis, de existir, desbordaba la dicotomía masas-élites, no tardarían en hacerse evidentes. Considerado retrospectivamente es por demás evidente que el discurso de IM poca sintonía poseía con las preocupaciones políticas en proceso de radicalización, especial- mente en la juventud universitaria. En 1956, Oscar Masotta escribió un polémico artículo contra Sur, y muy especialmente contra el número 237. Nótese que en ese número de la re- vista dirigida por Ocampo escribieron Fatone, Rodríguez Bustamante, Mantovani, Halperin, Francisco Romero. Si Masotta se cuida de dirigir su mordaz pluma hacia Ocampo, Borges y Massuh, no se priva de hacerlo en una nota hacia Rodríguez, pero es impensable que el resto de los autores de ese número no se vieran de algún modo concernidos con las críticas que se hace al mensaje conjunto que representa el fascículo. Y es dable reconocer que el discurso de ese número de Sur no entra en contradicción con el de IM (aunque en otro registro), si- no que lo complementa. Es por eso que la indignación de Masotta impacta en esa malla teórico-política del sistema crisis-espíritu-masas-élites que una y otra vez se presenta cuando se leen los textos de la época. “¿Qué es lo que se entiende en Sur por espíritu?” se pregunta Masotta, aludiendo al repetido reclamo de Ocampo en su nota editorial sobre la libertad necesaria al espíritu que el peronismo había cercenado. La respuesta a esa pregunta retórica es inequívoca: “Espíritu, arte, moral, ciencias: es necesario salvar a las élites de la irrupción de las masas en la historia”.52 Pero lo que parece perseguir la reflexión del articulista es que las élites son élites cualesquiera fueran sus distinciones partidarias.53 Porque el loable interés de elevar a las masas, de “socializar” a las élites, de hacer participar cada vez más ampliamente a las masas en la condición de élites, además de mantener una pasividad de aquellas que deberían ser elevadas por éstas, no contempla la eliminación de las masas como tales, y por ende de las élites como tales:

¿Educar, llevar cultura a las masas? En fin: en una sociedad burguesa, gobernada, sostenida, justificada, conservada y glorificada por la burguesía la cultura que las élites podrían facilitar al proletario no podría no ser una cultura burguesa.54

Este artículo anticipaba una discordancia que se acrecentaría con el tiempo, y que haría lejana e insatisfactoria la discusión de la crisis de la cultura para las nuevas inquietudes. Esa misma conclusión puede obtenerse de la evaluación que hicieron los editores de Centro de los textos que algunos personajes altamente respetados entregaron a la revista. En 1955, una opinión como la de Risieri Frondizi, de que “toda reconstrucción seria, responsable y permanente, debe guiarse por una brújula teórica”, o la de J. Mantovani, de que “la educación debe enseñar a trabajar, a pensar y a vivir con humanidad, es decir, con personalidad y solidaridad”, no dejaban sino un sabor amargo en unos estudiantes universitarios que si no sabían detalladamente lo que esperaban oír, sí adivinaban que las circunstancias exigían otras perspectivas.55

Faltaban algunos años para que esas disonancias, que por entonces pudieron no haber sido percibidas con toda su agudeza, se convirtieran en una fractura mayor. En los tiempos finales de IM la comprensión de la crisis de la cultura era considerada en los términos descriptos. En fin, la evaluación de la crisis civilizatoria y cultural por todos vivida encontraba diversas condiciones y causas, y también diferentes salidas y oportunidades. Quizás en tales circunstancias la necesidad de concentrar energías en el desempeño de cargos universitarios, junto al deseo de investigaciones y publicaciones personales sentidas como largamente frustradas, fuesen demasiado para la continuidad de la publicación.

La tercera proposición previamente expuesta aún está sin justificar, a saber, que la “historia de la cultura”, tal como J. L. Romero la explicaba en IM, poseyera esas marcas del humanismo liberal de entreguerras no apresuraba una comunicación con las nuevas tendencias historiográficas, pues reconocía en una imaginación histórica ligada a la percepción de la crisis cultural el fermento de sus intereses de conocimiento. Hay un delgado hilo que une esta pregunta con la anterior, y que se refiere a la actualidad de IM para las generaciones nuevas que entonces se volcaban al terreno intelectual.

Es una opinión fundada aquella que no halla en IM un interés decidido por entablar intercambios positivos con las nuevas historiografías europeas, ya que los probables con el revisionismo o la Nueva Escuela Histórica no eran deseados, y quizás tampoco necesarios. Las referencias historiográficas de los textos de J. L. Romero en la revista no incluyen a historia- dores contemporáneos. Esa falta es muy visible si se piensan los rumbos que adoptará la historiografía académica más tarde, y las discusiones que él y otros miembros de IM tendrán en espacios como el Centro de Historia Social. Lo mismo puede decirse de las vinculaciones con las ciencias sociales o humanas. Un artículo de T. Halperin hace una referencia al lejano de- bate entablado en Francia entre los historiens historisants y los historiens sociologisants. Se trataba de la disputa, entre cuyos remaches despuntan pretensiones de poder como en la reedición del mismo en los años cincuenta con Braudel y Levi-Strauss, entre una tarea descriptiva y otra explicativa, que creían encontrar un adecuado paralelo entre la historicidad y la sistematicidad. Pero la elucidación de Halperin no va mucho más allá de señalar la ilusión positivista de la historia sincrónica.56 Pero lo más significativo del texto es que los ejemplos de la tendencia de la historia a una ciencia de estructuras y sistemas (incluyendo sus cualidades narrativas) se remita a E. Fueter y a J. Burckhardt, mientras no es nombrado Braudel. Y es que, opino, el sistema de referencias de Halperin en este período seguía siendo, básicamente, el mismo que el de los más veteranos estudiosos de IM. De otro modo sería inexplicable que en el mismo artículo dedicase un amplio espacio a discutir las teorías de los ciclos culturales, que no gozaban de amplio consenso disciplinar real y que tampoco podían constituirse en una alternativa para elaborar un programa de investigaciones históricas. En este punto las referencias son las obligadas: Spengler, Toynbee, Ortega, a quienes con buenas razones otorga escasa viabilidad explicativa para los procesos históricos. Mucho más amplias son las citas en la consideración de la historia de los precios, que adolece –según Halperin– de la misma pretensión de objetividad basada en la confianza de un objeto exterior reducido a “cosa” (aquí, por ejemplo, las fases del ciclo económico) accesible sin mediaciones. Sin embargo, sería injusto no indicar que la crítica posee otro aspecto. Y es que una historia económica que busca extraer indicaciones para explicar los acontecimientos y procesos sociales de modificaciones estructurales deja a los sujetos un espacio de acción insignificante.57 No es ésa, sin embargo, la indicación mayor de la crisis de la historiografía, que se encuentra para el autor en la destrucción del seguro de objetividad, y por lo tanto de cientificidad, que parecía otorgar una historia con sentido (cultural o económico). El refugio de la profesión de historiador tampoco se encuentra en una teoría social, sino en una práctica minimalista pero más sostenible en la erudición. Notable inferencia de la crisis de las teorías de la historia (explícita o implícitamente especulativas) que halla un resquicio que posibilita pensar que tal crisis “tiene con- secuencias no siempre perjudiciales para (la) obra de historiador”. Pues si la teoría no parece tomar debida cuenta de un plus irreductible a la abstracción o a la fundación de sentido, los historiadores e historiadoras poseen su propio punto fijo arquimedeano: “hay en la labor histórica algo de indeferenciado e inarticulado, previo a cualquier teoría histórica en ella aplicada, y por lo tanto no comprometido por sus posibles derrumbes”.58 En esa apariencia de una instancia sin mediaciones Halperin no encontraría, según creo, todo el acuerdo de J. L. Ro- mero, para quien esta apuesta por la erudición carecía de un fundamento de humanismo que probablemente tampoco Halperin deseaba perder.

Que no era ése el único estrato de cómo veía Halperin la historiografía de entonces lo muestra un texto publicado contemporáneamente en Sur.59 Junto con su persistente pedido de trabajo de fuentes, indicación ciertamente propicia para señalar a los revisionistas, Halperin subraya la necesidad de que la investigación se articule con una cultura histórica más sólida y moderna, esto es, una actualización y conocimiento de otras historiografías. Pues esa feroz atención (no siempre correspondida por un uso práctico) de las modas académicas extranjeras que hoy insufla en la Argentina no existía por aquellos años, sin brindar por lo menos una conciencia de las carencias propias. Las sociedades de admiración mutua que suelen ser las instituciones académicas60 no contaban con tal contraste que propusiera algún indicio del carácter construido del saber. Probablemente el discurso de RUBA del período peronista pueda encontrar así una explicación racional. “Es intolerable, escribía Halperin, que de los debates en los que se decida la suerte de su disciplina los historiadores argentinos suelen no tener si- quiera conocimiento”,61 exigiendo la atención sobre los temas contemporáneos.

Pero esas reflexiones no alcanzan a conmover la idea de un relativo aislamiento de las perspectivas de IM con las ciencias sociales y las teorías nuevas que alcanzaron luego algún impacto. ¿No subyace en ese señalamiento una valoración que ve en el sostenimiento de la perspectiva de la “historia de la cultura” un obstáculo para puntos de vista más actualizados y productivos? Tal vez, pues si el discurso de IM no se articulaba bien con las tendencias que se harían visibles luego, la participación de algunos de sus integrantes en la discusión e investigación que provocaron desmiente la apelación a unos orígenes que habría que rastrear desde una veta profunda. Y no es difícil comprender que si la mayoría de los estudiosos de la revista no se dedicaban a la historia (o lo hacían en su rama “intelectual” que por entonces poseía una mayor autonomía que la actual) o estaban casi a punto de “retirarse”,62 dos historiadores como Romero y Halperin se conectarían activamente con las nuevas tendencias. Sin embargo, en Romero el conocimiento de esas perspectivas no tuvo un efecto directo en su concepción historiográfica, como argumentaré enseguida.

En su propia convicción teórica, empero, la relación iba a ser diversa de aquella reconocible en su obra histórica. Pocos años después de finalizada la experiencia de IM Romero defendía su concepción historiográfica. El problema era planteado con una aspiración de equilibrio. “Es notoria, decía Romero, la extensión y la profundidad que han alcanzado en los últimos decenios la sociología, la psicología, la economía, la antropología, el derecho y otras disciplinas de tema conexo.”63 Junto con ello no dejaba de reconocer el enriquecimiento que aportaron a la disciplina histórica, hasta el punto de conmover los límites que las separaban. Tampoco los aportes relativos a los métodos y a la delimitación de los objetos merecía una consideración menor. Lo que Romero objetaba era la pérdida de la aspiración humanista que había marcado a la historia de la cultura, y cuya preocupación por la crisis contemporánea era cabal expresión.

A medida que las ciencias del hombre delimitan sus campos, continuaba, los restringen dentro de los límites tolerados por una actitud científica muy estricta. Y aquellos problemas que constituyen un reclamo permanente de la inteligencia, pero que se resisten a los métodos de las ciencias empíricas, han quedado afuera, como tema propio de disciplinas especulativas. Al aferrarse a aquel planteo, la actitud científica extrema su tendencia a escapar de los problemas radicales que atañen al sentido de la existencia humana y a soslayar los interrogantes acerca del sentido y la justificación del saber.64

El argumento encierra un núcleo reconocible: por un lado sostiene que el acceso a los problemas radicales de la existencia humana es irreductible a la sistematicidad y serialidad de las ciencias sociales. Ese convencimiento no es raro en un intelectual educado en la tradición de Dilthey y Huizinga. Por otro lado, esa conexión entre historia y vida, o entre conocimiento y autenticidad, intenta desesperadamente conformar un mismo plexo, único modo de justificar el saber, pues la cadena de convicciones es clara. Si el conocimiento se aleja de los problemas humanos y se limita a una actitud cognoscitiva indiferente al acontecer humano, o que reduce a los seres humanos a datos, esa ciencia reducida a la razón instrumental pierde su significado. Es claro que el razonamiento es circular: el significado que pierden es el significado humano. Pero es necesario reconocer que una idea de sabiduría subyace en el planteo y le otorga coherencia. Romero no busca un retorno a una época donde el saber no se distinguía del vivir en los marcos del humanismo. Por el contrario, la complejidad de su perspectiva reside en el dejar de lado cualquier arrebato reaccionario. Porque en el historiador convivían las herencias iluministas y románticas en una tensión que no permitía, sin una ruptura abismal que no se produjo, plantear aquella autenticidad como atemporal. En todo caso, lo que Romero exige es que las “ciencias del hombre”, como las llama androcéntricamente, agudicen un aspecto humanista que dejan atisbar, pero que posturas extremas tienden a elidir. Para ello es indispensable superar la limitación del empirismo implícito, y elaborar un nuevo humanismo, “aun cuando no se entrevean las vías por las cuales desembocarán sus conquistas en un nuevo sistema de nociones”.65

4. Imago Mundi en la evolución historiográfica de J. L. Romero

En la obra de Romero se halla una notable continuidad que es difícilmente rebatible por una acusación abstractiva sobre la pretensión de instaurar alguna soberanía del sujeto, alguna pro- mesa de que este autor restituya un sentido primigenio que se pretende encumbrar como virtud antropológica. Poco de eso, la continuidad en la concepción historiográfica de Romero puede vincularse con su constitución histórica. En efecto, una relativa marginalidad del aparato institucional en los años 1935 a 1955 y la vinculación con un grupo de intelectuales mayormente liberales, cuyas conexiones había establecido primero Francisco Romero, permitieron y exigieron una peculiar perspectiva, un abanico de lecturas específico y una conducta compensatoria muy visible en las ambiciones de IM. Pues un relegamiento relativo (y en muchos momentos absoluto) de las instituciones académicas (y sus privilegios) propició, desde temprano, unas perspectivas que tenían mucho de idiosincrático. En un artículo publicado cuando tenía veinte años de edad, sobre Paul Groussac, ya están presentes, de un modo que no puedo evitar llamar “en germen”, muchas convicciones profundas que perdurarán hasta su fallecimiento. Vocación humanista, interés por la cultura y antirreduccionista en lo político, y especialmente una particular implicación personal del historiador en su “oficio”, dan consistencia a un texto al que todavía es grato volver.

Si es cierto que La revolución burguesa en el mundo feudal (1967) encuentra sus inicios intelectuales antes de IM, se trataba de un interés por la historia medieval que databa de principios de la década del cuarenta. En 1944 ya poseía un esquema de la historia medieval que se consolidó pocos años más tarde, aunque todavía apoyado por bibliografía secundaria (salvo para el caso de España).66 Ciertamente, hacia los años de la aparición de IM se hizo más clara la preocupación por la burguesía. Sin embargo, con la publicación de El ciclo de la revolución contemporánea,67 en 1948 estaba identificada la preocupación eminente por la historia de la mentalidad burguesa que por las mentalidades en general.68

Tampoco innova la afición teórica de Romero por dar cierta claridad a sus investigaciones que muestran sus dos artículos en IM ya mencionados. En parte por una formación teórica no proveniente de la enseñanza sistemática Romero adquirió ese hábito de reflexión que era necesario para legitimar sus saberes ante historiadores orgullosos de sus habilidades con los documentos, frente a este “filósofo de la historia”, como solían considerarlo (no sin cierto reconocimiento que a Romero, empero, disgustaba). Tampoco en IM, por sus propias cualidades, la voluntad de teorización encuentra un nacimiento o exacerbación, aunque es de notar que sus intervenciones escriturarias en la revista se hayan limitado a ellas. Tenía a disposición varios artículos “empíricos” sin problemas publicables, que mantuvo en suspenso.

En síntesis, parecieron ser ésos años de estudio, cuyos proyectos habían encontrado forma años antes, y sobre los cuales la revista no cumplió una función sintetizadora. En realidad, el más decisivo cambio objetual producido en Romero luego de la primera experiencia peronista, a saber, la aparición de “Latinoamérica” como problema radical, no inserción de la historia latinoamericana en la historia occidental, con las cuestiones decisivas de las élites y las urbes que luego encontrarán tanto eco en Latinoamérica: las ciudades y las ideas,69 se trata de una preocupación que todavía estaba escasamente desarrollada. Con todo, no habría que desdeñar la indicación. Como luego habrá de argumentar largamente Romero en su libro, Beyhaut se declara distinto a quienes ven que los males de América Latina son productos exclusivos de ingerencias externas: “masificación, estandarización, totalitarismo, esclerosa- miento o academismo” nacieron en el seno de Latinoamérica.70 También están señalados muchos otros temas del Romero posterior: las transculturaciones, los rasgos de las masas, la tendencia de las oligarquías, la actitud inconformista de los elementos de vanguardia, el papel de la propaganda y la publicidad. Pero más significativamente en el texto de Beyhaut se reconoce un modo de pensar el cambio muy característico de Romero: “una cultura, escribe el historiador uruguayo, entra en crisis por la falta de actualidad de los principios que la formaron ante nuevas condiciones de la realidad”. Es una lectura que probablemente deba mucho al trato directo con J. L. Romero.71

Podrían hipotetizarse otros legados del período, pero ninguno –como el anterior– se libraría de la cláusula non liquet. En síntesis, lo que es evidente es que IM no significó ningún quiebre en la historia intelectual de José Luis Romero y tampoco en muchos de los colabora- dores del emprendimiento. Fue una estación de consolidación propia más que de creación de resultados sorprendentes.


1 IM, No. 1, nota editorial.

2 Quienes integraron, en momentos distintos, el consejo de redacción fueron: Luis Aznar, José Babini, Ernesto Epstein, Vicente Fatone, Roberto Giusti, Alfredo Orgaz, Francisco Romero, Jorge Romero Brest, José Rovira Armen- gol, Alberto Salas, Juan Mantovani y León Dujovne. La secretaría de redacción fue ocupada desde el No. 1 al 9 por Ramón Alcalde y desde el No. 10 al 11-12 por T. Halperin Donghi.

3 Cf. IM, I, p. 1.

4 Cf. Francisco Romero, Roberto F. Giusti y Juan Antonio Solari, Filosofía y libertad; Por la libertad de la cultura; Objetivos claros, acción fecunda. Buenos Aires, Asociación Argentina por la Libertad de la Cultura, 1958.

5 Allí mismo J. L. Romero publicó en la década anterior un estudio sobre la cultura medieval: “Las grandes líneas de la cultura medieval”, en ver y Estimar, No. 5, 1948.

6 Por dar sólo dos ejemplos de personalidades e historias disímiles, el artículo de José Luis Romero sobre las facciones (1937) y el de N. Rodríguez Bustamante sobre ¿Qué es la literatura? de Sartre (1951). En sentido inverso, Víctor Massuh, “Fisonomía del Occidente según Crane Brinton”, en IM, X, pp. 69-93. Quizás más decisivo sea indicar que F. Romero era miembro del comité de redacción de Sur.

7 Cf. David Viñas, “F. J. Solero: el dolor y el sueño”, en Sur, No. 224, 1953.

8 Véase Oscar Terán, “Rasgos de la cultura argentina en la década de 1950”, en En busca de la ideología argentina, Buenos Aires, Catálogos, 1986.

9 Décadas más tarde J. L. Romero identificará como “humanismo no oficial” el enfoque aglutinador de IM.. Cf. Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero, Buenos Aires, Ed. de Belgrano, 1978, p. 156.

10 Cf. IM, I, 2

11 Cf. el testimonio de Jorge Lafforgue, entrevista del 27 de junio de 1988, en el Archivo Histórico Oral-UBA, documento 30.

12 En cambio, RUBA, como lo declaraba, buscaba ser “reflejo del pensamiento sudamericano y principalmente del pensamiento argentino”. Cf. Revista de la Universidad de Buenos Aires, folleto, 1951, p. 1.

13 Sólo un ejemplo es la crónica de J. L. Romero sobre el Instituto Warburg en IM, II, pp. 71-72.

14 Véase León Dujovne, La filosofía de la historia en la Antigüedad y en la Edad Media, Buenos Aires, Galatea/Nueva Visión, 1958.

15 Cf. IM, I, p. 4.

16 En tal sentido, en una nota de Hugo Rodríguez-Alcalá se interpretaba de modo similar a éste la distinción entre hechos materiales y motivos ideales en Alejandro Korn. Cf. “Alejandro Korn y el concepto de la historia”, en IM, VI, pp. 38-43.

17 Ciertamente, no deberíase entender por ella la dialéctica de la unificación, sino de la diferencia. En “Cuatro observaciones sobre el punto de vista históricocultural”, en IM, VI, pp. 32-37 (reproducido luego en La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, con el título de “El punto de vista históricocultural”), J. L. Romero aclara que “parece preferible no considerar dialéctico” (p. 33) el juego entre los órdenes potencial y fáctico para evitar una preeminencia o determinación. Se trataba de interpretar y comprender su “juego multiforme”. Diferente es una lectura que ve allí un “juego hegeliano”, como en Nilda Guglielmi, “José Luis Romero y la historia medieval”, en Comité Internacional de Ciencias Históricas-Comité Argentino, Historiografía argentina (1958-1988). Una evaluación…, Buenos Aires, 1990, p. 269.

18 Cf. IM, I, p. 7.

19 Tal pretensión no obsta la afirmación de que la historia social o la económica no encontraron en IM artículos re- levantes.

20 Cf. J. L. Romero, “Cuatro observaciones sobre el punto de vista histórico-cultural”, art. citado.

21 Cf. IM, II, pp. 99-100.

22 Cf. J. L. Romero, “Cuatro observaciones…”, art. cit., p. 35.

23 Cf. J. L. Romero, La cultura occidental, 3a. ed., Buenos Aires, Columba, 1966.

24 Cf. Rovira, “Algunos problemas de la epistemología de la historia”, art. cit., p. 40.

25 Cf. J. L. Romero, La cultura occidental, citado.

26 Significan un cierto quiebre en el discurso –sin duda heterogéneo pero con límites– de IM los textos de T. Halperin Donghi donde manifiesta una desazón por la pérdida de esa capacidad de la historia, producto de una larga crisis. Porque si en “Positivismo historiográfico de José María Ramos Mejía” (IM, V, pp. 56-63) podía adscribir las debilidades de la historia del autor de Rosas y su tiempo a las sufridas por su clase social en declive, en “Crisis de la historiografía y crisis de la cultura” (IM, XII, pp. 96-117) el fenómeno ya era generalizado. Salvaguardando su saber Halperin en un movimiento dialéctico sostiene que para el historiador “la amargura de pertenecer a un mundo en vilo entre la ruina total y una oscura y disminuida supervivencia tiene consecuencias no siempre perjudiciales para su obra de historiador”, entendiendo la liberación de preconceptos demasiado confiados. Tal refugio, empero, difícilmente hubiera satisfecho a Romero (véase infra).

27 IM, en palabras de Terán, “para decir lo indecible recurre a las elipsis”. Cf. Oscar Terán, “Imago Mundi. De la universidad de las sombras a la universidad del relevo”, en Punto de vista, Buenos Aires, 1988, No. 33.

28 Entrevista citada. De las alternativas sugeridas por Lafforgue la segunda es, con mucho, la más pertinente, pues la imparcialidad era precisamente aquello que la intervención cultural se apresuraba a mediar.

29 Cf. N. Rodríguez Bustamante, “Historiografía y política; a propósito de la ‘Historia de la Argentina’ de Ernesto Palacio”, en IM, VIII, pp. 35-57. Desde luego, el carácter de “Nota” del ensayo no carece de significado.

30 Ibid., p. 34.

31 Cf. N. Rodríguez Bustamante, “Historiografía y política…”, art. cit., p. 51. Para la opinión de J. L. Rome- ro, véase Las ideas políticas en Argentina, Buenos Aires, FCE, 1990 (1946), pp. 129 y ss. Además, el artículo “Una misión” de 1946, recopilado en La experiencia argentina, Buenos Aires, FCE, 1989, pp. 443-445. En un mismo sentido se encuadraba Roberto F. Giusti en Momentos y aspectos de la cultura argentina, Buenos Ai- res, Raigal, 1954.

32 Cf. F. Luna, Conversaciones con José Luis Romero, cit., p. 155. Acepta esta idea Pablo Buchbinder en Historia de la Facultad de Filosofía y Letras, Eudeba, 1997.

33 Cf. Claudio Sánchez Albornoz, “Panorama general de la romanización de Hispania”, en RUBA, 5a. época, I, 1956, pp. 37-74. Abraham Rosenvasser, “Monoteísmo y piedad en el Egipto antiguo”, en ibid., II, pp. 358-370; “Replanteo de dos temas de religión egipcia”, en ibid., II, pp. 244-251.

34 Es la opinión de Tulio Halperin Donghi, “Un cuarto de siglo de historiografía argentina”, en Desarrollo Económico, No. 100, 1986.

35 Cf. Paul Valéry, Política del espíritu, Buenos Aires, Losada, 1945, especialmente el ensayo “La crisis del espíritu” (1919).

36 Cf. J. L. Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, Buenos Aires, Huemul, 1980 (1948).

37 Cf. “La historia y la vida” (1951), reproducido en La vida histórica, cit., pp. 27-32.

38 Cf. Johann Huizinga, El concepto de la historia, México, FCE, 1946. En los ámbitos especializados se conocía también la crítica de Lucien Febvre, “Dos filosofías oportunistas de la historia. De Spengler a Toynbee”, reproducido en Combates por la historia, Barcelona, Ariel, 1970.

39 Cf. J. Kogan Albert, “Destino de la cultura occidental”, art. citado.

40 La crítica a Spengler, a quien en el último número de IM dedicado al tema de las crisis se le reconoce –aun en sus falencias– cierta perspicacia en indicar un problema real, en parte es un ajuste de cuentas con uno de los más fuer- tes componentes del conglomerado teórico que nutría a los intelectuales de IM. La Revista de Occidente y el pensamiento de Ortega jugaron un rol no despreciable en la consolidación de un saber que podía ser original sin limitarse a traducciones de una esencia telúrica. En efecto, Ortega “puso en discurso” teórico la lengua castellana, posibilitando una práctica teórica “occidental”, donde participaba si no en igualdad de condiciones con el francés o el alemán, sí poseía un espacio legitimado por un cuerpo de escritura. Ello lo agradeció Francisco Romero en IM (II). Pero con la puesta en discurso teórico iba un conjunto de creencias que no coincidían con las convicciones del “grupo”, por lo cual debía sufrir el recorte necesario. José Luis Romero realizó su propio ajuste de cuentas con la herencia orteguiana en su Introducción al mundo actual, seguido de La formación de la conciencia contemporánea, Buenos Aires, Galatea/Nueva Visión, 1956.

41 Cf. León Dujovne, “El pensamiento histórico de Croce”, art. citado.

42 Cf. IM, XII, p. 3.

43 Francisco Romero, “Diagnóstico y pronóstico de la crisis”, en IM, XI/XII, p. 40, el subrayado es mío; no es muy distinta la lectura que hace J. Kogan al comentar a un pensador alemán. Cf. “La crisis contemporánea según Karl Jaspers”, ibid., pp. 216-219. También Juan Mantovani, “Crisis y renacimiento de la educación”, en ibid., pp. 118-126. Mantovani repite y desarrolla estas posiciones en La crisis de la educación, Buenos Aires, Columba (colección Esquemas), 1957, especialmente pp. 7-23.

44 Gino Germani, “Surgimiento y crisis de la opinión pública: teoría y realidad”, IM, XI/XII, pp. 56-66.

45 Gino Germani, “Surgimiento y crisis de la opinión pública…”, art. cit., p. 66.

46 La declaración final de Germani es un suplemento confiado de la generalidad pesimista que suscita el artículo. En lugar de funcionar como un seguro contra el peligro del derrotismo, ese suplemento muestra –equívocamente– cuán fuertes él mismo consideraba sus referencias a la crisis. Empleo el concepto de suplemento según lo desarrolla Jacques Derrida en “La lingüística de Rousseau”, en De la gramatología, Buenos Aires, Siglo XXI, 1981.

47 Gregorio Weinberg, “La crisis contemporánea según Karl Mannheim”, en IM, XI/XII, pp. 212-215.

48 Cf. N. Rodríguez Bustamante, “Crónica del desastre”, en Sur, No. 237, 1955, p. 111.

49 Cf. Romero, Las ideas políticas en Argentina, cit., p. 247.

50 Cf. Héctor Agosti, Nación y cultura, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982 (1a. ed. 1959).

51 Cf. Alfredo L. Palacios, Masas y élites en Iberoamérica, Buenos Aires, Columba (colección Esquemas), 1954.

52 Cf. Oscar Masotta, “’Sur’ o el antiperonismo colonialista”, en Contorno, No. 7/8, 1956.

53 Escribe Masotta: “¿no será que los hombres de élite, progresistas o conservadores, liberales o totalitarios, socia- listas o católicos, terminan todos por parecerse?”.

54 Masotta, art. citado.

55 Cf. R. Frondizi, “La libertad no basta”, en Centro, No. 10, 1955, p. 15, y J. Mantovani, “Valores permanentes de la educación”, en ibid., p. 19.

56 Cf. Tulio Halperin, “Crisis de la historiografía y crisis de la cultura”, art. cit.: “en esas estructuras no se incluye ya el propio historiador, que permanece como un espectador al margen” (p. 107).

57 “Queda tan sólo el contemplar con desesperada lucidez el curso de las cosas”, T. Halperin, art. cit., p. 114.

58 Ibid., p. 117.

59 Cf. Tulio Halperin, “La historiografía argentina en la hora de la libertad”, en Sur, No. 237, 1955, pp. 114-121. 60 La expresión es de Pierre Bourdieu, “O mercado de bens simbólicos”, en A economia das trocas simbólicas, San Pablo, Perspectiva, 1987, pp. 105 y ss.

61 Tulio Halperin, art. cit., p. 120.

62 El promedio de edad de los participantes en IM en el momento de su lanzamiento superaba los cincuenta años. Indicar algunas fechas de nacimiento de miembros del consejo editorial [F. Romero (1891), Fatone (1903), Mantovani (1898), Dujovne (1899), Giusti (1887)], además de echar luz sobre por qué sus problemáticas eran de entre- guerras, brega por una dificultad de comunicación generacional con las nuevas camadas de estudiosos.

63 Cf. J. L. Romero, “Humanismo y conocimiento del hombre”, primitivamente publicado en RUBA, VI, No. 3, 1961, y reproducido en La vida histórica, cit., pp. 70-74, de donde cito. La referencia en p. 71.

64 Ibid., loc. cit. Los subrayados son agregados.

65 J. L. Romero, “Humanismo y conocimiento del hombre”, art. cit., p. 73.

66 Cf. J. L. Romero, Historia de Roma y de la Edad Media, Buenos Aires, Estrada, 1944; La Edad Media. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1949.

67 Cf. J. L. Romero, El ciclo de la revolución contemporánea, Buenos Aires, Huemul, 1980 (1a. ed., Buenos Aires, Argos, 1948).

68 No es ocioso referir al trabajo “La formación histórica”, de 1936, donde este pathos preocupado por la mentalidad burguesa ya es visible en una argumentación un tanto zigzagueante. Texto incluido en J. L. Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988.

69 Cf. J. L. Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976.

70 Art. cit., pp. 129-130.

71 En La formación de la conciencia contemporánea, cit., publicado en 1956 pero probablemente escrito en el cambio de décadas cuarenta-cincuenta, Romero parafraseaba a P. Valéry, el poeta de la crisis, afirmando que ésta se caracterizaba por “la inadecuación entre el sistema de ideas con que tradicionalmente parecía posible interpretar la realidad históricosocial y las formas con que la realidad se presentaba ahora, inexplicables en relación a aquel sistema de ideas”, p. 88.