José Luis Romero o la Argentina como drama


JAVIER TRÍMBOLI

“…porque sólo la pasión aguza el intelecto”.
Antonio Gramsci

En 1946 era publicado el primer libro de José Luis Romero dedicado plenamente a la historia argentina. Cincuenta años se han cumplido de la primera edición de Las ideas política en Argentina – libro que posee la rara virtud de combinar rigor historiador con pasión política- y, sin embargo, ningún tipo de conmemoración, o, aunque más no sea, breve recordatorio de circunstancias, tuvo lugar. Que el cincuentenario de una obra de historia pase inadvertido no es un hecho que deba sorprendernos; sí, tal vez, si recordamos que el proyecto de Romero fue celebrado más de una vez por el renovado campo historiográfico argentino, el cual gustó ubicarlo como su antecesor más prestigioso en tiempos aciagos. Como se sabe, José Luis Romero fue rector de la Universidad de Buenos Aires tras el derrocamiento de Perón en 1955, siendo uno de los responsables de ese primer intento de modernización de los estudios universitarios. Durante la década de los ´60 asumió como decano de la Facultad de Filosofía y Letras; pero este mandato que se creyó auguraba una verdadera primavera para los estudios humanísticos y sociales, se vio cruentamente interrumpido por la intervención a la Universidad llevada a cabo con la dictadura de Onganía. Si entonces ese proyecto de renovación académica había sucumbido por el agitado clima político que lo invadía todo, la generación que se hizo cargo de estas disciplinas universitarias desde el retorno de la democracia, insistió en que su labor no haría más que llevar a un feliz término ese deseo de “normalidad cultural” hasta ese entonces siempre postergado. Aunque finalmente ese estado de normalidad ha sido conquistado, éste parece no haber sido suficiente como para transformar la condición marginal que según Tulio Halperin Donghi había signado siempre a la obra de José Luis Romero. Es así que reparar en aquel señalado olvido, lejos de provocar congoja, funciona como una invitación para, volviendo sobre la versión que del pasado argentino proponía José Luis Romero – en Las ideas políticas en Argentina fundamentalmente, pero también en otros de sus libros y artículos obre América Latina y Argentina-, recalcar los rudos contrastes que la distancian de las que actualmente circulan en forma dominante y que perpetúan su condición marginal.

Una Sociedad escindida

Repasando la imagen que Romero construye del pasado argentino, tal vez sea el énfasis en la grieta profunda que divide a nuestra sociedad la clave que más sobresalga. Más aún cuando esta escisión no es rasgo original de alguno de los períodos en que escande nuestra historia, sino el tema que monótonamente se impone en cada uno de ellos. Si al referirse al fracaso del proyecto de organización de la república alentado por los unitarios constata que “entre el pensamiento de los grupos ilustrados y el de la masa rural representada por los caudillos se había abierto un abismo que sólo el tiempo podría llenar” (IPA, 97), ese abismo que sorprende a los grupos letrados, no produce el mismo efecto en nosotros, sus lectores. Es que Romero se ha preocupado por subrayar desde las primeras páginas del libro – páginas que revelan que en la época colonial ya anida el drama que lo desvela en su presente- la inconmensurabilidad de realidades que se yuxtaponen tanto en la sociedad colonial como en aquella otra que inaugura la revolución. Y si ese tiempo destinado a suturar la brecha señalada finalmente adviene, en su acaecer, además de traer consigo la fórmula política de la conciliación sobre la que se organiza la república entre 1862 y 1880, aporta las semillas de las nuevas discordias; poblar el desierto de inmigrantes fue una de las formas de cerrar el abismo entre élites letradas y masas rurales, pero al mismo tiempo reintrodujo, aunque bajo otro fondo, la escena de la escisión.

Cerrada entonces la “era criolla” se inicia otra definida por la presencia de lo aluvial: el arribo de masas inmigrantes ya sea de Europa o del interior del país, inaugura nuevas brechas en la sociedad argentina. “El primer signo de esta era que se inicia es, en el campo político-social un nuevo divorcio entre las masas y las minorías”(IPA, 167). Aunque esas primeras décadas de la era aluvial hayan coincidido con la etapa de crecimiento económico más vertiginoso y cierto que conoció el país, éste de poco sirvió para impedir que ese divorcio se produjera. Es que la clase dirigente criolla ante esa presencia masiva de inmigrantes tendió a cristalizarse como una aristocracia, cerrando filas sobres sí misma y desentendiéndose casi por completo de las inéditas circunstancias introducidas por la presencia del nuevo conglomerado social. Y si ese divorcio era la marca indeleble impresa ya en los orígenes de la nueva era, que José Luis Romero inscriba su entero ciclo vital en ese arco temporal, se vincula con que en los subsiguiente todo tendió a que el mismo, aunque variando su fisonomía, se profundizara. En su última obra, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976), al referirse a las ciudades contemporáneas del subcontinente – “ciudades masificadas” dentro de las cuales destacaba a Buenos Aires, Rosario y Córdoba- advertía que desde comienzos de siglo y hasta sus días éstas se seguían definiendo por contener “dos sociedades coexistentes y yuxtapuestas pero enfrentadas en un principio y sometidas luego a permanente confrontación y a una interpenetración lenta, trabajosa, conflictiva, y por cierto, aún no consumada”(LCI, 331).

Así es que la perspectiva que se le impone a Romero para narrar la peripecia argentina lo hace enunciar, irremediablemente y transido de pesar, esa escisión fundacional que no ha hecho otra cosa que repetirse. A su vez, en la escritura que despliega sobreviven rastros que hablan del deseo duradero de que ese desgarramiento finalmente concluya.

El doble duelo de la historia argentina

Pero ¿Cuál es la fuerza o el proceso que no ha cesado de producir desgarramientos en la historia argentina? No se trata fundamentalmente de estructuras económicas condicionantes ni menos aún de determinantes geográficos. Tal como lo señala en Las ideas políticas en Argentina, Romero encuentra la clave para explicar esa escisión reiterada en un doble duelo que atraviesa sus dos eras. El primero de ellos (su dimensión conceptual fue enunciada en un temprano escrito en el que conocía la deuda con Georg Simmel, mientras que su impronta seguirá siendo apreciable incluso en sus últimas obras sobre Argentina) remite al recurrente desfasaje producido entre una realidad social y económica que muta vertiginosamente y el armazón institucional y legal que debería contenerla pero permanece inalterado. Siendo las sucesivas oleadas de masas que se vuelcan sobre la vida de la sociedad el componente esencial de esa realidad en transformación, y siendo a su vez las élites políticas y letradas las responsables de ese marco institucional y legal que no alcanza a encauzarlas. Romero delinea este duelo como aquel que enfrenta masas y minorías, masas y Estado.

Si ya el ordenamiento jurídico e institucional colonial se revelaba harto desvinculado de la realidad el Río de la Plata- realidad que ante todo sabía de masas rurales que probablemente transcurrieran sus días sin siquiera conocer la vigencia de una ley-, la Revolución de Mayo dotará de dramaticidad a este desacople. Pues al convocar los grupos ilustrados a las masas rurales para que hagan suya la revolución, entran en crispado contacto dos mundos que hasta ese entonces habían permanecido distanciados. Es entonces este desfasaje, que a Romero se le ocurre evidente el que condenará a las sofisticados proyectos constitucionales alentados por los miembros de la generación unitaria a sucumbir. La rotunda presencia de las masas rurales- masas animadas por pretensiones confusas pero que sin dudas se sentían más a su gusto en la anarquía o en el autoritarismo que bajo el imperio de las mayores leyes- aunque incapaz de hacer prosperar modelos alternativos de organización, sí poseía la potencia suficiente para hacer fracasar aquellos modelos inspirados en el liberalismo.

El breve remanso que, según Romero, conoce nuestro pasado producto de las clarividencias de los hombres de la generación del ´37, quienes descubren la necesidad de que la organización institucional y jurídica de la república tenga en cuenta la realidad social del Río de la Plata, se interrumpe ante las oleadas sucesivas de masas inmigrantes que darán lugar a la sociedad aluvial. El desfasaje reaparece: “El sistema institucional establecido y puesto en vigor por los grupos liberales dejo de ser poco a poco adecuado a la realidad” (IPA, 167). Es que éste era apto para gobernar eficazmente una sociedad substancialmente criolla pero se reveló inhábil para hacerlo con una inundada por la presencia inmigrante y en la cual emergían flamantes situaciones económicas y novedosas tensiones de clase. Así romero colige de la imposibilidad que demuestra esa aristocracia de obturar ese renacido desfasaje, la causa de su significativo fracaso.

Pudo haber sido Hipólito Yrigoyen el encargado de efectuar ese ajuste tan esperado por Romero, pero preso su movimiento político de la misma heterogeneidad y vaguedad ideológica que caracterizaba a las fuerzas sociales que lo apoyaban, se vio impedido de producirlo. Durante la década del ´30 el duelo se acentuó producto del manejo del Estado por parte de una estrecha franja social- la oligarquía, señala Romero- que apeló sin miramientos al fraude y que poco hizo ante la emergencia de una nueva oleada de masas proveniente de las zonas rurales las que, al instalarse en las ciudades económicamente más activas, alteraron nuevamente y en forma sustancial la fisonomía del país.

Referirse al peronismo desde la perspectiva de Romero, obliga a introducir el otro de los duelos constitutivos de la sociedad argentina, el que confronta a los principios liberales con los autoritarios. Mientras que los ordenamientos jurídicos e institucionales propulsados por los grupos ilustrados en las primeras décadas posteriores a la revolución de Mayo y aquellos otros plasmados por las élites patricias de la organización nacional se encuadraban dentro de la tradición liberal europea, las aspiraciones de las masas criollas rurales eran resumidas por Romero como afines a un sentimiento democrático inorgánico. Sentimiento que hacía convivir en tensión informe la aspiración democrática con la inclinación por la anarquía y la aceptación de prácticas decididamente autoritarias. A partir del ´80 y ante un estado manifiestamente liberal pero inepto para interpelar e incluir a las masas inmigrantes vigorizadas por ideales difusos y heterogéneos, comienza a potenciarse en éstas el escepticismo respecto de las formas democráticas constitucionales. La caída del régimen oligárquico puso en serio peligro la vitalidad y la aceptación social de la tradición ideológica liberal con la que tan fuertemente se había identificado. El gobierno de Yrigoyen, aunque se hizo fuerte en la reivindicación de las formas y valores democráticos, abandonó en más de un aspecto el sendero de la tradición política liberal. El escepticismo y el antiliberalismo se potencian con vértigo durante la década del ´30. Ante un Estado que se proclamaba democrático pero que violaba las formas constitucionales con el mismo celo que se decía respetuoso de ellas, el descrédito que ante los ojos de las masas sufrieron esas instituciones fue tan hondo que se encontraron dispuestas a apoyar a un líder demagógico- y según los escritos más exasperados de Romero (tal el que conforma el capítulo agregado en 1956 a la estructura original de Las ideas políticas en Argentina), fascista- que avasalló las normas políticas heredadas de la tradición liberal. Así Perón al responder al problema social que, aunque acuciante, había permanecido ignorado incluso por los partidos inscriptos dentro de la línea de la democracia popular, parece subsanar el recurrente desfasaje de la historia argentina. Pero lo hace entonces al precio de abandonar brutalmente la tradición liberal y creando, al enemistarse con una parte relevante de la sociedad argentina, un nuevo clivaje. El dilema de cómo lograr encauzar a esas masas que no cesaron de manifestar su culto idolátrico por el líder autoritario, bajo una nueva fórmula supletoria que se inspirara en lo mejor del liberalismo, habría dado su tono dramático e irresuelto a los 18 años que siguieron al ´55.

Si este doble duelo funciona como el responsable de los desgarramientos de la experiencia argentina, conviene insistir en la localización de aquello que recurrentemente queda escindido. El drama argentino para Romero trata de la imposibilidad del Estado- al que no piensa de otro modo que organizado y funcionando bajo preceptos liberales y progresistas- de incorporar bajo su soberanía a las masas primero rurales y luego aluviales. Refiriéndose al que se le ocurre trascendental fracaso de la generación del ´80 le recrimina a ésta que haya dejado “flotar la masa inmensa sin dar un paso para incorporarla hundiendo sus raíces” (EA, 25). En esta imagen que combina la recurrente alusión de Romero al estado líquido como característicos de la masa con la identificación del proyecto estatal que debió ser y que permaneció frustrado, con la figura del árbol, se vislumbra el significado de esa escisión. El Estado se ve rebasado por masas de contornos y anhelos indefinidos y por novedosas situaciones en el mundo económico y laboral; las armazones jurídicas e institucionales no alcanza para fijar y contener esa presencia aluvial y anómica que de este modo las excede produciendo formas impensadas. Así, casi ininterrumpidamente, el Estado en la experiencia argentina coexiste con una exterioridad, que aunque pocas veces cobre una figura amenazante, debilita lentamente su hegemonía.

Porque esa reiterada partición no discrimina fundamentalmente entre clases sociales, es que Romero se preocupa por insistir que poco saben estas masas aluviales y heterogéneas de proyectos de país alternativos claramente esbozados, tales como los que por ejemplo ofrecía el socialismo; sus ideas respecto al ordenamiento social deseado son más bien confusas e inconexas. Tal como lo señala en Latinoamérica: las ciudades y las ideas, la relación que vincula a las masas con el marco institucional y jurídico vigente es una relación de “amor-odio”. Aman verse incorporadas en las mallas de ese ordenamiento que garantiza ventajas ostensibles pero pretenden ignorar o sencillamente desafiar las normas que lo configuran. La odian a su vez porque la “sociedad normalizada” se empecina en bloquearles el paso, tratándolos despreciativamente como intrusos o temerosamente, como enemigos. La conjunción de ambas conductas no hace más que tornar más precario el entramado social en su conjunto.

A advertir a miradas miopes y por lo tanto poco previsoras sobre esa presencia ominosa de una exterioridad problemática, destina Romero su relato de la historia argentina, esperanzado, pero sobre todo anheloso, de que ese desacople se evapore y así halle el drama argentino un definitivo remanso.

“Los ojos ciegos bien abiertos”

El indicador más pleno de esta perpetua escisión es para Romero la ceguera que domina a los que componen la sociedad normalizada y, fundamentalmente, a los responsables del accionar estatal, ceguera que les impide ver las nuevas y ominosas figuras que se reproducen a su alrededor. En 1810 y guiados por un optimismo de matriz rousseauniana “los hombres del grupo ilustrado de Buenos Aires esperaban que el pueblo acudiría al llamado, no sólo pletórico de entusiasmo por la causa emancipadora y por los principios democráticos sino también dispuesto a comprender la nobleza de los ideales de la Ilustración y la altísima jerarquía de los ideales de la libertad de pensamiento y autodeterminación política. Pero se equivocó profundamente el grupo ilustrado de Buenos Aires” (IPA, 85). El pueblo imaginado poco tenía que ver con el que efectivamente irrumpió a partir de la revolución: éste se identificó férreamente con prácticas políticas y sociales que combinaban democratismo extremo con autoritarismo y enfrentó por años a los grupos ilustrados.

Si en estos grupos minoritarios el error de apreciación se vio posibilitado por cierta candidez ideológica, no fue sólo ese condicionante el que arrastró a los hombres del régimen del ´80 hacia la ceguera y de ahí el fracaso. Porque “a principios del siglo, las clases medias y las clases trabajadoras poseían una existencia tan visibles que sólo la ceguera de los que querían perderse podía impedir que se las descubriera” (BHA, 108). Mientras que la visibilidad de la nueva realidad a Romero se le ocurre óptima, lo que nubló la mirada de estos hombres de Estado fue el relajamiento creciente producto de una prosperidad económica que parecía no encontrar límites. Así, señala Romero visiblemente fastidiado, se “suscitó un fácil sentimiento de conformismo que cegó las posibilidades de descubrir las inevitables y bruscas mutaciones que necesariamente se prestaban en el seno de esa realidad, en cuyo desarrollo se advertía un vértigo que no podía asegurar ninguna estabilidad” (IA, I8). La ausencia de un actualizado Facundo que proveyera las nuevas coordenadas sobre las cuales entender a las masas aluviales, por definición difíciles de aprehender, constituyó un vacío flagrante que aquellos hombres dominados por la “peligrosa seguridad del realismo ingenuo” legaron al futuro. Es que actuaban convencidos, como tantos otros en la historia, de “que lo que es no podrá de ser de otra manera”, dejando “al mundo entregado a una suerte de fatalidad” (HV, 26) que los condenaba a ser espectadores tuertos de la historia.

Sumando a la escisión que constituye la experiencia argentina, la débil capacidad para dar cuenta de esa exterioridad nunca enteramente colonizada. Romero parece hallar las claves para iluminar con eficacia aquellos fenómenos que, según un artículo de 1946. “Cada cierto tiempo, parecen sorprender a los argentinos.” No es extremadamente difícil percibir que a conjurar ese régimen traumático de la sorpresa que caracteriza a la historia argentina, sea hacia donde dirija Romero sus esfuerzos intelectuales. Las recriminaciones más agudas y los enjuiciamientos morales más contundentes – recriminaciones y enjuiciamientos sólo atenuados por una pluma que prefiere desconocer la exaltación- son lanzados por Romero contra aquellos que de haberse librado de anteojeras ideológicas y de la indolencia hubieran podido evitar la brutalidad de esas sorpresas reveladoras y el desvanecimiento de esa Argentina que conoció en su juventud y por la que quizás siguió profesando una íntima nostalgia. Pero sin embargo esas amonestaciones que pueblan sus escritos sobre Argentina parecen estar alimentadas también del deseo compasivo de que esos hombres adormilados, despierten y puedan ser advertidos, aunque sea tardíamente, de las tragedias que los rondaban.

Contrastes

Mientras que para José Luis Romero volcarse sobre el pasado argentino significaba internarse en un drama en el cual las escisiones, las tensiones y la presencia siempre perturbante de un exterior escasamente explorado se revelaban como fenómenos imposibles de ser ignorados, un humor bien distinto se percibe en la actual experiencia historiográfica, en especial en el espacio de fronteras borrosas, notablemente expandido desde la finalización de la última dictadura militar, el de la historia de las ideas y de la cultura. El pasado argentino revisitado por la mayor parte de las obras que configuran el cuerpo canónico del renovado campo historiográfico se ha transformado en un territorio más bien armonioso, en el cual las tensiones y los malestares de los que habían dado sobrada cuenta distintos actores sociales, se evaporan tal como si fueran malentendidos, quedando expulsadas así de la trama del pasado las figuras de las discontinuidad y del sobresalto. Acompañar, por ejemplo, a Luis Alberto Romero y Leandro Gutiérrez en sus investigaciones sobre los sectores populares de Buenos Aires durante el período que se abre con la Primera Guerra y concluye con el ascenso de Perón, implica sumergirse en un universo cultural y político donde lo dominante es la presencia del “vecino responsable” y la del “ciudadano educado” (SP,13), figuras moldeadas a través de las sociedades de fenómenos y las bibliotecas populares, y sólo en parte eclipsadas por la del “buen católico” fraguada por las prácticas de las parroquias. Así son estas las figuras que resumirán la “nueva identidad de los sectores populares”, identidad definida por la valoración positiva de “la colaboración de miembros de pertenencia social variada” y por la confianza que sus miembros expresaban en el accionar del Estado en pos de su mejora social. Que esta reflexión sobre la cultura y la identidad de los sectores populares se desenvuelva casi sin diálogo con la lógica de una escena política fraudulenta y restrictiva – me refiero a la de la década del ´30-, pone de manifiesto el deseo de evitar indagar esa zona problemática que, seguramente, dejó su huella en ese sector social. Finalmente para Romero y Gutiérrez la emergencia ya no tan plebeya ni intempestiva del peronismo se habría visto entonces abandonada por la vigorosidad de esta nueva identidad reformista y moralmente burguesa.

El relato de Beatriz Sarlo nos propone sobre la vida cultura e intelectual de Buenos Aires durante la década del ´20 y del ´30, a través de Una modernidad periférica: Buenos Aires1920 y 1930 y de La imaginación técnica, parece subrayar con énfasis la imagen de una experiencia urbana y moderna saludable. La perspectiva elegida por la autora comienza a revelarse cuando se repara en la idea que parece organizar sus trabajos: la experiencia cultural de la Buenos Aires de esas décadas es básicamente propia de una “ciudad y una cultura de mezcla”. Porque la neutralidad de esta noción parece imbricarse bien con una intervención que prefiere avivar aquellos datos que hablen de continuidades y experiencias poco traumáticas antes que de luchas, decepciones y fracasos. No es la crisis de la ciudad liberal -tal como la entendía David Viñas pero tampoco como el hilo que recorría Viena fin-de- siécle de Carl Schorske- lo que articula este relato sobre los ´20 y ´30, si no el surgimiento de las vanguardias estéticas y la fascinación por la técnica; pero, de esta forma, ambos fenómenos son leídos bajo una clave que ensombrece las determinantes políticas con las que se articulaban de forma estrecha. Esta opción hace entendible tanto la omisión del grotesco – significativo por constituir el mejor síntoma del fracaso del sueño de una nación igualitaria e integrada- como, sobre todo, el predominio de una perspectiva de lectura que permite que la producción literaria y ensayística de Arlt, Borges, Martínez Estrada o Jauretche sea recorrida de manera tal que sus tonos más agudos y chirriantes – disonancias éstas que podrían hablar de una experiencia social por lo menos problemática-, sean atenuadas hasta tornarse irreconocibles. El retrato de Arlt que finalmente se recorta a través de estos textos, es uno en el que sobresale su condición de bricoleur y su ensoñación por la técnica, quedando así destilados los tan inquietantes rasgos políticos y de zozobra moral que atraviesan su obra.

La obra de Eduardo Zimmermann, Los liberales reformistas, nos introduce en la vida política y estatal limitada entre 1880 y 1916, para revelarnos la férrea voluntad reformista de esa “intelligentzia administrativa liberal y progresista” embarcada en un proyecto no sólo de crecimiento económico notable, sino también de integración social, emulable con lo mejor esbozados en el resto del mundo. Embelesado por la profusión de declaraciones reformistas que, enunciadas por los hombres de Estado atestiguarían en contra de aquellos que habían acusado al régimen oligárquico por su desinterés conspicuo respecto de la suerte de las clases populares, Zimmerman prefiere hacer que su texto se deslice por este mundo pletórico de buenas intenciones, antes que detenerse a observar la escasa sino nula cristalización práctica de estas ideas. En Los liberales reformistas, se construye una versión del período que pone en un primer plano el Código Nacional de Trabajo de 1904 – Código que, por otra parte, no fue aprobado- y mucho más atrás, en planos casi retirados, a la Ley de Residencia y a la de Defensa social – ambas sancionadas por motivadas, según el autor, por la voluntad de autoexclusión de los propios anarquistas.

Si José Luis Romero lee el pasado argentino bajo la clave de un drama que aun cuando no se revele como tal a sus protagonistas, el historiador tiene el deber de reparar, la producción historiográfica dominante hoy parece empeñarse en borrar las huellas de esas tensiones, acallando incluso a los que sí vivenciaron ese pasado con dramaticidad. Leyendo a Zimmerman se hace plenamente incomprensible – tan incomprensible como para las élites gobernantes- que en las primeras elecciones presidenciales libres de fraude, la mayoría electoral haya optado por abandonar esa Arcadia sin grietas aparentes para entregar su fervor a un caudillo político que enervó a los continuadores de la tradición liberal. Aquel desprevenido que tope con Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930 y con La imaginación técnica difícilmente deduzca que esa experiencia intelectual y culturalmente tan plácida no fue de ninguna forma ajena tanto a las virulentas agitaciones políticas, sociales e ideológicas que se sucedían en la “era de las catástrofes” europea como tampoco al golpe de Estado que inauguró un ciclo político especialmente tortuoso en Argentina. En las investigaciones de Luis Alberto Romero y Leandro Gutiérrez, sobre la estampa de esos sectores populares hondamente normalizados y en los cuales nada de lo aluvial y anómico parece sobrevivir, no quedan marcas que anticipen la irrupción de ese movimiento político que sorprendió y encolerizó a los sectores sociales identificados con el liberalismo y el progresismo, para luego tensar inéditamente el devenir político argentino hasta por lo menos unos años atrás. Hay una opción común entonces por desterrar la conflictividad, los problemas mayores del pasado de la sociedad argentina y, a su vez, en favor de ahondar en aquellos datos que puedan hablar de una experiencia social poco traumática determinada por procesos efectivos de integración. Si estos procesos pueden ser entrevistos en la versión de la Argentina delineada por J.L. Romero, nunca se aproximan a disolver la imagen fuerte que sigue siendo la de un territorio descoyuntado y enfrentado. La integración habita sus textos ante todo como expresión de esperanza en lo que advendrá, ya que en el campo de lo acontecido sólo ha existido subordinada a las ideas de escisión y lucha.

¿Qué es lo que ha producido este giro tan sugestivo, este distanciamiento tan ostensible respecto de la interpretación de José Luis Romero, pero también de toda una manera anteriormente extendida de mirar el pasado? Tulio Halperin Donghi en un ensayo que tenía como tema la nueva imagen que sobre el pasado argentino circulaba a través de registros culturales de consumo masivo y de la literatura durante el período alfonsinista, delectaba la extraña vigencia de una visión de nuestra historia que tendía a desactivar todos los conflictos que recurrentemente la habían atravesado. Para este historiador actualmente tan admirado dentro del campo intelectual como poco seguido, la exitosa circulación de esa imagen – similar en más de un aspecto a la que parece dominante en la producción propiamente historiográfica- era inseparable del terror a partir de 1976 se abalanzó sobre la sociedad y que colocó en el centro de su furor a intelectuales y clases medias. Esa experiencia en tantos sentidos inédita invitó a que la entera peripecia argentina con la excepción de ese pasado inmediato digno de ser integrado dentro del museo de la teratología sea leída bajo una clave que resaltaba la conciliación por sobre el conflicto. Seguramente esta puede ser una senda explicativa también válida para entender este giro historiográfico, a la que se le podrían agregar algunas otras de diferentes relevancias tales como la profesionalización avasallante de los estudios históricos, la débil criticidad respecto del propio presente y la crisis del marxismo. Pero es en esta última condición en la que me quiero detener. Es que el marxismo había aportado una forma de mirar la historia que, a la vez que se alimentaba de una dimensión utópica que irradiaba criticidad sobre su territorio, obligaba a tematizar el problema del poder hasta hacer de esta cuestión el nudo del relato histórico. Profundamente debilitadas las certezas y los deseos que organizaban esa perspectiva pero, al mismo tiempo, ausente la voluntad de replantear los problemas ligados al poder, no es de extrañar que las nueva narraciones sobre el pasado se destaquen por su debilidad y su baja tensión. Vaciada de esos pilare que la politizaban acaso crispadamente, la historia puede ganar en matices pero al precio de perder significado y criticidad. Ciega ante su propia inscripción en campos de fuerzas, podrá entonces reproducirse como una disciplina aséptica que esfume en su letra el dolor, la violencia y los ensueños que acompañan indefectiblemente a toda experiencia social.

Aceptar la insuficiencia del tratamiento del poder que las versiones más vulgares y extendidas del marxismo proponían y que tendían a reducirlo a un problema subsidiario de las relaciones económicas de producción, obliga a explorar nuevas formas de entramar historia y poder, o lo que es lo mismo, historia y gran política. Y es en el sendero de esta exploración donde la obra de José Luis Romero sobre Argentina se vuelve especialmente sugestiva. En primer lugar porque Romero hace de la constitución del entramado social y de la eficacia de la soberanía del estado un problema siempre latente y que, en su inscripción histórica argentina, no termina nunca de hallar una solución final. El recurrente desfasaje que coloca el Estado frente a nuevas realidades económicas y sociales que siempre lo desbordan, puede funcionar como un buen antídoto contra las concepciones que hacen del Estado una instancia de dominación plena y para aquellas lecturas del pasado que no avanzan en la problematización del ordenamiento social. Una referencia texto Mil Mesetas de Gilles Deleuze y Félix Guattari puede ser útil para iluminar de mejor manera este problema historiográfico y conceptual que introduce la obra de Romero. Homenajeando pero al mismo tiempo discutiendo la interpretación de Pierre Clastres acerca del origen del Estado y de los mecanismos inhibitorios del mismo, Deleuze y Guattari desplazaban las preguntas del antropólogo francés para afirmar que “el Estado siempre ha estado en relación con un afuera, y no se puede concebir independientemente de esta relación. La ley del Estado no es la del Todo o Nada, sino la de lo interior y lo exterior. El Estado es la soberanía. Pero la soberanía sólo reina sobre aquello que es capaz de interiorizar, de apropiarse localmente” (MN, 367). Ese perpetuo “afuera”, permitiría hablar entonces de la reproducción constante de mecanismos de bandas, de sociedades segmentarias afirmadas en tensión frente al Estado y su soberanía. Esta intuición que en los filósofos franceses invita a un no demasiado secreto regocijo, a Romero lo conduce a imaginar las junturas que, aunque sea momentáneamente, pongan término a lo que se le ocurre como un desgarramiento. Es que ese “afuera” del Estado no cesa de insinuarse en la imagen que Romero propone del pasado argentino, frustrando toda posibilidad de totalidad.

Por otra parte, las tensiones perseguidas en su obra no se organizan fundamentalmente en un campo de fuerzas tendido en forma dual, en el cual una clase social dominada o una alianza de clases dominadas colisionan con el Estado y el orden social y económico establecido. La tensión que abunda en su lectura discurre preferentemente entre los marcos institucionales y jurídicos (Estado) y lo que escapa a su soberanía y, en su reverso, entre esos mismos marcos y lo que su soberanía no incluye. Conforman ese “afuera” que convive críticamente con el Estado las masas gauchas que expresaban “la forma extrema de esta actitud antipolítica y antisocial que aparece en las campañas”; a partir del ´80 lo habitan los que componen “el nuevo complejo social que no se afincó definitivamente y conservó su naturaleza inestable, ajena a los problemas colectivos, de clases unos, puramente individuales otros”; se entrevé esa exterioridad exacerbada en las metrópolis que después de la crisis del ´30 “dejaron de ser estrictamente ciudades para transformarse en una yuxtaposición de guetos incomunicados y anómicos” (LCI, 322); lo constituye ese oxímoron que es “la sociedad anómica”. Así este “afuera” se encuentra lejos de poder ser pensado como una unidad que se defina en oposición franca al ordenamiento social existente; sus rasgos centrales son la profunda heterogeneidad y la carencia de un modelo alternativo de sociedad para confrontar con el dominante. En una entrevista que se le realiza en 1976 y luego de señalar la fuerte impresión que le había provocado el “planteo de la dinámica histórica” presente en la obra de Marx enunciaba algunas de sus objeciones al pensamiento del revolucionario alemán. Destaco dos aspectos de éstas; decía Romero que siempre había creído que “la vida histórica no es racional” y, al mismo tiempo, que en su opinión la dinámica histórica más que una dialéctica en la cual se enfrentan dos contrarios, “es una dialéctica múltiple, más variada y menos lógica que aquella.” Apelando a la distinción entre micropolítica y macropolítica. Deleuze y Guattari parecen otra vez ser útiles dentro de esta interpretación y valoración que estoy proponiendo de la obra de Romero sobre la Argentina: “Se dice equivocadamente (sobre todo en el marxismo) que una sociedad se define por sus contradicciones. Pero eso sólo es cierto a gran escala. Desde el punto de vista de la micropolítica, una sociedad se defina por sus líneas de fuga, que son moleculares. Siempre fluye o huye algo, que escapa a las organizaciones binarias, al aparato de resonancia, a la máquina de sobrecodificación” (MM,220). Si el punto débil de algunas de las interpretaciones del pasado argentino que querían destacar en él la escena del conflicto, se había localizado en la presuposición de enfrentamientos duales que aunque más no fuera un germen siempre se hacían presentes, la operación que atraviesa la obra de Romero, al hacer hincapié en el exceso de las masas respecto de lo instituido, rescata la noción de tensión evitando al mismo tiempo aquella anterior figura que hoy difícilmente nos persuada.

De esta forma se hace evidente que los habitantes de la exterioridad delineada por Romero se parecen poco a los obreros con conciencia de clase que transitan los relatos marxistas más vulgares, pero menos se asemejan a esos sectores populares reconocidos en la figura del buen ciudadano. Sus identidades son vagas, vaporosas y eso mismo los hace difícilmente aprehensibles. Si hay un modelo sobre el cual estas sucesivas oleadas de masas parecen moldearse, éste es el que aporta la figura del “bárbaro”. Es que la deuda con Sarmiento es más profunda que las prevenciones que lo llevan a desestimar el uso de este término en su acepción iluminista y con la carga valorativa que arrastra. Se hace explícita esa deuda, que introducirá sin decir su nombre la figura del “bárbaro” en su obra, cuando el propio Romero declara que desea inscribir su labro historiográfica en la estela dejada por el sanjuanino, a partir de celebrar la antítesis entre ciudad y campo como determinante de la historia argentina y latinoamericana. Se hace visible también cuando toma de Sarmiento la dinámica de masas que según éste inaugura la Revolución de Mayo, para dar por comenzada su “era criolla” y, para luego, sobre ese mismo esquema, interpretar a la era aluvial (“Una vez más, como en las vísperas de la emancipación, empezó a brotar de entre las grietas de la sociedad constituida mucha gente de impreciso origen (LCI, 319). Pero también se puede percibir la supervivencia del “bárbaro” cuando retrata a las masas inmigrantes como aluviones deseosos de penetrar en la “sociedad normalizada” infiltrándose a través de sus intersticios, masas en las que se hallaban ausentes las “razones válidas para frenar el desborde de los instintos o, simplemente, del desesperado apremio de las necesidades” (LCI, 333). Atraídos por los destellos de la ciudad se lanzan sobre ella no para revolucionarla desde sus cimientos – y menos aún para transformarse ellos en buenos ciudadanos- sino para gozarla y ascender socialmente aunque sin la autorización debida. Subrayando la relevancia histórica y conceptual del bárbaro en oposición a la figura del salvaje asocial, clave en las ficciones contractualistas, Michel Foucault señalaba que una de las relevantes operaciones de la filosofía política se definiría por “no querer dejar pasar nada del bárbaro a la historia” (GR, 144). Filtrándolo, impidiendo que su huella sobreviva en los relatos del pasado, se puede abonar la idea de un poder que nació de un contrato y no de la violencia. Aunque no sea este un tema recurrente en la obra de Romero, si lo es el de la presencia constante de una exterioridad posible de pensar como bárbara. Esta imagen se repite: los inmigrantes le oponen a la sociedad instituida “la fuerza de un grupo, una fuerza multiplicada porque se ejercía sin sujeción a normas, de manera irracional. Era la fuerza del que se siente ajeno a aquello que ataca y que carece de frenos para la acción”(LCI, 334). Contra su deseo y quizás también contra su escritura, en la obra de Romero, los bárbaros sobreviven.

“Ofensiva del campo sobre la ciudad”; ciudades fraccionadas en guetos que circunscriben y retienen a la población; ciudades, que a los ojos de su fracción normalizada, se han transformado en “monstruos sociales” como resultado del obrar de los “invasores” que las “desfiguran”; “grupos compactos, ajenos a las reglas de la urbanidad, atropellando el sistema que para los demás era pactado y apoderándose o destruyendo lo que era de los otros, de la sociedad normalizada”; inmigrantes que “asedian” a la sociedad. Giros y palabras indicativos de una forma de pensar el pasado, la sociedad y la ciudad que remite a la idea de lucha y de guerra. En esta exploración que proponía a través de la obra de J.L. Romero en función de detectar como se unían en una misma trama historia y poder, esta última pista se impone como clave. Lo mejor de su obra revela que para Romero no hay relato histórico si no es a través del relato de un enfrentamiento. Si sus inclinaciones lo llevaron hacia zonas de la historiografía hoy redescubiertas y que parecen prestarse como pocas a la construcción de imágenes estetizadas del pasado, para este historiador hacer historia de las ideas, de la cultura o de la ciudad obligada a encontrar en estos objetos y en sus contactos con otras series de lo social, las huellas nunca demasiado esfumadas de combates. Aunque tal vez haya permanecido imperceptible para aquellos que vivieron cada momento histórico, la plataforma sobre la que se desplazaban no hablaba de otra cosa que de enfrentamiento que el historiador debe relevar. Sin duda Romero hubiera deseado narrar la historia de la integración definitiva y de la homogeneidad final, pero su destino le reservó ser el narrador de la guerra sorda e infinita.

“Metido en este mundo, empezaron a pasar muchas cosas”

No logra recordar precisamente Romero si fue en 1944 o en 1945 cuando Daniel Cosío Villegas, fundador del Fondo de Cultura Económica, llegó a la Argentina en busca del autor para un libro sobre ideologías e historia argentina que apenas tenía en mente, José Luis Romero por entonces rondaba los 35 años y era profesor en la Universidad de La Plata, siendo su área de investigación y docencia la historia romana y en menor medida la medieval. Sus frecuentes viajes hacia esa ciudad – en el tren de las 12 y 15 a la ida y en el de las 5 y 32 a la vuelta- los compartía con Pedro Henríquez Ureña, por cuya erudición profesaba una no demasiada secreta admiración y a quien solía someter a su metralla de preguntas sobre los múltiples temas que, creía, un humanista podía responder. Fue finalmente Henríquez Ureña quien aconsejó a Cosío Villegas que dejara ese libro futuro en manos del joven historiador. Primera mitad de la década del ´40 y 3 o 4 veces por semana Romero y Henríquez Ureña – siempre del lado de la ventanilla y con la voluntad fallida, por las interrupciones de su acompañante, de corregir sus papeles – viajan en tren hacia La Plata.

La segunda guerra mundial, pero sobre todo el ascenso vertiginoso de Perón y la creciente agitación de las masas obreras, cargaban de nerviosismo a esos años. Romero recuerda, sin lograr suavizar del todo aquello que acontecía, que él se encontraba “en ese limpio y aséptico campo de la erudición” y que de pronto “empezaron a pasar en el país muchas cosas”. Romero y Henríquez Ureña conversan amablemente en el tren pero sin la familiaridad que delataría una relación de pares. Para Romero estos informales diálogos tienen casi la entidad de clases informales. Sin embargo, más de una vez, la voz del profesor en ese tren de las 12 y 15 ó de las 5 y 32 habrá quedado relegada en un segundo plano ante las extrañas escenas que poco a poco se montaban en los alrededores de La Plata. Quizás, inclinándose hacia el lado de la ventanilla y a punto de lanzar la premeditada pregunta que animara el recorrido, Romero, al tropezar con el espectáculo rotundo que ofrecían en la primera mitad de los ´40 las barriadas obreras que se interponían entre ambas capitales, prefiriera callar. A pocos kilómetros de La Plata habían crecido al ritmo de la industrialización ciudades como Berisso y Ensenada; en éstas se cruzaban inmigrantes europeos y sus hijos con trabajadores que habían llegado de Catamarca, Santiago del Estero o de Santa Fe, expulsados de sus provincias, por la crisis agrícola. Romero animado de esa “profunda ternura” que decía tener por el ser humano, y en especial por el pobre, habrá mirado perplejamente, pero sobre todo transido de compasión. El historiador ingles Daniel james en su excepcional artículo sobre el 17 y 18 de octubre en La Plata y sus zonas aledañas, reconstruye en detalle cómo ese mundo obrero y popular hasta ese entonces deferentemente distanciado de la ciudad divisa del positivismo argentino, irrumpió sobre ella causando asombro y pánico entre sus ciudadanos. La invasión, sólo en muy pequeña parte organizada, tuvo mucho de fiesta y de exceso. Esa gente que había sido observada por Romero con condescendencia – pero sin duda también desde la superioridad y la seguridad que le daba la condición de hombre de estudios, hijo de una familia próspera y que se codeaba con lo más granado de la intelectualidad argentina-, durante esos días ahora míticos, rompió las luces del alumbrado público, hizo gestos obscenos e insultó con ganas a los azorados transeúntes, golpeó y se mofó de los estudiantes, pasó la noche en los prolijos parques, se emborrachó y apedreó con enorme entusiasmo las sedes de los principales diarios, impidiendo incluso por varios días la publicación de algunos de ellos. Uno de los blancos preferidos de esta violencia iconoclasta fue el edificio de la Universidad de la Plata y la residencia de su rector, los que concentraron la trabajada hostilidad de los festivos manifestantes. Es que esa institución de la cual Romero era docente se había enrolado desde los primeros días del gobierno militar en la más activa política opositora. Pero como lo propone James la elección preferencial de ese blanco posee un significado más hondo que el que la mera respuesta a un posicionamiento político dejaría entrever.

Esos años, esos días, cercaron la escritura de Las ideas políticas en Argentina. La fuerte impresión que produjeron en su autor, quien al igual que tantos otros hasta ese entonces y tal como lo dice Tulio Halperin, había creído “en una Argentina con problemas pero sin problema”, se deja ver en la singular imagen que propuso de la Argentina. Walter Benjamín proponía que “articular históricamente lo pasado significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”. En cada una de las imágenes que del pasado argentino hilvanó J.L. Romero destella aún ese instante de peligro: peligro para esa tradición liberal con la que más allá de sus fuertes amonestaciones nunca dejó de identificarse y para aquella sociedad creado bajo su influjo y cuya último capítulo, decadente pero en más de un aspecto todavía fastuoso, conoció Romero y quizás nunca dejó de extrañar. Pero peligro también para la Argentina por lo cual apostaba y que reservaba para los pobres un lugar que se le ocurría más justo y respetable que el que les había otorgado la entera historia argentina e incluso la experiencia peronista. Luego del 17 de octubre seguirá creyendo, y tal vez con mas fervor que nunca, en la posibilidad de la redención colectiva, pero al mismo tiempo no podrá olvidar ese otro rostro que hace de las masas un peligro, rostro seguramente presentido durante esos viajes en tren y finalmente confirmado en esos días en que pasaban “muchas cosas”. Que acaso hoy el sueño de una sociedad profundamente integrada sobre la base de principios extraídos del ideario liberal y fundidos en una de las vertientes del socialismo se nos ocurra imposible de compartir o sencillamente una pesadilla, es quizás lo de menos. El contenido de ese anhelo persistente empequeñece ante lo que el mismo posibilitó: una escritura del pasado siempre tensa, la narración de la Argentina como drama y la repetida advertencia sobre la precariedad de todo presente: a los que poco nos ata a este presente esa advertencia, lejos de crearnos pesar, nos regocija y entusiasma.

Referencias bibliográficas:

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Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil Mesetas, capitalismo y esquizofrenia, Valencia. Pre-textos, 1988 (MM)
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