Latinoamérica en la obra de José Luis Romero: entre la historia y el ensayo

OMAR ACHA [*][1]

La cuestión del ensayo y la historia

El libro de 1976, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, consuma en José Luis Romero el recorrido de un pensamiento cuyas primeras expre­siones definen, ya en 1933, un conjunto de preferencias intelectuales que no lo abandonarán.[2] Lo significativo de la trayectoria intelectual de Romero no reside tanto en los temas por él abordados, como en la perspectiva de trabajo concebida en su juventud. Sin embargo, la refe­rida consumación estuvo lejos de ser un destino que no podía sino rea­lizarse. De alguna manera fue imponiéndose en un autor que se pensó a sí mismo como un especialista en historia antigua y medieval, pero que en sus últimos lustros empleó tanto o más esfuerzo en proponer una perspectiva latinoamericanista de su concepción del “mundo urba­no”, como trama de la vida histórica occidental.

Los afluentes que convergieron en la producción de Latinoamérica son numerosos. Los mismos revelan la contingencia de su emergencia, como el centro gravitacional quizá más significativo del tramo final de la biografía intelectual de Romero. Aquí no es posible hacer más que una somera mención de los antecedentes que contribuyeron a la definición del libro citado. Para la detección de las líneas interpretativas pertinen­tes es preciso tener presente el carácter híbrido de su composición, que se alimenta tanto de la tradición historiográfica como de la ensayística.

Desde el programa de investigaciones históricas de Romero, Lati­noamérica prolonga la narrativa de su obra medievalista. El relato me­dieval desbroza el pasaje hacia un “mundo urbano” nacido en la Europa occidental y extendido allende el océano. Una segunda filiación es la derivada de los dilemas señalados por el ensayismo, que desde Domin­go F. Sarmiento a Ezequiel Martínez Estrada, enuncia las dificultades de la modernidad en la Argentina y en América Latina. También debe ser citado el resultado de sus escritos sobre la historia de las ideas po­líticas en Argentina, y especialmente la conexión entre la experiencia de las masas en las ciudades y lo que en el volumen de 1976 llamará el “populismo”. El carácter “aluvial” de las grandes urbes introduce la problemática de la integración y la marginación. El peronismo otor­gará una relevancia política inmediata a esa preocupación, que logrará su formulación argentina por Las ideas políticas en Argentina (1946) y Argentina: imágenes y perspectivas (1956). Una cuarta fuente de inspira­ción puede ser rastreada en la historia de la cultura ligada a la obra de Pedro Henríquez Ureña, cuyas síntesis, Historia de la cultura en América Hispánica y Las corrientes literarias en la América Hispánica, inaugura­ron un camino que Romero, tres décadas más tarde, quiso continuar en el diálogo con la historia social. Un antecedente que todavía debe ser mencionado es la serie de estudios del decenio de 1960, dedicada a las ideologías del subcontinente, cuya expresión más significativa es Latinoamérica: situaciones e ideologías (1967). El debate en esta última temática residía en las soluciones adecuadas para el desencuentro entre los ideales de progreso y las vicisitudes que el avance de las ideologías conservadoras imponía a las ciudades. En el clima desarrollista del sesenta, Romero reclamaba una visión cultural de mayor duración, que considerara las dimensiones “profundas” de la colisión entre las estruc­turas económico-sociales con las mentalidades.

Itinerario de una historia

El objetivo de Latinoamérica fue político y cultural, su aliento fue el del ensayo latinoamericano, su armazón narrativa, la de la de historia social, su método de demostración se sirvió de la novelística, princi­palmente decimonónica y de algunos relatos de viajeros. No abundaré sobre ese método que empleaba la literatura como ilustración, a veces de procesos materiales y a veces de vivencias de época, que se restrin­gió a los textos realistas. Sin embargo, no puede dejar de notarse el recorte de las fuentes literarias, como ilustración de las experiencias urbanas y archivo de representaciones letradas sobre la ciudad.

El despliegue de la dinámica urbana en la América colonial fue un paso más de la segunda expansión europea. Detallada en La re­volución burguesa en el mundo feudal, el primer impulso del desarrollo urbano fue amortiguado por la crisis del siglo xiv y se consolidó con las formas transaccionales materializadas en el orden feudo-burgués. Avanzado el siglo xv, la renovación del crecimiento estimuló una nueva expansión que superó los marcos del subcontinente europeo y abarcó a nuevas tierras allende el océano.

Romero había postulado para Europa una temporalidad desigual entre la sociabilidad urbana y el espacio rural. En el volumen de 1976 la asin­cronía preservaba su vigencia, conservando a las ciudades como agentes principales de cambio. Allí decía que si la historia de Latinoamérica fue urbana y rural, las claves para la comprensión de su desenvolvimiento hasta el presente debían ser rastreadas en las ciudades y la cultura. Ambito de mezcla e intercambio, fue el mundo urbano el que recibió los impactos externos y donde se elaboraron las ideologías con elementos propios y ex­traños (LCI:10). El mundo rural, por el contrario, se mantuvo estable.

Desde el principio, la modificación local de las ideas neutralizaba la noción de un mero transplante e implicaba el “cuestionamiento tácito de las especulaciones originalistas”.[3] También desde el inicio se despojaba a las sociedades precolombinas y a sus supervivencias colo­niales de cualquier producción de cultura que participara de la historia. La historia latinoamericana comenzaría por el impacto común que implicó la llegada de los conquistadores, desencadenantes de la tempo­ralidad histórica con la fundación de ciudades. Las urbes preexistentes en las grandes civilizaciones tenían una función administrativa y ritual. Aunque podían contener grandes masas demográficas, no modificaban sus entornos rurales, que conservaban su autonomía.

¿Por qué las ciudades fueron el espacio de la dinámica histórica? Romero presuponía una contradicción inevitable entre las estructuras objetivas (“reales”) y las representaciones que se forjaban los sujetos. Esto se multiplicaba en el caldo de cultivo de creaciones y conflictos propios de la profusión poblacional urbana.

La conquista europea impuso una ideología a la realidad y le in­yectó vida histórica. Las ciudades supieron tomar la delantera ante el medio geográfico aún mal conocido. Por eso Latinoamérica ordenaba una tipología de ciudades: la ciudad ideológica de la era conquistado­ra, enseguida devenida hidalga, y sus transformaciones posteriores, la criolla, la patricia, la burguesa, y finalmente la masificada. Cada perfil urbano propició una mentalidad singular.

Desde esa perspectiva, Romero notaba la homogeneidad inicial de todo el continente, que contrastaría más tarde con las variaciones im­puestas por la temporalidad vertiginosa suscitada por las ciudades pos­teriores a 1810, y sobre todo luego de 1860, por la economía mundial y la urbanización. En un artículo temprano, Romero había enunciado con mayor vigor la persistencia de la “adecuación” de la realidad viva del con­tinente a los condicionamientos europeos, en el período colonial pero también en el independiente.[4]

Pero no fue cualquier impulso europeo el que dominó las tierras americanas: fue el de una monarquía española impermeable a los ideales burgueses y un contingente de conquistadores orgullosamente compe­netrados con la mentalidad señorial. La primera estación de la ciudad en Latinoamérica, el “ciclo de las fundaciones”, adquirió el carácter de una renovación de la sociedad hidalga, alimentada por deseos de arraigo feudal. La desestructuración de las sociedades precolombinas sufrió los estragos de esa intervención en buena medida ideológica, pues al princi­pio las ciudades estaban más en el papel que sobre la tierra.

En sus primeros siglos, hasta la aparición de las más dinámicas ciu­dades criollas del siglo XVIII, las ciudades no constituyeron sujetos histó­ricos reales: su capacidad para transformar los entornos fue reducida. En contraste con la proliferante sociabilidad urbana europea posterior al siglo xi, en América no existió un desafío equivalente a las formas de la menta­lidad señorial, que en el Viejo Mundo se expandió al menos hasta la crisis del siglo XIV. Usualmente tendió a ser un instrumento de conservación.

El dominio de las ciudades hidalgas en Indias ansió la inmovili­dad y fue en parte, retrógrado. Sin embargo, Romero atisbaba en su seno callados conflictos que se fueron incubando al margen de las representaciones prevalecientes. Ese proceso subterráneo permitía al historiador mantener su principio sociológico: a pesar de todo, las urbes hidalgas estaban “vivas”, mientras que el campo circundante permanecía inerte.[5]

Superada la fase traumática de la conquista, la concentración poblacional comenzó a prosperar a fines del siglo xvi, aunque la pre­ponderancia demográfica rural persistió durante varios siglos, man­teniendo en latencia las divisiones y conflictos propios de la tensión dialéctica entre campo y ciudad.

Durante los siglos XVI y XVII la sociedad urbana se caracterizó –siem­pre según Romero– por rasgos socioculturales barrocos. La ostentación del lujo y la fortuna pretendía confirmar intangibles jerarquías sociales. Pero el transcurrir de las décadas hizo que el mercado se convirtiera en el núcleo fundamental de la vida; la arrogancia de la ciudad hidalga y su soberbia barroca se vieron sitiadas por un desarrollo en el que pocos podían dejar de participar, sobre todo si eso suponía significativos beneficios económicos.

La concentración urbana creó las condiciones de un crecimiento eco­nómico. Estimuló una mercantilización que poco a poco fue horadando la mentalidad hidalga conservadora. La conquista había establecido una división tajante entre españoles e indígenas. El lento pero sostenido proceso de mezcla étnica creó un sector mestizo que se asentó en las ciudades, donde a pesar de las restricciones buscó aprovechar opor­tunidades nuevas y ascender en la escala social. Los sectores blancos criollos, que se fueron consolidando como una parte de los grupos pri­vilegiados, recortaron con el tiempo perfiles propios. Pero durante los dos primeros siglos, la sociedad se mantuvo escindida.

A diferencia de las ciudades europeas, en las nuevas urbes ameri­canas no se sedimentaron sectores medios destacables. Las ciudades hidalgas tuvieron un aliento “no burgués” (LCI: 74). En el siglo XVII ese carácter se hizo más ostensible, y las ciudades se tornaron barro­cas. El yugo aplicado a las castas produjo tensiones todavía controla­bles. Los españoles se abroquelaron en recintos que imitaban de las construcciones señoriales de la península, incluso si comenzaron a mercantilizarse. El mayor flujo de riqueza benefició a ciertas ciudades, entre ellas las capitales, que conocieron expansiones inesperadas, lo que marcó el inicio de una diferenciación de desarrollo en América.

Fueron aquellas más beneficiadas con el crecimiento comercial las que adoptaron un “aire mercantil” (LCI: 85) y allí prosperó una nueva mentalidad ligada al intercambio.

El cambio analizado y representado en los tres primeros capítulos del libro obedece a una narrativa genética. Su destino es la aparición de la burguesía y su mentalidad en el siglo xviii. Romero proveía una ex­plicación derivada de la confianza en “el paso del tiempo”, figura retórica que había empleado repetidamente en sus escritos sobre historia argen­tina. “En rigor”, escribía,

El impacto mercantilista que estimulaba el desarrollo de las ciudades no fue el único factor que provocó la crisis de la ciudad barroca. Cuando se produjo es­taba operándose una verdadera metamorfosis de la sociedad latinoamericana, o mejor, comenzaban a advertirse sus signos. Era, simplemente, el resultado del paso del tiempo, y sin duda sus primeras etapas quedaron disimuladas o encubiertas por la concepción barroca que presumía –y postulaba– la inmovi­lidad social. Pero el paso del tiempo anudaba las generaciones y modificaba sustancialmente la estructura de una sociedad que dejaba de ser la de los colonizadores y las clases sometidas para constituir un cuadro diferente (LCI: 123, destacados nuestros).

Fue en las “ciudades criollas”, surgidas al calor del desenvolvi­miento económico del siglo xviii y de las reformas introducidas por la monarquía borbónica, donde se consolidó un sujeto colectivo: la burguesía criolla. Si bien en los tiempos posteriores a la independencia su relevancia para el cambio se desdibujará, dando definitiva preemi­nencia a las ciudades como sujetos históricos, en esta etapa las villas criollas acunaron a una burguesía que fue la primera elite arraigada de la historia americana.

Como clase en formación y como elite, la burguesía criolla poseía una vocación ideológica y una tendencia a la movilidad. Antes de sus respectivas independencias las ciudades se acriollaron, cedieron en parte los prejuicios intransigentemente conservadores. Además, el crecimiento de las castas engendró un populacho heterogéneo que modificó el tono de la vida urbana.

El proceso tuvo sus laberintos. Como en el caso de la burguesía de las ciudades europeas, la criolla moderó sus inclinaciones ante la evidencia de una sociedad en ebullición que parecía prudente contener. Fue así que la recepción de la filosofía de la Ilustración adquirió matices americanos.

Bien avanzado el siglo XVIII, la burguesía como una clase adquirió caracteres propios, intereses particulares y cierta homogeneidad, lo que no obstaba para que conciliara muchas transacciones con otros estratos o grupos, conservando su identidad. Fue una “clase social con una ideología” (LCI: 164), primero reformista, y solo más tarde realmente radicalizada.

Es en este tramo del relato donde surge una lógica socio-política de raíces latinoamericanas. Los procesos independentistas se inspi­raron en diferentes modelos políticos y proyectos de construcción nacional, como el norteamericano, pero por fuerza el préstamo debía ser adecuado a una realidad escindida, cuyos rasgos barrocos no habían sido eliminados completamente.

Las “ciudades patricias” posteriores a la independencia fueron guiadas por las elites de la burguesía. Se trataba de una burguesía muy práctica, cuyo norte era la supremacía de la ciudad sobre el campo.

El problema central fue que con el llamado a la guerra de indepen­dencia, la destrucción de la autoridad política que sostenía la estructura social urbana y rural liberó potencias antes contenidas. El resultado no buscado fue el desasimiento de los lazos tradicionales de la domina­ción social. En consonancia con Sarmiento, Romero sostenía que las burguesías criollas desencadenaron y encabezaron los movimientos revolucionario, siguiendo la brújula de un “proyecto reformista”, mode­rado y prudente, en cuanto se atenía a la estructura social y económica existente. Pero debieron enfrentar una “revolución social” espontánea y sin ideología inicial, pronto caracterizada por el antiiluminismo. Entonces comenzó la época que esas burguesías concibieron como la “anarquía” (LCI: 169-171).

El proceso histórico motivó la tendencia al cierre de filas entre la burguesía y la afirmación de un carácter patricio. Fue la reacción de las elites ante las masas que irrumpieron en las ciudades. Con realismo, el naciente liberalismo soportó la contradicción entre práctica y teoría, al exponer la igualdad general y permitir la ciudadanía posible de una minoría. Los movimientos regionalistas y federalistas populares expre­saron, por el contrario, una indiscutible legitimidad mayoritaria.

En las áreas rurales se había constituido una mentalidad criollista, como resultado de un proceso secular más próximo a la emoción que a la doctrina. El criollismo fue “una manera de vivir y un reducido con­junto de ideas y de normas acuñadas en la experiencia” (LCI: 177). El campo y las orillas urbanas fueron su hogar.

Pero he aquí la diferencia específica del proceso americano y por el cual Romero reconfiguró las coordenadas del Facundo para el siglo XX. Mientras que en Europa hacía varios siglos que las ciudades habían consolidado su poder y solamente en 1848 la cuestión de las masas se tornó decisiva, en el desarrollo de la aglomeración urbana en Latinoa­mérica, por la puesta en movimiento de la población rural o luego por la inmigración europea, las muchedumbres constituyeron un reto pre­maturo para las elites y las burguesías.

La fidelidad a la interpretación sarmientina era artificiosa. Ro­mero resolvía el asunto en pocas páginas (LCI: 170-171; 177-178), contrariando la tesis de la ruralización de las sociedades americanas. “Las ciudades se ruralizaron en alguna medida”, admitía, para agregar inmediatamente que lo hicieron en su apariencia. Pero en lo pro­fundo, “poco a poco”, la sociedad campesina fue reducida a los “es­quemas urbanos” y concluyó integrándose a la lógica de las ciudades (LCI: 177-178).

El mundo rural “perdió muy pronto la batalla” (LCI: 195). Luego de reconocer que la independencia acarreó una “revolución social”, no indagaba en la dinámica del mundo rural soliviantado. El interés del historiador estaba anclado en la burguesía, que ante la mentada revo­lución concertó alianzas con los poderes establecidos en la condición colonial y devino patriciado.

Las masas estuvieron presentes en las luchas políticas de esos tiem­pos, pero carecieron de una ideología propia que les permitiera oponer un proyecto de sociedad alternativo al de una ciudad que pretendía representarlas y ordenarlas. Romero situaba las ideas políticas en los grupos urbanos educados y privilegiados. La delimitación del tema del libro a “las ciudades y las ideas” no solo enumeraba problemas, sino una relación privilegiada entre unas y otras.

La afirmación de la burguesía como clase solo logró una ex­presión social y política consumada después de que las economías nacionales sufrieran una honda transformación. Las luchas intesti­nas de los años 1820-1860 se harían cada vez más extemporáneas a medida que se consolidara la integración de América Latina al mercado mundial.

Las burguesías del período conservaban rasgos arcaicos. En el tiempo del advenimiento de las “ciudades burguesas”, hacia 1880, fue necesaria una profunda renovación como clase social. Entre la segunda y la octava décadas del siglo XIX, las clases altas no resignaron la ideología hidal­ga, sino que lentamente fueron las clases medias las que comenzaron a elaborar una alternativa. Esa novedad fue un producto de la vida urbana. En las ciudades germinó una vinculación entre cultura impresa y política. Los escritores, políticos y periodistas, a través de novelas o diarios, promovieron la circulación de nuevas visiones del mundo y cuestionaron las predominantes.

Hacia 1860, la modernización de las economías latinoamericanas proveedoras de materias primas se encontraba en franca expansion. Esa integración funcional a los países industrializados permitía una abundancia, hasta entonces desconocida. Las naciones del subconti­nente iniciaron un proceso de pronunciada diferenciación, tanto en la producción primaria (café, yute, guano, vacunos, azúcar) como en el tipo de relación entre campo y ciudad, en la estructuración de las clases sociales y en las formas culturales.

En muchos países el desarrollo tuvo sus retrasos, y en todos hubo regiones aisladas de los cambios. Tampoco todas las ciudades experi­mentaron una bonanza destacable. Se impuso la heterogeneidad.

La burguesía que se había transmutado en un patriciado se resistió a considerarse una partida de hombres nuevos. Ante la contradictoria modernización reclamó una esencia aristocrática que la tornó en una oligarquía. Se trataba de un conservadurismo social y político adosado a un liberalismo económico que fue cuestionado solamente en perío­dos de crisis, para retornar todavía más fortalecido una vez reiniciado el ascenso cíclico. Es que ambos talantes ideológicos, acompañados por el positivismo filosófico –en este punto Romero retomaba planteos de Alejandro Korn– se revelaron consonantes con la realidad y hallaron eco incluso entre los sectores subordinados (LCI: 307-308).

De acuerdo con las estructuras de cada país, el nuevo clima económico promovió cambios demográficos profundos. La inmigración de grandes contingentes generalmente europeos y la migración interna multiplicaron la población urbana. En las “ciudades burguesas” de fines del siglo xix, afirmaba Romero, sucedió algo nuevo e inesperado. Las nuevas clases me­dias y los sectores populares se organizaron políticamente y reclamaron su derecho a intervenir en la vida política. Los nuevos contingentes exigieron una democracia efectiva, y las ciudades “comenzaron a agitarse” (LCI: 292).

Sin embargo, la demanda política caracterizaría solo parcialmente la actitud de las muchedumbres. Como masas, Romero las consideraba conjuntos sin organización definida, sin ideología moldeada por una doctrina. Conformaban una multitud con necesidades y aspiraciones inmediatas. El carácter concreto y el sentido de sus demandas impu­sieron un desafío colosal para la burguesía y sus elites. ¿Por qué con­sideraba que no poseían ideología? Porque una ideología supone una perspectiva definida de la realidad, que Romero solo concedía a las eli­tes. La inquietud por las muchedumbres como obstáculo para una vida democrática y liberal ocultaba otra pregunta: ¿Por qué las elites habían fracasado en la construcción de una sociedad más justa e integradora?

En este momento avanzado de la narración, Romero recuperaba viejos argumentos vertidos en El ciclo de la revolución contemporánea, según los cuales las exigencias legítimas de las masas, al no hallar remedios concre­tos en los gobiernos o las corrientes políticas progresistas, eran utilizadas por grupos autoritarios.[6] Avanzando ya en el siglo XX, la organización cada vez más eficiente de los movimientos obreros, socialistas y el de­mocratismo de algunos partidos vinculados a las clases medias, provocó reacciones derechistas conservadoras, que habrían luego de imbricarse, en componenda con el nacionalismo y con los brotes locales del fascismo. “La idea de dictadura empezó a anidar en muchas mentes” (LCI: 316).

Hasta 1930, cuando las ciudades se masificaron, las ideas políticas se implicaron en los desajustes provocados por la crisis de la integración al mercado mundial y la urbanización. La entrada de nuevas masas a las ciudades será observada por las elites más catastróficamente que la de la inmigración europea medio siglo antes. La nueva ola demográfica re­presentó una nueva ofensiva del campo sobre la ciudad (LCI: 321 y ss.).

Atraídas por la actividad y la posibilidad de encontrar empleo, las multitudes hicieron evidente la insuficiencia de las estructuras para contenerlas. Para Romero, la división de la sociedad antes de la ma­sificación total no era absoluta. La sociedad previa a 1930 carecía de sectores radicalmente escindidos, pues aunque muchas veces con inconformismo y lucha, el proletariado participaba en la sociedad. En cambio, con el ingreso de las masas rurales se produjo la fractura de una sociedad antes básicamente coherente.

Las masas carecían de una estructura y de una orientación. Eran “anómicas” y “marginales”. No se integraban a la sociabilidad urbana, sino que se conglomeraban en reductos propios. De allí la escisión cul­tural y ecológica entre una sociedad integrada y otra anómica. Sin un estilo de vida singular, sin una mentalidad distintiva, las muchedum­bres poseían tantos estilos de vida como orígenes geográficos. Alojadas en favelas y rancheríos, no conformaban una clase social.

Las sensibilidades políticas de las masas eran tan volátiles como su constitución social: generalmente guiadas por líderes que les concedían algunos beneficios para que nada realmente cambiara. Las masas eran por definición heterónomas. El 17 de octubre de 1945 en Argentina y el Bogotazo de 1948, demostraron la realidad de su aparición pública violenta y la posibilidad de su manipulación (LCI: 340).

Ante ese panorama, la burguesía se fragmentó. La clase alta se mantuvo a la defensiva (LCI: 348). La sociedad normalizada, sin em­bargo, vaciló entre dos actitudes ante la sociedad anómica: el conserva­durismo reaccionario y el populismo pseudo-revolucionario.

Las elites burguesas que participaron en la vía reaccionaria se volca­ron a las ideologías defensivas del antiguo orden. Fueron conservadoras clásicas. Los sectores partidarios del cambio radical desarrollaron tam­bién una actitud reactiva, pues en su parecer las masas –que no com­prendían sus discursos avanzados– eran aliadas de la estructura existen­te: “fueron los progresistas, los reformistas y los revolucionarios cuyos esquemas ideológicos respondían a los principios del radicalismo o del marxismo, en los cuales vibraban las indestructibles reminiscencias del pensamiento ilustrado y del liberalismo filosófico” (LCI: 380-381).

Otra respuesta que se corporizó en el populismo latinoamericano. Antiliberal y anticomunista, el populismo protegía lo existente a través de alguna reforma. Las elites populistas elaboraron una estrategia desti­nada a conservar las estructuras con la adhesión de las masas. Lo hicie­ron a través de una ideología inédita, que fue afirmada como propia de la situación real y de las necesidades de un cambio (LCI: 381).

El populismo de implantación urbana expresaba tendencias muy hondas de las derivas estructurales latinoamericanas. No era un fenó­meno superficial, aunque sí extremaba soluciones insatisfactorias. La historiografía explicaba la génesis de su ideología en el seno de una amplia variedad de causas contenidas en la vida de las ciudades. Romero concluía su libro apostando a la sedimentación de las sociedades en una senda progresiva y democrática. La apertura de una dinámica de ascenso social difundiría normas e ideales, al tiempo que neutralizaría las ino­cultables injusticias de las realidades latinoamericanas. En su opinión no era mero deseo. Las dos culturas coexistentes en el espacio urbano se cruzaban en “mil sutiles hilos”, y el paso del tiempo, esa figura de la na­rrativa progresista de Romero, impondría finalmente los valores liberales y socialistas, dejando en el pasado las fórmulas oportunistas del populis­mo. La vida en la ciudad se haría entonces más justa para todos.

Romero creía haber logrado una explicación compleja de las situa­ciones culturales y políticas latinoamericanas, sin resignar las esperan­zas ilustradas en el progreso social; había defendido la vida reformista de la ciudad sin aceptar del todo la dicotomía sarmientina, pero tam­poco el escepticismo de Martínez Estrada; había propuesto una narra­tiva histórica más compleja que la prevaleciente en la simplificadora tesis del desarrollismo; había diseñado una historia latinoamericana que quería matizada y aún grávida de cambios profundos, de larga duración, donde la tarea emancipatoria de las elites aparecía como más promisoria que la confianza populista en el líder o en el Estado.

Inferencias críticas: José Luis Romero y su ubicación latinoamericana

En una sección anterior se ha indicado la relevancia del ensayo en la obra de Romero y señalado la interacción con la historiografía. Una interferencia, y no una discordia radical entre ambas prácticas, porque Romero trabajaba en el frondoso intervalo que las comunica. Creemos que el análisis del empeño interpretativo que de allí emergió para el te­ma latinoamericano permite avanzar más allá de la significación de su obra individual. O en todo caso, autoriza a inscribirlo en un contexto más amplio que recorte un perfil indócil de capturar, en el panorama intelectual argentino.

La peculiar hegemonía erudita, instalada en Argentina por la Nue­va Escuela Histórica hasta 1950, y la profusión de “revisionismos” con­temporáneos, así como la prevalencia del intuicionismo en el ensayo, establecieron una retícula de los saberes donde Romero era clasificable, a costa de severas mutilaciones. Así fue que, según distintos puntos de vista, supo ser encasillado como historiador profesional por sus simpa­tizantes y ensayista distraído o especulativo filósofo de la historia por sus enemigos atenidos a un canon erudito tradicional.

La preocupación intelectual de Romero lo impulsó a exceder, co­mo escritor, los límites de una epistemología historiadora a la que, no obstante, jamás renunció. Había cultivado en los años treinta y en los años cuarenta las promesas de la morfología alemana para representar los “contactos de cultura”, pero en los años setenta estaba plenamente desengañado de la definición de esquemas sincrónicos. La continuidad de la terminología morfológica y de la “tragedia de la cultura” fueron convertidas en una teoría sui generis en la cual las “ideas” mediaban la comprensión de lo real. Al antagonismo entre las formas sedimentadas y las potencias vivas no estructuradas era preciso agregar las ideas que perfilan el antagonismo en una dirección precisa. Si esa dialéctica de tres era utilizada para la explicación de la historia, su vigencia era aún más perentoria para la imaginación política, conforme a la cual una so­ciedad deseable no era asequible sin la intervención lúcida de las elites.

A mediados de los años treinta, Romero había abandonado la propuesta vitalista y romántica de Taborda. El fracaso de la visión parafreudiana de Martínez Estrada en proponer una salida a la crisis argentina lo tornó escéptico ante las morfologías sin sujeto. Aunque las elaboraciones epistemológicas de Romero no alcanzaron un escla­recimiento completo, sí supo que una posible recaída en aquel peligro del ensayismo debía ser conjurada con una buena dosis de rigor histo­riográfico. El abordaje de la cuestión de América Latina exigió llevar al límite una conciliación tan imposible como necesaria.

Aunque sin duda entendible en los ambientes intelectuales de Buenos Aires y La Plata, su caso adquiere una mejor inteligencia si se lo incluye en el paisaje cultural latinoamericano. El contraste con historiadores quizás tan disímiles como el brasileño Caio Prado Junior o, para mencionar a un autor más joven, el peruano Alberto Flores Ga­lindo, manifiesta bien pronto que la práctica historiadora en América Latina supo producir formas del saber en diálogo y en polémica con los modelos cognitivos occidentales.

Es preciso preguntar por qué, como en contados casos, Romero se dedicó a los tres registros geográficos del ensayismo de nues­tro continente: el nacional con obras como Argentina: imágenes y perspectivas, el regional, con la Guía histórica del Río de la Plata, y el propiamente latinoamericano, que alcanzó su cénit en Latinoaméri­ca. Es plausible que esa articulación entre los tres registros haya sido accesible a intelectuales rioplatenses (pienso en uruguayos como Rodó, Carlos Real de Azúa y sobre todo Ángel Rama), insulares (Henríquez Ureña), o más genéricamente extraterritoriales (Picón Salas), antes que a los provenientes de culturas nacionales de gran densidad como la mexicana o peruana.

Jorge Basadre, por ejemplo, al reflexionar sobre el Perú como “país superdotado de historia” disponía de suficiente material para cubrir toda una vida de investigación y escritura. La dificultad del pasaje a lo latinoamericano era directamente proporcional a la densidad histórica local. Así también sucedió con la obra literaria, antropológica y ensayís­tica de José María Arguedas, que si bien aspiró a incrustarse en un de­bate sobre las culturas “indoamericanas”, conservó siempre un sabor re­conociblemente peruano. O con Gilberto Freyre, quien al presentar su Interpretación del Brasil al público hispanohablante aspiraba a interpe­larlo pero arrojaba su munición demasiado cerca de lo “hispanotropical”.

Hasta cierto punto, la imagen de la historia latinoamericana de Ro­mero es próxima a la del primer Basadre, quien suponía la “identidad cultural” subcontinental sedimentada desde la Conquista y matrizada en el prisma de ciudades, masas y mestizaje.

El aporte de Romero, sin embargo, consistió en ir más allá de la ex­periencia nacional que condicionaba la interpretación de Basadre, para considerar los movimientos demográficos transoceánicos. No cabe duda de que el tema, crucial en buena parte de los países latinoame­ricanos entre 1860 y 1930, fue suscitado por la historia argentina. Esa inclinación rioplatense tuvo sin duda sus costos, pues diluyó en Latino­américa la relevancia cultural y social propia del campo y sobre todo de los sectores campesinos e indígenas. El resultado no podía satisfacer al peruano, quien pertenecía a una generación para la cual la emergencia del indio como sujeto en el Perú había sido el acontecimiento decisivo de su historia reciente.

En México el ensayo también se concentró en una fuente nacional. Pero el paso de una interpretación situada en la “mexicanidad”, como en Samuel Ramos u Octavio Paz, a una textualidad latinoamericana, debía ser necesariamente difícil. El tránsito tuvo lugar en el ámbito de las ideas pero al precio de desplazar la mordiente empírica en favor de los flujos nocionales.

El caso de Romero fue diferente. La historia argentina no le pare­cía suficientemente densa para absorberlo como historiador profesio­nal, ni para proyectar su imagen a todo el subcontinente. Los “temas de investigación” sobre la historia argentina podrían multiplicarse. Sus cuestiones principales, sin embargo, remitían al impacto de cambios externos: una experiencia histórica no exclusivamente argentina e incomprensible desde el limitado espacio nacional. De allí que se dedi­cara a los estudios clásicos, luego a los medievales. Solo posteriormente se lanzó ávido a la arena latinoamericana como ensayista e historiador.

La preocupación de Romero por América Latina reivindicaba las experiencias divergentes en tensión con una voluntad conscien­te de comunidad continental. Su enunciación exigía contemplar la diversidad. Eso aparece de manera explícita en ocasión de una in­vitación que hizo Cuadernos Americanos para que sus colaboradores manifestaran pareceres sobre los veinticinco años de la revista. En su respuesta, Romero escribió al director, Jesús Silva Herzog, que para avivar la conciencia de los problemas comunes de Latinoamérica se necesitaban estudios comparativos que revelaran las consonancias y las diferencias en los distintos países. Mientras ese conocimiento no fuera construido “no tendremos un conocimiento válido de nuestra situación y nuestras perspectivas”.[7]

Es justo preguntar hasta dónde Latinoamérica llegó a consumar la aspiración a una comprensión matizada del subcontinente. La res­puesta demanda un giro adicional al sesgo del tema argentino. Sin re­nunciar a sus ideales ilustrados e irrenunciablemente urbanos, Romero procedía a latinoamericanizar la historia argentina. Intervenía también sobre la historiografía latinoamericanista precedente moldeada en la historia de las instituciones que, al menos desde una perspectiva como la de Romero, rasgaba la superficie sin afectar lo profundo. El énfasis en lo social y en lo cultural detectaba su enigma decisivo. Creyó en­contrar entre las ciudades y las ideas, la vertebración de una historia común de otra manera imposible.

La concreción del volumen Latinoamérica, en un momento tardío de la trayectoria de Romero, permite avanzar en la explicación de la inclinación ensayística que lo inquietó desde el inicio mismo de su definición como historiador. Es preciso pensar la forma del ensayo his­toriográfico en este autor como algo más que la infracción de un ideal epistemológico universal. Es posible examinarlo en su productividad cultural concreta, singular, y no como resultado de la tardía constitu­ción del campo historiográfico argentino.

Observada en la inmensa arena cultural latinoamericana, inscrita en el recorrido histórico de los dos siglos de su vida independiente, su escritura adquiere un perfil menos raro. Se torna más comprensible en la medida en que nos despojamos de la ilusión biográfica y lo latinoa­mericanizamos, es decir, lo instalamos en una condición intermedia de tradiciones e indefiniciones, de problemas y aspiraciones.

Antes que género subsidiario de tropicalismos, indigenismos o telurismos, la invocación del ensayo latinoamericano se explica por su eficacia crítica a la vez que propositiva. Mas es indudable que Romero privilegiaba las circunstancias rioplatenses, y por eso el tema de la ciu­dad. La historia urbana se hizo sinónimo de historia total. El mapa de las ciudades latinoamericanas de Romero alcanzó su diseño definitivo. He aquí, de manera aproximativa, una distribución de su ordenamien­to de acuerdo con la cantidad de menciones en Latinoamérica: Buenos Aires (75), México (74), Lima (65), Bogotá (42), Río de Janeiro (39), Caracas (34), San Pablo (29), Montevideo (27), Santiago de Chile (25), Veracruz (23), Recife (18), Valparaíso (16), Córdoba (14), La Habana (14), Quito (14), Asunción (12), La Paz (11), Cuzco (10), Potosí (9), Guayaquil (9), Villa-Rica –Ouro Preto– (9), Guanajuato (8), Maracai­bo (7). En este rosario de ciudades latinoamericanas, hay que decirlo, se otorgaba un lugar excesivo a Buenos Aires.

En debate con Sarmiento, a la vez que con Martínez Estrada, Ro­mero confió en las facultades progresivas de las ciudades. Se ha soste­nido que el suyo fue un optimismo urbano.[8] Esa inevitable inclinación rioplatense, en parte teorizada y en parte militante, tuvo efectos inter­pretativos cruciales, y no necesariamente concordantes con su reclamo de una comprensión matizada de América Latina. Con esa elección debía minusvalorar la relevancia de las zonas no urbanizadas, tan deci­sivas en diversos países del continente.

La historia latinoamericana de Romero pagó un alto precio por su inclinación progresista y urbanocéntrica. No obstante, puede mos­trarse que no hubo un traslado sencillo de la imaginación histórica, cincelada por la experiencia argentina, a la continental. Poco antes de Latinoamérica Romero publicó una síntesis de la historia de la ciudad de Buenos Aires.[9] Allí expresó sin ambigüedades, sus conven­cimientos “rioplatenses”. ¿Qué narración prevalecía en ese breve aná­lisis? Dieciséis renglones le bastaban a Romero para sortear el lapso 1536-1776. Era evidente que la pequeña aldea no podía sostener una historia significativa. Su interés nació con el virreinato, cuando los actores progresistas urbanos se impusieron a los conservadores. Pocas palabras, no más que veinticinco líneas fueron suficientes para que Romero resumiera la “ciudad jacobina” del momento independentista. Cien líneas explicaban la “ciudad patricia” posterior a 1810. Recién entonces hallamos a un Romero que se solaza con su tema. La “ciu­dad burguesa” y la “ciudad de masas” eran menos avaras en descrip­ciones. En definitiva, la historia de la ciudad prescindía radicalmente de su entorno rural.

El esfuerzo comprensivo de Latinoamérica fue muy otro, aunque no logró relativizar el tema rioplatense, que marcaba la melodía de su pensamiento. Lo que caracteriza al ensayo rioplatense en el siglo XX, ya sea en el formato historiográfico, la historia literaria o el estilo pro­piamente ensayístico, es el desplazamiento del dilema campo/ciudad a la vida urbana. Allí el drama nacional se refigura en otras escisiones: masas/elites, letrados funcionales/intelectuales críticos, cultura integra­da/cultura anómica.

En Latinoamérica, Romero se mantuvo en la huella de sus con­vicciones, pero inició una percepción menos encantada del reformis­mo urbano. Es necesario advertir, no obstante, que su vacilación se detuvo mucho antes de la devastación antisarmientina propuesta por Martínez Estrada. Quien se lanzó a una búsqueda peligrosa para la mirada rioplatense fue Angel Rama en La ciudad letrada, donde latía a distancia, la pulsión radicalizada de la obra de José María Arguedas. Lo esencial es que en ambos textos se crisparon las peculiaridades del ensayismo de las orillas del Plata. El ensayo rioplatense amanece con Sarmiento, esfuerza su turgencia latinoamericana con Rodó, y entra en crisis productiva con Romero y Rama.

En los lustros que siguieron a la muerte de José Luis Romero la crisis de la deuda externa latinoamericana, el fin de las dictaduras mili­tares, el retorno a las democracias que se quisieron liberales, y el triun­fo y la vacilación del neoliberalismo mezclado con el populismo, crea­ron nuevas circunstancias para la interrogación de las sociedades al sur del Río Bravo. La globalización, la regionalización, la renegociación de las potestades del Estado-nación y el unilateralismo norteamericano, condicionaron de otro modo al subcontinente.

No es extraño que en esta época de problematización de lo latino­americano el volumen aquí discutido sea considerado como una obra clásica. Creo que ello se debe a su singularidad en el largo plazo de la reflexión sobre una América Latina, cuya definición es relativamente independiente del papel de los imperialismos anglosajones. No tanto porque pueda prescindirse del momento geopolítico inevitable a que obliga la mera existencia de la potencia imperial, sino porque entonces emerge una tarea ardua: establecer una espina dorsal que manifieste la coherencia histórica del subcontinente, imposible de describir apelan­do a una historia solo cultural como la ensayada por Henríquez Ureña. En Latinoamérica aparece justamente aquella perspectiva, dialectizada entre las ciudades y las ideas, cuyas dificultades aquí no omití, pero cuyo envite intelectual intenté reconstruir. La obra, se decía en el ini­cio de este estudio, consumó el enfoque maduro de José Luis Romero, tanto por el cierre que proveyó para su macro-relato sobre el “mundo urbano”, como por la superación de la frontera entre historiografía y ensayismo que caracterizó a su deseo de saber.


[*] CONICET.

[1] Una versión de este escrito se publicó en Liliana Weinberg (ed.). Estrategias del pensar. Ensayo y prosa de ideas en América Latina (siglo XX). México, Universidad Nacional Autónoma de México-Centro de Estudios Latinoamericanos y del Caribe.

[2] José Luis Romero. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos Aires, Siglo XXI, 1976. Mencionado en el cuerpo del texto como Latinoamérica, las citas se harán con la sigla LCI seguida de la paginación correspondiente.

[3]  Rafael Gutiérrez Girardot. “La significación continental de José Luis Romero”, Hispamé­rica N° 88 (abril 2001), p. 17.

[4]  J. L. Romero, “La ciudad latinoamericana: historia y situación”, La Torre. Revista General de la Universidad de Puerto Rico, Vol. 14, N° 54 (septiembre-diciembre de 1966), p. 64.

[5]  Un texto previo, específicamente destinado a esclarecer las diferencias de largo plazo entre la experiencia europea y la americana, reconocía la relevancia de la vida rural en la historia latinoamericana. Distinguía esa importancia en una Europa donde las urbes subordinaron al campo. Allí también decía que era escaso el conocimiento disponible del mundo rural latinoamericano. Ver J. L. Romero. “La ciudad latinoamericana: continuidad europea y desarrollo autónomo”, Jahrbüch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Ge­sellschaft Lateinamerikas N° 8, Colonia, 1969. Romero jamás rescindió su confianza en el progresismo urbano y su imagen relativamente estática de lo rural. Ver, por ejemplo, “Campo y ciudad: las tensiones entre dos ideologías”, Culturas, Vol. 3, N° 5, 1978, repro­ducido en J. L. Romero: Situaciones e ideologías en América Latina. Medellin, Editorial Universidad de Antioquia, 2001.

[6]  J. L. Romero. El ciclo de la revolución contemporánea: bajo el signo del 48. Buenos Ai­res, Argos, 1948.

[7]  “Opiniones de algunos colaboradores de Cuadernos Americanos al celebrar la revista 25 años de vida”, Cuadernos Americanos N° 6 (noviembre-diciembre de 1966), p. 249. Un parecer afín había sido expresado por Romero en su “Prólogo” al libro del joven socialista Abel Alexis Latendorf: Nuestra América difícil. Tomo I, Buenos Aires, SAGA, 1957.

[8]  Adrián Gorelik. “Un optimismo urbano”, Punto de Vista N° 71, diciembre de 2001.

[9]  J. L. Romero. “Buenos Aires, una historia”, en Polémica. Historia Argentina integral. Bue­nos Aires, CELA, 1970.