Mirando atrás. Historia y memoria. (Fragmentos)

JUAN ANTONIO ODDONE

Romero y el nuevo comienzo

El mismo año en que terminé la licenciatura, al vacar uno de los cargos del Instituto me presenté al llamado y tuve suerte, aunque la idea de dejar para siempre la radio no terminaba de convencerme. Sin embargo, cuando Artola rechazó en términos muy gráficos mi pedido de seguir trabajando con medio turno (“andate nomás con esos otros indios”, fue su respuesta) no tuve otra alternativa que incorporarme a mi nueva tribu. Desde que ingresé a la facultad en una ayudantía técnico-docente (1957) no dicté clase alguna, dado el cargo menor que desempeñaba y el hecho de que casi todos los cursos estaban cubiertos. Recién años más tarde llegó aquel temible y demorado shock. Conocía mis limitaciones para hablar, ya improvisando o con guión, y mis escasas ganas de afrontar un salón lleno de estudiantes. Horror Publicus.  Pero quieras o no ese mismo año se acabó el docente-oyente. Una mañana José Luis Romero me anunció de repente que el mes siguiente se iba por un tiempo a Washington y que debía hacerme cargo de la clase y del seminario. Cumplí con el mandato y dos semanas después empecé a conversar con los estudiantes sobre las fuentes disponibles para el seminario sobre Revolución industrial y romanticismo que luego con Romero cobraría un interés inusitado entre estudiantes y colegas afines.

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El fortuito ingreso al Instituto me instaló de pronto en un medio por cierto demasiado distante del ambiente de la radio que por cierto eché de menos por un tiempo. La relación con Blanca databa de mis tiempos de estudiante, y la diaria convivencia en el Instituto nos fue acercando más. Una excursión organizada por el Dr. Petit Muñoz en uno de sus frecuentes raptos arqueológicos nos llevó a la estancia de Laurnaga (San José) en busca de restos indígenas reclutando un grupo más curioso que interesado de sus alumnos. Nos acompañaron el decano y los jefes de trabajos prácticos del Instituto. El botín recogido fue esperablemente modesto: algunas puntas de flecha recogidas al azar y unas pocas piedras desgastadas que “podrían” haber sido boleadoras. Con todo, la facundia y la inventiva inagotables de Petit Muñoz así como la deserción del decano Jiménez de Aréchaga, Narancio, Traibel y Gros Espiell que a la hora de almorzar decidieron hacer rancho aparte en el cercano Hotel de la Barra de Santa Lucía nos hicieron sentir más cómodos y distendidos.

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Desde el amanecer mientras todos íbamos despertando entre bostezos me atraía la presencia de Blanca con quien empezamos ese verano de 1953 una relación distinta a la que manteníamos en el Instituto. Me sentía cómodo y desinhibido con ella y para Navidad nos regalamos una de aquellas paquetas ediciones en papel biblia que publicó Aguilar (ella una miniatura ejemplar del Romancero Español, yo las obras completas de García Lorca). Empezamos a salir con frecuencia por las tardes rodando hacia el Cerro, Lezica, Las Brujas, el “nuevo” aeropuerto o el Parque Tomkinson que no eran metas sino caminos para encontrarnos y entrar en confianza. Tiempo después empecé a frecuentar su casa y a conocer a sus padres y a la yaya María. Este deslizamiento pronto se encauzó hacia el trabajo en común, donde el empuje de Blanca logró que me animara a publicar en El Plata y en Acción los primeros artículos de historia allá por 1955.

El proyecto de una entera historia de la Universidad data de ese tiempo, cuando el rector Mario Cassinoni nos alentó decisivamente. Fue nuestro primer intento, a tientas, de formar un equipo, ante todo porque esa era la tónica dominante. Blanca me llevaba mucha ventaja dada su experiencia previa en la Universidad de Buenos Aires, que resultó decisiva para emprender la investigación. Su propia tesis de licenciatura (sic) encaró la incidencia del pensamiento liberal en la etapa fundacional de la Universidad. Pronto se publicó como libro y un día por iniciativa de Saúl Cestau, miembro del Consejo Directivo Central, se aprobó un llamado a concurso para investigar el primer tramo de la historia de la Universidad, que escribimos juntos. Nos casamos a comienzos del 58, año de la ley orgánica, de las devaluaciones pavorosas y del colapso electoral del partido Colorado. Volvimos del Hotel Chajá, en Balneario Solís, luego de unos pocos días en Mar del Plata y empezamos enseguida a trabajar. Compartíamos un entusiasmo que aventó todas mis vacilaciones vocacionales. Me sentía muy seguro de lo que quería y empezaba a lograrlo.

José Luis Romero nos seguía orientando todo lo que podía (ya había sido rector interventor de la Universidad de Buenos Aires luego de la caída de Perón y en 1958 creaba la cátedra y el Centro de Historia Social).

De vez en cuando le devolvíamos alguna de sus visitas cenando en Adrogué con Tere y sus hijos (Luis Alberto aun de pantalones cortos y ocasionalmente María Luz o María Sol). Después de un par de Old Smugglers en la galería del frente era obligado el pasaje por el estudio, con el despliegue de mapas y planos de las ciudades medievales o burguesas sobre las que discurría su chispeante erudición y su inagotable capacidad para transmitir el entusiasmo que le producía el trabajo intelectual de cada día. Su pasión por la historia no le impedía dedicarse con idéntico celo al jardín o a las tareas de carpintería en su improvisado taller ubicado en los fondos de su casa. No era ésta una mera afición de esas que distraen. Allí fabricó con sus manos y sus herramientas sillas, mesa, asientos, bancos, o estanterías para uso doméstico que nos mostraba en su casa con el mismo orgullo que los planos de las ciudades de la Liga Hanseática.

La huella de Romero

Las elecciones nacionales de 1946 habían dado el triunfo al partido Colorado. El primer contacto oficial de Romero con la Facultad tuvo lugar ese mismo año cuando el Ministerio de Instrucción Pública le invitó a dar una conferencia en Montevideo. Ignoro cómo y de dónde surgió la iniciativa; aventuro que el diligente intermediario pudo haber sido el entonces secretario de la facultad Luis Giordano dirigiéndose al titular de la cartera Oscar Secco Ellauri. Ese gesto, que traslucía las simpatías del gobierno por los profesores destituidos en Argentina subrayaba de paso su desafección con el peronismo gobernante en un período en que las relaciones entre ambos vecinos distaban de ser cordiales. Todo lo demás vino por añadidura. Romero empieza a viajar esporádicamente a Montevideo para dictar clases y es contratado desde 1949 hasta el comienzo de la dictadura.

Quisiera recordar cómo el azar tejió sus puntadas para que un grupo de estudiantes pudiéramos iniciar nuestro aprendizaje junto a él. Imaginemos en clave contra fáctica el escenario más probable en caso de que los blancos hubieran ganado las elecciones en 1946. No me cabe la menor duda de que en esas circunstancias los hombres de Herrera doctos en temas de educación y diplomacia (Juan Pivel Devoto, Eduardo Víctor Haedo, Felipe Ferreiro) nunca habrían invitado oficialmente a un profesor abiertamente socialista y antiperonista como lo era José Luis; es desde luego una de las incógnitas de lo que no fue. Sigo preguntándome todavía cuál habría sido el rumbo de la enseñanza y la investigación histórica en la facultad sin Romero.

La euforia de la ley orgánica recién conquistada apuntó por lo pronto a recomponer “las relaciones de la Universidad con el medio social”, impulsando en varias facultades una progresiva apertura “hacia afuera”, mediante seminarios, conferencias, manifiestos, debatidos en provocativas mesas redondas donde se discutía el nuevo rol que deberían desempeñar o aspiraban a desempeñar las universidades en el mundo. Toda una fiebre de entusiasmo y replanteos. En los años previos a la sanción de la ley orgánica del 58 el replanteo del rol “aperturista” de la Universidad generó un creciente interés hacia los acontecimientos internacionales vinculados a la guerra fría (la crisis de Guatemala, la insurrección húngara y, por último y con mayor impacto, la revolución cubana) que reclamaron la atención y el pronunciamiento de la Universidad en un estado de movilización estudiantil intermitente. Los planteos reformistas que culminaron más tarde con la formulación del plan Maggiolo no son tampoco ajenos al impulso favorable que aportaron las nuevas percepciones acerca de la estructura y los fines de la institución. No nos importaba, o nos importaba menos, que ese clima de efervescente debate afectara el curso normal a expensas de las actividades académicas, asumidas en unas más que otras facultades como una segunda prioridad frente al debate político.

Desde luego que sería injusto generalizar: en la nuestra, Arturo Ardao introduce en 1949 Historia de las ideas como disciplina autónoma y la enriquece con estudios, trabajos y seminarios precursores. Ese mismo año los azares políticos de Argentina habían traído a José Luis Romero. Cuando asistí a sus primeros cursos no supe valorarlos. Sus clases no ensamblaban con la enseñanza que había recibido hasta entonces. Luego fuimos advirtiendo que con Romero recién empezaba nuestro aprendizaje, y que todo lo anterior no había sido más que un bostezado ciclo básico que nos había inculcado una obsesiva devoción por el dato y la relevancia de la historia política como claves comprensivas del pasado. Enemigo de las definiciones tajantes, el matiz de una idea podía ser para Romero toda una clave para entender un proceso.  En sus primeras clases, cuando todavía no percibíamos su estilo de pensar y exponer, recuerdo que nos desesperaban sus vuelos rasantes sobre un mismo concepto, una y otra vez, hasta hallar el término preciso que le permitía enhebrar toda una reflexión. Sus clases eran reacias a los apuntes y pronto nos acostumbramos a usar el lápiz sólo para anotar comentarios y borronear nuestras propias dudas y preguntas.

En realidad, la trama de sus lecciones estaba concebida, y ése era sin duda su propósito, para enseñar a pensar y a discutir sus razonamientos o propuestas. Semejantes clases podían llegar a ser un ejercicio agotador: tres horas matinales corridas persiguiendo la línea zigzagueante de sus exposiciones devoraban finalmente todas nuestras reservas de concentración. Fue por tal motivo que un día nos animamos a pedirle un intervalo que pronto se volvió rutina: en principio era para charlar y distendernos, pero de hecho el cuarto de hora no bastaba nunca para contestar preguntas y ensamblar razonamientos, de modo que volvíamos generalmente a clase en las mismas condiciones que la habíamos dejado. Sus seminarios, junto con los de Ardao, ensancharon los horizontes de la licenciatura, encerrados en estrechos planes de estudio y en proyectos de marcada orientación documentalista. Tengo presente el primero de aquellos seminarios acerca de las ideas y el comportamiento de las clases burguesas a fines del siglo XIX, dentro del curso de Historia Contemporánea que dictó con intermitencias desde 1950. La idea de la profundización en los temas con la participación activa de los estudiantes llevó a Romero a plantear sus cursos en régimen de seminario, lo que suponía ampliar conocimientos a partir de lecturas controladas y a la vez abría una experiencia inédita de trabajo que fue imponiéndose gradualmente en otros cursos de la licenciatura.

A fines de los años cincuenta, el proyecto de Romero y Germani sobre la inmigración masiva en el Río de la Plata resultó el primer estudio interdisciplinario encaminado al estudio de la inserción económica, la asimilación social y la participación política de los europeos en la región. Ese emprendimiento, financiado parcialmente por la Fundación Rockefeller, fue coordinado desde la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires por un equipo en el que participaron investigadores de primera fila, algunos practicones entre los que me incluyo y un grupo animoso de gente joven que aunque sin experiencia en el tema llegó a construir la base inicial de datos.

Un mediodía al levantar su clase quedamos solos con José Luis en el salón y mientras recogía sus cosas me preguntó de improviso si estaríamos dispuestos a viajar a Europa por algún tiempo largo para hacer un relevamiento de las fuentes migratorias en los principales archivos de Italia, España y Francia. Piénsenlo bien, agregó, la semana que viene hablamos… Cuando llegué a casa rebosando de entusiasmo Blanca sostuvo uno de sus rotundos; en el fondo creo que si la propuesta nos deslumbró tanto fue porque no teníamos una idea clara de la magnitud del trabajo a cumplir. Hicimos una estadía de casi un año sostenidos por una beca del gobierno italiano y principalmente por las remesas con que los organizadores del proyecto cubrieron nuestros gastos. Aprendimos sobre la marcha algunas cosas que a la distancia hoy ya no nos resultan tan importantes. Buscar, seleccionar y copiar documentos nos parecía entonces una meta capital y era, además, el cometido que se nos había asignado; pero tal vez nosotros lo sobrevalorábamos. Sucumbimos, es cierto, a la fascinación de los archivos pero la tarea cumplida permitió disponer de un vasto aporte documental; ni qué decir que en el orden personal aquella estadía resultó una experiencia intensamente compartida y que marcó el rumbo de lo que luego haríamos por algunos años en la Facultad.

Al regreso se abrieron otras puertas. Romero me contrató para coordinar la etapa de ordenamiento de fuentes y relevamiento bibliográfico que debía cumplirse en la Cátedra de Historia Social de Lavalle casi San Martín, en cuya sede trabajé con el apoyo de un grupo de jóvenes y veteranos entusiastas; ya no recuerdo muchos de sus nombres pero retengo los de Mora y Araujo, Alicia Goldman, Leandro Gutiérrez, Elva Heras, Margarita Montanari, Néstor Colli, Manuela Bejarano, Haydeé Gorostegui, junto a los seguimientos estadísticos de Susana Torrado y a las ocasionales intervenciones de Boleslao Lewin, tronante contradictor de todas las opiniones, salvo, por supuesto, la suya. Esa tarea se prolongó durante todo el pródigo año 61 cuando pude ser al mismo tiempo un ávido y distante espectador de la explosión cultural que sucedió a la caída del peronismo. Fue un año augural para las ciencias sociales que se expandieron en casi todos los sitios académicos. Pronto olvidé la radio y sustituí aquel escenario de farándula por otro más alucinante donde bullían proyectos y planes de estudio discutidos en seminarios y mesas redondas que podían prolongarse en las informales tertulias de café, desde el Tortoni al Richmond de Florida, vecino del flamante Instituto de Sociología dirigido por Gino Germani. La estadía del 61 me permitió reconocer a distancia, personalidades tan dispares como Tulio Halperin, Nicolás Sánchez Albornoz, Roberto Cortés Conde, Ezequiel Gallo, Sergio Bagú, Ceferino Garzón Maceda, Reyna Pastor, Silvia Sigal, a veces Ismael y David Viñas, Ernesto Laclau, Torcuato Di Tella, entre las que recuerdo. En la Cátedra de Historia Social de Lavalle 465 era frecuente, si no cotidiana, la presencia de Ruggiero Romano y Gustavo Beyhaut, con quienes tuve acercamientos y diferencias que no podría olvidar.