Presencia de José Luis Romero en la Universidad uruguaya

JUAN ANTONIO ODDONE

Sin los azares políticos que vive Argentina luego de 1943, quizá José Luis Romero no habría marcado una huella tan significativa en la Universidad uruguaya. La larga secuencia de exilios y destierros que conocieron las vecinas orillas del Plata desde los días del rosismo agregó entonces un nuevo capítulo a su vieja historia. Respondiendo a la prolongación del estado de sitio, el grupo más activo de la oposición al régimen militar se instala en Montevideo donde despliega una intensa campaña en la prensa uruguaya, en los periódicos de los exiliados y, con particular énfasis, en la radio, como lo recuerda Guillermo Korn, cronista de aquel corto exilio que concluyó con el momentáneo levantamiento de la medida que lo había motivado. Sin embargo, el rumbo que venían tomando los acontecimientos desde fines del 45 sólo podía vaticinar la inminencia de otros exilios. Después de las elecciones de febrero, el declinante gobierno de Farrell clausuraba su mandato con la intervención de las universidades y la expulsión masiva del profesorado desafecto al candidato triunfante. Para la Universidad de Buenos Aires especialmente, las pérdidas intelectuales fueron de gran magnitud al significar el alejamiento —temporario en algunos casos, en otros ya definitivo— de eminentes docentes e investigadores que vaciaron de pronto zonas enteras del saber humanístico y científico.

Esta coyuntura tan desafortunada para las universidades argentinas tuvo en cambio inesperadas repercusiones para la uruguaya, donde apenas se instalaba la Facultad de Humanidades y Ciencias, en un país en el que ese género de estudios carecía de toda tradición académica. Las destituciones del 46 traerían por lo pronto a la misma ciudad y al mismo centro de estudios a dos prominentes universitarios desplazados, ambos historiadores. Primero fue el doctor Emilio Ravignani, a quien se encomendó organizar y dirigir el flamante Instituto de Investigaciones Históricas. Recogiendo su larga experiencia de Buenos Aires, Ravignani supo impulsar con su reconocida capacidad los primeros pasos del nuevo centro al que aportó —previsiblemente— el temperamento y los criterios metodológicos de la “nueva escuela”.

A comienzos de 1949 José Luis Romero es invitado a dictar dos cursos en nuestra Facultad. Cuando llegó a Montevideo aún no había cumplido los cuarenta años y el bienio precedente había sido particularmente duro para él. Como solía recordarlo, fueron aquellos los años difíciles en que traducía para Larousse y prologaba para Jackson, mientras escribía febrilmente para cotizadas revistas extranjeras. Pero además de sobrevivir, logró entonces encauzar y culminar algunos de sus más audaces proyectos intelectuales. Cuando a la hora de su destitución salía de la imprenta del Fondo la primera edición de Las ideas políticas en Argentina, ya tenía planeado el bosquejo del fresco interpretativo de los últimos cien años del mundo occidental que luego plasmó en un libro a la vez medular y deliberadamente esquemático con el que se propuso desentrañar las claves de su propio tiempo. Me refiero, como ustedes saben, a El ciclo de la revolución contemporánea editado por Argos en 1948. El mismo año en que llega a Montevideo, aparece La Edad Media, síntesis global de toda una época y de una problemática de la que no se apartará por el resto de su vida.

La Facultad a la que ingresaba Romero estaba aún en ciernes. Su sede inicial, emplazada en el vetusto edificio universitario que había construido el financista Emilio Reus en el filo de la crisis del 90, era más bien un inmenso palacio venido a menos y semivacío. Su instalación revelaba un mosaico de carencias: laboratorios y gabinetes desprovistos, una biblioteca exigua, unos institutos que en su mayoría sólo existían en el papel. En notorio contraste, el país donde nacía la precaria Facultad irradiaba una imagen arrogante que en realidad sólo reflejaba una afortunada coyuntura externa. En la plenitud de su restauración democrática el Uruguay vivía su último espejismo a expensas de los saldos favorables acumulados durante la Segunda Guerra Mundial. Fueron aquéllos los años de esperanzas industriales sin límite, de la sostenida emigración a la capital, de las fábricas en plena ocupación, del boom edilicio que transformó el perfil urbano de Montevideo.

Los que conocimos entonces a Romero tenemos un vivo recuerdo de sus lecciones. Podría decirse que lo que más impresionó a mi generación fue su excepcional capacidad para despertar un interés sostenido por lo que enseñaba. Después de un primer año de cursos teóricos inauguraba la primera experiencia de seminario que conocimos en la Facultad, una experiencia que sacudió nuestro provincianismo académico, haciendo tambalear los criterios tradicionales de la “clase magistral”. Los seminarios de Romero, junto con los de Arturo Ardao, ensancharon bruscamente los horizontes de la licenciatura de historia, encerrados hasta entonces en planes de estudio poco flexibles y en un tipo de investigación documentalista más bien rutinaria. Tengo presente el primero de aquellos seminarios acerca de las ideas y el comportamiento de las clases burguesas a fines del siglo XIX, incluido en la cátedra de Historia Contemporánea que con intermitencias dictó Romero desde 1950.

Por ese tiempo, y tras una invitación ocasional, comenzaron nuestros viajes periódicos a Adrogué; desde entonces siempre surgieron pretextos para cruzar el río y repetirlos. Quizá los atractivos de aquellas excursiones no fuesen sólo mérito de Romero. La localidad del Gran Buenos Aires conservaba todavía un acusado encanto finisecular, al que se integraba también el propio viaje en tren y el inevitable tránsito por el jardín del viejo hotel Las Delicias, cercano a la estación. La casa de la calle Cerretti era otro mundo, rejas adentro: el porche hospitalario, la sala enorme, con eternas persianas cerradas, donde se respiraba una atmósfera de sombría solemnidad que contrastaba con la calidez y la luminosidad del comedor y el estudio contiguo donde notas manuscritas, libros abiertos y subrayados con distintos colores, fichas distribuidas sobre el escritorio, mapas y planos de ciudades mostraban un despliegue de creativo desorden. Pido perdón por abrumarlos con unos recuerdos personales que con todo me cuesta eludir. Quizá, es mi excusa, han contribuido también a situar la presencia de Romero en quienes tuvimos el privilegio de compartir su amistad junto con la de Tere.

Cuando el vuelco político del 55 lo llevó al rectorado de la Universidad de Buenos Aires, el retorno a las actividades académicas y políticas no alteró la continuidad de su vínculo con la Universidad uruguaya. Algo cambió, sin embargo; la salud y las obligaciones perentorias espaciaron sus viajes a Montevideo que ya no seguían aquella inquebrantable rutina semanal, sólo interrumpida cuando la niebla cerraba el aeropuerto o suspendía los viajes del vapor de la carrera.

La idea de consolidar un pequeño centro de estudios en nuestra Facultad, sobre la que venía insistiendo Romero desde principios de los años cincuenta, sólo logra concretarse en 1962 con el establecimiento de la ’’Sección Historia de la Cultura” que nace bajo su inspiración y dirección en medio de las estrecheces propias del erario universitario. El local —que fue lo mejor que pudo conseguirse— era la modesta mitad de un salón que antes ocupaba la utilería del Teatro Universitario. Pero desde la novel Sección —y aún con un mínimo de personal— pudieron comenzar a organizarse actividades de docencia e investigación de un modo algo más sistemático; los cursos y seminarios de Historia de la Cultura, ya incorporados al plan de estudios, generaron una afluencia creciente de estudiantes y pronto la Sección vino a ser un punto de confluencia y de consulta para alumnos de distintas licenciaturas.

Si nos fuese posible delinear la semblanza docente de Romero en aquellos años empezaríamos señalando que para nosotros fue un renovador. Por su modo de abordar la Historia, por su propia conceptuación del saber histórico, y sobre todo por sus aportes teórico-metodológicos, Romero perdura como uno de los docentes más formativos que conoció nuestra casa de estudios. Cuando empezábamos a asimilar los rudimentos de una historia fáctica y documentalista, supuestamente objetiva por su distanciamiento del presente vivo, Romero llegó a tiempo para reenfocar y revisar esa visión estática del quehacer histórico y de su papel en el mundo actual, abriéndonos así un camino totalmente nuevo. Sus dos cursos de 1949, Introducción a los Estudios Históricos y Filosofía de la Historia, anticiparon ya esos rasgos, aunque no los hayamos percibido sino mucho después.

Enemigo de las definiciones tajantes, el matiz de un concepto podía ser para él toda una clave para entender un proceso. En sus primeras clases, cuando todavía no nos resultaba familiar su estilo de pensar y exponer, recuerdo que nos desesperaban sus vuelos rasantes sobre un mismo concepto, una y otra vez, hasta hallar el término exacto que le permitía enhebrar toda una reflexión. Las clases de Romero eran reacias a los apuntes; pronto nos acostumbramos a usar el lápiz sólo para anotar comentarios y preguntas, y procurábamos remontar hasta donde pudiéramos la línea zigzagueante de su pensamiento. En realidad la trama de sus clases estaba concebida —y sin duda era su propósito— para enseñar a pensar y a seguir sus razonamientos o propuestas. Esas clases —por qué ocultarlo— podían ser agotadoras: tres horas matinales corridas devoraban finalmente todas nuestras reservas de concentración. Un día nos animamos a pedirle un intervalo de un cuarto de hora que pronto se volvió rutina: en principio era para charlar y distendernos, pero de hecho el cuarto de hora no bastaba nunca para satisfacer preguntas y oponer razonamientos, de modo que volvíamos generalmente a clase en las mismas condiciones que la habíamos dejado… Entre sus rasgos más peculiares de expositor evocamos su lenguaje, tan castizo y tan rioplatense a la vez; quizá el dato parezca banal, pero a través de su lenguaje, con su dicción y su calidez, sus inflexiones, sus hesitaciones reflexivas, nos llegaba también la sustancia intransferible de su saber.

Imposible desde luego resumir aquí el repertorio de ideas que traía Romero. Por lo pronto nos enseñó a desconfiar de las falsas barreras que solían separar el pasado del presente para oscurecer este último. “Pasado, presente y futuro —insistía— son etapas de una curva, de una línea ininterrumpida que la experiencia enseña que es homogénea”. En la misma línea discursiva estimuló a concebir el pasado en términos de presente partiendo de la premisa de la historicidad de la existencia. Su reivindicación de la “historia viva” fue ejemplar al revelarnos cómo en todas las épocas surge un interés del hombre por su destino que desemboca en una preocupación de tipo historiográfico. Supo hacernos comprender mediante un enriquecedor repertorio de ejemplos, la relación entre la crisis y la toma de conciencia historiográfica.

En sus clases eran frecuentes las referencias a algunas disciplinas afines, como la historia de la historiografía que él concebía sobre la base de un esquema estructural del pensamiento historiográfico; correspondería a Romero iniciar la enseñanza de esa materia en Humanidades de Montevideo, incorporada en 1960 a los estudios curriculares.

Pero antes de cerrar este desordenado inventario quisiéramos referirnos a dos de las aportaciones sustanciales que debemos a José Luis Romero en el campo del saber histórico del Río de la Plata.

Una de ellas es la concepción de la Historia en términos de historia de la cultura. Pese a hallarse implícita en algunos de sus trabajos anteriores, su primera formulación expresa aparece, como se sabe, en el número inicial de Imago Mundi. Deseo sólo aludir a la proyección que esta postura historiográfica tuvo en su docencia universitaria montevideana. Yo diría que todos sus cursos y seminarios a partir de 1952 están penetrados por la dialéctica del orden fáctico y del orden potencial. Cuando propone en sus programas el análisis de la mentalidad burguesa en el siglo XIX, se cuida siempre de subrayar y deslindar “actitudes e ideas”; cuando emprende aquel seminario modelo sobre “Revolución industrial y Romanticismo” aparece de nuevo el vínculo dialéctico entre aquellos conjuntos homólogos; constituyó la idea-eje de ese seminario precisamente la relación entre el cambio industrial y el disconformismo romántico; cuando crea la Sección Historia de la Cultura, es sugestivo que el primero de los títulos de la serie Estudios monográficos, publicado en 1963, reproduzca el manifiesto con que define en Imago Mundi la concepción histórico-cultural.

La otra aportación de Romero es su peculiar enfoque de la historia social. Fue Sergio Bagú quien observó que Romero llegó a la historia social por la vía de la historia de la cultura. Y sin duda es así. El tema focal de la formación de la burguesía como clase lo llevó a un análisis “histórico-cultural” de todo el universo burgués, al que consagró una parte sustancial de su obra.

Después de renunciar a las funciones de Rector-interventor, la actividad de Romero contribuye decisivamente al esplendor académico que vive la Universidad de Buenos Aires durante la década que antecede al golpe militar de 1966. En ese período tan fecundo de su vida, Romero asumió cargos, compromisos, empeños múltiples. Tras la sanción del Estatuto universitario de 1958 y en el clima de renovación que propició la apertura de nuevas carreras en el área de las ciencias sociales, Romero promueve la creación de la Cátedra y el Centro de Estudios en Historia Social, nuevos ámbitos por donde transitaron o se formaron tantos investigadores y desde donde se promovieron algunas valiosas experiencias de trabajo interdisciplinario. Quiero recordar sólo una de aquéllas, la que se vincula con el proyecto sobre “El impacto de la inmigración masiva en el Río de la Plata”, codirigido por Romero y Gino Germani, en la que me correspondió una modesta participación que implicó una irrepetida oportunidad de aprendizaje. Entre mis papeles de aquellos años he encontrado la versión mecanografiada de una conferencia dictada por Romero en la Facultad de Humanidades de Montevideo en mayo de 1959; en ella traza una abreviada trayectoria de la historia social, concebida como uno de los tres planos de la realidad histórico-cultural. De ese mismo año conservo el texto de otras dos conferencias en las que se refiere al enfoque de la historia de las mentalidades. El objeto de ambas es el surgimiento de la mentalidad urbana como encarnación del mundo burgués que cobra forma histórica desde el siglo XI. En su análisis de la revolución burguesa privilegia tres situaciones convergentes: la aparición de una nueva clase social, la aparición de un mundo de ciudades y la aparición de un mundo mercantil que en su conjunto plasman el surgimiento de una nueva imagen del hombre.

La presencia de Romero en la Universidad uruguaya fue, como hemos querido señalar, altamente formativa. En reconocimiento a su descollante labor docente y a su trayectoria universtiaria y cívica la Universidad de la República le confirió en 1963 el doctorado Honoris Causa, distinción que nuestra universidad no ha sido pródiga en otorgar. Poco tiempo después, los acontecimientos de 1966 implicaron su alejamiento definitivo de la Universidad argentina. Pero ni aún en tales circunstancias cesó el antiguo vínculo —ya tan académico como afectivo— que lo unía a nuestra Facultad. Sus últimos viajes se sucedieron hasta la víspera de la crisis institucional uruguaya. En junio de 1973, de nuevo un golpe militar clausuró su labor docente. Con la intervención de la Universidad de la República se interrumpió de hecho, y ya para siempre, aquella relación, tan fecunda para nosotros, que había empezado casi con la Facultad misma a la que el querido maestro había prestigiado durante un cuarto de siglo.