Prefacio a Estudio de la mentalidad burguesa

LUIS ALBERTO ROMERO

El texto que se leerá es la versión, apenas corregida, de un curso dictado hacia 1970 por José Luis Romero para un grupo de amigos, semanalmente reunidos en la casa de uno de ellos. Se encontraba entonces en la plenitud de su madurez intelectual. Poco antes había concluido La revolución burguesa en el mundo feudal, una empresa que le demandó veinte años de trabajo, y estaba escribiendo sus otros dos libros mayores, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, que apareció en 1976, y Crisis y orden en el mundo feudo-burgués, que quedó inconcluso y fue editado luego de su muerte en febrero de 1977. Por esos años ya había planeado los libros que escribiría en lo que creía que le quedaba de vida útil: Sociedad y cultura en el mundo occidental (dos nuevos volúmenes completarían el ciclo histórico que, con La revolución burguesa y Crisis y orden, había alcanzado el siglo xvi), Teoría de la vida histórica, La estructura histórica del mundo urbano y éste, La mentalidad burguesa, que empezaba a desarrollar como lo hacía habitualmente, explicándolo en clases y cursos hasta que se sentía listo para escribir.

En 1966 se había alejado de la universidad, retornando a esa situación de marginalidad que, como ha señalado Tulio Halperin Donghi, caracteriza su posición toda en la historiografía argentina. Fuera de la universidad, siguió dictando conferencias, clases y cursos. Algunos, como los de la Biblioteca del Consejo de Mujeres, alcanzaron cierta notoriedad. Otros tuvieron como destinatarios a amigos interesados por los temas pero, sobre todo, cautivados por su personalidad de maestro.

En alguna medida, las características de su público se trasuntan en la densidad y complejidad del texto. Pero no demasiado. Precisamente uno de los rasgos más característicos de sus clases, en el que se reconocía su calidad de maestro, era la capacidad para hacerse entender por cualquier auditorio y a la vez trascenderlo, conservando todo el rigor de un pensamiento que, por entonces, había alcanzado un alto grado de abstracción.

No puede omitirse, sin embargo, una reflexión acerca de esta situación, que dice mucho sobre nuestra historia cultural reciente. Un maestro —y no los hubo muchos— en su madurez, no pudo llegar a quienes mejor podían haber aprovechado sus enseñanzas. Más aun, una tradición intelectual —esa que, quienes nos formamos en ella, identificamos con la “historia social”— se vio tajantemente interrumpida. En buena medida esto debe atribuirse al deliberado oscurecimiento de nuestra vida universitaria, provocado por las fuerzas ancestralmente reaccionarias que, casi sin interrupción, las rigieron desde 1966. Pero también —debe reconocerse— a que el clima de ideas dominante entre los estudiantes y jóvenes graduados desde los finales de la década del sesenta era poco propicio para que el pensamiento de José Luis Romero fuera apreciado.

El tema propuesto para el cursa era vasto y ambicioso: el desarrollo de la mentalidad burguesa, desde su constitución en el siglo XI hasta su crisis en nuestro siglo. Suponía estudiar no sólo toda la cultura occidental, de la que la mentalidad burguesa es su meollo, sino también considerar, en alguna medida, todo el mundo actual, marcado por esa cultura.

Naturalmente, la profundidad en el desarrollo de este vasto programa es desigual. En parte, refleja el diferente grado de avance en la construcción que iba haciendo de su libro. Pero también testimonia su interés por ciertas coyunturas y particularmente por el momento del cambio, del surgimiento de la nueva mentalidad. Como ha dicho Ruggiero Romano, “su idea —que era casi una obsesión— era la de sorprender el momento, el instante fugaz de una sociedad… (el de) un nacimiento en el seno de una crisis”.

Así, hace en este libro un amplio desarrollo del surgimiento de la mentalidad burguesa en el marco de la cristiano feudal dominante, contra ella pero también apoyándose en ella. Quienes conocen bien La revolución burguesa en el mundo feudal reconocerán aquí sus líneas principales, planteadas quizá con menos sutileza y erudición que en ese texto, pero probablemente en forma más clara y categórica.

Del periodo siguiente, entre los siglos XIV y XVIII, sólo se plantean las grandes líneas: la forma madura de la mentalidad burguesa del siglo XVIII, vista sobre todo en relación con las experiencias iniciales que la constituyen, y antes que eso el proceso del “encubrimiento”, luego del franco y desembozado surgimiento de esa mentalidad; esta idea del encubrimiento, una de las más sugestivas que se desarrollan en el texto, había sido esbozada en obras anteriores: en Maquiavelo historiador y La cultura occidental, y también en un sugestivo artículo: “La ópera y la irrealidad barroca”.

La crisis de la mentalidad burguesa, a partir de la Primera Guerra Mundial, es tratada con más detalle. Sorprenderá que se soslaye el tema de la mentalidad revolucionaria y antiburguesa, quizá porque sus contenidos, ampliamente desarrollados en El ciclo de la revolución contemporánea, de 1948, son ajenos al tema central de este estudio. Quizá también porque, frente a la habitual contraposición mecánica entre un mundo burgués y otro proletario y socialista, presentados en términos absolutamente alternativos, prefería observar el nacimiento de éste, en el seno de la propia crisis interna de la mentalidad burguesa, en ese momento sutil del cambio en el que el sentimiento del agotamiento de una estructura, y la confusa y contradictoria búsqueda de alternativas, aún no ha plasmado en una nueva mentalidad. Tal la característica del disconformismo contemporáneo, con el que se cierra este Estudio.

Junto con el análisis específico de la mentalidad burguesa se encontrará en este texto una preocupación por precisar la estructura y dinámica de lo que denominaba “la vida histórica”. Dentro de su visión radicalmente historicista, este concepto debía ser equivalente, en el campo de las ciencias sociales, al de naturaleza en el de las físico-naturales. En el centro de ese concepto se encuentra la relación —compleja y multidireccional— entre lo que denominaba orden fáctico y orden potencial, estructura real y estructura ideológica, o más simplemente sociedad y cultura. En ese marco se inscribe la preocupación, ampliamente documentada en este texto, por las relaciones entre situaciones sociales, sujetos y mentalidades, y particularmente la trasmutación de experiencias concretas en formas mentales acuñadas. También es compleja la relación que establece entre estas mentalidades, constituidas por ideas vagas, opiniones, saberes no teorizados, actitudes y valores, y el mundo de las ideas sistemáticas, de las ideologías. Nuevamente, la relación entre éstas y las situaciones reales es diversa y no reducible a un modelo único: a veces son formas de mentalidad decantadas; a veces las moldean vigorosamente; en ocasiones explican una situación social, o convencen de su legitimidad a sus actores; en otras se distancian, las enfrentan críticamente, proyectan otra alternativa y guían en ese sentido la acción de quienes se identifican con ella.

Esta relación compleja y cambiante de dos órdenes de fenómenos, entre los que no establece jerarquías a priori, resulta sin duda de actualidad hoy, cuando en estos temas parece dejarse de lado el reduccionismo rígido y algo ingenuo que dominaba dos o tres décadas atrás, es menor el gusto por las determinaciones unilineales y, en general, desaparece la subestimación de los fenómenos ideológicos y culturales, otrora remitidos al rincón de las “falsas apariencias”. El programa de la historia de la cultura —con el que José Luis Romero identificó en la década del cincuenta sus dos empresas más entrañables: el Seminario en la Universidad de la República en Montevideo y la revista Imago Mundi— resulta hoy, paradójicamente, un programa de avanzada en las ciencias sociales.

Lo que se leerá no es escritura sino palabra viva. Con mínimas e imprescindibles correcciones, se encuentra en el texto todo lo que es propio de una clase. A veces, un cierto desequilibrio en el desarrollo de los temas, cuando el interés por un aspecto lo llevaba a incursionar por sus múltiples implicaciones, al precio de esbozar apenas otros temas previstos. También, cambios de nivel y de registro: coloquial en ocasiones, cuando se esfuerza por hacer sencillo un tema complejo; rigurosamente conceptual, cuando cree logrado ese objetivo y, distanciándose de sus interlocutores inmediatos, se lanza a la elaboración más compleja.

Pero en cambio se encontrará la frescura de la palabra y el pensamiento vivos, creándose en ese momento. También, el deguste del matiz, la anécdota, el detalle significativo, y ese formidable talento que tenía para recrear la vida histórica, bullente y simple a la vez, y para sumergir en ella a su interlocutor, haciéndolo participar de su recreación y de su mismo transcurrir. Sobre todo, su capacidad para plantear, con rigor y claridad, las grandes líneas del desarrollo, esas “formidables síntesis que fluyen con facilidad admirable”, que recordó Ezequiel Gallo; aquellas que, arrancando del más remoto pasado, se enlazan con el presente, vasto y confuso, iluminándolo y tornándolo claro y comprensible. Es fácil, creo, reconocer en estas páginas no sólo al historiador sino también al maestro.