El jardinero y la historia

LUIS ALBERTO ROMERO

– La vida pública de José Luis Romero se desarrolló en una Argentina violenta, casi siempre con dictaduras militares y en un mundo dividido en dos bloques. ¿Cuál sería la vigencia de sus ideas en el escenario tan distinto de este fin de siglo?

– En realidad, yo fui estudiante cuando mi padre era profesor. De modo que veía las cosas de los dos lados. Escuchaba lo que decía él, y, por otro lado, escuchaba lo que se decía en el ambiente estudiantil, donde mi padre era apreciado pero, de algún modo, era visto como una persona del pasado. A mí me creaba conflictos. Pero, mirando lo que sucedió en los últimos veinte años, el marxismo pesado de los 60 dejó de tener vigencia y, en cambio, todos los desarrollos de mi padre sobre la historia de la cultura pasaron ahora a cobrar una actualidad muy grande.

-¿Lo sorprendió?

– Sí, porque, durante un tiempo, yo dejé de leer sus libros. Trabajé sobre otros autores, como Raymond Williams, estudiando problemas culturales y de la sociología. Como debía enseñar y utilizar los textos de mi padre, los volví a leer y me pegué un susto: vi que las cosas que se venían diciendo sobre las complejas relaciones entre lo material y lo simbólico ya estaban presentes en sus libros con un desarrollo totalmente personal.

-¿Romero ponía el acento en la autonomía del mundo simbólico?

-Al revés: él mostraba que las relaciones entre lo material y lo simbólico son tan complejas que uno no puede decir que haya una de las dos que sea primera y determine a la otra. Es un entretejido. Es como aquel concepto de Raymond Williams de que, en realidad, son dos caras de una misma organización. El otro gran corpus en el que se revaloriza hoy a José Luis Romero es en aquello que alude a los grandes relatos. Porque todo su trabajo está organizado en tomo a la idea de un gran relato, en el sentido de que no hay cortes entre el pasado, el presente y el futuro.

-¿Eso se conecta con su condición de hombre público?

-Claro. El trabajaba pensando en un futuro. Era un académico, pero también, un militante. Ese espíritu se vino muy abajo con el posmodemismo, pero ahora la nueva crítica está reclamando que la interpretación histórica trate de unir el pasado con un proyecto. Empieza a haber insatisfacción con la idea del académico cerrado a la realidad de su tiempo.

-¿Usted se refiere a la queja por la excesiva fragmentación de la historia?

-Por la excesiva fragmentación y por la renuncia a la idea de mirar la totalidad. Las ideas de globalidad de mi padre no son simplificadoras y deterministas, sino bastante complejas. Y un tercer aspecto en que creo que sus ideas tienen un renovado interés es en su combinación de socialismo con democracia y liberalismo, este último en el sentido progresista del término.

-¿De modo que para los jóvenes de los 60 José Luis Romero era como la derecha de la izquierda?

-Sí. Bueno, mi padre participó en la dirección del Partido Socialista con el grupo de personas que se abrirían de alguna manera a los peronistas, y acompañó a la corriente interna de izquierda en la penúltima división. Me refiero a la de 1956, cuando en el partido estaban Alfredo Palacios y Alicia Moreau de Justo. No querían dialogar ni con Perón ni con el peronismo doctrinario, pero sí con los trabajadores peronistas. Luego mi padre acompañó al socialismo de vanguardia y llegó hasta 1961 en la fracción interna más a la izquierda. Se alejó porque el partido decidió apoyar la candidatura del peronista Framini.

-Siempre se llevó mal con el peronismo.

-Fue siempre un opositor, un antiperonista. Pero en sus libros se distinguió del gorilismo, porque trataba de separar al peronismo como un fenómeno de la sociedad argentina, distinguiéndolo de Perón. De hecho, en un artículo periodístico que escribió hacia 1974, “El carisma de Perón”, examinaba por qué en el 73 Perón había logrado ser todo para todos, y analizaba el porqué de ese equívoco. Además, en “Las ideas políticas en Argentina”, él llegaba hasta 1946, pero incluía un epílogo donde formulaba interpretaciones agregadas en 1955 y en 1973 sobre el peronismo.

-¿Cuál fue el libro que produjo el mayor impacto?

-Creo que ese. No tanto por su visión del peronismo, sino por la introducción de la historia social para explicar la Argentina posterior a 1880. La idea del país aluvional y del impacto de la inmigración es un concepto que prácticamente lo inventó él y fue la base de muchas posteriores interpretaciones sobre la Argentina.

-¿Qué le pudo haber aportado su condición de medievalista para descifrar claves de la historia de nuestro país?

-Creo que su característica de plantear todo dentro de una visión general. El diseñó la materia Historia Social General, que es la materia que ahora dicto yo. Tres de sus alumnos de entonces, o sea yo junto con otros dos profesores, decidimos en 1984 recrear la materia con las líneas que él marcó, que consisten en mirar la historia occidental y examinar cómo la historia de América latina ingresa en ese mundo. No hay fenómeno de la historia argentina que se entienda al margen del fenómeno más global de Occidente. Hablo del Estado de Bienestar, del fascismo, del socialismo.

-El mantuvo polémicas en torno de la idea del ser nacional.

-Polemizaba con la visión esencialista, de una esencia nacional, de Martínez Estrada. Se oponía a toda visión de algo que se sustraiga a la historia. Mi padre era un historicista total y no un hombre de pensar en esencias inmutables.

-Pero no rechazaba la búsqueda de un perfil nacional.

-Pero un perfil nacional que se construye y reconstruye permanentemente. En las décadas del 30 y el 40, todos los que tenían una mirada esencialista consideraban la inmigración como un fenómeno extraño y de algún modo deformante de nuestras supuestas esencias. En las antípodas, mi padre inventó el tema de la inmigración y el peronismo como cuestiones que recreaban toda nuestra historia.

-¿Qué lo llevaba a actuar también como militante?

-El hecho de que integraba el pasado, el presente y el futuro, lo personal, lo intelectual, todo. Pensaba que el mundo marchaba en un sentido progresista, era absolutamente optimista, y creía que tenía una responsabilidad como militante unida a su tarea de intelectual. Cuando publicó “Las ideas políticas…” aclaró en su epílogo que él era una persona políticamente comprometida. Lo llamó el libro de un ciudadano, más que el libro de un historiador.

-¿Qué lugar ocuparon las ciudades en su pensamiento?

-Desde que empezó a trabajar en la historia medieval, la ciudad se convirtió en el núcleo de interpretación. El mundo occidental es un mundo urbano, en el cual la burguesía medieval inicia la construcción de lo que sería con el tiempo la red esencial de esta cultura: las ciudades. Luego estudió las ciudades latinoamericanas. Para él eran el núcleo activo de la realidad histórica, el lugar donde se generan los impulsos. Es algo bastante sarmientino. Mi padre se sentía muy identificado con aquella contraposición campo-ciudad.

-¿Su padre y el hermano, el filósofo Francisco Romero, eran intelectualmente almas gemelas?

-Había veinte años de diferencia. Mi abuelo murió cuando papá apenas tenía diez años, y mi tío fue como su padre. De chiquito, lo sentaba a jugar con él, y de grande lo llevó a estudiar a la Universidad de La Plata, donde era profesor. Siempre fue su tutor, pero, como sucede con los hijos, en un momento toman distancias y empiezan a pensar distinto. Tuvieron puntos de disidencia, aunque no tan visibles. Mi tío encajaba en el gorilismo, el antiperonismo a ultranza, de modo que el intento de apertura de mi padre hacia el peronismo no le hizo mucha gracia.

-¿Usted también tomó distancia de su padre en algún momento?

-A esta altura, no me acuerdo. Seguramente ocurrió… digamos que hubo unos años en que yo dejé de leerlo, hasta que publicó “Latinoamérica, las ciudades y las ideas, que fue una obra maestra. Yo leí el original y me quedé asombrado. Le había perdido la pista y no sabía que estaba haciendo eso. Esos cuatro años en que no leía sus cosas fueron la época en que me casé y dejé la casa paterna. Pero, salvo ese período, siempre estuve muy pegado a él.

-¿No tenían discusiones de fondo?

-El era muy abierto y muy respetuoso. Ponía muchísimo cuidado de no presionarme con sus ideas. Pero era inútil porque su presencia ya era imponente.

-¿Cómo ha sido cargar con semejante apellido?

-Nunca me pesó. Pero ahora estoy orgulloso de mi padre. Y si me confunden con su nombre, me pongo muy contento.

-¿No le ha preocupado diferenciarse?

-Bueno, es que el nivel de mi padre como intelectual es tan alto que no tengo necesidad de diferenciarme. Yo soy un buen profesional. Pero mi padre fue un tipo excepcional. De modo que no siento que deba diferenciarme. Es como si un intendente de pueblo se comparara con el presidente de la Nación.

-¿Cómo era en la intimidad?

-Era una persona extraordinariamente sociable que disfrutaba conversando con toda clase de gente. Escuchaba con enorme atención. Eso lo ayudaba a construir sus reflexiones. Tenía dos hobbies: la carpintería y el jardín. Durante mucho tiempo los vi simplemente como hobbies. En 1958 levantó una casa en la punta de un médano en Pinamar, y en seis años transformó ese médano en un gran parque. Todas las mañanas se dedicaba al jardín, y, por la tarde, se sentaba a contemplar lo hecho, y a pensar en lo que haría al día siguiente. Bueno, ahí están algunas de sus ideas sobre la manera burguesa de relacionarse con el mundo: la relación con la naturaleza es, en parte, estética y, en parte, de transformación técnica. Cierta vez, releyendo en sus libros la larga explicación sobre la Edad Media, me di cuenta de que mi padre jardinero era eso. Era el burgués que transforma la naturaleza, se aparta, la observa y sigue rehaciéndola.