Prefacio al curso “El siglo XVII” (1951)
Yo no dudo de que esté constituyéndose, poco a poco, y acaso de manera imperceptible, una conciencia histórica tan aguzada y decidida como la que demandan las dramáticas horas que vivimos. A nuestro alrededor todo parece decirnos que algo se destruye y algo se edifica a un tiempo mismo, y no creo posible que pase inadvertida para nadie esta urgencia suprema de precisar el rumbo del navío en que viajamos y de determinar exactamente qué etapa de la marcha nos toca recorrer. Porque es indudable que hay una ruta hacia cuya norte gira nuestro tiempo y no es menos seguro este deber que nos abruma a los hombres de occidente de procurar vivir conscientemente, sin místicas entregas, nuestro destino histórico.
Seguramente una sabiduría secular obra en nosotros y conduce el curso de las cosas conforme a cierto genio subyacente en nuestros espíritus, sin que acertemos a comprender su voz. Pero sufrimos desde antiguo una candente exaltación del espíritu manifestada en la exigencia de conocer por vía de la razón las causas próximas y las causas remota y esta exigencia nos define y nos individualiza: tentación demoníaca en la concepción bíblica, el hombre de Occidente ha preferido reconocer en esta punzante presencia del logos un signo divino, y hace ya más de 25 siglos, desde los Jonios y desde Heráclito, que laboramos ininterrumpidamente por penetrar en el misterio de la naturaleza y en el misterio, acaso más hermético, de los secretos resortes que mueven el curso de la Historia. Si es, pues, principio director de nuestra concepción de la vida esta ansiedad por escrutar el sentido de la realidad circundante, no es posible dudar de que también esté hoy atento el hombre a la aventura que le espera, y debemos creer que se tienden hacia el ámbito en que vivimos los tentáculos de una conciencia vigilante: una conciencia activa que se prepara para reconstruir un orden inteligible por sobre las ruinas de lo antiguo, dentro de cuyas líneas directoras se estructure, en un plazo breve, una nueva apariencia de ese ente proteico que llamamos la cultura de Occidente.
Sería, pues, imposible, para quien crea en esa constante de nuestra cultura, negar la existencia de un proceso de elaboración de una conciencia histórica acorde con los tiempos de crisis que corremos. El hombre de Occidente se viene preguntando hace ya varios lustros cual ha de ser el destino de esa estructura en que vive, cual es la misión de esta hora crítica, y cual es, en consecuencia, el deber histórico de cada ser, cuya existencia individual refleja y proyecta, en última instancia, el complejo haz de fuerzas desencadenadas en torno suyo. Pero en quienes se preocupan metódicamente por los problemas históricos, aparece, junto a esa seguridad a priori, una candente duda, hija de su experiencia, acerca de la intensidad y de la magnitud de ese movimiento hacia la constitución de una conciencia histórica. A primera vista, un exacerbado predominio de las urgencias, nacidas de la más inmediata capa de la realidad, parecería haber deformado el instrumento de captación de lo histórico; de esta deformación ha nacido cierta actitud del hombre contemporáneo que lo incapacita para percibir de manera inmediata y profunda los nexos que anudan de modo indisoluble lo nuevo con lo viejo, y ha originado un sentimiento de menosprecio por la Historia, visible, sobre todo, en el hombre medio, pero que alcanza también a ciertas capas de las clases cultas, coaccionadas por los especialismos crecientes e indiferentes a los problemas que yacen fundidos en las más profundas raíces de la esencial condición humana.
Acaso recaiga esta culpa, sobre todo, en aquellos, precisamente, que trabajamos en la Historia; víctimas del mismo mal, quizá un especialismo tan inevitable como peligroso, nos ha arrastrado hasta alejarnos de la vida en trance de creación, y nos ha cegado, a nuestra vez, para descubrir y para señalar los nexos indisolubles que anudan lo viejo con lo nuevo. Pero que nos sea perdonado si aspiramos a redimirnos y que sea nuestro premio el hallar eco a este llamado a la reflexión sobre el transcurso de la Historia. Vueltos del error, he aquí nuestro deber primero: perseverar en la más exigente y rigurosa elaboración de la verdad, pero devolver la Historia elaborada al uso común, para devolver con ella al hombre que vive y que siente un sentido claro de la continuidad del desarrollo histórico y para que descubra en toda su dramática verdad que la Historia humana no es, en rigor, sino su propia historia.
Uno de los puntos que nuestra cátedra se ha propuesto desarrollar con más cuidado es el de la Historia de la cultura. Corresponde a un enfoque moderno de los problemas históricos y contribuye a despejar un equívoco muy frecuente, según el cual, la Historia no es sino la historia política. La Historia, muy por el contrario, no es la Historia de nada en particular sino precisamente de esta acción compleja del hombre manifestada en campos muy diversos, susceptibles de ser estudiados cada uno en particular, pero con la condición de que, cada cierto tiempo, se realice un balance común; este balance común es el que realiza la Historia de la cultura y su resultado es la individualización de momentos definidos de la Historia, circunscriptos dentro de ciertos plazos.
Dentro de este plan, se han dictado ya en el Colegio dos cursos destinados a analizar el significado de dos períodos de la Edad Moderna. El primero fue sobre la Revolución Francesa y alrededor de ella se estudiaron los principales problemas que señalaron la transición del siglo XVIII al XIX. El segundo tuvo como tema este último período, siglo particularmente fecundo cuya transcendencia quedó señalada a lo largo de un largo número de clases. Entretanto, dos labores nos han preocupado dentro de este sector de nuestro plan: por una parte, preparar, con la lentitud y la minuciosidad indispensable, un curso colectivo sobre las raíces del mundo contemporáneo, de cuyo desarrollo esperamos la dilucidación de algunas ideas fundamentales; por otra, y de manera más inmediata, la organización de este que hoy comenzamos, en el que un grupo de estudiosos procurarán señalar los caracteres distintivos de este momento crucial en la formación del espíritu moderno que es el siglo XVII.
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En la medida en que las grandes figuras pueden caracterizar un período, la aurora del siglo 17 aparece señalada por el fin de tres reinados de vasta trascendencia: los de Felipe II de España, de Isabel de Inglaterra y Enrique IV de Francia. En cada uno de los tres países, el siglo XVII debía traer momentos de vigorosa actividad política, económica y social; en España, los últimos Habsburgo precipitan la decadencia nacional; en Inglaterra, los Estuardo procuran remedar el absolutismo francés y chocan con el poderoso movimiento político de inspiración religiosa y económico-social a un tiempo, que triunfó con Cromwell y cristalizó, finalmente, en la monarquía restringida de Guillermo III; en Francia, las tendencias vigorosamente enunciadas por Richelieu consolidan en la enérgica política de Luis XIV; mientras tanto, en el resto de Europa, la estructuración de las grandes potencias occidentales y la aparición de una política “nacional” por excelencia, ha repercutido sensiblemente; el Santo Imperio Romano-Germánico ha querido, con Fernando II, constituir una nación compacta y homogénea y sus aspiraciones han fracasado, no sin que tal aspiración haya conmovido a Europa durante 30 años; Holanda, bajo la egida de los Orange y del gran Pensionario Juan de Witt, ha conseguido, en cambio, constituirse como un estado nacional; y Suecia ha visto un período prometedor durante el reinado de Gustavo Adolfo; Europa entera, en fin, ha visto aparecer un principio regulador, el llamado “equilibrio europeo” establecido por los tratados de Westfalia, y ha visto organizarse todo un complicado sistema internacional, en su segunda mitad, alrededor de la situación que plantearía la previsible vacancia del trono español.
Tras este panorama político, apasionante por la grandeza de algunas de las figuras que lo mueven, por la intensidad de las convicciones y de las pasiones que los guían, por la coherencia de los ideales que persiguen, se agita una no menos intensa transformación económica y social. La burguesía manifiesta enérgicamente su capacidad económica y su actividad se advierte en la extensión de su área de acción; el desarrollo de las grandes compañías comerciales trasmarítimas y de la organización financiera anuncia los pródromos de una economía mundial que desmiente ya la concepción de la soberanía nacional recientemente estabilizada en el orden político; en efecto, mientras Colbert, adherido a la fórmula nacional sostenida por el absolutismo, sostiene el principio del mercantilismo, la libre actividad económica plantea un principio de expansión que engendrará, en el siglo siguiente, la doctrina librecambista. Y mientras en Francia mantiene ocultas sus aspiraciones políticas, en Inglaterra, la burguesía, que había iniciado ya en el siglo XVI su expansión económica, las expresa enérgicamente en este momento, y consigue imponerlas armando el bazo del Lord Protector, de quien no es la menos significativa de sus disposiciones el Acta de navegación.
Entretanto, un Bossuet expresará la más radical concepción del absolutismo en Francia, mientras en Inglaterra John Locke sabrá fundamentar las últimas consecuencias a que lleva en el plano político la doctrina moderna del derecho natural y el libre desarrollo de las fuerzas económicas.
Pero si pueden señalarse fácilmente las raíces históricas inmediatas de las concepciones políticas, económicas y sociales en pugna en la Europa del siglo XVII, no menos perceptible es la continuidad del pensamiento especulativo que, por otra vía, las alimenta. Se desarrolla en dos planos distintos pero paralelos — el filosófico y el teológico — y mientras en el primero asistimos al planteamiento de las tesis fundamentales del racionalismo, – nos hallamos en el siglo de Descartes y de Leibniz- en el segundo nos hallamos frente al duelo trascendental entre la Contrarreforma y el Protestantismo, empeñados ambos en la dilucidación de las últimas consecuencias de sus principios fundamentales.
Esta extraordinaria fertilidad de las ideas dominantes del siglo XVII, esta percepción de sus inagotables consecuencias con respecto a muchas concepciones todavía vigentes en la mayoría de los espíritus, da su tono creador a este período definidor de la Edad Moderna. Si trascienden de inmediato hacia el plano, más visible, de la actividad política o religiosa, muy pronto habrán de proyectarse hacia otros planos de la expresión del espíritu moderno, objetivado en sus expresiones estéticas. En su poliforme diversidad, será más difícil encontrar líneas precisas. A veces se advertirá cierta arritmia, provocada por la perduración en algún espíritu genial de algunas concepciones superadas o por la anticipación no menos genial de otras figuras precursoras. Pero sus líneas generales estarán dadas en la elaboración de ciertos ideales; es el momento de Racine y de Bach, de Milton y Poussin, de Rembrandt y Calderón; los ideales clasicistas se enfrentarán con cierto barroquismo de origen místico muchas veces, y dentro de la misma línea de inspiración religiosa se advertirá la violenta oposición entre la que proviene del reformismo protestante y la que proviene del contrarreformismo católico; y una vez más, será posible descubrir en las más puras creaciones estéticas la gravitación de ciertas concepciones político-sociales, definidas por ciertos tipos de vida caros a la concepción cortesana del absolutismo o a la concepción burguesa de las democracias que se insinúan.
De este complejo panorama intentará dar una visión esquematizada pero sistemática un grupo de estudiosos compenetrados de la labor común. Como en los anteriores cursos colectivos destinados a precisar los caracteres de una época, intentamos en éste señalar la persistencia de una concepción del mundo y de la vida subyacente en el seno de todas las manifestaciones en que una época se manifiesta: de la percepción de esta línea de coherencia histórica podrá obtener, quien siga atentamente su desarrollo, una visión de esta etapa próxima de nuestro pasado, y vivísimas sugestiones para buscar su perpetuación en el cuadro de nuestra realidad contemporánea: no en balde somos hijos de aquellos que, en el transcurso de la edad Moderna construyeron una nueva Europa, y no en balde luchamos hoy, precisamente contra muchas de sus supervivencias, que luchan por apresarnos, escudadas en la fuerza del tiempo.