Colección de notas editoriales sobre política internacional que José Luis Romero escribió para el periódico argentino La Nación entre el 25 de marzo de 1954 y el 14 de septiembre de 1955.
JOSÉ LUIS ROMERO: EDITORIALES EN LA NACIÓN DE LA ARGENTINA, 1954-1955
La crisis del sistema colonial, 25 de marzo de 1954
Rusia y el Cercano Oriente, 2 de abril de 1954
Perspectivas desde una encrucijada, 8 de abril de 1954
Responsabilidades frente a Asia, 18 de abril de 1954
La Conferencia de Ginebra, 24 de abril de 1954
El punto de vista asiático, 3 de mayo de 1954
Dos posibilidades en Asia, 27 de mayo de 1954
La hora de la decisión, 11 de junio de 1954
¿Perspectivas de conciliación en Ginebra?, 19 de junio de 1954
Dos entrevistas, 30 de junio de 1954
Crisis de la idea de Europa, 8 de julio de 1954
El fin de una etapa, 22 de julio de 1954
Gran Bretaña y el canal de Suez, 1 de agosto de 1954
¿Seguridad o defensa?, 7 de agosto de 1954
La embajada laborista va a Pekín, 10 de agosto de 1954
Francia y el Tratado de París, 21 de agosto de 1954
Después de la conferencia de Bruselas, 24 de agosto de 1954
Después de la decisión francesa, 2 de septiembre de 1954
La conferencia de Manila, 6 de septiembre de 1954
Asia y el tratado de defensa, 12 de septiembre de 1954
Ante la IX Asamblea de UN, 21 de septiembre de 1954
La Conferencia de Londres, 28 de septiembre de 1954
Un acto histórico, 3 de octubre de 1954
El Acta de Londres, 6 de octubre de 1954
El acuerdo sobre Trieste, 7 de octubre de 1954
Francia y el Acta de Londres, 13 de octubre de 1954
Soberanía egipcia en el Canal de Suez, 23 de octubre de 1954
El advenimiento de la Unión Europea, 26 de octubre de 1954
El Oriente y el Occidente, 4 de noviembre de 1954
El problema del Sarre, 13 de noviembre de 1954
Una nueva reunión del Gatt, 17 de noviembre de 1954
La nueva propuesta soviética, 24 de noviembre de 1954
Actos de energía en el Pacífico, 26 de noviembre de 1954
Después de la Conferencia de Moscú, 11 de diciembre de 1954
La hora internacional, 22 de diciembre de 1954
Esfuerzos para la paz, 31 de diciembre de 1954
Una misión en Asia, 9 de enero de 1955
Paz insegura, paz justa, 11 de enero de 1955
El frente diplomático, 22 de enero de 1955
Guerra y paz en China, 28 de enero de 1955
Gestión de paz en China, 7 de febrero de 1955
La crisis soviética, 10 de febrero de 1955
Perspectivas en el Cercano Oriente, 20 de febrero de 1955
El problema del “Estado agresor”, 24 de febrero de 1955
Posiciones frente al Extremo Oriente, 27 de febrero de 1955
La decisión alemana, 3 de marzo de 1955
Los interrogantes de la política japonesa, 8 de marzo de 1955
Estrategia y política, 13 de marzo de 1955
La Cámara de los Lores en la democracia británica, 17 de marzo de 1955
A diez años de la reunión de Yalta, 20 de marzo de 1955
La crisis del laborismo británico, 23 de marzo de 1955
La guerra económica en Asia, 26 de marzo de 1955
Esfuerzos para la conciliación internacional, 4 de abril de 1955
La nueva situación política inglesa, 11 de abril de 1955
Una nueva prueba, 13 de abril de 1955
En vísperas de la Conferencia de Bandung, 16 de abril de 1955
El Cercano Oriente y la neutralidad, 21 de abril de 1955
La ofensiva de paz, 26 de abril de 1955
Compás de espera en Asia, 6 de mayo de 1955
La consolidación de los bloques, 12 de mayo de 1955
Austria y Europa, 16 de mayo de 1955
En torno a la conferencia de los cuatro, 27 de mayo de 1955
¿Cambio en la política soviética?, 5 de junio de 1955
La diplomacia india, 11 de junio de 1955
El problema alemán, 2 de julio de 1955
Perspectiva ginebrina, 22 de julio de 1955
La conferencia de los “cuatro grandes”, 18 de julio de 1955
Una victoria sobre el escepticismo, 26 de julio de 1955
La situación Africana, 27 de agosto de 1955
La política de desarme, 3 de septiembre de 1955
Expectación en el Cercano Oriente, 3 de septiembre de 1955
Las entrevistas de Moscú, 14 de septiembre de 1955
La crisis del sistema colonial
Buenos Aires, jueves 25 de marzo de 1954
El debate sobre la proposición presentada por la Argentina en la Conferencia Interamericana de Caracas acerca de los territorios sometidos a la soberanía de potencias extracontinentales permitió impulsar la amplitud del sentimiento americano frente al régimen colonial. Cuesta trabajo pensar que pudieran hallarse en la actualidad argumentos valiosos para defender una situación de hecho que contradice notoriamente la educación política de los países de nuestro hemisferio y se opone, además, a ciertos principios fundamentales que cobran mayor vigencia cada día en el mundo, aun por encima de situaciones de hecho más graves y difíciles que las que caracterizan a las llamadas colonias americanas.
Tales principios, reiteradamente expuestos en los organismos internacionales, aunque no siempre recibieron adecuada sanción, constituyen ya, sin duda, convicciones profundas que van ganando terreno cada día. Afirman el derecho imprescriptible de los pueblos a decidir libremente su destino y arraigan no solo en el seno de las comunidades que aún sufren el yugo extranjero o ven sufrirlo a sus hermanos de raza o religión, sino también en la opinión pública de todos los países civilizados, incluyendo la de aquellos que aún mantienen vastos dominios coloniales.
En rigor, solo circunstancias de hecho explican la permanencia de tales situaciones. Pero es innegable que aquellas tienden también a modificarse -especialmente después de la Segunda Guerra Mundial-, como lo prueba la decisión que adoptó en su oportunidad Gran Bretaña respecto a sus antiguas posesiones de la India, Pakistán, Birmania y Ceilán, así como las fórmulas que otros estados hallaron para resolver su propia situación. Es indudable que no podían dejar de pesar en el ánimo de los estadistas británicos los formidables intereses que comprometía tal decisión, adoptada, sin embargo, no solo por la presión de las circunstancias, sino también por lo que el canciller de Pakistán, Sir Zafruliah Kahn, definió en un debate de la VI Asamblea General de la UN como una “fe política única y sin precedentes en la historia constitucional”.
En dicha reunión –celebrada en París en noviembre de 1951– el mismo estadista caracterizó el colonialismo como “una falsa noción, un principio vicioso y una relación inmoral que persiste en infectar los canales del intercambio humano, fomentando males y desórdenes”. Se recordará que en aquella ocasión el bloque de naciones arabioasiáticas planteó en la Asamblea de la UN la necesidad de afrontar el caso de Túnez y Marruecos. El ambiente general parecía favorable a la discusión de los problemas coloniales. Indonesia había proclamado su independencia apenas un año antes y Libia surgía a la vida independiente en aquellos mismos días. Pero la Asamblea evitó un tema que comprometía a las grandes potencias occidentales en un momento en que la guerra de Corea obligaba a mantener firmemente su unión frente al bloque comunista. Y los esfuerzos de los países arabioasiáticos en favor de las comunidades de su misma religión resultaron infructuosos, quedando postergado el problema para la reunión siguiente de la Asamblea.
Cuando se celebró esta, a fines de 1952, la cuestión volvió a plantearse por los mismos promotores y con más acentuada insistencia. Francia, directamente afectada por el problema, declaró por intermedio de su canciller de entonces, el Sr. Schuman, que la UN carecía de jurisdicción para juzgar la administración francesa en Túnez y Marruecos, y calificó de “problema interno” el conflicto que enfrentaba con el movimiento nacionalista de aquellos territorios y que complicaban la amenaza y el temor de una solapada intervención comunista en el pleito. El punto de vista francés -al que se adhirió Gran Bretaña cuando se trató el asunto en la Comisión Política- colocaba el problema en un terreno jurídicamente inobjetable, el organismo internacional no podía desconocer los tratados que unieron los territorios del norte de África con Francia. Pero quienes creían que el prestigio de la UN estaba unido a su capacidad para afrontar tales cuestiones sostuvieron que el problema afectaba a los “derechos humanos” y que, en consecuencia, correspondía a la Asamblea considerar el caso. Tal fue la indicación del delegado noruego.
El régimen colonial se colocaba así bajo una nueva luz, al proclamarse que aun las normas jurídicas de que se trataba deben ceder ante los derechos elementales que se presumía conculcados. Pero los países árabioasiáticos no se contentaron con mantener la cuestión en este terreno. Aprovechando la presentación de un proyecto de resolución en el que el grupo de países americanos expresaba la esperanza de que “las partes continuarán sobre una base urgente las negociaciones para el desarrollo de las intuiciones políticas libres del pueblo de Marruecos”, el delegado de Pakistán consiguió introducir una enmienda que agregaba la expresión “gobierno propio” al texto originario, con lo cual el asunto se plantea de un modo mucho más categórico. Pero los Estados Unidos retiraron entonces su apoyo a la moción en vista de esos términos, que consideraron imprudentes, y la Asamblea se limitó a aprobar el texto originario, en tanto que Francia afirmaba rotundamente su divergencia, absteniéndose de concurrir al recinto.
Hemos querido evocar muy brevemente aquellos planteos para mostrar la universalidad de la reacción anticolonialista y advertir que el resultado de las gestiones promovidas por países hoy libres, pero que han conocido hasta hace poco una situación de dependencia, permite prever el resultado inmediato que tendría la gestión en favor de la liberación de los territorios coloniales en América si el asunto fuera llevado a la UN, según el criterio del delegado de la Unión, o si aquel organismo internacional fuera invitado a pronunciarse por el bloque latinoamericano, una vez que la O.E.A. le comunicase los antecedentes del caso, según las mociones aprobadas de Brasil y Ecuador. La ocasión sería, en efecto, favorable para sentar y difundir la doctrina americana sobre el coloniaje, con la seguridad de que hallaría eco en la opinión mundial.
El régimen colonial parecía aún en el siglo pasado un sistema legítimo, y un ilustre poeta inglés pudo definir los esfuerzos de los países occidentales en territorio de otra cultura como “la carga del hombre blanco”. Este principio de legitimidad es lo que ha entrado definitivamente en crisis y ha sido reemplazado por el derecho de autodeterminación de los pueblos, en el que se descubre una radical evidencia. Podrán las circunstancias de hecho demorar su reconocimiento unánime; podrán acumularse ocasionales argumentos en favor del mantenimiento de viejas y ya casi insostenibles situaciones; pero es innegable que el principio de coloniaje ha caducado ya en las conciencias y puede preverse que no tardará mucho en caducar también en el plano de la realidad.
Buenos Aires, viernes 2 de abril de 1954
La proximidad de la Conferencia de Ginebra -anunciada para el 26 del actual- presta particular relieve a las reclamaciones diplomáticas presentada por Rusia en los últimos días ante algunos gobiernos del Cercano y Medio Oriente. Aunque presuntivamente el temario de la reunión concierne ante todo a los agudos problemas de Corea e Indochina, donde prueban sus armas los dos grandes bloques de naciones, parece insinuarse la intención del Kremlin de agregar algún nuevo asunto a la agenda, acaso estimulado por la excepcional circunstancia de contar en esa ocasión con el apoyo de la China comunista, cuyo delegado concurrirá también a la Conferencia. Tal es la impresión que va cobrando terreno en los círculos diplomáticos de Angora, basada en los términos singularmente violentos que ha usado en estos días la prensa soviética con motivo del anuncio de conversaciones previas para la concertación de un tratado de mutua cooperación política, económica y cultural entre Turquía y Pakistán.
De acuerdo con esa presunción, Rusia denunciaría como un obstáculo fundamental para los esfuerzos de pacificación entre los bloques en conflicto los acuerdos diplomáticos formalizados o en vísperas de formalizarse que vinculan a las potencias occidentales con algunos países del Cercano y Medio Oriente cuya posición estratégica entraña, en opinión del gobierno de Moscú, una amenaza para la seguridad de Rusia. Esos acuerdos estarían destinados a constituir lo que han dado en llamar “el eje Estados Unidos-Angora-Karachi”, alrededor del cual giraría el sistema de alianzas con que las potencias occidentales procuran neutralizar el posible desplazamiento de Rusia hacia el sur.
Tan importante como pueda ser para el Kremlin el problema coreano e indochino -que entraña el de la expansión comunista en Asia y la eliminación de la influencia occidental en ese continente-, es innegable que el desarrollo del sistema defensivo creado por el mundo libre debe preocupar seriamente a Rusia, que ve fortalecerse los puntos débiles de su adversario al tiempo que se siente bloqueada en una de las direcciones de su posible expansión. Tal es el caso de la zona de los estrechos que comunican el Mar Negro con el Mediterráneo, permanente objeto de atención por parte de Rusia, que ha manifestado reiteradamente su designio de contar con la potencia mediterránea.
Ese designio guió la política que condujo a Rusia a enfrentarse con Turquía en la guerra de Crimea y luego en la que terminó con el tratado de San Stefano de 1878, revisado posteriormente en el Congreso de Berlín. Pero las potencias occidentales consideraron vital para su seguridad neutralizar ese designio y desbarataron entonces los planes rusos. Idéntico propósito es el que las mueve a evitar que caigan dentro de la esfera de influencia soviética los países que controlan el Mediterráneo oriental, propósito que comenzó a cristalizar con la incorporación de Turquía y Grecia a la organización del tratado del Atlántico en 1951. La adhesión parcial de Yugoslavia a esos objetivos estratégicos permitió que se concretará poco después el Pacto Balcánico, suscrito por esos tres países en febrero de 1953, al que respondió Rusia pocos meses más tarde ofreciendo a Turquía una revisión bilateral de la Convención de Montreux, que rige la situación internacional de los estrechos. Pero Turquía rechazó la invitación y, por el contrario, se mostró dispuesta consolidar sus vínculos con el mundo libre.
La formalización de un tratado de ayuda entre los Estados Unidos y Pakistán, así como el anuncio de las conversaciones entre este último país y Turquía, para la concertación de un pacto entre ambos, parecen haber preocupado profundamente al gobierno soviético, molesto ya, sin duda, por el fracaso de la esperanza de influir en el Medio Oriente, acariciada con motivo de la situación que el régimen del señor Mossadegh creó a los países occidentales en Persia. Pero las perspectivas del nuevo acuerdo internacional para la explotación del petróleo persa, así como el fortalecimiento de las vinculaciones del gobierno del General Zahedi con el mundo libre, han desvanecido, por el momento al menos, aquellas esperanzas. Por lo demás, los Estados Unidos anunciaron a principios del año en curso su propósito de concertar pactos de ayuda militar con Persia, Pakistán y Arabia Saudita, propósito que se ha cumplido en parte y que seguramente se cumplirá del todo a breve plazo. Un complemento de este sistema de alianzas sería el tratado que se gestiona entre Pakistán y Turquía.
Frente a tal situación, el gobierno de Moscú viene desarrollando una intensa ofensiva diplomática, dirigida hacia los gobiernos de Grecia, Turquía y Pakistán y finalmente hacia los países de la Liga Árabe. El Kremlin llama la atención de los respectivos gobiernos sobre los peligros que para la paz entraña la sesión de bases a los Estados Unidos y señala en el inequívoco sentido que tiene a sus ojos la formación de un bloque de países del Medio Oriente vinculado con las potencias occidentales. Pero en el caso de Turquía sus manifestaciones son más categóricas, pues alude expresamente a la incidencia que sus movimientos diplomáticos pueden tener sobre las próximas gestiones de paz. Es, pues, previsible que se trate de agregar el problema del Cercano y Medio Oriente a los que estaban ya previstos para la conferencia de Ginebra, cuyo plan de trabajo no quedó definitivamente ajustado en Berlín. Entretanto, el Soviet ha introducido en su juego una curiosa variante al anunciar su deseo de adherirse al Pacto del Atlántico Norte, convenido esencialmente, según se sabe, por el anhelo del mundo occidental de estar listos frente a una posible agresión rusa, que no provocará, desde luego, pero ante cuya posibilidad no le parece prudente permanecer impasible. El rechazo de los grandes aliados occidentales era previsible, pero el enjuiciamiento de la situación creada parece todavía prematuro.
Cabe preguntarse a qué resultado podrá llegarse en Ginebra si Rusia pretende plantear como indisolublemente unidos los aludidos problemas de Oriente. Es posible suponer que se trate de hallar una solución rápida para el conflicto de Indochina, dado el vehemente deseo de paz que manifiesta la opinión pública francesa. Pero puede asegurarse que las potencias occidentales no cejarán por ningún motivo en su propósito de fortalecer el sistema defensivo europeo, para el cual es decisivo el apoyo de los países situados en ese punto vital de la política y economía de Europa que es el Mediterráneo.
Perspectivas desde una encrucijada
Buenos Aires, jueves 8 de abril de 1954
La creciente sospecha de que las armas atómicas comprometen el destino y acaso la existencia de la civilización ha cobrado en los últimos días aire de dramática certidumbre. No había dudas acerca de su inmenso poder destructivo, pero parecía indudable que sus efectos podían someterse a la vigilancia de la inteligencia humana. Y de pronto, quienes tienen el control de la energía atómica han dejado escapar una voz de alarma, han insinuado un gesto de asombro frente a las consecuencias de los últimos experimentos. El efecto ha sido sorprendente en todo el mundo, y se ha difundido un sentimiento de temor que, en ciertos lugares que se saben señalados como principales objetivos militares, ha podido parecer pánico. El presidente de los Estados Unidos y el primer ministro británico han calificado ese sentimiento de “histeria”.
Ambos estadistas, harto experimentados en los peligros de la guerra y conscientes de su inmensa responsabilidad, han creído necesario exponer sus opiniones sobre el problema de las armas atómicas, en un esfuerzo por devolver la calma a sus conciudadanos y a la opinión pública mundial, cuya vibración revela la dolorosa perplejidad de quien se halla en una oscura encrucijada. Es innegable que se desprende de las palabras de ambos mandatarios cierta sensación de aplomo, de seguridad. Pero será difícil arrancar de las conciencias esta astilla que ha dejado la sospecha de que los hechos han superado la imaginación y las previsiones de científicos y estadistas. Carece la opinión pública de elementos para juzgar exactamente la situación. El secreto militar y la complejidad del problema científico mismo hacen que se divague sobre fantasías. Pero no se equivoca al juzgar el temor que manifiestan los que seguramente conocen a fondo el problema, y ese juicio se proyecta en una especie de vago anhelo, de inquieta exigencia frente a los que tienen la responsabilidad del destino del mundo.
Lo que la opinión pública mundial manifiesta es, simplemente, un ferviente deseo de que se haga algo para conjurar el peligro, para que no se repita el pavoroso espectáculo de Nagasaki y de Hiroshima. La primera reacción es proponer un entendimiento entre las potencias poseedoras de las armas atómicas para que se proscriba su uso. En el terreno político, los laboristas ingleses se han hecho cargo de esta tesis y han exigido al gobierno de Sir Winston Churchill que suscite la inmediata reunión de los jefes de aquellas potencias: Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia.
Pero en el terreno político la solución no es tan fácil, y sin duda los laboristas ingleses hubieran vacilado en provocar esa reunión precipitadamente si tuvieran la responsabilidad del gobierno. Es que, en efecto, en el terreno político el problema del peligro atómico se desdobla en un peligro auténtico y un peligro secundario e indeterminable, que surge de las necesidades del juego diplomático, particularmente complejo y confuso en los últimos tiempos. Puede afirmarse que las tres potencias atómicas desean hoy llegar a un acuerdo mutuo, porque conocen los riesgos que las amenazan. Pero cada una de ellas desea que la negociación y el acuerdo a que se llegue garanticen su propia seguridad y no sirvan de trampa mortal ante la posible mala fe de una de las partes. De esta circunstancia proviene el aire de encrucijada trágica que tiene este momento, en que las soluciones reales parecen utópicas y se ven condicionadas por circunstancias nacidas del recelo reciproco.
Tal es, en última instancia, el origen de las divergencias entre los estadistas. En Gran Bretaña y los Estados Unidos el Gobierno parte del principio de que la posesión de las armas atómicas constituye el fundamento de su seguridad frente a una posible agresión rusa, que los observadores occidentales juzgan verosímil basándose en una experiencia reiterada. Una y otra vez los gobiernos de ambos países han declarado que, en sus manos, la bomba atómica no constituye peligro alguno para nadie, en tanto es un instrumento eficaz para reaccionar automáticamente ante un ataque sorpresivo, afirmación que refleja inequívocamente la nueva concepción estratégica que han elaborado los altos círculos militares. Pero a pesar de esa actitud, los dos países, en unión de Francia, han solicitado a la Comisión de Desarme de la UN que se aboque inmediatamente al problema del control de las armas atómicas, propuesta a la que Rusia ha prestado ya su conformidad y de la que se ha conversado en sucesivas entrevistas entre el general Eisenhower y el embajador soviético en Washington.
Esta vía parece la más indicada para hallar alguna solución a la cuestión, pero no es seguro que logre su objeto. Están de por medio las situaciones recíprocas de las potencias en juego, con su secuela de problemas secundarios pero inevitables. Inglaterra quiere contar como potencia atómica —según lo declaró el Gobierno—, pero ni desea interferir la esfera de acción norteamericana ni se resigna a que los Estados Unidos prescindan de ella en la conducción del problema. Los Estados Unidos, por su parte, desearían obrar de acuerdo con sus aliados, pero se inquietan ante la resistencia que levanta en Europa el Pacto del Atlántico y la Comunidad Defensiva Europea, así como su política frente a Rusia y a China comunista. Rusia ofrece, en cambio, un frente uniforme, logrado, por cierto, gracias al enérgico sistema con que domina a los países que constituyen su bloque. Frente a ella, la situación más grave es la de los Estados Unidos, que son —acaba de declarar el general Eisenhower— “la mayor fuerza que Dios jamás haya permitido que existiera a sus plantas”. Es pavorosa la responsabilidad que implica esta situación, por lo demás indiscutible.
El presidente de los Estados Unidos ha declarado que su país usará las armas atómicas como respuesta a una agresión, pero aseguró solemnemente que no iniciará con ellas guerra alguna. ¿Convencerá a los hombres del Kremlin esta afirmación del general Eisenhower? Tal vez persistan en la actitud de duda, real o simulada, que han exhibido con frecuencia. Cabe, pues, preguntarse: ¿hay alguna perspectiva de solucionar el problema de la “guerra fría” y el de las armas atómicas mientras las sospechas de mala fe presidan las relaciones entre las partes?
Este régimen de desconfianza y recelo constituye la desgraciada herencia del arbitrariamente llamado “realismo político”, practicado por los sistemas autoritarios en los últimos tiempos. Convertido en principio de acción, el método de violar los compromisos y de prescindir de las normas invalida toda posibilidad de relaciones normales entre potencias cuyos rozamientos suelen ser a veces menos graves de lo que aparentan. Acaso, con todos sus peligros, el heroísmo civil que haya que esperar de los estadistas que dirigen el mundo en esta encrucijada consista sustancialmente en que sepan hacer un primer gesto de buena fe, tras del cual pueda retornarse a un régimen de derecho.
Responsabilidades frente a Asia
Buenos Aires, domingo 18 de abril de 1954
Como la guerra coreana, el conflicto que se desarrolla en Indochina suscita múltiples preocupaciones en los estadistas occidentales, que parecen sentir la responsabilidad del destino de Asia. A nadie se le oculta la gravedad del problema y la necesidad de arbitrar una solución a breve plazo. Pero cualquier decisión que se adopte frente a tan arduo asunto debe seguir a un análisis cuidadoso de sus perspectivas inmediatas y remotas. “Esta guerra es política, tanto como militar”, manifestó en una ocasión el general De Linarès, comandante del frente norte de Indochina. Y esta observación, por lo demás evidente, no puede ser olvidada Hay sin duda un problema militar en Indochina. Pero hay además un problema político que, si se descuida, puede llegar a neutralizar, a través del tiempo, los ingentes esfuerzos militares que a primera vista parecen los más urgentes e imprescindibles.
La reciente visita del Sr. Dulles a Londres y París ha tenido como objeto promover una “acción conjunta” de las grandes potencias en Indochina, o acaso sólo insinuarla para contrarrestar la tendencia a pactar que se manifiesta en ciertos círculos franceses. No es verosímil que el gobierno de los Estados Unidos pretendiera arrancar a Gran Bretaña y Francia una respuesta categórica y la promesa de una acción inmediata en relación con situaciones tan complejas como las del sudeste de Asia, y debe suponerse que las declaraciones conjuntas publicadas después de las entrevistas sostenidas por el Sr. Dulles en Londres y París han satisfecho al canciller norteamericano, que, de hecho, ha regresado a su país con la promesa de que se internacionalizará el conflicto indochino en caso de que no se llegue a un acuerdo satisfactorio en Ginebra.
Cualesquiera hayan sido las reticencias de los gobiernos de Gran Bretaña y Francia, es seguro que no se ha discutido el derecho de los Estados Unidos a intervenir activamente en los problemas del Pacífico. Sería cegarse a la realidad poner en duda que los Estados Unidos tienen una situación excepcional en ese ámbito, fruto de su acción militar, diplomática y económica. La actitud que adoptaron frente a los problemas suscitados por el Japón, Corea y China nacionalista prueba que no están dispuestos a desertar de la que consideran su responsabilidad histórica. Para hacer frente a contingencias previsibles, afianzaron su alianza con Filipinas y constituyeron luego el ANZUS en septiembre de 1951, organización esta última que los une con Australia y Nueva Zelandia y cuyas finalidades son las mismas que acaba de fijar ahora el presidente Eisenhower para el bloque de potencias que se proyecta constituir a fin de actuar prontamente en el sudeste del Asia. En cierto modo, la nueva coalición es una ampliación de aquella anterior, de la que fué hecha a un lado Gran Bretaña, no sin extrañeza del gobierno de Londres.
Unidas las grandes potencias, corresponderá a todas aceptar la responsabilidad del Asia; pero los hechos prueban que esa responsabilidad recae más y más sobre los Estados Unidos. En ocasión de su visita a Indochina, el ex candidato demócrata a la presidencia, Sr. Stevenson, manifestó, entre otras cosas, que “si los Estados Unidos han de soportar una parte cada vez mayor de la carga, tanto Francia como el Vietnam deben recibir de buen grado una más amplia participación norteamericana en la elaboración de la política que haya de seguirse”. Esta opinión parece compartirla el gobierno del presidente Eisenhower, que debe obrar extremando la precauciones para conciliar el respeto debido a sus aliados y las responsabilidades inexcusables que siente sobre sus espaldas. Y de acuerdo con ella, debe de haberse decidido a reclamar una intervención más directa en la conducción de un problema que parece tomarse cada vez más amenazador.
No podría preverse cuál es —en el pensamiento del gobierno norteamericano— el alcance que deba tener esa intervención. Es posible que se proyecte en primer término en el terreno militar, pues todo hace pensar que no se suponen eficaces y suficientes los recursos que hoy se han empleado. Todo hace ver, partiendo de las declaraciones del presidente Eisenhower y del Sr. Dulles, que se estima necesaria en Washington una acción militar más enérgica en caso de que se malogren las esperanzas cifradas en la conferencia de Ginebra, ocasión en la cual entraría en funcionamiento el plan de “acción conjunta” convenido en principio en París y Londres. De ser así, podría iniciarse un proceso que se asemejaría al que se desarrolló en Corea, proceso cuyas proyecciones son imprevisibles. Pero es posible que aquella intervención sea concebida de una manera más amplia. Acaso el gobierno de Washington comparta también la opinión del Sr. Stevenson en cuanto a la naturaleza política del conflicto, criterio cuyo valor no puede ponerse en duda después de la experiencia coreana. De ser así, puede estimarse que se ha de reservar el uso de la fuerza internacional para una última instancia, cuando haya evidencia de que es inevitable, y que previamente se ejerza una “acción común” para modificar la orientación de la política franco-vietminesa, con el propósito de crear recursos locales suficientes para hacer, frente a la ofensiva del Vietmin y sus aliados.
Esta actitud —vigorosamente respaldada por la fuerza militar internacional para caso de emergencia— correspondería más exactamente a la responsabilidad a largo plazo que las potencias occidentales —y los Estados Unidos en particular— tienen frente a Asia. Las conclusiones del Sr. Stevenson sobre la situación indochina eran categóricas: “Las mejores ideas y las mejores armas del Vietmin son el nacionalismo y el anticolonialismo. Por consiguiente, los símbolos del colonialismo deben ser eliminados y los símbolos del nacionalismo perfeccionados y puestos de relieve. Porque el antiguo sistema colonial está muriendo en Asia y el nacionalismo es un robusto y movedizo recién nacido. El desenlace de los acontecimientos en el Vietnam puede decidir si este recién nacido ha de sobrevivir o si será sofocado por el nuevo imperialismo comunista”. El problema parece, así, planteado en sus justos términos. No es sólo el problema inmediato el que hay que resolver: es menester resolverlo de tal manera que la solución sea duradera y justa, canalizando las legítimas aspiraciones de unos pueblos que, en caso de ser defraudados, se sentirán una y otra vez atraídos por el canto de sirena del Kremlin.
Buenos Aires, sábado 24 de abril de 1954
La conferencia cuya reunión está anunciada para el próximo lunes en el viejo palacio de la Sociedad de las Naciones de Ginebra, puede juzgarse una de las asambleas más importantes de los últimos tiempos por la gravedad de los problemas a que ha de abocarse y por los países que estarán representados en ella. Su originalidad se manifiesta hasta en el hecho de que, en vísperas de inaugurarse las deliberaciones, aun son confusos muchos aspectos de su organización, especialmente en lo que concierne al número de los países representados y a la calidad en que concurrirán algunos de ellos: es sabido que todavía no está plenamente establecido en qué condición participa en la conferencia China comunista ni cuáles son exactamente las “potencias interesadas” en cada uno de los temas de la agenda. Estas circunstancias, sin embargo, son las que permiten suponer que la reunión ginebrina inaugurará una nueva era en el planteo de ciertos problemas, aun cuando fracase en general; no es lícito esperar, ciertamente, soluciones totalmente satisfactorias, pero acaso quede como saldo favorable cierta clarificación de los problemas de Asia.
El principal obstáculo con que sé chocará en las deliberaciones será seguramente la dificultad de separar las cuestiones asiáticas —que constituyen el tema específico de la reunión— de los asuntos europeos. Unas y otros están tan íntimamente unidos que cualquier solución que se aplique a uno de ellos incide de alguna manera sobre los demás. Es significativo que casi simultáneamente con la Conferencia de Ginebra estén reunidos el Consejo del Tratado del Atlántico y dos importantes comisiones de la UN: la de Desarme y la Comisión Económica para Europa, organismos que consideran en la práctica diversos aspectos de un mismo asunto y en cuyo seno se advierten los resultados de una estrategia concertada.
Puede decirse que el rasgo predominante de la Conferencia es la diversa situación de los bloques. En tanto que el bloque comunista se presenta fuertemente unido bajo la dirección del Kremlin, el bloque occidental muestra un frente dividido por profundas fisuras que no provienen de malentendidos circunstanciales, sino de causas muy sutiles —como los fenómenos de opinión pública inexistentes detrás de la “cortina de hierro”— que los estadistas no pueden olvidar ni corregir ejecutivamente. El orgullo nacional, la perduración de ciertas tradiciones en contradicción con la realidad, los interesas creados y otros muchos, son factores que impiden al bloque occidental consumar la política de unión en la que, sin embargo, han coincidido sus miembros como la más eficaz y apropiada a las circunstancias. Ante ese hecho, la diplomacia soviética ha tratado de aprovechar esas fisuras para ahondar las diferencias entre las potencias del mundo libre. Guiada por ese propósito, ha procurado crear el descontento en la Alemania Occidental, devolviendo nominalmente la soberanía al territorio alemán ocupado por fuerzas rusas; ha tratado de socavar las bases de la Comunidad de Defensa Europea fomentando las reticencias de Francia e Italia, por medio de los partidos comunistas, y ha sugerido la casi irónica propuesta de que se admita a Rusia, en el Pacto del Atlántico. Este esfuerzo diplomático se ha visto favorecido por aquellas causas profundas que promueven la división del mundo libre, pues es innegable que el problema del Sarre o el de Trieste gravitan sobre el posible acuerdo de las potencias interesadas; del mismo modo, inquieta a ciertas fuerzas conservadoras francesas el rearme alemán y la formación del ejército europeo, y el clima de inquietud facilita la acción de los partidos comunistas contra lo que califican de presión norteamericana. En tales condiciones, el más prudente y avisado de los estadistas se hallaría en grandes dificultades para superar los obstáculos y hallar la fórmula de la unidad europea.
Pero debe observarse que, mientras se trabaja activamente para asegurar la unidad y la defensa de Europa, todos los conflictos se suscitan en Asia. China, Corea, y ahora Indochina, han sido sucesivamente los escenarios de los grandes choques entre ambos bloques, que han hecho recordar más de una vez los escarceos que precedieron a las dos grandes guerras mundiales. La posibilidad de precipitar los acontecimientos movió a los estadistas en cada ocasión a elegir cuidadosamente la política a seguir para tratar de localizar los conflictos.
Por la innegable gravitación de su potencial militar y económico, correspondió a los Estados Unidos orientar la acción internacional del bloque occidental en Asia, y en las dos primeras ocasiones siguieron dos tesis opuestas. Frente al avance comunista en China se decidió finalmente abandonar a Chiang Kai-shek y tolerar la ocupación de todo el territorio continental, en tanto que, frente a la violación por Corea del Norte del límite establecido en el paralelo 38, se decidió apelar a una fuerza internacional para que, bajo la bandera de la UN, asegurara el cumplimiento de los pactos internacionales. Ahora bien, en ambos casos la complejidad de los problemas y sus vastas ramificaciones permitieran que pudieran juzgarse poco eficaces las dos diversas políticas que se siguieron en aquellas ocasiones. Y ahora, al plantearse la cuestión indochina, quienes deben asumir la responsabilidad de una decisión dudan justificadamente entre intervenir —y hacer de Indochina “otra Corea”, como se ha dado en decir— o no intervenir y transformarla en “otra China”.
Es imprevisible el curso que seguirán las negociaciones en los próximos días, pues se adivina una conducción diplomática muy sinuosa por parte de las potencias occidentales. A las declaraciones de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia acerca de una “acción conjunta” ha seguido inesperadamente una propuesta formal de Gran Bretaña para una partición del territorio indochino que, por cierto, dejaría en manos del Vietmin la más rica zona arrocera. Es indudable que si se aceptara esa tesis, desaparecerían automáticamente las dificultades que amenazan a la Conferencia de Ginebra. Pero cabe preguntarse si les será posible a las potencias occidentales contener la presión que el bloque comunista ejercerá a través de la nueva frontera. Acaso el robustecimiento del nacionalismo indochino sea la mejor defensa, para lo que se tornaría indispensable ofrecer por finla independencia que reclaman los Estados asociados de la Unión Francesa.
Buenos Aires, lunes 3 de mayo, 1954
La situación crítica que ha alcanzado el conflicto de Indochina y el deseo unánimemente expresado de hallarle una rápida solución han movido a las partes interesadas a manifestar ampliamente sus opiniones para dejar públicamente establecidas sus posiciones en la batalla diplomática que acaba de comenzar. Esta se libra en Ginebra y ya se insinúan los movimientos estratégicos que responden a aquellas manifestaciones y aun los que parecen responder a otros designios menos fácilmente inteligibles. Es innegable la importancia capital de estas deliberaciones: pero el observador no puede dejar de asignar un particular relieve a la conferencia que en Colombo, capital de Ceilán, ha reunido con el primer ministro de ese país a los de Pakistán, India, Birmania e Indonesia. Como se sabe, estas tres últimas naciones son las consideradas “neutralistas” por las potencias occidentales, caracterización que ellas, por su parte, rechazan. Corresponde innegablemente al señor Nehru la orientación política y espiritual de esta corriente de opinión que comparten muchos millones de hombres. Resulta muy sugestivo contraponer las opiniones que sostienen en Ginebra los dos bloques beligerantes con el punto de vista específicamente asiático que exteriorizan los países representados en la conferencia de Colombo.
La larga preparación que ha precedido a la reunión de Ginebra y la amplia discusión a que se han sometido las opiniones vertidas por los principales responsables de la política internacional de las potencias occidentales y comunistas permiten acoger sin sorpresa sus primeras manifestaciones. Mientras la situación de la fortaleza de Dien Bien Phu se torna cada vez más difícil, Francia procura acelerar la tramitación de una tregua, al tiempo que trata de obtener -hasta ahora sin éxito- el efectivo apoyo militar de Gran Bretaña y los Estados Unidos y hace pública su decisión de otorgar la independencia al Vietnam. Es evidente que la posición francesa en el sudeste de Asia se debilita rápidamente, pero se comprende muy bien que, en las actuales circunstancias, los gobiernos de Washington y Londres se abstengan de intervenir en un conflicto que, teóricamente al menos, no ha comprometido aún a las grandes potencias.
Por razones de política interna, el gobierno francés necesita lograr rápidamente una tregua que evite mayor pérdida de vidas, necesidad cuya urgencia comprenden sus aliados; pero en tanto que Gran Bretaña parece dispuesta a apoyar las gestiones del señor Bidault con la sola condición de que se obtengan suficientes garantías militares sobre el terreno, los Estados Unidos cree necesario medir sus pasos para no comprometer la ulterior posesión de las potencias occidentales frente al problema de la expansión del comunismo.
Estos puntos de vista han aparecido ya expuestos en las primeras reuniones, así como también los de las potencias comunistas, destacándose las manifestaciones del señor Chou En-lai, que reiteró el principio de que Asia debía ser para los asiáticos y esbozó una interpretación de la historia de los últimos años como caracterizada por el propósito de los Estados Unidos de desencadenar la guerra en Asia y especialmente contra China, tesis a la que prestó luego su apoyo el Sr. Molotov.
Entretanto, la conferencia de Colombo se ha propuesto concertar y poner de manifiesto un punto de vista que, aunque en parte coincide con el de la China comunista, sepárase de él en muchos aspectos y configura una opinión de acusados perfiles. Su abanderado es el primer ministro de la india, Sr. Nehru, quien, en vísperas de la reunión de Ginebra, acaba de negar autorización para que crucen su territorio los aviones norteamericanos que conducen refuerzos franceses a Dien Bien Phu. Esta actitud, acendradamente criticada en Washington, responde a la interpretación que el estadista indio da a los sucesos de Asia.
Poco antes de emprender viaje para Colombo, el señor Nehru expresó, en un discurso pronunciado ante el parlamento de Nueva Delhi, que era necesario crear un ambiente de paz en la conferencia de Ginebra, prescindiendo de las actitudes de fuerza. Para colaborar en ese propósito enunció un plan de cinco puntos consistente, en lo fundamental, en la eliminación de Francia y las potencias que la apoyan y en la gestión de un libre acuerdo entre los dos grupos indochinos que combaten en tierras del Vietnam. Un senador republicano, comentando en Washington tal propuesta, manifestó que equivalía a una invitación a la agresión comunista, opinión que parece haber sido compartida por otros parlamentarios norteamericanos.
Pero acaso esta opinión subestime el valor de las palabras del Sr. Nehru. Es evidente que las potencias occidentales tienen su propio planteo del problema y resulta razonable que actúen de acuerdo con él. Mas como el núcleo de la situación es la cuestión asiática, sería razonable también que se considerará atentamente la opinión de un estadista tan experimentado y de tan noble espíritu como el primer ministro de la India, tratando de penetrar sin prejuicios en su intención. El Sr. Nehrú rechaza la calificación de “neutralista” que le han adjudicado algunas voces pero sostiene con vehemencia el derecho de los países asiáticos a mantenerse fuera de los bloques de naciones. Ha manifestado en diversas ocasiones que Asia no quiere la guerra y que la tendencia general es un nacionalismo que, en algunos casos, ha tomado un tinte comunista, aunque no demasiado grave a sus ojos. Quizá por eso no cree el Sr. Nehru el peligro de la expansión comunista en Asia, interpreta los hechos de los últimos años de una manera distinta a la de los Estados Unidos. Esta circunstancia lo ha separado en alguna medida de ese país, pero más lo ha separado la convicción que sustenta que carecerá de valor cualquier solución de los problemas asiáticos que no empiece por reconocer a la China comunista como potencia decisiva en el Pacífico. Es notorio que Londres comparte esta última opinión, fruto sin duda de su larga experiencia en Asia. Entretanto, y dadas las graves responsabilidades que tienen sobre sus espaldas las potencias occidentales, parece necesario preguntarse si es correcto aplicar a los problemas asiáticos el mismo tipo de soluciones que se han juzgado apropiadas para Europa. Es, desde luego, indudable que en el fondo de todo, a los efectos de la defensa de un tipo de civilización que es nuestro orgullo, la situación suscita planteos generales y acaso requiera, también, soluciones de igual clase. Pero ¿no será posible hallar un punto de coincidencia que ponga término la tensión de estos días, un terreno de entendimiento que no deje de lado el punto de vista asiático, tan esencial en la cuestión?
Buenos Aires, jueves 27 de mayo de 1954
Al cabo de un mes de inauguradas, las deliberaciones de Ginebra parecen no haber sobrepasado la etapa de los escarceos estratégicos. El análisis de las proposiciones presentadas por los delegados de los distintos países deja en el ánimo la certidumbre de que sus autores, al enunciarlas, no han perseguido otra finalidad que suscitar la reacción del contrario para medir su intensidad y observar su carácter. Mientras tanto, llama la atención la actitud de los Estados Unidos en el curso de las deliberaciones, caracterizada por su falta de iniciativa, en tanto que Washington ha comenzado a dar señales de haber radicado allí nuevamente el estudio del problema indochino. Todo hace suponer, pues, que de esas posiciones resultarán dos posibilidades diferentes y casi opuestas respecto al problema asiático, que, por lo demás, ha variado sustancialmente en sus términos desde el día en que comenzaron las discusiones destinadas a solucionarlo.
Tan graves como fueran las perspectivas militares a fines de abril, aun los más pesimistas admitían que cabía la posibilidad de contener la ofensiva vietminesa en Dien Bien Phu. Francia y el Vietnam esperaban la intensificación de la ayuda de sus aliados y algunos de estos confiaban en que las grandes lluvias contendrían la presión del enemigo sobre la disputada fortaleza. Bajo el signo estas esperanzas se iniciaron las conversaciones de Ginebra, turbadas muy pronto por la certidumbre del fracaso de la defensa franco-vietnamesa y por el embarazo que tal situación creaba en las potencias occidentales. Cuando el 7 del actual cayó Dien Bien Phu, los Estados Unidos seguían sosteniendo, por su parte, la necesidad de una “acción conjunta” en el sudeste de Asia, en tanto que Francia e Inglaterra acariciaban la esperanza de llegar a una transacción con las potencias comunistas que respaldan a Corea del Norte y al Vietmin. Esta divergencia de criterios parece no haber cambiado en lo sustancial y corresponde a las posibilidades que ofrece la política asiática entre las cuales deberá elegirse en plazo muy breve.
No bien concluido el episodio de Dien Bien Phu, las partes en conflicto comenzaron enunciar sus distintos puntos de vista para llegar a un rápido armisticio. Francia fue la primera en ofrecer un plan con dicho objeto, cuando solo habían transcurrido veinticuatro horas del desastre militar; y aunque parecía dispuesta a transigir sobre algunos puntos, los términos de su proposición no eran exactamente los que correspondían a la realidad de la situación militar, pues pretendía fijar las tropas allí donde se encontraban en ese momento, precisamente cuando el Vietmin tenía expedito el camino hacia el delta del río Rojo. Era evidente que Francia no esperaba que se aceptara su proposición. Por su parte, el Vietmin respondió exigiendo prácticamente el control de la situación vietnamesa y, finalmente, el gobierno de Bao Dai exigió que las tropas triunfantes se sometieran a su autoridad en calidad de rebeldes, con el compromiso de que se las incorporaría al ejército regular vietnamés. Planes de tal estilo solo podían tener como finalidad fijar los objetivos máximos de cada una de las partes.
Sin embargo, parecía lícito suponer que, puesto que habían aceptado concurrir a la conferencia, las partes en conflictos tenían en alguna medida el deseo de llegar a un acuerdo. A partir de sus objetivos máximos podrían conducirse las conversaciones hasta alcanzar algunos puntos de coincidencia que permitieran, en primer lugar, convenir la cesación del fuego. Tal era la esperanza que, a pesar de ciertos signos negativos, siguieron acariciando los negociadores; y al cabo de un mes, los escarceos diplomáticos parecen robustecer esa esperanza, a juzgar por algunos síntomas que han podido ser puntualizados. En efecto, hay indicios de que en las conversaciones sostenidas al margen de la conferencia se confía en haber allanado algunas dificultades y se tiende a convenir en la ventaja de poner fin a las hostilidades, quedando limitado el problema al acuerdo de los términos básicos de la negociación. En relación con este nuevo estado de cosas, se ha visto resurgir el proyecto británico de participación territorial del Vietnam y, mientras el Sr. Molotov insinúa un plan menos intransigente que los anteriores, se ha observado con curiosidad la presencia en Ginebra de un representante oficioso del Sr. Nehru. Todo ello permite suponer que acaso pronto pudieran quedar sentadas las bases de una solución de la situación inmediata.
Pero es digno de observarse que el término de esa situación inmediata ha dejado de interesar a los Estados Unidos. Tras asistir llenos de escepticismo al juego de propuestas y contrapropuestas, sus delegados han evitado intervenir activamente en la conferencia de Ginebra. El problema de Indochina ha comenzado considerarse otra vez en Washington, donde el señor Dulles ha retornado a su primitivo proyecto de “acción conjunta”, quizá con mayor convicción y firmeza que antes. Se descuenta que Gran Bretaña se resistirá a seguir una política tan arraigada y es posible que el Departamento de Estado deba vencer una gran resistencia antes de que quede incluida en el sistema defensivo del sudoeste de Asia; pero cuenta ya, en cambio, con la tácita aprobación de Francia, antes reticente y ahora decidida a secundar una acción enérgica de los Estados Unidos. Descuéntase asimismo en Washington la resistencia de los países neutralistas del sur de Asia y aun el escaso entusiasmo de lo que están convencidos de que no pueden mantenerse al margen de los grandes bloques de naciones. No obstante, el Departamento de Estado parece más firme que nunca en su actitud, como si se hallara cada vez más convencido de que no es posible tratar con las potencias comunistas. Seguramente considera útil que se procure en Ginebra poner fin a la guerra de Indochina. Mas también tiene la convicción de que su misión es de más vasto alcance y ha comenzado a poner en movimiento el plan del señor Dulles, frustrado en vísperas de la inauguración de la conferencia de Ginebra por oscuros motivos y hoy enarbolando de nuevo como instrumento de seguridad del mundo occidental. Una vez más, los Estados Unidos afirman así su decisión de oponerse la expansión del comunismo en todos los terrenos, evitando cualquier actitud que pueda ser considerada como expresión de la política de apaciguamiento. Entretanto, la expectación del mundo sigue atada a las difíciles gestiones en trámite.
Buenos Aires, viernes 11 de junio de 1954
Las últimas jornadas de la conferencia de Ginebra han creado un clima de justificada inquietud a causa de las derivaciones que es lícito prever en su desarrollo. Después de seis semanas de negociaciones, parece evidente que los objetivos concretos para que fue reunida no han podido ser separados de los graves problemas internacionales que condicionan la conducta de las grandes potencias, y se advierte del riesgo creciente de que no solo se frustren los propósitos de pacificación del Asia, sino que, además, se acentúe la tensión entre los bloques de naciones. Es forzoso reconocer una vez más que las potencias occidentales están en retardo en cuanto a la definición de sus propios objetivos y se las ve en peligro de perder -si no la han perdido ya- la iniciativa en la conducción de las negociaciones. Los países comunistas se han agrupado alrededor de finalidades muy concretas y concurren solidariamente a lograrlas. Para contrarrestar esa acción es urgente que el mundo libre advierta que estamos en una hora de resoluciones y que no es posible marchar a la deriva.
Es indudable que las potencias comunistas tienen mayores posibilidades de aunar sus esfuerzos, en virtud de su propio régimen y de la situación de desafío en que se han colocado. En los últimos días parecen haber orientado sus esfuerzos para provocar una acentuación de las dificultades por que atraviesa el bloque occidental, apuntando por elevación hacia los puntos neurálgicos del enemigo. Después de haber aceptado la posibilidad de estudiar privadamente y por separado los problemas militares y políticos de la situación indochina, el Sr. Molotov exigió repentinamente que se realizaran en Ginebra sesiones públicas en las que se debatirían simultáneamente ambos aspectos de la cuestión. El pedido soviético coincidía con la reunión de la Asamblea Nacional francesa y estaba destinado indudablemente a debilitar la posición del Sr. Bidault, que si antes de la caída de Dien Bien Phu se mostraba inclinado hacer frente al Vietmin, ha comenzado luego a propiciar una política de mayor firmeza. Sostienen los delegados comunistas que el canciller francés se ha aproximado excesivamente a los Estados Unidos y parecen aspirar a que sea sustituido por un político más flexible a sus sugestiones, acaso especulando con la resistencia de la opinión pública francesa a toda perspectiva de guerra. Junto a ese designio inmediato acarician los comunistas el de acelerar la crisis de la Comunidad Europea de Defensa y el de ahondar las inocultables diferencias que separan a los aliados. Estos propósitos parecen comenzar a cumplirse y es imprescindible que se busquen urgentemente la manera de neutralizar la maniobra, cualesquiera sean los recelos que haya que superar.
En efecto, la Asamblea Nacional francesa cuenta desde el miércoles con un despacho de su Comisión de Relaciones Exteriores aconsejando el rechazo del proyecto de adhesión a la CED. Simultáneamente, el gobierno del Sr. Laniel ha recibido las más duras críticas en la Asamblea, justificadas muchas de ellas sin duda, pero ninguna respaldada por una posición clara y constructiva, frente al problema de Indochina. Parecería como si la opinión se hubiera enervado frente a una cuestión en la que, innegablemente, se juega el país su posición internacional. Y entretanto, los debates se prolongan, los puntos de vista se mantienen irreductibles y las tropas del Vietmin se acercan al delta del río Rojo, cuya pérdida ha de significar un golpe decisivo para la defensa del sudeste de Asia.
En tanto que el Sr. Bidault manifiesta que no se han agotado las posibilidades de llegar a una tregua, el Sr. Daladier declara categóricamente que Francia carece de los medios para continuar la guerra, afirmación corroborada por el propio ministro de defensa, Sr. Pleven. El problema es grave y trasciende los límites de la política colonial francesa. Sin que deba preconizarse todavía la internacionalización de la guerra de Indochina, es evidente que hay que preparar al menos la defensa del sudeste de Asia por medio de algún organismo que agrupe a las potencias interesadas en la seguridad esa región y en el mantenimiento del mundo libre.
Este propósito ha sido encargado por las naciones que asisten a la conferencia militar para la defensa de Asia que se halla reunida en Washington. El viejo plan del Sr. Dulles -en el que continuó trabajando el Departamento de Estado a pesar de la resistencia que el canciller halló en Europa- ha comenzado a encontrar mejor acogida. Pero es evidente que la disidencia entre los gobiernos de Washington y Londres se ha acentuado en los últimos tiempos, con grave perjuicio para el éxito de la alianza. Las naciones del Commonwealth parecen haber estrechado sus filas alrededor de Gran Bretaña y el conjunto opera ahora en materia internacional con mayor autonomía y firmeza, sin dejarse arrastrar por la nerviosidad que predomina en Washington y tratando de encontrar un modus vivendi con el bloque oriental. Quizá la conjunción de los puntos de vista norteamericano y británico sea útil para preparar una acción serena y eficaz, pero parece imprescindible que se llegue a esa conjunción con la celeridad que requieren los acontecimientos.
Entretanto, tampoco cuenta la política del señor Dulles con un amplio apoyo en su propio país. Senadores y representantes demócratas se han expresado con severidad respecto a la política exterior de la administración republicana, a la que acusan de inseguridad unas veces y de excesiva inflexibilidad otras. No faltan miembros del partido gobernante que se sumen a las disidencias, y ha trascendido que aun entre los altos funcionarios y jefes militares hay divergencias acerca de la política a seguir en el caso indochino.
Todos estos problemas deben ser superados. El bloque comunista parece haberse apoderado de la iniciativa y amenaza inmovilizar al bloque democrático. Hay que impedirlo a toda costa, obrando de tal modo que pueda hacerse ahora ventajosamente lo que acaso las circunstancias obligaran a hacer más tarde en situación desventajosa.
¿Perspectivas de conciliación en Ginebra?
Buenos Aires, sábado 19 de junio de 1954
Inesperadamente la ductilidad del método diplomático parece haber servido para hallar una salida a la confusa y peligrosa situación en que se habían colocado los negociadores de Ginebra. No hace muchos días las conversaciones sobre Indochina parecían haber llegado a un punto muerto, y se consideraba prácticamente imposible conciliar intereses y puntos de vista que se mostraban como irreductiblemente adversos. La repercusión del previsible fracaso de la conferencia de Ginebra en la política interior francesa contribuyó a oscurecer la situación, enturbiada ya por la sensible disidencia manifestada entre los gobiernos de Washington y Londres acerca de la política a seguir en Asia. Empero, la amenaza de las potencias occidentales de interrumpir las negociaciones ginebrinas -junto, sin duda, con sutiles cambios de posición diplomática que escapan todavía al observador- parece haber sido causa suficiente para llamar a la reflexión de las potencias comunistas. Y a la sensación del fracaso ha seguido de pronto una nueva perspectiva de conciliación sobre términos que, aunque apenas pueden entreverse, autorizan a pensar en un próximo reajuste del problema del sudeste de Asia.
En efecto, las circunstancias justificaban en los primeros días de la semana el pesimismo de los diplomáticos occidentales. Las gestiones conciliatorias del delegado de la India en la UN, señor Menon, y del canciller australiano, señor Casey, parecían haber fracasado totalmente, y el último de los nombrados manifestó de manera categórica que si se frustraban las esperanzas puestas en la Conferencia de Ginebra no cabía sino dedicar la atención a las gestiones ya iniciadas para constituir un bloque defensivo en el sudeste de Asia. “Si tal sucede, los comunistas nos habrá llevado a ello. Con que hubieran transigido un poco, una cosa así no hubiera sido necesaria”. Se refería fundamentalmente a los dos problemas en que se localizó últimamente la crisis: la definición de los agresores de Laos y Camboya y la composición de las comisiones internacionales que debería fiscalizar el armisticio en Indochina. Considerando inútiles sus esfuerzos para encontrar una fórmula aceptable para las potencias occidentales, el señor Eden propuso el lunes la suspensión de las conversaciones de paz, y al día siguiente dieron a conocer las naciones anticomunistas una declaración explicando su retiro de las negociaciones sobre Corea. Estas actitudes coincidían con la reunión de una conferencia anticomunista provocada por el doctor Rhee en Corea del Sur y unas declaraciones categóricas de su ministro de Relaciones Exteriores en el sentido de que su gobierno no se encontraba ya obligado a respetar el armisticio coreano. Entretanto, la crisis política francesa apartaba el primer plano de las negociaciones al señor Bidault, mientras en París gestionaba el señor Mendès-France la formación de un nuevo gobierno.
Quizá esas últimas circunstancias favorecieran un inesperado viraje operando en el curso de las negociaciones. Dos actitudes del gobierno británico se conocieron el martes: por una parte se anunció el viaje a Washington del señor Churchill y por otra la gestión iniciada por Londres para obtener la designación de un embajador del gobierno de China comunista.
Estos hechos no pueden desvincularse de la rápida reacción del señor Chou En-lai ante el anuncio de las potencias occidentales de retirarse de la conferencia. Su propuesta sobre Corea suscitó una vez más la oposición entre los delegados de Inglaterra y Estados Unidos y fue finalmente abandonada. Pero el primer ministro comunista chino reiteró sus posiciones conciliatorias en términos que merecieron la atención de los delegados occidentales, habiendo trascendido que por primera vez se admite para los grupos combatientes de Laos y Camboya la definición de “fuerzas invasoras” y que las condiciones ofrecidas a los occidentales para un armisticio presentan una mayor flexibilidad que hasta ahora.
Es indudable que el gobierno británico insiste en su política de aproximación al Asia. No podría explicarse de otra manera la coincidencia entre la nueva actitud de China y las gestiones diplomáticas que con su gobierno realiza la cancillería británica. Pero acaso la novedad más importante que se ha operado en este aspecto del problema es la aproximación entre Inglaterra y el grupo de las llamadas “naciones de Colombo”, presididas por la India; el señor Churchill acaba de expresar su profunda satisfacción por la labor realizada por su ministro de Relaciones Exteriores, como resultado de la cual puede preverse que en adelante las naciones consideradas neutrales del sur de Asia respaldarán la política del Foreing Office.
En estas condiciones, la gestión que el primer ministro británico realizará en Washington dentro de pocos días ha de contar con grandes posibilidades de éxito. Es posible que las enseñanzas de la Conferencia de Ginebra induzcan a los gobiernos de Washington y Londres a buscar un nuevo acercamiento, después del largo período de desinteligencia. En alguna medida puede presumirse que prevalecerá el punto de vista británico, robustecido ahora por el apoyo de las naciones del Commonwealth, aunque finalmente se llegue a una fórmula análoga a la del señor Dulles, acaso solo desprovista de alguno de sus aspectos más polémicos. Pero seguramente las conversaciones de Washington no se detendrán allí. El problema asiático es prácticamente inseparable del problema europeo, y se insinúa ya la posibilidad de reajustar las cuestiones relativas al ejército europeo, aspecto fundamental de las relaciones de ambas potencias con Italia y Francia.
Parecería como si la diplomacia poseyera todavía los secretos para obtener resultados decisivos a cambio de pequeñas variantes en el planteo de los problemas. Una perspectiva de conciliación no puede sino reconfortar a la opinión pública mundial, justificadamente alarmada por la amenaza asiática.
Buenos Aires, miércoles 30 de junio de 1954
Las entrevistas realizadas en Washington y Nueva Delhi a partir del día 25 -cuya simultaneidad no es, por cierto, obra del azar- han polarizado la atención pública durante los últimos días, a causa de las posibles decisiones que era dado esperar de ellas. No parece, sin embargo, que se hayan producido, a juzgar por las declaraciones que sus protagonistas han hecho, y puede admitirse que, en efecto, no las hubo, pues las circunstancias que precedieron a ambas reuniones y la posición de los participantes mueven más bien a pensar que se haya tratado, sobre todo, de aclarar los puntos de vista contrapuestos de unos y otros. El problema de las relaciones entre Oriente y Occidente -que es, en último término, lo que se discute- se manifiesta a través de diversas cuestiones localizadas, de las cuales son las más importantes la situación del sudeste de Asia y el ejército europeo; pero el problema es uno, y las potencias interesadas no podrán adoptar frente a él una actitud definida hasta tanto se conozcan con claridad, todas las implicaciones que esconde.
Sería ingenuo suponer que la visible y vigorosa oposición de puntos de vista deriva de la mera incapacidad de los estadistas para lograr un acuerdo. Es necesario hacerse a la idea de que el problema en discusión es inédito y tiene múltiples aspectos aún no suficientemente analizados ni siquiera por los que hoy deben afrontarlos, pues a diferencia de lo que ocurría en vísperas de las dos guerras mundiales, la situación internacional proviene ahora de una mutación profunda no solo en el sistema de las relaciones mutuas, sino también en cuanto al valor y carácter de todos los elementos en conflicto. A cada instante parece que están ya a la vista todos los datos necesarios para fundamentar una opinión definitiva sobre la situación, pero con frecuencia se comprueba que han aparecido inesperadamente nuevos elementos de juicio que modifican los esquemas preconcebidos. Así ha ocurrido en los últimos días con el brusco ascenso logrado en el panorama internacional por la China comunista, cuyo jefe de gobierno y ministro de Relaciones Exteriores, Sr. Chou En-lai, ha comenzado a demostrar una autonomía antes insospechada, a partir del momento en que la Conferencia de Ginebra pareció naufragar, a mediados de junio.
Decididas las entrevistas de Washington y Nueva Delhi, se produjeron, antes de que comenzaran, dos hechos de singular importancia: la reunión del primer ministro chino con el nuevo jefe del gobierno francés, Sr. Mendès-France, en Berna, y el discurso del ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña en la Cámara de los Comunes. En la citada entrevista parece haberse llegado a un acuerdo general con miras a un armisticio aceptable para Francia; en la exposición del señor Eden se hizo público, a su vez, el plan británico de trabajar por un acuerdo de seguridad asiática que incluya no solo a las potencias occidentales, sino también a las llamadas potencias neutrales de Colombo -Birmania, Ceilán, India, Pakistán e Indonesia- y a la China comunista, proyecto que ha sido calificado como “un nuevo Locarno” y que ha dado lugar a que en Washington vuelva a hablarse de “un nuevo Munich”.
En esas circunstancias se produjo la reunión de los señores Nehru y Chou En-lai en Nueva Delhi y de los Sres. Churchill y Eisenhower en Washington. Las declaraciones formuladas a su término revelan que no se ha hecho sino reafirmar los puntos de vista de cada parte; pero puede entreverse que se ha tomado una buena nota de los nuevos elementos de juicio que es menester tener en cuenta para decidir el problema.
En Nueva Delhi, el Sr. Chou En-lai ha proclamado cinco puntos fundamentales que deberán servir de base a toda negociación, a través de los cuales puede suponerse que estaría dispuesto a negociar con el Occidente sobre la base de que se reconozca la legitimidad de su gobierno y comprometiéndose por su parte a no inmiscuirse en la política interna de los demás países asiáticos. Este plan está sustentado en una incisiva declaración de confianza en la posibilidad de una “convivencia pacífica”.
Tal posibilidad ha sido sostenida también por el Sr. Eden en su discurso de la Cámara de los Comunes la víspera de su viaje a Washington. La han expuesto antes el Sr. Nehru y luego las naciones de Colombo, y seguramente ha sido sostenida por el Sr. Churchill en sus entrevistas con el presidente de los Estados Unidos. Antes y ahora respondía al peculiar enfoque británico de la política asiática, frente a la cual el gobierno laborista del Sr. Attlee señaló ya un rumbo que no ha sido corregido por el gobierno conservador. Pero es significativo que tal tesis se haya abierto camino en Asia misma, en términos de constituir uno de los puntos de vista expresados ahora en Nueva Delhi.
En las entrevistas de Washington no se ha llegado, ciertamente, a sortear las disidencias que separan a los gobiernos de Gran Bretaña y los Estados Unidos. El párrafo del comunicado que se refiere al sudeste de Asia es elusivo y solo afirma que ambos estadistas siguen estudiando el problema. Tan lamentable como sea, este resultado no puede extrañar si se piensa en la diferente situación de los dos países, y es previsible que se necesitará un largo intercambio de opiniones y una marcada buena voluntad para superar las disidencias, que están determinadas por razones profundas.
Podrían resumirse diciendo que los Estados Unidos -basados en las enseñanzas de la guerra de Corea- saben que tendrán que asumir la principal carga en cualquier conflicto que se desencadene, cualquiera sea la política que se haya seguido hasta entonces. La “guerra fría” incide sobre su economía y sobre la opinión pública norteamericana de tal manera que no puede ser prolongada indefinidamente. Y la aplicación de la experiencia acumulada durante los prolegómenos de la segunda guerra mundial los lleva a afirmar que no hay posibilidad de acuerdos de buena fe con los países del bloque comunista.
Gran Bretaña, en cambio, habla de China en un tono muy diverso. No solo reconoce al gobierno comunista, sino que piensa en la posibilidad de tratar con él sin comprometerse necesariamente en igual medida con la Unión Soviética. Para Europa, apoya el ejército europeo frente a la posible agresión rusa. Pero respecto al Asia, admite la posibilidad de negociar y se aproxima cada vez más al punto de vista de la India.
En los términos actuales, los Estados Unidos parecen haber aceptado la conveniencia de postergar el estudio del tratado de defensa de Asia hasta ver los resultados de las negociaciones directas que se realizan en Ginebra. Acaso en el ínterin se aclare aún más el panorama y logre Gran Bretaña reducir las incompatibilidades existentes entre el gobierno de Washington y el de Pekín, si este último da nuevas pruebas de que, como opina el gobierno británico, está decidido a demostrar la posibilidad de una coexistencia pacífica.
Buenos Aires, jueves 8 de julio de 1954
Repentinamente, la cuestión de la Comunidad de Defensa Europea ha vuelto a ocupar el primer plano de la atención mundial. Durante muchas semanas, la conferencia de Ginebra y el vigoroso forcejeo entre el bloque comunista y las potencias occidentales motivado por el problema del sudeste de Asia relegaron a un aparente olvido la negociación pendiente entre los seis países del pacto del Atlántico. El avance de las tropas vietminesas en Indochina proporcionaba a la cuestión asiática un interés más dramático y más urgente. Pero apenas producida la canalización de las gestiones de paz y, sobre todo, evidenciada la actitud del nuevo jefe de gobierno francés, señor Mendès-France, con respecto a la ratificación del pacto, se ha transformado este en la cuestión neurálgica de la política internacional. Y una vez más el problema se plantea como un conflicto entre Alemania y Francia.
El punto crítico de la cuestión reside en la interdependencia establecida entre la ratificación del tratado de París y la devolución de la plena soberanía a la República Federal Alemana. Excepto para esta última, el problema no parece urgente; pero para ella la demora en la formalización del acuerdo resulta nefasta, sobre todo después del certero golpe de propaganda que dio la Unión Soviética al devolver, siquiera teóricamente, la soberanía a Alemania Oriental, perfeccionado ahora con un plebiscito para conocer el estado de la opinión acerca de “la pertenencia de la ocupación extranjera por 50 años”. El gobierno de la República Federal alemana -como en otro tiempo el de la República de Weimar- reclama de los países democráticos el apoyo imprescindible para justificar y defender su política adversa a las tendencias totalitarias de izquierda y derecha que pugnan por debilitarlo. Ya son visibles los signos de cierta reacción desfavorable al pacto del Atlántico en algunos círculos, en los que por cierto no puede explicarse sino por reacción contra la morosidad de Francia e Italia. Así, por ejemplo, el ex canciller Dr. Bruening propone para Alemania una política equidistante del Este y el Oeste, y hasta en el seno del gabinete del señor Adenauer parece insinuarse un movimiento hacia la unidad alemana. Conociendo el gobierno alemán estos virajes de la opinión y el esfuerzo que significó llegar a la ratificación del tratado, la propuesta francesa de volver a estudiar los términos del pacto no puede sino parecerle inadecuada, no solo porque vuelve a postergar el otorgamiento de la plena soberanía, sino también en cuanto significa la necesidad de volver a pulsar la opinión pública.
Ante esas dificultades, el gobierno del Sr. Adenauer se apresuró a puntualizar su opinión en cuanto se hizo pública la del jefe de gobierno francés señor Mendès-France: como se recordará sostuvo este la necesidad de conciliar las tendencias opuestas que se manifiestan en su país con respecto al Tratado de París e insinuó que, de hallar una fórmula de conciliación, sería necesario que los países de la C.D.E. volvieran a estudiar sus términos y se pronunciaran de nuevo sobre ellos. Seguramente por influencia del gobierno de Bonn, el ministro de Relaciones Exteriores de Bélgica, Sr. Spaak, convocó a una reunión en Bruselas pero la invitación fue declinada por su colega francés, quien confirmó entonces su propósito de proponer una enmienda al tratado. Esta vez la reacción fue aún más grave. Extraoficialmente se declaró en Bruselas que ni Alemania Occidental ni los países del Benelux están dispuestos a considerar una revisión del pacto; y al concluir las reuniones celebradas en Washington entre los Sres. Churchill y Eisenhower, declararon ambos estadistas que consideraban adecuado y oportuno el texto del Tratado de París y necesaria su ratificación por Francia, país del que había provenido la iniciativa.
Una visita del Sr. Spaak a París sirvió para que las naciones que ya habían ratificado el tratado tuvieran una versión autorizada y concreta de los designios del gobierno francés. El señor Adenauer reaccionó inmediatamente, declarando que la República Federal Alemana no tenía por qué sufrir las consecuencias de los vaivenes de la opinión de otros países y que, como estaba seguro de que su gobierno había conquistado la confianza del mundo occidental consideraba urgente y necesario que se devolviera a su país el pleno goce de su soberanía. Después de hacer un llamado a Francia el primer ministro alemán terminaba diciendo: “no puede existir una política europea sin Francia o contra ella, pero tampoco puede existir una política europea sin Alemania o contra ella”.
El contraste entre las opiniones del Sr. Mendès-France y las del Sr. Adenauer ilustra con claridad acerca de la situación en la que se halla el problema de la unidad de Europa. El tratado de París había introducido en su planteo algunas innovaciones de indudable valor. Apreciaba con criterio realista la verdadera significación de las potencias continentales y proponía no solo una organización militar capaz de proveer a las necesidades recíprocas, sino también un principio de seguridad contra el rearme alemán, siempre temido por Francia, y un principio de organización política que aprovechaba las enseñanzas de la última guerra mundial y de los episodios que le siguieron. Pero además el tratado consagraba la idea de Europa y le atribuía un valor de hecho. Es sabido que la unidad europea constituye una vieja aspiración. Últimamente, Toynbee -de quien se dice que sugirió al señor Churchill en 1940 la idea de la unión con Francia- ha vuelto a señalar la necesidad de superar ciertas formas de nacionalismo exclusivista y de contar con que no son las naciones las últimas realidades en el campo de la civilización. La idea de la unión europea ha conquistado muchos adeptos, y es innegable que era ella la que presidía el tratado y le otorgaba su carácter peculiar frente a la tradición del Tratado de Versalles. Ahora bien, la situación planteada por el conflicto de opiniones entre los gobiernos de Bonn y París parece anunciar la inminencia de un retorno a los viejos planteos del problema, al que dos terribles guerras no han logrado hallar solución.
Sería ocioso acumular citas de opiniones en favor de la necesidad de dar realidad al ideal de la unión europea. Los espíritus más lúcidos y previsores del continente han señalado una y otra vez la urgencia de ese paso. Es triste que, habiéndose comenzado a avanzar por el buen camino, se retroceda ahora por la presión de circunstancias aleatorias.
Buenos Aires, jueves 22 de julio de 1954
A pocas horas de vencido el plazo que se había impuesto a sí mismo el primer ministro francés, Sr. Mendès-France, para concluir una tregua en Indochina, las partes interesadas han llegado a un acuerdo que supone la cesación del fuego y la paulatina solución de los problemas políticos que se debaten allí entre comunistas y no comunistas. La noticia ha sido recibida con satisfacción en Francia, donde la paz —o por lo menos la tregua— era una aspiración general, y sin duda con una sensación de alivio en toda Europa. Para el Sr. Mendès-France ha sido un triunfo diplomático y, más aun, un triunfo político anotado en la cuenta del viejo Partido Radical Socialista sobre el Partido Republicano Popular, que había dirigido prácticamente las relaciones exteriores de Francia desde el fin de la guerra. Otras han sido, sin duda, las reacciones en Washington, Pekín y Moscú. Ciertamente, a nadie se le oculta que las operaciones militares en Indochina eran no sólo el resultado de un indudable conflicto nacional por la hegemonía, sino también la consecuencia del complejo juego en que están empeñados los dos grandes bloques internacionales en Asia. En consecuencia, la solución hallada no puede considerarse sino el fin de una etapa que abre nuevos interrogantes acerca de la posición que ha de adoptar cada una de las partes en conflicto. El problema general sigue siendo si es o no exacta la tesis de que hay un designio comunista de conquistar el Asia, o si es, por el contrario, exacta la tesis opuesta de que hay sólo movimientos nacionalistas surgidos en países que arrastraban una situación colonial.
Indudablemente, la negociación ha demostrado que el problema local de Indochina —como antes el de Corea— no es de resorte exclusivo de las partes directamente interesadas. No han sido el Vietmin y Francia los únicos que han discutido el asunto, ni sus propios puntos de vista los únicos que se han sometido a debate. Tras de cada uno de los beligerantes está el grupo de sus aliados, de sus inspiradores o protectores. De la confrontación de los encontrados puntos de vista de ambos bloques y de los intereses de las facciones locales ha resultado un pacto provisional cuyo análisis, aunque acaso prematuro, es sin duda instructivo.
Tres puntos fundamentales comprende el acuerdo alcanzado: la división territorial del Vietnam, la organización de elecciones generales antes de dos años y, finalmente, la neutralización Laos y Camboya. Los dos primeras puntos conciernen a una región en la que el Vietmin ha demostrado su superioridad militar, posée ciertos innegables antecedentes políticos derivados de la época de la lucha contra el Japón y está en situación ventajosa para la conquista del delta del río Rojo y las ciudades de Hanoi y Haiphong. Dadas las condiciones del gobierno vietnamés del emperador Bao Dai y el estado de la opinión pública francesa, resulta evidente que lo que ha contenido la expansión del Vietmin no ha sido la posibilidad de resistencia local, sino la consideración del riesgo internacional que entrañaba forzar las operaciones. Reduciéndose, pues, a una acción que no despertara demasiada irritación, el Vietmin ha logrado ingentes resultados, pues adquiere el control de una de las más ricas regiones arroceras y metalíferas y de las dos más importantes ciudades de la zona. Estos resultados no pueden satisfacer a Francia sino en la pequeña medida en que le urge la finalización de la guerra; pero es innegable que supone prácticamente el principio del fin de su dominación en Indochina y acaso aun el de su influencia económica. Y en cuanto al Vietnam, como ya lo observó el ex candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos, Sr. Stevenson, es difícil que —llegado el momento de las elecciones— pueda el gobierno de Bao Dai oponer su escaso ascendiente a la ilusión comunista.
El tercer punto del acuerdo revela una importante concesión del bloque oriental, anunciada ya por el Sr. Chou En-lai: la calificación de invasores para los grupos comunistas que actuaban en Laos y Camboya, respecto a los cuales se dispone que abandonen el territorio; de este modo se reconoce la legalidad e intangibilidad de los gobiernos legales de ambos países.
El más significativo de los puntos, que concierne por igual a los tres Estados asociados de la Unión Francesa, es el compromiso contraído por las partes de no incitarlos en ningún pacto defensivo de uno u otro grupo, con lo cual queda automáticamente descartado el viejo plan del Sr. Dulles.
Es significativo que los Estados Unidos se hayan mantenido al margen de esta negociación, aun cuando han declarado, por medio de su secretario de Estado, que “nada harán para dificultar cualquier arreglo razonable en el que participe Francia”. Aunque no cabe hablar de derrota diplomática, es indudable que la gestión del armisticio no ha contado con la simpatía el gobierno de Washington, para quien la tesis realista sostenida por el Sr. Churchill resulta excesivamente arriesgada. Pero no pudiendo intervenir decisivamente en el conflicto bélico, era evidente que los Estados Unidos no podrían evitar que Francia buscara una tregua que es, en cierto modo, el primer paso para salir airosamente de una situación insostenible.
Empero, corresponde a los Estados unidos mantener su actitud de expectativa, porque si tenían escasas posibilidades de impedir que se formalizara la tregua, tienen las mayores responsabilidades en el problema del futuro de Asia. Puede preverse que el resultado final de la situación que acaba de plantearse será el retiro de Francia de Indochina, el mantenimiento de la independencia de Laos y Camboya bajo la protección del bloque occidental y el triunfo comunista en el Vietnam. De darse esta situación, se agudizará la oposición entre las dos tesis que se sostienen con respecto a Asia: la de la persistencia del expansionismo comunista y la de la posibilidad de una coexistencia pacifica.
Mas parecería que, a partir da la situación ahora creada, se aclarara en alguna medida el problema. Si Francia desaparece de Indochina y concluye allí el régimen colonial, los planteos de los grupos comunistas de Laos y Camboya deberán modificarse, como ya se han modificado en India, Birmania, Pakistán y otras nuevas naciones de Asia. Una sólida protección de esos Estados, sin presión colonial, eliminaría no sólo el pretexto de la acción comunista, sino también la causa indudable del éxito de su propaganda. Aceptar esta situación y —sin perjuicio de organizar una defensa apropiada— encararla procediendo con sabia cautela, sería una política adecuada a las circunstacias.
Gran Bretaña y el canal de Suez
Buenos Aires, domingo 1 de agosto de 1954
A poco de concluidas las trabajosas gestiones realizadas en Ginebra para establecer una tregua en Indochina, y precisamente en circunstancias en que se debate el gravísimo problema de la actitud que el Occidente debe adoptar acerca del Asia y de la expansión del comunismo, el gobierno conservador de Gran Bretaña acaba de adoptar una resolución de vastas proyecciones en el pleito que sostenía con el régimen nacionalista de Egipto. De acuerdo con lo convenido en el Cairo, las tropas inglesas abandonarán en un plazo relativamente breve la base militar de Suez, último reducto de la ocupación británica en Egipto. La decisión del Sr. Churchill ha desatado algunas críticas violentas entre sus propios partidarios, y cabe preguntarse si la arriesgada medida del gran estadista ha de repercutir en favor o en contra de la posición del Reino Unido en el Cercano Oriente.
El problema dista mucho de ser una cuestión académica. La gravedad de los conflictos suscitados en el Pacífico después de la guerra, la manifiesta atención que se advierte entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y la dramática vecindad de los dos regímenes en Alemania han desplazado el interés de la política internacional alejándolo del Mediterráneo, otrora punto neurálgico de las relaciones entre cuatro continentes. Es innegable que la creciente gravitación de los Estados Unidos ha traído consigo un nuevo planteo de los problemas políticos y militares, localizados ahora en los océanos Atlántico y Pacífico, y, sin duda, la transformación de las comunicaciones influirá aún más en este desplazamiento del centro de gravedad de las relaciones internacionales. Pero parece evidente que es prematuro restar importancia a la situación del Mediterráneo mientras exista un área de vigorosa influencia inglesa -imperio, Commonwealth o simple alianza de naciones-, que no puede dejar de constituir uno de los focos de atracción de la política internacional.
Se habla corrientemente de la crisis del Imperio Británico, y suele olvidarse no solo la solidez de los vínculos del Commonwealth, sino también la visible afinidad que han manifestado las naciones que antaño pertenecieron a aquel y que representa un lazo capaz de restaurar -aunque con distintos caracteres- cierto vínculo de solidaridad. El “área de la libra” constituye uno de los sectores en que el mundo se divide, hoy más vigoroso que hace algunos años, y es bien sabido que el símbolo monetario esconde relaciones de tal trascendencia para la vida de los países que de ese modo se vinculan, que verosímilmente deberán estrecharse en circunstancias extremas.
Gran Bretaña ha procurado -extremando su tradicional sabiduría política- impedir que factores de diversa índole pongan en peligro esas relaciones y mientras logre mantenerlas, el bloque de influencia británica será una pieza importante en el tablero de la política mundial, y en el Mediterráneo su punto neurálgico por imperio de las circunstancias geográficas y económicas.
No es necesario, por bien conocidas, recordar las metódicas gestiones del gobierno británico en el mundo árabe, y especialmente en Irán y Egipto, para evitar que escaparan a su influencia esas regiones. La primera guerra mundial fortaleció la situación de Inglaterra en ellas, y contra ellas ideó Hitler aquella gigantesca operación militar que, arrancando de Crimea y del norte de África, debería debía culminar con la conquista del Canal de Suez. Pero, finalizada la segunda guerra, la influencia británica debió enfrentar dos fuerzas nuevas, no menos temibles para ella que la agresión de potencias rivales: el comunismo y los movimientos nacionalistas y religiosos, que cobraron muy pronto insólita gravedad. La infiltración comunista obró y sigue obrando de múltiples maneras como estímulo de la agitación que se advierte en el mundo árabe aunque en muchos casos no sea posible precisarla. Pero las tendencias nacionalistas y religiosas irrumpieron a plena luz y se manifestaron, dentro del ámbito británico, en dos de sus puntos críticos: en Irán, donde se explotaban riquísimas fuentes petrolíferas, y en Egipto, donde Inglaterra custodiaba el canal de Suez, eslabón principalísimo de la llamada “ruta imperial”.
Son conocidos los diversos episodios a que dio origen la política intransigente del doctor Mossadegh en Irán y el general Naguib en Egipto. Vigorosos movimientos de opinión los respaldaban, y mostraron en ocasiones cierta violenta xenofobia; y aunque las revoluciones triunfantes demostraron no inclinarse necesariamente hacia Moscú, es innegable que hubieran podido hacerlo, forzadas por las circunstancias, si Gran Bretaña hubiera extremado su reacción imperialista.
Afortunadamente, Gran Bretaña ha sabido operar con inteligencia y oportunidad. La historia dirá que un gobierno laborista otorgó la independencia a la India, y deberá agregar -acaso para suprema confusión de ciertos espíritus simplistas- que un gobierno conservador decidió la evacuación de la base militar de Suez. La persuasión y la elasticidad de las partes en conflicto permitieron en Irán, luego de la caída del doctor Mossadegh, el arreglo de la cuestión petrolera, cuyo ajuste definitivo se espera para el próximo mes de septiembre. Y entretanto, las fuerzas británicas comenzarán a salir de Suez dejando confiada la vigilancia del canal a fuerzas egipcias.
Será un día fausto para Egipto aquel en que abandone su suelo el último soldado británico. Pero, pese la irritación de algunos, también será un día fausto para los ingleses este en que se oyó declarar al ministro egipcio de Orientación Nacional: “una vez firmado el acuerdo, Gran Bretaña tendrá en mí uno de sus mejores amigos del Cercano Oriente”. Porque Gran Bretaña necesita buenos amigos en el Cercano Oriente, ganados a través de muchos esfuerzos de comprensión, que sirvan para defender esa unidad económica y espiritual que constituye el área de influencia inglesa y, con ella, al bloque de las naciones democráticas.
Buenos Aires, sábado 7 de agosto de 1954
La proposición soviética de convocar a una conferencia europea a fin de que elabore un sistema internacional de seguridad, actualmente a estudio de las cancillerías de las grandes potencias occidentales, pone una vez más de manifiesto las posibilidades que se ofrecen a estas últimas frente al problema de la “guerra fría”. O se mantiene un sistema defensivo garantizado por los países signatarios del Pacto del Atlántico, o se busca la manera de crear un sistema de seguridad colectiva que comprenda los bloques y canalice sus conflictos. A primera vista, estas posibilidades parecen excluirse. Pero acaso se trate solo de una apreciación superficial de la situación y quepa otra alternativa por parte de las potencias occidentales: la de buscar un principio de seguridad colectiva sin abandonar las fundamentales precauciones aconsejadas por la experiencia. Así lo hace pensar la observación del gobierno británico, en relación con la nota soviética del 24 de julio, en cuanto dice que “los aliados están interesados en un sistema de seguridad continental, incluyendo en él a las naciones comunistas, pero no a costa del Pacto del Atlántico o del proyecto de creación de la Comunidad Europea de Defensa”. Llegar a concretar ese designio es sin duda empresa difícil, más parecería ser un camino -y acaso el único- para salir de la incertidumbre de la “guerra fría”, que amenaza intoxicar la atmósfera de nuestro tiempo.
Como es sabido, cierta favorable tendencia a un entendimiento con el bloque comunista ha aparecido varias veces en Europa, y es notorio que las cancillerías han estudiado atentamente las reacciones soviéticas, tratando de descubrir algún signo de buena voluntad que permitiera desarrollar aquella política. La desaparición del Sr. Stalin y el cambio del equipo gubernamental soviético parecieron coincidir con una renovación de las directivas internacionales de Moscú. A fines de 1953 llegaron ambos bloques a un acuerdo para la realización de la Conferencia de Berlín, que, aunque infructuosa en general, reveló la posibilidad de resolver separadamente algunos problemas tal como lo había sugerido el Sr. Churchill. Puesto en práctica ese principio en Ginebra, logró ser una solución del problema indochino. Pero, entretanto, el gobierno soviético lanzó el 31 de marzo la extraña propuesta de que se incluyera a Rusia en el Pacto del Atlántico. El sentido general de la nota soviética era poner a la política defensiva seguida por los países occidentales una posibilidad diferente basada en el principio de la seguridad colectiva. La proposición de Moscú fue rechazada, pero, en vísperas de su último viaje a Washington, el Sr. Eden insinuó en la Cámara de los Comunes una posición análoga respecto al problema del sudeste de Asia, mencionando la posibilidad de establecer un sistema semejante al creado en Europa por el Tratado de Locarno en 1926.
Los Estados Unidos se opusieron vivamente tanto a la propuesta rusa como el punto de vista del canciller británico. En tal estado del problema y en plena crisis de la política aliada de defensa -amenazada por la resistencia de Italia y Francia a la ratificación de la C. E. D. y por las exigencias de Alemania Occidental-, el gobierno soviético lanzó el 24 de julio su nueva propuesta para la elaboración de un plan de seguridad europea, dirigido a combatir el sistema de bloques, la remilitarización de Alemania, la C. E. D y el Pacto del Atlántico.
Las reacciones han sido variadas. Como era de esperar, en un extremo los Estados Unidos mantienen un punto de vista categóricamente adverso a toda la política que no sea de severa y desconfiada defensa. En el extremo opuesto, Francia expresa en principio el vehemente deseo de que la propuesta rusa se considere con la mayor atención. Y en un punto medio, Gran Bretaña, aunque no está dispuesta a abandonar el sistema defensivo que integra con sus aliados, considera viable la elaboración de un plan de seguridad que incluya su propio bloque y el bloque comunista.
Es visible el mecanismo que rige las propuestas y contrapropuestas. Mientras Moscú quiere incidir sobre el talón de Aquiles del bloque occidental, incitando a Francia a malograr el proyecto de la C. E. D., Inglaterra procura hacer blanco en el punto más débil de su adversario, tratando de deshacer la alianza ruso-china. Los objetivos se cumplen por lo menos en parte, pues tanto la política del señor Mendès-France como la del Sr. Chou En-lai parecen prestarse al juego de sus adversarios. Y sería absurdo hablar de deslealtad o tibieza de aquellos con respecto a sus aliados, pues en ambos casos son notorias las circunstancias de hecho que mueven imperiosamente a Francia y a China a desviarse poco a poco de la orientación que procuraron imponerles las potencias que más gravitan sobre sus determinaciones.
Si se reconocen estos hechos, es explicable que se busque una solución eficaz y oportuna. Si las potencias occidentales insisten exclusivamente en el planteo defensivo, es verosímil que se acentúan las resistencias en el frente interno. La India y las potencias de Colombo se muestran esquivas y son bien reconocidas las resistencias que la C. E. D. encuentra tanto en Italia como Francia, hasta el punto de que el primer ministro francés ha dado ya por segura la imposibilidad de la aprobación parlamentaria del proyecto en sus términos actuales. Y en cuanto a las potencias comunistas, la aproximación de China a la India y Birmania, así como su actitud en la Conferencia de Ginebra y la invitación formulada a los dirigentes laboristas británicos para que visiten a Pekín, hacen suponer que está dispuesta a dirigir sus asuntos con creciente autonomía. Todo hace pensar pues que una política de seguridad colectiva es ahora menos arriesgada, más viable y acaso conveniente para ambos grupos y para el prestigio que en cada uno de ellos tienen las principales potencias.
El problema consiste solamente en la manera de hacer compatible la seguridad con la defensa. El espectro de Munich está turbando a muchas inteligencias, seguramente porque olvidan que la política del Sr. Chamberlain siguió a un largo período de “pacifismo”, de antiarmamentismo y de confianza en la organización internacional, aún no viciada por el llamado “realismo político” que produjo el nazismo. Esa experiencia no debe olvidarse, y cualquier plan de seguridad ha de estar respaldado por una eficiente organización defensiva. Pero, cumplida esta condición, las potencias occidentales -como parece entenderlo Gran Bretaña- pueden hacer sin riesgo los movimientos diplomáticos necesarios para reconocer situaciones de hecho irreversibles y ajustarlas dentro del sistema general de convivencia. Ni un paso atrás en la defensa, desde luego; pero sí los que sean menester para agregar a la defensa la seguridad. Y no solo porque es deseable evitar el ataque, sino también porque, en el frente interno, las potencias democráticas tienen que destruir el “slogan” de la propaganda soviética, que trata de convencer a la opinión occidental de que la paloma de la paz tiene escondidos bajo sus alas la hoz y el martillo.
La embajada laborista que va a Pekín
Buenos Aires, martes 10 de agosto de 1954
Dados los resultados de la Conferencia de Ginebra y comprobadas las disidencias entre las grandes potencias occidentales con respecto al problema de Asia, es innegable que el viaje que acaban de emprender los dirigentes del laborismo británico a la China comunista constituye uno de los acontecimientos más sugestivos de la política internacional de los últimos tiempos. Dos circunstancias le prestan todavía mayor significación: el hecho de que viajan juntos -y con un mismo criterio- los jefes de las dos alas del partido, Sres. Attlee y Bevan, y el propósito de los viajeros de detenerse en Moscú, donde el gobierno soviético se dispone agasajarlos y, según es lícito pensar, a dialogar con ellos sobre los problemas candentes del momento. No es arriesgado suponer que la embajada de la oposición británica cuenta, al menos en principio, con el visto bueno del Sr. Churchill. Pero aunque así no fuera, cabe presumir que en la opinión ha de suscitar la esperanza de que pueda favorecer un entendimiento entre los dos bloques de naciones. La creencia en la posibilidad de ese acuerdo se arraiga cada vez más en Europa. De ahí la importancia del viaje de los estadistas británicos de la oposición, representantes de un partido con amplias posibilidades de volver al gobierno y suficientemente experimentados como para no dar un paso en falso.
Seguramente por coincidencia, el consejo ejecutivo del Partido Laborista aceptó la invitación de China comunista para que enviara una delegación a Pekín, precisamente al día siguiente de la categórica declaración del Sr. Cabot-Lodge -delegado de los Estados Unidos en la UN- sobre las causas de la oposición de su país al ingreso del régimen de Mao Tse-tung en el organismo internacional. Pocos días después el jefe del ala izquierda de la oposición británica, Sr. Bevan, explicaba en un periódico de su partido las razones de aquella decisión, impugnando los argumentos del representante norteamericano y definiendo el punto de vista de su grupo frente al problema. Esta vez el Sr. Bevan coincidía con el jefe del ala derecha del laborismo, Sr. Attlee, quien fijó la posición del partido laborista frente al problema de Asia en la sesión del 14 de julio de la Cámara de los Comunes. En oposición al Sr. Churchill y con cierta vehemencia, el jefe de la oposición dejó sentado un criterio que, seguramente, contribuirá a ahondar la disidencia anglo-norteamericana que el jefe de gobierno británico procura salvar por todos los medios.
Los términos de esa divergencia se reducen sustancialmente a dos: la actitud a seguir frente a la expansión del comunismo en Asia y la posibilidad de admitir a la China comunista en las Naciones Unidas. En ambos asuntos la opinión del gobierno norteamericano es concluyente. Se propone una acción enérgica para detener cualquier nuevo paso hacia adelante que intenta el comunismo, aun admitiendo la posibilidad de una intervención armada, temperamento este último aconsejado, según parece, por el almirante Radford, jefe del Estado mayor conjunto, y se rechaza categóricamente la posibilidad de consentir en el ingreso del gobierno de Pekín en la UN, hasta el punto de haber manifestado el jefe del bloque republicano del Senado que, de producirse, sostendría la necesidad de que los Estados Unidos se retiraran del organismo internacional. Tal es la opinión de la administración republicana, respaldada en lo fundamental por el Senado, aun cuando se sospecha que en ciertos grupos preferirían que se atenuara en algunos de sus términos.
La opinión del gobierno británico es más flexible. Antes de su viaje a Washington en junio último, el Sr. Churchill se había manifestado opuesto no solo a la internacionalización del conflicto de Indochina, sino también a toda acción que implicara cerrar la posibilidad de un acuerdo. Se recordará, inclusive, que el Sr. Eden manifestó poco antes en los Comunes que buscara para Asia una fórmula análoga a la del Pacto de Locarno. Pero las conversaciones sostenidas en la capital norteamericana con el presidente Eisenhower parecen haber modificado ligeramente su criterio. El Sr. Churchill había obtenido la postergación de la conferencia de países interesados en el sudeste de Asia -ahora anunciada para septiembre en Singapur- y acaso cierta modificación en su orientación, que de puramente militar pasaría a ser de ayuda a los países amenazados y, secundariamente, de defensa. En cambio, habríase convencido el estadista inglés de la inoportunidad de plantear ahora el ingreso a la China comunista en la UN. En resumen, el gobierno británico ha considerado necesario, a cambio de ciertas concesiones, hacer algunas por su parte para no malograr su alianza con los Estados Unidos, base de su política exterior.
Pero la opinión del gobierno británico no coincide con la del Partido Laborista. El señor Attlee sostuvo en la Cámara de los Comunes -corriendo el riesgo de irritar a la opinión norteamericana- que era imprescindible abandonar la protección del Mariscal Chiang Kai-shek, admitir a la China comunista en la UN y trabajar inmediatamente en busca de un régimen de coexistencia pacífica. Para medir las posibilidades prácticas de este plan, los dirigentes laboristas han resuelto viajar a Pekín, y en relación con ese viaje ha expresado últimamente su punto de vista el jefe del ala izquierda del partido, Sr. Bevan. Sostiene este que, aunque desaprueba muchos actos del régimen comunista de Pekín, considera más justo para el pueblo chino y más útil para los países occidentales no reincidir en este caso en la conducta seguida hace treinta años frente a Rusia, conducta a la que atribuye la prolongación y agudización de los excesos del movimiento revolucionario. La delegación laborista -dice- “espera hallar en la China comunista las posibilidades de un intercambio amistoso y una cooperación fructífera”.
Los dirigentes de la oposición británica no han hablado de Rusia, donde se detendrán breve tiempo. Acaso también estudien allí las posibilidades de establecer un sistema de convivencia pacífica; pero sin duda lo más importante del viaje ha de ser el contacto que establecerán con los políticos de Pekín, donde algo hace suponer que pueden hallar buena acogida. Si, como sostiene el señor Nehru y opinan muchos en Londres, el gobierno de Pekín es más nacionalista que comunista, acaso sea posible incidir sobre su alianza con Moscú y atraerlo al bloque de países que rechazan la guerra como solución de la tensión internacional. Todo hace pensar que el gobierno conservador mira con simpatía este intento, que, por lo demás, no lo compromete. Y si tuviera éxito, el viaje de los dirigentes del laborismo británico habría sido realmente provechoso.
Buenos Aires, sábado 21 de agosto de 1954
Apenas termine la conferencia de Bruselas -tan esperada y tan temida por quienes contemplan con inquietud el panorama internacional europeo- corresponde a la Asamblea Nacional francesa considerar, a partir del 28, el proyecto de tratado con Alemania Occidental, Italia y los países del Benelux en virtud del cual se constituiría la Comunidad Europea de Defensa.
Las vicisitudes del originario proyecto, suscrito en medio del mayor optimismo en mayo de 1952, constituyen enseñanzas de inestimable valor para apreciar los cambios que en los dos últimos años se han operado tanto en la situación interna de algunos de los países democráticos como en el cuadro de las relaciones recíprocas.
En un principio, y como resultado de las experiencias de la segunda guerra mundial, fue preocupación dominante en las potencias occidentales el problema de su seguridad frente a un presunto ataque soviético, que se imaginó con caracteres análogos a los que tuvo la agresión de Hitler, aunque agravado por la situación interna que en cada país podía crear la existencia de los partidos comunistas. Se trataba, pues, de crear un potencial militar conjunto capaz de sostener los primeros choques sobre el continente; la guerra fría, considerablemente intimidada merced al conflicto coreano, hizo pensar que ese choque podía ser inminente, y la idea de la unidad europea -el viejo ideal de la Federación Europea, el sueño de Briand- adquirió actualidad y vigor. Las reticencias nacionalistas cedieron el paso y las conversaciones diplomáticas se hicieron más concretas, hasta que por último, al día siguiente de firmar la paz con Alemania, suscribieron aquellos seis países del Tratado de París, por el que se convino en constituir un ejército común bajo el comando unificado, que implicaba una organización “supranacional”.
El acuerdo requería, naturalmente, ratificación parlamentaria, y los países del Benelux la prestaron rápidamente, haciéndolo más tarde la República Federal Alemana, que con el pacto veía la posibilidad inminente de recuperar su soberanía y la idea reconstituir su ejército. Italia, cuya mayoría parlamentaria apoyaba la ratificación, la supeditó, empero, a la resolución del asunto de Trieste, y se prepara ahora para formalizar su compromiso. Pero Francia -acaso la piedra angular del pacto- tiene dificultades insuperables para ratificar el Tratado de París, concebido a iniciativa suya y en la salvaguardia de su seguridad.
Hasta ahora ninguno de los gobiernos franceses de coalición quiso arriesgar el debate parlamentario, para evitar el rechazo del tratado. Pero la presión de los países consignatarios, y junto a ella la de los Estados Unidos y Gran Bretaña, obligó últimamente al gobierno de París a adoptar una resolución definitiva, habiéndose fijado fecha para tratar el asunto en la Asamblea Nacional. En tan situación, el señor Mendès- France ha juzgado imprudente adoptar una actitud que comportaba acabar de una vez con el proyecto del ejército común y alianza política europea. Computados cuidadosamente los votos a favor y en contra y comprobado que, en sus términos actuales, el proyecto sería rechazado inevitablemente, ha preferido proponer la única alternativa que le queda: una modificación de los términos del pacto que soslayara la oposición de ciertos grupos y permitiera alcanzar la mayoría parlamentaria necesaria para su aprobación.
Tanto los cinco países consignatarios del Tratado de París como los gobiernos de Washington y Londres han manifestado a Francia su disgusto, primero por la demora en tratar el proyecto y ahora por las modificaciones propuestas por el señor Mendès-France. Pero la actitud del jefe de gobierno francés es clara y terminante: en su texto actual el tratado de París era inevitablemente rechazado por la Asamblea. Y acaso podría agregar que, en este caso, la votación reflejaría exactamente la situación de la opinión pública de su país.
En este punto reside la mayor gravedad del problema. Por lo que el tratado expresa y por las implicaciones que pueden adivinarse, dos grandes grupos de opinión se oponen categóricamente a su ratificación. Mientras los comunistas ven en él un arma contra la Unión Soviética y lo rechazan de plano por tal razón, otro nutrido grupo que, a este solo efecto, podría definirse como nacionalista se opone a su ratificación sosteniendo que enajena parte de la soberanía nacional y que no se defiende suficientemente a Francia contra los peligros que ven en el rearme alemán. Inició este movimiento de resistencia al pacto el general de Gaulle, pero forman en su filas hombres de casi todos los partidos, en los que se han suscitado con este motivo serias disensiones. Todo hace suponer, pues, que el problema es grave, desde que las opiniones en favor o en contra han sido dictadas por sentimientos profundos, a veces al margen de los compromisos y los intereses partidarios.
Sería injusto ver en esta actitud de cierto sector de la opinión pública francesa un resultado directo de la insinuante política de Rusia, que en sucesivas ofensivas diplomáticas ha manifestado estar dispuesta hacer concesiones a cambio de que se abandone el Tratado del Atlántico y el proyecto de la C. E. D. Puede asegurarse que, este sector al menos, es impermeable a esta influencia y más bien debe interpretarse su actitud como un reavivamiento del sentimiento nacionalista, acentuado por el temor de que las delegaciones de poder pongan a Francia en una situación más peligrosa todavía en el caso de una nueva contienda europea.
Ello es que comunistas y nacionalistas coinciden en negar su aprobación al pacto y el señor Mendès-France ha llegado al convencimiento de que se trata de actitudes definitivas, en las que no cabe esperar modificación alguna a corto plazo. De aquí las proposiciones que ha presentado en la conferencia de Bruselas con miras a buscar una transacción.
Parecen, por lo demás, estériles los cargos y las exhortaciones que se hacen al gobierno francés. Resulta, desde luego, evidente que está fuera de sus posibilidades modificar la opinión pública. Y juzga, sin duda, improcedente procurar una ratificación forzada, pues convenios de tal alcance solo pueden ser eficaces si están respaldados por el libre consentimiento de las partes. Es cierto que el ideal de la unidad europea constituye una de las esperanzas de paz, mas es necesario convencerse de que todavía hay reticencias que se oponen a ella.
La comprobación de este hecho ha movido al Sr. Mendès-France a tentar la posibilidad de salvar algo del proyecto. Lo que se mantendría si se aceptaran sus puntos de vista no sería, ciertamente, la Comunidad Europea de Defensa como se la imaginó en mayo de 1952, en la época de las entusiastas reuniones de la Asamblea de Europa en Estrasburgo. Pero quedaría aún bastante y acaso la organización fuera instrumento eficaz para afianzar y difundir el ideal paneuropeo allí donde todavía suscita resistencias. ¿No valdría la pena asentir a esa propuesta y realizar lo que se pueda del viejo proyecto? Es lo que toca decidir a la conferencia de Bruselas, que ha desarrollado ayer, y hasta las primeras horas de hoy, una actividad afiebrada e inquietante. Todavía quedan esperanzas, fortalecidas esta madrugada. Confiemos en que la Asamblea Nacional francesa se halle la próxima semana ante una fórmula que allane todos los obstáculos que hasta hace dos días parecían cernirse sobre la Comunidad Europea de Defensa.
Después de la conferencia de Bruselas
Buenos Aires, martes 24 de agosto de 1954
Ya el viernes por la noche teníase la sensación de que las laboriosas negociaciones de Bruselas no encaminaban todavía hacia la coincidencia de opiniones capaz de allanar los escrúpulos patrióticos -ya que serán siempre insalvables las interesadas miras políticas de los comunistas franceses- que llevan a ciertos sectores de la Asamblea de París a mirar con prevención las características dadas a la organización de la Comunidad Europea de Defensa, que no termina de salir del plano de las construcciones ideales. Todavía, empero, los más optimistas o los más deseosos de llevar pronto a feliz término el sistema, confiaban en la madrugada del sábado en lograr el acuerdo en cuyo favor actuaban, junto con los cancilleres de los países que ya han ratificado el pacto y el de Italia, que se muestra resuelta a hacerlo, las dos grandes democracias anglosajonas. Todo resultó, sin embargo, inútil. Ya analizamos aquí mismo la constitución íntima de la trama sutil que envuelve al primer ministro francés y le dicta, en cierto modo, una conducta determinada si quiere alcanzar la finalidad perseguida por los creadores de la C.E.D. Ratificar el tratado de París quiere decir, no simplemente comprometerse a hacerlo sobre cualquier texto, sino hallar uno que logre la mayoría de sufragios necesaria para ello. Si hasta hoy ningún gobierno francés ha conseguido tal ratificación -y es indudable que los anteriores eran, por definición, ampliamente partidarios del ejército europeo-, el hecho se debe, sin lugar a dudas, a las instintivas resistencias que el documento halló desde la hora inicial en buena parte de la opinión de Francia. Ya Bidault, canciller casi inamovible de los gabinetes precedentes, había buscado modificar tal estado de cosas a través de ciertos protocolos complementarios que se discutieron ampliamente en su hora en París, lo mismo que en Roma o en Bonn. A pesar de todo, las dificultades no se allanaron y nada muestra mejor la entidad de aquellas que el hecho de que aún el propio Mendès-France, ligado como pocos a los hombres y al ideario de la Resistencia, debió afrontar, en vísperas de su viaje a la capital belga, la crisis parcial que le plantearon algunos de los ministros de más señalada actuación junto a él en las horas amargas de la ocupación nazi y del régimen de Vichy. Marchó, sin embargo, en busca de la fórmula que le parecía susceptible de hace allegar para la ratificación el mínimo de sufragios parlamentarios indispensable. Las informaciones caligráficas mostraron cómo un político tan dado a romper normas consagradas y a decir con altiva independencia su opinión, debió para la circunstancia entregarse a una delicada faena de alquimia legislativa, moviéndose entre los meandros de la complicada dispersión de grupos y subgrupos, a fin de percibir hasta dónde le era preciso llegar si deseaba liquidar el problema de la ratificación del tratado de París. Y es lícito presumir que esa apreciación tan minuciosamente establecida le mostró que era muy poco lo que podía retirar de las fórmulas con que partió para Bruselas.
Ahora se las ha conocido en su texto oficial, hecho público junto con el comunicado que reconoce la imposibilidad de avenimiento infructuosamente buscado. De ellas y de las que, sin éxito, propusieron en su reemplazo los otros ministros de Relaciones Exteriores dedúcese la sutileza de los conceptos que debían manejar ambas partes. Francia no se resigna a la forma que se ha dado a la C.D.E., con un poder supranacional que entraña todas las consecuencias que ha querido eliminar del convenio mediante las modificaciones conocidas. Mantiénese, asimismo, asida a la tenaz inquietud que en sus poblaciones debe, naturalmente, suscitar una nación vecina que la ha invadido por dos veces en un cuarto de siglo. Y como la política no puede ignorar ni preterir reacciones colectivas de ese tipo, Mendès-France ha juzgado que no le era dable afrontar una transacción que, en último análisis, no creía ni siquiera beneficiosa, por cuanto le exponía a llevar a la Asamblea un texto condenado de antemano.
Fue, entretanto, según se ha visto, empeñoso el esfuerzo desplegado por los otros cancilleres para hallar el punto de coincidencia. Si se comparan los dos textos que ayer dimos, advirtiérase hasta dónde ha debido de ser delicado, acaso por momentos bizantino, el largo debate. Al cerrarlo, los ministros de Relaciones Exteriores debieron concretarse a anunciar lo ocurrido, entregando al juicio de la opinión el examen de las respectivas posiciones. Pero no se creyeron autorizados a hablar, ni aun en las conversaciones privadas, de fracaso. Lo que se está elaborando, en efecto, a través de tantas dificultades y tratando de salvar tan reiterados obstáculos, es un sistema tan ajeno a las preocupaciones del mundo moderno que hasta parece extraordinario que se haya podido llegar al punto en que estamos. Solo la amenaza de un peligro excepcional para la civilización de occidente puede explicarlo. Mas carecería de sentido entrañable toda interpretación que quisiera limitar su alcance al hecho circunstancial que lo ha determinado. Acaso por eso no faltan quienes deseen ir despacio, midiendo los pasos que permitan llegar a nuevas formas de convivencia internacional. Y también por ello confrontaciones como la de Bruselas no dejan de ser útiles para el triunfo final del esfuerzo que se cumple ante nuestros ojos. La reconstitución espiritual de Europa, tras la sacudida espantosa de la última guerra, no ha de ser obra de un instante ni surgir solo de las negociaciones de cancillería o del texto de documentos diplomáticos, aunque, sin duda, unos y otros le preparan el terreno creando en la opinión las útiles discusiones que abonen el terreno para las realizaciones futuras. Más que ceder, pues, al pesimismo a que se es propenso cuando ante una meta ambiciosa se experimenta el amargo sabor de los inevitables contrastes iniciales, debe el mundo libre expresar su fe y su esperanza en la solidez y eficacia de las construcciones que hayan de surgir así, no de la imposición autoritaria de un hombre o de un régimen, sino del cotejo de las posiciones y los criterios que habrán de conciliarse.
Después de la decisión francesa
Buenos Aires, jueves 2 de septiembre de 1954
Como era lógico esperar, el tácito rechazo por la Asamblea Nacional francesa del tratado que debía crear la Comunidad Europea de Defensa ha conmovido a la opinión pública internacional y ha desatado innumerables preocupaciones en los estadistas que de una u otra manera tienen algo que ver con la conducción de las relaciones entre las naciones del pacto y las que, como Gran Bretaña y Estados Unidos, constituían su garantía.
Son numerosos los problemas que quedan ahora planteados en nuevos términos, y a los que habrá que buscar nueva solución: el de la soberanía de la República Federal Alemana, el de su rearme, el de la corporación del carbón y el acero, etc, todos los cuales estaban vinculados de una u otra manera con la constitución de la Comunidad Europea de Defensa. Destruida la pieza fundamental del conjunto, todos los demás engranajes deberán ser estudiados en su funcionamiento para impedir que pierdan su eficacia. Hasta el Tratado del Atlántico se encuentra amenazado en cierta medida, y será necesario proceder con rapidez y cautela para evitar que recaigan sobre él mayores dificultades.
Pero el problema sustancial que queda de nuevo planteado es otra vez el del sistema mismo de seguridad. Es innegable que el tratado del Atlántico requiere una estructura política que lo sustente y lo refuerce, y será labor del futuro inmediato tratar de crearla. Pero esta creación debe tener en cuenta las lecciones que se derivan del reciente episodio y será necesario llevarla acabo con máxima cautela y exacto dominio de las situaciones reales.
Si los problemas derivados de la crisis del tratado constitutivo de la C.E.D. a que hemos aludido son graves y difíciles, parece evidente que más grave y difícil aún es el problema de reordenar el sistema de defensa una vez manifestada inequívocamente la opinión francesa, como lo ha hecho el 30 de agosto, pues cualquiera que sea su poderío o influencia, cualquiera que sea la situación psicológica porque atraviese, Francia es y seguirá siendo la clave del conjunto.
Por razones históricas, políticas y estratégicas, es inevitable que cualquier combinación defensiva se vea precisada a contar, antes que con ninguna otra, con la libre adhesión de Francia. Este parece ser el problema fundamental. La libre adhesión francesa a un pacto internacional solo podrá ser obtenida en condiciones muy especiales, pues parece evidente que prevalece en la opinión pública algún desconcierto, originado seguramente en las condiciones económicas y sociales que hoy la caracterizan. Solo así puede explicarse la extraña situación creada con motivo de la discusión del pacto constitutivo de la C.E.D. Dos estadistas de la envergadura de Herriot y de Reynaud, insospechables hoy de moverse por intereses de partido e igualmente alejados de las posiciones extremas, han disentido fundamentalmente hasta el punto de manifestar el uno que el pacto significaba el fin de Francia, en tanto que el otro aseguraba que constituía su única esperanza. Al mismo tiempo, políticos tan responsables como los señores Moch, Mayer y Lejeune han arriesgado su expulsión del partido socialista sosteniendo un punto de vista adverso al tratado, contra la resolución de los organismos directivos de su agrupación. Por su parte el Sr. Mendès-France ha procurado desligar la suerte de su gabinete del destino del tratado en discusión, oponiéndose ahora a su aprobación con una vehemencia que no parece corresponder a la neutralidad que adoptó mientras realizaba las reuniones conciliatorias para decidir la política a sostener en Bruselas. Y entretanto, la extrema derecha y la extrema izquierda se regocijan del resultado obtenido en la Asamblea Nacional, mientras el jefe de Gobierno se ve obligado a aclarar que sigue considerando el Pacto del Atlántico como la piedra angular de la política exterior francesa.
Sin duda cada uno de los sectores de la opinión pública sabe claramente en Francia lo que desea; pero falta esa polarización de la opinión alrededor de una solución concreta, tan deseable y justificada cuando se trata de problemas agudos y acaso inminentes. Con esa falta de aglutinación de las opiniones deberán contar los aliados de Francia para establecer un nuevo sistema de seguridad, pues no es un fenómeno baladí, sino una gravísima y explicable decisión frente a problemas que se plantean con caracteres especialísimos. Francia -no debe olvidarse- ha contado reiteradamente en su historia con la alianza rusa para prevenir el peligro alemán. En las presentes circunstancias, debe optar entre unirse a la República Federal Alemana contra Rusia o tolerar el rearme alemán con la perspectiva de que su enemiga tradicional caiga en cualquier momento dentro de la esfera de influencia soviética. Esta última eventualidad significaría automáticamente la guerra mundial, pero las fuerzas enemigas se encontrarían otra vez sobre la frontera francesa, repitiéndose un episodio que ensombrece el espíritu.
Acaso los comunistas vean con satisfacción la posibilidad de una nueva invasión soviética -y eventualmente germano-soviética-; pero el resto de los franceses considera con repugnancia y temor esa posibilidad, y cuando apoya o rechaza el tratado constitutivo de la C.E.D., lo hace porque considera que facilita o entorpece la solución a que aspira. El objetivo claro: salvar la soberanía francesa y asegurar su integridad regional y sus posibilidades de defensa; mas el camino es confuso y dos tácticas aparentemente contradictorias pueden parecer igualmente útiles a unos o a otros.
El problema, naturalmente, no escapa a los estadistas responsables del reajuste de la situación, y se centra alrededor del rearme alemán. Otorgar la soberanía a la República Federal Alemana y permitirle que organice sus fuerzas para contribuir a la defensa occidental parece ser una política prudente y adecuada. Pero dos objeciones se levantan contra ella: una es la posibilidad de restauración del militarismo alemán, tal como acaba de señalarlo el Sr. Dulles y piensan seguramente muchos franceses; otra es el riesgo de un súbito golpe de mano soviético sobre Alemania Occidental que pusiera a disposición del Kremlin ingentes recursos, posibilidad esta digna de tenerse en cuenta si se piensa en la curiosa similitud que ofrecen los métodos usados por Moscú con los que puso en práctica el Sr. Hitler. A esas objeciones puede responder el gobierno de Bonn apoyándose en la experiencia de la República de Weimar, cuyo desprestigio y fracaso puede atribuirse al tratamiento de que la hicieron objeto los gobiernos aliados. Para el gobierno de Bonn, la política de los aliados no debe ser la de los triunfadores, pues sus hombres no se consideran responsables del régimen nazi. Por el contrario, en cuanto enemigos del nazismo y del comunismo, los hombres del gobierno de Bonn aspiran a ser tratados por los países democráticos como iguales, sobre todo para que no se vuelva a suscitar en los alemanes un despecho que determine nuevas explosiones de patriotismo agresivo. Pero no cuesta trabajo imaginar la intranquilidad que suscita en la opinión pública francesa el resurgimiento alemán, cualesquiera sean las garantías que le ofrezcan las demás potencias.
En este último punto radican las posibilidades para acuerdos futuros. Gran Bretaña y la Unión parecen resueltas ya a procurar la constitución de un nuevo sistema de seguridad. Italia ha insinuado la necesidad de una reunión de ambas potencias con los seis países de la C.E.D. Cuando esas reuniones se realicen, la reintegración de la soberanía a Alemania Occidental y su rearme serán problemas que deberán tratarse en relación con estas reticencias francesas, las reticencias que dividen a la opinión pública y a los estadistas más experimentados, indecisos acerca del camino mejor para prevenir la reiteración de males de los que Francia aún no se ha repuesto.
Buenos Aires, lunes 6 de septiembre de 1954
La conferencia que hoy se inicia en Manila cristaliza el proyecto de los Estados Unidos en relación con la política sudasiática, enunciado por el presidente Eisenhower el 7 de abril último. En aquella ocasión, en vísperas de la reunión de la conferencia de Ginebra y ante el avance de tropas comunistas en Vietnam, el primer mandatario norteamericano propuso una “acción conjunta” en el sudeste de Asia para contener la difusión del comunismo, por parte de las potencias interesadas en esa región y de los países que se consideraban amenazados.
El proyecto del gobierno de Washington fue acogido con algunas reticencias, no solo por la opinión pública europea, sino también por las cancillerías de Londres y París. Señálaronse entonces los peligros de una resolución precipitada y se expresó el temor de que cualquier decisión que se tomara en el sentido indicado por el gobierno norteamericano podía hacer fracasar la anunciada conferencia de Ginebra, cuyos objetivos eran el establecimiento de la paz en Corea e Indochina. Pero como lo que tenía el gobierno de Washington era, precisamente, un exceso de tolerancia con los comunistas por parte de Francia y Gran Bretaña, procuró forzar una decisión de sus aliados. Para lograrlo viajó a Londres y a París el Sr. Dulles, con el objetivo de sostener sendas conferencias con Sir Winston Churchill y el Sr. Bidault, entonces ministro de Relaciones Exteriores de Francia. Las entrevistas convencieron al secretario de Estado norteamericano de las fuertes reservas que suscitaba en Europa su plan; sus interlocutores lo interpretaron como un ultimátum a China y señalaron que, de formularse, quedarían cerradas todas las posibilidades de llegar a un acuerdo en la conferencia de Ginebra, perspectiva que, para Francia sobre todo, resultaba inadmisible.
Se convino así en postergar la consideración del proyecto norteamericano hasta después de realizada dicha conferencia; pero el Sr. Dulles retomó su iniciativa el 11 de mayo, pocos días después de la caída de la fortaleza de Dien Bien Phu y en circunstancias en que parecía fracasar la reunión de Ginebra, afirmando que todavía se estaba a tiempo para impedir el triunfo comunista en Asia. El gobierno francés acogió esta vez la idea con más calor y, urgido por la difícil situación militar de Indochina, aceptó la ayuda inmediata de Washington; pero Sir Winston Churchill declaró categóricamente que hasta que no finalizara la conferencia de Ginebra no manifestaría su opinión acerca del proyectado pacto de defensa del sudeste de Asia, a lo que respondió Washington afirmando su decisión de llevar a cabo su plan aun sin la colaboración de Gran Bretaña. Así las cosas, inicióse en Washington una reunión de técnicos militares para estudiar el problema de la defensa militar asiática; pero la crisis de la conferencia de Ginebra provocó la caída del gobierno francés del Sr. Laniel, que renunció el 12 de junio, modificándose sustancialmente la situación.
Consiguió su sucesor, el Sr. Mendès-France, llegar a la paz en Indochina, con el apoyo de Gran Bretaña y la marcada resistencia de los Estados Unidos a la solución del reparto territorial. Concluida la conferencia de Ginebra, en cuya última fase intervino de manera decidida el canciller de la China comunista, Sr. Chou En-lai, el secretario de Estado norteamericano intensificó los esfuerzos para lograr la reunión de la conferencia que debía tratar el problema de la defensa del sudeste de Asia, de acuerdo con la promesa anglo-francesa de abordar el asunto una vez concluida la reunión ginebrina. Fruto de tal esfuerzo es su celebración, que hoy comienza en Manila con la participación de los Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Pakistán, Siam, Filipinas, Nueva Zelandia y Australia.
El anteproyecto preparado por el gobierno de Washington prevé un tratado menos vigoroso que el que dio origen a la NATO. Establece que cualquier agresión comunista a uno de los países signatarios será considerada por los demás como peligrosa y dará lugar a su intervención “de acuerdo con sus propios procesos constitucionales”, esto es, no de manera automática como se prevé en el tratado del Atlántico. Esta cláusula da al pacto en gestión una elasticidad que corresponde a circunstancias políticas singulares.
En efecto, puede considerarse lo que se designa ya con el nombre de SEATO (Organización del Tratado del Sudeste de Asia) como una ampliación del ANZUS, organización que agrupa a Australia, Nueva Zelandia, y los Estados Unidos; los dos primeros países no han tenido un momento de vacilación en la política de alianza frente al peligro comunista y consistieron en unirse a los Estados Unidos sin intervención de Gran Bretaña para acelerar la constitución de un frente anticomunista en el Pacífico. Las circunstancias posteriores han obligado al gobierno de Londres a participar en la consideración del nuevo pacto proyectado, pero sus reticencias impidieron que se previera un funcionamiento automático de la ayuda mutua. Esas reticencias, que sin duda restarán eficacia al nuevo instrumento diplomático, se explican por ciertas razones que, indudablemente, serán tenidas en cuenta durante las discusiones que comenzarán hoy.
En primer lugar, el gobierno de Londres no puede dejar de considerar la actitud neutral de la India y de otros países del grupo de Colombo, uno solo de los cuales -Pakistán- ha consentido en acudir a Manila. En los últimos días, el Sr. Nehru ha hecho notar al gobierno británico que su país no desea ser incluido en la zona de defensa de la SEATO y que rechaza el pacto proyectado por considerarlo peligroso para la paz de Asia, reiterando además su propósito de visitar la China comunista a breve plazo. Pero, en segundo lugar, deberá tener presente el gobierno de Londres las consecuencias que pueda acarrear en el futuro la visita que acaba de realizar a aquel país la delegación laborista encabezada por los señores Attlee y Bevan, jefes de las dos fracciones en que se divide la agrupación. En recientes declaraciones, el ex primer ministro británico ha puesto de manifiesto, con respecto a la política china, una actitud que autoriza la suposición de que el laborismo se opondrá a cualquier compromiso que obligue a Gran Bretaña a acompañar a los Estados Unidos en su resuelta acción contra el régimen de Pekín.
Los peritos de los países asistentes a la conferencia han aceptado ya el proyecto norteamericano como base para las deliberaciones; pero es previsible que su desarrollo pondrá de manifiesto las múltiples dificultades que se oponen todavía a la coordinación de una “acción conjunta” en el sudeste de Asia dados los diversos intereses de los distintos países y los diferentes puntos de vista que sustentan acerca de los métodos más seguros para consolidar la paz.
Buenos Aires, domingo 12 de septiembre de 1954
A pocos días de haberse suscrito el tratado de defensa del sudeste de Asia, parece confirmarse la impresión de que su carácter es fundamentalmente decorativo. Mientras se realizaban las negociaciones en Manila, los aviones y la artillería de las dos Chinas hacían escuchar sus bramidos en una zona relativamente próxima y, entretanto, el señor Dulles se preparaba para visitar al generalísimo Chiang Kai-shek en Taipei. Empero, el tratado constitutivo de la SEATO ha establecido con loable prudencia que queda fuera de la zona de seguridad la región del Pacífico al norte del paralelo de los 21 grados 30 minutos, con lo cual se excluye expresamente la isla de Formosa, guarnecida, como se sabe, por la VII flota norteamericana. Resulta, pues, evidente que diversas circunstancias han forzado a las partes contratantes a no acentuar ningún rasgo que trasluzca una intención francamente ofensiva contra China comunista.
Estas circunstancias provienen de la distinta situación y de los diferentes puntos de vista de los países signatarios del nuevo tratado, que se pusieron de manifiesto ya en las primeras etapas de su gestión. El gobierno de Washington moderó el alcance de su proyecto originario en razón, sobre todo, de las observaciones británicas, y el resultado ha sido, por una parte, la inesperada celeridad con que se han desarrollado las conversaciones de Manila y, por otra, la relativa circunspección del acuerdo firmado; en efecto, se ha suprimido la caracterización de “comunista” referida a la agresión que eventualmente pondría en movimiento a los países signatarios, y se ha establecido un mecanismo legal que evita la posibilidad de una acción automática en caso de producirse un ataque contra alguno de los firmantes.
Con todo, el Sr. Dulles acaba de firmar en Tokio que considera importante la resolución adoptada en la Conferencia. Lo es, sin duda alguna, porque las circunstancias ajenas al tratado -como la existencia de bases norteamericanas- permitirán la reacción inmediata de los Estados Unidos en caso de agresión, de acuerdo con la política que el propio Sr. Dulles definió hace algún tiempo como “acción de represalia instantánea”. Pero sobre todo porque ha tomado estado público el designio de las potencias signatarias de operar mancomunadamente en caso de peligro, lo cual ha de bastar seguramente para evitar un intento de las potencias comunistas contra ellas.
Sorteando el problema de Formosa, no se ve, por lo demás, una posibilidad inmediata de que China comunista opere sobre países tan distantes como Filipinas o Australia. El peligro sigue siendo la aparición de movimientos internos de orientación comunista que eventualmente requieran y obtengan apoyo de las grandes potencias. A este problema se han referido, precisamente, el Sr. Dulles y algunos estadistas orientales, señalando que recibe allí la mayor gravedad del problema.
El Sr. Nehru, portavoz de la posición neutralista, a quien acompaña, sobre todo, Indonesia, ha criticado el pacto que acaba de firmarse, al que ha calificado de “sumamente desafortunado”; igualmente se manifestó contra él con anterioridad, el primer ministro de Ceilán, Sr. Kotelawala, aunque por distintas razones, pues en tanto el primero no considera verosímil una agresión comunista, el segundo la ve como una posibilidad inmediata, bajo la forma de acción interna de grupos de esa tendencia con eventual apoyo extranjero. De acuerdo con su punto de vista, el Sr. Nehru tiende a establecer tratados con las potencias asiáticas, comunistas o no, en tanto que su colega de Ceilán proyecta y apoya una alianza de países asiáticos no comunistas.
Así se ha escindido el grupo llamado de las potencias de Colombo, una de las cuales -Pakistán- acaba de incorporarse a la SEATO. Es evidente que en poco tiempo se ha trastornado la coincidencia de opiniones que parecía advertirse entre ellas con respecto al problema comunista, y no hay duda de que la diferenciación se produce precisamente como consecuencia de la manera de entender ese riesgo.
Para los estadistas orientales, en general, la amenaza proviene de grupos internos, a los que parecería más justo llamar “anticolonialistas”, que unas veces se revisten con los colores del nacionalismo y otras con los del comunismo. Serían las condiciones de vida y la aversión a las potencias extranjeras las que explicarían la actitud de esos grupos, que puede desencadenar la violencia. Pero en tanto que coinciden casi todos los estadistas orientales en este planteo, disienten en cambio en cuanto a la perspectiva de que las grandes potencias comunistas presten automáticamente su apoyo a cualquier intento de adueñarse del poder que realicen aquellos grupos. Mientras que el Sr. Nehru niega esa posibilidad, otros políticos sospechan que es inevitable y que, en consecuencia, es menester prepararse para la eventualidad. En este último caso, también dos perspectivas se presentan, pues en tanto unos piensan que es imprescindible la alianza con las grandes potencias occidentales, creen otros que esta unión con los países colonialistas contribuirá a acentuar el sentimiento de rebeldía que caracteriza a los grupos políticos más inquietos.
El Sr. Dulles acaba de salir al paso de estos problemas. En la sesión inaugural de la conferencia de Manila manifestó: “el comunismo internacional emplea el “nacionalismo” como lema para obtener dominio e imponer entonces su propia y brutal forma de imperialismo, que es precisamente la negación del nacionalismo. Pero las potencias occidentales deben cuidar de que su celo no las ciegue ante las sensibilidades de aquellas que todavía relacionan el colonialismo con Occidente. Debe evidenciarse con suficiente claridad que todos y cada uno de nosotros procuramos afianzar la independencia de las nuevas naciones y promover los procesos por los cuales los otros pueblos podrán conquistar y retener la independencia que desean. Solamente entonces podrán Oriente y Occidente trabajar en común, con sincera asociación”.
El planteo del Sr. Dulles es justo y proporciona un excelente punto de partida para buscar las fórmulas políticas que aúnen los intereses en conflicto. No será una tarea fácil, pero es imprescindible realizarla si se quiere evitar verdaderas catástrofes.
Buenos Aires, martes 21 de septiembre de 1954
La IX Asamblea General de las Naciones Unidas, que se reunirá desde hoy en Nueva York, se enfrentará con una situación internacional particularmente compleja. Fracasado el proyecto de establecimiento de la Comunidad Europea de Defensa, pero triunfante, en cambio, el plan norteamericano para el sudeste de Asia, la situación de los dos bloques que dialogarán en Nueva York será previsiblemente más tensa que el año pasado. Ninguno de los esfuerzos insinuados de una y otra parte para aliviar esa tensión ha tenido hasta ahora realidad efectiva, y la atmósfera predominante no es solo de desconfianza recíproca, sino aun de marcada hostilidad, en particular entre los Estados Unidos, por una parte, y la Unión Soviética y China comunista, por otra, sin que haya podido suavizarla hasta ahora la predisposición manifestada por los británicos para hallar fórmulas de entendimiento.
No faltarán problemas para agitar el ambiente. Se presume que volverá a discutirse sobre la situación de Marruecos y no es improbable que se traiga a colación el asunto de Guatemala; pero los problemas sustanciales serán otra vez los vinculados con las dos zonas de fricción que más trabajo han dado a la diplomacia en los últimos meses. Independientemente de la situación general, los acontecimientos de los últimos días y, de seguro, los que se desarrollarán simultáneamente con la Asamblea servirán para dar a las discusiones una marcada intensidad.
El problema del sudeste de Asia conserva toda su agudeza a pesar del tratado recientemente firmado en Manila. Si bien es cierto que las potencias democráticas pueden considerar con un poco más de optimismo la posibilidad de una agresión, la cuestión básica está en pie, dada la efectiva autoridad que el gobierno comunista ejerce en la China continental. Mientras se discute si hay por parte de alguno de los dos gobiernos chinos intención de lanzar una campaña de reconquista territorial, la diferencia de opiniones entre Gran Bretaña y los Estados Unidos sobre el caso chino no ha desaparecido, y es de suponer que el gobierno de Londres busque la ocasión de volver sobre su punto de vista, máxime ahora que ha quedado establecida su buena voluntad respecto a la faz defensiva del planteo norteamericano del problema asiático. La atmósfera con relación al reconocimiento de China comunista y a su admisión en la UN parecía haber cambiado un tanto, desde la Conferencia de Ginebra, siquiera en relación con algunos países antes menos dúctiles y de cuya gravitación se confiaba que pudiera influir en la actitud de los Estados Unidos, sobre todo en fecha tan próxima a las elecciones parlamentarias de noviembre en este último país. Pero las acusaciones que el domingo formuló contra el régimen comunista chino la delegación norteamericana en la UN, tiende a indicar que el gobierno de Washington está muy lejos de haber “ablandado” su posición y que, por el contrario, se halla dispuesto a reñir con energía una nueva batalla. Entre tanto, la Unión Soviética podría volver, a su vez, sobre la cuestión asiática, apoyándose en la calificación de “agresivo” que reserva para el tratado de Manila y aprovechando principalmente los incidentes aéreos de los últimos tiempos, uno de los cuales está actualmente en estudio del Consejo de Seguridad y amenaza convertirse en un grave problema institucional.
Pero diversas circunstancias prestarán mayor relieve al problema del oeste de Europa. Frustrado el proyecto de la CED, la cancillería británica trató de hallar rápidamente una nueva solución para la situación creada y, como se recordará, propuso la convocatoria de una conferencia de nueve potencias que debían reunirse el 14 con la participación de los seis países de la CED más los Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá. Era propósito del gobierno británico hallar una fórmula que permitiera solucionar la cuestión alemana, devolviendo la soberanía y autorizando el rearme parcial de la República Federal Alemana, mas dentro de cierto sistema de control satisfactorio para las demás potencias, y en particular para Francia. Pero tanto el gobierno de este país como los de Gran Bretaña y los Estados Unidos opinaron entonces que la reunión era prematura y fue cancelada. Con posterioridad, según se ha visto en nuestra edición anterior, las democracias anglosajonas han vuelto a la idea primitiva y la Conferencia ya está convocada para el 28, de modo que sus trabajos coincidirán con los de la nueva asamblea de la UN.
En Londres se afrontará así la posibilidad de hallar una solución al problema del occidente europeo, teniendo en cuenta que el señor Adenauer ha rechazado ya el proyecto norteamericano de concesión de soberanía limitada y sin derecho a rearme para su país. Por su parte, Sir Winston Churchill reiteró su proyecto transaccional, mediante el cual la República Federal Alemana ingresaría al Pacto del Atlántico y contribuiría con ciertas fuerzas militares a la defensa común dentro del régimen de fiscalización que el Pacto prevé y acaso podría modificarse para acentuar las seguridades respecto a un posible desarrollo incontrolado de militarismo alemán. En relación con este proyecto, acaba de emprender una rápida gira por diversas capitales europeas el Sr. Eden. Por su parte, el gobierno soviético se ha apresurado a censurar enérgicamente el plan de rearme alemán, afirmando que desencadenará una tercera guerra mundial, a pesar de lo cual el canciller británico prosiguió sus gestiones y, se indica, ha logrado el apoyo de casi todos los países que debían constituir la CED para el plan auspiciado por su gobierno, una de cuyas novedades más importantes consiste precisamente en comprometer a Gran Bretaña en la política defensiva europea en un grado en que hasta ahora no lo había estado nunca.
Mas este plan, del que se afirma que ha obtenido el beneplácito del gobierno de Bonn, parece suscitar alguna resistencia en el gobierno de los Estados Unidos, precisamente en relación con el “status” que se otorgaría a la República Federal Alemana dentro del Pacto del Atlántico. Para defender sus propios puntos de vista, el gobierno de Washington ha lanzado en rápida visita a las capitales europeas primero al secretario de Estado adjunto, Sr. Murphy, y luego al propio Sr. Dulles. En esta situación el discurso que ayer pronunció en Estrasburgo el Sr. Mendès-France introduce en la materia puntos de vista acaso inesperados para algunos: no tiene todavía la concreción que, sin duda, adquirirán en las discusiones de Londres, pero ya insinúan fórmulas que pueden conducir a una solución.
Las gestiones así emprendidas con respecto al occidente europeo y sobre las cuales se espera con interés la decisión francesa, coincidirán con la Asamblea de la UN. Sería de desear que las potencias democráticas unificaran sus puntos de vista y los fijaran con precisión y ecuanimidad, para oponerlos con éxito a los previsibles argumentos de la Unión Soviética acerca de los peligros del rearme alemán. Este tema y el de la misión de la China comunista en la UN, no solo provocarán la hostilidad de los dos bloques adversos, sino acaso también ciertas fisuras dentro del bloque occidental. Con todo, el diálogo será útil si sirve para apreciar las posibilidades prácticas de una política que tenga por objeto aliviar la tensión internacional.
Buenos Aires, martes 28 de septiembre de 1954
En un discurso que pronunció hace pocos días en su distrito electoral de Beamington, resumió el ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña las opiniones de los estadistas con quienes acaba de cambiar impresiones en su viaje por las capitales europeas. Dijo el Sr. Eden: “Todos coinciden, incluso los franceses, en que no se puede esperar que Alemania acepte una posición de inferioridad en Europa. De la misma manera, todos están de acuerdo, incluso los alemanes, en que los ejércitos y los armamentos en el continente deben estar sujetos a un sistema general de fiscalización y limitaciones. Todos convienen en que tanto la Organización del Tratado del Atlántico Norte como la Organización del Tratado de Bruselas son instrumentos que podrían ser adaptados para servir a esos dos principios”.
Quedan así enunciados los problemas fundamentales que debe afrontar la conferencia de nueve potencias que se reunirán hoy en Londres con el objeto de hallar una fórmula que reemplace a la Comunidad Europea de Defensa, anulada por la decisión de la Asamblea Nacional francesa. Como señala el canciller británico, parece haber acuerdo general en torno a los objetivos sustanciales, pero las dificultades comienzan en el momento en que se entra a buscar soluciones concretas para alcanzar dichos objetivos.
Según es sabido, el gobierno británico tomó la iniciativa de hallar una nueva fórmula que organizara la acción conjunta de las potencias occidentales, una vez fracasada la CED. El nudo de la cuestión era el problema alemán, pues en relación con él se habían suscitado las resistencias francesas; y entendiéndolo así, los gobiernos de Londres y Washington se manifestaron acordes en declarar que era urgente devolver la soberanía a la República Federal Alemana y permitir su rearme. Tratábase, pues, de hallar la manera de cumplir estas dos finalidades, pero en tanto que Londres procuraba hacer lugar a las objeciones francesas, Washington acusó una marcada tendencia a prescindir de ellas. Las gestiones que se iniciaron inmediatamente revelaron la gravedad de esta disidencia entre los Estados Unidos y Gran Bretaña. Mientras esta, fiel a sus planteos políticos y estratégicos tradicionales, seguía considerando fundamental el papel de Francia en la defensa del occidente europeo, los Estados Unidos parecían haber desplazado su interés hacia la Alemania Occidental, considerada clave del problema. Un plan de cuatro puntos fue presentado por el Sr. Eden a los gobiernos de los países que debían formar la CED. Se establecía en él la devolución de la soberanía a la República Federal Alemana, el establecimiento en su territorio de fuerzas militares de las tres potencias occidentales, su incorporación al Tratado de Bruselas y el rearme alemán dentro del control de la NATO. Esta última cláusula, complementada con el compromiso británico de intervenir activamente en la organización militar, estaba destinada a calmar los temores que Francia ha manifestado acerca de un posible renacimiento del militarismo en su tradicional adversaria.
Tal plan mereció, en principio, el apoyo de los países del Benelux, de Italia y de Alemania Occidental. Pero se levantaron contra él dos objeciones fundamentales. Por una parte, insistió Francia en que los límites del rearme alemán debían fijarse teniendo en cuenta que, en tanto que ella mantiene importantes compromisos en ultramar Alemania es solamente una nación continental, de modo que el potencial militar alemán no debía sobrepasar al que Francia pudiera alcanzar en el continente; agregó a esto el requerimiento de que Gran Bretaña tomara parte activa en la organización que se gestaba, cosa que el gobierno de Londres, por lo demás, parecía dispuesto a hacer. Y por otra parte, los Estados Unidos rechazaron en principio toda limitación de rearme alemán, juzgando imprescindible el máximo esfuerzo de la República Federal para colaborar en la defensa de Occidente.
Tras los contactos personales de los cancilleres británico y norteamericano con los estadistas europeos, el gobierno de Londres reiteró su propósito de reunir en esa capital una conferencia destinada a hallar una fórmula de transacción entre los distintos puntos de vista. Y obtenido el consentimiento de las otras cancillerías, aquella ha de inaugurarse hoy con la participación de los países del Benelux, Alemania Occidental, Italia, Francia, los Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá. Ninguno de los estadistas participantes ha podido ocultar la gravedad de las disidencias que los separan ni la dificultad que existe para hallar un acuerdo, pues obran en cada caso circunstancias capaces de entorpecer los movimientos de quienes lo procuran.
El señor Dulles parece haber abandonado en los últimos días la frialdad que manifestó poco antes con respecto a Francia, y se afirma que no llevará a Londres ninguna proposición concreta, sino que ha de limitarse a estimular el acuerdo entre los gobiernos europeos. Pero es innegable que los puntos de vista que ya ha enunciado influirán en la actitud del señor Adenauer, permitiéndole actuar con mayor firmeza en favor de sus aspiraciones. El Sr. Eden, por su parte, está obligado a conciliar la defensa de su plan no solo con las ideas divergentes de Francia y los Estados Unidos, sino también con las exigencias de la posición británica respecto a sus dominios y aun con la oposición que al rearme alemán han manifestado algunos grupos de opinión, especialmente el ala izquierda del laborismo. Y en cuanto a Francia, la experiencia del reciente debate parlamentario obligará al Sr. Mendès-France a extremar sus precauciones en el momento de adquirir nuevos compromisos internacionales.
En última instancia, el problema que se ha puesto sobre el tapete entraña la posibilidad de una revisión esencial de los términos políticos y militares de la defensa de Europa occidental. Parece evidente que los Estados Unidos consideran ahora que sus puntos de apoyo fundamentales en Europa se hallan en la República Federal Alemana y en España, de modo que la consolidación de esos baluartes sería a sus ojos más importante que toda otra cuestión. En la Conferencia de Londres que hoy se inicia, Francia y Gran Bretaña representarán el punto de vista tradicional y, por lo que son y por lo que significan, puede esperarse que logren llamar la atención de su poderoso e insustituible aliado acerca de las consecuencias que tendría dar fuerza de hecho a un plan que, a la larga, colocaría ambas potencias en una situación harto difícil.
Buenos Aires, domingo 3 de octubre de 1954
En un mundo nuevo y diferente, el de la cuarta dimensión y la física nuclear, y cuando el perfeccionamiento de la defensa, instintiva en su origen, ha mostrado su aptitud para dominar el equilibrio estático y convertirlo en tromba infinitamente destructora, el propio instinto rechaza, en nombre de la conservación y como excesivo, lo mismo que impulsase a discernir para preservarla.
Por primera vez en sus anales milenarios, la humanidad teme la guerra, al punto de constituir la amenaza latente de un conflicto global la angustia del momento, mientras plantéase el interrogante de si el hombre no ha puesto en peligro la futura supervivencia de la especie por acercarse demasiado al Sol.
Pero el seno de una isla nebulosa, cuyos perpetuos acantilados la muestran incapaz de resistir a las furias -aptitud transmitida al genio de sus estadistas-, y donde, decepcionados por el fracaso de tantas reuniones similares y alarmados por el rechazo de un coherente plan de defensa colectiva, están reunidos nueve cancilleres de Occidente, ha surgido la voz y el anuncio de una actitud que parecería poder conducir a la solución de ese estado de zozobra con que se había iniciado la conferencia de Londres.
La decisión de la asamblea de Francia al rechazar el plan del ejército europeo acercaba la situación del mundo al error que ocasionó el fracaso del plan Stresemann y la liquidación de la República de Weimar.
“Aún creíamos -recuerda Franz Von Papen- en la misión histórica de Alemania como factor estabilizador en Europa Central. Aunque el miedo a Alemania hubiese cegado a los aliados hasta el punto de no ver la amenaza de Rusia, lo menos que podían haber hecho, después de nuestra derrota, era restaurar el equilibrio de Europa, una vez que la revolución había colocado a Lenin en el Kremlin. Faltaron en comprender que la era del nacionalismo había terminado y solo podía ser sustituida por la organización de una Europa unida”. Y tras la evocación del pasado, agrega: “Ahora se ha comprendido que la unión de naciones libres debe controlar su propio poder ejecutivo”. En tal principio se basaba, en efecto, el plan recién rechazado.
Y, sin embargo, la posición preponderante de Alemania como fuerza efectiva en el plano europeo, es un hecho de la naturaleza y, en consecuencia, su concurso para la defensa de Europa no solamente resulta imprescindible, sino perentorio. Mas las garantías previas dadas a Francia por los propulsores de la NATO no impidieron que fuera “desbaratado”, según lo expresó el Sr. Dulles, por el parlamento francés, el tratado que creaba la Comunidad Europea de Defensa.
Tanto esfuerzo así malogrado, de pronto creó en los Estados Unidos, cuya contribución a la lucha contra el imperialismo comunista ha cobrado proporciones y amplitudes siderales, una sensación de hastío y el Sr. Dulles debió advertir que en tales condiciones no podía asumir la responsabilidad de que las tropas de la Unión permaneciesen en Europa.
Fue entonces cuando el Sr. Anthony Eden, en nombre de Gran Bretaña, pronunció palabras y adoptó una actitud que el Sr. Adenauer habría de calificar de “acto histórico y acontecimiento decisivo” en la conferencia de las nueve potencias.
Con la misma visión con que Sir Winston Churchill ofreciera al Sr. Reynaud hacer de Francia e Inglaterra un país común a los efectos de la defensa en días desesperados, el gobierno otra vez presidido por aquella poderosa mentalidad mostraba así que todavía el talento de un estadista sagaz puede congregar a un mundo disperso, aunque anheloso de resguardar su propia civilización.
El tono, a la vez sobrio y cálido del jefe del Foreing Office enfocaba y satisfacía todos los aspectos de la situación creada. En primer término, lograba desvanecer la sensación de agravio predominante en la América del Norte.
“Al pasar revista a estos años de posguerra -expresaba-, hay momentos en que nos hallamos demasiado inclinados a dar por sentado lo que los Estados Unidos, estos hermanos generosos, han hecho por nosotros en Europa en momentos en que, de no haber sido por ellos, todos nos habríamos hundido en la confusión o tal vez en algo peor. En nombre del país que represento, quisiera asegurar al Sr. John Foster Dulles que todo lo que han hecho los Estados Unidos no son “buenas acciones pasadas y olvidadas inmediatamente después”, sino que será recordado con agradecimiento y no solamente por nuestra propia suerte”.
Y luego anunciaba la trascendental decisión: “el Reino Unido mantendrá en Alemania cuatro divisiones permanentes y la fuerza aérea correspondiente”. Para expresar enseguida sin énfasis: “Nuestra historia es insular. Todavía constituimos un pueblo insular en pensamiento y tradición. Sean cuales fueran los hechos y la estrategia modernos, no ha sido sin considerable reflexión como el gobierno que aquí represento ha resuelto formular tal declaración esta tarde”.
La decisión de Gran Bretaña comporta un hecho sin precedentes en su larga y tradicional historia. El Sr. Churchill vuelve con ella a su concepción inclinada a quebrantar el aislamiento físico de Inglaterra con el continente. Equilibraría con su aporte las divisiones norteamericanas y francesas, las del Benelux y las que debería preparar Alemania. Tiende a satisfacer y tranquilizar a Francia y entona, al exaltarla, la cooperación de los Estados Unidos.
De tal modo, cuando el Sr. Dulles, en consecuencia, insistía en el mantenimiento del control de los suministros remitidos por su propio país, estaba revelando la disposición de continuarlos, y, resueltas así las dificultades, nada parecería obstar para que se estableciera una barrera de contención dentro de la propia Europa.
No importa saber si el gesto audaz de Gran Bretaña -audaz en sí, osado en particular como ruptura generosa de una tradición secular- rendirá todo su fruto con miras a asegurar la civilización cristiana y occidental a que pertenecemos. Lo que sí importa, en cambio, es señalar cuánto significa histórica y políticamente esa actitud, con la que el gran país procura equiparar fuerzas y disipar recelos entre sus inquietos aliados del continente. Aspira, en efecto, con ella a tranquilizar al mundo y revela de tal suerte que todavía “gobierna las olas”.
Buenos Aires, miércoles 6 de octubre de 1954
Sería superfluo exaltar la trascendencia del documento por el que se incorpora la República Federal Alemana a la organización occidental. Las alternativas de las gestiones destinadas a lograr los resultados que acaban de alcanzarse en Londres han servido para que se desplieguen ante la opinión mundial los gravísimos problemas que estaban en discusión, relacionados con la seguridad del Occidente, amenazado por las tendencias expansionistas del bloque oriental. Frente a tales problemas habíanse ideado diversas soluciones, consideradas eficaces en principio, pero que resultaron luego poco viables por distintas circunstancias. Los intereses nacionales y la perduración de ciertos motivos de rozamiento entre algunas potencias; los recelos y las dudas acerca de lo que cada país comprometía y delegaba, suscitaron dificultades que, en los momentos de desaliento, pudieron juzgarse insuperables. Y los inconvenientes que la práctica reveló en el funcionamiento de los nacientes cuerpos destinados a consolidar la paz europea parecieron confirmar los temores y las sospechas de que no estaban maduros los tiempos para una acción concertada de las grandes potencias occidentales, de las que puede decirse que, obrando mancomunadamente desde ahora, tienen en sus manos la paz o la guerra. Tal fue el sentimiento que prevaleció sobre todo cuando la Asamblea Nacional francesa negó su voto para la constitución de la Comunidad Europea de Defensa hace poco más de un mes.
Pero puede confiarse en que está suficientemente arraigada la noción de la responsabilidad que corresponde a los estadistas de Europa, pues de otro modo no se habrían realizado los esfuerzos que acaban de desplegarse en Londres ni se hubieran alcanzado los frutos así obtenidos. La cordura y la prudencia política han prevalecido sobre las suspicacias y, mediante un sistema de mutuas concesiones, fundadas en la comprensión de las situaciones reales y limitada por las posibilidades de cada uno, pudo alcanzarse un resultado que se considera con justicia histórico, porque inaugura una nueva etapa en la política internacional.
El Acta de Londres ha resuelto el problema de la incorporación de la República Federal Alemana al bloque occidental mediante el otorgamiento de la soberanía y la autorización para el rearme, en tales condiciones que los países con mayores responsabilidades en la defensa europea pueden a un tiempo contar con su ayuda y descansar de los temores que suscitaba el recuerdo de las peligrosas tendencias que en reiteradas ocasiones ha mostrado el militarismo alemán.
La necesidad de devolver su soberanía a Alemania Occidental constituía un problema político fundamental. Contrariaba todo plan de estabilidad europea el mantenimiento de la ocupación militar diez años después de finalizada la guerra, y peligraba el prestigio de la democracia si se mostraba incapaz de obtener el respeto de las demás naciones, circunstancias que favorecían a la propaganda soviética. Pero constituía también un problema militar, sobre todo desde el punto de vista de los Estados Unidos, pues no parecía lógico prescindir del apoyo bélico de una potencia altamente eficaz en cuyo territorio, además, está situada la frontera viva con el posible agresor. Estas circunstancias hacían de los Estados Unidos -y secundariamente de Gran Bretaña- los defensores de la tesis de rearme de la República Federal Alemana.
Los temores de Francia constituían el principal obstáculo para alcanzar tales fines. Desde 1945 en adelante habíanse dado algunos pasos para superarlos, y la internacionalización virtual de la zona renana mediante la corporación del hierro y del carbón pudo considerarse como uno de los más eficaces. Pero Francia no estaba satisfecha, ni logró estarlo con el Tratado del Atlántico, ni con la proyectada Comunidad Europea de Defensa. Necesitaba seguridades efectivas acerca de los límites del rearme alemán y garantías precisas de que en el sistema defensivo no lograría la República Federal en poco tiempo una supremacía que la tornara árbitro de la situación europea. Tales necesidades no fueron satisfechas, a su juicio, por los instrumentos diplomáticos elaborados antes de ahora, y en consecuencia les negó el apoyo requerido para su formalización definitiva.
Por un momento pareció que la estrategia occidental variaría substancialmente y que los Estados Unidos radicaría en Alemania Occidental el punto de apoyo de la defensa antisoviética. Pero, visto desde Europa, este planteo pareció peligrosísimo y Gran Bretaña obró como las circunstancias lo requerían y Francia esperaba.
En efecto, el punto fundamental del Acta de Londres no reside tanto en la inclusión de la República Federal Alemana dentro de las organizaciones del Convenio de Bruselas y del Tratado del Atlántico, cuanto en el compromiso contraído por Gran Bretaña de situar fuerzas de tierra y aire bajo las órdenes del general Gruenther, jefe de las fuerzas de la NATO. Este compromiso ha tenido la virtud de disipar los temores franceses y ha asegurado a la vieja alianza franco-británica el papel decisivo que ha tenido y le corresponde en la política europea.
En virtud del Acta, la organización del tratado de Bruselas -compuesta de ahora en adelante por los países del Benelux, Francia, Gran Bretaña, Italia y la República Federal Alemana- compartirá con la NATO la misión de vigilar la producción bélica de los países aliados, exceptuándose a Gran Bretaña y particularizándose con Alemania Occidental, que, por su parte, ha consentido en ajustar su política dentro de los límites del Acta y el no producir determinados armamentos que podrían modificar desproporcionadamente su potencial militar en relación con los demás signatarios del Acta.
El éxito alcanzado por la Conferencia de Londres impedirá que gane terreno en las esferas gubernativas y en la opinión pública de los Estados Unidos la convicción de que su esfuerzo militar es estéril y que es imposible ayudar a la defensa de quienes no quieren defenderse mancomunadamente. El señor Dulles planteó con noble sinceridad la situación de su país y de su gobierno en el discurso que pronunció en la sesión del día 29. Recibió en esa ocasión del Sr. Eden las seguridades de que nadie olvida en Europa la ayuda prestada por los Estados Unidos. Y la cordialidad entre los países del viejo continente y el aliado americano pareció renacer en momentos en que se lograba una inteligente aproximación entre los puntos de vista en conflicto.
El resultado de tales esfuerzos ha sido la firma del Acta de Londres. Como se lo propuso el Sr. Eden cuando inició, hace pocas semanas, su excursión por las capitales europeas, se ha salvado muy buena parte de lo que pareció perdido al rechazar la Asamblea francesa el Tratado de la Comunidad Europea de Defensa. Acaso el ideal de la unidad europea no sea ahora tan remoto como se temió hace apenas un mes.
Buenos Aires, jueves 7 de octubre de 1954
El acuerdo que acaba de firmarse en Londres viene a poner fin, afortunadamente, al largo conflicto entre Italia y Yugoslavia a propósito del dominio de Trieste, disputa que desde hace diez años se mantenía entre alternativas e incidentes que más de una vez parecieron ocasionados a graves consecuencias. Este litigio, que tiene, desde luego, antecedentes remotos, había cobrado un carácter agudo desde el año 1945, en virtud de acontecimientos cuya ligera reseña no resulta superflua si se quiere apreciar cabalmente todas las dificultades que se oponían a la actual solución y, por lo tanto, la significación extraordinaria de tan satisfactorio desenlace.
Se recordará que al término de la segunda guerra mundial, tanto Trieste como la Venecia Julia, en poder por entonces de los alemanes, como lo estuvo todo el territorio de Italia, al caer Mussolini, fueron ocupadas por los guerrilleros yugoslavos de Tito, arrojados poco más tarde de esas regiones por las tropas de Gran Bretaña y los Estados Unidos. Suscitóse entonces la cuestión de límites entre Italia y Yugoslavia, la cual quedó a cargo de una comisión de peritos emanada de los cuatro grandes vencedores de la guerra. El informe redactado en 1946 por esa Comisión demostró el desacuerdo de las cuatro potencias al respecto. Cada una de ellas sugería una línea fronteriza distinta. A consecuencia de esta disconformidad, el tratado de paz firmado en 1947 creó artificialmente, como solución provisional, el Territorio Libre de Trieste. Según el estatuto permanente que se le dio, este territorio, bajo la garantía del Consejo de Seguridad de la UN, sería administrado por un gobernador, que nunca se designó por no haberse puesto los aliados de acuerdo tampoco en ese punto. El Territorio Libre medía 783 km² y tenía 334,000 habitantes; entre ellos, según el censo de 1921, había 266,000 italianos, 49,500 eslavos y 18,500 habitantes de otras nacionalidades. El tratado de paz daba a Yugoslavia el 81 por ciento de la extensión de la Venecia Julia, por lo cual los italianos de esta región que conservaran su nacionalidad tendrían que abandonar esa zona con sus hogares y sus bienes. Todo ello dio lugar a formales protestas del gobierno de Italia al concluirse dicho tratado.
El Territorio Libre, que resultaba constituido en entidad internacional, quedó dividido en dos partes. La primera o zona A, incluyendo la ciudad de Trieste fue ocupada por las fuerzas anglo-norteamericanas; la segunda, zona B, permaneció en el poder de los yugoslavos. No obstante esta situación equívoca, las relaciones comerciales entre Roma y Belgrado, interrumpidas antes, se restablecieron en 1947, concluyéndose un acuerdo de intercambios en general, al que siguieron otros en 1949 y en 1950. El gobierno italiano seguía quejándose, entretanto, de la progresiva obra de eslavización que se producía en la zona B. En 1948 Gran Bretaña, los Estados Unidos y Francia, advirtiendo lo irregular de tal estado de cosas, formularon una declaración tripartita que decía así: “Los gobiernos de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia han propuesto al gobierno de la Unión Soviética y al de Italia que se unan para llegar a un acuerdo sobre un protocolo adicional al tratado de paz con Italia, con el fin de poner nuevamente el Territorio Libre de Trieste bajo la soberanía italiana”.
Esta declaración, aceptada inmediatamente por el gobierno de Roma, fue rechazada por el soviético, que la consideró una violación al tratado de paz con Italia. La cuestión de Trieste tornaría a agudizarse en agosto de 1953 ante la noticia de que Yugoslavia había manifestado que se proponía incorporarse la totalidad de la zona B. Diversos movimientos políticos y aun militares de ese país parecieron confirmar la existencia de tales propósitos. El gobierno italiano significó entonces a los representantes de las naciones aliadas las graves consecuencias que podrían derivarse de estos nuevos fenómenos, mientras tomaba por su parte enérgicas medidas militares de protección, aprobadas decididamente por todo el pueblo de la península y aun por colectividades italianas en el extranjero.
En septiembre de 1953 el entonces jefe del gobierno italiano, Sr. Pella, en un discurso memorable, rechazando las pretensiones del mariscal Tito, reafirmaba una vez más la italianidad de Trieste, recordando entre otras cosas los términos del pacto de Roma de 1918, una de cuyas cláusulas, que podría considerarse el acta de nacimiento de la nación yugoslava, reconocía que la unidad e independencia de esa nación, formada por los serbios, croatas y eslovenos, eran de interés vital para Italia, del propio modo que la completa unidad nacional de Italia (incluía naturalmente y de modo especial Trieste) era de interés vital para la nación vecina. Ambas se comprometían a resolver amistosamente las cuestiones territoriales pendientes, sobre la base de los principios de nacionalidad y del derecho de los pueblos a decidir su propio destino. Concluía el estadista italiano proponiendo la fórmula del plebiscito como la mejor manera de resolver la suerte futura de todo el Territorio Libre. El gobierno yugoslavo rechazó esa propuesta arguyendo diversas razones y terminó manifestando que, a su juicio, cualquier conferencia internacional que se celebrara para examinar la cuestión de Trieste no tendría éxito positivo.
Un acto de mucha trascendencia en este asunto se produjo en octubre de 1953, cuando Gran Bretaña y los Estados Unidos decidieron retirar sus tropas de la zona A del Territorio Libre, reconociendo que en ella prevalecía el carácter italiano. Ponían, pues, la administración de la misma en manos del gobierno de Italia. Excusado es decir que Yugoslavia protestó violentamente contra esta medida, que no llegó a hacerse efectiva.
Tal era la situación, apenas alterada de cuando en cuando por manifestaciones reivindicatorias de una y otra parte, en que se hallaba este largo conflicto desde fines del año pasado, hasta que con espíritu más conciliatorio se iniciaron hace algún tiempo en Londres las prolongadas negociaciones cuyo resultado puede conceptuarse muy conveniente. Es verdad que aún falta conocer la actitud de Rusia, la cual, como firmante del tratado de paz con Italia, fue uno de los países creadores del Territorio Libre y que no ha participado de las recientes conversaciones. Es cierto, asimismo, que el acuerdo parece haber satisfecho más en Italia, sobre todo por la recuperación definitiva de la ciudad de Trieste, que en Yugoslavia, donde se lo recibe sin entusiasmo, aunque con tranquilidad. Pero de todos modos ese acuerdo, que requerirá algún perfeccionamiento para constituir un verdadero tratado, ha de quedar firme en lo esencial. Gran Bretaña y los Estados Unidos han formulado, por lo pronto, una declaración suplementaria anunciando que lo consideran definitivo. Hay, pues, motivo para regocijarse por esta razonable transacción -así se la juzga aun en Belgrado- que termina con un largo y enconado pleito entre dos naciones cuyo entendimiento era de todo punto necesario para la defensa de los intereses recíprocos y -lo que es más desde el punto de vista universal-para las conveniencias de la unidad de Europa, que obtiene así en pocos días, tras el Acta de Londres, un nuevo triunfo. En tal sentido este acuerdo significa, como lo ha señalado el canciller de los Estados Unidos al elogiarlo, una contribución considerable para la creación de una sólida defensa colectiva en el sur del continente europeo. Innecesario es decir lo mucho que esto representa en la actual situación mundial. Entretanto no parecerá superfluo anotar, para que tan elocuente lección no caiga en el vacío, que así se cierra sobre el Adriático un balance cuyo pasivo -con la pérdida de bienes y ventajas logrados después de la victoria de 1918- es la condenación más decisiva del régimen que en 1940 llevó a la gran nación latina a la guerra y a la derrota en pos de banderas que negaban lo más entrañable del pensamiento cristiano y occidental de las mejores tradiciones itálicas.
Buenos Aires, miércoles 13 de octubre de 1954
La votación con que ayer cerró la Asamblea Nacional francesa el debate sobre la política exterior de la Cuarta República abre el camino a las decisiones concretas mediante las cuales las cancillerías de la Europa occidental llevarán a la práctica los propósitos enunciados en el Acta de Londres. Aunque se descontaba ya la expresión de confianza otorgada al gabinete del Sr. Mendès-France, la confirmación de tal esperanza y, sobre todo, la amplitud que llegó a cobrar en el escrutinio parlamentario, confieren particular significación al apoyo que ahora permitirá al Quai d’Orsay moverse con mayor holgura en el transcurso de las negociaciones inminentes. A través de la información cablegráfica ha podido el lector seguir con aproximada precisión —toda la precisión compatible con la distancia y las dificultades de espacio— la posición y las razones de los distintos grupos que ocupan el hemiciclo del Palacio Borbón. Algunos se inclinaron desde el comienzo en favor de la actitud asumida por el Sr. Mendès-France, como una consecuencia de su anterior oposición al pacto de la C.E.D.; otros reaccionaron en contra de la nueva política porque, sostenedores resueltos de aquél, vieron al documento destinado a sustituirlo con el espíritu prevenido para rechazar todo lo que no fuera la fórmula anterior; una tercera opinión, la de los comunistas, debía estar, naturalmente, en desacuerdo con todo lo que tendiera de un modo u otro a organizar el Occidente contra la amenaza soviética, ya fuera el Pacto del Atlántico Norte, el convenio de Bruselas, el Tratado de la C. E. D. o el Acta de Londres. El grupo de los que se hallaban en el sector intermedio podía sugerir algunas dudas acerca de la resolución final de la Asamblea. Entre los partidarios de la C. E. D. figuraron, en efecto, como se recordará, dos bloques tan fuertes como el socialista y el republicano popular, con leves defecciones en la hora del voto. El acuerdo socialista en favor del Acta de Londres disipó toda inquietud, mientras los republicanos populares no ocultaban su mal humor a través de la decisión del consejo nacional de su partido, que, dejando a la bancada respectiva la decisión final, parecía inclinarse a una abstención enderezada a ratificar una especie de adhesión postuma a la política antes orientada por sus dirigentes, los Sres. Bidault y Schuman, y ahora reemplazada por la fórmula del Sr. Mendès-France. Este, por su parte, no vaciló en requerir un pronunciamiento claro, única garantía de franqueza para el futuro de las gestiones definitivas. Y al plantear categóricamente el dilema del rechazo o la aceptación, cortó cualquier forma de menudo regateo en tomo a las condiciones del rearme alemán y, asumiendo la actitud anunciada en Londres, reveló su comprensión cabal del instante. La seguridad de Francia está, en efecto, implícita en la seguridad de Europa y todo lo que amenace, por la indecisión de tan esencial aliado, el sistema defensivo que se trata de concretar, podría tornar factible un ataque determinado, justamente, por la desunión o la debilidad manifiestas de quienes debieran prevenirlo o afrontarlo.
Sir Winston Churchill había conceptuado oportuno recordarlo en el seno de la asamblea nacional de su partido y al corroborar la postura y el gesto del jefe del Foreign Office, su palabra, pudiendo tal vez serlo más, pareció menos galana en obsequio a una mayor severidad. De sus conceptos cardinales se desprende que lo acordado respecto de Alemania importaría marcar una etapa decisiva en el avance hacia una coexistencia pacífica con la Unión Soviética. Habrá de recordarse que Churchill se propuso conferenciar personalmente con los dirigentes rusos, yendo inclusive a Moscú, en busca de esa convivencia que se ha convertido en la ardiente ambición de sus días de hoy. Mas cuando ahora se complace en ratificar esa política, cree necesario precisar: “Debe tratarse con los rusos desde una posición de poderío y unidad”. E insta a la vez a tender una mano amiga al pueblo de Alemania, mientras carga en la cuenta de Hitler las horrendas acciones que imputa a su despótico poder personal. No olvidemos, entretanto, que el militarismo prusiano, que cabe esperar definitivamente abolido dentro de un mundo tan profundamente cambiado, constituye sólo un aspecto de la fuerza y la capacidad de la gran nación de Europa que ha dado al derecho, a la ciencia, al arte y a la filosofía algunas de sus expresiones más profundas. Pero su pujanza debe ser coordinada con la del resto de Occidente con miras al mantenimiento de la paz, y para ello el olvido, la concordia, la mutua comprensión y el reconocimiento entre los aliados se imponen primordialmente. No hay, en efecto, alianza militar perdurable sin que medie por lo menos el respeto, cuando no se ha logrado la fórmula más perfecta de la afinidad espiritual. El entendimiento anglosajón en los grandes momentos, no obstante intereses y modalidades a veces contrapuestos, ha solucionado así dos crisis mundiales. La voz de Churchill en estas circunstancias revela un claro realismo y la noble intención de repetir ese resultado, mediante un amplio entendimiento, al preparar militarmente a Europa. El poder de uno de los aliados es tal que sin su peso el platillo de la balanza caería verticalmente. Al iniciar su exposición, el primer ministro británico señaló como obstáculo a la fácil apropiación de toda Europa por parte de los Soviets la superioridad bélica de los Estados Unidos. Y desde una comarca del Imperio extendido en un tiempo bajo el signo de la victoria, expresó una verdad profunda, honra de nuestra América, al referirse a la Unión: “No hay otro caso de una nación que, habiendo llegado a la cumbre del poderío mundial, no haya buscado ganancias territoriales, resolviendo, en cambio, usar su fuerza y su riqueza en beneficio de la causa del progreso y la libertad”. Por otra parte, el reproche que dirigió en seguida a los estadistas norteamericanos de antaño y a la política aislacionista que propiciaron frente a los acontecimientos europeos, ratificó la consigna de unidad y energía —”paz mediante la fuerza”— que ofrecía al mundo libre para evitar el riesgo de una nueva catástrofe.
Conceptos parecidos y acaso el eco de las propias palabras del primer ministro británico han debido predominar en la actitud de la representación popular de Francia. En el debate se ha podido ver reaparecer a figuras de los años anteriores a la guerra asumiendo actitudes cuya razón íntima es mejor no ahondar. De un rápido balance de los principales episodios internacionales de estos dias quedan cómo saldo favorable la amplia mayoría otorgada por la Asamblea Nacional francesa a la política de Mendès-France y el discurso de Sir Winston Churchill en la conferencia de Blackpool, sin olvidar lo que aun es dable esperar de los debates de la asamblea de la UN, donde se enfrentan una vez más el Oriente y el Occidente. Este puede ahora proseguir su esfuerzo, un instante detenido por el rechazo de la C.E.D. en París, para encaminarse a una organización del mundo libre que lo ponga a cubierto de toda, amenaza. No ha de verse en aquella una actitud hostil ni una finalidad bélica en la que nadie ha de pensar sin supina insensatez. Es, sólo, el camino que tienen las democracias occidentales para conversar sin desmedro y entenderse sin desdoro con las fuerzas situadas más allá de la “cortina de hierro», en procura de la convivencia a que aludió el jefe del gobierno británico. Y desde este punto de vista, el discurso de Sir Winston Churchill es, de nuevo, una exégesis oportuna de la política que ha desembocado en el Acta de Londres y que se traducirá pronto en más precisas normas de acción práctica.
Soberanía egipcia en el Canal de Suez
Buenos Aires, sábado 23 de octubre de 1954
Después de laboriosas gestiones, destinadas a precisar los detalles que permitirán poner en ejecución sus disposiciones, acaba de firmarse en El Cairo el tratado anglo-egipcio que regulará en lo futuro la situación del Canal de Suez. Como se recordará, luego de la instauración del gobierno del General Naguib, las conversaciones diplomáticas entre ambos países viéronse interrumpidas en varias oportunidades a causa de los rozamientos que surgieron entre las tropas inglesas de ocupación y las fuerzas egipcias, así como también debido a las tendencias radicales que se insinuaron en ciertos grupos del movimiento nacionalista dirigido por el actual primer ministro, teniente coronel Nasser. Pero a partir del momento en que este último comenzó a dirigir personalmente la política de su patria, pareció evidente que las posibilidades de acercamiento se acrecentaban, y no mucho después se echaron las bases del convenio que acaba de firmarse, cuyos detalles revelan la decisión de las partes a alcanzar un acuerdo efectivo y duradero.
Es notoria la importancia que el Canal de Suez tiene para el mantenimiento de las vitales comunicaciones del Imperio Británico. Una consideración estrecha de los intereses del Reino Unido y un planteo primario de los problemas internacionales hubieran podido conducir al gobierno británico -dirigido ahora por quien manifestó que no estaba dispuesto a presidir la liquidación del Imperio- a obcecarse en el mantenimiento de la situación de privilegio que Gran Bretaña disfrutaba en Suez desde 1882. Pero el curso de los acontecimientos que se han sucedido en el mundo árabe y la consideración de la totalidad de los problemas de la defensa occidental en el Mediterráneo aconsejaban al gobierno de Londres otra política, basada no solo en las enseñanzas de los últimos tiempos, sino también la tradicional elasticidad que ha caracterizado de antiguo la actitud inglesa ante tales problemas. Deseoso de que no se repitiera el conflicto suscitado en Persia, el gobierno de Londres decidió, pues, recuperar la amistad egipcia sobre la base de un tratamiento ecuánime del problema, y los frutos de tal actitud acaban de recogerse.
Es innegable que el desarrollo del sentimiento nacionalista constituye el hecho más significativo en la historia de los países árabes después de la segunda guerra mundial. Para generalidad de la opinión pública, Gran Bretaña significaba eminentemente en Egipto el interés del capital extranjero, y para algunos extremistas, como la Hermandad Musulmana, acaso el símbolo de la crisis nacional en que veía languidecer al país. Así, la lucha contra Inglaterra fue bandera de diversos movimientos, entre ellos el wafdismo, que gobernó durante los últimos tiempos del rey Faruk; pero muy particularmente de los movimientos religiosos deseosos de liberar al país de influencias no musulmanas. Esta bandera fue retomada por el movimiento del teniente coronel Nasser, que se mostró en los primeros tiempos de su gobierno francamente hostil a la influencia inglesa y proclamó como un principio fundamental de su política la necesidad de expulsar a las fuerzas británicas del Canal de Suez.
Pero, aun manteniéndose en ese punto de vista, el nuevo gobierno aminoró con el tiempo la virulencia de sus ataques y la inflexibilidad de sus pretensiones. Entrevió la posibilidad de llegar a un acuerdo con Gran Bretaña y decidió trabajar en favor de tal perspectiva, acaso contando con que la larga experiencia política del gobierno de Londres señalaría también a sus estadistas las ventajas de este camino. Echadas las bases del acuerdo, el mayor Salem, ministro de Orientación Nacional y autorizado vocero de la posición principista de su gobierno, declaró que, una vez lograda la evacuación de las tropas inglesas, se convertiría en el mejor amigo de Gran Bretaña. Por su parte, el embajador inglés en El Cairo, Sir Ralph Stevenson, que puso su larga experiencia diplomática al servicio de esta negociación, ha dicho que con el tratado que acaba de firmarse se abre una nueva era para las relaciones entre su país y Egipto.
En efecto, constituye una fecha en la historia del Imperio Británico este abandono de Suez, punto neurálgico en la ruta imperial, que Gran Bretaña vigilará ahora desde Chipre ante la posibilidad de que se viera amenazado por las fuerzas hostiles que pueden aparecer en el Mediterráneo desde el Mar Negro. También constituye una fecha importante para Egipto, que ha recuperado la totalidad de su soberanía, y aun para el mundo, que en adelante deberá usar esta vital ruta de comunicaciones con el Oriente bajo la vigilancia y administración del gobierno de El Cairo. Es, pues, de esperar que todas las partes interesadas se vean satisfechas con el cambio.
Como es sabido, el tránsito por el Canal de Suez está regido por la Convención de Constantinopla, que establecía los principios a que debía ajustarse el control de tan importante vía. Algunas dificultades, como la que ha aparecido últimamente con un barco de bandera israelí del que se ha incautado el gobierno egipcio, obligará al gobierno de El Cairo a meditar sobre la responsabilidad que le incumbe como administrador de un paso vital para la economía de muchos países, responsabilidad de la que Gran Bretaña se había hecho cargo con ecuanimidad y amplitud de miras. La seguridad del Mediterráneo oriental exige, pues, que no se olvide la significación internacional del Canal de Suez. Si, según cabe esperar, prevalece este principio, Gran Bretaña no habrá perdido demasiado evacuando la zona en disputa, y habrá logrado no solo satisfacer una justa demanda de un país amigo, sino también afirmar la solidaridad de los países árabes con el bloque occidental, cuya delicada posición en Medio Oriente requiere la mayor atención.
El júbilo que ha causado en Egipto la recuperación de la plena soberanía debe ser compartido por todos los pueblos libres, en nombre del principio de autodeterminación. Sobre todo cuando el triunfo del derecho se ha logrado mediante un acuerdo presidido por criterios de armonía y de respeto mutuo que dan todo su sentido ético al noble y prudente gesto británico. Esperemos, entretanto, que la nueva era que se abre para las relaciones entre los dos países sea también una era de paz y confianza para cuantos tienen intereses vinculados con el Canal de Suez.
El advenimiento de la Unión Europea
Buenos Aires, martes 26 de octubre de 1954
Con la firma de los documentos suscriptos el sábado en París han quedado formalizadas las obligaciones que las principales potencias democráticas acaban de convenir para estabilizar su situación recíproca y aunar sus esfuerzos en el caso de producirse una agresión. Ya la conferencia de nueve potencias reunidas en Londres puso de manifiesto la existencia de una corriente de entendimiento que, por cierto, no hubiera podido preverse poco antes; luego se produjo la feliz solución del pleito ítalo-yugoslavo por Trieste -aceptada benévolamente por la Unión Soviética- y poco después la firma del acuerdo anglo-egipcio para resolver el problema de Suez. Parecería como si tras tantas dificultades se hubiera comenzado a ver claro en la escena internacional, cuyos actores han logrado en poco tiempo los frutos que buscaban trabajosamente desde hacía mucho. Finalmente, los estadistas reunidos en París han abordado las cuestiones derivadas de la aprobación del Acta de Londres y, tras la momentánea interrupción motivada por el diferendo del Sarre, han ultimado los detalles de los distintos documentos que deberán ser suscriptos. De tal modo, la situación de la República Federal Alemana ha quedado resuelta, convenidos los términos de la ayuda recíproca frente a una agresión, y la Unión Europea Occidental iniciará su existencia como primera cristalización de un viejo anhelo.
Queda, naturalmente, el problema de la ratificación parlamentaria por parte de los distintos países; pero todo hace suponer que las diferencias de planteo que se observan entre el Acta de Londres y los tratados que dieron origen a la Comunidad de Defensa Europea responden precisamente a la necesidad de ajustar los instrumentos internacionales a las exigencias de la opinión pública de los países contratantes, de modo que puede considerarse casi segura la aprobación definitiva. Con respecto a su país, el Sr. Mendès-France acaba de expresarse de manera muy optimista, y puede confiarse en sus certeras presunciones, pues ha dado pruebas de saber cumplir lo que promete. De ser así, el principal obstáculo estaría salvado, pues todo hace suponer que en los demás países reina un ambiente favorable para cualquier fórmula decorosa que permita solucionar los problemas en discusión.
Como es sabido, los países signatarios de los tratados de Bonn han convenido en modificar sus cláusulas para devolver a Alemania Occidental la soberanía y retirar las fuerzas de ocupación, esto último, sin embargo, en condiciones tales que sean compatibles con las necesidades de la defensa y con la vigilancia que requiera la peculiar situación que caracteriza a la ciudad de Berlín.
Resuelto este problema, los nueve países del Acta de Londres han resuelto admitir a la República Federal Alemana y a Italia en la antigua Organización del Tratado de Bruselas. El organismo así ampliado se conocerá con el nombre de Unión Europea Occidental (UEO), y asumirá la dirección de la alianza por medio de un consejo residente en Londres. La fuerza militar de la República Federal Alemana -que alcanzará a doce divisiones- quedará unida al ejército europeo, para lo cual se autorizará a Alemania Occidental a ingresar en la Organización del Tratado del Atlántico. Y para asegurar el mantenimiento de los límites en la cantidad y tipo de armamentos que deben poseer los aliados, la UEO contará con una oficina de control, con sede en París, que vigilará el uso que los distintos gobiernos -exceptuando el de Gran Bretaña- hagan de las atribuciones que les concede el convenio.
Puede decirse, pues, que se ha alcanzado una vez más un plano de coincidencia entre grandes potencias. La tensión que se observó en los últimos tiempos, y que ha repercutido sobre la opinión pública -no solo en los países protagonistas de la puja, sino en todos- parecería favorecer cierta distensión y estimular algún optimismo. Desde luego, el optimismo no debe abandonar a quienes luchan por la conquista de un mundo mejor; pero es imprescindible que ese optimismo no se apoye en la mera omisión de los factores que ponen en peligro sus conquistas. No es difícil traer a la memoria otras circunstancias que permitieron igualmente confiar en que se iniciaba una nueva era de comprensión y entendimiento entre los pueblos. No hace demasiado tiempo, la inauguración de las reuniones de la Asamblea Europea en Estrasburgo despertó un considerable entusiasmo; y conviene no olvidar que, mucho antes, la concertación del Pacto de Locarno pareció encauzar el grave problema de la tradicional hostilidad entre Francia y Alemania mediante la superación de las desconfianzas y temores recíprocos. La era del pacifismo concibió cierta curiosa imagen de las situaciones internacionales, en la que el necesario equilibrio entre los ideales y las posibilidades prácticas se vio quebrado en favor de los primeros. Mas la segunda guerra mundial obligó a superar esos planteos, y las negociaciones que siguieron al conflicto pusieron de manifiesto que, dentro de los nuevos lineamientos políticos y militares, predominaba una desconfianza insuperable, a la que solo parecía poder responderse con vigorosas soluciones prácticas, de tan marcada y amenazadora eficacia que pudieron ser tomadas por el adversario como francas manifestaciones prebélicas.
La constitución de la Unión Europea Occidental hace propicia la ocasión para que se revise el planteo político de las alianzas. Será necesario, ante todo, vivificar el sentimiento europeo, despertarlo si está adormecido o suscitarlo si no ha alcanzado a aparecer. Porque sin la conciencia profunda de la necesidad imperiosa de la unión, el nuevo organismo podrá ser muy pronto un fantasma más, una sombra que desvaríe sobre la realidad, sin que sus palabras ni sus acciones alcancen gravitación en la circunstancias de prueba. Esto puede ocurrir; empero, es necesario que no ocurra, pues todo hace suponer que las naciones europeas -como las ciudades griegas frente al imperio romano, como los feudos frente a los Estados nacionales- carecen ya de posibilidades para resolver autónomamente problemas que les atañen y en los que se juegan su existencia.
Será necesario también dosificar con la mayor inteligencia la cantidad de elasticidad y la cantidad de flexibilidad que deben entrar en la conducta internacional de la nueva alianza. Sería pernicioso ofrecer muestras de debilidad, pero hay que impedir que se inaugure otra vez una época de “paz armada” con su enloquecida carrera de armamentos, con el drenaje de riqueza que ello significa y con la inevitable disminución de bienes útiles para la paz que ello implica. Con su nueva designación -en que la palabra “defensa” ha desaparecido-, la Unión Europea Occidental debe esforzarse por construir la paz, una paz sólida, fundada en el respeto de las normas jurídicas y en el apoyo que pueden prestar a su causa pueblos que confían en su justicia.
Buenos Aires, jueves 4 de noviembre de 1954
Hace aproximadamente cuatro meses —a fines de junio último—, y en circunstancias internacionales muy críticas, se produjeron simultáneamente dos entrevistas que atrajeron por un instante la atención mundial; mientras Sir Winston Churchill conferenciaba en Washington con el presidente Eisenhower, el primer ministro de China comunista, Sr. Chou En-lai, se reunía en Nueva Delhi con su colega de la India, Sr. Nehru, en ambos casos para fijar la posición de los respectivos países en la crisis producida entonces alrededor del problema de Indochina.
Pero la significación atribuida a tales conferencias —y a su simultaneidad— no provenía solamente del problema inmediato, con ser este tan grave. Quizá sin proponérselo, los dos estadistas asiáticos oponían a los jefes de las dos grandes potencias occidentales una conducta que implicaba la decision de mantenerse firmes en la defensa del punto de vista de Asia, un punto de vista que contaba poco hasta hace breve tiempo y que se ha tornado digno de la más atenta consideración después de la segunda guerra mundial. A las decisiones que se adoptan en las grandes capitales occidentales —antaño definitivas— parecen poder oponerse ahora las que se resuelven en Pekín o Nueva Delhi. Y el cable registra, no sin cierta ansiedad, las idas y venidas de los estadistas orientales, ofreciendo al lector un elemento más para la intrincada solución del grave problema del futuro del mundo.
Esta simultaneidad en la polarización de los intereses ha vuelto a repetirse hace pocos días con motivo del viaje del Sr. Nehru a Pekín, seguido poco después por la visita a Washington del primer ministro de la República Federal Alemana, Sr. Adenauer. Pero esta vez las entrevistas simultáneas han deparado una inesperada preocupación tanto al desprevenido lector de noticias internacionalas como a los avezados funcionarios de más de una cancillería. Porque el Sr. Adenauer ha declarado —no sin reticencias, naturalmente— que ha llegado la hora de pensar en la posibilidad de llegar a un acuerdo con el bloque oriental. Es decir algo semejante a lo que declaró el Sr. Nehru cuando desembarcó de su avión en Pnom Penh, capital de Camboya, el domingo último.
La posición del Sr. Nehru no podía llamar la atención. Hace mucho tiempo —prácticamente desde que ejerce su cargo de primer ministro— que ha enunciado su punto de vista frente al problema de los dos grandes bloques en conflicto desde la terminación de la segunda guerra mundial y no ha perdido ocasión de reiterarlo. Ultimamente, al firmarse el tratado de Manila que organizaba la SEATO, repitió su condenación de toda política que contribuyera a perfeccionar los frentes para un nuevo conflicto, y, acaso como una respuesta, ha intensificado sus esfuerzos para crear lo que él llama una “zona de paz”, cuyo centro se halla en la India y de la que forman parte algunos Estados del sudeste asiático. El plan del Sr. Nehru parece ser —desde la entrevista de junio último con el Sr. Chou En-lai— acercarse a China comunista para atraerla a su política e incorporarla a esa zona de paz, a la que parece estar persuadido de que desea ingresar el gobierno de Pekín. Esta certidumbre debe haberse afianzado en su ánimo a juzgar por las declaraciones que ha formulado a su regreso del viaje a China, pues ha vuelto a insistir en que la preocupación fundamental del gobierno de Pekín es la rehabilitación económica del país, en términos, por cierto, semejantes a los que usó no hace mucho el jefe del Partido Laborista británico, Sr. Clement Attlee.
Se ha supuesto —quizá infundadamente— que la sutileza de los estadistas chinos ha podido sustraer a la mirada de los visitantes británicos algunos propósitos secretos del gobierno de Pekín. Justamente, hace pocos días, el secretario de guerra de Gran Bretaña, Sr. Anthony Head, declaró al regresar de una gira por Malaya que “los sucesos actuales no sugieren que la coexistencia sea el objetivo de los comunistas”. Pero no es tan fácil suponer que el Sr. Nehru se engañe sobre una situación que toca tan de cerca a su país y que amenaza a otras naciones vecinas, muy débiles, y confiadas en cierto modo a la exactitud de las presunciones del estadista indio sobre la inexistencia de propósitos agresivos por parte de la China comunista. La opinión del Sr. Nehru, que es mucho más categórica cuando se refiere al régimen de Pekín que cuando habla del de Moscú, parece hallarse respaldada por su dominio de los problemas asiáticos, por su experiencia política y por su conocimiento de las hombres. No se sabe si logrará convencer a los estadistas europeos y norteamericanos, pero resulta innegable que no puede ser acusado de “camarada de ruta” de los comunistas y que su opinión ha gravitado considerablemente sobre la conducta del gobierno de Londres.
Lo que, en cambio, ha llamado la atención es que el señor Adenauer haya lanzado la idea de un posible pacto de no agresión entre las potencias occidentales y el bloque oriental. Ni sus antecedentes, ni su actitud política, ni las circunstancias en que debe ejercer su autoridad en su país, permiten suponer que el Sr. Adenauer tenga la más mínima complacencia con el gobierno de Moscú, cuyos funcionarios lo hostilizan considerablemente en Alemania Oriental. Es, pues, significativo que el avezado estadista alemán se haya atrevido a pronunciarse en favor de una política que puede considerarse arriesgada, aunque no sea más que por lo novedosa, y que lo haya hecho poco después de ingresar su país en la Organización del Tratado del Atlántico y en la recién constituida Unión Europea Occidental.
La hipótesis más verosímil para explicar esta sorprendente actitud del primer ministro de la República Federal Alemana es que, a estas horas, considera suficientemente fuertes a las potencias occidentales como para tratar, sin riesgo de que se vean sorprendidas, con el bloque soviético. Las negociaciones importan, sin duda, a todos los países asociados en las diversas organizaciones creadas por el bloque democrático, pero acaso la Alemania Occidental suponga que ha llegado la hora de solucionar el problema de su unificación y juzgue su gobierno que hay indicios suficientes como para creer que el gobierno de Moscú estaría dispuesto a facilitar una solución.
La sugestión del Sr. Adenauer ha sido acogida con marcada frialdad tanto en Londres como en Washington. Pero es seguro que el veterano estadista alemán no ha improvisado, y puede esperarse que en poco tiempo ha de aclararse el alcance de su proyecto y quizá las razones que han motivado su confianza en las posibilidades de llevarlo a la práctica.
Buenos Aires, sábado 13 de noviembre de 1954
Con las decisiones adoptadas por el Partido Laborista británico y el Partido Socialista francés acerca de los acuerdos de Londres y París, autorizando a los respectivos grupos parlamentarios a votar su ratificación, se han salvado dos escollos de alguna importancia en el camino de la formalización definitiva de la Unión Europea Occidental. Parece, además, clara la situación de los Estados Unidos, Canadá, Italia y los países del Benelux, de modo que puede abrigarse la esperanza de que se aprueben definitivamente aquellos pactos. Solo se interpone ahora la dificultad que ha surgido en Alemania Occidental, con motivo del desacuerdo para algunos partidos políticos con los términos convenidos en París entre el gobierno del Sr. Adenauer y del Sr. Mendès-France para solucionar el viejo y espinoso problema del Sarre. El asunto concentra ahora toda la atención del primer ministro de la República Federal Alemana, y es de esperarse que el anciano estadista logre sobreponerse a esta crisis interna, la más grave, sin duda, que ha debido arrostrar su gobierno.
Puede decirse del problema del Sarre que pertenece a aquella clase de cuestiones que no consiguen ser resueltas nunca de un modo totalmente satisfactorio. Se trata, como es sabido, de un pequeño territorio cuya población -de cerca de un millón de habitantes- es predominantemente de habla alemana. Pero por su situación y por su riqueza forma parte de una unidad económica en la que Francia tiene intereses fundamentales. Su producción de carbón ha sobrepasado los quince millones de toneladas anuales, que se incorporan al acervo de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, sosteniendo Francia que deben considerarse como parte de la cuota de producción francesa.
El problema del Sarre proviene de su importancia económica y de su peculiar situación, especialmente a partir de la primera guerra mundial. Dentro del plan de reparaciones por los daños sufridos en esa contienda por las minas francesas del carbón, el territorio del Sarre fue puesto entonces bajo la administración de la Liga de las Naciones y se autorizó a Francia a explotar su riqueza hullera durante un plazo de quince años. Al cumplirse este debía realizarse un plebiscito para que la población decidiera si el territorio se uniría definitivamente a Francia o a Alemania, y a llevarse a cabo en enero de 1935 -en la época de mayor efervescencia del nazismo-, la votación favoreció por una inmensa mayoría al Reich, que, en consecuencia, inició su administración en el Sarre el 1 de marzo de dicho año.
Pero el estado de ánimo de la población sarrense parece haber sufrido un cambio. Luego de terminada la segunda guerra mundial, en octubre de 1947, una abrumadora mayoría apoyó al partido que favorecía la unión económica del territorio con Francia. Al año siguiente se estableció un gobierno autónomo, garantizado por este último país y sometido a leyes económicas y financieras francesas; nuevos acuerdos alcanzados posteriormente acrecentaron la jurisdicción del gobierno local, pero Francia obtuvo el arriendo de la explotación de las minas de carbón por el término de cincuenta años.
En tales condiciones, quedaba por resolver el problema de fondo. Frente a las tesis de Francia y Alemania surgió una tercera que, como después de la primera guerra mundial, sostuvo la necesidad de internacionalizar la región. Esta solución, que en la práctica se ve facilitada ahora por el funcionamiento relativamente eficaz de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, recibió el apoyo del 87.3% de los votos sarrasenses en las elecciones de noviembre de 1952; pero la República Federal Alemana opuso a esas cifras no solo lo que considera su derecho histórico a la soberanía sobre el territorio en discusión, sino también una impugnación acerca de la significación real del pronunciamiento, pues no habían podido actuar libremente en la campaña preelectoral los partidos germanófilos.
El problema del Sarre está vinculado a todas las gestiones encaminadas a lograr la unificación alemana y a convenir finalmente los tratados de paz entre las potencias que fueron beligerantes en la segunda guerra mundial. También ha estado sobre el tapete en todas las discusiones relacionadas con lo que hubo de ser la Comunidad Europea de Defensa y, naturalmente, volvió a aparecer durante las últimas conversaciones de Londres y París. Mientras se daban los toques finales a los documentos que debían firmarse en esa capital en octubre último, el Sr. Adenauer llamó a la capital francesa al jefe del Partido Socialdemócrata, Sr. Ollenhauer, para conferenciar con él acerca de los términos en que Alemania Occidental había de plantear el problema del Sarre en ocasión de suscribir los tratados que le devolvían la soberanía y la incluían en los Pactos de Bruselas y del Atlántico, y seguramente como resultado de esas conversaciones intentó el primer ministro de la República Federal Alemana reabrir la discusión sobre el tema. Tal novedad motivó la instantánea reacción del gobierno francés, que se negó a suscribir los pactos si el gobierno de Bonn no aceptaba la situación convenida para el Sarre. Ante la presión de las circunstancias -y muy especialmente la de Gran Bretaña y los Estados Unidos-, el Sr. Adenauer cedió, y así se dio cima a la larga tramitación que debía conducir a la constitución de la Unión Europea Occidental.
Pero el problema se ha planteado ahora dentro de Alemania en términos análogos a los que caracterizaron la situación francesa en agosto último. El gobierno de Bonn, que sin duda ha cedido en París a la fuerza de las circunstancias, se enfrenta ahora con una activa resistencia de importantes grupos de la opinión pública alemana y de ciertos partidos políticos a la ratificación de los acuerdos de París, a menos que se revean los términos ajustados para el Sarre. Como se sabe, convínose en la capital francesa en europeizar el territorio disputado, designando un comisario bajo la vigilancia del Consejo de Ministros de la Unión Europea Occidental y manteniéndose la situación económica actual, caracterizada por la presencia de Francia en la explotación del carbón; el Sarre sería sometido más adelante a un plebiscito, pero entretanto tendría un parlamento local, participaría en la defensa europea y se permitiría así la actuación de las agrupaciones germanófilas.
Encabeza la oposición radical a este acuerdo el Partido Socialdemócrata, uno de los más poderosos dentro del panorama electoral de Alemania Occidental. Pero lo más grave es que coinciden con él dos de los partidos que constituyen la coalición que apoya al Sr. Adenauer: el Partido Demócrata Libre y el Partido de los Refugiados, manteniéndose adictos al primer ministro otros dos: el Demócrata Cristiano y el Alemán.
A pesar de la obstinación de sus oponentes, el Sr. Adenauer sigue teniendo fe e intenta en París nuevas gestiones. Si no tuviera éxito, la Unión Europea Occidental estaría otra vez al borde de una crisis, que acaso desencadenarían también los partidarios de que se extremen ahora, antes de la ratificación definitiva de los pactos, las gestiones para un entendimiento con las potencias del Este.
Buenos Aires, miércoles 17 de noviembre de 1954
Con el propósito de lograr la paz internacional en el campo mercantil, indicar el camino hacia una economía mundial equilibrada y más amplia y mostrar el medio de volver al comercio multilateral, el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas convocó en febrero de 1946 una Conferencia Internacional de Comercio y Ocupación, que se reunió en Londres en octubre de 1946 y continuó en abril de 1947 sus deliberaciones en Ginebra, donde fue redactado el anteproyecto de Carta del Comercio Exterior aprobado en la reunión de noviembre que tuvo lugar en Cuba con asistencia de 57 naciones, de las cuales 54 signaron el Acta Final que confirmó la Carta de La Habana. Surgió entonces un nuevo cuerpo denominado Organización Internacional del Comercio (O.I.C.), que debía contar con la colaboración de las naciones para reducir las barreras aduaneras, solucionar sus controversias comerciales y hacer que se beneficiaran mutuamente con importantes ventajas. La creación de este organismo quedó postergada en forma indefinida como consecuencia de la falta de ratificación de la Carta de La Habana por los gobiernos de los países que firmaron el Acta Final. Sin embargo, uno de sus principales objetivos pudo ponerse en práctica, en forma provisional, por medio del funcionamiento del Gatt (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio), creado en la reunión de Ginebra de la Conferencia Internacional de Comercio y Ocupación, por decisión de 34 gobiernos que, juntos, absorben el 70% del intercambio mundial. La importancia de la creación del Gatt surge claramente del Preámbulo del Acuerdo, en que los firmantes reconocen “que sus relaciones comerciales y económicas deben tender al logro de niveles de vida más elevados; a asegurar el trabajo permanente para todos y un considerable volumen de ingresos reales y de demanda efectiva, constantemente creciente; a utilizar plenamente los recursos mundiales y a aumentar la producción e intercambio de mercancías”, tras de lo cual “se declaran deseosos de contribuir a la consecución de estos fines mediante la conclusión de acuerdos a base de reciprocidad y mutuas ventajas, encaminados a la reducción sustancial de los aranceles aduaneros y de otras barreras comerciales y a la eliminación del trato discriminatorio en materia de comercio internacional…” En el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio se establece que las partes contratantes se otorgarán entre sí el tratamiento de la nación más favorecida, es decir, que en materia de importaciones y exportaciones toda ventaja, favor, privilegio o inmunidad otorgado a cualquier país deberá acordarse incondicionalmente a todas las demás partes contratantes; se cuida que el valor de las reducciones arancelarias no sea neutralizado por la introducción de otras medidas de control del comercio y se reconoce que una unión aduanera puede contribuir a facilitar el intercambio entre los países participantes, mientras no se levanten barreras al comercio de estas partes contratantes con otros países. Perteneciente al Gatt Alemania Occidental, Australia, Austria, Bélgica, Brasil, Canadá, Ceilán, Cuba, Checoslovaquia, Chile, Dinamarca, Estados Unidos, Finlandia, Francia, Grecia, Haití, India, Indonesia, Italia, Liberia, Luxemburgo, Nicaragua, Noruega, Nueva Zelandia, Países Bajos, Pakistán, Perú, el Reino Unido, la República Dominicana, Rodesia del Sur, Suecia, Turquía y la Unión Sudafricana. Además los gobiernos de Colombia, Costa Rica, Libia, México, El Salvador, Suiza y Yugoslavia están representados por observadores, como también los siguientes organismos internacionales: Naciones Unidas, Fondo Monetario Internacional, Oficina Internacional del Trabajo, Organización Europea de Cooperación Económica, Consejo de Europa, Alta Autoridad de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y Grupo de Estudio para la Unión Aduanera Europea.
En las reuniones de Annecy (1949), Torquay (1950-1951) y Ginebra (1952-1953) se consideraron diferentes problemas que afectan al régimen aduanero de los países contratantes, con el propósito de facilitar la expansión del comercio mundial. En la reunión que actualmente se realiza en Ginebra, al sugerir Gran Bretaña la prórroga de la actual tregua arancelaria por lo menos hasta fines de 1957, instó a todas las naciones occidentales a unirse en la creación de un perdurable sistema comercial mundial. Las declaraciones del representante británico indican que el Reino Unido ha pasado del grupo de naciones preocupadas principalmente por la protección de sus economías contra la competencia internacional al de los países que basan particularmente su futuro económico en una expansión general de la economía libre internacional. El delegado norteamericano leyó a la conferencia una carta del presidente Eisenhower en la que este expresa: “Estoy convencido de que la reconstrucción y el crecimiento económicos han llegado en muchos países a un punto que garantiza el nuevo desarrollo del Gatt, de manera que podamos progresar aún con más seguridades hacia nuestro objetivo fundamental: un comercio mundial más libre y más amplio”.
Es evidente que, no obstante las trabas de diversa índole que aún subsisten, predomina la tendencia a restablecer la libertad de comercio a que aspiraba Roosevelt, cuando en el mensaje enviado el 1 de julio de 1944 a la Conferencia Monetaria de Bretton Woods expresaba: “El comercio es la sangre que vivifica una sociedad libre. Hemos de procurar que las arterias por donde circula no sean obstruidas otra vez por barreras artificiales creadas por absurdas rivalidades económicas. Solo una economía mundial dinámica y saludablemente expansiva puede elevar el nivel de vida de los pueblos a una altura que nos permita una plena realización de nuestras esperanzas para el porvenir”. La declaración final de la XXXIX Convención Nacional del Comercio Exterior de los Estados Unidos afirma, a su vez, que “es por medio de la producción aumentada y de un consumo mayor que tendremos un mundo mejor; y que es mediante el comercio internacional, en una escala amplia y creciente que serán alcanzados los resultados de dicho proceso”. No hemos de olvidar que, como se afirma en el informe de la Comisión Clayton, “el comercio mundial no es solamente un medio por el cual mercaderías útiles producidas en un país pueda llegar a los consumidores de las mismas en otro; es también el medio por el cual las necesidades del pueblo de un país se traducen en demandas y por lo tanto en el trabajo de otro”. “El comercio afecta, pues -prosigue-, la ocupación, la producción y el consumo, y los facilita a todos. Su incremento significa más empleos, más riqueza creada, más productos disponibles”.
La superabundancia de bienes en unos lugares y su escasez en otros, que se observa con demasiada frecuencia, es consecuencia de restricciones que dificultan y hasta impiden la adecuada distribución de los bienes disponibles de acuerdo con las necesidades de cada país. La paz internacional, la tranquilidad social, la prosperidad de los pueblos y el bienestar individual exigen imperativamente el retorno a la libertad económica, a esa libertad de comercio que la historia nos muestra como factor principal del desarrollo ascendente de la civilización. Y el Gatt puede ser un medio eficaz para devolver al comercio internacional ese desarrollo fecundo de un pasado tan cercano que resulta increíble pensar en que la actual situación pueda subsistir.
Buenos Aires, miércoles 24 de noviembre de 1954
Una vez más, el gobierno soviético ha considerado oportuno dirigirse a los de las potencias occidentales para promover la reunión de una conferencia general europea destinada a organizar un sistema colectivo de seguridad. La nota entregada el 13 del actual al gobierno francés reitera en términos generales los puntos de vista expresados en sus anteriores propuestas sobre conferencias de paz, aunque es posible advertir en aquella algunos aspectos novedosos. Pese a ello, la reacción suscitada en los destinatarios ha sido la misma que la que provocaron los documentos similares enviados con anterioridad y puede descontarse que la invitación será rechazada. Con todo, los términos de la propuesta soviética, así como los comentarios que la han acompañado a uno y otro lado de la “cortina de hierro”, permiten suponer que pueda derivarse del estado de ánimo de los estadistas orientales algún nuevo planteo de la situación internacional.
Como es sabido, el gobierno soviético inició su ofensiva contra la alianza occidental en la conferencia de Berlín del mes de febrero, oponiendo a los planes de las potencias democráticas un proyecto de alianza europea. La propuesta fue reiterada luego de tres oportunidades, sosteniendo los países occidentales que nada había en los repetidos proyectos soviéticos que modificara la situación actual, pues no se descubría la decisión de solucionar la de Austria y Alemania en términos satisfactorios para ellos. En efecto, las sucesivas notas soviéticas se mantenían en un plano declarativo de buenas intenciones, sin que se aportaran soluciones prácticas para las difíciles circunstancias creadas en el centro de Europa. Asimismo, el hecho de que su presentación coincidiera con ciertos momentos críticos en el seno de la alianza occidental movía justificadamente a pensar que su finalidad era fundamentalmente estratégica, pues además del objetivo general de propaganda que se advertía era fácil comprobar que estaban destinadas a dificultar la solución de aquellas situaciones.
Afortunadamente, la firma del Acta de Londres y luego de los Pactos de París ha puesto fin a las pequeñas disidencias que dificultaban la concertación de lo que hoy es la Unión Europea occidental, cuya ratificación se da por asegurada. Es, precisamente esa certidumbre la que ha conducido al gobierno soviético a emprender el 13 del actual, una gestión que seguramente ha juzgado decisiva. Ante la inminencia de la formalización de la alianza occidental, que incluye a la República Federal Alemana, el gobierno de Moscú ha querido intentar un último movimiento para disgregar las fuerzas ahora agrupadas y justificar, si no lo consigue, la conclusión de una alianza militar con sus satélites. En tal sentido, las declaraciones de la nota soviética, comentadas por los funcionarios y por la prensa, no dejan lugar a duda, pues prevén que la reunión proyectada para el 29 del actual se realizará “con los países que acepten la invitación”; no serán estos, naturalmente, sino los que tienen ya una situación de dependencia frente a Moscú y que constituirán, claro está, un bloque militar para responder a la amenaza occidental”.
Dicha situación de dependencia de las llamadas “democracias populares” es tan notoria que la formación de tal bloque con ellas no significa novedad alguna, excepto en cuanto manifiesta públicamente la decisión del gobierno soviético de regularizar su sistema de alianzas. Pero esa situación carece de novedad, pues las potencias occidentales descontaban la existencia de este bloque, y precisamente porque temían su amenaza han realizado el sostenido esfuerzo diplomático que acaba de fructificar en la Unión Europea Occidental. La única novedad consistiría, en todo caso, en la intención, ahora evidente, de rearmar Alemania Oriental, que por otra parte poseía ya fuerzas considerables y estará en condiciones de militarizarse rápidamente bajo la protección del secreto que prevalece en toda la región oriental de Europa.
Teniendo en cuenta esas circunstancias, los gobiernos de las potencias occidentales han anticipado directa o indirectamente su firme decisión de no concurrir a la reunión proyectada por Moscú para el 29. Todos ellos han convenido que sería nefasto emprender conversación alguna con las potencias orientales antes de la ratificación de los Pactos de París, y parece seguro que estos, aprobados por la Cámara de los Comunes, lo serán también por los demás parlamentos. Acaso para entonces los países del bloque oriental hayan realizado su proyectada reunión y quizá se haya anunciado la decisión de las “democracias populares” de constituir una alianza militar análoga a la del Tratado del Atlántico. De ser así, la situación diplomática y política de Europa habrá entrado en una nueva fase.
En efecto, cabe preguntarse si el gobierno de Moscú volverá a repetir sus ofrecimientos de “coexistencia pacífica” una vez que tenga que tratar con un bloque fuerte y organizado, inmune a los sorpresivos ataques y a las maniobras inescrupulosas. Porque ese sería, en rigor el momento de comenzar a tratar el problema de la paz, precisamente cuando ambos contendientes se hallen en igualdad de condiciones. Son varios ya los estadistas occidentales que se han manifestado dispuestos a iniciar conversaciones con el gobierno soviético después de la aprobación de los pactos de París. Prácticamente, todos los jefes del gobierno europeo han admitido esa posibilidad como muy deseable, y no hay duda de que Sir Winston Churchill encabezaría la campaña para lograr una reducción de la tensión internacional, solucionando, de acuerdo con su conocido punto de vista, los distintos problemas parciales que componen el complicado sistema de resistencias recíprocas. Pero queda por ver si, para entonces, la política de los que se denominan “pueblos amantes de la paz” mantiene los mismos términos que cuando el bloque occidental se presentaba dividido.
No es, sin embargo, imposible que ello ocurra. Si, como suponen muchos estadistas europeos, el móvil principal de la ofensiva diplomática de Moscú ha sido el deseo profundo de mejorar sus relaciones con Occidente, puede admitirse que, perdida esta ocasión que consideró óptima, se avenga a negociar en otras menos favorables. No es imaginable que Moscú haya abrigado la certidumbre de que las potencias occidentales se preparaban para atacarla; y es posible que, con su proverbial realismo, acepte las nuevas circunstancias para replantear el problema de la tensión internacional. Los países democráticos, por su parte, son naturalmente “amantes de la paz” -por principios y por temperamento- y sin duda harán todos los esfuerzos necesarios para lograrla, una vez alcanzado el mínimo de seguridad que aconsejaba la experiencia. Es lo que, a mayor abundamiento, se deduce de manera inequívoca del discurso pronunciado ante la UN por el Sr. Mendès-France, al propiciar una reunión de los “cuatro grandes”, pero después de ratificar los pactos de París. Tal contraofensiva diplomática, que halló enseguida el apoyo de Washington y de Bonn y contaba por adelantado con el de Londres, ayudará, sin duda, a aclarar perspectivas y definir actitudes.
Actos de energía en el Pacífico
Buenos Aires, viernes 26 de noviembre de 1954
Existe, y el lector no lo ignora, tan precisa ha sido la información cablegráfica de estos últimos días, una situación litigiosa de orden internacional en aguas del Pacífico. Ha hecho así crisis el problema planteado cuando las repúblicas de Chile, Perú y Ecuador, en consonancia con un acuerdo adoptado en común tiempo atrás, anunciaron que no permitirían la actuación de una flota ballenera cuyas unidades ostentaban, pintorescamente, la bandera panameña, a una distancia de sus costas inferior a las doscientas millas marinas, juzgadas por los tres países hermanos la zona en que tenían derecho a reglamentar por propia cuenta las condiciones en que podría practicarse la explotación de las riquezas de su mar adyacente. Al Perú le ha tocado afrontar la ofensiva de los cazadores indeseables y en tal empresa ha encontrado la solidaridad de muchos otros países, sin contar con la curiosa demanda de que la Unión ha debido interponer, por otros motivos, contra la compañía armadora de la flota. La Argentina había adoptado antes una posición resuelta frente al pleito inminente: en la Asamblea de la UN nuestra delegación dejó constancia de que miraba con simpatía la tesis de las naciones del Pacífico, que contaba con su adhesión. Y para que esta no ofreciera la menor fisura, ni siquiera aparente o por omisión, un diputado de la minoría presentó luego a la Cámara de que forma parte, producido el conflicto, un proyecto de declaración en que se apoya la conducta del Perú en la emergencia.
Ya hicimos en estas primeras columnas el examen de la cuestión, desde el punto de vista jurídico y económico. No es preciso volver a ello, ni recordar que la evolución de los tiempos y los progresos de la guerra moderna han restado valor al viejo criterio que limitaba a tres o cuatro millas la anchura del mar territorial y que, a su vez, los avances de los métodos de caza y pesca y la consiguiente amenaza de destrucción de especies valiosas de la fauna marina se conjugan para imponer a los países ribereños no medidas de restricción arbitraria o de sistemática persecución de aquellas actividades, sino procedimientos que las reglamenten a fin de no extinguir ejemplares que son fuente de riqueza para las naciones interesadas y base preciosa de alimentación para el mundo, a condición que no se las trate con el criterio de una explotación abusiva so pretexto de que, teniendo su “hábitat” más allá de las consabidas tres millas, viven en el “mar libre” de las viejas concepciones y son por lo tanto propiedad desatentada del primero que las tome. Por lo que hace a nuestro país, ya se dijo desde octubre de 1946, en un decreto del actual gobierno, que “el mar epicontinental argentino y la plataforma continental están sujetos a la soberanía de la Nación”. Plataforma continental, ya lo dijimos, se llama la parte del continente que en declive suave se interna en el océano por debajo de las aguas sin alcanzar una profundidad superior a los doscientos metros, lo que hace que así se junte una fauna nutrida y variada que, además, atrae a los peces mayores y a los cetáceos que van en busca de su propio alimento marino. Esa plataforma o zócalo alcanza sobre el Atlántico anchuras que al nivel del río Santa Cruz se acercan a las 400 millas. Por el Pacífico, en cambio, no cabe hablar de plataforma submarina, como lo señalamos a su hora, si bien la corriente de Humboldt, que procede de la región polar, llena desde el punto de vista de la fauna marítima una función análoga: está, en efecto, poblada de peces y constituye por ello el habitáculo natural de especies mayores -como los cetáceos y el atún- que de ellos se nutren, y también cauce que atrae y alimenta a las innumerables bandadas de aves marinas que en las islas peruanas han formado considerables depósitos de guano.
Por eso los gobernantes del Pacífico han insistido, particularmente, al sostener su tesis, en las obligaciones que les imponen, en nombre del interés propio y del bien común, esas circunstancias de tan esencial valor económico. En la reciente reunión de la comisión tripartita creada por Chile, Perú y Ecuador “para defender las riquezas marítimas del Pacífico” en cumplimiento del acuerdo de 1952, dijo así el canciller chileno, Sr. Aldunate, que el cambio de época impone una modificación de las normas jurídicas que rigen situaciones ahora profundamente modificadas, agregando:
“El derecho a proclamar nuestra soberanía sobre la zona del mar que se extiende a doscientas millas de la costa es indiscutible e inalienable. Nos reunimos ahora para firmar nuestro propósito de defender hasta sus últimas consecuencias esa soberanía y ejercitar la inconformidad con los altos intereses nacionales de los países signatarios del pacto”.
En Santiago tomáronse, efectivamente, disposiciones para cumplir tales objetivos ante la perspectiva de que se intentara desconocer la tesis de los tres países del Pacífico. El resultado fue el apresamiento de barcos balleneros de que informó la crónica y su concentración en puertos peruanos. Las últimas noticias aluden a la posibilidad de un acuerdo entre los dirigentes de la empresa industrial dedicada a la caza de cetáceos y el gobierno de Lima. Ello ha de implicar, naturalmente, el reconocimiento por parte de aquellos de la jurisdicción que hasta ahora han negado y su consiguiente sometimiento a las reglamentaciones que, en defensa de la riqueza marítima de que se trata, imponga el país que proclama su soberanía en aquella amplia faja de la costa. Entretanto no será inútil que se haya trabado de manera resuelta una litis que parecía desenvolverse solo en el terreno de la teoría y de las declaraciones generales. Estas han parecido unilaterales, en cuanto no han contado hasta hoy con la anuencia de las grandes potencias marineras. Pero fue mérito de las naciones latinoamericanas el haberlas formulado sin cuidarse de ello, seguras de que de tal suerte servían, tanto como el propio derecho, intereses más altos y generales.
Fueron estos claramente enunciados en la resolución en que la X Conferencia Interamericana, reunida en Caracas en marzo último, acordó que el Consejo de la Organización de los Estados Americanos “convoque para el año 1955 una conferencia especializada con el propósito de que se estudien en su conjunto los distintos aspectos del régimen jurídico y económico de la plataforma submarina, de las aguas del mar y de sus riquezas naturales a la luz de los conocimientos científicos actuales”. Uno de los considerandos decía, a modo de síntesis:
“Que es de interés general la preservación de esa riqueza y su adecuada utilización para beneficio del Estado ribereño, del continente y de la comunidad de naciones, conforme se reconoció en la Carta Económica de las Américas y en la resolución IX, aprobada en la Novena Conferencia Internacional Americana, celebrada en Bogotá en 1948, llamando la atención de los gobiernos americanos hacia el hecho de que la destrucción continuada de los recursos naturales renovables es incompatible con el objetivo de conseguir un nivel de vida más alto para los pueblos americanos, por cuanto la reducción progresiva de las reservas potenciales de productos alimenticios y materias primas llevarían a debilitar con el tiempo la economía de las repúblicas americanas”.
Así está resumido el planteo latinoamericano -que cuenta con la adhesión de otros sectores geográficos- de la cuestión que los episodios recientes han puesto de nuevo sobre el tapete. Ojalá estos favorezcan una solución definitiva, ya sea a través de la UN, que se ha ocupado del asunto, o de la OEA, cuya reunión especializada de 1955 puede contribuir al término de un litigio en que la América latina no está dispuesta a abandonar la posición que ha adoptado.
Después de la Conferencia de Moscú
Sábado 11 de diciembre de 1954
No puede menos que inspirar algún desasosiego la gravedad que se advierte en la situación internacional. Ciertamente, la seguridad de las potencias occidentales ha aumentado, y con ella se han alejado un poco las negras nubes que amenazaban al mundo libre y que ocultaban no sólo la guerra, sino también la casi inevitable derrota. Ahora, a medida que la atmósfera se disipa, el espectro de la guerra sorpresiva, de la irrupción repentina de las fuerzas del Este, parece haberse desvanecido; pero todo hace suponer que la amenaza, aun siendo ahora menos apremiante para los occidentales, sigue acechando al mundo con su inquietante gravitación sobre todos los aspectos de la existencia colectiva. El paso hacia la creación de la Unión Europea Occidental era inevitable; pero trajo consigo, inevitablemente también, la consolidación del frente oriental; y ahora se dibuja con sorprendente nitidez una línea divisoria entre dos mundos, a la que no le falta mucho para tornarse línea de combate. La situación es sin duda peligrosa y suscita sobre todo una pregunta: ¿cabe todavía un esfuerzo en favor de la paz, de la convivencia pacífica?
Lo que ha trascendido de la Conferencia de Moscú, celebrada entre los países comunistas, hace suponer que la inminencia de la ratificación del Acta de Londres y de los pactos de París ha creado un ambiente de fuerte irritación en el gobierno de Moscú y en los países situados dentro de su órbita. A los ofrecimientos de conciliación realizados por aquél con marcada insistencia en los últimos tiempos, ha seguido un tono casi intimidatorio, insolente en ocasiones, del que no podría decirse si proviene del despecho suscitado por el firme rechazo de sus iniciativas o de la decisión de proceder con rapidez y energía frente a una situación que Moscú se empeña en juzgar de amenaza. Pero, en todo caso, no hay por el momento indicios de que pueda volverse a hablar prontamente de nuevas aproximaciones entre los dos bloques por iniciativa soviética.
Del lado occidental, en cambio, las intenciones de acercamiento parecen ahora evidentes. Coinciden los estadistas del Oeste en juzgar que la situación de su propio bloque les permitiría, sin riesgo, discutir en una mesa redonda con los países orientales las diversas situaciones susceptibles de crear conflictos repentinamente, como la de Austria y la de Alemania, y al mismo tiempo el cuadro general de las relaciones recíprocas, que comprende en primer lugar la restricción de las armas atómicas. Queda por ver si las invitaciones que sin duda se producirán a breve plazo, serán recibidas por el gobierno soviético con buena disposición de ánimo, cosa no totalmente imprevisible a pesar de las violentas reacciones de los estadistas del Este ante la negativa de los países democráticos de concurrir a Moscú.
En efecto, si el gobierno soviético se hubiera persuadido de que la unión de los países occidentales es realmente vigorosa y hubiera admitido como un hecho de realidad que en adelante sólo podrá tratar con un bloque unido y solidario, no sería extraño que dejara de lado las ruidosas amenazas y las vigorosas explosiones de indignación frente a lo que llama agresividad de los países, occidentales y consintiera con perfecta naturalidad en replantear los problemas críticos que enfrentan a los dos bloques. Quizá cuentan con eso Sir Winston Churchill, que hace tiempo viene repitiendo que procuraría el acercamiento a los estadistas soviéticos cuando estuviera consolidada la alianza occidental; el Sr. Mendès-France, que ha vuelto a hablar de la urgencia de una nueva reunión de las cuatro potencias, y acaso el gobierno de Washington, que no ignora la grave responsabilidad que le incumbe en el futuro de las relaciones entre los dos bloques en que el mundo parece dividido.
Queda, pues, aunque resulte impresionante el cuadro que en las últimas semanas ha podido observarse de consolidación de los dos frentes militares, una esperanza de que se descubran, con criterio realista, posibilidades de convivencia que no arrastren a un inevitable conflicto, seguramente estéril y nefasto para ambos bloques, como ha ocurrido en otras ocasiones. Pero tal esperanza tiene ahora menos vigor que antaño. Hoy sabemos que un estadista tan sagaz como el primer ministro británico alienta hace ya muchos años la sospecha de que tal acuerdo es difícil de lograr, y que, aunque persevera en sus esfuerzos de pacificación, no olvida la profunda impresión que despertó en su espíritu, al día siguiente de la victoria, la conducta de sus aliados soviéticos. Este dato contribuye sin duda a debilitar una excesiva confianza en la paz.
Acaso el juicio más certero acerca de la situación que haya sido enunciado en los últimos tiempos sea el que acaba de pronunciar el mariscal Montgomery al definir las perspectivas de convivencia pacífica. Es indudable que ésta existe como posibilidad; pero es imprescindible, nos advierte, que tengamos presente lo que debemos entender por “convivencia pacífica”. Su opinión es, ciertamente, la de un militar, mas es bien sabido que se trata de un espíritu de rara ponderación. La convivencia no será posible sino con el arma al brazo, sin desatender ni un instante la dramática y acelerada renovación de los materiales de guerra, sin descuidar ni un momento la vigilancia de los posibles frentes de combate. Una convivencia así entendida no puede ser considerada sino un armisticio, y si, como parece al día de hoy, tal juicio se ajustara a la realidad, el porvenir del mundo sería bastante obscuro.
Acaso los estadistas de larga y vasta experiencia sobrepasen este horizonte sobre el que está obligado a mantener fija la mirada un militar de las responsabilidades del mariscal Montgomery. Las expresiones que estos últimos días se han oído de uno y otro lado no permiten alimentar la esperanza de que así sea. Pero deberán hacerse los esfuerzos necesarios, y quizá se descubra, de pronto, que lo que ya se llama la tercera guerra mundial no es absolutamente necesario. Sin duda no lo es, pero habrá que desechar muchos recelos, asegurarse contra muchos riesgos, renunciar a muchas ambiciones y sacrificar muchas cosas en holocausto del bien de la humanidad, para que, en efecto, pueda descubrirse que la guerra no es necesaria. Queda a la inteligencia la misión de preparar el camino para que ese descubrimiento pueda ser notorio.
Buenos Aires, miércoles 22 de diciembre de 1954
Mientras la Asamblea Nacional de Francia prosigue en una atmósfera que agitan pasiones contrapuestas el análisis de los tratados de París -sobre cuya aprobación habrá de plantear la cuestión de confianza el Sr. Mendès-France- y Rusia vuelve hacia Londres la amenaza antes dirigida a París, será oportuno echar una mirada de conjunto sobre los distintos episodios que en estos días han dado una fisonomía determinada a la hora internacional.
La nota que pretende ser intimidatoria del Kremlin ha empujado hacia la sombra a algunos de aquellos hechos, tan vertiginoso resultó el desfile de los acontecimientos que nos ocupan. Pero no ha de tener, entendemos, otro resultado que el de fortalecer la decisión y la unidad de los países libres, ya que en la unión de estos y su resolución de no dejarse impresionar por los métodos extorsivos que durante tantos años dieron impulso al nazismo, está la mejor garantía de paz, el más eficaz seguro contra el retorno de las catástrofes que asolaron al mundo en el curso de las cuatro primeras décadas de la centuria actual. No deja, por lo demás, de ser curiosa una intimación que pone la alternativa de no hacer tal o cual cosa -en este caso no ratificar los acuerdos de París- o de ver denunciado el pacto anglo-soviético de 1942, hecho en plena guerra y con miras a una situación bélica en que ambos pactantes se hallaban en el mismo sector, a menos de tres años de la hora en que el amenazante Soviet de hoy, olvidando sus formales compromisos anteriores, no vacilado en desconocer el valor de los tratados más solemnes para repartirse con el Reich hitlerista los despojos de Polonia y firmar el convenio Ribbentrop-Molotov.
Dejando, pues, de lado las notas rusas a Londres y París, cuya ineficacia práctica no ha podido escapar ni a sus autores, acaso más preocupados en la emergencia por la propaganda que por el resultado de su gesto, esperando que termine el trámite parlamentario francés y alemán de los convenios que devolverán la soberanía y el derecho a armarse, dentro de ciertas condiciones, a la República Federal Alemana, refirámonos, siquiera en términos generales, a otros aspectos antes aludidos de la situación. Es, en primer lugar, del más alto interés destacar la trascendencia que puede alcanzar la visita del mariscal Tito a la India y la perspectiva de nuevas entrevistas -con la visita de Nehru a Yugoslavia y con los viajes previstos de Chou En-Lai y del primer ministro de Indonesia a Nueva Delhi- para los futuros desarrollos políticos, ya sea dentro de la UN o en las conversaciones diplomáticas directas. Se ha hablado de un tercer bloque o de una tercera fuerza, tal vez con un poco de prisa. Lo cierto es, entretanto, que en derredor de la vigorosa figura del primer ministro indio viene dibujándose desde hace tiempo un movimiento que busca con empeñoso afán la paz y el mejoramiento económico de las comarcas asiáticas. Ya el Sr. Nehru se negó a entrar en agrupaciones regionales a las que temió como posibles factores de una más enconada versión de la “guerra fría”. Siendo indudable que ni Tito ni Nehru tienen nada que ver con el Kremlin y hasta pudiendo aventurarse que el propio Chou En-Lai se ha vuelto hacia Moscú como una imposición de las circunstancias en que hubo de realizar su política propia, cabe admitir que las conversaciones realizadas en Nueva Delhi y las que se dan como posibles ofrecen perspectivas de interés en la próxima evolución de las negociaciones internacionales. Constitúyase o no formalmente el tercer bloque, no dejará de ejercer gravitación si se forma con la amplitud que Nehru desearía, lo que este llamó con la frase afortunada “zona de la paz” en un mundo agobiado por la amenaza y el terror de una nueva guerra.
Significativo asimismo, aunque dentro de la esfera, más bien limitada, de la gestión a que responde -obtener la liberación de los aviadores norteamericanos-, será el viaje del secretario general de la UN, Sr. Hammarskjold, a Pekín, esperado en el remoto oriente con explicable interés, desde que se trata de la visita a un Estado que la organización universal de naciones se ha negado insistentemente a admitir en su seno en reemplazo de la China nacionalista, asentada en Formosa.
De mayor entidad son, entre los episodios recientes, la reunión celebrada en París por el Consejo de Europa -que estudió asuntos vinculados con la economía occidental y con el excedente de población creado al viejo continente por el rápido ritmo de su crecimiento vegetativo- y las deliberaciones que en la misma capital francesa desarrolló el Consejo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, conocida por las siglas NATO, constituidas con las iniciales de las palabras en inglés denominan a dicho tratado. “Sesión ministerial” se llamó oficialmente, en el comunicado que le puso término, a esta última reunión. Lo fue, en efecto, porque la concurrencia de numerosos ministros -de Relaciones Exteriores, de Defensa, de Hacienda, de Asuntos Económicos y de Producción para la Guerra- es lo que dio características singulares a la importante conferencia. Realizada esta después de la nota rusa a Francia y antes de la comunicación soviética a Gran Bretaña, se la destinó a examinar todos los problemas, políticos, militares y económicos, que plantea hoy la defensa de la paz, que podría plantear en un mañana trágico la necesidad de defender a los pueblos libres en guerra contra el totalitarismo comunista.
Del comunicado informativo a que antes se aludió conviene destacar el punto 4to, en que el Consejo de la NATO expresó:
“Convino (el Consejo) en que la política soviética, respaldada como está por un poderío militar siempre creciente, continúa, pese algunos signos externos de flexibilidad, encaminada hacia la división y debilitamiento de las naciones occidentales. La política soviética no aporta solución constructiva alguna para la afirmación de la seguridad del mundo ni para el mantenimiento de la libertad de los pueblos. No proporciona base alguna para la creencia de que la amenaza al mundo libre haya disminuido.
“El Consejo reitera su deseo de erigir la paz sobre sólidos cimientos de unidad y fuerza. El Consejo observa con satisfacción los progresos que se han realizado para poner en vigor los acuerdos de París, que considera como una contribución esencial para la unidad de Europa, para la seguridad del mundo libre y, por ende, para la causa de la paz”.
Hallamos en estas palabras la mejor caracterización de la hora internacional del presente. De la realidad de un mundo que se debate entre la angustia y la esperanza y que siente profundo horror por la guerra. Por eso, sin desentenderse del frío resumen un tanto desilusionado de la asamblea de París, la humanidad ha de preferir asirse a las palabras más esperanzadas del mensaje de Navidad del presidente Eisenhower.
Buenos Aires, viernes 31 de diciembre de 1954
La intensa actividad desplegada por los gobiernos de las grandes potencias durante el año que concluye ha logrado, sin duda, algunos frutos, y el presidente Eisenhower ha podido decir en su mensaje de Navidad que la “inquebrantable esperanza de la humanidad hacia la paz es más radiante hoy que en años pasados”. Ciertamente, algunas amenazas que se cernían sobre el mundo han podido ser disipadas gracias a la tenacidad y a la maestría de algunos estadistas. Y parecería que pudiera esperarse un progreso firme en el camino hacia la paz. Cabe preguntarse si se están removiendo solo los obstáculos superficiales o si se trata de eliminar las causas profundas, porque solo esta última labor puede proporcionar, en medio de las amenazas desencadenadas por los nuevos medios bélicos, cierta esperanza con respecto al futuro.
En las últimas jornadas del año, tras haber ofrecido el gobierno soviético el espectáculo de una reagrupación formal de sus aliados, nos es dado observar cómo se realizan en Europa los últimos esfuerzos para consolidar la Unión Europea Occidental, mientras en Asia se echan las bases para la constitución de una alianza de proyecciones cada vez más considerables. Estos hechos constituyen eslabones de los procesos más significativos desarrollados durante el año que concluye, y un examen retrospectivo nos permite ver su alcance y significación.
La alianza de las potencias occidentales, esbozada a grandes rasgos desde poco después de la guerra, fue cobrando forma poco a poco hasta que se concretó en lo que hubo de llamarse la Comunidad Europea de Defensa. Esta asociación de naciones tenía objetivos militares y políticos, y debía incluir, además de los antiguos aliados, a Italia y Alemania Occidental. Pero si al principio pareció que llegaría a adquirir realidad, los obstáculos que se opusieron para su perfeccionamiento legal fueron tales que, finalmente, quedó destruida. Las diferencias sobre Trieste y sobre el Sarre constituyen problemas agudos, pero el nudo de la cuestión fue el ejército internacional y, sobre todo, los poderes supranacionales que el proyecto creaba. Francia no quiso transigir, y en un instante memorable de su historia reciente rechazó el proyecto. Sin duda, contribuyó a este resultado el primer ministro, Sr. Mendès-France; pero con su esfuerzo y el de los estadistas aliados se ideó luego la Unión Europea Occidental, semejante al de la CED, pero menos audaz en el compromiso de las soberanías nacionales y, en consecuencia, más fácil de aceptar por parte de la opinión pública. Así ha sido posible que, en dramáticas sesiones, lo ratificara ayer, finalmente, la Asamblea Nacional francesa.
De tal manera se avanzaba, entre innumerables dificultades, por el camino de la cooperación organizada y sistemática de las potencias occidentales. Algunas de ellas provenían de la inadecuación entre los propios participantes, pero otras tenían su origen en el incesante hostigamiento de la Unión Soviética, en unas ocasiones a través de hábiles ofensivas diplomáticas y en otras por medio de la acción de los partidos comunistas de los distintos países. A comienzos del año la conferencia de cancilleres de Berlín probó la dificultad de lograr un acuerdo sobre Alemania, problema que, en unión de otros, se convino en abordar nuevamente en Ginebra meses más tarde. Pero entretanto la Unión Soviética sostenía insistentemente la necesidad de un acuerdo general europeo, sin distinción de bloques, y en cierto momento la opinión mundial fue sorprendida con la inesperada propuesta de que se la admitiera en la organización del Tratado del Atlántico. La reunión de Ginebra se realizó en medio de la mayor expectativa y bien pronto abandonó el tema de Alemania para circunscribirse al de Indochina, donde las fuerzas del Vietmin ponían en aprietos a las de la Unión Francesa. Abocada al problema, la conferencia logró aliviar una fórmula de arreglo que, por cierto, reconocía el predominio de la influencia comunista en parte del territorio del sudeste asiático, circunstancia que movió a los Estados Unidos a acelerar las negociaciones que terminarían por constituir en Manila la Organización del Tratado del Sudeste de Asia, para oponerse al avance de la influencia chino-soviética en esa zona.
Era indudable que el bloque oriental adquiriría en Asia una fuerza creciente. Así lo reconocieron los estadistas europeos, que concedieron atención preferente en Ginebra al canciller chino, Sr. Chou En-lai, con quien habrían de conversar más tarde algunos parlamentarios británicos en Pekín. Esta circunstancia obligaba a reforzar la alianza occidental y, para hallar una salida a la crisis creada por el rechazo de la CED por la Asamblea francesa, comenzaron, primero en Londres y luego en París, laboriosas conversaciones, que pusieron a prueba la pericia de los diplomáticos de los países interesados. De acuerdo con el principio sostenido por Sir Winston Churchill, se procuró sortear los escollos uno por uno, se resolvieron innumerables pequeñas dificultades, se lograron mutuas concesiones y se llegó finalmente a firmar la llamada Acta de Londres, sobre cuyos principios se formalizarían poco después los tratados de París. Así nació la Unión Europea Occidental, que ha hallado algunas dificultades para su ratificación, pero que parece probable que logre sobreponerse a todas, superadas como han sido ayer las que ofrecía Francia.
La vasta ofensiva, directa e indirecta, que lanzara Moscú contra la CED volvió a repetirse contra la nueva organización, acaso con más violencia porque parecía más segura su formalización. Toda la vasta red de propaganda con que cuenta el régimen soviético se puso en movimiento para neutralizar a la Unión Europea Occidental. Y en un momento que Moscú juzgó apropiado, convocó para una conferencia que debía reunir a ambos bloques y cuya finalidad sería establecer un sistema de seguridad recíproca. Como era de esperar, las potencias occidentales sostuvieron el principio de que solo después de la ratificación de los tratados de París era posible volver a tratar con la Unión Soviética, con la cual habían fracasado ya otras reuniones. Pero la conferencia se realizó en Moscú con las naciones que aceptaron la invitación -que no fueron sino a las que se hallan dentro de la órbita soviética- y se declaró públicamente la constitución de una alianza militar que se opondría a la del occidente. Triste suerte la de Alemania, su mitad oriental quedó incluida en ese bloque, en tanto que su mitad occidental quedaba unida al de las potencias occidentales.
A tan intensa actividad política y diplomática acompañaba una creciente evidencia del desarrollo de las armas atómicas. Los experimentos científicos se sucedieron, y han debido alcanzar tal éxito que ya se han hecho públicas las decisiones de utilizar aquellas y se conocen los esfuerzos para determinar la renovación estratégica que supone su uso. En el ámbito de la UN las conversaciones en favor del desarme han hecho algunos progresos, pero es indudable que tales negociaciones solo pueden ser subsidiarias de los acuerdos políticos fundamentales.
Acaso lo más significativo de este largo duelo entre el mundo libre y el mundo organizado dentro de la órbita soviética sea la creciente importancia que adquieren en las relaciones internacionales las potencias asiáticas. Fuera de los países ya comprometidos con Moscú, algunos otros se han agrupado para firmar su decisión de mantenerse ajenos a la disputa entre los dos bloques. Campeón de esa política es el Sr. Nehru, pero su pensamiento arraiga en Asia, donde las llamadas naciones de Colombo buscan definir una política de prescindencia. Algunas de ellas tienen pactos firmados con los Estados Unidos y otras son miembros del Commonwealth británico, pero eso no obsta para que su esfuerzo se dirija a limar asperezas, a evitar la polarización de las fuerzas y a servir de intermediarios entre rivales que ya parecen no poder entenderse directamente. La reciente visita del Sr. Nehru a Pekín y la reunión de varios estadistas del sur de Asia en Jakarta revelan la intensa actividad que este grupo desarrolla.
La guerra de Indochina -con el dramático episodio de la fortaleza de Dien bien-Phu- y la tensión entre China comunista y China nacionalista amenazaron con desencadenar un conflicto generalizado. Seguramente no lo quieren las potencias que se verían comprometidas en él, y ese deseo ha conducido al hallazgo de fórmulas de conciliación. La alambrada de púas que divide a Europa no ha sido conmovida por los disparos de ninguna patrulla. Mas es innegable que en uno y otro frente se mantiene el arma al brazo. El esfuerzo hecho hasta ahora se ha limitado a evitar el incendio. Pero es imprescindible que se realicen otros nuevos y más intensos para que se puedan bajar las armas sin peligro, enfrentando valientemente las causas profundas de la tensión para ver si queda aún una esperanza.
Buenos Aires, domingo 9 de enero de 1955
Las conversaciones que se desarrollan actualmente en Pekín entre el Secretario General de las Naciones Unidas Sr. Dag Hammarskjold, y el primer ministro de China comunista, señor Chou En-lai, vuelven a traer al primer plano internacional el problema del sudeste de Asia, punto neurálgico de las relaciones entre Oriente y Occidente.
No hace muchos meses, la penetración comunista en Indochina francesa llegó a provocar un estado de dramática tensión, que pudo conjurarse gracias, primero, a la flexibilidad de la diplomacia europea en Ginebra, y luego, a la tenacidad de los Estados Unidos para realizar su plan de alianza anticomunista en el sudeste asiático. Al reconocimiento del Vietmin siguió la creación de la SEATO en Manila, y últimamente, a principios de diciembre del año pasado, la concertación de un tratado de seguridad mutua entre el régimen nacionalista del mariscal Chiang Kai-shek y el gobierno de Washington. Con estos instrumentos diplomáticos, las grandes potencias occidentales parecen haber obtenido la seguridad de que no se repetirán los intentos de expansión comunista, puesto que si se volvieran a producir, las alianzas establecidas obligarían a una generalización del conflicto que implicaría la guerra mundial.
Esta amenaza ha de bastar, seguramente, para que las potencias sometidas a la influencia soviética reflexionen pausadamente antes de dar un nuevo paso comprometedor en Asia. Pero, sin duda, no queda descartada la posibilidad de que ese paso sea dado cuando en Moscú o en Pekín se juzgue llegada la oportunidad de jugar el todo por el todo; y es casi seguro que si se diera, el escenario más probable sería el del sudeste de Asia, donde la tensión entre las dos Chinas no decrece.
Casi sin interrupción, los aviones o las baterías de tierra de las dos Chinas se hostilizan y se traban en acciones circunscritas. Prácticamente, el estado de guerra que reina entre ellas haría posible un repentino acrecentamiento del volumen de esas acciones en cualquier momento, y la violación del status quo -por lo demás muy impreciso- obligaría a la intervención de la VII flota norteamericana o de la totalidad de las fuerzas ruso-chinas. Reside, pues, allí la mayor gravedad de la situación actual y es justo que sea allí donde se concentran los mayores esfuerzos para solucionarla.
La política de las potencias occidentales ha sido ceder frente a situaciones de hecho y apresurar la formación de una defensa organizada que permita no tener que volver a hacerlo. Pero frente a ellas, el bloque pacifista de Asia ha comenzado a intensificar su acción tratando de hallar una fórmula que evite la necesidad del choque entre Oriente y Occidente. En los últimos días, el bloque de las llamadas “potencias de Colombo” -India, Pakistán, Ceilán, Birmania e Indonesia- ha celebrado una trascendental reunión en Bogor, cerca de Jakarta, para echar las bases de una conferencia que deberá celebrarse en el próximo mes de abril entre treinta países afro-asiáticos. Se asegura que se tratará en ella el problema del colonialismo y, naturalmente, se cambiarán ideas acerca de la situación de los diversos países frente a la tensión de los dos grandes bloques en conflicto. De las naciones convocadas, algunas tienen firmados pactos de ayuda recíproca con los Estados Unidos que de una u otra manera las unen a las dos grandes organizaciones del Atlántico Norte y del sudeste de Asia; pero aun así, no es imprevisible que adopten una orientación en el sentido propiciado por el primer ministro de la India, Sr. Nehru, hace ya algún tiempo. Acaso para responder a esa ofensiva diplomática, acaba de anunciarse para febrero la primera reunión del consejo de la SEATO, que se celebraría en Bangkok, capital de Tailandia, uno de los países invitados por las potencias de Colombo; la formación de una fuerza naval anglo-franco-norteamericana para la defensa del sudeste de Asia sería el tema principal de esa conferencia.
En tal situación, ha llegado a Pekín el Secretario General de las Naciones Unidas, Sr. Hammarskjold. Como es sabido, el principal objetivo de su visita es tratar con el gobierno comunista chino la devolución de los once aviadores norteamericanos a quienes se ha calificado de espías, pero no es exagerado atribuir a la visita del funcionario de la UN ciertas proyecciones que sobrepasan la finalidad inmediata.
Las conversaciones que el Sr. Hammarskjold ha mantenido en diversas capitales europeas y asiáticas deben haberlo puesto en posesión de ricos y variados puntos de vista acerca de su misión. Sin duda, Gran Bretaña, que ha reconocido el régimen de Pekín, persiste en un planteo más elástico que el de Estados Unidos; y Francia, conocedora de las dificultades que supone mantener las viejas actitudes en Asia, habrá entreabierto la posibilidad de ampliar los temas que deberán tratarse en la conferencia. Pese a eso, un sector de la opinión india estima que el secretario general de la UN permanece aún muy apegado al punto de vista norteamericano, circunstancia que podría hacer fracasar la negociación, entablada en parte al menos, en virtud de las instancias del Sr. Nehru ante el gobierno de Pekín.
El enigma que se esconde tras la visita del funcionario internacional es si las potencias occidentales buscan la manera de resolver el problema de la representación China en la UN. Se ha insinuado que si el gobierno de Pekín dispusiera la libertad de los once aviadores norteamericanos, podría considerarse este acto como la esperada manifestación de buena voluntad que justificaría la revisión de la negativa levantada por varias potencias contra la admisión del gobierno comunista chino en la UN. Como se recordará, Gran Bretaña abogó por una solución favorable al régimen de Mao Tse-tung, pero opinó que era menester esperar un momento propicio para dar ese paso. Cabe preguntarse si no se considera en más de una capital que ese momento ha llegado.
No puede ocultarse la trascendental importancia que las conversaciones de Pekín tienen para la consolidación de la paz. Si el sudeste de Asia constituye el punto neurálgico de la situación internacional, todos los esfuerzos que se hagan en relación con ese problema deben dirigirse a buscar la disipación de las nubes que lo oscurecen. No se trata de transigir ni de apaciguar; pero logrados tanto en el Este como en el Oeste los acuerdos que aseguran una posición sólida a las potencias occidentales, es lógico pensar que la diplomacia está en condiciones de hallar soluciones que alejen la pavorosa amenaza escondida tras los intermitentes cañoneos del Mar de la China.
Buenos Aires, 11 de enero de 1955
Hace pocos días, con motivo de la inauguración de las sesiones del Congreso, el presidente de los Estados Unidos pronunció el tradicional discurso sobre “el estado del país”, en el que manifestó sus puntos de vista sobre los principales problemas que preocupan a la nación y el mundo.
Fiel a su costumbre, el general Eisenhower fue parco y preciso. Cualquiera sea el juicio que merezcan sus opiniones, amigos y enemigos convendrán en que expuso con claridad y sin reticencias los principios rectores que presiden su política, encadenados rigurosamente y respaldados por una evidente compenetración con los sentimientos del pueblo norteamericano. Y consciente de su responsabilidad, expuso además los lineamientos de la acción que proyecta como jefe del Poder Ejecutivo, para la cual pidió el apoyo de la representación parlamentaria.
Como se sabe, el presidente norteamericano debe contar ahora con un Congreso en el que la mayoría está en manos del Partido Demócrata. Esta circunstancia quizá provoque algún choque entre ambos poderes en determinado asunto de la política interior, pero puede asegurarse que la identidad de miras en lo referente a la política internacional es casi absoluta. El representante demócrata Sr. Sam Rayburn manifestó, al tomar posesión de la presidencia de la Cámara de Representantes, que la mayoría demócrata no se propone “afrontar la tarea legislativa desde el punto de vista partidario”. Y el general Eisenhower, luego de declarar que había recibido de los líderes parlamentarios la seguridad de una cooperación sin reservas, manifestó que ofrecía a su vez la posibilidad de una política de colaboración y reclamó que se hicieran los mayores esfuerzos para evitar “una paralización de nuestros esfuerzos por la paz y por la seguridad internacional”.
La paz es el tema fundamental del discurso del magistrado norteamericano, a pesar de que ha tenido que hablar mucho de guerra y de preparativos militares; pero es innegable que el pueblo quiere la paz y el gobierno trata de asegurarla y consolidarla con los medios a su alcance y sin perder de vista las circunstancias exteriores, las amenazas y los riesgos. Claramente ha manifestado el general Eisenhower cómo se ve la paz hoy desde la Casa Blanca, a través del lente de las inmensas responsabilidades que enfrentan los Estados Unidos y a la luz de las experiencias de los últimos decenios. La paz que hoy vive el mundo es solo una paz insegura, ha declarado, y es necesario tornarla duradera; pero es menester que sea una paz justa.
Criticada acerbamente por las potencias orientales y, a veces, resistida cautelosamente por las naciones amigas, la política exterior de los Estados Unidos se ha fundado en los últimos tiempos en el principio de no ceder ante las amenazas ni cejar en los preparativos de defensa. En determinado momento adoptó el criterio de responder con represalias violentas a cualquier agresión local y, a lo largo de muchos meses, trató de consolidar sus alianzas con una tenacidad admirable. Todo ello revelaba el convencimiento de la Casa Blanca de que la paz en que hoy vive el mundo era una “paz insegura”, tras de la que se agazapaban las más peligrosas amenazas. Es el punto de vista que acaba de volver a enunciar el presidente de los Estados Unidos para justificar sus planes de acción.
La inseguridad de la paz proviene de las posibilidades de agresión del bloque oriental, cuyo “creciente poderío militar se basa en sus armas nucleares”. Los Estados Unidos tiemblan ante el fantasma de Munich, ante el fantasma del apaciguamiento, y sostienen que solo una eficaz preparación militar puede contener al posible agresor. Con ingentes sacrificios, con elevadas inversiones de dinero, con el esfuerzo de muchos hombres que se apartan de sus actividades normales, con la polarización de sus preocupaciones hacia los problemas de la defensa, los Estados Unidos creen cumplir con su deber en este instante de “paz insegura”, y solicitan de sus aliados seguridades en cuanto a la conducta a seguir y un esfuerzo proporcional a sus recursos para contribuir a la defensa de todos. Una política exterior de líneas claras y una política militar de gran energía dan a los Estados Unidos una inmensa autoridad en las circunstancias actuales, en las que todo el mundo libre, lo niegue o lo confiese, tiene puesta su última esperanza en el poderío norteamericano.
Pero el general Eisenhower ha señalado algo que no se había oído muchas veces: la paz, la paz que se persigue con tanto esfuerzo y sacrificio, a cuya conquista se sacrifican hombres y bienes, no puede ser la que resulte de un esfuerzo que solo se base en el miedo o en la coacción del aliado más poderoso. La paz, ha dicho el presidente Eisenhower, debe ser una paz justa.
Es imprescindible reflexionar serena y profundamente sobre este concepto. La injusticia y la injustificación de algunas situaciones han quebrado el vigor de la reacción del mundo libre contra ciertas ofensivas del comunismo. La política asiática lo prueba claramente. Si el mundo libre quiere tener la autoridad que necesita la defensa de sus principios, la autoridad que sus principios, limpiamente defendidos, pueden darle, es imprescindible que no cobije bajo sus banderas causas indefendibles bajo ningún pretexto. Una paz justa no puede reconocer sino situaciones justas.
El presidente de los Estados Unidos ha comprendido este problema y se refirió a él en su discurso, al menos en cuanto concierne a la situación de sus aliados. Un vasto plan económico servirá a esos fines. “Debemos aumentar el comercio y las inversiones internacionales y ayudar a las naciones amigas, cuyos inmensos esfuerzos no bastan aún para proporcionar el poderío esencial a la seguridad del mundo libre”, dijo el general Eisenhower. Pero acaso sirva más todavía el “apoyo a la libertad, la justicia y la paz” que enunció como uno de los propósitos de su gobierno, porque de ese modo se suscitará la buena voluntad de todos cuantos prefieren el mundo libre precisamente porque aman la libertad, la justicia y la paz, de los que no quieren ser una “máquina sin alma, que ha de ser esclavizada, usada y consumida por el Estado para su propia glorificación”. Con esa buena voluntad podrán moverse las montañas y se polarizarán los corazones en una cruzada para que el hombre sea, “como dijo el salmista, una criatura coronada con gloria y honor”.
Buenos Aires, sábado 22 de enero de 1955
La larga batalla que se viene sosteniendo entre las potencias occidentales y orientales ha dado lugar en los últimos días a algunos escarceos que ilustran sobre las posiciones de los distintos combatientes del frente diplomático. Posiciones realistas todas, dejan ver las diversas posibilidades que todavía encierra el conflicto, como si aún no estuvieran agotadas las posibilidades del juego. Y mientras se afirman unas, otras se debilitan. Precisamente aquellas que hace muy poco tiempo parecían más sólidas.
Todo hace suponer que la diplomacia soviética ha perdido la iniciativa que conservara durante tantos años a partir de la conclusión de la guerra. Sus repentinas e inesperadas posturas de antaño, destinadas a operar apresuradas conversiones en la diplomacia occidental, se repiten ahora con menos vigor y originalidad y, sobre todo, como reacciones a planteos que no le son propios. Utilizó en un tiempo el gobierno del Kremlin todos sus recursos para proyectar hacia el exterior sus propias decisiones, interfirió el normal mecanismo de las decisiones internas de cada país con las actitudes de sus propios partidarios y dejó entrever su decisión de utilizar la fuerza cuando su libre arbitrio lo resolviera. Todo eso, hasta hace muy poco tiempo; pero cada vez menos ya. Y finalmente, ha comenzado a esgrimir la amenaza de retraer sus fuerzas, de cerrar las filas de los ya convencidos o dominados, de oponer un bloque cerrado al bloque enemigo, del que ve formar parte a muchos a quienes creyó que podría atraer. Tal parece ser la característica dominante de la diplomacia soviética en los últimos tiempos, tan diferente de la de antaño.
Esos rasgos se advierten en las últimas proposiciones del gobierno ruso, tanto en lo que se refiere a la comunicación de las conquistas realizadas en el campo de las investigaciones atómicas como en lo que concierne a las relaciones con la República Federal Alemana. No se necesita excesiva perspicacia para adivinar que el gobierno de Moscú considera perdida la partida, y que -salvo imprevisibles acontecimientos- los pactos de París serán ratificados por el Parlamento de Bonn y cobrarán finalmente fuerza de hecho. La decisión de Gran Bretaña y el ascendiente de los Estados Unidos compensan las incertidumbres de la opinión en algunos países europeos, de modo que la estructura defensiva del mundo occidental comienza a cobrar el aspecto de una organización sólida. Ante este espectáculo, el Kremlin ensaya las últimas fintas: amenaza denunciar los tratados con Francia y los Estados Unidos, señala presuntas violaciones a las convenciones de Ginebra, y tienta a los alemanes con promesas acerca de la unificación y las elecciones libres. Pero sus palabras han perdido peso y parecen repetir fórmulas cuyo valor ya ha sido juzgado. Son las últimas fintas.
La última de todas es la amenaza que ha empezado a repetir el gobierno soviético con dramática reiteración desde la conferencia de Moscú: la de cerrarse a todo esfuerzo de aproximación, la de renunciar a la “coexistencia pacífica”, y dedicar sus esfuerzos a prepararse para responder eficazmente a la presunta agresión que dice esperar de las potencias democráticas. El tono de esa finta no es ya soberbio y provocativo, sino más bien sombrío. El aislacionismo ha sido una tendencia de la política rusa durante mucho tiempo, y acaso ha comenzado a predominar en algunos de los cerebros que dirigen esa política. Pero es innegable que la euforia de la revolución mundial está a punto de extinguirse y por el momento empieza a reemplazarla un resentimiento profundo.
Por su parte, el Sr. Mendès-France parece no creer en el retraimiento de la Unión Soviética y confía en que dentro de poco se reanudarán las conversaciones sobre bases más sólidas. Sus entrevistas con los Sres. Scelba y Adenauer han tenido por objeto cambiar impresiones sobre el “pool” europeo de armamentos, para perfeccionar los acuerdos concluidos en París y asegurar un perfecto control de la producción de armas capaz de disipar los temores franceses frente a un posible rearme alemán. Pero el Sr. Mendès-France da por admitido que más tarde habrá conversaciones con la Unión Soviética y desea que el coloquio encuentre a los países occidentales fuertemente unidos, porque ya son visibles las ventajas de esa política. Espíritu realista, seguramente cree que el aislacionismo soviético es impracticable y que no pasa de ser una declaración nacida del despecho. Puede creerse que Francia y Gran Bretaña darán los pasos necesarios para facilitar al gobierno de Moscú una salida elegante para un retorno al terreno diplomático, en el cual las potencias occidentales tendrán ahora una posición más cómoda y firme que antes.
Esa firmeza proviene de los pactos militares. Pero el gobierno de los Estados Unidos ha comprendido que esos pactos no bastan. Eran el primer paso, el paso imprescindible; pero debe ser seguido de otros que le den verdadera firmeza. “En la lucha mundial entre las fuerzas de la libertad y del comunismo -acaba de decir el general Eisenhower en su mensaje al Congreso del 10 del actual- hemos reconocido sabiamente que la seguridad de cada nación libre depende de la seguridad de todas las demás naciones del mundo libre. El grado de esa seguridad depende, a su vez, del poderío económico de todas las naciones libres, porque si carecen de suficiente poder económico no pueden sostener las instituciones militares necesarias para prevenir la agresión armada comunista. El poder económico es indispensable también para que puedan protegerse contra la subversión comunista interna”. De acuerdo con este punto de vista, convencidos de que la alianza militar está asegurada, los Estados Unidos han echado las bases de un programa de política económica exterior de vasta trascendencia para estimular la riqueza de los países que los acompañan en su oposición a la hegemonía soviética.
Parecería que los Estados Unidos no confían en ninguna clase de acuerdo con el bloque oriental y que sus planes se basan exclusivamente en el principio de robustecer sus fuerzas para obligar a la Unión Soviética a una prudente retirada. Tal ha sido el resultado de la experiencia. Tras haber soportado la iniciativa diplomática y militar de Rusia, han logrado recuperarla con innegable energía y se apresta a llevar su plan hasta sus últimas consecuencias.
Acaso la fuerza del bloque occidental dependa, sin embargo, de la sabia combinación que supone la alianza entre la posición radical de los Estados Unidos y la política flexible de algunos países europeos. Esa combinación ha funcionado perfectamente durante la conferencia de Ginebra. Es de esperar que siga dando frutos y que, finalmente, permita hallar una fórmula de “coexistencia pacífica”
Buenos Aires, viernes 28 de enero de 1955
El dilema entre guerra y paz en China ha comenzado a plantearse en términos urgentes y dramáticos. Es inocultable que equivale a un dilema entre guerra y paz ofrecido al mundo entero, porque no solo se refiere a los problemas de la costa asiática del Pacífico, sino a toda la situación mundial, planteada allí hoy, eso sí, con mayor tensión que en ninguna otra parte. Para salir al paso de posibles contingencias que acaso excedieran los designios del gobierno de la República Popular China, el presidente de los Estados Unidos acaba de dirigir un mensaje al Congreso pidiendo autorización para utilizar las fuerzas armadas en caso de que se produzcan determinadas acciones por parte del gobierno de Pekín. Su actitud ha servido no solo para dejar fijada exactamente la posición norteamericana en el conflicto, sino también para que se precisen las actitudes de las demás partes interesadas. No es posible predecir si en el futuro cercano habrá guerra o paz en China, pero se sabe qué condiciones exigen una y otra parte para no desencadenar el conflicto.
Cualesquiera hayan sido las oscilaciones de detalle, la política de los Estados Unidos ha ido cobrando en los últimos tiempos una innegable firmeza y un mundo cada vez más seguro. Su punto de partida ha sido el convencimiento de que los estados comunistas no pueden cejar en sus designios expansivos y que los Estados Unidos no deben limitarse a rechazar la agresión, sino que les es imprescindible obrar activamente, tratando de contener aquella tendencia y delimitar con claridad la zona de seguridad. Definió esa política el ex embajador de los Estados Unidos en Moscú Sr. George Kennan como la doctrina del “endicamiento”, pero sus líneas generales estaban trazadas de antiguo y puede decirse que orientaron la organización del sistema defensivo europeo tal como lo concibe la NATO. Solo en Asia constituía una novedad y apenas una aspiración de los espíritus más previsores; pero el hecho se explicaba porque los problemas suscitados en distintas regiones sobrepasaban las posibilidades de los Estados Unidos y debían ser enfrentados mediante una dirección compartida con otras potencias de intereses muy disímiles con respecto a los suyos.
Solo con el tiempo, y especialmente después de la experiencia de la guerra de Corea, se hizo claro que la defensa de los intereses de los Estados Unidos en el pacífico exigía una acción decidida. Acaso no tanto como sugirió por entonces el general MacArthur, pero sí lo suficiente como para que el país no volviera a verse envuelto en una guerra sin objetivos claros. Al producirse el avance de las fuerzas de Ho Chi-minh en Indochina, volvió a advertirse cierta indecisión entre reacciones de suma energía que no parecían aceptables a las demás potencias y una prescindencia amenazadora que parecía alejar las soluciones negociadas. Pero, habiendo cedido parcialmente en el problema indochino, los Estados Unidos obtuvieron el consentimiento de sus aliados para constituir la Organización del Tratado del Sudeste de Asia, y en el pacto de Manila se estableció con absoluta claridad el límite de la zona en que no debía admitirse bajo ningún pretexto un nuevo avance del comunismo y de la influencia ruso-china.
En ese pacto, Formosa quedaba excluida de la zona de seguridad, pero los Estados Unidos se hicieron cargo de la situación mediante un tratado con el gobierno del mariscal Chiang Kai-shek, por el que se aseguraba la protección de las fuerzas estadounidenses en el caso de una agresión extranjera. La actitud del gobierno de Washington, tanto en la zona protegida por el tratado de Manila como en el estrecho de Formosa, desató la cólera de los estadistas de la República popular China. Recrudecieron las operaciones de tanteo en las islas próximas a las costas, pero defendidas por las fuerzas nacionalistas, y los incidentes de Quemoy parecieron en su momento que amenazaban con desencadenar un conflicto. Muy luego se advirtió que los Estados Unidos no se precipitaban y parecían no atribuir mayor significación a los intentos comunistas de apoderarse de esas islas. Atenta la VII flota norteamericana a la defensa de Formosa, parecía dudoso hasta donde debía extenderse esa protección.
Así el conflicto, el gobierno de Pekín consintió en recibir al Secretario General de las Naciones Unidas, y las largas conferencias que sostuvieron los Sres. Chou En-lai y Hammarskjold dejaron la impresión de que se había avanzado algunos pasos en la solución del problema chino. Acaso se tratara en aquellas el mecanismo de una gradual aproximación de China a las potencias democráticas y las condiciones bajo las cuales, sin desdoro para ninguna de las partes, pudiera llegarse a admitir a China comunista en el seno de las Naciones Unidas. Pero además se tuvo la certeza de que la VII flota norteamericana no defendería las islas costeras en poder de los nacionalistas, lo cual podía legítimamente ser interpretado por el gobierno de Pekín como una autorización para intentar su ocupación. Sobrevenidos los últimos incidentes, el presidente Eisenhower ha detenido por un momento la incipiente gestión diplomática y ha preguntado categóricamente al Congreso si está autorizado para actuar instantáneamente y con toda la fuerza militar que crea necesaria en caso de que se intente un ataque contra Formosa y las Islas Pescadores.
Pese a los comentarios que la noticia le ha sugerido al Sr. Chou En-lai y a las graves reflexiones de ciertos miembros del Congreso norteamericano, la determinación del presidente de los Estados Unidos no impresiona como una innovación en la política de la Casa Blanca. Se trata de una maniobra de “endicamiento”, de clara y resuelta fijación de los límites que no deben ser sobrepasados, de definición preventiva del casus belli. Precisamente en el momento en que comienza a funcionar el sobreentendido de que los Estados Unidos no se opondrán a la ocupación de ciertos territorios, ha parecido necesario afirmar que se opondrán decididamente a otras ocupaciones.
Se ha señalado que acaso nos hallemos frente a la inflexible decisión de Pekín de intentar la toma de Formosa. La hipótesis parece arriesgada, pues aun antes del mensaje de Eisenhower sabían los comunistas chinos que esa actitud entrañaba la guerra. Más bien podría suponerse que, tan incómodos como puedan sentirse, es ahora más posible que antes que consientan, tarde o temprano, en dar los pasos necesarios para aproximarse a las potencias occidentales e ingresar finalmente en las Naciones Unidas.
Los Estados Unidos han repetido en Asia un golpe diplomático semejante al que asestaron en Europa mediante la concertación de los acuerdos de París. Seguramente se mostrarán en el futuro más accesibles a las conversaciones destinadas a aliviar la tensión, convencidos de que nadie confundirá ahora su benevolencia con debilidad.
Buenos Aires, lunes 7 de febrero de 1955
La tensa expectativa que había producido el llamamiento del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas al gobierno de la República Popular China para que enviara un representante a su seno con el fin de discutir las posibilidades de llegar a un armisticio en el Pacífico, se ha visto defraudada por la cortante respuesta que el Sr. Chou En-lai ha hecho llegar el jueves último al Secretario General del organismo internacional. Como se sabe, el jefe de gobierno de Pekín se ha negado a participar en las deliberaciones del Consejo de Seguridad en las condiciones actuales y ha manifestado que únicamente podría hacerlo si se excluyera la representación de China nacionalista y al solo fin de discutir la proposición soviética de sancionar a los Estados Unidos como país agresor.
La contrapropuesta del Sr. Chou En-lai es tan notoriamente inadmisible para las potencias occidentales, que solo puede explicarse como una jugada diplomática. Pero no es menos claro que podía preverse el rechazo de la invitación formulada por el Consejo de Seguridad. Cualquiera sea la actitud que se tenga frente a China comunista, hay que convenir en que está muy lejos de sentirse vencida o impotente y en que tiene en su poder recursos suficientes como para no precipitar su situación admitiendo las condiciones de inferioridad que se le brindaban. El ofrecimiento era, pues, también, una jugada diplomática -como lo fue la declaración del gobierno norteamericano de que descendería a Formosa y las islas Pescadores-, y solo queda considerar cuál es la posibilidad de conciliar los intereses de las partes en conflicto en un plano al que todas puedan tener acceso sin desmedro para su prestigio y para su actual situación estratégica. Todo parece prever que, como se viene insinuando hace algún tiempo, será una “conferencia paralela” la que resuelva la crisis del Pacífico.
Es innegable que, cualquiera sea la situación jurídica de las islas en litigio, la posición de los Estados Unidos está necesariamente impuesta por las comisiones militares vigentes en el Pacífico después de la segunda guerra mundial. El presidente Eisenhower lo ha manifestado con claridad al señalar que la quiebra del actual sistema defensivo llevaría las líneas de los Estados Unidos a las Hawaii, solución que implica una crecida disminución de su índice de seguridad. En esas condiciones, es inverosímil suponer que los Estados Unidos puedan pensar en la posibilidad de retroceder por propia iniciativa, y lo lógico es, por el contrario, admitir que procuren fortalecer esas líneas en las que radica su seguridad. Ha sido, pues, un gesto claro y sincero del gobierno de Washington establecer con absoluta precisión lo que inevitablemente tendrá que defender, a fin de prevenir medidas que, dictadas por el afán de tomar posiciones o por las necesidades de la propaganda, desencadenarían reacciones terminantes y de consecuencias imprevisibles.
El Sr. Eden acaba de señalar, por otra parte, que la situación de jure de Formosa y las islas Pescadores “es incierta e indeterminada”. La posición norteamericana admite así no solo la justificación suprema de la necesidad militar, sino también una justificación legal, pues el estatuto de las regiones en litigio no está establecido y mantienen su vigencia las situaciones de hecho. Pero esta circunstancia, precisamente, es la que obliga a proceder con máxima cautela, pues no es lícito desconocer las situaciones de hecho que debe considerar el adversario. Y si el propósito es, como parece evidente, evitar la generalización del conflicto, la conciliación debe buscarse en un plano donde esas situaciones de hecho se neutralicen.
Desde el punto de vista de Pekín, las necesidades militares de los Estados Unidos no pueden valer sino lo que valen las necesidades militares de un adversario que mantiene su estrecha alianza con un régimen enemigo. No puede esperarse que ceda sus derechos ni que abandone territorios que, históricamente, corresponden al país cuya inmensa mayoría controla, ni es posible suponer que pueda llegar a ver con buenos ojos el apoyo internacional prestado a un gobierno que, innegablemente, solo representa una pequeña parte de la nacionalidad china. En consecuencia, cualquier gestión que se inicie en favor de una cesación del fuego debe procurar esquivar los problemas fundamentales y limitarse por el momento a los hechos concretos que pueden provocar el conflicto.
Esa limitación tiene que alcanzar tanto a los problemas de fondo como los de forma. En cuanto al fondo, es visible que se los evita. Pero los de forma parecen no haber sido tomados eficientemente en cuenta. En efecto, la invitación a concurrir al seno del Consejo de Seguridad no podía ser recibida con buenos ojos en Pekín, puesto que pretende ignorar la reclamación del gobierno comunista acerca de la legitimidad de la representación China en las Naciones Unidas. Aceptarla habría significado el reconocimiento por parte del gobierno de Pekín de una situación de inferioridad a la que las circunstancias no lo obligan en modo alguno, de manera que hubiera sido inexplicable que acudiera a la convocatoria. Pero esta actitud, determinada por el aspecto formal del asunto, no supone necesariamente que China comunista esté decidida a negarse a soluciones parciales, y menos que proyecte acudir a actos de violencia.
Parece evidente que China aspira, por el momento, a ocupar las islas costeras y a lograr su ingreso en las Naciones Unidas, sin perjuicio de seguir afirmando su derecho eminente a la posesión de Formosa y las islas Pescadores. La decisión norteamericana excluye toda posibilidad de intentar la conquista de estas últimas, operación, por lo demás, para la que China comunista no está preparada ni parece contar con el imprescindible visto bueno del gobierno de Moscú. Ahora bien, aquellas aspiraciones no parecen exageradas y han merecido ya el apoyo tácito o expreso de algunas potencias, especialmente Gran Bretaña y las naciones asiáticas del grupo de Colombo. Las fintas realizadas por el gobierno de Pekín no pueden juzgarse dirigidas a otros objetivos que a esos, y aquellas con que ha contestado Washington no pueden mirarse sino como destinadas a asegurarse de que no serán sobrepasados. En pie esos sobreentendidos, corresponde buscar la manera de resolver la situación sin poner nuevas dificultades que la enturbien aún más.
Se recordará el desagrado con que el primer ministro de la India, Sr. Nehru, contempló la gestión que le fuera encomendada al secretario general de las Naciones Unidas, señor Hammarskjold, y que llevó a este a conferenciar detenidamente con el primer ministro chino, Sr. Chou En-lai. Seguramente, no se ocultaba al estadista indio que la defensa de su propio prestigio impedía al gobierno de Pekín avanzar más allá de cierto límite en sus relaciones con un organismo que no solo le negaba la personería, sino que, además, se la concedía al gobierno vencido. Ahora, transitoriamente en Londres y en contacto con los ministros del Commonwealth británico, el señor Nehru parece insistir en la necesidad de que se traslade la solución del problema del pacífico a una conferencia que, como la de Ginebra el año pasado, permita al gobierno de China comunista ir a las discusiones en una situación de igualdad. La solución -la más adecuada, sin duda- parece haber sido acogida con benevolencia por el gobierno británico, y se anuncia que el Sr. Eden se encuentra ya dedicado a la solución de los innumerables problemas previos que implica.
No han faltado ya opiniones adversas a la convocatoria de una reunión al margen de las Naciones Unidas. Pero parece imprescindible que se recapacite sobre ello, pues las Naciones Unidas representan la estabilización de ciertas situaciones de hecho, y es inexplicable que no constituya el instrumento más apropiado para afrontar problemas que, precisamente, provienen del rechazo de aquellas situaciones. El ejemplo de las conquistas logradas en Ginebra el año pasado debe servir de estímulo, sin que graviten sobre los espíritus consideraciones ajenas a la realidad concreta que es necesario afrontar.
Buenos Aires, 10 de febrero de 1955
Acostumbrada a la firmeza monolítica de las dictaduras, la opinión mundial se ha conmovido ante la imprevista noticia de la renuncia del primer ministro de la Unión Soviética, señor Georgi M. Malenkov, y los observadores han comenzado a desentrañar los motivos secretos que pueden haberla provocado. La tarea no es fácil, porque nunca puede saberse el grado de confianza que merecen las informaciones provenientes de Moscú, cuyos servicios oficiales de prensa se caracterizan por su severidad. Por lo demás, la política del Kremlin tiene hace mucho un aire palaciego, y los problemas de personas y grupos parecen ser los más importantes, situación esta que se ha agudizado sin duda después de la muerte de Stalin. Así, pues, las conjeturas tienen amplio camino por delante y han comenzado ya a formularse muchas, especialmente en los ambientes donde la futura conducta de la Unión Soviética preocupa fundadamente.
Cualquiera sea el interés que suscite el destino del régimen interno ruso, es evidente que, dada la situación de tensión internacional porque se atraviesa, el problema fundamental es el de las repercusiones que puedan tener los cambios que acaban de operarse en Moscú sobre la política internacional. A este respecto puede observarse entre los comentaristas cierta tendencia a esperar una modificación en la orientación de la Unión Soviética. Empero nada hace suponer que esa modificación deba operarse necesariamente, pues es bien sabido que la acción internacional de Rusia ha mantenido una línea inalterable desde la época de Stalin, apenas modificada aparentemente por las conversaciones que la diplomacia ha juzgado oportuno hacer en cada circunstancia. No era un azar que el señor Vishinsky, siendo ministro de Relaciones Exteriores, pudiera permanecer largos meses en el extranjero sin atender su despacho. Las grandes líneas de la política exterior soviética se elaboran en el seno de cuerpos estables, con marcada influencia del ejército, y es fácil comprobar su persistencia con solo cotejar el discurso pronunciado el martes último por el Sr. Molotov con las declaraciones que formulara a un periodista norteamericano el entonces primer ministro Sr. Malencov el 1 de enero de este año.
Por lo demás puede admitirse que los cambios políticos que han tenido por escenario la reunión del Soviet Supremo se han venido preparando desde hace, por lo menos, algunos días, y en ese plazo se han producido algunos hechos significativos. En efecto, el Sr. Molotov, que permanece a cargo de la cartera de Relaciones Exteriores, ha manifestado su deseo de contribuir a la solución del problema de Formosa y ha propuesto a las potencias occidentales la convocación de una conferencia a ese fin; y lo que es más significativo, acaba de manifestar opiniones análogas a un periodista norteamericano el Sr. Khrushchev, secretario del Partido Comunista y hoy, según todas las apariencias, el hombre que parece controlar la situación política en Moscú. Resulta lógico, pues, no atribuir la crisis a un propósito inmediato de modificar la orientación de la política exterior.
Empero acaso la situación entrañe cierto riesgo más o menos lejano si, como parece entreverse, los cambios que acaban de producirse responden a la creciente influencia política del ejército. El problema de la industria pesada interesa sobre todo al ejército y no es verosímil que este haya visto con buenos ojos la tendencia a disminuir el ritmo de su producción en beneficio de la industria liviana destinada a proveer artículos de consumo general. Las necesidades de la defensa parecen haberse sobrepuesto a los claros fines políticos que tenía la nueva orientación industrial, y el Sr. Malencov ha caído, aparentemente al menos, por representar a esta última. Su reemplazante, el mariscal Bulganin, ha merecido durante mucho tiempo la confianza del ejército y su nombre parece acompañar a una revisión de la actitud del Estado frente a la industria pesada. Tal es, al menos, lo que se deduce de las informaciones.
Sin embargo es posible conjeturar que se trate de un fenómeno más complejo. La eliminación de Beria requirió otros pretextos, pero no tuvo más fundamento que el designio de eliminar del elenco gobernante a un hombre que poseía un formidable poder personal. Con el episodio del martes último ha quedado eliminado el Sr. Malenkov y esta vez se ha esgrimido como argumento su “culpa”, su “ineficacia” para orientar la producción del Estado. No se requiere mucha perspicacia para advertir que hay en esos argumentos -que el propio señor Malenkov recoge en su renuncia- mucho de convencional.
El Sr. Malencov, en efecto, podía abrigar la convicción de que, desde el punto de vista interno, convenía elevar el nivel de vida de la población soviética y de que era necesario dirigir una producción hacia ese objetivo. Pero esa convicción no era solamente la suya. Cuando el Sr. Khrushchev fue elegido primer secretario del Partido Comunista, el 12 de septiembre de 1953, presentó un proyecto de intensificación de la agricultura y la ganadería, reconociendo que hasta entonces no se había hecho lo necesario en esos campos de producción. Lo significativo del caso es que el informe del Sr. Khrushchev manifestaba que en el pasado la Unión Soviética había concentrado su atención en el desarrollo de la industria pesada, desdeñando un tanto la agricultura y la industria liviana. Ahora -agregaba- la nación, “dotada de una poderosa base industrial”, puede dedicarse de lleno a estas otras ramas de la economía.
Tal era la posición del secretario del Partido Comunista, pero era también, hasta hace muy poco, la posición oficial del partido. Al celebrarse el 37° aniversario de la Revolución de Octubre, el Sr. M. Z. Saburov miembro del Presidium del Comité central del partido, leyó el 6 de noviembre de 1954 en la sesión solemne del Soviet de Moscú un informe en el que textualmente decía: “Basándose en los éxitos alcanzados en el desarrollo de la industria pesada y del transporte, el partido y el Gobierno han elaborado un amplio programa de ascenso de la producción de artículos de consumo popular, a fin de satisfacer plenamente, en los próximos años, las crecientes necesidades de las clases trabajadoras”. Y luego de dar algunas cifras sobre producción de tejidos, agregaba: “El partido y el Gobierno se plantean la tarea de elevar aún más la producción de artículos manufacturados y de víveres y, además, de alta calidad”.
Es inverosímil que, tres meses después, aparezca el señor Malencov como responsable de esa política y caiga a causa de tal responsabilidad. No menos inverosímil es que quien asumía con plena autoridad hasta hace pocos días la suma representación del Estado soviético, se manifieste ahora espontáneamente incapaz de llevar adelante la obra de desarrollo de la agricultura, obra que parecía hasta hace pocos días desarrollarse maravillosamente. En el citado informe manifestaba el señor Saburov que el área sembrada había crecido durante el año 1954 en un 13% con respecto al año 1950 y que el plan de roturación de tierras vírgenes se había cumplido en ese año en un 120%. Más aún, Sr. Khrushchev declaró por Radio Moscú, el 7 de enero del corriente año, que la Unión Soviética había roturado 74 millones de acres de tierras vírgenes y que esperaba obtener en los próximos dos años 128.500 toneladas de granos. No estaba descontento, pues, el Partido Comunista -hasta hace pocos días- de la producción agrícola.
No es demasiado aventurado, entonces, suponer que tampoco han sido problemas de orientación económica los que han determinado la crisis política que acaba de producirse en Moscú. No queda, en consecuencia, sino la hipótesis de que se trata, precisamente, de una crisis política en sentido estricto. Eliminados Beria y Malenkov, el camino queda expedito para las fuerzas que han intervenido en esos procesos, que, muy verosímilmente, parecen ser las fuerzas militares. La dictadura militar está en la propia naturaleza de las revoluciones, y la revolución soviética de octubre de 1917 amenaza con seguir esa vía. Solo resta esperar que, a la larga, no influya ese desenlace en la paz mundial.
Perspectivas en el Cercano Oriente
Buenos Aires, domingo 20 de febrero de 1955
A no mediar alguna circunstancia imprevista, se firmará dentro de pocos días en Bagdad un pacto de defensa mutua entre Irak y Turquía, en una ceremonia para la cual viajará a aquella ciudad el presidente de este último país, Sr. Galal Bayar. El gobierno turco viene trabajando empeñosamente en la constitución de alianzas con los países árabes que incluyan a estos, indirectamente, en el sistema defensivo de Occidente, de acuerdo con los designios del gobierno de Washington, al que preocupa seriamente el problema de la frontera meridional de la Unión Soviética. Como es sabido, Turquía ha formalizado ya un tratado análogo con Pakistán y ha reiterado varias veces a los países árabes su ofrecimiento de integrar con ellos un sistema de seguridad para el Cercano Oriente. Hasta ahora, solo Irak ha aceptado esa invitación, en tanto que la han rechazado los demás países árabes.
La aceptación por el gobierno de Irak ha planteado un problema agudísimo en el seno de la Liga Árabe, temiéndose que se vea comprometida la propia existencia del organismo. Pero estas dificultades no alcanzan solamente a las relaciones recíprocas de estos países, sino que comprometen todo el sistema político del Cercano Oriente, reavivando viejo problema y suscitando otros nuevos.
Se recordará la significación que alcanzaron en su hora los incidentes provocados por la política del Sr. Mossadegh en Irán con respecto a la cuestión petrolera y las reivindicaciones del gobierno egipcio en relación con el Canal de Suez. Fuera del interés inmediato que encerraban tales problemas, pudo advertirse que los diversos regímenes políticos que se establecieron en el Cercano Oriente después de la segunda guerra mundial representaban una enérgica reacción anticolonialista, teñida de un profundo resentimiento frente a las potencias occidentales. Los problemas concretos pudieron resolverse con mayor o menor fortuna, pero es innegable que aquel estado de ánimo persiste.
No es otro el sentido que puede atribuirse a la resuelta hostilidad que han puesto de manifiesto los países que acaban de reunirse en la Liga Árabe en El Cairo, convocada por el gobierno del coronel Nasser para considerar la resolución del Irak de concluir un tratado de defensa mutua con Turquía. Considera el gobierno egipcio -y con él la mayoría de los Estados árabes- que, frente a la política de bloques, corresponde a los Estados de la Liga Árabe una actitud absolutamente neutral, al menos mientras no desaparezcan del todo los últimos vestigios de la política colonialista. Firme en este punto de vista, el gobierno de El Cairo ha manifestado que está dispuesto a retirarse de la Liga en el momento en que Irak formalice el tratado con Turquía, cuya firma está fijada para el próximo día 23. De ser así, la organización sufriría un golpe mortal, pues Egipto constituye su principal sostén, hasta el punto de haber podido manifestarse en Bagdad que constituía un instrumento de la hegemonía egipcia.
La Liga Árabe, que, como se sabe, está a punto de cumplir 10 años de existencia, fue constituida para intensificar la ayuda y las relaciones mutuas, así como para fijar y defender una política común frente a las grandes potencias. Su acción, pese a los esfuerzos de algunos notables estadistas que han formado parte de sus organismos directivos, ha chocado con serias dificultades. Los Estados que la constituyen se caracterizan por su peculiarísima estructura social -fundada en el predominio de la gran propiedad- y, sobre todo, por su escaso desarrollo técnico. Además, hay signos evidentes de que subyacen graves problemas políticos y sociales en el seno de la mayoría de los Estados que la componen, de los que se deriva una marcada inestabilidad política. En esas condiciones, la acción de la Liga Árabe tenía que hallar serios inconvenientes, y puede decirse que, fuera de la tenaz defensa del nacionalismo y de la decidida oposición a la política colonialista de Occidente, son pocos los puntos de contacto que ha logrado establecer entre sus miembros.
En las actuales circunstancias se advierte que tampoco es unánime la actitud frente a las grandes potencias occidentales. No solo Irak ha resuelto incorporarse al sistema defensivo organizado por ellas, sino que hay ya algún indicio de que quizá esté pronto a sumarse a la misma política algún otro Estado árabe. La aspiración de ciertos estadistas asiáticos de integrar un gran bloque neutral con países musulmanes parecería, pues, obstaculizada por la gravitación de las fuerzas que tienden a polarizar las energías en dos grandes sectores.
En relación con los grandes problemas internacionales, la cuestión es, pues, si es posible una actitud neutral en el Cercano Oriente y si, en caso de que los países árabes la mantuvieran, tendría peligrosas repercusiones. Con respecto a esos puntos están divididas las opiniones, y acaso esa división llegue a comprometer la existencia de la Liga Árabe. Pero en relación con los problemas locales, el alineamiento de algunos de los Estados que la componen dentro de las alianzas militares de Occidente podría llegar a tener consecuencias aun más graves si persiste el estado de guerra entre Israel y ellos. Todo incita a pensar que es necesario adoptar las mayores precauciones para impedir que la modificación de la situación militar en el Cercano Oriente repercuta desgraciadamente sobre la inestable paz tan dolorosamente conquistada.
Como es sabido, el Estado de Israel nació de una larga y compleja gestión internacional, y debió sufrir la invasión de su territorio por fuerzas árabes en cuanto se proclamó la república independiente, en mayo de 1948. La guerra reveló la gran capacidad de organización del nuevo Estado y concluyó con una tregua que ponía fin a las acciones militares sin tocar ninguno de los puntos fundamentales en litigio. Más aún, nuevos problemas aparecieron, derivados de la guerra y de la tregua misma, que debían dar lugar a difíciles situaciones. Y al cabo de cinco años ni se ha logrado establecer una paz definitiva ni solucionar ninguno de aquellos problemas. Las cuestiones fundamentales actualmente en pie son: la de los límites territoriales, la de la ciudad de Jerusalén, y la de los emigrados árabes que aspiran a ser indemnizados y repatriados. Tan arduas como parezcan ser, puede asegurarse que tienen solución si verdaderamente se desea la paz, e Israel ha ofrecido soluciones transaccionales que parecen moderadas y viables. Puede explicarse, sin duda, la reacción árabe ante la inclusión de un Estado extraño dentro del área que consideraban propia, sobre todo teniendo en cuenta el nivel técnico y el grado de desarrollo social que Israel manifiesta, distintos de los que caracterizan a los países árabes. Pero no puede dejarse de reconocer que la creación del Estado judío constituye una solución para un dramático problema que ha angustiado al mundo, especialmente en los últimos tiempos, y que es necesario arbitrar recursos para que no se malogre.
La creación del Estado de Israel es un hecho irreversible, y las soluciones que se ofrezcan para los problemas surgidos de la disputa con los árabes no deben comprometer su existencia. No deja de ser significativa la observación que formuló el ex candidato a presidente de los Estados Unidos Sr. Adlai Stenevson cuando visitó a Israel. “Los Estados árabes -dijo- temen la agresión judía y, por su parte, los israelíes temen que cualesquiera armas dadas por los Estados Unidos a los musulmanes sean utilizadas para atacar a Israel antes que para defender al Medio Oriente. Una vez más, como en Egipto, es evidente que la creación de una organización defensiva regional debe esperar la solución de problemas que en esta parte del mundo tienen una prioridad local mucho más alta que la defensa sobre el imperialismo soviético”.
Tales parecen ser los términos en que se debe plantear el problema del Cercano Oriente, amenazado por graves conflictos que deben evitarse. El ascendiente de las grandes potencias debe usarse aquí para conseguir una paz justa y segura, condición previa a todo plan defensivo que, de no contar con ella, se vería condenado al fracaso.
El problema del “Estado agresor”
Buenos Aires, jueves 24 de febrero de 1955
En su última sesión anual, la Asamblea General de las Naciones Unidas ha designado una comisión especial de diecinueve miembros con el encargo de estudiar el problema del “Estado agresor” y presentar para el año venidero, juntamente con su informe, un proyecto de definición de la “agresión”. Por 33 votos afirmativos contra tres negativos y 14 abstenciones ha tenido éxito el empeño, manifestado en la Asamblea en ocasiones anteriores, de los que desean que aquel problema sea analizado a fondo y que quede resuelto con una definición.
La noción del “Estado agresor” ha sido introducida en la vida de relación internacional apenas se logró poner término a la primera guerra mundial. Desde tiempos remotos los teólogos de la Iglesia Cristiana, inspirándose en los principios de la moral evangélica, habían denunciado a la guerra como un mal, y solo por excepción consideraban que sería legítima cuando se hiciera con “justa causa”. Una valla de naturaleza moral surgía contra la guerra. Sin embargo, en la época de las grandes monarquías absolutas el “derecho a la guerra” era uno de los atributos que caracterizaba al Estado soberano. Hoy las ideas han cambiado. La conflagración de 1914 y sus tremendas consecuencias, que por primera vez envolvieron al mundo entero, provocaron una onda reacción en los espíritus. Queríase alejar a la guerra, eliminarla en lo posible, proscribirla y castigarla como un delito. El proyecto de tratado de asistencia mutua, elaborado en 1923 en Ginebra, declaraba que “la guerra de agresión es un crimen internacional”; y por el Pacto de París, suscripto en 1928, más de sesenta Estados renunciaron a usar de la guerra como recurso para resolver sus divergencias y como instrumento de política nacional. Desde hace más de treinta años la noción de “Estado agresor” ha venido a constituir una de las bases fundamentales de la organización internacional. Trátase de identificar a un posible “agresor”, a los efectos de poner en movimiento los instrumentos de seguridad colectiva o al menos, en ciertas circunstancias extremas y urgentes, de legalizar la legítima defensa. Pero la noción del “Estado agresor” es todavía imprecisa y oscura.
La Carta de las Naciones Unidas ha colocado en manos del Consejo de Seguridad, según el artículo 39, la facultad de determinar en cada caso concreto “la existencia de un acto de agresión”, a fin de decidir qué medidas deberán tomarse para restablecer la paz y la seguridad internacionales. Muchos piensan que esa disposición, siendo de carácter general, debe ser reglamentada señalando al Consejo las características de la “agresión”, los elementos esenciales que constituyen tal delito internacional. El extenso debate habido en la Asamblea General ha puesto de relieve las divergencias que separan a cuantos consideran el problema. Cierto es que se ha terminado por encomendar su estudio y definición a una comisión especial; pero esa decisión, adoptada por escasa mayoría con relación al número total de los Estados miembros, que hoy es de sesenta, significa una labor preparatoria, ya que en el régimen de la institución la Asamblea General no es un organismo que, a la manera de los parlamentos en el orden interno, imponga decisiones a todos sus miembros por la voluntad de una mayoría.
Hay quienes entienden -y en este grupo se hallan principalmente las grandes potencias- que es imposible encontrar una definición abstracta satisfactoria, una fórmula en cuyos términos, necesariamente concisos e intergiversables, queden encuadrados todos los hechos de “agresión”, tan múltiples como diversos, que pueden presentarse en la práctica. Durante las graves conmociones que precedieron en Europa al estallido de la segunda guerra mundial observáronse formas indirectas y hasta larvadas de agresión: por ejemplo, el envío a un territorio extranjero de “turistas” que no era sino técnicos destinados a infiltrarse en los medios de comunicación y en otros resortes vitales para apoyar en un momento dado a un partido político que se proponía apoderarse del gobierno, o el envío de “voluntarios” que se incorporaban un ejército rebelde o enemigo. Y la fórmula que eventualmente llegara adoptarse resultaría peligrosa o estéril; porque, si fuese rígida, serviría de pauta a los futuros agresores para burlarla, y si fuese elástica no mejoraría la situación actual. Verdad es que ese criterio negativo no ha predominado en la Asamblea General, pero subsisten divergencias de forma, dado que algunos desearían una definición sintética y otros inclínanse a introducir una definición analítica, una enumeración detallada de los distintos hechos y circunstancias que pueden constituir una “agresión”. Contra este método se aducen serias objeciones: es imposible formular una enumeración completa de los hechos que pueden significar una “agresión”, y esta deficiencia prestaríase en la práctica a que los hechos no enumerados llegarán a invocarse como lícitos. En tal situación, no pocas delegaciones preferirían una definición de carácter mixto, esto es, consistente en una cláusula concebida en términos generales que caracterice suficientemente el problema y en seguida una enumeración de hechos concretos de “agresión” que figuraría solamente por vía de ejemplo y no sería limitativa.
El problema de la definición de “Estado agresor”, sumamente complejo y difícil por sí mismo, aparece espinoso cuando se examina a la luz de la Carta de San Francisco. Desean precisarlo gran número de miembros de las Naciones Unidas. Desde luego, ninguno pretende erigir obstáculos al Consejo de Seguridad, puesto que él debe disponer de libertad para apreciar los casos concretos que se le sometan, de suficiente latitud para determinar si tales o cuales hechos amenazan la paz, la quebrantan o significan un acto de “agresión”; pero es evidente que se busca ajustar el desempeño de aquel órgano a ciertas normas que aseguren ecuanimidad absoluta en todas sus decisiones, máxime cuando se usa y abusa del famoso “derecho de veto”, que atribuye a cada uno de los cinco miembros con puesto permanente la facultad de neutralizar con una negativa propia la acción unánime de los demás. Por otra parte, debe notarse que, según el régimen de la Carta, la resolución que a raíz del encargo hecho a la comisión especial adopte en definitiva la Asamblea General no puede tener otro alcance que el de una recomendación dirigida al Consejo de Seguridad, la expresión de un anhelo que sin duda posee valor moral innegable, sobre todo si fuese adoptado por una gran mayoría, pero, sin embargo, no obliga al Consejo a restringir las facultades que la carta le atribuye de modo general y sin limitaciones.
Puede preverse, pues, que el problema del “Estado agresor”, cualquiera que sea el resultado inmediato del nuevo estudio, habrá de ocupar la atención durante largo tiempo, puesto que con definición explícita o sin ella es materia esencial en la organización de la vida internacional.
Posiciones frente al Extremo Oriente
Buenos Aires, domingo 27 de febrero de 1955
Con la sesión celebrada el viernes en el palacio Anunda Samajom, en Bangkok, ha finalizado la conferencia de la Organización del Tratado del Sudeste del Asia (SEATO), reunida para poner en ejecución las decisiones adoptadas en Manila en septiembre de 1954. La ocasión parece haber sido propicia para que los estadistas de las principales potencias occidentales confronten sus puntos de vista acerca de los principales problemas asiáticos, y puede esperarse que el intercambio de ideas favorezca el desarrollo de una política justa y equilibrada frente a ellos, sin perder de vista las otras posiciones que se han manifestado y que constituyen datos importantísimos para el desenvolvimiento del proceso.
El comunicado expedido al término de las sesiones de la conferencia de Bangkok demuestra que, en lo fundamental, los países participantes han llegado a un acuerdo. Gran Bretaña se ha manifestado decididamente partidaria de la constitución y funcionamiento de un consejo permanente de embajadores, junto al cual funcionará un comité militar encargado de estudiar el problema de la defensa contra la agresión armada. Todos los delegados, y especialmente el de Pakistán, han destacado la necesidad de dedicar preferentemente atención a las formas de ayuda económica, sosteniendo que solo un acelerado progreso en ese terreno y la consiguiente elevación de las condiciones de vida pueden asegurar el éxito de la campaña contra la infiltración comunista. Puede admitirse que han quedado diseñadas las líneas de acción con respecto a esos problemas fundamentales.
Para estimular la diligencia de los participantes se hizo notar en Siam el peligro que constituye para su independencia la existencia de un ejército comunista siamés en la frontera china. Pero, sin duda, la situación más grave en relación con los objetivos de la SEATO es la de Vietnam. Los Estados Unidos acaba de hacerse cargo de la reorganización del ejército de Vietnam meridional, en tanto que ambos grupos indochinos -el Vietnam septentrional, comunista, y el Vietnam meridional, democrático- se preparan para afrontar en las mejores condiciones posibles la consulta popular prevista para 1956 por los convenios suscritos en Ginebra el año pasado. Las derivaciones posibles de esa situación de expectativa han sido estudiadas atentamente y su análisis condiciona la política a seguirse en el sudeste de Asia.
Frente a esta nueva afirmación de la política de bloques, el grupo de Colombo ha reiterado su posición de prescindencia. Mientras se prepara activamente en la conferencia afroasiática de Bandung (Indonesia), organizada para el próximo mes de abril, a la que se aprestan a concurrir países comunistas y no comunistas, el primer ministro de Birmania, Sr. U Nu, ha declarado categóricamente en Rangún que “sería una locura” que su país se pusiera al lado de uno u otro bloque. Excepto Pakistán, las naciones del grupo de Colombo comparten esta opinión, y el Sr. Nehru ha repudiado enérgicamente la política de la SEATO. Esta circunstancia debilita considerablemente la fuerza del Commonwealth británico, otros de cuyos miembros -especialmente Australia y Nueva Zelandia- son partidarios de una acción enérgica, en estrecha comunidad con los puntos de vista del Sr. John Foster Dulles.
La actitud de China comunista y la Unión Soviética frente al problema del sudeste del Asia es ahora menos categórica. Aunque se denuncia enérgicamente lo que llaman propósitos ofensivos de las potencias occidentales, no incluyen dentro de su cotidiana acción de propaganda la situación de Indochina, que parece haber pasado a un segundo plano de interés. Por lo demás, los movimientos que pudieran desencadenarse contra Siam o Laos no podrían tener la lejana justificación del movimiento del Vietmin, que tenía una larga historia; y fijados con precisión los puntos de vista de la SEATO, es verosímil que solo en condiciones muy favorables se reiterara una ofensiva que contara con el apoyo de los comunistas chinos en esa región.
Un hecho singular, sin embargo, debe destacarse entre las que menciona el cable: la negativa del Sr. Eden a que figurara la palabra “comunismo” en el comunicado expedido al fin de la conferencia de Bangkok. Gran Bretaña quiere asignar caracteres del proceso nacional al que se desarrolla dentro de cada uno de los países y procura evitar las connotaciones de cruzada ideológica que pudieran comprometer su política.
Sin duda se relaciona esta actitud con la que su gobierno ha adoptado frente al problema chino, en términos tales que suponen una franca oposición al criterio sustentado por el gobierno de Washington. Indudablemente esperaba el gobierno de Londres que, en vísperas de su viaje a Bangkok, demostrara el Sr. Dulles una posición más flexible en relación con el problema de las islas costeras de China. Por el contrario, en el discurso que pronunció el secretario de Estado norteamericano en la Asociación de Política Internacional de Nueva York el día 16 dio a entender que quedaba abierta la posibilidad de que los Estados Unidos defendieran las islas de Quemoy y Matsu. Al justificar los puntos de vista de su gobierno, manifestó: “Si las poblaciones no comunistas del Asia llegan a pensar algún día que sus aliados de Occidente están dispuestos a retirarse cada vez que el comunismo amenaza a la paz, entonces toda la región podría llegar rápidamente a hacerse indefendible. En la situación actual no se verían beneficiadas ni la causa de la libertad ni la defensa de los Estados Unidos, como tampoco la paz y la seguridad mundiales, si se debilita la fe de los pueblos libres del Asia respecto a nuestro poderío y nuestra voluntad de emplear ese poderío para frenar a quienes amenazan la libertad violentamente. Por conducto del Congreso, el pueblo norteamericano ha hecho constar su decisión. El poder ejecutivo la considera lógica y la ejecutará cumplidamente”.
Tales declaraciones han causado desaliento en Londres, donde se siguen buscando las fórmulas para llegar a una cesación del fuego en China. No constituye un hecho insignificante el que, en estos mismos días, haya concluido sus gestiones en Pekín una misión comercial británica, que ha formalizado contratos por un valor de cuatro millones de libras esterlinas. Se trata de hechos vinculados entre sí, en cuanto revelan la firme convicción británica de la posibilidad de establecer acuerdos duraderos y provechosos para ambas partes, con la condición de que se tornen más flexibles las actitudes de cada una de ellas.
Todo hace suponer que, al margen de la conferencia de Bangkok, se han desarrollado conversaciones entre los señores Eden y John Foster Dulles, destinadas a aclarar y defender los respectivos puntos de vista. El hecho de que las esferas oficiales británicas hayan permitido que se trasluzcan las objeciones que el gobierno de Londres formula al punto de vista norteamericano revela que está dispuesto a echar todo el peso de su influencia en favor de soluciones transaccionales, que podrían concluir en una paz de hecho en China. Sabe la diplomacia británica que no es peligroso dejar en pie las reclamaciones de derecho cuando las situaciones de hecho son sólidas. Y para lograr una solución negociada, recurrirá a todos sus medios de persuasión frente al secretario de Estado norteamericano.
Solo cabe esperar que las propuestas británicas quepan dentro del planteo estratégico de los Estados Unidos, que es, sin duda, el que orienta y dirige su posición diplomática.
Buenos Aires, jueves 3 de marzo de 1955
Con las declaraciones del nuevo presidente del Consejo de ministros francés, Sr. Edgar Faure, y la votación del domingo en el Bundestag de Bonn, los proyectos de alianza occidental han logrado en los últimos días progresos considerables, que permiten vislumbrar una pronta consolidación. Aun cuando se esperara confiadamente un resultado positivo de las conversaciones que sobre el desarme se realizan actualmente en Londres y se descontara el desplazamiento del centro de gravedad del problema internacional hacia el Extremo Oriente, es indudable que la frontera europea constituye el asunto más urgente y grave de las potencias occidentales. Una tradición ya casi secular sitúa en la zona del Rin el foco de desencadenamiento de los grandes conflictos militares y políticos, que en las circunstancias actuales parecería haberse desplazado hacia el límite -harto arbitrario- que separa a las dos Alemanias, o acaso hacia la línea Oder-Neisse, que divide ahora los territorios alemanes que han sido transferidos a Polonia y los que han quedado sujetos al gobierno prosoviético de Berlín. Para el planteo hipotético de cualquier situación futura, la actitud de las dos Alemanias constituye un factor decisivo, de manera que no hubiera podido dejarse librado al azar el comportamiento de la parte occidental al menos, cuya predisposición se inclinaba hacia las potencias occidentales.
La situación jurídica y política de la República Federal Alemana fue vinculada por las potencias occidentales a la organización del sistema colectivo de defensa en Europa. Fracasada la llamada Comunidad Europea de Defensa a causa de una votación adversa en la Asamblea francesa en agosto último, Gran Bretaña y los Estados Unidos se decidieron a acelerar las tramitaciones para devolver la soberanía a Alemania Occidental y autorizar su rearme. En esas circunstancias, la empeñosa gestión de algunos estadistas europeos logró concretar otras bases para la negociación de una nueva alianza que, formuladas en el Acta de Londres, fueron convenidas poco después mediante los tratados de París suscriptos en octubre. En ellos se preveía la solución del problema de la República Federal Alemana, que debía alcanzarse tras la ratificación de los tratados por todos los países contratantes.
Iniciado el trámite de la ratificación en Gran Bretaña, Italia y Francia -con las mejores perspectivas para su perfeccionamiento definitivo-, el Bundestag, o Cámara baja del Parlamento de Bonn, comenzó el estudio de los tratados a través de las ocho comisiones que debían expedirse. Pero el análisis no quedó limitado a ese cuerpo, sino que fue emprendido también por la opinión pública con apasionado interés. Se dividió está entre los que apoyaban y lo que rechazaban los pactos, polarizándose el debate alrededor del problema del rearme y, sobre todo, la cuestión del Sarre, unida indisolublemente al régimen de las relaciones con Alemania Occidental por presión del gobierno francés. Como era de esperar, los comunistas se manifestaron categóricamente opuestos a la inclusión de la República Federal Alemana dentro del sistema defensivo de las potencias occidentales, acompañados esta vez en sus apreciaciones por los socialdemócratas, quienes afirmaron su convencimiento de que los pactos consagraban la definitiva partición de Alemania.
Frente a ellos, el gobierno del Sr. Adenauer defendió tenazmente su punto de vista, demostrando que la solución alcanzada era la más ventajosa que hubiera podido lograrse, teniendo cuenta las diversas presiones que sufre Alemania Occidental. Pero sus argumentos chocaron con ciertas reticencias, inclusive en el seno de los partidos que componen la coalición que le apoya, y el jefe de Gobierno debió afrontar una crisis gravísima, cuyas consecuencias internas aún no pueden determinarse.
Pese a eso, los cinco tratados en debate fueron aprobados por una mayoría considerable en las laboriosas sesiones del Bundestag que se sucedieron desde el jueves hasta el domingo último. Alrededor de 320 diputados se unieron para ratificar cuatro de ellos -relacionados con la soberanía alemana, el estacionamiento de tropas, el rearme y la adhesión a la NATO y a la Unión Europea Occidental-, pero solo llegaron a poco más de 260 los que apoyaron el tratado que entrega el Sarre al control internacional.
Desde el punto de vista de las relaciones internacionales y del destino del sistema defensivo del Occidente, la decisión alemana constituye un paso decisivo. Francia e Italia, cuyas Cámaras bajas habían aprobados ya los pactos, demoraron su aprobación por los respectivos Senados, seguramente a la espera del curso que siguiera la tramitación parlamentaria en Alemania. Ahora en ambos países seguramente se acelerará el proceso y, con la aprobación por el Bundesrat de Bonn, donde el Gobierno tiene franca mayoría, los pactos de París habrán superado todas las dificultades.
Restaría por considerar la secuela que la agria discusión suscitada en Alemania pueda dejar, capaces algunas de ellas de tener repercusión internacional. Fuera de los problemas planteados en la coalición gubernamental que preside el doctor Adenauer por el partido de los demócratas libres -que no prestaron su apoyo al pacto como partido-, es menester contemplar las concesiones que el presidente del Consejo y su partido han debido hacer para defender sus posiciones en el debate parlamentario.
Con respecto al problema del Sarre, sin duda el más difícil y discutido, el Partido Demócrata Cristiano, del doctor Adenauer, presentó una moción declarativa, según la cual “el acuerdo del Sarre no afecta a la vinculación del Sarre con Alemania, en virtud de la frontera de 1937”. De ese modo, el partido mayoritario dejó sentada su posición para cuando llegue el momento de discutir con Francia el destino final del codiciado territorio.
Pero si esta proposición puede incidir sobre el ánimo de los franceses, otra, que sostuvo el mismo partido, abre el camino a aclaraciones con las demás potencias aliadas. En efecto, según ella, “la ratificación de los tratados no significa un rearme inmediato. Habrá un período intermedio de muchos meses, en el que habrá ocasión de gestionar otra conferencia entre Oriente y Occidente, con participación de la Unión Soviética, para tratar la unificación alemana”. Si se agrega a esto la interpretación de la Comisión de Relaciones Exteriores del Bundestag, de acuerdo con la cual los tratados de París no obligan a la República Federal Alemana a armar 12 divisiones, sino que establecen esa cifra como límite del rearme, se advierte que el alcance de los compromisos ha sido restringido en alguna medida.
No consigna hasta ahora el cable sino muestras de satisfacción por parte de las cancillerías interesadas en la aprobación de los pactos de París. Es de esperar que, si las concesiones hechas ante la urgencia del debate parlamentario pueden crear nuevas dificultades, sea posible sortearlas mediante un lento ajuste de los convenios, cuyos puntos sustanciales han merecido resuelto apoyo de la mayoría del parlamento de Bonn.
Los interrogantes de la política japonesa
Buenos aires, martes 8 de marzo de 1955
Las elecciones generales celebradas el 27 de febrero último en el Japón han obligado a meditar acerca de los interrogantes que la política japonesa plantea en relación con la situación mundial y muy especialmente con la del sudeste de Asia. Dos días después de clausurarse la conferencia de la SEATO en Bangkok, y en vísperas de la llegada del Sr. John Foster Dulles a Taipei para conferenciar con las autoridades de China nacionalista y los altos jefes militares y navales norteamericanos, el pueblo de Japón ha dado su veredicto indirectamente sobre problemas que afectan muy de cerca a la situación del sudeste de Asia. En efecto, la reciente consulta electoral giró alrededor de las perspectivas japonesas con respecto a China comunista y a Rusia y, en parte al menos, alrededor de las relaciones con los Estados Unidos. No es de extrañar, pues, que el resultado de las elecciones, así como los términos de la propaganda preelectoral, hayan causado honda inquietud en Washington.
Como se sabe, el triunfo correspondió al Partido Demócrata, encabezado por el primer ministro, Sr. Ichiro Hatoyama, que obtuvo 185 bancas de las 467 que componen la Dieta. El Sr. Hatoyama, que ejercía el poder desde la crisis política de diciembre último, había puesto sobre el tapete algunos problemas fundamentales relacionados con las perspectivas económicas del país. Con una población de más de 87 millones de habitantes y un crecimiento vegetativo altísimo, el Japón se encuentra urgido por necesidades inmediatas, que repercuten no solo en el porvenir económico del país, sino sobre su actual situación financiera y sobre las condiciones de vida de la población. Con bajos salarios, con crecido número de desocupados, con una cuantiosa deuda externa exigible a plazo relativamente breve, derivada en parte de los empréstitos contratados y en parte de las reparaciones que se ha obligado a pagar, el Japón contempla con creciente preocupación el horizonte de sus posibilidades. Llevada a sus últimos extremos, la opinión predominante acerca de las soluciones posibles puede resumirse diciendo que consiste en un anhelo de recuperar sus mercados y fuentes de materias primas en Asia. Este planteo coincide con el que el Japón enunció hace algunas décadas y lo condujo a la Guerra ruso-japonesa de 1904 y a las diversas intervenciones en China. Pero actualmente la posibilidad de que vuelva a formularse choca con la situación creada por su derrota de 1945 y con el nuevo sistema de influencias establecido en el sudeste de Asia. Se trata, pues, de un planteo difícil. Empero, es precisamente el que ha aceptado la opinión pública japonesa, y el que espera que presida la política inmediata del Sr. Hatoyama, triunfante en los recientes comicios.
La consulta electoral fue provocada por los socialistas, cuyo apoyo al Sr. Hatoyama en la crisis de diciembre estuvo condicionado por la promesa de una inmediata convocatoria a elecciones generales. La esperanza de los socialistas de acrecentar considerablemente su representación en la Dieta no se ha cumplido, aunque obtuvieron algunas bancas más de las que poseían. Los liberales del Sr. Yoshida -primer ministro hasta diciembre- perdieron un número considerable de representantes, en tanto que los pequeños partidos no modificaron mucho su situación. El vuelco de la opinión se ha producido, pues, en favor del partido del Sr. Hatoyama, escisión del Partido Liberal y, como este, de tendencia conservadora.
Pero esta última expresión no podría definir acabadamente la fisonomía política del partido triunfante, ni da idea de los interrogantes que abre la futura acción del Sr. Hatoyama. Tampoco expresa lo que parece ser el sentido de la decisión electoral en cuanto a reflejo de la opinión pública.
En principio, el rango más acusado de esta parece ser la predisposición a rechazar toda política que no se oriente hacia cierta emancipación de la tutela o dependencia de los Estados Unidos. El gobierno del Sr. Yoshida pudo ser considerado como excesivamente sumiso a la política norteamericana, aunque incapaz, al mismo tiempo, de hallar por medio de los Estados Unidos las soluciones imprescindibles para los urgentes problemas japoneses. Tal fue la impresión que dejó el viaje del entonces primer ministro a Washington, y, en consecuencia, quedó resuelta su eliminación del poder por la combinación parlamentaria de los socialistas y los demócratas.
La situación creada correspondía al designio predominante de la opinión pública, que, en general, espera de la reanudación de las relaciones comerciales con los países de Asia un mejoramiento del estado económico del país. Pero proviene también de la presión de los grupos financieros que respaldan tanto al Partido Liberal como al Demócrata, y que se agrupan ahora en la Sociedad Internacional para la Promoción del Comercio, presidida por el Sr. Shozo Murata. Los ingentes esfuerzos de tales grupos han permitido ya acrecentar considerablemente el intercambio con China comunista, y se anuncia que nuevos convenios están en trámite. Para facilitarlos, el nuevo gobierno debe rever su política internacional, medida que, según todos los indicios, procura adoptar con cautela y firmeza al mismo tiempo.
La actitud del Sr. Hatoyama parece resuelta, aunque se manifiesta de manera oscura y en ocasiones contradictoria. En sus declaraciones antes y después de las elecciones ha expresado firmemente que mantiene su vinculación con los Estados Unidos; mas, dada la tirantez de las relaciones entre las potencias de uno y otro bloque, no puede dejar de sorprender el decidido empeño que el gobierno japonés demuestra en favor de la reanudación de las relaciones con la Unión Soviética. Algo semejante ocurre con respecto a China comunista. En determinada oportunidad se manifestó la decisión de reconocer al gobierno de Pekín, actitud que, naturalmente, el gobierno japonés deberá adoptar solo después de cuidadoso examen. Entretanto, y a imitación de los hombres de empresa británicos, el presidente de la Sociedad Internacional para la Promoción del Comercio, Sr. Murata, ha visitado a China comunista y ha regresado a su país muy optimista con respecto al porvenir.
Se podrá decir que tal política es peligrosa. Si lo es, y si se ha decidido a adoptarla un gobierno de tendencia conservadora y resueltamente anticomunista, hay que pensar que está determinada por una necesidad imperiosa. Por eso la ha apoyado también la mayoría de la opinión pública. Con sus 87 millones de habitantes, el Japón necesita un área económica que antes buscó mediante la conquista y ahora procura obtener por negociaciones. La política de los Estados Unidos ha consistido en disuadir al Japón de su propósito de establecer relaciones económicas con los países comunistas, prometiéndole otros mercados en sustitución; pero los que pudiera ofrecerle no están libres del todo, y ya se han oído enérgicas protestas de entidades económicas británicas y alemanas por la incipiente competencia de la industria japonesa. El problema no es, pues, de fácil solución.
Sin embargo, hay que buscar alguna, y es misión que corresponde a los Estados Unidos. Solo mediante un razonamiento académico cabe ignorar la presencia del Japón en el sudeste de Asia. Y si sus problemas vitales no encuentran adecuada y regular solución, es posible que la opinión gire en un sentido inverso al que apetecen los Estados Unidos, con el riesgo de que acaso los grupos conservadores retornen a su vez a la ideología militarista que predominó antes de la guerra. Son dos peligros opuestos, que es menester conjurar a tiempo antes de que, por un azar nada inverosímil, se conjuguen y multipliquen su fuerza.
Buenos Aires, domingo 13 de marzo de 1955
Aparentemente, las actitudes de Gran Bretaña y los Estados Unidos frente a los graves problemas internacionales que deben afrontar difieren en algunos puntos fundamentales. Durante las últimas semanas esa diferencia de criterio acerca de las perspectivas de la guerra termonuclear y de los problemas de Asia alcanzó un punto de relativa gravedad. Los diplomáticos británicos dieron a entender que no cejarían en la defensa de sus opiniones, en tanto que el secretario de Estado norteamericano reiteraba los términos en que su gobierno plantea las cuestiones candentes. Al producirse la conferencia de Bangkok y las visitas a diversas capitales asiáticas de los señores Eden y Dulles, se tuvo, empero, la sensación de que los puntos de vista de ambos gobiernos comenzaban aproximarse, y acaso a estas horas se haya hallado una fórmula dentro de la cual quepa lo fundamental de ambas posiciones, pero ajustado a un planteo común y, en parte, transaccional.
En términos generales, puede afirmarse que la actitud norteamericana se caracteriza por un predominio de las preocupaciones estratégicas, en tanto que la de Gran Bretaña revela una preferencia por los planteos políticos. Estos matices se vienen manifestando desde hace tiempo y, en general, han logrado complementarse en más de una ocasión. Los Estados Unidos conocen su responsabilidad y saben que sobre ellos recaerá la tarea de afrontar de manera inmediata cualquier situación militar que sobrevenga en algunas de las zonas de rozamiento. Es natural, pues, que en las decisiones de su gobierno prevalezcan con frecuencia las opiniones, las reservas y las decisiones del Estado Mayor. Para Gran Bretaña, en cambio, el problema de Asia es una vieja cuestión con la que están muy familiarizados muchos de sus estadistas, cuyo actual avatar debe entenderse y afrontarse siguiendo una línea cuyos primeros trazos se ocultan en una historia casi remota y cuyos puntos suspensivos prometen una curva ondulante. La vocación política británica no es la rigidez. En ocasiones supo adoptarla, y confió a la Real Armada sus gestos de intransigencia. Pero ahora, sin declinar del todo sus deberes bélicos, prefiere cada vez más ceder la iniciativa militar a los Estados Unidos y acentuar su posición de rectora de los planteos políticos. Se trata de dos actitudes diversas, pero complementarias.
Si hay algo en que coinciden todos los británicos, desde los conservadores de Churchill hasta los laboristas de Bevan, es en la necesidad de la unión entre su país y los Estados Unidos. Sir Winston expresaba hace poco ese sentimiento unánime afirmando que el mantenimiento de esa unidad “es uno de los primeros deberes de todo el que desee ver reinar la paz en el mundo”. Sin embargo, la unidad entre dos potencias de esa magnitud y esa complejidad interna no puede lograrse de manera puramente mecánica ni pueden perdurar sin constantes ajustes. Alcanzarla requiere cierta sabiduría política, y tornarla eficaz, una maestría capaz de ponerse a prueba a cada instante. Por lo demás, la unidad profunda no se compromete con las circunstanciales disidencias, y, por el contrario, se fortalece si cada uno de los miembros está autorizado y es capaz de expresar libremente sus opiniones. Todo hace suponer, pues, que la oposición entre los puntos de vista de Washington y Londres con respecto a los problemas candentes de la hora no malogrará un entendimiento que es, por lo demás, fundamental para el destino de Occidente.
Una de las cuestiones que han puesto de manifiesto las divergencias entre aquellos gobiernos ha sido la del manejo y conducción de la política relacionada con las armas termonucleares. En un sensacional discurso pronunciado por Sir Winston Churchill en la Cámara de los Comunes el 1 de marzo, el anciano estadista llamó vigorosamente la atención acerca de las perspectivas que estaban abiertas a la humanidad después de la posesión de la bomba de hidrógeno. Desde el punto de vista internacional, las apreciaciones de Sir Winston dejaron entrever que estaba convencido de la necesidad de negociar el desarme y la paz con el bloque oriental, pero que no se sentía suficientemente apoyado para tales gestiones por el gobierno de los Estados Unidos. Estos, de acuerdo con el principio de la represalia inmediata que enunciara en su oportunidad el Sr. John Foster Dulles, se reservan el derecho de no establecer limitaciones al uso de armas atómicas, principio que, por lo demás, fue adoptado con el consenso unánime por el consejo de la NATO.
El planteo de sir Winston Churchill dio pie al jefe del ala izquierda del laborismo, Sr. Bevan, para que exigiera al gobierno una política decidida en el sentido de la paz negociada. Si el gobierno británico está convencido de que los riesgos de la guerra termonuclear son insuperables, dijo el señor Bevan, es necesario que haga todos los esfuerzos para evitarlo. Quería significar el dirigente laborista que, a su juicio, no había hecho el primer ministro todo lo que era menester hacer para intentar un acuerdo con los países comunistas, y atribuía tal política a una exagerada sujeción del gobierno británico a los puntos de vista de los Estados Unidos.
Pero el gobierno de Londres ha dado los pasos necesarios, aun cuando ha detenido su marcha un momento antes de que la divergencia arrastrara a posiciones extremas a cada una de las partes. Aspira a que los Estados Unidos adopten su punto de vista en el planteo político general, mas no desea entorpecer los movimientos de la estrategia norteamericana, diseñada en vista de inmediatos peligros que Gran Bretaña teme, en el fondo, tanto como los Estados Unidos.
Tal actitud es la que ha presidido las gestiones del Sr. Eden para persuadir al gobierno de Washington de la necesidad de hacer más flexible su política en el sudeste de Asia. La ligera reticencia con que Gran Bretaña ha acogido desde un principio el Pacto de Manila se ha ido acentuando con el tiempo, en parte a causa de la imposibilidad de que se incorporen a él otros países de Asia a los que, como en el caso de la India, confiere particular significación, y, en parte, debido a su firme resistencia a que se complique la situación de los países firmantes con la de la China nacionalista y Japón.
Como es sabido, Gran Bretaña se opone radicalmente a la consideración de Asia como un frente de guerra, en el que los Estados Unidos señalan tres sectores amenazantes. Por el contrario, teme más las acciones de los partidos comunistas locales en cada uno de los países y los movimientos inconformistas de diverso matiz que aparecen en ellos, que la acción militar del bloque chino-soviético. De acuerdo con su interpretación del fenómeno asiático, procura inducir a los Estados Unidos a una política más flexible, cuya primera expresión sería el abandono de Quemoy y las islas Matsu.
El objetivo perseguido por Gran Bretaña es obtener la cesación del fuego y dejar que el tiempo consolide la separación de las dos Chinas. Si logra esta finalidad a largo plazo, mientras la VII Flota norteamericana se encarga de evitar una acción por sorpresa que estimule al gobierno de Pekín para aventuras de conquista, la estrategia y la política combinadas habrán dado un excelente fruto.
Toda operación internacional de alto estilo participa en alguna medida de ambos planteos. Corresponde a la paciencia no prescindir del valor, dos términos cuya indisoluble vinculación acaba de señalar sir Winston Churchill en su discurso último. Pero el valor no debe comprometer el futuro más allá del momento inmediato, y hay que dejar que el futuro sea labrado prudentemente por quien sepa dominar sus apremios y aplicar a la tenue materia de la historia la maestría del orfebre.
La Cámara de los Lores en la democracia británica
Buenos Aires, jueves 17 de marzo de 1955
La democracia constituye sin duda la forma suprema de la convivencia. Si se la juzga según sus principios, ha de ser inobjetable aun para el más severo de sus censores; solo en la práctica se advierten sus dificultades, que no residen en defectos intrínsecos, sino, precisamente, en los obstáculos externos que se oponen a su perfección. El demócrata de buena fe vigila de continuo los mecanismos cuyo funcionamiento pueden afianzar o desnaturalizar la democracia, porque sabe que nada es tan fácil como simularla y nada tan difícil como asegurar su ejercicio en las cambiantes situaciones de las sociedades. La democracia debe, pues, ya se ha dicho, ser conquistada una y otra vez, dado que solo el ajuste de las delicadas instituciones que la integran puede asegurar su adecuación a las formas de la vida colectiva.
Tal certidumbre es, seguramente, la que ha movido al vizconde Herbert Luis Samuel, uno de los jefes del Partido Liberal inglés, a proponer ciertas reformas a la constitución de la Cámara de los Lores, de que forma parte. No es, por cierto, la primera vez que se plantea en Gran Bretaña el problema. Pero esta vez el vizconde Samuel ha destacado un aspecto curioso de la cuestión, proponiendo a sus pares que en lo futuro compartan sus bancas con lores de las diversas razas que pueblan los territorios del Commonwealth. También ha sugerido otras reformas, pero es esta la más significativa, pues la cuestión de si la dignidad de miembro de la Cámara alta debe ser o no vitalicia y hereditaria ha pasado ya a ser un tópico académico, sobre el que se vuelve de tanto en tanto, pero que parecería no merecer esa exagerada atención por parte de nadie.
En términos generales, Lord Saltoun manifestó a su vez, en el curso de uno de los debates, que el país no exteriorizaba ninguna exigencia acerca de la reforma de la Cámara de los Lores, y agregó que si se seguía repitiendo que era imprescindible llevarla a cabo, terminaría el público por suponer que los pares no estaban cumpliendo con su deber. Pero el razonamiento de Lord Saltoun sortea el verdadero problema. Para un buen demócrata, las instituciones deben ajustarse a la realidad social y política, pues de otro modo su funcionamiento introduce en la vida institucional un elemento discordante. Para muchos ingleses -y esto desde hace mucho tiempo- la Cámara de los Lores no representa un estrato definido de la sociedad. En ocasiones ha reconquistado su prestigio, pero el problema institucional queda en pie, y los buenos demócratas tratan de anticiparse al momento en que resulte urgente plantear el grave problema de si la venerable y centenaria institución cumple o no alguna función dentro del juego de las demás instituciones que aseguran el funcionamiento de la democracia inglesa.
Durante mucho tiempo dicho cuerpo ha representado a un sector social de caracteres definidos, que era, además, el de mayor gravitación y poder dentro de la vida económica y social de Gran Bretaña. Pero la revolución industrial selló la suerte de esa clase con una vaga sentencia, que comenzó a cumplirse poco a poco al cabo de muchos años. La crisis de 1832 fue decisiva en su historia. El ministro Grey proyectó una reforma electoral que debía aumentar considerablemente el número de los votantes y vivificar el régimen democrático. La Cámara de los Lores desaprobó el proyecto, pero Grey, seguro del respaldo de la opinión pública, apeló a un ardid y pidió al Rey que designara tantos pares como fueran necesarios para modificar la composición de la Cámara alta, hasta darle la fisonomía política requerida para que se aprobara la ley de reforma. La situación se hizo crítica, y los lores cedieron, acaso porque supusieron que el Rey acabaría por atender las demandas de su ministro.
Desde entonces la Cámara de los Lores ha perdido progresivamente fuerza política. El recurso utilizado por Grey fue puesto en funcionamiento otra vez en 1911 por Lloyd George, en esta ocasión con el apoyo de Jorge V, que prometió formalmente designar cuatrocientos pares, a fin de conseguir que la Cámara alta votará una ley que consagraba su propia inoperancia política. Una vez aprobada, quedó establecido que las leyes votadas por los Comunes solo podían ser detenidas por dos años mediante el veto de los Lores, plazo después del cual podían ser presentadas a la aprobación real. Este término fue acortado durante el gobierno laborista, y desde entonces la Cámara de los Lores apenas ejerce una función formal.
Esta progresiva invalidación de la Cámara alta se explica por el constante desarrollo de la sociedad inglesa en el sentido de la democracia, gracias al cual se deposita la máxima confianza en la Cámara de los Comunes, reflejo inmediato de la opinión pública. Pero se explica también porque ha quedado desvanecida la fisonomía política de la Cámara alta, cuyos miembros no representan sino a sí mismos. Dentro de la lógica política, un cuerpo de tales características no puede revisar las decisiones de una corporación soberana que expresa la voluntad popular. Cabe, pues, preguntarse si es posible la subsistencia de tal institución.
Pero es visible que su supresión importaría un duro agravio a la tradición, y seguramente no desean inferirlo ni los más exaltados británicos, ante todo y por ello fieles al culto de cuanto simboliza o encarna el pasado nacional. La duda se traduce, pues, en la pregunta de si no sería posible atribuir a la Cámara alta cierta representación legítima, que la transformara en un instrumento más de la vida democrática. En este sentido debe interpretarse la proposición del vizconde Samuel, quien parecería concebir a la cámara de que forma parte en sus futuras proyecciones como una representación cabal del Commonwealth británico.
Sería brindar al mundo un ejemplo magnífico poder ofrecerle el espectáculo de que esta proposición hallara eco favorable. Gran Bretaña ha comprendido que la era del colonialismo está irremisiblemente cerrada y ha venido dando elocuentes ejemplos de sagacidad y prudencia en la conducción de sus relaciones con los países que hasta hace poco estuvieron bajo su autoridad. Si de esa vinculación ha de quedar algo, acaso lo más sabio sea esta integración dentro de los cuerpos parlamentarios que representan la mejor tradición política de Inglaterra.
En un sistema en que la Cámara de los Lores representara los intereses del Commonwealth, acaso volviera aquella a desempeñar un nuevo papel de alta significación y hallara la fórmula para reintegrarse dentro del juego institucional. Pero, sobre todo, habría revelado ese intento la sana vocación democrática de quienes aspiran a no perpetuar anacronismos y a mantener vivas las relaciones entre la realidad social y los cuerpos representativos.
A diez años de la reunión de Yalta
Buenos Aires, domingo 20 de marzo de 1955
Continúa en todas las capitales europeas y en los ambientes políticos de la Unión la áspera polémica suscitada por la publicación de los documentos que acerca de la entrevista de Yalta obraban en los archivos norteamericanos. Así, a diez años de aquel acontecimiento -la conferencia de Crimea tuvo efecto en la primera quincena de febrero de 1945- y cuando lo esencial sobre ella había sido dicho y no pocos aspectos de su desarrollo eran ya sinceramente lamentados por las democracias de occidente, salen a la luz los entretelones del episodio que tantos hechos acumulados después tornan más remoto, y los papeles dados a la imprenta en Washington nos ponen en presencia de una “petite historie” en que lo único novedoso parecen ser las reacciones temperamentales, las expresiones desagradables para este o aquel país, las declaraciones poco protocolares formuladas, en la intimidad de conciliábulos que se deseaban secretos, para juzgar actitudes o fundar proposiciones. Nadie ignoraba, en realidad, la trascendencia que habían acabado por tener, en la posterior evolución de los sucesos, las concesiones hechas a Rusia por el presidente Roosevelt. Ellas formaron parte, por lo demás, de una gestión en cierto modo marginal de las negociaciones de Yalta, donde se habló de la cuestión polaca y se planteó la futura organización mundial en un ambiente de cuya cordialidad entrañable -que hoy nos parece más aparente que real por parte de los gobernantes soviéticos- hay un eco elocuente en las memorias de Churchill. El primer ministro británico había dicho así refiriéndose a Stalin: “Camino por este mundo con mayor valentía y esperanza cuando me hallo en relación de amistad con este grande hombre cuya fama no solo abarca a Rusia sino al mundo entero”. Y Stalin le había contestado brindando “por el jefe del Imperio Británico, el más valiente de todos los primeros ministros del mundo, que reúne la experiencia política a la dirección militar”. Eran, en el círculo de los inminentes triunfadores que la paz iba a separar en campos irreductibles, días de euforia jubilosa que les hacían presagiar un entendimiento eterno, porque, de otro modo, “los océanos de sangre derramada habrán sido inútiles y sacrílegos”. De tal estado de ánimo son reflejo acabado los relatos conocidos antes de ahora y si alguien se dejó engañar por él acaso no sea razonable juzgarlo a la luz de sucesos que ponen ante nuestros ojos un panorama tan fundamentalmente distinto del que se desplegaba, sin segundas intenciones, a la vista de los interlocutores occidentales de las conversaciones de Yalta. Pero había más. Lo que parece haber sido para muchos motivo de la publicación discutida es la actitud de Roosevelt frente a Stalin en la reunión citada, el asentimiento que permitió a Rusia tomar en el Lejano Oriente posiciones decisivas para su conducta ulterior. A este aspecto de la conferencia se ha referido Churchill en el tomo final de sus memorias de guerra diciendo:
“El Lejano Oriente no ocupó parte ninguna en nuestras discusiones oficiales de Yalta. Yo sabía que los norteamericanos se proponían plantear con los rusos la cuestión de la participación soviética en la guerra del Pacífico. Habíamos tocado el punto en términos generales en Teherán, y en diciembre de 1944 Stalin hizo ciertas propuestas específicas sobre las reclamaciones rusas de posguerra ante el Sr. Harriman, en Moscú. Las autoridades militares norteamericanas calculaban que se necesitarían dieciocho meses, después de rendida Alemania, para vencer al Japón. La ayuda rusa ahorraría fuertes bajas a los norteamericanos. La invasión de las islas metropolitanas japonesas se hallaba todavía en la etapa de planeamiento y el general MacArthur había entrado en Manila solo el segundo día de la Conferencia de Yalta. La primera explosión de la bomba atómica no iba a producirse hasta dentro de cinco meses. Si Rusia permaneciera neutral, el gran ejército japonés en Manchuria podría lanzarse a la batalla en defensa del territorio metropolitano nipón. Teniendo todo esto en cuenta, el presidente Roosevelt y el señor Harriman discutieron las demandas territoriales rusas sobre el Lejano Oriente con Stalin el 8 de febrero. La única persona presente, aparte de un intérprete ruso, era el Sr, Charles E. Bohlen, del Departamento de Estado, que también oficiaba de intérprete. Dos días más tarde se continuó la discusión y se aceptaron las condiciones rusas, con algunas modificaciones, que el Sr. Harriman mencionó en su testimonio ante el Senado en 1951. A cambio de ello, Rusia aceptó entrar en la guerra con el Japón a los dos o tres meses después de rendirse Alemania”.
Gran Bretaña, que, como se ve, no intervino en la gestión, firmó, empero, el acuerdo Roosevelt-Stalin, que “miró como un asunto norteamericano y, por cierto (señala aún Churchill), era de interés primordial para sus operaciones militares”, sin pretender modificarlo en ningún sentido. Naturalmente, los cambios de ideas en torno de este y otros puntos dieron margen a diálogos animados, a veces pintorescos, a expresiones que hacían más franca o desaprensiva la atmósfera de confianza amistosa en que transcurrieron los días de Yalta. Eso es lo que traduce en gran parte, a estar a los resúmenes difundidos, la publicación ahora hecha por el Departamento de Estado. El austero “Times” ha visto en ella “un acto de la política interna” originado por el deseo de los dirigentes republicanos de desacreditar, ensombreciendo la figura de Roosevelt, a los herederos políticos de este, los demócratas, con miras a influir en la elección presidencial de 1956. Acaso haya excesiva suspicacia en tal explicación, sin embargo aceptada por muchos. Pero lo efectivo es la conclusión del gran diario londinense, vigente, sin duda, para todos los hechos del pasado: “Es muy fácil ahora mirar hacia atrás y decir que se cometieron grandes errores”.
De todos modos, la publicación de Washington ha creado en multitud de países una reacción que va más allá de aquel presunto objetivo y alcanza en algunos de ellos a la propia Unión. Los juicios emitidos en Yalta al amparo del severo hermetismo ahora quebrado han herido a determinados pueblos, poniendo en peligro la obra de unificación para su defensa, que es el deber primordial de esta hora frente a la amenaza soviética. Hasta tal punto sintió el impacto de la reacción universal el secretario de Estado, que ha aducido razones vinculadas con la necesidad de hacer públicos los papeles de gobierno, a fin de facilitar la tarea de los historiadores, como fundamento de la publicación reciente. El argumento es sin duda valedero en términos generales. Nada debe sustraerse a la indagación de los investigadores si se desea crear una historia seria y responsable. Pero tanto como esta, requiere la perspectiva del tiempo la difusión oficial de determinados documentos -y más aún si tienen cierto carácter subjetivo- que puedan servirle de base. De los recientes, no se ha dicho aún siquiera la última palabra, y si memorias y recuerdos de los actores de la segunda gran guerra se han prestado a rectificaciones a menudo ásperas, no han podido hacer excepción estos, que no contienen el texto formal de convenios, tratados o actas, sino que reflejan, como ha dicho el único sobreviviente de los “tres grandes” reunidos en Yalta, “una versión” de lo tratado junto al Mar Negro.
Cabe, entretanto, desear que la emoción despertada por la publicación de Washington se desvanezca en el ambiente de comprensión recíproca que reclama el deber actual del mundo libre. Sea preciso, en efecto, que este se sobreponga a los enconos y a los resentimientos que tiendan a resucitar, sobre la base de hechos o juicios pretéritos, los interesados en dividirlo para sojuzgarlo. Y desde este punto de vista, la sanción de los acuerdos de París por el Bundesrat germánico en medio de la batahola suscitada en estos días, hace esperar que la tormenta actual pase sin dejar la menor huella en el ánimo de los pueblos a quienes incumbe la defensa de la civilización occidental.
La crisis del laborismo británico
Buenos Aires, 23 de marzo de 1955
En una reunión prevista para hoy el Comité Ejecutivo Nacional del Partido Laborista inglés decidirá la suerte de Aneurin Bevan, jefe del ala izquierda de la agrupación, a quien el grupo parlamentario acaba de excluir de su seno. Diversas circunstancias prestarán a esta resolución acentuada trascendencia. Por el innegable prestigio del Sr. Bevan, por la significación de las posiciones que representa y por las singulares circunstancias políticas en que se ha desencadenado la crisis del laborismo, la decisión que se adopte influirá considerablemente en el curso de la vida británica.
Como es sabido, Aneurin Bevan interpeló enérgicamente al primer ministro Sir Winston Churchill, en la sesión de los Comunes del 2 de marzo, mientras se discutía el problema de la fabricación y el uso de la bomba de hidrógeno por Gran Bretaña. Disconforme con la enmienda propuesta por el jefe de su partido, Sr. Attlee, a su juicio insuficientemente clara, el Sr. Bevan le exigió que puntualizara la posición del laborismo frente a tal grave problema. “Si Attlee dice que las armas nucleares se usarán con el apoyo de los laboristas contra cualquier clase de agresión -dijo el Sr. Bevan-, no votaré la enmienda”. Así las cosas, sus partidarios negaron su apoyo a la proposición presentada por el grupo parlamentario y pocos días después este excluyó de su seno al jefe del ala izquierda, transfiriendo el problema de su posible expulsión del partido al órgano que estatutariamente debe resolverla.
La ruptura entre los dos grupos del laborismo británico ocurre en circunstancias de singular relieve. Al esperado abandono de la dirección partidaria por el Sr. Attlee, a causa de su edad, se suma el inminente retiro de Sir. Winston Churchill de la vida pública y el anuncio de la convocatoria a elecciones generales aproximadamente para octubre. En tales condiciones, la crisis Laborista amenaza seriamente las perspectivas del partido en la próxima contienda electoral; es, pues, necesario admitir que el conflicto debe tener raíces profundas y que está destinado a gravitar en el futuro político de Gran Bretaña.
No es la primera vez, en los últimos tiempos, que se habla de la expulsión del Sr. Bevan del seno del Partido Laborista. Durante el año último en más de una ocasión denunciaron sus partidarios -especialmente en “Tribune”- que las altas esferas del partido, controladas por el Sr. Attlee y los miembros del ala derecha, abrigaban la intención de llegar a resoluciones extremas. La misma actitud fue anunciada con respecto al Congreso de Trade Unions, en cuyos puestos de comando están los partidarios del Sr. Attlee. Pero la sospecha de que pudiera adoptarse una medida tan radical no disminuyó la energía del Sr. Bevan y de sus partidarios, ni entibió la defensa de sus posiciones. Si la discusión del problema de la bomba de hidrógeno sirvió para que se pusiera de manifiesto la disidencia, esta se venía evidenciando desde hace mucho tiempo a través de otros asuntos no menos fundamentales. En efecto, es posible observar diferencias de fondo entre las dos alas del partido en relación con los problemas más importantes que han debido enfrentar en los últimos años el gobierno y el parlamento británicos.
En el ámbito de la política interior, reprocha el ala izquierda del laborismo a la dirección del partido su escasa fe en la posibilidad de realizar una acción socialista más intensa. Convencido de la solidez y eficacia de la política sostenida por los laboristas desde el gobierno, el Sr. Bevan ha luchado por mantener en el seno de su partido la confianza en la necesidad de defender y acrecentar las conquistas realizadas.
Pero la disidencia fundamental entre ambos grupos reside en la conducción de la política exterior. El Sr. Bevan y sus partidarios han acusado reiteradamente al gobierno conservador de una actitud demasiado sumisa frente a Washington, hasta el punto de haber afirmado aquí que han sido indicaciones del gobierno norteamericano las que han vedado a Sir Winston Churchill proseguir con sus planes de entendimiento entre los dos bloques. Convencido de que “el mundo ha llegado un punto en que las dificultades internacionales tienen que ser negociadas, si no se quiere que la humanidad perezca”, el Sr. Bevan insiste en las perspectivas favorables que podrían derivarse de un entendimiento con los estadistas que dirigen las grandes potencias del Este. Por ello reprochó a Sir Winston que no hubiera usado su autoridad para procurarlo.
La gravedad de tal planteo proviene de que el Sr. Bevan acusa a la dirección de la política exterior británica de una dependencia que juzga particularmente peligrosa. En su propaganda ha hablado abiertamente de lo que llama “el partido de la guerra”, refiriéndose a ciertos grupos influyentes de los Estados Unidos que parecerían sostener la necesidad de la guerra preventiva. Ante la sospecha de que esos grupos influyan en las decisiones del gobierno norteamericano y, por intermedio de este, en las del gobierno británico, el Sr. Bevan declara formalmente que Gran Bretaña debe adoptar una política exterior autónoma, precisamente como la que adoptó el gobierno laborista cuando resolvió reconocer al régimen comunista chino.
Ahora bien, el Sr. Bevan considera que la dirección del partido laborista se ha complicado en exceso con la orientación que el gobierno conservador ha impreso a la política exterior británica. Si bien no se opone a la alianza occidental, el grupo del Sr. Bevan rechaza cualquier solución que comprometa demasiado a Gran Bretaña, y que la comprometa, sobre todo, con gobiernos que, como el del Dr. Adenauer, han sido categóricamente repudiados por los socialistas de su país. En el caso particular de Alemania Occidental, el Sr. Bevan se ha manifestado resueltamente opuesto a su rearme, en parte por las razones apuntadas y en parte por el temor de favorecer la política militar de los Estados Unidos. Por la misma razón ha rechazado últimamente la decisión de su partido de autorizar el uso de la bomba de hidrógeno “contra cualquier clase de agresión”.
La actitud del Sr. Bevan no difiere, pues, de la del señor Attlee y de la dirección de su partido, sino en cuestiones de matiz. Pero, sin duda, dentro de la vida institucional inglesa estos matices son muy importantes, pues una actitud más resuelta de la oposición hubiera podido influir decisivamente en las resoluciones del gobierno, sobre todo cuando está conducido por estadista tan sensible como Sir Winston. Al enfrentarse con la dirección del partido, el jefe del ala izquierda subraya la necesidad de una acción que afirme lo que juzga el punto de vista auténticamente socialista. Y sus reproches hacen blanco en los hombres que controlan la organización dificultando su acción parlamentaria y acaso comprometiendo en alguna medida su situación directiva dentro de aquella.
En este aspecto, es innegable que el cisma no carece de motivos de índole personal. El creciente prestigio del Sr. Bevan lo autoriza a aspirar a la dirección del partido, aspiración que, seguramente, estaría respaldada por buena parte de los afiliado. Independientemente de las posiciones que representa, esa aspiración contraría la de los partidarios del Sr. Attlee, que preven el próximo retiro de su jefe, y entre los cuales no faltan los que cuentan también con sólido prestigio en las filas de su partido. El conflicto está dirigido, pues, en alguna medida, hacia la eliminación de un candidato cuya jefatura sería incompatible, por ejemplo con la actuación de hombres como Morrison, Gaitskell, Phillips o Deakin.
El árduo problema se ha planteado hoy en la sesión del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Laborista. Quizá de su solución dependerá el éxito o el fracaso de la agrupación en las próximas elecciones, en las que deberá enfrentarse con un Partido Conservador del que se alejara una figura de tan inmenso prestigio como la de Sir Winston Churchill. Un nuevo quinquenio del gobierno conservador acaso comprometa fundamentalmente lo que aún subsiste de la obra del gobierno laborista. Por ello hay quienes creen que estas consideraciones y la presión que los simpatizantes del Sr. Bevan están ejerciendo sobre la opinión partidaria pueden todavía gravitar en el seno del Comité Nacional del laborismo, incitándolo a buscar una fórmula que evite la agravación del conflicto.
Buenos Aires, 26 de marzo de 1955
A punto de abandonar su puesto de jefe de la Administración de Operaciones Exteriores de los Estados Unidos, el Sr. Harold E. Stassen, a cuyo cargo hallóse hasta ahora la ayuda exterior norteamericana, acaba de realizar un viaje de tres semanas por los países asiáticos no sometidos a la influencia comunista, con el objeto de determinar el grado de eficacia de la colaboración económica prestada por su país. El Sr. Stassen ha declarado que, a su juicio, “se están estableciendo las bases para el fortalecimiento económico de aquella región”.
Se ha reconocido unánimemente que las condiciones de vida de los países de Asia constituyen el principal estímulo para la difusión del comunismo, régimen del que las poblaciones de bajo nivel de vida esperan la solución de los angustiosos problemas que la agobian. Independientemente de la acción política y militar que las potencias occidentales han creído oportuno desarrollar para contener el avance del comunismo, la tarea de contribuir a mejorar esos niveles de vida mediante un estímulo acelerado de la vida económica ha ocupado la atención de las grandes potencias, especialmente de los Estados Unidos. Poco a poco se ha ido viendo crecer en el espíritu de los estadistas norteamericanos la preocupación por ganar esta otra guerra que se libra en Asia: la guerra contra la miseria, de la que se derivan, como inevitable secuela, el desaliento y la desesperación, condiciones propicias para aceptar soluciones tan utópicas como peligrosas.
Es evidente que, aunque de efectos más lentos, esta campaña contra la miseria ha de ser más útil para la defensa de la libertad que la lucha armada. Y es necesario persistir en ella, contra todos los obstáculos y movilizando todos los recursos de que sea capaz el mundo occidental.
Sin duda ha hecho ya mucho la Administración de Operaciones Exteriores, creada en 1953 y ahora a punto de cambiar de estructura; y en la conferencia realizada últimamente en Bangkok se puso de manifiesto la importancia que el gobierno de los Estados Unidos atribuye a su acción. Pero acaso no baste ni convenga la acción unilateral de los Estados Unidos, a cuyo esfuerzo debían sumarse las demás potencias occidentales en la medida en que les sea posible, en parte para evitar el fácil reproche de “penetración imperialista” que tan a menudo se escucha y en parte para poder competir con el vasto esfuerzo que realizan sobre la economía asiática las grandes potencias del Este.
Este esfuerzo tiene caracteres singulares. La Unión Soviética ha obstaculizado sistemáticamente el programa de asistencia técnica de las Naciones Unidas; pero en 1953 comenzó a ofrecer su aporte a la acción desarrollada por la institución internacional, totalizándose ahora una suma de tres millones de rublos como su contribución para la ayuda a los países subdesarrollados. No hace mucho se empezó, pues, a dar forma al ofrecimiento, autorizándose la compra de maquinarias en la Unión Soviética por una suma equivalente a 200,000 dólares. La India ha aprovechado la oportunidad para proyectar, con la ayuda soviética, la construcción de una planta siderúrgica cuya producción puede ascender a un millón de toneladas de acero por año. Pero seguramente la fuga es mucho más intensa para los países que están dentro de su órbita, y los efectos políticos de esa ayuda se advierten fácilmente.
Como es sabido, la Unión Soviética ha contribuido a poner en estado de producción intensiva la planta siderúrgica de Anshan, en la China comunista -que el año anterior produjo más de dos millones de toneladas de acero-, y colabora en el establecimiento de otras dos. Pero además provee de artículos procedentes de la industria pesada a China y a los otros países con los que tienen relaciones económicas y políticas, a cambio de materias primas alimenticias y materiales estratégicos. Se supone que en la conferencia afro-asiática de Bandung, prevista para el próximo mes de abril, la China comunista ofrecerá ayuda técnica a los países industrialmente menos desarrollados. En esas circunstancias se pondrán también de manifiesto los gravísimos problemas que están planteados en el área asiática, especialmente en relación con el intercambio de materias primas y productos manufacturados, y muy especialmente con respecto a productos alimenticios. Esos problemas pueden ser utilizados sin duda para la propaganda política, pero existen antes y después de ella, y es menester contemplarlos oportunamente para evitar que se busquen soluciones cuyas consecuencias son imprevisibles.
El caso más claro es sin duda el de Japón, que no halla salida para sus dificultades económicas; el embajador viajero de los Estados Unidos, Sr. Eric Johnston, lo ha juzgado tan grave que acaba de manifestar su temor de que Japón se transforme en un satélite de la China comunista. Pero esa gravedad proviene, precisamente, de los recursos latentes que el Japón tiene y que podrían utilizarse y canalizarse. Mucho más grave aún es la de otros países que no poseen los elementos sustanciales para sobreponerse a la crisis. Tal es el caso de los que tienen déficits alimentarios y cuyos productos exportables no encuentran mercado, o de los que deben sufrir la insostenible competencia de otros con mayor ascendiente y mayores recursos para su conquista.
A fin de hacer frente a esos problemas, la Administración de Operaciones Exteriores de los Estados Unidos ha dispuesto hasta ahora de sumas considerables. De su monto total, invirtió en Europa, en 1952, el 75%; pero en los últimos años la proporción ha ido disminuyendo, y se ha acrecentado la suma dedicada a los países de Asia, en 1955 llegó precisamente al 75% del total, correspondiendo un 60% a gastos no militares.
Para el año fiscal que comienza el 1 de julio, el gobierno de los Estados Unidos ha proyectado solicitar al Congreso una suma que se estima alrededor de los mil millones de dólares, con el objeto de ayudar económicamente a los países libres de Asia. Para entonces, esa ayuda se presentará de modo distinto al de los últimos años, interviniendo en ella diversos departamentos del gobierno de la Unión, y de acuerdo con lo previsto, el Presidente de la República se reservará una suma de 200 millones de dólares para planes regionales que sobrepasen las áreas nacionales.
En la labor de estimular la vida económica de los países asiáticos ha puesto el Sr. Stassen un notorio entusiasmo y una gran capacidad de acción. Empero, se teme que el Congreso se muestre parco en la concesión de los créditos que solicita el poder ejecutivo, como si prevaleciera en los legisladores el convencimiento de que la ayuda económica no cumple las finalidades para que fue concebida y creada. Aun cuando el plazo transcurrido desde que comenzó a prestarse es breve, es innegable que algunos de sus frutos están a la vista, y sería de lamentar que se interrumpiera o se limitara hasta extremos que la hicieran ineficaz.
La guerra que se libra en Asia no es solo una guerra ideológica que se desenvuelve en el plano político y en el plano militar. Es también una guerra económica y social, en la que es menester demostrar que los problemas inmediatos de la vida y de la convivencia tienen solución dentro del marco de la libertad. Si esta demostración fracasara, se habría perdido una batalla que podría ser decisiva no solo en el frente de Asia, sino en todos los frentes.
Esfuerzos para la conciliación internacional
Buenos Aires, lunes 4 de abril de 1955
Aun en medio de la perplejidad suscitada por ciertos episodios, la opinión pública mundial se habrá sentido reconfortada con las perspectivas que durante la semana anterior insinuaron, a través de contradicciones y polémicas, la posibilidad de un acercamiento entre el Oriente y el Occidente. Las alternativas de los debates sobre los acuerdos de París, a veces tormentosos, y los inquietantes episodios ocurridos en los últimos meses en las costas de Asia, dejaron la impresión de que la crisis internacional crecía en intensidad y de que los términos de conciliación se tornaban cada vez más borrosos. Empero, de manera bastante inesperada, las cosas han comenzado a tomar lo que Sir Winston Churchill ha llamado “giro más amistoso”, y ahora parece lícito concebir cierta esperanza acerca del estado de ánimo predominante en quienes tienen la responsabilidad de decidir entre la guerra y la paz, términos antitéticos siempre, pero cuya composición se extrema ahora por las siniestras amenazas de las armas termonucleares.
Cabría preguntarse si la aguda crisis por que acaba de pasarse ha sido aparente o real. Acaso el problema que ahora tiende a solucionarse haya sido menos grave y urgente de lo que aparentaba, y su gravedad y urgencia fueran nada más que un espejismo provocado por el deseo de cada una de las partes en conflicto de obtener una situación más favorable para la discusión. Pero si esa hipótesis fuera exacta, reconforta el ánimo ver que se comienza a salir de la zona de tormentas para empezar a navegar con cielo claro. Y aun es lícito pensar que no se dudó nunca de la utilidad de una aproximación entre Oriente y Occidente, sino que cada sector buscaba, para provocarla o consentirla, el terreno más propicio. Por eso el espíritu esperanzado prefiere no dar excesiva trascendencia a los hechos inquietantes que se abren paso a diario en la escena mundial, para asirse a los que sugieren la probabilidad de un acontecimiento que al fin cierre esta era angustiosa de agobiadora tensión internacional.
En las actuales circunstancias, la conferencia entre estadistas de las grandes potencias parece tener, júzgase, mejores perspectivas. Se admite, con mayor o menor decisión, que ha de celebrarse, y se reconoce que puede tener éxito. Para los occidentales, ha quedado cumplido el más importante de los requisitos que habían establecido como previos, pues la aprobación de los convenios de París por los parlamentos de Francia y la República Federal Alemana asegura los vínculos de su alianza. Para la Unión Soviética, en cambio, la situación es menos cómoda. Su ofensiva enderezada a impedir la ratificación de aquellos pactos se estrelló contra las mayorías parlamentarias o no logró repercutir en el ánimo de los grupos indecisos. Pero, además, las alternativas del conflicto asiático parecen haber inducido a la Unión Soviética a medir cuidadosamente su esfuerzo en favor de la China comunista, cuyos arrestos bélicos requieren el respaldo soviético. Solo si está decidida a arriesgar el desencadenamiento del conflicto mundial puede la Unión Soviética autorizar al gobierno de Pekín a proseguir sus avances, pues son notorias las resoluciones tomadas en Washington acerca del problema asiático. No es verosímil que el gobierno de Moscú esté dispuesto a asumir tal responsabilidad, que ni parece estar entre sus designios ni puede ser suficientemente apoyada con la fuerza. Además, la crisis interna por que atraviesa la Unión Soviética, y de cuyos alcances no es posible tener idea cierta, no constituye la situación más cómoda para adoptar decisiones que pueden comprometer la existencia misma del país. En consecuencia, es lógico pensar que, pese a la situación ligeramente desventajosa en que se haya, se sienta predispuesta a acceder a la invitación que las potencias occidentales comienzan a insinuar, para conferenciar acerca de los problemas concretos que separan a los dos grupos de naciones.
No hay que descontar, sin embargo, la posibilidad de que los mesurados anuncios públicos de buena disposición para un acercamiento sean la consecuencia de pacientes gestiones reservadas. Algunas han trascendido, y consta que la India, una vez más, ha aceptado la difícil mediación, a lo que no obstaría la posición de crítico implacable que ha asumido en los últimos días el Sr. Nehru.
El tono de ciertas declaraciones permite así suponer que las gestiones están más avanzadas de lo que se manifiesta públicamente. Existe sin duda la decisión de realizar la conferencia; solo quedan en pie las cuestiones suscitadas en el seno mismo de las potencias occidentales. Algunas puramente formales y otras, desgraciadamente, de cierta profundidad.
La más importante es sin duda la de los criterios encontrados que se manifiestan dentro de los grupos gobernantes de los Estados Unidos. El presidente Eisenhower, que ha restado alguna importancia a la amenaza de la guerra en Asia, había expresado categóricamente en diversas oportunidades que la reunión de una conferencia de jefes de gobierno exigía que, previamente, demostrase la Unión Soviética con hechos su decisión de solucionar los problemas planteados: la unificación de Alemania y Corea y la situación de Austria. Además, su gobierno aclaró que se opondría a cualquier reunión antes de la ratificación de los acuerdos de París.
Ahora bien, en la última semana se han advertido ciertos síntomas de que la reticencia frente a las posibilidades de una conferencia de jefes de gobierno ha comenzado a disiparse. Mientras algunos sectores deseaban la publicación de los documentos de Yalta para demostrar, según se dice, la inutilidad de las negociaciones con la Unión Soviética, y sostenían la necesidad de evitar toda transacción, otro grupo, cuya cabeza visible ha sido el senador demócrata George, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, acaba de afirmar que ha llegado el momento de hacer un esfuerzo para evitar la guerra, convocando una conferencia de jefes de gobierno.
El presidente Eisenhower se ha manifestado de acuerdo con el senador George, pese a la declaración que en sentido inverso hizo poco antes el senador Knowland, y su decisión acaba de ser ratificada expresamente por el secretario de Estado, Sr. Dulles. Sin duda, la opinión de los que juzgan preferible la paz ha concluido por prevalecer, pero queda la inquietud de si no lograrán nuevos triunfos quienes la consideran peligrosa.
La decisión del presidente de los Estados Unidos ha sido acogida con regocijo, sobre todo tras la duda que dejó en el ánimo de muchos el discurso de Sir Winston Churchill de principios de marzo, del que parecía deducirse que el general Eisenhower no deseaba la convocación de una conferencia de jefes de gobierno. Ahora se sabe que la desea, y que no solo comparten su opinión los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, sino el propio mariscal Bulganin, que acaba de declarar que mira con buena disposición de ánimo la sugestión del gobierno de Washington. Entretanto, el canciller austríaco prepara su viaje a Moscú y si determinados aspectos del momento internacional -como la situación de Berlín- sugieren la cautela, los recientes discursos de Sir Anthony Eden, en el Parlamento y fuera de él, con su plan de reuniones previas escalonadas, al parecer finalmente aceptados por Churchill (altos funcionarios, ministros de Relaciones Exteriores, jefes de gobierno), dan la idea de un firme progreso del pensamiento esencial. Todo induce, pues, a creer que la conferencia final ha de realizarse, y de que cuando comience estará en el ánimo de todos los participantes el deseo de llegar a una solución de paz.
Solo quedan por resolver problemas marginales, porque parece necesario evitar los pasos en falso. Pero no son ellos los que dificultarán la realización de la esperada entrevista. Lo que realmente se requiere es que predomine la convicción de que es posible negociar sin entregas ni debilidades, y que la paz merece el sacrificio de buscar apasionadamente una fórmula que permita la coexistencia pacífica.
La nueva situación política inglesa
Buenos Aires, lunes 11 de abril de 1955
El retiro de Churchill se ha consumado. Aun cuando se lo descontaba, su alejamiento de la jefatura del gobierno inglés ha provocado el vasto movimiento de simpatía y afecto, de admiración y reconocimiento que la crónica telegráfica ha reflejado en estos días. La voz más autorizada de sentimientos tan excepcionalmente unánimes ha sido sin duda, por razones obvias, la de quien en el juego regular -y armónico en medio de las asperezas de la lucha política- de las instituciones inglesas actuó como adversario oficial del primer ministro en ejercicio, el “leader” de la llamada “oposición de Su Majestad”. Clement Attlee pudo así decir, con verdad, que el abandono del gobierno por este “último sobreviviente en la Cámara de los Comunes de los que sirvieron durante el reinado de la reina Victoria”, cierra una época de la historia de su patria, en la que figurará como uno de los más grandes primeros ministros de todos los tiempos, acaso el más grande, si se tiene en cuenta la trascendencia de la obra de salvación que le tocó realizar en una de las horas más trágicas de Gran Bretaña y el mundo. Síntesis tan expresiva exime de la evocación renovada de una carrera y una vida que se han recordado una y otra vez en estos días recientes, el más próximo hace pocos meses, al cumplir Winston Churchill sus ochenta años. Lo más señalado de una y otra están, por lo demás, en todas las memorias, tan próxima se haya de nosotros su brillante actuación en las dos oportunidades -1940-1945 y 1951-1955- en que le tocó asumir el cargo de primer ministro. Él mismo ha dicho las razones de su retiro actual, dirigiéndose a sus electores de Woodford; cuando se acerca la fecha de la renovación total de la Cámara de los Comunes, con una campaña previa en cuyo transcurso el primer ministro que convoca a elecciones debe exponer sus planes futuros, no podría él asumir, a sus años, la responsabilidad de trazar un programa para el plazo normal de una nueva legislatura, a cuyo término acaso no le sería dable asistir. Debe, por lo tanto, ceder el lugar a quien, más joven, esté en condiciones de cumplir esa tarea y tiene que comenzar a actuar con suficiente antelación a fin de poder afrontar con eficacia la inminente campaña preelectoral y la eventual responsabilidad gubernativa si los comicios le son favorables.
Le ha sucedido, pues, en el alto cargo quien ha compartido lo esencial de sus ideas, aunque sin ocultarle no pocas veces divergencias en ocasiones hondas. Por tal modo, la emoción teñida de melancolía con que el Reino Unido asiste el alejamiento de Churchill se matiza también de incertidumbre mirando a la faena futura y las perspectivas que acompañan al gobierno ahora confiado a Sir Anthony Eden. Tras doce años consecutivos al frente del Foreing Office, del que antes se había retirado por divergencias con la política de Munich -lo cual quiere decir por acuerdo entrañable con las voces de alarma que desde su hosca soledad lanzaba Churchill-, tiene el nuevo primer ministro condiciones de talento y experiencia que lo indicaban hace tiempo para la función que acaba de asumir. Pero la carga de deberes que esta implica en momentos como los actuales y el cotejo de estos con los años recientes y su figura dominante, sugieren ese ánimo en que se conjugan la inquietud y la esperanza con que Gran Bretaña ve cumplirse el destino de Sir Anthony.
Este ha de afrontar, ante todo, el problema de las elecciones generales a que se refirió su antecesor. La actual Cámara de los Comunes, elegida en octubre de 1951, podría haber vivido más de un año todavía si hubiera de completar su término legal de un lustro. Pero ya era voz corriente la inminencia de su disolución, al cumplirse cuatro años de su mandato, con el fin de consultar al electorado acerca de los grandes problemas actuales de la política interior y exterior del Reino Unido. Esa actitud, con la consiguiente convocatoria a elecciones generales en fecha próxima, se hace más lógica producido el cambio de guardia en el casi legendario edificio de Downing Street. Naturalmente, Sir Anthony Eden querrá buscar en la fuente de la soberanía la confirmación del nombramiento hecho por la Reina de acuerdo con el partido que conservara la mayoría en los Comunes y le interesará no demorar el hecho teniendo en cuenta que, según todo parece indicar, las circunstancias le son propicias y que hasta le favorecerá la gravitación, prolongada como un eco auspicioso, del prestigio de Churchill, quien será otra vez el candidato y convertirá así, probablemente, a su distrito del condado de Essex en el centro virtual de la campaña preelectoral que se prevé. Frente al laborismo -muchas de cuyas iniciativas gubernativas del lustro que corre entre 1945 y 1950 él trato de rectificar- el viejo parlamentario volverá a agitar la bandera de la “democracia conservadora” que se reconoce primitivamente en Disraeli, y que fue a menudo olvidada por el partido “tory” hasta el punto de que cuando Lord Randolph Churchill la tomó en sus manos sentó plaza de rebelde y ha inspirado finalmente la política más reciente de la agrupación, conducida hasta ayer por el hijo de Lord Randolph, como su padre también rebelde y como él convencido de que era preciso infundir nuevas corrientes en el conservadurismo británico.
No ha de olvidarse, por lo demás, hasta qué punto se han mostrado parejas en el electorado inglés de la posguerra las dos grandes fuerzas a que, prácticamente desaparecido el glorioso Partido Liberal, ha quedado entregado el juego regular del parlamentarismo en la isla. Terminada la contienda, en efecto, y a pesar de los altos merecimientos de Churchill, la opinión juzgó que eran precisas nuevas concepciones y otras actitudes ante los problemas, sobre todo sociales y económicos, de la era postbélica. El triunfo laborista de 1945 fue a este respecto decisivo y sus cifras agobiadoras: sus diputados pasaban de 166 en 1935 a 396 diez años más tarde, contra 189 conservadores, en lugar de los 387 de la década anterior. Pero un lustro de gobierno desgastó parcialmente la pujanza del laborismo: en 1950, por vencimiento normal de los cinco años que dura una cámara, hubo nuevos comicios y el laborismo conquistó aún 315 bancas, contra 298 de los “tories” y nueve de los liberales. Mantenía, pues, una mayoría exigua frente a los otros sectores, en un momento en que sus realizaciones anteriores y las que tenían en proyecto -sobre todo en materia de nacionalizaciones- exigía mayor apoyo popular. Por eso, reducida luego su mayoría a seis diputados, Atlee pidió al rey Jorge VI, en septiembre de 1951, la disolución de la Cámara; las nuevas elecciones, en octubre de este último año, dieron 321 bancas a los conservadores, 295 a los laboristas y seis a los liberales, mientras fueron elegidos tres independientes. De ello resultó el retorno de Churchill al poder. Aquella Cámara es la que ahora habrá de renovarse. La tarea más inmediata de Sir Anthony Eden será, pues, elegir el momento en que haya de proponer a la Reina la disolución y fijar la fecha de la convocatoria a comicios generales. Entre tanto, Gran Bretaña brinda otra vez al mundo el ejemplo de hábitos parlamentarios, políticas y métodos de convivencia que siguen confiriéndole un alto lugar entre las democracias modernas.
Buenos Aires, miércoles 13 de abril de 1955
Las entrevistas del canciller austríaco, Sr. Julius Raab, con los dirigentes soviéticos deben ser seguidas con más atención que si estuvieran rigurosamente limitadas al caso concreto que se discute en ellas. Con ser grave, el problema austríaco lo es menos que la situación general dentro de la que, inevitablemente, se inserta, y puede preverse que el resultado de las negociaciones que se realizan en Moscú dependerá ante todo de la actitud que las grandes potencias quieran adoptar, en vista de las perspectivas generales de la política internacional. El caso de Austria será, pues, una nueva prueba en el prolongado y dramático torneo en que miden sus fuerzas las democracias occidentales y los países comunistas.
Intencionalmente unido por los soviéticos al caso alemán, el de Austria ha merecido ahora una atención particular y ha sido puesto sobre el tapete como si su urgencia superara la de todos los otros. La iniciativa correspondió al gobierno soviético. Desplazada la tensión internacional de los problemas europeos desde la conferencia de Ginebra, la Unión Soviética parece ahora querer distraerla de los asuntos asiáticos y centrarla nuevamente en Europa. A las medidas hostiles contra la zona occidental de Berlín ha acompañado la ofensiva de paz sobre Austria, precisamente en circunstancias en que se desarrollan los trabajos previos para la esperada conferencia de las cuatro potencias. Es innegable que la invitación formulada por Moscú para tratar con el canciller austríaco la devolución de la soberanía a su país forma parte de las maniobras preparatorias de esa conferencia.
En la situación actual, y luego de haberse discutido en varias instancias, el problema de Austria reside en la disidencia entre la Unión Soviética y las potencias occidentales acerca de algunas cuestiones muy concretas. Opina Moscú que solo puede abandonar el territorio austríaco si las potencias occidentales garantizan la neutralidad de Austria y se comprometen a no incluirla en su sistema militar, al tiempo que requiere seguridades de que no volverá a producirse un “Anschluss” entre Alemania y Austria, seguridades que ahora deberían ofrecer separadamente el gobierno de Bonn y el de Berlín.
Por su parte, el gobierno austríaco ha manifestado su decisión de mantenerse al margen del conflicto entre los grandes bloques de naciones; pero las potencias occidentales consideran que el tratado de paz con Austria no debe poner límites a su soberanía y se han manifestado reticentes frente a la ofensiva de paz soviética, cuyo alcance declaran no percibir con claridad.
Es evidente que ha habido el deliberado propósito de hacer de la cuestión austríaca el problema candente de estos días. Tal ha sido la intención soviética. Pero al mismo tiempo se observa una marcada tendencia a disminuir la tensión en Asia, sobre todo en el gobierno de Washington, cuyas últimas actitudes revelan una curiosa y acelerada modificación en su conducta anterior. Ambos signos deben acaso interpretarse en relación con los preparativos para la conferencia de las cuatro potencias, prudentemente encaminados por ambas partes para obtener las mayores ventajas y correr los menores riesgos.
El gobierno de los Estados Unidos parece haber reconsiderado atentamente su política en Asia. A las amenazas respondió en su oportunidad con amenazas, pero, pasado el momento crítico, ha adoptado un punto de vista más distante y ha procurado atenuar la sensación de peligro que había arraigado en muchos espíritus. El general Eisenhower ha dado mucha importancia a su designio, ahora robustecido, de apoyar sobre los dos grandes partidos norteamericanos la dirección de la política exterior, lo que implica, sobre todo, la concesión de una mayor participación en las decisiones al Partido Demócrata, ahora mayoritario en ambas cámaras. Es conocida la influencia que ejercieron las palabras del senador George, no hace muchos días, cuando manifestó su adhesión al proyecto de conferencia internacional. Poco después celebró el presidente de los Estados Unidos una importante reunión con dirigentes republicanos y demócratas, y en los mismos días se refirió concretamente a las versiones alarmistas que se atribuían al almirante Carney. En ambos casos túvose la impresión de que el presidente Eisenhower no considera inminente un ataque de los comunistas chinos, opinión corroborada luego por el secretario de Ejército, Sr. Stevens, al regreso de su viaje. Y, de acuerdo seguramente con ese criterio, acaba de impartir nuevas instrucciones a las fuerzas que operan en Asia para que se mantengan alejadas de todo conflicto que eventualmente pudiera estallar allí, hasta que su gobierno pueda establecer con precisión el alcance de los ataques del enemigo.
No es aventurado suponer que cunde la intención de facilitar un entendimiento entre las partes en conflicto. Empero, los numerosos y variados problemas que se han suscitado entre ellas comprometen a cada instante las buenas intenciones que puedan abrigar los responsables de la dirección de la política internacional. Por eso se aviva la expectativa acerca de la solución del problema austríaco, pues puede afirmarse que no se llegará a un resultado positivo si no existe una disposición favorable para un acuerdo general.
La gravedad de las consecuencias que han podido vislumbrarse en el problema del estrecho de Formosa puede, a su vez, haber influido decisivamente en el ánimo del gobierno soviético para atenuar sus compromisos en esa zona y acaso para ofrecer soluciones. No sería, pues, inverosímil que se tendiera a un acuerdo sobre Austria basándolo en cierta prescindencia de la Unión Soviética en la cuestión china. Pero aun así quedan por resolver difíciles problemas, que, sin embargo, se veían bajo una nueva luz en caso de que alcanzarán un principio de solución algunos de ellos.
El método de la solución parcial o sucesiva de los puntos en disidencia es el que prefiere la diplomacia, y Sir Anthony Eden lo apoyó decididamente. Otra era la opinión de su antecesor, que aspiraba a coronar su carrera con una reunión de jefes de gobierno, convocado sin plan preestablecido, para conversar sobre los supuestos profundos de los diversos problemas en discusión. Sir Winston Churchill creía imprescindible restablecer la confianza entre los bloques antagónicos, y confiaba en que aquel enfrentamiento personal podría hacer mucho para lograrlo. Al fin de su carrera, pareció entusiasmarle ese alarde de virtuosismo político. Pero no logró convencer a sus colegas, que prefirieron la lenta elaboración de un sistema de seguridades a la esperanza de una espontánea espectacular aclaración del ensombrecido panorama. Con ese método parece trabajarse ahora intensamente. El resultado de las gestiones que el canciller austríaco desarrolla en Moscú servirá como pauta para saber si el procedimiento ha comenzado a dar sus frutos.
En vísperas de la Conferencia de Bandung
Buenos Aires, sábado 16 de abril de 1955
La semana próxima se inaugurará en Bandung (Indonesia) la conferencia afro-asiática convocada para estudiar los problemas comunes y fijar los puntos de vista frente a las cuestiones fundamentales que atañen a los países asistentes. Como es sabido, la reunión fue proyectada por los primeros ministros de las “naciones del grupo de Colombo” cuando se reunieron en Jakarta, a fines de diciembre último, pero hay indicios para suponer que la idea de la convocatoria surgió de las entrevistas sostenidas poco antes por los señores Nehru y Chou En-lai, en las que se establecieron algunos criterios que parecen presidir la reunión que ahora va iniciarse.
Las 29 naciones que concurrirán a Bandung se agrupan en tres sectores claramente diferenciados. Por una parte están los países comunistas encabezados por China, por otra los países vinculados directa o indirectamente con las organizaciones o con las potencias occidentales, y en tercer lugar, por último, los países partidarios de la neutralidad, encabezados por la India. Esta distribución compromete, sin duda, el éxito de la conferencia; pero es innegable que, aun cuando ella fracasara, su mera reunión y los escasos resultados que pudieran lograrse han de adquirir una altísima significación en el cuadro de la política de nuestro tiempo.
Circunstancias históricas y hechos del pasado inmediato explican las dificultades con que tropezarán las naciones afroasiáticas para lograr algunos acuerdos. Sin remontarnos muy lejos, pueden encontrarse en los últimos acontecimientos las raíces de los obstáculos que surgirán sin duda al comenzar las deliberaciones. La organización de la SEATO ha unido a algunos países asiáticos en una alianza que responde a necesidades urgentes e impostergables; la crisis Indochina se ha agudizado con el estallido de los conflictos internos dentro del Vietnam no comunista; el programa económico del nuevo gobierno japonés acaba de ser inmediatamente observado por los Estados Unidos; la unidad de los Estados árabes se ha visto quebrada por la alianza entre Irak y Turquía, a la que se ha sumado Gran Bretaña, y, finalmente el Sr. Nehru ha definido su oposición con mayor precisión aún que antes, inclinándose en la política interna hacia soluciones socialistas y asignando desembozadamente las mayores responsabilidades de la situación internacional a las potencias occidentales. Si se suma a todo esto la amenaza concreta que se cierne sobre el estrecho de Formosa, se comprenderá fácilmente que, en las discusiones de Bandung, los interlocutores se sentirán apremiados por amenazas, temores e indecisiones que han de repercutir sobre su posición en los debates. Así, será inevitable que los problemas inmediatos graviten sobre el planteo de los más lejanos y de mayor permanencia, circunstancia que suele complicar cualquier intercambio de ideas. Es innegable que la política de los países más comprometidos en los actuales conflictos de Asia ha registrado una pausa, que se relaciona con la expectativa producida por la Conferencia de Bandung, cuyos resultados se aguardan con apasionado interés, pues revelarán el alcance que en el momento actual tiene el extraordinario fenómeno contemporáneo del ascenso de Asia.
Bastaría recordar la intensa actividad observada en los últimos tiempos en relación con los problemas asiáticos para comprender que se trata de una circunstancia trascendental. Ya la conferencia de Jakarta, en diciembre del año pasado, llamó la atención por lo que suponía como afirmación de una inequívoca postura política, ajena a la influencia de las grandes potencias. En Bangkok respondieron categóricamente los países adheridos a la SEATO con una reafirmación de su propósito de lucha contra el comunismo; pero entretanto se quebró la unidad árabe, debido a la resistencia suscitada en algunos miembros de la liga por la alianza de Irak. Por su parte, la UN reunió en Tokio su Comisión Económica para Asia. Y, fuera de la acción del gobierno, se han reunido en los últimos meses dos conferencias en la que es menester fijar la atención: una convocada por el “Congreso por la Libertad de la Cultura”, que se reunió en Rangún a mediados de febrero, y la otra, que acaba de celebrarse en Nueva Delhi entre el 6 y el 10 de abril, en la que discutieron escritores, sociólogo y economista de Asia, bajo la doble y encontrada de influencia de los gobiernos de la India y la China comunista.
Esta última conferencia puede servir de pauta para prever la situación que ha de crearse en Bandung en cuanto se inicien las deliberaciones. Si los intelectuales congregados en Nueva Delhi acusaron la presencia de los dos polos de atracción que obraban en su seno, los delegados reunidos en Bandung deberán discutir no solo bajo esa doble influencia, sino también bajo la de los Estados Unidos, que inspira a algunos países concurrentes. Ya en Nueva Delhi la discusión fue tormentosa y el Sr. Nehru parece haber expuesto su desagrado por el giro que tomó en cierto momento. Acaso en Bandung la tormenta no se trasluzca -puesto que se trata de representantes oficiales-, pero se suscitarán sin duda agrias discusiones y acaso no falten las acusaciones violentas, los reproches más o menos velados y las reacciones que desatarán unos y otros.
Empero, la discusión girará sobre tan candentes problemas, sobre cuestiones tan trabadas entre sí y tan ricas en implicaciones inmediatas y remotas, que no es difícil que dejen un saldo de importancia. Parece ser el propósito de algunas delegaciones tomar como punto de partida los “cinco principios de coexistencia” que enunciaron, tras una entrevista de junio último en Nueva Delhi, los señores Nehru y Chou En-lai, sobre los cuales se discutiría con vistas a llegar a lo que desde ahora se ha dado en llamar la “declaración de Bandung”. Esos principios son: respeto a la integridad territorial y la soberanía, no agresión, no injerencia en los asuntos internos de los otros países, igualdad y beneficio mutuo, coexistencia pacífica. Para tratarlos se han constituido varias comisiones y puede presumirse que, así concebidos, no hallarán fuerte oposición, pues es evidente que las dificultades provienen de la interpretación y alcance que se les ve en la práctica.
De cualquier manera, si tales principios quedaran sentados, la posición de los países asiáticos estaría fijada en lo fundamental. Se admitiría la posibilidad de que cada país siguiera la evolución política que deseara y se establecería un principio de condenación para todo intento de influir en un sentido u otro dentro de esa evolución. Pero salta a la vista cuáles son los problemas reales que se esconden tras esas declaraciones y se comprende que el interés que suscitan los debates de Bandung no reside tanto en la declaración final a que pudiera llegarse, sino en el clima en que se desarrollen y en el alcance de los supuestos que respalden cada una de las posiciones en conflicto.
Descontada la posición de los países vinculados a la SEATO, el interrogante de mayor importancia que suscita la reunión inminente es el de las relaciones entre la posición de la India y la posición de la China comunista. Tal vez pueda preverse cierto alejamiento de la Unión Soviética de los problemas de China y de Asia en general. Si así fuera, el régimen de Pekín deberá buscar -y desde ahora lo busca, de hecho- el apoyo de la India, cuyo precio ha sido fijado ya con claridad. Los cinco principios de la coexistencia significan, para el Sr. Nehru, normas morales que excluyen su uso oportunista, guiado por los principios de “realismo” político. Si la China quisiera ser “más asiática que comunista”, como se ha dicho, hallaría en la India un fuerte aliado. Entonces, la política de neutralidad alcanzaría un peso inmenso. Sin duda, a esto quiere llegar la India en la conferencia de Bandung. La actitud que asuma la China comunista revelará qué esperanzas pueden acariciarse con respecto al futuro. Pero cualquiera sea el resultado de la conferencia, el occidente debe comprender que, tarde o temprano, el antiguo mundo colonial cobrará importancia decisiva en los destinos de la humanidad.
El Cercano Oriente y la neutralidad
Buenos Aires, jueves 21 de abril de 1955
Casi inmediatamente después de anunciarse el acuerdo logrado entre Austria y la Unión Soviética, que tanto optimismo ha suscitado, la cancillería rusa acaba de hacer pública una declaración en la que manifiesta su preocupación por los problemas del Cercano Oriente: en términos muy mesurados, por cierto, el gobierno de Moscú hace notar que no puede mirar con indiferencia la situación creada en aquella zona por los pactos militares establecidos bajo la influencia de las potencias occidentales, y se declara dispuesto a acudir ante las Naciones Unidas para pedir su intervención en el problema.
No puede sino llamar la atención la nueva ofensiva soviética, que no es aventurado relacionar con el proyecto de neutralización de Austria, concebido en términos precisos por el gobierno ruso y compartido por el de Viena. La posibilidad de reemplazar la “cortina de hierro” por una zona de países neutrales constituyó un plan ingenioso, pero lleno sin duda de peligros, que obligarán a pensar a los gobiernos democráticos. Por el momento, están a la vista los problemas de Austria y de los países del Cercano Oriente; mas es fácil adivinar que se esconde detrás de ellos el de Alemania, recientemente revitalizada por los acuerdos de París. Todo hace pensar que la Unión Soviética está preocupada por la situación que esos pactos han creado y se dispone a reforzar su posición; pero por el momento, sin que pueda preverse hasta dónde, se advierte cierta postergación de las amenazas de réplicas militares y un decidido interés por replantear algunas situaciones en el terreno diplomático. Las potencias occidentales deberán, pues, comenzar el análisis de una situación en que la Unión Soviética puede llevar cierta ventaja inicial.
El problema del Cercano Oriente, que ahora saca a la luz la Unión Soviética, constituye uno de los más serios y difíciles que deben afrontar dichas potencias. En él está incluido el de los estrechos, el de las vías de comunicación entre el Mediterráneo y el Océano Índico, el de ciertas regiones petrolíferas de fundamental importancia y el de las fronteras entre la Unión Soviética y varios países asiáticos de escasa capacidad militar. Su solución no puede encararse con criterio estrictamente estratégico, pues en los últimos tiempos algunos Estados han adoptado una actitud violentamente xenófoba, que obliga a las naciones de Occidente a sopesar cuidadosamente su política para con ellos. Son conocidos los casos de Irán y Egipto, los países en donde Gran Bretaña tenía intereses substanciales en los cuales ha tenido que aceptar las condiciones impuestas por los movimientos nacionalistas triunfantes. En consecuencia, el planteo estratégico está estrechamente limitado por la situación interna de los países del Cercano Oriente, confusa en muchos aspectos, pero resueltamente definida al menos en lo de aceptar la injerencia extranjera solo en la menor medida posible.
A poco de terminada guerra, pudo esperarse que la Liga Árabe constituyera una coalición suficientemente fuerte como para resistir tanto la presión del bloque oriental como la del bloque occidental. Pero bien pronto se advirtió que sin el apoyo de las potencias occidentales su fuerza y su eficacia eran reducidísimas, circunstancia que la ponía a merced de los intentos del sector oriental. La Liga Árabe prefirió acentuar su neutralidad, y en tal política perseveró bajo la influencia del movimiento nacionalista egipcio, pese a la persistencia de vínculos muy sólidos entre las economías de algunos de sus países y las de Inglaterra y Francia. Llegada a cierto punto y enfrentada con problemas internacionales cada vez más apremiantes, la Liga Árabe ha sufrido un importante colapso al decidir Irak unirse a Turquía mediante una alianza que, indirectamente, lo ata al sistema defensivo occidental.
En ese momento se puso en evidencia la debilidad de la Liga Árabe, de la que el teniente coronel Nasser acaba de manifestar rotundamente que no existe. Sin duda pudo preverse que el intento de constituir un conjunto autónomo con países de tan bajo nivel técnico era un poco utópico. Las dificultades internas surgidas en cada uno de esos países, como el problema de los refugiados en Pakistán y Jordania, o los problemas políticos aparecidos en varios de ellos, acrecentaron tal impotencia y destacaron los peligros que encerraba una neutralidad insuficientemente respaldada por la fuerza y de ninguna manera garantizada por los bloques en conflicto.
Irak se atrevió resueltamente a abandonar la ilusión de la neutralidad y firmó con Turquía una alianza que tuvo la virtud de quebrar la solidaridad entre los países árabes. Repentinamente, la esperanza de acrecentar el grupo de neutrales, acariciada por el Sr. Nehru y, sin duda, por el teniente coronel Nasser, se vio oscurecida por una decisión inconmovible de Irak, cuyo ejemplo parece estimular algunos de otros Estados árabes. Para reforzar la situación creada, Gran Bretaña acaba de asociarse a la alianza entre ese país y Turquía, y puede preverse que la diplomacia occidental obtenga algún triunfo más en una zona en la que ha ejercitado en otro tiempo, y aun en épocas muy próximas, su consumada habilidad. Siria, Líbano e Irán pueden unirse, tarde o temprano, a aquella alianza y de ese modo la organización defensiva controlada por el comando de la NATO quedará montada sobre una línea continua a lo largo de la frontera meridional de la Unión Soviética.
Esta situación es la que el gobierno de Moscú denuncia ahora como peligrosa para su seguridad. Ante su progresiva consolidación, el Kremlin ha postergado -quizá transitoriamente- su réplica militar y ha juzgado la ocasión favorable para solicitar la neutralización del Cercano Oriente. “La no participación de los países del Cercano Oriente en bloques militares agresivos -ha manifestado la cancillería soviética en su declaración del sábado último- sería una importante promesa para afianzar la seguridad y la mejor garantía contra la participación de esos países en peligrosas aventuras militares.”
La tesis soviética en relación con esta zona parece corresponder a la que trata ahora de imponer en el caso de Austria. Una barrera de pequeños países, incapaces por sí mismos de sostener una repentina ofensiva de fuerzas blindadas y obligados a una pasiva neutralidad, sería la aspiración de la Unión Soviética, o -si ha de creerse en sus afanes pacifistas- su solución para el problema de la “guerra fría” en el frente occidental.
Naturalmente, tal tesis trae consigo la dilucidación del caso de Alemania Occidental, ya comprometida con los países occidentales. Cabe suponer que el gobierno de Moscú no ignora las dificultades inmensas que supone una revisión de la situación alemana; de modo que puede pensarse que, una vez más, la enunciación de su criterio está destinada a jugar de cierta manera en los planteos diplomáticos.
Con todo, el carácter del proyecto soviético obligará a las cancillerías occidentales a meditar muy seriamente sobre la estrategia diplomática y militar que hayan de adoptar. Se recordará que las demandas soviéticas de territorios después de la segunda guerra mundial estaban fundamentadas en la necesidad de establecer una barrera entre sus fronteras y los países occidentales. Sin desdeñar totalmente la nueva tesis enunciada por Moscú, habrá que medir cuidadosamente cuáles son los valores ofensivos que pueden esconderse tras una proposición que, a primera vista, parece fundarse solamente en propósitos defensivos.
Buenos Aires, martes 26 de abril de 1955
En vísperas de la terminación de la conferencia afroasiática reunida en Bandung, los primeros ministros de la República popular China y de la Unión Soviética, señores Chou En-lai y Nikolai Bulganin, acaban de hacer manifestaciones públicas favorables a la realización de entrevistas directas entre sus respectivos países y las potencias occidentales destinadas a disminuir la tensión mundial. Esas declaraciones siguen a las gestiones efectuadas en Moscú por el primer ministro austríaco, Sr. Raab, que parecen haber tenido éxito y que deben perfeccionarse mediante una conferencia a realizarse en Viena, cuyos preparativos parecen desarrollarse sin inconvenientes por ambas partes. De este modo, todo hace suponer que nos hallamos en vísperas de un período de intensa actividad internacional, en el que pueden resolverse algunos de los problemas que preocupan a la opinión pública mundial desde la conclusión de la guerra.
La contemporaneidad de los ofrecimientos de paz por parte de los gobiernos de la República Popular China y la Unión Soviética parece revelar la existencia de alguna connivencia interna entre las decisiones de ambos gobiernos. Pero no debe descartarse la posibilidad de que tal connivencia resulte no de un propósito activo de envolver a las potencias occidentales en una vasta maniobra diplomática, sino de cierta necesidad de afrontar la situación creada por la creciente firmeza de la acción de esos países. No hay duda de que las potencias democráticas han tomado en los últimos tiempos la iniciativa, tras haberse mantenido a la defensiva por largos años, y es lícito pensar que la innegable eficacia y el sólido apoyo logrado por las organizaciones de defensa creadas en el Atlántico Norte y en el sudeste de Asia han concluido por convencer al bloque comunista de la firme decisión de las potencias democráticas de no dejarse sorprender por los golpes imprevistos destinados a crear situaciones de hecho. Quizá solo se necesitara una ocasión favorable para que la República Popular China y la Unión Soviética pudieran, sin merma de su prestigio, dar los pasos que han comenzado a dar; y no es imposible que hayan juzgado las circunstancias de los últimos tiempos como adecuadas para intentarloss ahora.
El gobierno de Pekín comenzó a moderar su actitud en el estrecho de Formosa a partir, aparentemente, del momento en que los Estados Unidos manifestaron sus designios de limitar en alguna medida su apoyo al mariscal Chiang Kai-shek. Sería imposible establecer por ahora qué otras circunstancias concurrieron a esa decisión, pues no es inverosímil que la medida del gobierno de Washington haya sido, a su vez, adoptada sobre la base de negociaciones reservadas, que acaso incluyan cierta seguridad de la no intervención de Rusia en el problema de Formosa. Pero lo indudable es que el designio norteamericano de no intervenir inmediatamente en el caso de conflicto entre las fuerzas de Pekín y las de Taipei -revelado expresamente por el presidente Eisenhower- significó una revisión de la política “de represalia inmediata” que por algunos meses pareció ser la inflexible norma del gobierno de Washington. A esas manifestaciones de los Estados Unidos correspondió China comunista con una visible reducción de sus acciones ofensivas respecto a Quemoy y las islas Matsu. Puede afirmarse que el juego de concesiones había comenzado, con el propósito de llegar a una aproximación.
Pero China comunista ha esperado una ocasión favorable para dar un nuevo paso, pues es explicable que no quisiera intentarlo bajo la presión del despliegue de fuerza hecho por las potencias occidentales en las conferencias de Manila y Bangkok. Por el contrario, bajo la atmósfera de la conferencia de Bandung, ha resultado airoso para el Sr. Chou En-lai hacer público su deseo de llegar a un acuerdo con los Estados Unidos. En ella se han escuchado, junto a violentas críticas, defensas vehementes de su posición, y no solo de boca de sus partidarios confesos, sino también de la de los defensores de la neutralidad, cuyo apoyo parece haber justificado en alguna medida, si no las aspiraciones últimas del gobierno de Pekín, al menos las reivindicaciones concretas que motivan el rozamiento con los Estados Unidos. Tanto el plan del gobierno de Ceilán como las palabras del Sr. Nehru han servido indirectamente para justificar la posición de China comunista, que, a los ojos de muchos países asiáticos, ha quedado claramente situada no como un Estado agresor, sino como una de las partes de un conflicto en el que ambos contendores tienen derechos igualmente discutibles.
Esta situación permite acceder honorablemente a las sugestiones de mediación, y el Sr. Chou En-lai lo ha hecho, sin duda, con elegancia, apresurándose a manifestar que su gobierno está dispuesto a devolver los aviadores norteamericanos que mantiene prisioneros. Entre tanto, el jefe del Estado Mayor conjunto norteamericano, almirante Radford, y el secretario adjunto de Estado del mismo país, Sr. Robertson, van a Taipei para conferenciar, sobre un tema que se mantiene en reserva, con el gobierno del mariscal Chiang Kai-shek, sospechándose que la entrevista se relaciona con las perspectivas de una negociación con el gobierno de Pekín.
Por su parte, los Soviets buscan visiblemente una aproximación a las potencias occidentales, aunque, como en el caso de China, con la condición de no ver comprometido su prestigio. Si durante la época del Sr. Malenkov pareció posible llegar a un entendimiento entre los dos bloques, la perspectiva parece haberse acentuado bajo el gobierno del mariscal Bulganin. No solo ha habido manifestaciones concretas en ese sentido, sino que puede contarse como un paso coincidente la notoria prescindencia que en los últimos tiempos ha adoptado el gobierno de Moscú frente al problema asiático. Con todo, la más llamativa de las resoluciones tomadas por el Kremlin para testimoniar su buena voluntad ha sido la de facilitar la solución del problema de Austria, cediendo en algunos puntos concretos que antes habían parecido insolubles e instando a las demás potencias ocupantes del territorio austríaco a concurrir a una conferencia para acordar los términos de la liberación del país. Para coronar el cuadro, el mariscal Bulganin acaba de manifestar públicamente que aspira a la celebración próxima de una reunión de jefes de Estado en la que se aclaren las desconfianzas recíprocas que separan los dos bloques.
Dados los elementos que suelen esconderse detrás de gestiones como las que ahora se realizan, sería difícil prever su resultado. Pero todo induce por el momento a creer que diversas circunstancias -las perspectivas de la guerra atómica, la voluntad de lucha manifestada por las potencias occidentales y las condiciones internas de los países del área comunista- ha provocado un cambio en la estrategia concebida y orientada hasta ahora por el régimen de Moscú. La idea de la coexistencia parece haber sido adoptada ahora con una mayor convicción de que también es útil para el mundo comunista, no solo como una trampa para preparar futuras agresiones, sino también, y acaso más cada vez, como una situación ventajosa para él mismo.
La cautela con que la experiencia aconseja esperar esta ofensiva de paz no debe impedir que se descubra el instante favorable para resolver una situación de tensión llena de peligros. Si un examen atento de las condiciones objetivas revela que ese instante ha llegado, es imprescindible aprovecharlo. “La pretendida estimación realista de las cosas -acaba de decir el Sr. Nehru en Bandung- nos ha llevado al borde de un abismo de destrucción”. El realismo es una inseparable peculiaridad de la política occidental; pero no es inconciliable con la esperanza, y acaso haya llegado el momento de confiar en la iluminación de los obcecados.
Buenos Aires, viernes 6 de mayo de 1955
Después del período de intensa tensión por el que han pasado los problemas asiáticos, parecería haberse entrado en una etapa de calma, como si se precisara cierta pausa para ordenar las ideas. Quizá la China comunista necesite hacer un cuidadoso balance de la acogida que han recibido sus palabras en la conferencia de Bandung; tal vez los Estados neutralistas y los países prooccidentales deban revisar y corregir sus planteos; acaso las potencias democráticas, que han seguido atentamente las deliberaciones de la citada conferencia reciente, hayan de reflexionar seriamente acerca de las voces que se han escuchado en ella.
Mientras se espera en Washington y en Pekín la ocasión favorable para dar ciertos pasos imprescindibles a fin de establecer contactos entre ambos gobiernos, la lucha ha seguido desarrollándose en Saigón con terrible violencia entre las fuerzas leales al Sr. Ngo Dinh Diem y las fuerzas rebeldes. Si se piensa en la relativa proximidad de las elecciones que decidirán el destino definitivo de Indochina, se advertirá la trascendencia de un conflicto que conmueve a una zona vital en el sistema defensivo inspirado en los países occidentales. Pero tal vez sean estos mismos países los responsables de la situación en alguna medida, y es innegable que la lucha entre ellos por la hegemonía en ciertas regiones asiáticas no puede favorecer la causa de la democracia.
Acaso más que los propios concurrentes, deberán los países occidentales meditar sobre el sentido general de las deliberaciones celebradas últimamente en Bandung. Es cierto que sus resultados no han sido demasiado categóricos, pero a poco que se analicen los supuestos de las distintas actitudes se comprenderá fácilmente que se ha escuchado una voz de inesperada energía. Sin duda ha sido radical la disidencia frente a las soluciones inmediatas que se han preconizado para ciertas cuestiones fundamentales, pues era inevitable que cada uno de los países procurara imponer o defender el punto de vista con el cual ha afrontado sus propios problemas, en las singulares circunstancias que siguieron a la guerra. Pero no por eso han quedado sentados con menos firmeza ciertos principios, ni se han proclamado con menos energía ciertas aspiraciones. Podrá decirse que no ha salido de la conferencia de Bandung el delineamiento de una política unitaria para los países de Asia y África, pero de ningún modo cabrá afirmar que la conciencia afro-asiática ha aparecido débil o impotente a través de la enmarañada madeja de sus expresiones particulares.
La conciencia afro-asiática no tiene por qué ser necesariamente adversa al mundo occidental, y así lo ha afirmado categóricamente el primer ministro de la India, Sr. Nehru. Pero puede eventualmente llegar a serlo, y corresponde a las naciones de Occidente, conocedoras de la prevención que, como un eco, sin duda de un pasado reciente, suscita su actitud, tomar nota cuidadosa de los caracteres con que aquella se ha manifestado en la conferencia de Bandung.
El largo debate acerca del colonialismo, aunque confuso a causa de los sobrentendidos que se escondían tras cada una de las posiciones en juego, ha dejado como saldo una afirmación vehemente de la voluntad de independencia que anima los países congregados en dicha ciudad. Tanto los neutrales como los vinculados a uno u otro de los bloques en pugna han puesto de manifiesto su repugnancia frente a todo vínculo que no nazca de su libre determinación, ante toda intromisión de potencias extrañas en sus asuntos internos. Una vez más se advierte así que el nacionalismo constituye la nota dominante de la conciencia afro-asiática. Tras mucho tiempo de sujeción a la voluntad de metrópolis que, en mayor o menor medida, centraron su atención en torno de problemas que no eran los específicamente suyos, los pueblos afro-asiáticos han puesto de manifiesto que la recuperación de la soberanía integral constituye su aspiración suprema. A causa de ello aparecen como subordinados otros problemas: el de los regímenes políticos, el de las condiciones económicas y aun el de las alianzas internacionales.
Todos estos aspectos influyen sin duda en el planteo de las cuestiones afro-asiáticas, mas parece evidente que cuentan tan solo a partir del problema de la independencia: independencia con regímenes profascistas o procomunistas, independencia con situaciones económicas precarias, independencia con alianzas acaso peligrosas, pero independencia en todos los supuestos. Es que de cualquier manera, cualquier riesgo parece preferible a la enajenación de la soberanía, situación esta que es imprescindible tomar como punto de partida para comprender la situación actual de los estados afro-asiáticos.
El olvido de este designio podría tener graves consecuencias. Si en la conferencia de Bandung no ha conseguido prevalecer la política de neutralidad que preconizan principalmente el Sr. Nehru y el teniente coronel Nasser, es evidente que ello se ha debido a factores muy circunstanciales. En uno de los momentos más difíciles de la “guerra fría”, los países afro-asiáticos que estaban ya comprometidos en algunas de las alianzas o aquellos que se sentían amenazados de alguna manera particular, estaban inhibidos de defender su independencia, aceptando al mismo tiempo la plena responsabilidad de sus actos. Pero el contexto de cada una de las manifestaciones revelaba que solo por la amenaza de un peligro mayor -el colonialismo para unos, el comunismo para otros- se aceptaban los compromisos que suponen aquellas alianzas.
Fuera de aquel, el designio más firme de todos los países concurrentes a la conferencia ha sido el de procurar una aproximación recíproca. No solo se han aclarado equívocos entre ellos, sino que se han insinuado imprevistas zonas de coincidencia entre algunos hasta hace muy poco escasamente vinculados. La conferencia concluyó reclamando de todos sus miembros una “cooperación amistosa”, y para lograrla se ha trabajado intensamente las comisiones internas y en las conversaciones paralelas de los delegados. Esa cooperación amistosa puede llegar a ser intensa, pues en un ámbito tan diverso son innumerables las posibilidades de relación mutua. Si así fuera, las alianzas comenzarían a constituirse de acuerdo con nuevos y acaso insospechados módulos, y en el mundo afro-asiático conquistaría, con la plena independencia política de sus diversos países, una autonomía en sus decisiones colectivas, que gravitaría muy pronto sobre la política mundial.
El nacionalismo y la ayuda mutua son aspiraciones que han quedado indiscutiblemente definidas en Bandung. No es mucho, pero son tendencias de tal alcance que, si desaparecieran las circunstancias que mantienen el actual sistema de alianzas, podrían cristalizar muy pronto en la organización de un orden político y económico de insospechado poderío. Los países occidentales deben tomar nota de ello y orientar su política de tal modo que no puedan ser considerados como enemigos inevitables de los pueblos afro-asiáticos. Parece indudable que estos dejarán de ser en breve plazo instrumentos de Occidente; sería, pues, una política sabia y prudente aceptar a tiempo una situación inevitable y contribuir a disipar las tenazas recelos del pasado.
La consolidación de los bloques
Buenos Aires, jueves 12 de mayo de 1955
Coincidiendo con la celebración del décimo aniversario de la victoria de los aliados sobre las fuerzas de la Alemania nacionalista-socialista, los bloques en que ahora se dividen los que antaño se aliaron frente a Hitler prepáranse para consolidar su organización, primero, y para pactar las condiciones de la coexistencia pacífica, después. Constituye un motivo de regocijo, sin duda, comprobar que comienzan a iluminarse algunos de los senderos que pueden conducir a la paz, pero no es posible ocultarse que, entretanto, se delimitan y precisan las fronteras de dos mundos hostiles. Acaso estemos en vísperas de la concertación de una tregua; mas era menester tener presente que los esfuerzos en favor de la paz deberán tender a disolver aquella hostilidad, que promete tiempos sombríos para un futuro no muy lejano.
Diversas gestiones buscan en este instante resolver las situaciones de mayor apremio. Mientras el delegado de la India entre las naciones unidas, el Sr. Menon, viajar a Pekín para proseguir las conversaciones de su gobierno con el Sr. Chou En-lai, ha reiterado este al encargado de negocios británicos su decisión de facilitar la concertación de negociaciones directas con el gobierno de Washington. Pero repentinamente la tensión ha vuelto a desplazarse de los problemas asiáticos a los problemas europeos, con motivo de análogas gestiones para una conferencia de paz entre Moscú y las potencias occidentales. Diversas circunstancias confieren a este hecho una extraordinaria significación.
Pese a algunos entorpecimientos y dilaciones, las reuniones de los embajadores en Viena parecen haber alcanzado un resultado satisfactorio y se espera con suficiente fundamento que a fines de la semana puedan los ministros de Relaciones Exteriores de las cuatro potencias ultimar el problema de Austria. Entretanto, el de la Unión Soviética, por una parte, y los de Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña, por otra, trabajan activamente por afianzar la organización de sus respectivos bloques. Cuando se encuentren en Viena y cuando conferencien ulteriormente en la esperada reunión de los jefes de gobierno, sus palabras estarán respaldadas no solo por la fuerza de sus propios países, sino también por la de las alianzas que representan.
En París se han celebrado en los últimos días algunos actos de gran trascendencia. Finalmente, y tras largos esfuerzos, se logró constituir la Unión Europea Occidental con la participación de la República Federal Alemana, que la víspera había recuperado su soberanía. Dos días después se la incorporó a la alianza del Atlántico Norte, en un acto solemne en el que se reafirmó la solidaridad de sus integrantes. Y al deliberar sobre la política a seguir en lo futuro, se convino en la necesidad de provocar una reunión de los jefes de Gobierno de las cuatro grandes potencias, para lo cual acaba de cursarse la correspondiente invitación a Moscú.
Tal paso, de innegable trascendencia, solo ha sido posible al cabo de diversas gestiones y luego de delicados reajustes de los puntos de vista de cada uno de los gobiernos interesados. Sin duda fueron Francia y Gran Bretaña quienes más insistieron en la necesidad de una conferencia tan pronto como se ratificaron los Acuerdos de París. A la insistencia del entonces jefe de gobierno inglés, Sir Winston Churchill, opuso el presidente Eisenhower ciertos reparos derivados de la política que por entonces seguía el gobierno norteamericano; pero ante nuevas presiones británicas, el presidente de los Estados Unidos ha terminado por ceder. Sin duda no han sido esas las únicas razones que han movido al general Eisenhower. El mismo había manifestado una actitud menos rígida en los últimos tiempos y especialmente después de la llegada del mariscal Bulganin al poder; pero, además, parece haber gravitado en su ánimo la certidumbre de que esta vez es posible tratar con el gobierno soviético con mayores garantías que en otras ocasiones, y que las conversaciones podrían dar buenos resultados. Además, el aire más franco y explícito que parece predominar en los círculos gubernamentales de Moscú ha estimulado una decisión cuyas perspectivas parecen halagueñas.
Ciertamente, el gobierno soviético había dejado entrever que aceptaría la invitación. Su actitud frente al problema de China y al de Austria reveló un viraje fundamental con respecto a su política de los últimos tiempos, y es lícito suponer que algunos problemas internos de imprevisible gravedad lo predisponen a aligerar la tensión internacional. De ese modo, obtenida la anuencia de los gobiernos de Washington y Moscú, es previsible que la proyectada conferencia se celebre próximamente.
Pero las perspectivas de la conferencia -con ser satisfactorias- no llegan a disipar las sombras que rodean la situación internacional. La invitación de las potencias occidentales ha surgido de una reunión del Consejo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en la que, además, se han estudiado otros muchos puntos relacionados con la seguridad militar del bloque occidental. En ella ha declarado el secretario de Estado norteamericano que “la política básica de la Unión Soviética no ha cambiado”, y los demás oradores se han regocijado de la incorporación de Alemania a causa del apoyo que significa para la defensa del oeste de Europa y la causa de la libertad. Seguramente por eso, por la sensación del peligro y por la certidumbre de que ya es posible afrontarlo con más calma, los estadistas occidentales han formulado la invitación al jefe del gobierno soviético para la celebración de una conferencia destinada afianzar la paz.
Pero el jefe del gobierno soviético no recibirá la invitación en su despacho del Kremlin sino en Varsovia, donde se encuentra reunido con los jefes de los gobiernos de los países satélites para deliberar acerca de las perspectivas militares que se ofrecen al bloque oriental. Las mismas intenciones agresivas que los gobiernos occidentales atribuyen a los orientales, adjudican estos a aquellos. De la conferencia de Varsovia saldrá constituido el ejército único y sin duda quedará establecido el cuartel general y el nombre del comandante en jefe, cargo que ya se da por adjudicado al mariscal Konev. Y mientras se realizan estas deliberaciones y se escuchan discursos como el que ayer pronunció Bulganin en la capital polaca o el que dijo el domingo en Berlín el mariscal Zhukov, resolverá el jefe del gobierno soviético acudir a la cita ofrecida por los estadistas occidentales, dispuesto sin duda hacer valer las fuerzas que lo respaldan a no ceder sino en cuestiones de detalle. La conferencia dará seguramente algunos frutos, pero es necesario que se haga aún mucho más si se quiere prevenir la explosión de una guerra absurda.
Fuera de los problemas del desarme -en relación con los cuales ha comenzado a circular un proyecto británico de ensayo aplicado ambas zonas de Alemania-, ocupará la tensión de los estadistas el problema de la unificación de Alemania y el de la situación de los países satélites de la Unión Soviética. La aparición de este último asunto en el temario rebelaría, si se confirma, la posibilidad de un nuevo planteo en lo que concierne a la seguridad europea. Desde el comienzo de las negociaciones sobre Austria ha empezado a entreverse una salida mediante la creación de una zona neutralizada entre ambos bloques. De constituirse el acuerdo de Viena, quedaría Austria en situación de neutral, condición esta que se trataría de extender a otros territorios. No sería difícil que por esa vía pudiera llegarse a una efectiva disminución de la tensión.
Cuando la conferencia de los “cuatro grandes” se realice habrá llegado el momento de estimar el alcance de la tregua que pueda lograrse. Pero es de desear que la opinión mundial se compenetre de la necesidad de superar el presunto conflicto entre los bloques, más allá de las soluciones parciales, pues su afianzamiento significará inevitablemente, más tarde o más temprano, la guerra. Bien venido, por consiguiente, este esfuerzo en favor de la paz, sobre todo si es el primer paso de una larga acción constructiva.
Buenos Aires, lunes 16 de mayo de 1955
Con la firma del tratado de paz suscrito entre Austria y las potencias que ocupaban su territorio desde 1945, finaliza una etapa dolorosa y difícil de la historia austríaca. Ocupado el país por los nazis en marzo de 1938, sobrellevó sus penurias con entereza. Acaso también con desesperanza. La República austríaca, creada por el Tratado de Saint Germain después de la Primera Guerra Mundial, se ha desenvuelto desde entonces en medio de las mayores dificultades económicas, sociales y políticas, como si no hubiera podido adecuarse al empequeñecimiento de su territorio y su destino. Mientras fue independiente estuvo constreñida por la estrechez de sus recursos y se vio sumida en una dura lucha de grupos y partidos que en ocasiones alcanzó caracteres trágicos. Viena perdió poco a poco su atmósfera finisecular, atmósfera de optimismo y confianza, espiritualidad y regocijo; saturada de recuerdos imperiales, colmada de encantos hechos a un tiempo de hondura y frivolidad, comenzó a tornarse la ciudad de la desesperanza, la que Graham Greene descubrió en “el tercer hombre”. Ya era así cuando la ocuparon las fuerzas de Hitler, y lo fue cada vez más a medida que trabajaron el ánimo de sus habitantes la guerra, la derrota y la ocupación.
Desde 1945 el territorio austríaco estuvo dividido en cuatro zonas, ocupada por fuerzas de cada una de las cuatro potencias aliadas vencedoras, y Viena resumió las angustias de todo el país soportando la vigilancia de tropas en cuatro uniformes que se desconfiaban recíprocamente y que, por el temor o la necesidad multiplicaban el peso siempre opresivo de la autoridad extranjera. Más de una vez creyó Austria, en los últimos años, que recobraría su soberanía y comenzó a acariciar la ilusión de lograr pronto con ella no solo su histórica dignidad, sino también el sosiego y el bienestar que anhelaba. Pero sus esperanzas fueron defraudadas en ocasiones sucesivas y se la consideró como un peón en un tablero en el que se entreveraban preocupaciones que le eran ajenas pero que interesaban más que su propia suerte a aquellos de quienes dependía su destino. Solo cuando se descubrió su posible neutralidad como prenda de equilibrio en el turbulento mar europeo, llegaron los ocupantes en su territorio a un acuerdo acerca de su independencia. Con exquisita e intencionada bonhomía, el gobierno de Moscú decidió restaurar la esperanza austríaca ofreciendo remover los obstáculos que él mismo había puesto en el camino de los acuerdos. Así, al cabo de diez años de ocupación, Austria ha experimentado el júbilo de ver reconocida su independencia y acaso dentro de muy poco tiempo vuelva a ser dueña de sus propios destinos.
Sus perspectivas son confusas. Parecería que sus recursos, estimulados primero por los alemanes y luego por el plan Marshall, fueran ahora mayores que en la época anterior a 1938. Pero han de constituir una carga pesada los pagos que se ha obligado hacer a la Unión Soviética y los gastos que le demandará el sostenimiento de sus propias fuerzas terrestres y aéreas. Con todo, la satisfacción que han experimentado los austríacos con motivo de la firma del tratado de paz revela que han recuperado su fe, y es de esperar que puedan sobreponerse a las responsabilidades que entraña la soberanía.
Toda Europa -y con ella el mundo entero- acompaña a Austria en su regocijo. Y no solo por la satisfacción que proporciona ver cómo se desvanece al fin una situación terriblemente injusta, sino también porque su caso constituye un signo de cierto cambio alentador en la situación mundial. Mientras se discutían los últimos detalles del tratado de paz, los cancilleres de las cuatro grandes potencias han convenido, en principio, en la realización de una conferencia de jefes de gobierno, a la que seguiría otra más externa de ministros de Relaciones Exteriores. Por lo demás, no son los únicos elementos de juicio que autorizan a pensar en la realidad actual de aquel cambio.
En efecto, tan peligrosa como pueda ser la consolidación de los bloques, es innegable que el tratado que acaban de suscribir los ocho países del grupo oriental está redactado en términos que permiten la prosecución y el ahondamiento de las conversaciones. Sin duda se formaliza la alianza política y militar que esos países tenía ya constituida, estableciéndose, además, el comando único. Pero no son desdeñables las disposiciones que constan en el tratado acerca del desarme, de los propósitos pacifistas y del mantenimiento de los principios que inspiran la carta de Naciones Unidas. Tales disposiciones no tienen, naturalmente, otro valor que el de meras declaraciones. Pero si se piensa que sustituyen a enunciados de carácter general que podrían ahondar el abismo existente entre los bloques, debe reconocerse que manifiestan un estado de ánimo dispuesto a aceptar el diálogo.
Y los términos de este parecen aclararse poco a poco. La Unión Soviética espera que la solución del caso austríaco sirva de modelo para otros acuerdos o, al menos, para otros planteos. En lugar de proseguir cada uno de los bloques sus gestiones para acrecentar el número de sus aliados, se trataría de consolidarlos en su estado actual y aun de disminuir su alcance en alguna medida, concediendo a los demás países un “status” de neutralidad. Con respecto a la posible aplicación de este criterio a una Alemania unida, acaba de manifestar el primer ministro francés, Sr. Faure, que el proyecto es utópico; pero no ha dejado por eso de seducir a muchos a quienes alarma la situación alemana, por los peligros que entraña y las inquietudes que ha de producir. Muchos franceses muéstranse entusiasmados ante la perspectiva de eliminar el riesgo de una nueva agresión alemana, sobre la base de cierta garantía de toda Europa, como resultaría ser el acuerdo entre los bloques para mantener la neutralidad alemana. Inglaterra, por su parte, ha propuesto hacer en Alemania el ensayo de desarme. Y no es inverosímil que los socialdemócratas, que tanto reprochan al Dr. Adenauer haber comprometido a la República Federal en la alianza occidental, se manifiesten bien dispuestos en el fondo a cualquier solución que asegure la unificación alemana, de la que han hecho el fundamento de su política.
De cualquier manera, tarde o temprano se abordará el tema, pues la neutralización de ciertas partes del mundo parece ser una de las pocas esperanzas que quedan para evitar que los bloques, ya consolidados, se repartan el universo y acrecienten sus posibilidades de conflicto. En tal sentido tiende a concretarse la opinión del Sr. Nehru, que confía en la formación de un anillo neutral compuesto por Albania, Yugoslavia, Austria, Alemania, Finlandia y los Países Escandinavos, como garantía para el mantenimiento de la paz.
Entretanto y mientras se prosiguen las gestiones para la solución del problema del estrecho de Formosa, la Unión Soviética, dedicada ahora de lleno al problema europeo, parece haber iniciado sus esfuerzos para dar un segundo paso en el plan de una neutralización de aquel tipo al anunciar la visita de los Sres. Khrushchev y Bulganin a Belgrado para conversar con el mariscal Tito, y todo hace suponer que, pese a los acuerdos existentes con los países occidentales, el gobierno yugoslavo está dispuesto a escuchar con la mayor atención a la delegación soviética.
Es imprevisible la actitud que han de adoptar los países interesados y los bloques como conjunto frente a la tentativa que nos ocupa, pero es innegable que el problema de Austria era, fundamentalmente, un problema europeo, y que su solución solo ha sido alcanzada como parte de un plan más vasto y de mayor trascendencia.
En torno a la conferencia de los cuatro
Buenos Aires, viernes 27 de mayo de 1955
El optimismo que despertó originariamente el anuncio de que se reuniría en breve plazo la conferencia de jefes de gobierno ha dejado paso en los últimos días a cierta incertidumbre. La buena voluntad que se presumía y la decisión de aplicarla al caso concreto de las deliberaciones entre los jefes de Estado parecen ahora menos evidentes que hace dos semanas, hasta el punto de que se ha comenzado a dudar del éxito de la reunión. En efecto, el gobierno soviético ha desencadenado una nueva ofensiva contra los Estados Unidos que no parece concordar con la insinuada buena voluntad ni puede estar destinada otra cosa que crear obstáculos para la futura conferencia.
El temario de la reunión -prevista en principio para julio próximo- comprende fundamentalmente los problemas europeos. Las dificultades que entrañan son, sin duda, considerables, y la desconfianza recíproca obliga a cada una de las partes a extremar sus precauciones para no ceder un paso sin adoptar las garantías pertinentes. Pero quizá se ocupe también de problemas asiáticos. Así acaba de insinuarlo el ministerio de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, comprometido en alguna medida en la ardua gestión que se realiza en estos momentos para lograr una aproximación entre Washington y Pekín. A la mediación del gobierno de la India se agrega la de otros países -los del Báltico, Birmania, la misma Inglaterra- y es posible que poco a poco se creen las condiciones favorables para que los gobiernos de China comunista y los Estados Unidos diluciden la candente cuestión del estrecho de Formosa.
Pero aunque Gran Bretaña lleve ese problema la conferencia de los jefes de gobierno, los temas fundamentales serán en ella los que se relacionan con la situación europea, que la Unión Soviética ha encarado en los últimos tiempos con interés vivísimo y con cierta novedad en los planteos. Las potencias occidentales han tomado nota cuidadosamente de las nuevas actitudes que se manifiestan en la diplomacia soviética. Suponen que provienen, en parte, de las condiciones críticas por que atravesaría el bloque comunista, cuya economía no solo no satisface las necesidades de las industrias livianas y pesadas, sino que no estaría en condiciones de soportar los preparativos para la guerra termonuclear. Pero están convencidas también -y así acaba de manifestarlo categóricamente el señor Dulles- de que proceden en cierta medida de la firmeza con que los países democráticos han enfrentado los últimos tiempos al bloque soviético, actitud de la cual consideran el primer fruto la independencia de Austria. Esta certidumbre parece mover a los gobiernos occidentales a perseverar en su línea de conducta, negándose a cualquier concesión unilateral.
Desde tal punto de vista ha comenzado a generalizarse la opinión de que es inadmisible el presunto proyecto soviético de crear una vasta zona neutral en Europa. Aunque acaso inspirado por el Sr. Nehru, el plan ha sido acogido por la Unión Soviética y se supone que será lanzado por ella en la conferencia de las cuatro potencias. Podría argumentarse largamente en favor de dicho plan desde el punto de vista teórico, pero es innegable que su éxito requiere una base de buena fe que no parecen sustentar por ahora las relaciones entre los dos bloques. En consecuencia, las potencias occidentales lo juzgan irrealizable y suponen que, de ponerse en práctica, redundaría exclusivamente en beneficio de la situación política y militar de la Unión Soviética en Europa.
Hay que señalar, sin embargo, que la primera impresión que causó el plan de neutralización de una zona divisoria entre los dos bloques fue más bien favorable. Solo a medida que se calculaban los riesgos posibles en el caso de que no se obrara de buena fe se ha ido desechándolo poco a poco, hasta rechazarlo categóricamente. El caso de Alemania, del que se cree fundadamente que sería traído inmediatamente a la mesa de las deliberaciones, entraña riesgos considerables y supone, en caso de que se discutiera, el debilitamiento de la Unión Europea Occidental, que tan trabajosamente acaba de constituirse. Por lo demás, Gran Bretaña ve con malos ojos una posible neutralización de Yugoslavia, que modificaría todo el sistema de seguridad en el Mediterráneo oriental. De ese modo, el proyecto no parece ofrecer a las democracias ninguna ventaja inmediata y si considerables peligros.
Pero con todo, el gobierno de Washington vio un aspecto del problema que merece ser destacado. Al admitir la posibilidad de considerar el proyecto soviético insinuó, simultáneamente, la ventaja de incluir en el temario de la conferencia de las cuatro potencias la situación de los países situados detrás de la “cortina de hierro”. Si la neutralización de ciertos Estados es inadmisible porque ofrece ventajas solo a una de las partes en conflicto, su estudio simultáneo con un plan de aligeramiento del control soviético sobre los países satélites podría ser de enorme interés para las potencias occidentales. Desde el punto de vista diplomático, el plan del gobierno de Washington es no solo sutil, sino también eficaz y justo. Como se ha señalado, la neutralización de la zona prevista en el proyecto soviético crearía una situación desventajosa para las potencias occidentales, sin agregarles ninguna garantía; esta situación cambiaría si se la combinara con un reajuste del régimen político de los países que, como Checoslovaquia o Hungría, han estado antes estrechamente vinculados al occidente europeo y se encuentran ahora totalmente apartados de él.
Acaso parezca absolutamente utópica la posibilidad de que la Unión Soviética acepte el planteo que se insinúa en Washington. Pero, de todos modos, por ese o por otro camino más practicable, se piensa en los ambientes vinculados al gobierno norteamericano que ha comenzado abrirse la posibilidad de forzar la situación de los países satélites de la Unión Soviética. No sería difícil que tuviera esta, tarde o temprano, que transigir con alguna solución que canalice hacia el Occidente la producción de varios de estos países, y ya ha señalado el presidente Eisenhower que los vínculos económicos constituyen sólidos apoyos para las gestiones diplomáticas y políticas.
Entretanto, la Unión Soviética ha acusado el golpe y ha reaccionado violentamente frente al contraproyecto norteamericano, imputando personalmente en “Pravda” a algunos altos funcionarios del gobierno de Washington el querer recuperar el control de ciertos intereses en Polonia, Checoslovaquia y otros países. El agrio tono personal de la ofensiva periodística soviética revela que el planteo norteamericano posee algún fundamento y acaso cierta lejana posibilidad de éxito.
Con todo, parece prematuro pensar que la Unión Soviética pueda ya vacilar frente a situaciones que no solo comprometerían su prestigio, sino también su seguridad. Por el momento las potencias occidentales han logrado equiparar su ímpetu pero no sobrepasarlo. Queda por ver si el sutil juego de proyectos y contraproyectos no termina por neutralizar las posibilidades inmediatas de la conferencia anunciada, que, aceptada oficialmente ayer en principio por una nota soviética que repite los consabidos ataques a la Unión, todavía habrá de esperar algunos trámites de cancillería antes de llegar a cuajar en realidad.
¿Cambio en la política soviética?
Buenos Aires, domingo 5 de junio de 1955
No es aventurado suponer que las últimas manifestaciones de la política soviética confirman la existencia de una transformación profunda de las direcciones predominantes en la época de Stalin. La intransigente prepotencia y el dogmatismo inflexible que caracterizaran la conducción de la política rusa durante los diez años que han seguido a la conclusión de la guerra parecen haber sido reemplazados por una mayor ductilidad teórica y práctica, aconsejada sin duda por las circunstancias internas tanto como por las presiones exteriores. Una desusada actividad en diversos frentes diplomáticos muestra a la Unión Soviética desviviéndose por alcanzar soluciones pacíficas para viejos problemas internacionales, algunos de ellos creados, directa o indirectamente, por la intemperancia de su propia política. Tras la benévola actitud demostrada en Viena y la relativamente flexible que puso de manifiesto en Varsovia, la Unión Soviética se prepara para discutir puntos trascendentales de su estrategia tradicional con el Sr. Nehru, que visitará en breves días a Moscú, mientras sus representantes se preparan en Londres para acordar la paz con el Japón. Parecería -y así ha sido señalado por algunos observadores- que existe cierta premura por resolver viejos problemas pendientes, cuyos planteos correspondieron a concepciones generales que o no comparten ya las autoridades soviéticas o les parecen excesivamente peligrosas. Dentro de ese plan, la visita de la delegación soviética a Belgrado constituye un fenómeno de la mayor importancia.
Vinculado a los planes pacifistas del Sr. Nehru, cuyo desarrollo prosigue con admirable tenacidad, el mariscal Tito tenía -y mantiene, según todo hace presumir- una posición singular dentro del panorama internacional. Decidido sostenedor de las soluciones socialistas, rompió con la Unión Soviética a mediados de 1948 a causa de ciertas situaciones que considero incompatibles con la soberanía de su país y el prestigio y autoridad del Partido Comunista yugoslavo. Desde ese momento, y con innegable discreción, se acercó a las potencias occidentales, ajustó sus relaciones económicas con ellas, buscó y ofreció soluciones para el problema de Trieste y viajó a Londres en visita oficial. Al mismo tiempo estrechaba sus relaciones con el señor Nehru, a quien visitó en su país, y precisaba sus puntos de vista mediante contactos personales con otros estadistas, fuera el teniente coronel Nasser, de Egipto, o el Sr. Gerstenmaier, de Alemania. De este modo, el mariscal Tito ha llegado representar, por la fuerza de las circunstancias y por la gravitación singular de su política, un puente natural entre dos áreas que han ido separándose poco a poco y han llegado creer que constituyen dos ámbitos políticos y culturales inconciliables.
Acaso esa circunstancia sea la que ha dado particular significación a la visita a Belgrado que acaban de llevar a cabo los funcionarios y políticos soviéticos. Sin duda era propósito de los visitantes tratar de acercar de nuevo a sus filas al mariscal Tito; aunque seguramente no creyeran en la posibilidad de que se incorporase ya al pacto de Varsovia recientemente establecido, todo hace suponer que les parecía posible una aproximación notable por la vía de la reconciliación entre los partidos comunistas, razón esta que explicaría la extraña precedencia concedida al Sr. Khrushchev sobre el jefe del Gobierno, mariscal Bulganin. Junto a esa finalidad, constituía otro de los propósitos del viaje el reafirmar la posición yugoslava ajustándola al tipo de neutralidad que la Unión Soviética ha concebido en los últimos tiempos como favorable a su propia estrategia. Pero de todos los móviles que han llevado a la conferencia de Belgrado, acaso el más importante sea el de hallar en el mariscal Tito el expositor objetivo y comprensible de la política occidental y el expositor fiel de los designios soviéticos. Para lograr esta semialianza, los negociadores rusos no han vacilado en reconocer la validez de las realizaciones socialistas del régimen yugoslavo, al que Moscú -por la poco disimulada vía del Cominform- acusara en 1943 con términos descomedidos y al que hoy ofrece la sorprendente satisfacción de enviarle en delegación los personajes más representativos del régimen. Es fuerza suponer, pues, que el gobierno soviético juzga elemental el restablecimiento de las relaciones con el de Yugoslavia, y espera de ellas algo fundamental para su política.
Si el alcance de la rectificación soviética es accesible a través del discurso pronunciado por el Sr. Khrushchev al llegar a Belgrado el 26 de mayo, las proyecciones del acuerdo logrado parecen menos visibles a la luz de las declaraciones suscritas por ambas partes. La rectificación soviética constituyó un acto de autocrítica -como los usuales dentro del Partido Comunista-, pero con la peculiaridad de que se eligió como responsable al ex jefe de la policía secreta Lavrenty Beria, aun cuando parece claro que la influencia predominante en aquel episodio -que tuvo estado público en una reunión del Cominform celebrada en Rumania- fue la del Sr. Zhdanov, por entonces alto funcionario de la oficina de política exterior del Kremlin. Admitida la responsabilidad rusa del episodio, se despejó el camino para fijar en la declaración final el principio de que son legítimas las diversas formas de realización del socialismo, lo que sin duda compromete gravemente las relaciones de la Unión Soviética con los países situados detrás de la “cortina de hierro” y con los partidos comunistas de todo el mundo.
En efecto, la influencia soviética se manifiesta, como es obvio, a través de los partidos comunistas. Pero es curioso que la Unión Soviética haya consentido formular aquella manifestación precisamente en circunstancias en que el Sr. Nehru -con quien las vinculaciones del mariscal Tito son conocidas- declara que la existencia del Cominform constituye un obstáculo sustancial para el mantenimiento de la paz, uno de cuyos principios es, en opinión del estadista indio, la prescindencia total de cada país en la política exterior de los demás. Este concepto fue destacado en las declaraciones que el Sr. Nehru suscribió con el Sr. Chou En-lai, primero, y con el mariscal Tito, después, y recibió su consagración en la conferencia de Bandung. Su aceptación por la Unión Soviética significaría una revisión fundamental de su política y una modificación profunda de la situación en algunos países.
Tal vez la Unión Soviética esté dispuesta a aceptarla y acaso también se disponga a dar otros pasos para disipar la atmósfera internacional. Una vez comenzada la revisión de la política de la era staliniana, es verosímil pensar que deban preverse planteos que en su momento no comportaban mayor peligro, pero que en la actualidad están llenos de riesgos para la Unión Soviética. Si así fuera, la firmeza de las organizaciones defensivas del mundo occidental permitiría ir ofreciendo progresivamente la posibilidad de tales revisiones. Es así probable que algún día parezca esta amenaza de hoy un peligro superado, un absurdo fantasma erigido sobre equívocos y simplismos y que estuvo a punto de provocar una catástrofe irreparable.
Buenos Aires, sábado 11 de junio de 1955
El viaje del primer ministro de la India a Moscú constituye uno de los acontecimientos más trascendentales de la actividad diplomática de los últimos tiempos. La opinión mundial sigue con extrema curiosidad el desarrollo de las gestiones que el Sr. Nehru viene cumpliendo hace ya varios meses en favor de la paz, y la Unión Soviética parece haber atribuido a su visita una importancia excepcional, a juzgar por el desusado recibimiento que sus autoridades le han hecho. “Tengo la convicción -ha declarado el Sr. Nehru- de que mi viaje será útil para las relaciones entre nuestros dos países”; pero es obvio que el objeto de las conversaciones que el estadista indio se propuso mantener el Moscú es más amplio de lo que da a entender esa manifestación.
En efecto, las gestiones que ahora emprende personalmente en la capital soviética el Sr. Nehru no pueden aislarse de las pacientes y prolongadas negociaciones que viene realizando en las últimas semanas su asesor para cuestiones internacionales, Sr. Krishna Menon. Como se recordará, este último fue invitado por el Sr. Chou En-lai, en ocasión de la conferencia de Bandung, a trasladarse a Pekín con el objeto de cambiar opiniones acerca del candente problema del estrecho de Formosa. El viaje del estadista indio se extendió algo más de una semana y tuvo como corolario la liberación de cuatro de los aviadores norteamericanos que estaban prisioneros en la China comunista. Poco después el Sr. Menon se dirigió a Londres, donde sostuvo prolongadas conferencias con los Sres. Eden y Macmillan, luego de las cuales acaba de emprender viaje con destino a Ottawa y Washington. Así, los dos más autorizados representantes de la política exterior india estarán conversando aproximadamente en los mismos días con los jefes de las dos grandes potencias, cuya mutua desconfianza y cuya virtual hostilidad comprometen la paz del mundo.
La diplomacia india se ha propuesto facilitar el camino para un entendimiento entre los países que encabezan los dos bloques en conflicto, afrontando los problemas concretos que en Asia y en Europa los oponen y sugiriendo soluciones reales. Pero el procedimiento seguido parece ser singularmente sutil. Tras muchos esfuerzos vanos, el Sr. Nerhu parece haberse convencido de que cualquier fórmula carecerá de valor mientras cada una de las partes en conflicto no se persuada de que la otra obra de buena fe y se dispone a cumplir los compromisos que acepta contraer. En consecuencia, su propósito, y el de su diplomacia, consiste fundamentalmente en afianzar la convicción de que es falso el principio de que “es imposible negociar”, y de que, por el contrario, hay muchas posibilidades de establecer puntos de coincidencia entre las potencias hostiles. El papel del negociador, del intermediario, parece ser, a los ojos del gobierno indio, no el del experto diplomático que propone fórmulas aceptables para ambas partes, sino el del autorizado justiciero que procura demostrar a los dos litigantes que ninguno de ellos posee la totalidad de la razón, predisponiéndolos, en consecuencia, adoptar actitudes menos radicales y más conciliatorias. Cada una de estas que se logre, vale a sus ojos más que cualquier sugerencia más o menos equívoca, porque contribuye más al restablecimiento de la confianza, último y fundamental objetivo de su gestión.
Se ha definido la política internacional de la India como “una acción catalizadora”, y la caracterización parece justa. Un enorme esfuerzo se ha realizado ya para preparar el camino de ciertas soluciones; otros igualmente denodados están efectuando en estos instantes los Sres. Nerhu y Menon. El hecho es significativo, sobre todo si se piensa que nada, sino el beneficio colectivo de la paz, puede perseguir un país como la India, abismado por sus inmensos problemas internos y constitutivamente alejado de todo propósito de hegemonía material. Y no sería hacerle un reproche poder decir de él que aspira a una suerte de hegemonía moral, pues con ello se haría, por el contrario, su mejor elogio.
Cabría abrigar el temor de que una conducta tan desinteresada y magnánima como la que ha adoptado el Sr. Nerhu pecara de utópica y se manifestara a través de una estrategia equivocada. Pero lo cierto es que la política de pacificación -más que de neutralización- que persigue parece imponerse poco a poco gracias a esa actitud y a la justeza de los procedimientos. El sentimiento que Gandhi poseía de la inmensa fuerza escondida en la buena fe se ha transmutado de curiosa manera y ha teñido los procedimientos de la cancillería de nueva Delhi.
Sin duda, la diplomacia india ha comenzado a hallar un terreno mejor preparado que antes para su acción. Las actitudes últimas del presidente Eisenhower y de los demás responsables de la política exterior norteamericana han empezado a mostrar una flexibilidad que antes no exhibían, y que parece ser compatible con la firmeza de ciertas posiciones defensivas. Por su parte, Gran Bretaña y Francia se han mostrado bien dispuestas para las gestiones de acercamiento, en tanto que en el otro extremo la Unión Soviética y la China comunista han comenzado a sorprender al mundo con gestos que parecían inconcebibles en ellas. Así, la solución del problema austríaco, la aproximación a Yugoslavia, la incitación a Rumania y Bulgaria para que busquen la alianza con los demás países balcánicos y, finalmente, la invitación al Sr. Adenauer para que visite a Moscú, son hechos que muestran a la Unión Soviética en un juego político más abierto, destinado sin duda defender sus intereses, pero por una vía que no es aquella a que habituó al mundo y que se caracterizaba por una mezcla de arrogancia y de mala fe. La China comunista, que ha sido siempre más sinuosa en su política, declaró en la conferencia de Bandung que estaba dispuesta al diálogo con el gobierno de Washington, y acaba de dar -con la liberación de los cuatro aviadores- un paso muy significativo para establecer la confianza en sus procedimientos.
Así, la línea de la diplomacia india comienza triunfar, en parte por obra de ella misma y en parte gracias al lento avance de sus puntos de vista. Acaso el gobierno de Nueva Delhi tenga que convencer a algunos todavía de que su aproximación a la China comunista es solo un paso para ajustar cierto equilibrio que, en su opinión, no correspondía a la realidad. Piensa resueltamente el Sr. Nerhu que es imposible mantener la ficción en virtud de la cual el gobierno de Pekín está ausente de las Naciones Unidas. Pero esta idea, que ha sido apoyada por Gran Bretaña y que cuenta a su favor con muchas otras opiniones, no debe ser considerada necesariamente como un ataque a los Estados Unidos. El gobierno indio cree que apoyar a la China comunista es, a la vez, un acto de justicia y un acto de sabiduría. Quizá no se tarde en comprender en todas partes, y acaso coincida ese descubrimiento con una repentina distensión de muchas actitudes que demoran la ansiada terminación de la compleja situación actual.
Buenos Aires, sábado 2 de julio de 1955
La actitud del Parlamento de la República Federal Alemana con respecto al proyecto de organización militar presentado por el canciller, Sr. Adenauer, y las reticentes manifestaciones del Sr. Molotov en relación con la cuestión alemana, vuelven a poner sobre el tapete el grave problema del destino inmediato de una nación cuya potencialidad y situación constituyen elementos fundamentales con los que debe contar cualquier reajuste de la situación general de Europa. En vísperas de la conferencia de Ginebra, anunciada para el 18 del actual, el problema alemán, que parecía haberse orientado hacia una solución, ha tornado a oscurecerse, erigiéndose otra vez como un difícil obstáculo para el aflojamiento de la tensión internacional.
Como es sabido, la República Federal Alemana obtuvo su soberanía a raíz de los pactos de París, y contrajo entonces la obligación de incorporarse al sistema de defensa occidental. Ingresó en la Organización del Tratado del Atlántico Norte y fué autorizada para rearmarse, comprometiéndose a reclutar una fuerza de medio millón de hombres. Pero el Sr. Adenauer no logró fácilmente en el Parlamento la ratificación de los tratados, pues a la decidida oposición de los socialdemócratas se sumó la de algunos de sus propios partidarios, que manifestaron serios escrúpulos frente a las responsabilidades que el Estado alemán contraía. El canciller alemán logró entonces sortear las dificultades, pero sin duda crecieron las reticencias entre los hombres de su propio partido, preparándose así la crisis que acaba de presentarse.
En efecto, para afirmar su política dentro del bloque occidental y consolidar la orientación internacional de su gobierno, el Sr. Adenauer apresuró, la organización del ejército alemán mediante un proyecto por el cual se creaba, antes de llegar al servicio militar obligatorio, un ejército de voluntarios. De ese modo pensaba poner en marcha un plan que había merecido serias objeciones y contaba con la opinión adversa de una fuerte minoría opositora y aun de algunos sectores de los partidos que constituyen la alianza gubernamental. Estas fuerzas políticas confiaban acaso en que se demorara el rearme y tal vez esperaban que el tiempo desvaneciera el proyecto del canciller; pero ante la decisión con que éste abordó el problema y buscó el procedimiento para llevarlo a la práctica dentro de los límites posibles, han vuelto a reagruparse y han afirmado su opinión frente al proyecto gubernamental.
En términos generales, son imprevisibles las consecuencias que puede tener la decisión adoptada por el Parlamento, de acuerdo con la cual debe volver a comisión la proposición del primer ministro. Frente a quienes prevén que podría desencadenarse una grave crisis política, que llegara a comprometer la estabilidad del gobierno mismo, hállanse los que tienen fe en la habilidad y el talento táctico de Adenauer y creen que en definitiva, tras el nuevo examen del proyecto, éste dará al canciller germánico la fuerza a que aspira. Pero mientras esto ocurra, si ha de ocurrir, lo más molesto puede ser la repercusión del hecho en la orientación de la política internacional de la República Federal Alemana, y aun en la situación general que deben analizar en su entrevista de Ginebra los jefes de gobierno que se reunirán el 18 del actual.
Invitado por el gobierno de Moscú a visitar la capital soviética, el Sr. Adenauer mantuvo últimamente algunas entrevistas importantes con los estadistas occidentales que se reunieron con motivo de la celebración del décimo aniversario de las Naciones Unidas. Todo hacía suponer que el canciller de Alemania Occidental podía garantizar la posición del bloque a que se había incorporado con respecto a la actitud y al destino de su país. Pero la decisión del Parlamento deja en descubierto, aunque sea temporariamente, al jefe del Gobierno y lo obliga a un nuevo esfuerzo para mantener su posición.
Lo que mayor gravedad presta a esta situación es el peculiar giro que han tomado las negociaciones con respecto a Alemania en vísperas de la conferencia de Ginebra. No hace mucho, se tuvo la certidumbre de que el gobierno soviético se había hecho cargo de la tesis de la neutralidad alemana, tesis que estaba incluida dentro de otra más general en el mismo sentido y a la que el gobierno soviético concedía especialísimo interés. Pero la opinión del gobierno alemán occidental se manifestó claramente en contra de aquella solución, y encontró apoyo resuelto en los demás gobiernos del bloque occidental, que consideraron ilusoria, injusta y peligrosa la neutralización de un país como Alemania. Justamente, no hace muchos días, el canciller francés, Sr. Pinay, refirmó en San Francisco el repudio de su gobierno a esa política.
Entretanto, y acaso como una respuesta, el gobierno soviético adoptó frente al problema alemán una extraña postura, que llenó de sorpresa a los estadistas occidentales. De manera indirecta comenzó a restar importancia al asunto, en tanto que —valiéndose de la circunstancia de no preverse temario para la reunión de Ginebra— volvía a destacar la significación y urgencia de la cuestión asiática. Todo hizo pensar que el Sr. Molotov se preparaba para silenciar el problema alemán en la futura reunión de jefes de gobierno, y no han bastado para disipar esa suposición algunas vagas indicaciones hechas con posterioridad a su discurso de San Francisco. Frente a esa actitud, el señor Dulles acaba de declarar no sólo que considera de la mayor importancia el análisis de las posibilidades de unificación de Alemania, sino también que cualquier intento de soslayarlo por parte de la Unión Soviética ha de constituir una prueba irrecusable de insinceridad con respecto a la declarada decisión de contribuir a aliviar la tensión internacional.
En tal situación, la actitud del Parlamento de la República Federal Alemana dilatando la formación del ejército voluntario constituye un impacto gravísimo sobre el frente de las potencias occidentales. Sería exagerado considerar esa medida como un éxito diplomático indirecto de Moscú, puesto que es innegable que han contribuido a su adopción decisivas razones de política interna alemana. Pero, de cualquier manera, será imprescindible reordenar la estrategia de la conferencia con respecto al problema alemán, cuya solución está destinada inevitablemente a robustecer o a debilitar la posición de los bloques, según el sesgo que la solución tome. Los contactos, por lo demás, prosiguen y la alternada exposición de las ideas respectivas va esclareciendo el sentido de las actitudes hasta cuando intentan disfrazarse de uno u otro modo. La misma subordinación de la visita de Adenauer a Moscú a gestiones previas, según la respuesta de Bonn, y el deseo de no hacerla antes de la reunión de Ginebra, ya evidente, permiten confiar en que no sea posible eludir por mucho tiempo el arduo problema que nos ocupa.
Buenos Aires, viernes 22 de julio de 1955
Ya parece evidente que los dos primeros asuntos del temario de la conferencia que celebran, en Ginebra los Jefes de gobierno de las cuatro grandes potencias serán dejadas de lado para que los sometan a más despaciosa consideración los cancilleres y los expertos. En efecto, tanto en lo que concierne al problema de la unificación de Alemania como en lo que respecta al sistema de seguridad colectiva, los jefes de las delegaciones han hecho cuanto podían, enunciando los puntos de vista de sus gobiernos, escuchando los de los demás y tratando de aclarar las objeciones que cada exposición suscitaba. Ciertamente, no se ha llegado a ningún acuerdo, pero no es menos cierto que han comenzado a verse determinadas posibilidades de acercamiento entre las posiciones, que, aunque lejanas, confortan el ánimo.
En términos generales, los occidentales coinciden en la necesidad de llegar primeramente a la unificación de Alemania. Aunque hay entre ellos algunas divergencias, están de acuerdo en que el mantenimiento de la división será un peligroso obstáculo para la gestión de cualquier plan destinado a consolidar la seguridad colectiva. Sobre la manera de alcanzar aquel objetivo parece no haber, empero, coincidencia absoluta. Francia se ha manifestado partidaria de una organización general de seguridad en la que entraría Alemania sometiéndose a cierto sistema de restricciones comunes. Por su parte, Gran Bretaña apoya lo que se ha llamado el plan Eden, que el actual primer ministro británico formuló el año pasado, y según el cual se uniría a Alemania con las cuatro grandes potencias para la realización de un progresivo programa de desarme. El Sr. Eden señaló, al exponer su proyecto, que es menester estar dispuestos a “estudiar la posibilidad de una zona desmilitarizada entre el Este y el Oeste en Europa”, punto de vista que, como se sabe, es grato a la diplomacia soviética, pero del que se dice que ha merecido ahora cierto apoyo del gobierno de Washington.
El punto de vista de los Estados Unidos no se ajusta exactamente a ninguno de los dos planes y la delegación norteamericana ha disentido explícitamente con el que expuso el señor Faure. Con vigoroso empeño ha señalado el presidente Eisenhower que la Organización del Tratado del Atlántico Norte no está movida por propósitos agresivos, sino que fue concebida precisamente para afianzar la paz, circunstancia que permite, en su opinión, la inclusión de una Alemania unificada, sin que ello represente peligro alguno para la Unión Soviética y el bloque oriental. Pero, con sus colegas occidentales, afirma el presidente de los Estados Unidos que es previa a todo esfuerzo en favor, de la seguridad y el desarme la conclusión de los arreglos del problema alemán.
En este último punto es categórica su disidencia con la Unión Soviética. El mariscal Bulganin manifestó que, a su juicio, sólo tras la solución de los problemas de la seguridad y el desarme era posible encarar la cuestión alemana. Pero los pasos que propuso para avanzar en esas cuestiones previas no son utópicos ni desaforados. Señaló la necesidad de una primera etapa en que el acuerdo se realizaría entre los dos bloques militares existentes —el de la NATO y el del Pacto de Varsovia— y de una segunda en la que, alcanzado el acuerdo preliminar, desaparecerían ambas organizaciones para ser reemplazadas por un sistema europeo de seguridad. Sólo entonces se afrontaría la unificación de Alemania.
Tras los primeros cambios de ideas, ha quedado en evidencia que los dos primeros puntos del temario, el que concierne a Alemania y el que se refiere a la seguridad colectiva, no son en realidad sino uno solo. Con ese enfoque han comenzado a ser estudiados por los cancilleres, y no es demasiado optimismo admitir que parece posible encontrar alguna fórmula para aproximar los planes orientales y occidentales. En el fondo no difieren sino en el sistema de garantías que exigen las partes en conflicto, y las conversaciones diplomáticas, pausadamente conducidas, pueden ajustar sus términos. Sólo se requiere que persista el clima de buena voluntad que ha comenzado a constituirse en los últimos tiempos y que en Ginebra se ha acentuado notablemente.
Acaso sea ese ya el rasgo más característico de la conferencia. Al inaugurarla, declaró el presidente Eisenhower que, aun descontando que no podría llegarse en el breve plazo fijado para las conversaciones a conclusiones definitivas, podría sin duda crearse en ella “un nuevo espíritu que haga posible la solución en el futuro de los problemas que nos incumben y, cosa no menos importante, podamos tratar ahora mismo, en Ginebra, de dar el primer paso por un nuevo sendero hacia una paz justa y duradera”. La manera de conducirse las negociaciones y la flexibilidad para sortear los mayores escollos prueban que el nuevo espíritu a que aludía el mandatario norteamericano ha comenzado a presidir el debate. Y el propio general Eisenhower ha introducido en él algunos elementos que no actúan de ordinario en esta clase de asambleas.
En efecto, el antiguo comandante en jefe de las fuerzas aliadas del frente occidental durante la última guerra mundial ha apelado a su vieja amistad con el mariscal Zhukov para que éste garantizara su antigua y no desmentida sinceridad. Así comprometido, el general Eisenhower ha declarado solemnemente que los Estados Unidos no abrigan intenciones agresivas con respecto a la Unión Soviética y que la Organización del Tratado del Atlántico Norte no ha sido constituida para atacarla. Al reiterar que nada debe temer la Unión Soviética de los países occidentales, el mandatario norteamericano ha ofrecido una magnifica profesión de fe republicana y democrática, presentando el testimonio de las instituciones de su país como prueba irrefragable de la imposibilidad de que el Gobierno desencadenara una guerra ofensiva que repugnaría al pueblo.
El mariscal Bulganin agradeció las manifestaciones del general Eisenhower y declaró que estaba persuadido de su sinceridad. Cualquiera, sea el resultado concreto que se alcance en esta ocasión, acaso lo más importante sea que se mantenga abierta la posibilidad del diálogo. Nada hace suponer que las posiciones sean absolutamente irreductibles, y queda entonces en pie la esperanza de que se puedan suavizar muchas asperezas, y se descubran fórmulas de conciliación para los graves problemas que separan a los dos grandes bloques.
La conferencia de los “cuatro grandes”
Buenos Aires, lunes 18 de julio de 1955
La conferencia que hoy se inicia en Ginebra con la presencia del presidente de los Estados Unidos y los primeros ministros de la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia, concentra en la ciudad que fue otrora escenario de grandes debates internacionales la atención del mundo entero, anhelante de una solución para el angustioso problema de la paz amenazada. Descartada más de una vez por las escasas perspectivas que parecía ofrecer, la conferencia de jefes de gobierno fué preconizada reiteradamente por los estadistas que suponían que, antes de llegar a las soluciones concretas, se necesitaban acuerdos generales sobre la posibilidad de la coexistencia pacífica entre el mundo comunista y el mundo democrático. Sir Winston Churchill insistió muchas veces en las ventajas de su celebración, y seguramente mirará con melancolía esta oportunidad en que le está vedado acudir a un coloquio de resonancia mundial para buscar un poco de claridad en el oscuro panorama de las relaciones internacionales. Pero mientras ejerció la dirección política del Reino Unido, consideraron prematuro sus colegas occidentales suscitar un encuentro con el jefe del gobierno soviético. Ahora, en cambio, la ocasión ha sido juzgada oportuna. Las democracias de Occidente han fortalecido sus vínculos y pueden presentar un frente poderoso y unido que no incitará al gobierno del Kremlin a reiterar sus viejos ardides. Parece llegada la hora de hablar, y en la vieja ciudad helvética se han de escuchar voces que acaso renueven el tortuoso planteo de las cuestiones en litigio, repetido durante diez años con infinitas variantes, destinadas casi siempre a sortear más que a buscar las soluciones.
En vísperas de la partida, el general Eisenhower y el mariscal Bulganin han formulado medidas y meditadas declaraciones a fin de que sus puntos de vista queden aclarados desde un principio. La opinión ya generalizada de que no deben esperarse revelaciones sensacionales de la conferencia de Ginebra ha sido confirmada por las manifestaciones de las dos estadistas. Es evidente que se procura sortear los temas más concretos y candentes y mantener el intercambio de ideas en el terreno de los temas generales. Nada se dice acerca de la cuestión asiática ni tampoco del caso alemán, del que, sin embargo, se espera que constituya un punto importante de los debates. Los jefes de las dos grandes potencias que encabezan los bloques en conflicto parecen preferir las cuestiones previas, especialmente la del desarme y la de la seguridad colectiva. Todo induce a suponer que sobre esos asuntos se producirá el sondeo recíproco, la mutua indagación de las intenciones profundas.
En efecto, las declaraciones de ambos estadistas insisten en destacar las dudas que cada uno de ellos abriga acerca de la sinceridad de los designios pacifistas del otro bloque. El tema es viejo. Toda la historia diplomática y política de los diez años que han transcurrido desde la conclusión de la guerra ha estado movida por esta desconfianza recíproca, por esta incertidumbre acerca de las posibles añagazas que pudieran disimularse tras las palabras o los actos del adversario. Pero es justo señalar que, si generalmente el tono de las manifestaciones de antaño permitía suponer que tras la duda se escondía la seguridad del peligro, esta vez las palabras de los dos estadistas traslucen la esperanza de que sea auténtica la voluntad de entendimiento y franco el designio de pacificación.
La candidez no es una virtud recomendable en política. Pero en ocasiones puede la excesiva suspicacia malograr las oportunidades que, por el azar de las circunstancias, se ofrezcan para resolver los desacuerdos. Los conflictos no están necesariamente en la naturaleza de las cosas, sino que suelen ser hijos de determinadas situaciones internas de cada una de las partes o responder a definidas situaciones recíprocas. Es aconsejable atender a la modificación de esas coyunturas. Si acaso se hubiera producido un cambio en la que suscitó la tensión que ha agobiado al mundo durante una década, seria inútil y pernicioso persistir en posiciones que, extremadas, no pueden sino desembocar en la violencia. Esta certidumbre parece haberse hecho carne en los estadistas que comenzarán hoy sus conversaciones en Ginebra, bajo la expectante mirada del mundo.
Es imprevisible determinar qué signo espera cada uno de los interlocutores de tan alto coloquio para persuadirse de que obra en el otro una acendrada buena fe. Pero sin duda ya a estas horas han indagado unos y otros qué circunstancias pueden estimular las previsibles actitudes frente a las cuestiones disputadas. Desde el punto de vista de las potencias occidentales, la Unión Soviética no sólo desea, sino que necesita un cambio en las situaciones internacionales suscitadas en diversos frentes. En su opinión, no sólo ha sido dejada de lado la política staliniana, sino que no podría volver a insinuarse. Extremando este punto de vista, alguien se ha atrevido a hablar de la debilidad de la Unión Soviética, interpretación que ha causado profundo desagrado en Moscú. Pero no es necesario pensar en el debilitamiento del poder militar para que aquella opinión conserve algunos visos de verdad. Basta con suponer que, dentro de una amplia perspectiva, se hayan calculado los beneficios y los inconvenientes de una política de agresión para que sea lícito admitir que, a estas horas, ha modificado la Unión Soviética sus planteos internacionales. Si así fuera, quizá no sería ingenuo admitir que esta vez hay un sincero deseo de paz y un firme propósito de allanar los obstáculos que impiden llegar a ella por parte del gobierno del Kremlin.
Quienes estamos persuadidos de que las potencias occidentales no han abrigado durante estos diez años ningún designio agresivo frente a la Unión Soviética, juzgamos que aquella circunstancia permite, aparentemente, admitir que el momento es oportuno para plantear los problemas básicos de la paz: el de la seguridad colectiva y el del desarme. No son cuestiones fáciles, ni concluye con ellas, aun cuando se avanzara en sus soluciones, el esfuerzo necesario para alcanzar la plena pacificación anhelada. Pero es innegable que, en un ambiente de recíproca confianza, pierden categoría los problemas concretos que separan a los bloques en presencia. Más aun, si de algo podemos estar seguros es de que ni la cuestión alemana ni la situación asiática serán resueltas mientras cada una de las partes interesadas sospeche que compromete sus posiciones decisivas en maniobras parciales de incierto alcance.
Es correcto, pues, que se mantenga la discusión en el plano de los aspectos básicos, mientras la preocupación fundamental de cada bloque sea la del estado de ánimo de quienes dirigen el otro. En ese trasiego de opiniones, es verosímil que se alcance la certidumbre de que el entendimiento es posible. Entonces, y sobre la común predisposición favorable, habrá llegado el momento de abordar las cuestiones concretas. Todas las esperanzas están puestas en que los cuatro estadistas que hoy comienzan el coloquio ginebrino puedan llegar a superar la desconfianza que hasta ahora ha abrigado cada uno de los respectivos bloques acerca de los móviles íntimos del otro.
Una victoria sobre el escepticismo
Buenos Aires, martes 26 de julio de 1955
La conferencia de Ginebra, cuyas sesiones acaban de cerrarse tras una semana de intensa actividad, ha colocado los más graves problemas internacionales bajo una nueva luz, y es posible esperar ahora que se aclaren muchas situaciones oscuras, cuyas sombras han pesado sobre el espíritu durante diez años. No sería justo extraer esta conclusión de los resultados concretos obtenidos por los jefes de gobierno de las cuatro potencias en sus deliberaciones. Pero nadie estaba autorizado a esperar soluciones acabadas para tan intrincados y sutiles problemas. Lo importante ha sido el espíritu con que se ha desenvuelto el coloquio, los supuestos que se esconden tras ciertas frases, las actitudes sin las cuales no hubieran podido pronunciarse. El primer ministro francés, Sr. Faure, ha definido certeramente la conferencia y su valor al considerarla “una victoria sobre el escepticismo”.
Al juzgar las perspectivas de la reunión que acaba de terminar en Ginebra, fueron muchos los que se mantuvieron en la justificada desconfianza que los sucesivos fracasos suscitaron en la opinión pública mundial. Como ninguna situación se había modificado de manera radical y espectacular, pudo parecer que nada había cambiado. Pero importantes transformaciones se escondían en los pliegues de la política interna de algunos países y en los de las relaciones recíprocas, profundas y ricas en consecuencias, aunque no alcanzaran a trasuntarse en crisis observables a simple vista. El nuevo cotejo de opiniones estaba destinado a replantear los problemas fundamentales de la coexistencia mundial a la luz de esas situaciones re——— y al advertirse un nuevo tono en la polémica, se ha hecho visible que la desconfianza puede dejar pase a ciertas esperanzas, moderadas sin duda, pero estimulantes y benéficas, pues es sabido que el escepticismo ciega la imaginación, la fértil imaginación odiseica que busca y descubre las salidas de los más intrincados laberintos. No ha sido, pues, escaso el éxito de la conferencia ginebrina si, como ha dicho el Sr. Faure, ha logrado vencer al escepticismo.
Justo es decir que ha sido paladín de esa lucha el presidente de los Estados Unidos. Su apelación a la vieja amistad con el mariscal Zhukov, su declaración de que su país no atacará jamás a la Unión Soviética, su propuesta de que se intercambien secretos militares y el ferviente llamado para que se restablezca la comunicación entre los dos sectores del mundo que se mantienen aislados, han sido hechos sustanciales en la lenta recuperación de la confianza mutua. La voz del general Eisenhower ha sonado de un modo algo distinto de lo que era usual en los grandes debates diplomáticos. Es innegable que trasuntaba un sentimiento profundo y una tocante sinceridad, a la que no han sido insensibles los estadistas soviéticos, acaso bien predispuestos para acogerlos. Y como su voz no recitaba huecas fórmulas de compromiso, sino que expresaba proposiciones llenas de sensatez y susceptibles de ser estudiadas y recogidas, el coloquio diplomático ha entrado por una vía que el Sr. Eden ha llamado “el camino recto que conduce a la paz”.
Los tres interlocutores del general Eisenhower han revelado, sin duda, análoga actitud. Gracias a esa circunstancia el debate ha sido fluido, ha esquivado los problemas más espinosos y ha logrado una coincidencia acerca de ciertos puntos básicos. Las conversaciones sobre desarme, que en lo fundamental no están mal encaminadas a pesar de las inmensas dificultades que deben sortear, han sido giradas a la subcomisión pertinente de las Naciones Unidas, instruyéndose a los cancilleras para que vigilen y activen esas discusiones de acuerdo con el espíritu de la conferencia. Pero el problema fundamental que se encomienda a los ministros de Relaciones Exteriores es el de la unificación de Alemania y el de la seguridad colectiva, que ahora se plantea como uno e indisoluble.
En el documento producido por los cuatro jefes de gobierno se recogen todas las sugestiones formuladas en el transcurso de la conferencia acerca de la cuestión. Su mera enunciación conjunta revela que no se juzga imposible el acuerdo, y el examen de su significado acentúa esta convicción. No es seguro, ni siquiera verosímil, que este acuerdo se logre a plazo breve. Junto a las dificultades propias de la situación se acumulan las que han surgido y han de surgir entre los dos gobiernos alemanes. Pero aun así, si se salvan algunos obstáculos, no parece imposible que pueda hallarse una fórmula aceptable para ambas partes.
De todas maneras, el principal valor de la conferencia no reside ni siquiera en la posibilidad de hallar soluciones concretas a los problemas en discusión. Es bien sabido que la gravedad de los problemas no depende solamente de sus contenidos intrínsecos, sino de cierta carga política que puede o no atribuírseles. Si las conversaciones ginebrinas han logrado neutralizar la tendencia a transformar en casus belli cualquier pequeño incidente, es innegable que hay mucho tiempo por delante para resolver el litigio alemán, cuyas implicaciones son delicadísimas. Lo que es seguro es que se procura disipar la atmósfera de tensión, y con ello queda eliminada buena parte de la gravedad del problema europeo, pues en un ambiente de calma parecerán mucho menos graves ciertas circunstancias que en otras condiciones conducirían a la guerra.
La conferencia de Ginebra abre una nueva era en la liquidación de la situación de posguerra. Es lícito esperar que el ingente esfuerzo que se reservaba para mantener la guerra fría se destine ahora a construir sólidamente la paz.
Buenos Aires, sábado 27 de agosto de 1955
Al margen de los graves problemas internacionales que comprometen la acción y el futuro de las grandes potencias, están planteados conflictos de menor repercusión inmediata, sin duda, pero que no esconden menor gravedad. Se trata de problemas planteados en ciertos territorios sometidos a regímenes diversos, pero cuyo carácter general es la limitación de su autonomía y su dependencia de poderes ajenos a su población autóctona. En Asia y en Africa los problemas propios de tales territorios han adquirido en los últimos tiempos una profunda gravedad, y sería tan ingenuo como peligroso tratar de ocultarla, aun cuando el mero planteo de esas dificultades revele la endeblez de las situaciones creadas y la imperiosa necesidad de reverlas. La década transcurrida desde la conclusión de la segunda guerra mundial ha servido para poner de manifiesto el vigor de las reacciones nacionalistas y anticolonialistas de diversos países de Asia y Africa, y es bueno tener presente el alcance y la significación de la conferencia afro-asiática celebrada últimamente en Bandung, en la que quedó demostrada la existencia de un inquebrantable designio de hallar soluciones apropiadas y justas para los problemas de ésos países. Quedaron planteados en aquella ocasión los principios del movimiento afro-asiático y sus diversos matices, en términos que las potencias occidentales no pueden dejar de entender. Pero para el caso de que se quisiera disminuir la significación de lo que allí se dijo, bastará relacionarlo con los hechos de que da cuenta diariamente la crónica para convencerse de que es inútil cegarse a la realidad.
Las novedades más significativas de los últimos días son las ocurridas en territorio africano. Los problemas son allí —como en Asia— complejos y de dificilísima solución. En algunos, casos son simples y claras cuestiones de soberanía, a resolverse mediante el diálogo, más o menos violento o agitado, entre dos partes. Pero a menudo el problema es más confuso y sinuoso. Los intereses nacionales se entremezclan con intereses religiosos y raciales, diversificando las relaciones recíprocas de los grupos y tornando más difícil el acuerdo entre todos los interesados. Además, proporcionan mayor gravedad a algunas situaciones los problemas económicos, así como también la presencia de nutridos grupos de poblaciones de origen europeo.
Sólo de vez en cuando llegan noticias de los conflictos surgidos en Kenya, pero, por su carácter, puede presumirse que se trata de movimientos susceptibles de propagarse y difundirse por diversas regiones del África Central. El conflicto que acaba de estallar en el sur del Sudán mueve a pensar que el peligro no es remoto y que las inquietudes de esas poblaciones, complicadas con las diversas reacciones frente a los distintos grupos que ejercen el poder, pueden conmover profundamente las situaciones establecidas.
Por ahora le ha tocado el turno a Marruecos, importantísima zona en la que el protectorado francés se ve abocado a una gravísima situación. Como en el resto del mundo árabe, predomina allí desde los últimos años un movimiento nacionalista —encabezado por el Partido Istiqlal—, cuya fuerza se acrecienta en las ciudades y en las zonas de mayor influencia europea. En última instancia, el movimiento nacionalista aspira a la independencia, posición a la que no se pliegan, por cierto, determinadas poblaciones de regiones interiores de menor nivel de civilización. Pero aquella actitud choca con fuertes resistencias. Marruecos, donde los grupos de colonos franceses son numerosos, ha experimentado en los últimos tiempos un gran progreso, especialmente a partir de la administración del mariscal Lyautey. Todavía después ese desarrollo se ha intensificado con motivo de las ingentes inversiones de capital que se han hecho en diversas regiones para explotación de ciertas riquezas, a raíz de lo cual se ha desarrollado y ahondado el sentimiento xenófobo que alentaba en las poblaciones indígenas.
El auge del movimiento nacionalista, tonificado por el sentimiento religioso, se tradujo en una continua inquietud popular que, hace dos años, llegó a preocupar al gobierno francés. En tanto que Argelia ha sido incorporada al territorio francés, Marruecos mantiene una situación de protectorado, que se ejerce por sobre un sultán, de poderes muy limitados. En 1953 el sultán Mohamed ben Yussef puso de manifiesto su adhesión al movimiento nacionalista y se abstuvo de secundar una de las periódicas revisiones del estatuto del Protectorado. El gobierno francés lo destituyó, reemplazándolo por Mohamed ben Arafa, que le era adicto; pero desde entonces la situación del gobierno ha sido precaria y los disturbios se han sucedido uno tras otro, con considerables víctimas y daños materiales.
Es innegable que la situación es difícil. El gobierno francés —y buena parte de la opinión pública— está persuadido de que, a la larga, la situación será insostenible, y hace con mayor o menor fortuna esfuerzos para acercarse a una solución. Pero la opinión conservadora dificulta esa política, a la que se oponen también los intereses vinculados a las fuertes inversiones, realizadas en los últimos tiempos, y los colonos de origen francés, que temen por su seguridad, en un régimen en el que se debilite la acción francesa. Entre tales dificultades, es evidente que se hace urgente llegar a un acuerdo que concilie los intereses en pugna. La noticia de que un consejo de regencia organizará un gobierno en el que tengan cabida los grupos nacionalistas, parece autorizar cierto optimismo. Pero es innegable que deberán preverse nuevas dificultades si no se prepara, poco a poco, un plan para dar plena satisfacción a los sentimientos nacionalistas.
Buenos Aires, sábado 3 de septiembre de 1955
A medida que han ido creciendo el grado de peligrosidad de los armamentos modernos, su costo y las necesidades industriales para producirlos, ha ganado terreno en los espíritus más previsores la idea de establecer un control recíproco, por parte de las naciones interesadas, a fin de evitar su desarrollo desproporcionado en una de ellas. De ese modo se lograría establecer un índice de suficiente seguridad internacional y, al mismo tiempo, una reducción de las inmensas sumas que los países en competencia se ven obligados a invertir para mantenerse en el mismo nivel militar de sus rivales.
Antes de la primera guerra mundial, solía llamarse al estado de tensión provocado por la competencia de los armamentos, “la paz armada”; después de la segunda, esa misma situación se ha conocido con el de “guerra fría”; y entre ambos conflictos se desarrollaron intensas gestiones para hallar una fórmula satisfactoria destinada a mantener dentro de ciertos niveles la competencia bélica. Pero el problema reveló entonces sus dificultades. Las medidas necesarias para satisfacer a cada una de las partes suelen ser peligrosas o incómodas para las demás; parecen afectar a su soberanía o a su seguridad, y no estar nunca suficientemente equiparadas con las que adoptan los otros países. La susceptibilidad se acentúa en el curso de las gestiones, en la medida en que se desarrolla la desconfianza.
Algunos indicios permiten suponer que acaso revistan nuevos caracteres las gestiones de desarme que en estos momentos se desarrollan en Nueva York. Tras largas y estériles deliberaciones, la Comisión de Desarme de las Naciones Unidas desprendió de su seno una subcomisión formada por los Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y Canadá, que realizó largas e inútiles sesiones en Londres hasta junio último. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo, y en vista de la inminencia de la reunión de jefes de gobierno que debía celebrarse en Ginebra, la subcomisión interrumpió sus sesiones. Pero el tema volvió a ser tratado en Ginebra por los estadistas de las cuatro grandes potencias, y tras haberse expuesto los respectivos puntos de vista, en un ambiente de buena voluntad, se resolvió confiar su estudio nuevamente a la misma subcomisión de las Naciones Unidas.
Los cuatro proyectos para lograr el desarme son muy dispares entre sí, pero no se oponen necesariamente y permiten acariciar la esperanza de que se halle una fórmula que los combine de modo satisfactorio para todos. No faltan expertos internacionales que afirmen que nunca se ha estado tan cerca como ahora de llegar a un acuerdo sobre el potencial de los armamentos, pese a la situación especial que ha creado en los últimos tiempos el rápido desarrollo de las armas nucleares, en el que se anota cada día un nuevo avance técnico que suministra al país que lo logra la efímera esperanza de haber sobrepasado a su rival. Pero acaso sea el temor que suscitan esas armas lo que mueve a todos a buscar afanosamente un entendimiento, pues su capacidad destructiva ha llegado a alarmar de manera profunda no sólo a los estadistas, sino también a los Estados mayores. La conferencia atómica celebrada en Ginebra durante el mes de agosto ha deparado al mundo una sorpresa inesperada, pues los países poseedores de secretos científicos en ese campo han demostrado una clara decisión de intercambiar informaciones y colaborar en el progreso de los estudios destinados al uso pacífico de la energía nuclear, estudios que, por lo demás, no pueden dejar de afectar en alguna medida a los que se realizan en relación con la utilización militar de esa energía.
La reunión de la Subcomisión de Desarme de las Naciones Unidas que acaba de comenzar en Nueva York se inicia, pues con buenas perspectivas. En las sesiones celebradas, los representantes de las cuatro potencias han reiterado sus respectivos planes, pero ya se han anotado algunos ligeros progresos en el cambio de ideas. Como se sabe, los cuatro proyectos enfocan diversos aspectos del problema, sobre los que sus sostenedores ponen vigoroso acento.
La propuesta soviética insiste en el control de las armas convencionales y pretende llegar cuanto antes a un acuerdo acerca del número de hombres que debe contar el ejército de cada país, estableciendo una cifra similar para la Unión Soviética, los Estados Unidos y China, otra para Gran Bretaña y Francia, y otra para las demás naciones; sólo en segundo término prevé disposiciones para un control escalonado de las armas nucleares, mediante el cual se llegaría por fin a su proscripción definitiva. Como mecanismos de control, propone la creación de puestos fijos de observación en los lugares estratégicos. Por su parte, los Estados Unidos reiteran el plan presentado por el general Eisenhower en Ginebra, de acuerdo con el cual las grandes potencias intercambiarían informaciones acerca de sus preparativos militares, realizándose el control mediante vuelos, que cada potencia autorizaría en su propio territorio, de aviones destinados a obtener fotografías y observaciones directas.
Tales planes, como se ve, no se excluyen necesariamente, y los Estados Unidos parecen ya haber admitido la posibilidad de aceptar los puestos de control propuestos por la Unión Soviética. En cuanto al plan británico, sus previsiones se limitan a la zona de rozamiento europeo de ambos bloques, donde podría hacerse un ensayo de control recíproco con el doble objetivo de experimentar el funcionamiento de los métodos de vigilancia y de llegar a una neutralización de Alemania y los países satélites de Rusia. Por su parte, el plan francés se dirige al control financiero del rearme, mediante la vigilancia de los presupuestos de guerra.
Ninguna de las medidas propuestas por los cuatro proyectos en discusión entraña un criterio radicalmente distinto del de los demás. Se conviene en la necesidad de vigilar directamente la preparación bélica de cada país, sin que se hayan hecho argumentos negativos acerca de los principios de intervención que tal método implica. La diferencia es, pues, de procedimiento, y en esas condiciones es lícito suponer que pueda llegarse a un acuerdo. La tramitación será larga, pero puede esperarse que, en alguna medida, sea fructífera.
Expectación en el Cercano Oriente
Buenos Aires, viernes 9 de septiembre de 1955
Las alternativas del conflicto entre Israel y Egipto ha vuelto a poner sobre el tapete el complejo y peligroso problema del Cercano Oriente, sembrado de amenazas y oscurecido po las dificultades que se oponen a su solución. Aunque sólo se han producido escaramuzas fronterizas, las tensiones que se adivinan son tales, que no es posible desatender las formas incipientes del conflicto sin riesgo de que se desencadene dentro de límites imprevisibles. Tales tensiones provienen de las conexiones que el problema local tiene con otros de carácter más general que están eslabonados en la cadena del juego internacional.
En la situación actual, y con independencia de los motivos que cada uno de los beligerantes pueda alegar en su favor, el problema del Cercano Oriente no puede sino referirse a la situación relativa de los grandes bloques de potencias que se alinean para consolidar su seguridad mutua e imponer sus posiciones. Los países árabes han tomado su lugar al lado de las potencias que suelen llamarse “neutrales”, pues indudablemente se hallan en una etapa de su desarrollo en la que la suerte del conflicto mundial interesa menos que el despertar nacional y la reordenación de su vida económica y política, tan liberada como sea posible de los intereses coloniales que hasta hace muy poco gravitaban decisivamente en esa zona. Pero tal neutralidad es muy difícil de mantener, y más en una región que ambos bloques consideran, con razón, fundamental para sus intereses y verdaderamente crítica para su estrategia.
La consecuencia es que, en el juego alterno de aproximación hacia uno u otro bloque, los países árabes parecen haberse dividido. La profunda crisis sufrida no hace mucho por la liga que los agrupa con motivo de la firma del tratado turco-iraquí, reveló que algunos de aquéllos tendían a acercarse a las potencias democráticas; éstas trataron de apresurar la inclusión del Irán en la alianza, pues de ese modo la línea de seguridad dibujada por el Tratado del Atlántico Norte se completaba y fortalecía; pero el gobierno de Teherán se ha mostrado vacilante y hasta anunció un viaje del sha a Moscú que, postergado luego, el Kremlin quiso reemplazar en sus efectos políticos por una invitación a los parlamentarios iraníes para visitar la capital de la Unión Soviética. Entretanto, el coronel Nasser, jefe del gobierno egipcio, ha anunciado a su vez su propósito de ir a Moscú, al tiempo que diversas fuentes de información afirmaron días atrás que la Unión Soviética ha ofrecido armas a Egipto. En una reunión de prensa del 30 de agosto, el secretario de Estado norteamericano, Sr. Dulles, dió estado público a esa información, que Egipto confirmó luego por intermedio del viceprimer ministro, Sr. Gamel El Din Salem, cuyas declaraciones, formuladas en Calcuta, fueron terminantes: “Estamos dispuestos a tomar esas armas si los países europeos que prometieron suministrarlas no cumplen sus contratos”.
Si se relaciona esa actitud egipcia con la solidaridad que los países árabes han demostrado cuando se trata de actuar frente a Israel, o últimamente en el caso de Marruecos, y se trae a la memoria la crisis que en las relaciones anglo-egipcias han suscitado primero el problema de Suez y luego el del Sudán, es fácil advertir que la aproximación de ese y acaso otros países árabes hacia el bloque oriental constituye una posibilidad que no debe dejar de vigilarse.
Así parecen haberlo entendido las potencias occidentales, que a partir de la interrupción de las conversaciones egipcio-israelíes, el 24 de agosto, han comenzado a prestar una mayor atención a los asuntos del Cercano Oriente. Dos días después de ese hecho, el Sr. Dulles dedicó su discurso ante el Consejo de Relaciones Exteriores de Nueva York a considerar tal cuestión de manera concreta. Señaló el secretario de Estado norteamericano que su país tenía una actitud igualmente amistosa para con ambos grupos en conflicto, y destacó tres puntos de rozamiento para los que ofreció soluciones y ayuda. El primero es el de los refugiados árabes, a los que Israel debe compensaciones y para cuya instalación se requiere fuerte ayuda técnica; el segundo es el de las desconfianzas recíprocas, especialmente grave para Israel, que ve formarse a su alrededor una cintura militar, y el tercero es el de la demarcación de las fronteras definitivas, en reemplazo de las que provisionalmente estableció el armisticio de 1949. Para cada uno de esos problemas sugirió ciertas bases a partir de las cuales podrían desarrollarse las conversaciones entre los adversarios, bajo la vigilancia de las potencias occidentales y de las Naciones Unidas.
La creciente gravedad de los choques fronterizos que desde entonces se sucedieron en la región de Gaza y sin duda los inequívocos signos de la acción soviética en los países árabes, decidieron a Gran Bretaña y Francia a expresar su caluroso apoyo al plan Dulles. Mientras tanto, la reunión de la Liga Arabe realizada en El Cairo el 5 del actual parece haber servido para que los países que la integran llegaran a un acuerdo sobre su estrategia conjunta frente al proyecto del secretario de Estado norteamericano. Igualmente, el jefe del gobierno israelí ha fijado sus posiciones, destacando, como los estadistas árabes, que de ninguna manera cedería en la defensa de sus derechos fundamentales. Pero no faltan signos de que las palabras pronunciadas por los funcionarios autorizados de las grandes potencias han tenido ya alguna gravitación en el problema del Cercano Oriente, y que podría hallarse una vía para encarrilar la situación. Es de desear que así sea, para que se ponga fin a los dolorosos incidentes fronterizos y a los peligros de alcance generalizado que pueden derivarse de ellos. Entretanto, según se ha visto, el jefe de la comisión de vigilancia del armisticio, general Burns, ha informado a la UN acerca de los episodios recientes, sugiriendo disposiciones prácticas enderezadas a evitar su repetición mientras se llega a la solución definitiva del pleito de fronteras. El Consejo de Seguridad del organismo internacional tiene ahora a su cargo el examen inmediato del asunto, que ha de repercutir bien pronto en la inminente asamblea, general de las Naciones Unidas. Esperemos, pues, que de los nuevos estudios surja la equitativa y pacífica solución de fondo anhelada por todos.
Buenos Aires, miércoles 14 de septiembre de 1955
Al cabo de las primeras reuniones celebradas en Moscú ente el canciller de la República Federal Alemana, Dr. Adenauer, y el Jefe del gobierno soviético, mariscal Bulganin, el desconcierto se apoderó de los espíritus y comenzó a difundirse una suerte de escepticismo acerca del destino final de la conferencia. Para los más pesimistas, el curso de las conversaciones que se mantenían en la capital soviética presagiaba la aparición de nuevas dificultades que, de producirse, incidirían sobre las próximas reuniones internacionales. Como se sabe, en fecha cercana visitará también a Moscú el jefe del gobierno francés, Sr. Faure, y el mes entrante deberán reunirse en Ginebra las cuatro potencias para continuar el examen de los problemas internacionales, iniciado en la conferencia de los cuatro grandes. Se justificaba, pues, a primera vista la preocupación suscitada por el extraño desarrollo de las conversaciones que sostuvieran en estos días los estadistas de Alemania Occidental y de la Unión Soviética, aunque podía parecer prematuro —y acaso injustificado— desesperar de los frutos de este tanteo diplomático, el más arriesgado y difícil que pudiera provocarse dentro del plan de superación de la “guerra fría”.
El problema alemán es, sin duda, el más complejo y difícil entre todos los que se deben resolver para aliviar la tensión internacional. Por razones históricas, económicas, políticas y estratégicas, Alemania resume todas las dificultades surgidas de la segunda guerra mundial. Su misma división, ocasionada ahora por el hecho más o menos arbitrario de la ocupación por fuerzas antaño aliadas y hoy potencialmente hostiles, no constituye un hecho absolutamente nuevo, pues actúa sobre dos zonas de intereses económicos y de modalidades espirituales y religiosas diferentes, que no se unieron, por lo demás, sino en el último tercio del siglo XIX. Sobre cada una de ellas han operado de diverso modo las consecuencias del conflicto y en cada una se ha evolucionado según distintas tendencias, circunstancias a las que deben sumarse los intereses económicos y estratégicos creados y consolidados durante estos diez últimos años por las potencias ocupantes. Todo esto hace muy difícilmente modificable la situación alemana, y nada autoriza a esperar que los bloques en conflicto puedan llegar rápidamente a un acuerdo sobre cuestiones que implican para ellos infinidad de grandes y pequeños problemas.
Puede admitirse que tampoco lo esperan de manera inmediata ni los estadistas alemanes de ambas zonas ni los estadistas de las cuatro potencias. El hecho de que se asigne lugar de preferencia al problema de la unificación en los programas políticos y en las agendas de las conferencias internacionales, sólo supone que la cuestión está planteada y que la división del territorio alemán no debe ser considerada sino como una cuestión de hecho, a cuya solución deberá llegarse tarde o temprano. Pero es evidente que no podrá afrontarse con éxito sino después de haber aclarado otros muchos asuntos y haber planteado con absoluta precisión, y a satisfacción de ambas partes en conflicto, la situación de los dos bloques a que están adscriptas las dos Alemanias.
Si el desconcierto y el escepticismo frente al curso de las conversaciones de Moscú provienen de la certidumbre de que no se ha avanzado un paso en el problema de la unificación alemana, tales sentimientos son absolutamente injustificados. Aun cuando el gobierno y la oposición hayan recalcado que no debía darse en Moscú paso alguno que dificultara la posible unificación, no era ésta el tema de las conversaciones entre el doctor Adenauer y el mariscal Bulganin. En rigor, el único objeto del viaje —por lo demás el único posible en la situación diplomática actual— era gestionar el restablecimiento de las relaciones entre la República Federal y la Unión Soviética; y es evidente que, pese a todo, ese objetivo se ha logrado, y ha de constituir, por cierto, un sólido eslabón en el proceso general de soluciones prácticas. Resuelta asimismo a la vez, totalmente o en parte, la cuestión de los prisioneros alemanes, sin duda menos grave, se dará otro paso que merece considerarse.
Lo verdaderamente grave es la unificación, pero ella escapa al resorte de una conferencia bilateral. Aun cuando se sostiene que constituye un problema alemán, no lo es tanto en el fondo, y depende del curso que adopten las negociaciones entre los bloques. Problema específicamente alemán será la consolidación de la unidad después que la hayan acordado las potencias ocupantes, y problema lleno de sombras, por cierto, porque es imprevisible el ajuste a que puedan llegar los grupos políticos de ideologías opuestas tras tan largo ejercicio del poder. Pero antes de llegar a eso será necesario que la Unión Soviética por una parte y las potencias occidentales por otra lleguen a un arreglo acerca de las condiciones en que Alemania pueda unificarse sin que ello constituya un peligro para la seguridad de cada uno de los dos grupos.
Este acuerdo no está ni podría estar próximo, pero es lícito pensar que no es inalcanzable. Desde la reunión de los Jefes de gobierno en Ginebra, se advierte una lenta aproximación de los puntos de vista antagónicos, y puede preverse una final coincidencia. Por lo pronto, la tesis de que no puede haber unificación de Alemania sin solución del problema de la seguridad europea, se ha generalizado ya y sólo resta hallar la fórmula para el establecimiento de esa seguridad. No es decisiva la disidencia sobre si el pacto de seguridad —el “nuevo Locarno”, como suele llamárselo— debe ser una coronación de los tratados del Atlántico Norte y de Varsovia o si, por el contrario, debe suponer la supresión de ambos. En el fondo el problema es un poco bizantino, y las soluciones aparecerán al alcance de la mano en cuanto decrezca la desconfianza mutua o, mejor dicho, en cuanto se confirme —a los ojos de cada uno de los grupos— que no existe en el otro la voluntad de agresión que le supone. Esa perspectiva está a la vista, y todo lo demás se dará por añadidura.