Nota: Imago Mundi, Revista de Historia de la Cultura, fue dirigida por José Luis Romero y se publicó con el apoyo de Alberto Grimoldi. Aparecieron doce números, entre setiembre de 1953 y junio de 1956.
IMAGO MUNDI, REVISTA DE HISTORIA DE LA CULTURA
Número 1. Septiembre de 1953
El subtítulo de IMAGO MUNDI caracteriza exactamente a esta revista, mediante la cual quiere sumarse a una corriente de pensamiento que le parece valiosa un grupo de estudiosos argentinos.
Revista de historia de la cultura, su misión será recoger los aportes de las historias particulares, en la medida que la naturaleza de los hechos mencionados, o la intención con que se los estudia, contribuya a integrar la imagen del complejo estructural que llamamos cultura. Y tomamos el término en una acepción muy amplia en cuanto a su extensión, pero precisa en cuanto a su comprensión: el conjunto de todos los productos de la actividad espiritual del hombre en cuanto ponen de manifiesto esta actividad.
La historia de la cultura y la historia de hechos —meramente políticos como se ha hecho habitualmente, o de cualquier otro tipo— no se oponen por una diversidad en su objeto, sino por la intención con que lo analizan y por los métodos de que se valen. La historia de hechos termina su misión una vez determinado el objeto y sus antecedentes próximos y remotos. La historia de la cultura selecciona los hechos en cuanto encierran una significación para el complejo cultural del cual son efectos remotos. Cabrá, pues, en IMAGO MUNDI, la historia política, la historia de las ideas en general y la historia de las diversas formas del saber y de la creación: filosofía, música, literatura, derecho, ciencia, educación, artes plásticas, etc. Pero la tendencia general será trascender cada uno de estos campos particulares para alcanzar, a partir de ellos, ciertas instancias en las cuales la confluencia de los problemas permita obtener una imagen más rica de la realidad y una comprensión más profunda de los procesos. Y aún puede agregarse a la temática propia de IMAGO MUNDI el problema mismo de la historia, sobre el que tiene puestos sus ojos de manera particular hoy el pensamiento filosófico y aun las disciplinas particulares en cuanto se interrogan sobre el sentido de su propia historicidad.
Como la historia de la cultura, IMAGO MUNDI quiere ser un territorio de coincidencia, y lo será de hecho por la naturaleza de sus colaboradores. Estudiosos provenientes de todos los campos que acusan una preocupación por la historicidad de su saber, compartirán IMAGO MUNDI con historiadores en sentido clásico que buscan a su vez trascender la mera historia de hechos. Pero la coincidencia no será fortuita ni resultará de un mero agregado. IMAGO MUNDI destacará una peculiar dimensión de la existencia, porque quienes se agrupan a su alrededor la perciben intensamente y estiman que es decisiva. Sin duda quedarán fuera ciertos temas y aspectos de la cultura, que corresponderá tratar a otros.
IMAGO MUNDI tiene fe en su suerte, porque se apoya en la autenticidad de una convicción y en una voluntad de rigor para profundizar en ella. Si, como suponen sus redactores, la historia de la cultura representa de manera eminente en nuestro tiempo la actitud humanística, IMAGO MUNDI podrá ser un día la expresión de una conciencia vigilante, tensa sobre el pasado y el presente del mundo histórico.
REFLEXIONES SOBRE LA HISTORIA DE LA CULTURA
Un cuidadoso examen de las exigencias que hoy se consideran ineludibles en el campo de los estudios históricos parece autorizar la hipótesis de que lo que llamamos la historia de la cultura es, en realidad, simplemente la historia. En cuanto intento de reducir a esquemas inteligibles la universalidad del desarrollo histórico, abrazándolo hasta donde sea posible en toda su complejidad y manteniendo una alerta vigilancia para no deslizarse hacia ningún simplismo, los planteos de la historia de la cultura desbordan toda delimitación restrictiva. No cabría, pues, considerar la historia de la cultura como una forma historiográfica entre otras posibles sino que parece imponerse como la forma historiográfica por excelencia, de modo que esa calidad lo asigna a la historia de la cultura cierto carácter de lejana meta en el camino del conocimiento histórico y con ello cierta necesaria perfección nunca alcanzable en la práctica. Pero ese carácter no la invalida en cuanto forma concreta de tratar la materia histórica. Muy lejos de ello, quizá sea lo que le presta a la historia de la cultura el mayor interés. Más que un tipo historiográfico —como la biografía, la historia nacional o la de procesos particulares— la historia de la cultura es una forma historiográfica compleja, un esquema ideal en el que caben varios y diversos tipos historiográficos que aspiran a integrarse en síntesis comprensivas, cada una de las cuales entraña la posibilidad de integrarse a su vez en síntesis más comprensivas aún en la medida en que se desarrolla el método y la aptitud para captar relaciones cada vez más complejas y someterlas a un proceso de conceptuación. Si se admite, siquiera como hipótesis de trabajo, que la historia de la cultura es pura y simplemente la historia, habrá que referir a ella y a sus peculiaridades los innumerables problemas que se han planteado o dilucidado partiendo del supuesto de que la historia es solamente historia de hechos y especialmente de hechos relacionados con la convivencia social, esto es, una y acaso la más sumaria de sus formas.
La consideración de la historia en términos de historia de la cultura —y no son otros los términos en que la concibe Dilthey, por ejemplo, y acaso en el fondo el mismo Croce— ha provocado una inevitable renovación en el planteo de los problemas metafísicos, gnoseológicos y éticos que le conciernen, para ajustarlo al singular enfoque con que la historia así concebida se enfrenta con la realidad que constituye su materia. Pero esos problemas no agotan las dificultades que suscita la hipótesis de la identidad entre historia de la cultura e historia. Deben agregarse las múltiples y confusas cuestiones que derivan de los malentendidos que han acompañado al proceso de elaboración de la concepción históricocultural, en polémica con las concepciones tradicionales. Despejar el campo y replantear aquellas cuestiones fundamentales que conciernen al conocimiento histórico, deberá ser, la labor de quienes se hagan cargo de la fundamentación teórica de la historia concebida como historia de la cultura. Adelantemos que la historia de la cultura no excluye la historia de hechos ni se opone a ella, sino que la incluye junto con la historia de otros dominios, y busca su sentido en otras áreas generalmente no fácticas, como lo ha hecho, por lo demás, más de un historiador que sin tener presentes los supuestos históricoculturales ha querido penetrar en los estratos profundos de la vida histórica. Las reflexiones que siguen quieren contribuir en alguna medida a aclarar algunas cuestiones relacionadas con la fundamentación de la historia de la cultura así concebida.
En cuanto forma historiográfica, la historia de la cultura, tal como podemos imaginarla a través de las expresiones en que ha cristalizado ya, parece suponer una imagen de la vida histórica en la que, a mi juicio, reside su más alto valor. No es, sin embargo, una imagen precisa y definida, en parte porque no se ha trabajado suficientemente en el campo teórico para definirla y precisarla. Pero se encuentran dispersos sus rasgos allí dónde el historiador, deliberadamente o no, ha logrado hacer un planteo históricocultural. No será inútil proponer ciertos principios para ajustar aquella imagen, apoyándose en las observaciones que proporciona el análisis historiográfico de esos planteos y de sus desarrollos.
En tanto que ciertas corrientes historiográficas procuran hallar la vía de la comprensión a través de una radical reducción de la realidad a algunos de sus elementos simples, la historia de la cultura parte como de un supuesto evidente de la idea de que la vida histórica es esencialmente compleja e irreductible a sus elementos simples, y procura captar de alguna manera, así sea imprecisa, precaria y a veces exenta de crítica, esa complejidad en la que supone que reside la peculiaridad de lo histórico. Esa complejidad suele entenderse a veces de manera primaria, como una mera yuxtaposición de elementos de irreductible variedad; pero otras veces se ha entendido de manera más sutil y profunda como la resultante de un intrincado juego de relaciones entre las múltiples solicitaciones, intereses y actos que son propios tanto de los sujetos singulares como de los sujetos colectivos de la vida histórica. Acaso sea posible ordenar esas entrevistas relaciones en un cuadro sistemático, siquiera sea provisional.
Frente a la afirmación primaria de que la historia se ocupa de hechos ocurridos en el pasado, la historia de la cultura no sólo procura precisar el alcance de la noción de “pasado”, sino que sobre todo admite como un supuesto indiscutible que su campo —esto es, el de la historia— no es solamente el de los hechos, porque supone que la vida histórica que constituye su materia no se compone solamente de hechos. Hay, ciertamente, hechos en la vida histórica; pero constituyen solamente un orden de los que la componen, en tanto que fuera de él hay otros elementos que no tienen carácter fáctico sino simplemente potencial, y que constituyen otro orden distinto del fáctico aunque no menos operante que éste. Los múltiples planos en que se desarrolla simultáneamente la vida histórica a través de los distintos sujetos singulares y colectivos parecen, pues, agruparse en dos conjuntos homólogos, cada uno de los cuales constituye uno de los dos órdenes que la integran, que provisionalmente llamamos el orden fáctico y el orden potencial.
Constituye el orden fáctico aquél en el que se encadenan los hechos constituyendo un complejo de acciones simultáneas y sucesivas derivadas de los impulsos, racionales o no, dirigidos hacia la acción y cristalizados en objetos irrevocables. Por la naturaleza acumulativa de la realidad histórica, en la que cada elemento nuevo busca su acomodación con los elementos ya dados sin aniquilar nunca a éstos del todo, el orden fáctico es transaccional, y como gravitan en él impulsos de distinto orden, no se presenta con los caracteres de un orden racional. Por otra parte los hechos que constituyen el orden fáctico no son todos de igual carácter. Los hay precisos, pero los hay también difusos. Los primeros son los que adquieren en un cierto momento contorno definido, principio y fin: un combate, una elección, la sanción de una ley, etc. Los segundos carecen de fisonomía definida y tanto su principio como su fin son vagos e indeterminables: la concentración de la propiedad raíz, la fusión de ciertos grupos sociales, el alza de los precios, etc. De los diversos planos que componen el orden fáctico, el plano político, por ejemplo, contiene preferentemente hechos precisos, sin que por eso falten en él los hechos difusos; éstos, en cambio, abundan más en el plano social, en el económico y en el de la creación, aunque no están allí ausentes del todo los hechos precisos. Es característico de los hechos precisos el ser fácilmente identificables y comprobables; los hechos difusos, en cambio, son más difíciles de asir y de verificar, circunstancia por lo demás que atañe sólo al conocimiento de los hechos pero que no califica su significación intrínseca.
Formalmente independiente del orden fáctico pero entrecruzado con él en la vida histórica a través de múltiples relaciones, está el orden potencial. Se alojan en él las representaciones del orden fáctico y las ideas e ideales que la conciencia crea por reelaboración de sus propias representaciones del orden fáctico. El orden potencial es eminentemente racional en la medida en que resulta de una operación intelectual y no es necesariamente transaccional por la misma razón. Estos dos órdenes componen, en una constante interferencia, la realidad histórica, tan diversos como sean el grado y el tipo de realidad que se conceda a cada uno. El hecho y su representación, el hecho y el juicio de valor, el hecho y la tendencia a transformarlo, coexisten para la conciencia del sujeto histórico —que es donde la vida histórica toma conciencia de sí misma— y operan en uno y otro orden entrecruzadamente, aunque de desigual manera, pero sin que pueda afirmarse a priori que uno de ellos opere con más intensidad que el otro, porque tal relación es contingente y no puede predeterminarse. En esos dos órdenes, o mejor, en los infinitos planos que componen cada uno de ellos, transcurre simultáneamente la existencia del hombre en cuanto sujeto histórico, que por esa circunstancia debe ser considerado como sujeto polivalente de innumerables procesos históricos simultáneos. Distintos ritmos resultan de la peculiar encadenación de los elementos en cada plano de la vida histórica, de modo que la existencia histórica del sujeto consiste en una especie de intransferible armonía vertical que en cada uno de ellos resulta de esa simultaneidad. Pero el ritmo de la existencia de cada sujeto se conjuga con el de todos los demás sujetos que en cada instante coexisten sobre el mismo plano, de cuya coexistencia resulta una armonía horizontal. Un casi impensable acorde de todos esos ritmos configura la complejidad de lo universal histórico.
Concebida dinámicamente, la vida histórica resulta de una constante y múltiple tensión entre el orden fáctico y el orden potencial, que a veces adopta una típica forma dialéctica pero cuyo ciclo parece en ocasiones seguir curvas irregulares. Esa tensión deriva del constante cotejo entre el orden fáctico y el orden potencial que se realiza en la conciencia del sujeto histórico, movido por una tendencia constante a corregir el primero según la dirección del segundo, fenómeno este último que se manifiesta empíricamente en los conflictos de ideales y en los conflictos derivados entre los grupos sociales que los representan.
Así concebida la vida histórica, la historia de la cultura tiende a captar, si no la totalidad de las vivencias del sujeto histórico en la pluralidad de planos en que se desenvuelve su existencia, al menos aquellas que acusan la relación entre planos homólogos de ambos órdenes, escogidas según ciertos criterios de valor. Reduciendo esta fórmula a términos más simples diríase que procura apresar la relación que existe entre las formas de la vida y las ideas. Este examen puede hacerse a partir de uno cualquiera de los planos del orden fáctico considerado en su relación con su homólogo del orden potencial; de la relación hallada entre la realidad y las ideas económicas, entre la realidad y las ideas religiosas, entre la realidad y las ideas morales, etc., se obtendrá un dato susceptible de ser combinado con todos los demás, y de tales combinaciones puede surgir el esquema de las diversas síntesis, desde las primarias hasta las más complejas.
Es obvio que precisará un esfuerzo gigantesco quien quiera llegar a poseer todos los elementos que se necesitarían para intentar, aun en un reducido sector, una síntesis de las múltiples relaciones que se establecen entre ambos órdenes de la vida histórica a través de determinado sujeto: individuo, grupo social, comunidad nacional, etc. Se ha juzgado ese esfuerzo casi imposible y de esa casi imposibilidad se ha hecho un argumento aparentemente decisivo contra la historia de la cultura, siguiendo la opinión de Schäfer (Geschichte und Kulturgeschichte, 1891). Pero el argumento, justo en sí mismo, es desdeñable en la práctica pues invalidaría toda posibilidad de conocimiento en la medida en que se admita como necesario cierto conocimiento sintético previo al análisis de un campo particular. A lograr esa síntesis —y las síntesis sucesivas a que puede llegarse a medida que se profundiza el análisis de los campos particulares— tiende la historia de la cultura, del mismo modo que lo hacen todas las formas del conocimiento movidas por el afán de alcanzar una imagen del mundo, y cuenta entre sus problemas el de hallar una vía metodológica para lograrla. En la práctica de la investigación, el historiador da siempre por supuesta una cierta síntesis de la cual parte, admitida unas veces previo examen crítico y otras veces sin él, introduciéndose en el análisis de un campo particular con el apoyo de los criterios generales que aquella síntesis le ofrece. Esas indagaciones, en concurrencia con otras, proporcionarán nuevos elementos para corregir las síntesis, siempre provisionales.
Acaso eso explique que los mejores frutos de la historia de la cultura no hayan sido obtenidos generalmente por los historiadores de tipo tradicional, en parte porque no los buscaban y en parte porque los métodos de investigación usados les impedían trascender la mera erudición. Los han obtenido, en cambio, con más frecuencia los investigadores que han hallado la vía históricocultural —deliberadamente o por azar— a través de ciertos campos de la investigación más próximos a sus planteos generales: la historia social o económica, la historia de las ideas, de la literatura o del arte. Cada uno de esos sectores ofrece, ciertamente, la posibilidad de un examen intrínseco de su materia que puede tener o no proyección históricocultural en sentido estricto. Puede analizarse la literatura como fenómeno estético y solamente en su peculiaridad estética; y aun puede estudiarse en su dimensión histórica analizando la evolución y desarrollo de las corrientes literarias concebidas como un fenómeno desconectado de los demás. Hasta ese momento, el investigador no ha adoptado aún los enfoques propios de la historia de la cultura; pero cuando comienza a pensar en el fenómeno literario en relación con los sujetos históricos, se sitúa instantáneamente en condiciones de empezar a usarlos, y generalmente descubre inesperados horizontes. Obsérvese, por ejemplo, el caso del investigador frente a la literatura novelística. Una novela constituye un microcosmos susceptible de ser analizado en sí mismo y sin salir de sus propios límites. Pero el novelista es, como sujeto histórico polivalente, un individuo alojado simultáneamente en innumerables planos del orden fáctico y del orden potencial: busca su alimento, procura su techo, persigue ciertos goces de la sensualidad, convive con sus semejantes según ciertas normas a las que presta o no total asentimiento, actúa frente al prójimo con cierta finalidad, manifiesta ciertas preferencias estéticas, lee ciertas obras y asiste a ciertos espectáculos sobre los que enuncia algún juicio, reacciona frente a ello según ciertos impulsos o ciertas ideas a las que asigna cierto valor, aspira precisa o imprecisamente a que todo ello sea de esa o de otra manera, etc. En cuanto creador, encuentra frente a sí un conjunto heterogéneo de creaciones ya objetivadas de análogo o diverso estilo —obra de otros creadores como él— que son ya por eso hechos precisos e irrevocables, cuya existencia no puede omitirse, y que despiertan en él y en su contorno social —y a veces variablemente a través del tiempo— una reacción de asentimiento o disentimiento, hechos difusos que inciden en su ánimo de diversa manera. Estas reacciones se sitúan en el plano potencial, y en él se aloja también cierta imagen originariamente vaga del tipo de creación que el creador aspira a realizar. A partir de cierto instante comienza a dar realidad fáctica a esa imagen concretándola en una forma objetivada; pero en ese proceso la imagen potencial confluye con las múltiples experiencias que el creador lleva consigo como sujeto polivalente de otros innumerables planos de la vida histórica y con ciertas exigencias que le son impuestas por la realidad fáctica: formas vigentes de comunicabilidad a las que tiene que ajustar necesariamente su propia imagen potencial. Cuando, finalmente, su creación ha plasmado en una forma de existencia objetiva, se suma al heterogéneo conjunto de creaciones ya existentes, y, alojada así en el orden fáctico, contribuye en adelante a suscitar nuevas reacciones de asentimiento o disentimiento que operarán otra vez en el plano potencial.
Cuando el investigador percibe la significación de este complejísimo juego —mucho más complejo, sin duda, de lo que aparece en nuestro esquema— y comienza a preocuparse por establecer cuidadosamente sus términos, desemboca en ciertos planteos de tipo históricocultural. En adelante será inevitable que tenga a la vista las relaciones que se establecen entre las circunstancias que condicionan al creador, el creador mismo, lo creado y el destino de la creación. En cada uno de estos términos descubrirá ínsitas ciertas relaciones con innumerables planos históricos, cuyo descubrimiento enriquecerá y diversificará el panorama del investigador; y en la medida en que le sea dado anular esas relaciones, trascenderá los límites de la investigación literaria para ingresar al campo propio de la historia de la cultura. Frente a él aparecerán en toda su diversidad y complejidad los diversos planos que integran los dos órdenes de la vida histórica, y el hilo de la investigación lo conducirá hacia meandros cada vez más recónditos. Ahora su aventura intelectual habrá adquirido un inconmensurable horizonte, y para precisar su línea acaso tenga que recurrir a los datos que puedan proporcionarle los análisis parciales que se hayan realizado en cada uno de esos diversos planos. En ese territorio de coincidencia trabajará conjuntamente con quienes también lo hayan alcanzado a partir de otros campos.
Transitoriamente al menos podría, pues, definirse la historia de la cultura como un territorio de coincidencia hacia el que convergen las investigaciones de cada plano de la vida histórica. Pero a esta definición transitoria es menester agregar en seguida el dato de que ese territorio de coincidencia es, precisamente, la vida histórica misma, de por sí compleja e indivisible, pues cada uno de sus planos, si bien puede ser estudiado aisladamente, no constituye aislado una verdadera realidad autónoma. Para caracterizar la naturaleza de ese territorio de coincidencia —esto es, la vida histórica misma— nos faltan aún nociones precisas acerca de muchos de los planos que la integran; y la imagen que nos hacemos de él variará a medida que se enriquezca el sistema de relaciones perceptibles a partir de cada plano de la vida histórica.
La dependencia que acusa la historia de la cultura con respecto a las aportaciones que provienen de los diversos campos de la investigación parcial, constituye un hecho de conocimiento que no expresa exactamente la relación entre los planos de la vida histórica y la vida histórica misma. Aquéllos existen sólo en virtud de una operación intelectual en tanto que la vida histórica como conjunto constituye la única realidad. En consecuencia, la historia de la cultura representa la instancia comprensiva por excelencia del saber histórico y sus exigencias deben condicionar las formas cognoscitivas que se apliquen al análisis de los distintos planos de la vida histórica, aunque en la práctica se haya constituido, aparentemente al menos, a partir del momento en que se advirtió la historicidad de ciertos planos de la vida histórica hasta entonces no connotados por esa peculiaridad.
Se conviene generalmente en fijar ese momento en el siglo XVIII, y se citan a menudo los nombres de Voltaire, Montesquieu, Heeren, Mösser, Herder y Vico para puntualizar las primeras indagaciones de la materia histórica caracterizadas por ese peculiar matiz que definimos como históricocultural. Esencialmente filósofos algunos de ellos, esta adjudicación de primacía a los pensadores del siglo XVIII tiende a insinuar que la historia de la cultura coincide en sus términos con la filosofía de la historia, afirmación equívoca de la que provienen muchas de las confusiones que padece el planteo del problema. La historia de la cultura no se hace cargo en modo alguno de las proyecciones metafísicas de la filosofía de la historia; pero aprovecha la renovación de los planteos estrictamente históricos que hicieron algunos de los filósofos de la Ilustración.
No es ocioso señalar algunos de los aspectos de esa modificación de la perspectiva. En El siglo de Luis XIV, Voltaire se limita a yuxtaponer a la historia política —de tipo tradicional— una serie de panoramas, más enumerativos que comprensivos, de las diversas manifestaciones del espíritu: filosofía, literatura, arte, con lo cual apenas llega a insinuar la necesidad de contemplar otros planos de la vida histórica fuera del estrictamente político. En el Ensayo sobre las costumbres, en cambio, intenta un planteo substancialmente diferente del que hasta entonces era habitual en los estudios históricos. Aunque no de manera decidida, Voltaire insinúa allí un análisis de relaciones entre diversos planos de la historia fáctica y ciertas formaciones sobreindividuales que se presentan bajo la forma de costumbres e ideales. Montesquieu parece haber entrevisto con mayor nitidez la necesidad de este planteo pues El espíritu de las leyes parte de cierto enfoque que supone la deliberada busca de determinados horizontes antes no entrevistos. A partir de la costumbre o de la ley, concebidas como objetivación de designios o tendencias que subyacen en ciertas comunidades, Montesquieu procura establecer las relaciones entre las objetivaciones y los impulsos que les han dado vida y, en lo que él llama “el espíritu”, persigue cierto sistema de ideas y tendencias cuyo conjunto se organiza de manera sensiblemente semejante a lo que más tarde se designaría como una cosmovisión. Una tendencia análoga se advierte en Heeren, que señaló la significación del plano económico y procuró trascenderlo en busca de inferencias más generales, en los estudios sobre instituciones de Waitz y también, en alguna medida, en la Historia de Osnabruck de Justus Mösser. Por su parte Herder ofrecía una pauta vigorosa para la interpretación del valor del espíritu popular como fuente de múltiples creaciones, Vico alentaba toda suerte de historicismo, y el flujo mismo del pensamiento de la Ilustración, particularmente atraído por la filosofía de la historia, tendía a estimular esos mismos planteos.
Toda esa labor renovó, sin duda, los estudios históricos. A diferencia de los eruditos del siglo XVII —benedictinos de San Mauro y bollandistas— y en cierto modo frente a ellos, los “filósofos”, como se los llamó, se desentendieron de las preocupaciones críticas que inquietaban a aquéllos y juzgaron que el material liberado ya por la erudición de los errores de hecho, autorizaba a realizar nuevos intentos de comprensión del complejo histórico. La erudición se desquitó en el siglo XIX reprochando a los filósofos de la historia la falta de principios críticos y la audacia generalizadora, en la que veían una verdadera amenaza para el saber histórico los investigadores que se alistaron en las filas de la escuela filológicocrítica que se constituyó siguiendo a Wolf, Niebuhr y Ranke. El duelo entre filosofía de la historia e historia erudita perduró durante todo el siglo XIX con suerte diversa. Esa oposición podría considerarse eminentemente representada en la de Ranke y Hegel. Pero Hegel, siguiendo la vía metafísica, sortea la otra cara de la filosofía de la historia del Iluminismo que pertenecía plenamente al campo de la historia misma, de modo que aquella oposición no coincide exactamente con la que quedó planteada en el siglo XVIII entre historia fáctica e historia de la cultura, cuya reaparición en el siglo XIX puede simbolizarse mejor en la oposición entre Ranke y Burckhardt. En tanto que el primero, a fuer de historiador genial, recogía sólo eventualmente los elementos del complejo histórico en sus dos órdenes, pero sin el deliberado designio de hacerlo y convencido de que el nudo de lo histórico se sitúa en el orden fáctico, el segundo perseguía metódicamente las expresiones que se daban en los distintos planos de ambos órdenes de la vida histórica para analizarlas de modo de obtener los datos necesarios para la percepción de sus relaciones. La filosofía de la historia, ciertamente, podía tornarse exclusivamente metafísica en algunos filósofos, pero podía inspirar también, en historiadores que recogieran sus incitaciones, una actitud que configuraba progresivamente la actitud históricocultural.
Pero quienes imputaban a los filósofos del siglo XVIII la paternidad de la historia de la cultura olvidaban que, en la medida en que sorteaban el problema metafísico y se mantenían en el campo estricto de la ciencia histórica, los filósofos de la Ilustración no hacían sino retomar, seguramente sin proponérselo, un camino que el saber histórico había frecuentado ya antes. Y no en un momento cualquiera de su trayectoria y por azar, sino en circunstancias señaladísimas, pues fue el propio Heródoto quien lo trazó, rompiendo con la tradición de los logógrafos griegos que, excepto en cuanto a las preocupaciones metodológicas y críticas, buscaban un saber histórico semejante al que ha seguido siempre la historia de hechos. También persiguió Heródoto este tipo de saber, pero a cierta altura de su reflexión procuró trascenderlo para escudriñar sus íntimos secretos en otras napas de la vida histórica en las que le parecía que se alojaban las razones últimas de lo que acontece en el orden fáctico. No es aventurado afirmar que no son los filósofos de la Ilustración sino precisamente aquel a quien se llama “el padre de la historia” el que echa las bases de la historia de la cultura.
No hay duda, sin embargo, de que los filósofos de la Ilustración remozaron la imagen de un saber histórico que tratara de abarcar grandes conjuntos y de alcanzar ciertos estratos profundos de la realidad. Pero conviene recordar que a esta labor no contribuyeron solamente los filósofos. Una de las aportaciones más importantes del siglo XVIII para la historia de la cultura fue el descubrimiento de la historicidad de ciertas manifestaciones de la cultura espiritual, dimensión hasta entonces no advertida y que en ese momento tomaron en cuenta algunos investigadores. Los esfuerzos de Rivet de Lagrange, de Tiraboschi y de Lessing en el campo de la historia literaria, del mismo Lessing y de Winckelmann en el de la historia del arte, los de Quesnay, Turgot y Heeren en el de la historia económica, abrieron la vía para ciertas investigaciones que, a poco, incitarían a los historiadores a ampliar su horizonte. Con ello quedó demostrada la unilateralidad de la historia de hechos políticos, pero además, por la naturaleza misma de la materia, la historia de la literatura, del arte, del teatro o de la economía, aunque en principio se concibiera como historia de hechos, despertaba muy pronto las alusiones a otras instancias más allá de la puramente fáctica. El nuevo camino que se abría estaba destinado a proporcionar muchas insospechadas posibilidades, y la tentación de la síntesis comenzó a estimular la busca de nuevos planteos para el conocimiento histórico.
Sería largo reseñar el camino de la historia de la cultura en el siglo XIX, y aun la mera enunciación de sus representantes obligaría a alinear muchas figuras cuyo significado para la historiografía sería menester puntualizar de alguna manera. Parece preferible no hacerlo en este ensayo, cuyos límites no tolerarían largos desarrollos. Pero acaso valga la pena cerrarlo recordando que es una larga tradición la que conduce hasta Jaeger, Huizinga, Bataillon o tantos otros historiadores de la cultura que son hoy, sin disputa, los más significativos de nuestro tiempo. Esta tradición se ha constituido con muchos esfuerzos de historiadores que, sin detenerse mucho en problemas teóricos —excepto el caso de los historiadores filósofos, como Dilthey o Croce— han procurado comprender la realidad histórica con hondura y precisión al mismo tiempo. Comprender es palabra que tiene ya un sentido técnico preciso, y la operación intelectual que define constituye la aspiración suprema del historiador. Todo induce a pensar que la forma mentis que posibilita la comprensión es la que ha hecho de la historia lo que hoy entendemos como historia de la cultura.
José Luis Romero
Adrogué, junio de 1953
TRABAJO Y CONOCIMIENTO SEGÚN ARISTÓTELES[1]
Una opinión tradicional muy difundida considera a toda la antigüedad clásica como orientada hacia una separación y antítesis inconciliables entre el trabajo que produce sus obras elaborando la materia, y el otium de la pura contemplación intelectual. De acuerdo con esta opinión, el trabajo habría sido en la antigüedad objeto de un menosprecio universal, como actividad vil y grosera βαναυσία (banausía), que envilece al hombre y lo degrada a la condición de esclavo, o de animal o instrumento bruto, mientras que la contemplación pura habría constituido el ideal de una vida noble, que se eleva hacia la esfera divina del conocimiento. De esta manera la oposición e incomunicación entre el homo faber y el homo sapiens habrían cerrado a los antiguos el camino que lleva a la comprensión de la cultura como creación histórica de la humanidad, creación que exige la unidad y acción recíproca constante de las dos actividades, práctica y teórica, de las manos y la inteligencia.
Sin embargo, una revisión crítica de las concepciones tradicionales señala en este caso un error de generalización arbitraria. Se ha convertido en universal un punto de vista propio de una sola parte (aunque muy importante) del espíritu antiguo, y no se ha advertido que esta misma parte estaba perturbada en su orientación por conflictos interiores de tendencias y exigencias, debido justamente a su necesidad espiritual de comprender el proceso histórico de creación y desarrollo de la cultura.
En primer lugar debe destacarse que la conciencia de la unidad y del intercambio constante de acción entre homo faber y homo sapiens caracteriza a los pensadores presocráticos, cultivadores de la técnica y de la ciencia al misino tiempo, autores de inventos técnicos y mecánicos tanto como de teorías científico-filosóficas, que piden antes bien a las operaciones de la técnica las sugestiones para alcanzar la comprensión teórica de la naturaleza y sus procesos. El hipocrático autor del escrito Acerca del régimen teoriza esta tendencia, al declarar expresamente que las técnicas humanas de los oficios y las artes, por ser imitaciones inconscientes de los procesos naturales, nos ofrecen la llave del secreto de éstos, puesto que conocemos lo que hacemos, y podemos así extraer de nuestras actividades (que son lo manifiesto para nosotros) la luz reveladora de los procesos de la naturaleza (que son lo oculto).
De este modo, según el escritor hipocrático, el homo faber se convierte en guía e iluminador del homo sapiens; los oficios y las artes resultan un elemento esencial de la conquista del conocimiento, y todo el proceso de desarrollo de la cultura exige la vinculación mutua entre las obras de la mano y las de la inteligencia. Lo cual Anaxágoras confirma, al declarar que la superioridad intelectual del hombre con respecto a los animales —esto es, su capacidad de progreso y creación de la cultura— tiene su causa y fuente en la posesión de la mano. La mano es la ejecutora de todo trabajo material, productora de realidades nuevas que no salen espontáneamente de la naturaleza, sino del arte, pero que obran sobre la naturaleza y la modifican, y al ser acompañadas en su producción por la conciencia de las operaciones que se cumplen y de los fines hacia los cuales éstas se dirigen, implican y engendran conocimientos y reflexiones. Los productos del trabajo manual y su mismo proceso de producción reaccionan de esta manera sobre su productor, y por medio de sus propios desarrollos y perfeccionamientos desarrollan y perfeccionan al hombre.
La superioridad del hombre sobre los otros animales procede, pues, para Anaxágoras, del trabajo. En su proposición, por lo tanto, puede intuirse germinalmente el concepto moderno de que el trabajo es el medio por el cual el hombre (como escribió Antonio Labriola, Del materialismo storico, pág. 99) se produce y desarrolla a sí mismo, como causa y como efecto, autor y consecuencia al mismo tiempo de las condiciones sucesivas de su propio ser; y así puede elevarse más arriba de la naturaleza, en cuyos límites quedan encerrados los animales.
Sin embargo, a pesar de esta orientación característica del pensamiento presocrático, y de la valoración del trabajo expresada luego por Sócrates y manifestada en el hecho mismo de buscar siempre en los oficios manuales los ejemplos y elementos de sus investigaciones filosóficas, más tarde se afirma y difunde un trastocamiento del punto de vista indicado. Cooperan en producirlo múltiples influjos de condiciones históricas, concepciones sociales y teorías filosóficas: la intensificada utilización del trabajo de los esclavos que repercute en la situación social de los artesanos, la difusión de tendencias aristocráticas y prejuicios militaristas hostiles al trabajo de los oficios y las artes, la propagación del desprecio idealista hacia lo corpóreo y del ideal de la vida contemplativa, etcétera. Todos estos influjos llevan a las clases elevadas y cultas hacia un repudio del trabajo manual y la técnica mecánica, que luego repercute de manera deletérea sobre el desarrollo ulterior de la misma ciencia antigua, al llevar a los matemáticos a rechazar las fecundas sugestiones y ayudas de la mecánica, en vano propuestas por Arquímedes; a los naturalistas a descuidar la invención y utilización de instrumentos y alejarse de lodo hábito experimental; a los médicos a abandonar la cirugía χειϱουϱγία (kheirourgía= trabajo de la mano) y las investigaciones anatómicas para encerrarse en la esfera de la pura —e infecunda— teoría.
A la producción de estas consecuencias han cooperado por cierto también los filósofos, que han expresado el menosprecio hacia el trabajo manual; y una responsabilidad muy grave pesa por eso sobre Platón y Aristóteles. Sin embargo, el historiador que se limita a recoger en sus obras las expresiones de su valuación negativa del trabajo y los trabajadores manuales, no se da cuenta de la fuerza con que siguen operando en el espíritu de ellos las tendencias y exigencias contrarias, herencia del pensamiento presocrático y de la tradición anterior procedente de Hesíodo. Platón, quien desprecia como gente de espíritu servil a todos los que se dedican a actividades materiales y económicas, les niega la participación en el gobierno del Estado, y llega hasta el punto de considerar como injuria el nombre de ingeniero mecánico; pero se encuentra llevado por otro lado a reconocer en el trabajo la razón y dignidad de la vida humana, y a proponer al artesano como modelo para las clases cultas, y a reconocer la unidad de la cultura en la vinculación y acción mutua de todas las formas de la actividad humana.[2]
Análoga observación tiene que aplicarse a Aristóteles, cuyo pensamiento respecto del trabajo es mucho más complejo de lo que pueda resultar de las citas, que se alegan habitualmente, de los lugares que expresan su menosprecio hacia los esclavos y los artesanos. Por cierto que Aristóteles ha planteado en el Protréptico y mantenido en parte en la Etica Nicomaquea y en la Metafísica una oposición terminante entre la vida activa y la contemplativa; por cierto que cooperó en determinar el desprecio hacia el trabajo al reducir al trabajador manual a mero instrumento que, a pesar de ser animado, no es superior en dignidad al inanimado. En base a esta teoría, que quiere justificar la esclavitud como institución de la naturaleza y no de la violencia, dice Aristóteles en el cap. II de su Política (1253 B) que todas las artes necesitan de instrumentos, que pueden ser inanimados como el timón del barco o bien animados como el vigía, pero son ambos igualmente instrumentos del piloto: “pues quien trabaja a las órdenes de otro en las artes es una especie de instrumento… y el esclavo es una propiedad animada, y cualquier ejecutor de órdenes es, como instrumento, el primero de los instrumentos”.
De esta manera, la actividad manual, propia de las artes y los oficios, parece quitar al hombre, según Aristóteles, su dignidad de hombre, y reducirlo a cosa o instrumento; con lo cual parece que llegamos a la más honda forma negativa de valuación del trabajo al declararlo negación de la dignidad humana. Pero todas estas valuaciones negativas y otras por el estilo —tal como la declaración de Política 1328 B, según la cual la vida del trabajador manual βάναυσοϛ βίοϛ (bánausos bíos) y la del mercader ἀγοϱαῖοϛ (agoraîos) son innobles y contrarias a la virtud— deben comprenderse y explicarse en sus motivos; ya que el menosprecio que expresan no se dirige contra el trabajo manual en cuanto que implica fatiga o vinculación con la materia, sino en cuanto que coloca al hombre en una situación de esclavitud, ya sea respecto a necesidades e intereses económicos, ya sea respecto a otras personas, cuyas órdenes debe ejecutar mecánicamente, sin ninguna intervención de la propia inteligencia y deliberación.
Lo que parece negación de la dignidad del hombre a Aristóteles, consiste sobre todo en la falta de autonomía, que quita al puro ejecutor material la libertad de pensar y actuar a la luz de su propio pensamiento. Por eso, en el primer capítulo de la Metafísica dice Aristóteles que “consideramos más dignos de estimación y más doctos y más sabios a los que dirigen las obras y construcciones ἀϱχιτέϰτονεϛ (arkhitéktones) que a los ejecutores manuales χειϱοτέχναι (kheirotekhnai); pues los primeros saben el porqué de lo que se hace, los segundos, en cambio, lo hacen tal como lo harían instrumentos inanimados, sin saber siquiera que hacen lo que hacen, tal como el fuego al quemar. Las cosas inanimadas, empero, hacen cada una de estas acciones por una naturaleza intrínseca; los obreros manuales por una costumbre adquirida, de modo que la estimación de más sabios (que se aplica a quienes dirigen) no procede del hecho de que son hacedores πϱαϰτιϰοί (praktikoí), sino de que usan la razón y conocen las causas”.
De esta manera parece evidente que Aristóteles no considera indigno del hombre el trabajar en la creación consciente de obras materiales, sino el renunciar al uso de la inteligencia, el transformarse en instrumento mecánico ciego, sin darse cuenta de lo que hace y de por qué lo hace. No condena, en otras palabras, el trabajo manual, sino su separación de la inteligencia que debería iluminarlo y guiarlo. Su polémica contra Anaxágoras (De partibus animalium, IV, 10, 686 B sig.), que había explicado la superioridad intelectual del hombre sobre los demás animales por vía de la posesión de la mano, significa por cierto una incomprensión del concepto —común a Anaxágoras con todos los presocráticos y con el autor del tratado hipocrático Acerca del régimen— del hacer considerado como fuente y vía de conocimiento y causa de desarrollo de la inteligencia. Pero al oponerle que, en cambio, la posesión de la inteligencia debe considerarse como el motivo por el cual la naturaleza dió al hombre la mano, instrumento de los instrumentos, Aristóteles, lejos de plantear una antítesis entre inteligencia y mano, quiere reclamar, como exigencia de la propia naturaleza, una unión mutua entre las dos actividades, en la cual la operación de la mano tenga que ser dirigida siempre, en cada hombre, por la propia inteligencia. El divorcio entre las dos, que él veía presentarse en el trabajo de los meros ejecutores de órdenes, era para él una ofensa a la naturaleza, una violación de sus fines y leyes, por cuyo motivo consideraba indigno del hombre el renunciar a su calidad de tal y reducirse a la condición de instrumento bruto.
En el concepto de Aristóteles no hay antítesis total o incompatibilidad absoluta entre teoría y práctica, actividad intelectual y manual. Antes bien, si admite y exalta una contemplación pura, separada de la práctica, exige sin embargo que las dos se mantengan asociadas en las realizaciones de la práctica; que es el punto de vista sostenido ya en el Protréptico, donde hay, sin duda, la exaltación de la theoría o contemplación pura, pero se afirma también la exigencia de que la razón teórica sea luz y guía de las aplicaciones prácticas.
El fragmento 13 del Protréptico en la edición Walzer (Aristotelis dialogorum fragmenta, Firenze, 1934: de Jambl. Protrept. 10, p. 54, 10-56, 12 ed., Pistelli) quiere demostrar, en efecto, la suma utilidad que tiene la razón teorética para la vida humana; y por eso remite al ejemplo de las técnicas: de la medicina, la gimnasia, la legislación, las artes de la edificación δημιουϱγιϰαί (demiourgikaí), o de los artesanos en general. Estas artes (dice) han encontrado instrumentos óptimos, como la plomada, la escuadra, el compás, los instrumentos de agua, de luz, etcétera, y por medio de éstos y de los cálculos más exactos procede el buen constructor, lejos de limitarse a levantar empíricamente su propio edificio en línea paralela a los ya existentes; y así el médico, el legislador, etcétera, no imitarán empírica y ciegamente la actuación de otros médicos, legisladores, etcétera, sino que buscarán su guía en la contemplación de los principios racionales, tal como el piloto en la contemplación de las estrellas. La ciencia teorética, por lo tanto, debe siempre dirigir la acción práctica; la contemplación no está reñida con las artes, sino que es más bien su iluminación y guía necesaria.
Es evidente que, en esta aplicación a la práctica, la teoría no puede ser otium en el sentido de inactividad, inercia; pero tampoco es tal para Aristóteles cuando es contemplación pura, separada de la práctica, como justamente lo destacó M. M. Rossi (Nota critica sulla concezione del lavoro di J. Pieper, “Giornale di metafisica”, 1952) contra J. Pieper (Leisure the Basis of Culture, London, 1952). En los capítulos VI-VIII del libro X de la Etica nicomaquea, donde habla del otium de la contemplación pura, Aristóteles (anota Rossi) insiste sobre el carácter de actividad operativa ἔϱγον, ἔνεϱγεια (érgon, enérgeia) de esta contemplación, y al declararla propia en sumo grado de los dioses, afirma que “todos suponen que los dioses viven, y por lo tanto son activos, pues nadie piensa que duerman como Endimión” (1178 B).
La contemplación, pues, para Aristóteles, es actividad en sí misma, no ya antítesis o negación del trabajo; antes bien tiene con éste una vinculación, no sólo porque la posibilidad de su existencia separada y pura está condicionada (como observa Rossi) por el trabajo, que debe haberle creado la situación de independencia respecto de las necesidades de la vida σχολἠ, (skholé, otium, leisure, loisir), sino también porque, a su vez, la actividad práctica del trabajo exige para su realización consciente e inteligente —la única digna del hombre— la intervención directora de la teoría.
La vinculación entre práctica y teoría, técnica y ciencia, trabajo manual e intelectual, resulta ya de este modo una dependencia recíproca; sin embargo, para Aristóteles, semejante relación de mutua dependencia es más compleja aún. No sólo, en efecto, la actividad intelectual debe dirigir la manual y ofrecer a la práctica la luz de los conocimientos teóricos ya alcanzados, sino que, inversamente, en el proceso de formación de la teoría, la práctica constituye un momento mediador preparatorio; vale decir, la técnica es un medio de encaminarse hacia la ciencia y un comienzo de sus conquistas. Esta concepción es probablemente una herencia o sugestión procedente del punto de vista de los naturalistas presocráticos y del autor del tratado hipocrático Acerca del régimen, y del propio Anaxágoras, a quien, sin duda, Aristóteles quería refutar con respecto a su valoración de la mano como creadora del desarrollo intelectual del hombre. Sin embargo, la sugestión de semejante punto de vista actúa en Aristóteles cuando, en el primer capítulo de la Metafísica, quiere delinear el proceso de desarrollo por el cual el hombre puede pasar de las sensaciones, que le son comunes con los animales, a la creación de la ciencia que es su privilegio.
El primer paso está constituido por la experiencia ἐμπειϱία (empeiría) que, debido a la memoria, recoge muchos recuerdos referentes a un mismo hecho πϱᾶγμα (pragma); pero de la experiencia pueden participar también los animales. En cambio, el hombre se eleva luego, de la formación de las experiencias a la creación de la técnica, recogiendo —tal como lo enseñaban a Aristóteles los tratados del escultor Polycleto, de los médicos hipocráticos, el Canon de Damón, etcétera, y la exaltación de las artes hecha por los sofistas, como Polos en el Gorgías— las muchas nociones empíricas, referentes a casos semejantes, en una única intuición general. La técnica, pues, al crear tipos y modelos para aplicarlos en toda realización particular, llega a una comprensión de lo universal, de la ley, del porqué de los hechos; y así puede dirigir conscientemente la producción de éstos y dominarlos; y por tal motivo (dice Aristóteles) “juzgamos a los técnicos más sabios que a los empíricos, en cuanto que la sabiduría procede en todos esencialmente de su saber: esto es, que aquéllos saben la causa, y los otros no… Es natural por tanto que el inventor de cualquier técnica, que trascienda las comunes sensaciones, sea admirado por los hombres, no sólo por el hecho de que alguno de sus inventos sea útil, sino por ser él mismo, como sabio, distinto de los demás. Y al inventarse múltiples técnicas, referentes unas a las necesidades, otras a las diversiones, siempre se consideran más sabios a los inventores de éstas que a los de aquéllas, por ser su ciencia[3] independiente de exigencias utilitarias. De donde procede que después de haber alcanzado la formación de todas las ciencias de estos tipos, se inventaron las que no están en relación ni con las diversiones ni con las necesidades”. Vale decir, después de las ciencias aplicadas o técnicas, se alcanzó la ciencia pura, desinteresada, como (ejemplifica Aristóteles) la matemática en Egipto, donde la casta sacerdotal tenía la posibilidad de dedicarse a estudios puramente teóricos.
De este modo es evidente que la técnica o arte —a pesar de ser creación manual de productos materiales— representa para Aristóteles un grado previo a la ciencia o teoría pura, inferior por cierto (según él) en su carácter de aplicación práctica, pero necesario como momento o grado preparatorio, tanto porque satisface a necesidades y exigencias cuya presión no permitiría de otro modo al hombre el dedicarse a la actividad contemplativa, como porque forma el hábito de la concepción de lo universal y de la comprensión de las causas, que es un hábito fundamental e indispensable para la ciencia teórica pura. La técnica creadora, por lo tanto, incluye para Aristóteles un proceso cognoscitivo de suma importancia; es un momento esencial del desarrollo de la razón y de la ciencia; y Aristóteles no vacila en darle a veces el nombre de ciencia ἐπιστέμη (epistéme) en lugar del nombre de técnica.
El trabajo consciente del artesano, cuya inteligencia guía la obra de su mano, y se va formando ella misma y desarrollando en esta asociación con la actividad práctica, desempeña también para Aristóteles el papel que Anaxágoras atribuía a la mano en la elevación espiritual del hombre sobre los otros animales. El trabajo manual —cuando no sea reducido a mera y ciega ejecución mecánica— no es antitético ni inconciliable con el intelectual, sino está asociado con éste por vínculos de mutua dependencia e interacción, y mantiene de este modo su dignidad típicamente humana. Aristóteles no habría suscrito nunca ni el desprecio contra el ingeniero mecánico expresado por Platón en Gorgias 512 6c, ni mucho menos la declaración de Plutarco —expresión, anota Glotz (Le travail dans la Grece ancienne, pág. 194), del orgullo de la aristocracia tebana— según la cual ningún joven de buena familia desearía ser un Fidias o un Polycleto, porque ellos, a pesar de su genio, debían considerarse gente vil y despreciable, como artesanos que trabajaban manualmente.
Al contrario; para Aristóteles la técnica, en la cual se organiza y sistematiza de manera consciente el trabajo productor, es un momento esencial del proceso de conquista y desarrollo del conocimiento humano, preparación y camino necesarios hacia la ciencia. Y de esta manera el proceso de creación de la cultura llega a ser intuido por Aristóteles en su unidad, que comprende la actividad manual y la intelectual juntas, como manifestaciones distintas, pero mutuamente vinculadas, de la capacidad creadora del espíritu humano.
Rodolfo Mondolfo
LAS GRANDES ETAPAS DEL ANALISIS INFINITESIMAL
La actividad científica, en su incesante búsqueda del conocimiento, se presenta como un conjunto de corrientes vinculadas por una enmarañada red de afluentes y confluentes: algunos de curso breve, otros más largos con meandros, lagos y distintos cauces. De este último tipo es el proceso científico que, a través de una evolución de más de dos milenios, dió lugar al nacimiento del actual análisis infinitesimal. Es un largo proceso de racionalización, que desde los albores mismos de la matemática llega casi hasta nuestros días, y en el que cabe distinguir tres etapas importantes: una etapa antigua, que abarca el período del siglo V al III a. C., una etapa moderna, entre los siglos XIV y XVII, y una etapa final, durante el siglo XIX, de la cual surge el análisis infinitesimal clásico, tal como hoy se estudia en nuestros cursos universitarios.
Es probable que algún texto de estos cursos inicie su exposición con la definición de “variable”, pero es también probable que la definición de ese concepto no aluda a cambio o movimiento alguno, como haría suponer el significado vulgar del término. Este hecho nos sitúa ya en la raíz del problema, pues esa palabra “variable”, tan utilizada en matemática con acepción propia, no es sino un resto fósil abandonado por el proceso histórico: roca superficial que denuncia una capa profunda ya hundida en el tiempo.
En efecto, esa palabra, con su significado ordinario, acompañó largo trecho a los conceptos infinitesimales que la llevaban implícitamente consigo desde sus orígenes; desde la época en que el pensamiento filosófico y el pensamiento matemático se embarcan en los procesos de racionalización y de abstracción con los que inicia su marcha la ciencia occidental.
El “todo fluye” de Heráclito no es solamente uno de los primeros aforismos que nos legara la tradición filosófica; es también el resultado de la observación directa, y de la reflexión ingenua frente al incesante cambio y movimiento de las cosas del mundo exterior y a la variación continua de los estados de conciencia, mientras que, implacable y permanentemente, el tiempo pasa.
Mas esta observación y esta reflexión no son ni pueden ser, como tampoco lo fueron en el pensamiento de Heráclito, sino una primera etapa en la marcha dialéctica del pensamiento que, al lado de aquella observación, reconoce la exigencia de algo permanente, sin lo cual ni el pensamiento ni el lenguaje serían posibles; y con ella la necesidad de buscar una solución al conflicto entre el cambio y la permanencia, origen de todo saber.
Desde sus comienzos este problema mostró una raíz matemática. En efecto; el tiempo, cauce del fluir de las cosas y de los estados íntimos, posee un rasgo esencial y característico: los instantes no se superponen: se suceden. Y la idea de sucesión continua, la noción de sucesivo, primeros resultados conceptuales del pensamiento, cristalizan por así decir en el proceso matemático más simple: el contar, proceso que a la par que se vincula con el problema del cambio y de la variación, lleva en sí, como la semilla al ser, la noción más profunda y característica de toda la matemática: el infinito, ya que la sucesión de los números no tiene fin.
No es sin duda casual que uno de los primeros sistemas filosóficos, el pitagórico, elevara el concepto de número a categoría metafísica, aunque ese número no fuera entonces el ente abstracto que hoy distinguimos con ese nombre, fruto de sucesivas generalizaciones y abstracciones, sino ese número simple que hoy llamamos “natural” (aunque sin el cero, que los griegos antiguos no conocieron y a veces también sin el uno, pues la unidad no “cuenta”). Y fue precisamente en el seno de esa escuela pitagórica donde se presentó el primer problema, de consecuencias dramáticas para la doctrina de la escuela, que hoy consideramos como la primera cuestión de carácter infinitesimal. Esa cuestión fue el “descubrimiento de los irracionales”, paradoja desconcertante y sin solución para los pitagóricos, que se ocultaba entre las mallas de los números, de esos entes que, según la doctrina, eran consustanciales con las cosas. En efecto: esos números que les permitían distinguir y comparar las pluralidades de objetos o las pluralidades de partes alícuotas de las cosas, resultaban impotentes para expresar la razón entre la diagonal y el lado de una figura tan simple y armoniosa como el cuadrado. Esos segmentos parecían entonces no pertenecer al mundo de las cosas; eran “inconmensurables vale decir sin medida común, no tenían “número” que expresara su razón, eran pues inexpresables, ἄλογοι (álogoi), palabra que más tarde fue traducida, errónea y paradójicamente, con el término “irracionales” con que hoy designamos los números que expresan la razón entre cantidades inconmensurables.
Aunque la demostración, que se atribuye a los pitagóricos, de la inconmensurabilidad entre la diagonal y el lado del cuadrado no muestra indicios de cuestiones infinitesimales, bien pronto los segmentos inconmensurables mostraron su conexión con tales cuestiones al comprobarse que al aplicarlas a esos segmentos, ciertas operaciones no tenían fin.
El infinito no sólo se hizo presente en las contradicciones internas de la doctrina pitagórica, lo hizo también en los ataques que desde el exterior le dirigiera la escuela rival de los eleatas, a través de los conocidos argumentos de Zenón que pusieron en juego no ya las cosas estáticas, sino el movimiento mismo, que se tornaba imposible al admitirse la divisibilidad infinita implícita en toda concepción pluralista como lo era la pitagórica.
El problema de los irracionales y los argumentos de Zenón son los primeros frutos racionales que se vinculan con cuestiones infinitesimales, aunque es indudable que ellos trascienden el campo puramente matemático, pues hay en ellos una “inconmensurabilidad” más profunda de la que denuncian el lado y la diagonal de un cuadrado: es la inconmensurabilidad, más difícil de desentrañar, entre dos mundos distintos: el de la empiria y el de la razón, entre entes ideales y reales, imposibles de hacer corresponder biunívocamente.
Dejando a un lado este aspecto metafísico, destaquemos que esas cuestiones plantearon a los matemáticos problemas técnicos que exigían solución. Pero el tratamiento de las cantidades inconmensurables, su conexión con la divisibilidad infinita, y los peligros que entrañaba el uso del infinito, no eran cuestiones de fácil solución. Ya había asomado la teoría de la proporcionalidad, ¿cómo aplicarla a los segmentos inconmensurables que tenían frente a ella el mismo derecho que los conmensurables? ¿Cómo tratar el infinito, ese compañero aparentemente inseparable de los entes matemáticos, sin que surgieran las falacias contenidas en los argumentos de Zenón y que algunas pretendidas cuadraturas del círculo de ciertos sofistas no hacían sino confirmar?
La solución que el griego dio a estas cuestiones fue realmente genial, aunque hoy, después de un esfuerzo de siglos en esa dirección, pueda parecemos que esa solución fue más una escapatoria y una evasión que un ataque directo, frontal, del problema.
En lo que se refiere a la cuestión planteada por el descubrimiento de los irracionales, el problema se presentaba en estos términos: por un lado, un conjunto de números (enteros y fraccionarios positivos exclusivamente); por otro un mundo geométrico de formas, segmentos, curvas, figuras planas, sólidos, cuya riqueza de propiedades se estaba revelando a través del estudio de una serie de problemas interesantes y difíciles: cuadratura del círculo, duplicación del cubo, trisección del ángulo, comparación de áreas, construcción de polígonos y poliedros regulares, etc.; y por último, un comportamiento asaz curioso del conjunto de números frente al mundo de formas, puesto de manifiesto por el descubrimiento de cantidades inconmensurables. ¿Por qué, por ejemplo, el número 6 permitía establecer la razón entre el perímetro del hexágono regular y su radio, mientras que no había número para expresar esa razón en otro polígono regular cualquiera?
La dirección hacia la cual debía apuntar la solución era evidente: había que “salvar” los segmentos inconmensurables; lo contrario hubiera sido mutilar de modo fatal la geometría; y en tal sentido la alternativa era: o se investigaba la manera de tratar las propiedades de los segmentos inconmensurables (en primer lugar la proporcionalidad) utilizando los números conocidos; o se ampliaba ese conjunto de números agregándole otros entes que dieran cuenta de aquellas propiedades. De estas dos soluciones, los griegos adoptaron la primera, nosotros actualmente utilizamos la segunda.
En cuanto a las dificultades que provocaba la presencia del infinito en las demostraciones geométricas, los griegos las resolvieron de una manera aún más genial, aunque también en este caso la solución fue indirecta: en lugar de atacar la fiera en su guarida, rodearon a ésta con una valla poderosa y con una muralla sólida que impidieran sus asechanzas. En efecto, mediante hábiles recursos técnicos, los griegos lograron resolver las cuestiones geométricas y mecánicas (áreas, volúmenes, centros de gravedad) que implican consideraciones infinitesimales sin recurrir, por lo menos explícitamente, al infinito; es decir, eliminándolo, o mejor reprimiéndolo, en sus demostraciones en la medida en que el infinito consiente en matemática esta pasiva actitud.
Es sintomático que la solución de ambos problemas: el de los irracionales y el del infinito, se deba a la misma y poderosa mentalidad matemática: Eudoxo de Cnido, de la primera mitad del siglo IV a. C., que dió una definición de proporcionalidad (por abstracción) válida para cantidades conmensurables o no; y un principio (hoy llamado postulado de Arquímedes) y un método (más tarde llamado de exhaución) que permitían tratar y resolver rigurosamente las cuestiones de carácter infinitesimal.
Pero es por obra de Arquímedes, en el siglo III a. C., cuando el método de exhaución logra sus mayores triunfos, pues en manos del gran siracusano, y haciendo galas de un virtuosismo matemático pocas veces superado, ese método le permitió obtener propiedades de curvas y sólidos (espiral, parábola, cuádricas de revolución, etc.) que trascienden nuestra geometría elemental, y aplicarlo con éxito en sus investigaciones físicas de la palanca y de los cuerpos flotantes.
Por sus proyecciones históricas en la cuestión de la génesis de los métodos infinitesimales, se destaca un escrito de Arquímedes que se creía perdido, hasta que a comienzos de este siglo apareció una copia en un palimpsesto de Constantinopla. Ese escrito, hoy conocido como el Método de Arquímedes, se refiere a un aspecto del proceso científico poco frecuente en la ciencia griega: el aspecto heurístico.
Hay que recordar que el método de exhaución es un método de demostración, no de descubrimiento, pues permite demostrar resultados ya conocidos, pero no deducir o descubrir esos resultados, ya que la esencia del método radica en una doble reducción al absurdo: para demostrar que cierto elemento desconocido X (distancia, figura o sólido) es igual a un elemento conocido A, se demuestra que X no puede ser mayor ni menor que A, pero nada dice cómo se llega a este elemento A.
Algunos matemáticos de la edad moderna, en especial frente a los extraordinarios resultados de Arquímedes, sospecharon que los antiguos poseían un método secreto para llegar a esos resultados, que luego demostraban por el riguroso método de exhaución. Respecto de Arquímedes esta sospecha resultó una verdad a medias: en efecto, Arquímedes había inventado un método de descubrimiento para llegar a aquellos resultados, pero que no mantuvo en secreto, pues hoy lo conocemos a través de su Método, larga carta dirigida a Eratóstenes de Alejandría en la que expone, con numerosas aplicaciones, lo que él llama “método mecánico”, agregando empero que tal método no comporta una verdadera demostración. Este escrito es de singular importancia: expone un método entre geométrico y mecánico, donde aplica la ley del equilibrio de la palanca a figuras geométricas mediante un proceso, mezcla de intuición y de abstracción, en el que la experimentación mental va más allá de toda posibilidad física. Pero el interés mayor radica en su semejanza con métodos que emplearon algunos matemáticos del siglo XVII, que no conocían ese escrito de Arquímedes, como mostrando que el pensamiento debía necesariamente pasar por ese camino, sin apoyo intuitivo ni lógico, para llegar a la región abstracta de los resultados infinitesimales, y que esta región estaba dotada de un tipo de abstracción que trascendía la mera geometría y la mecánica, circunstancia empero que no advirtieron los matemáticos griegos ni los modernos.
Quizá resida en este hecho la principal característica de la actitud de la matemática griega frente a los conceptos infinitesimales: no advertir que los problemas de áreas, volúmenes y centros de gravedad, que implicaban tales conceptos, constituían cuestiones de un tipo distinto y propio; que entre el teorema que establece la equivalencia entre dos triángulos de iguales base y altura, y el teorema que establece la equivalencia entre un círculo y un triángulo cuya base es la circunferencia rectificada, y cuya altura es el radio, existía una diferencia, no de grado o de complejidad, sino de esencia.
A más de dos milenios de distancia no parece hoy difícil suponer algunas de las causas que provocaron aquella conducta. Ante todo, hay en el espíritu griego cierto empirismo que no favoreció la abstracción necesaria para el cabal desarrollo de los conceptos infinitesimales; empirismo que se pone de manifiesto en el apego al mundo exterior y a las formas corpóreas, y en cierta prevalencia de los factores intuitivos sobre los esfuerzos lógicos. Por lo demás, la lógica griega, la lógica aristotélica, es una lógica de hechos, de existencias más que de esencias; una lógica emanada de una mente de naturalista; hecho que da cuenta de por qué la abstracción matemática de los griegos es una abstracción semejante a la de las ciencias naturales, que le impidió ir más allá de las formas mismas, más allá de los casos individuales. Hay en la matemática griega una evidente predilección por los problemas particulares en detrimento de los teoremas generales. El griego determinará el área, el volumen, o el centro de gravedad de figuras particulares, a veces complejas, pero no se planteará el problema del área, del volumen, o del centro de gravedad de una figura cualquiera, variable.
Esto nos lleva a otro aspecto de la matemática griega que conspiró en contra de un mayor desarrollo de los conceptos infinitesimales: el carácter más estático que dinámico, más cinemático que cinético, de la matemática griega. La mecánica griega es una mecánica débil, sin fuerza; es una mecánica que no logró desentrañar la naturaleza del movimiento variado. El movimiento que estudia no es sino el pobre y menguado movimiento uniforme: rectilíneo y circular, que reina soberano en la geometría, en la física, y en la astronomía griegas. En verdad la mecánica griega es una estática; una mecánica de lo inmóvil. Arquímedes, el más grande de los mecánicos teóricos de la antigüedad, es el físico del equilibrio: sus escritos físicos nos hablan del equilibrio de los planos, del equilibrio de los cuerpos flotantes, etc.
A estos factores genéricos del espíritu griego, cabe agregar algunos factores específicos de la matemática griega. En primer lugar, la matemática griega fue una geometría; si se exceptúa la acústica, que no progresó mayormente a partir de los pitagóricos, las distintas ramas, que, aparte de la geometría, comprendía esa matemática, aritmética, óptica, estática, astronomía, no eran sino geometrizaciones. La aritmética pura de los griegos no fue más allá de algunas propiedades de los números enteros, y en cuanto a lo que, con evidente anacronismo, puede llamarse el “álgebra” de los griegos, aparece en sus escritos totalmente disfrazada de geometría. El único “algebrista” griego, Diofanto de Alejandría, es una excepción en el campo de la ciencia griega, y su obra, cabalmente algebraica, parece más próxima a la matemática de los antiguos babilonios que a la matemática griega. Con todo, Diofanto debe considerarse más un precursor de la disciplina actual llamada “teoría de números”, que del análisis infinitesimal, pues éste exigió para su desarrollo un concepto más amplio de número que el número racional, único que conoce Diofanto.
En segundo lugar, la matemática griega, al reprimir el infinito en sus demostraciones infinitesimales, se maniató frente a este importante concepto e impidió las intuiciones de largo alcance que ese concepto exigía.
Una última característica de la matemática griega también ha conspirado, en cierto sentido, en contra de un mayor desarrollo de los conceptos infinitesimales: la preocupación por la “demostración”, ese máximo descubrimiento de la ciencia griega. Esa preocupación, que cuidó más el camino y la meta que el punto de partida, es probable que fuera el fruto de las discusiones y controversias frecuentes, sobre todo en la época de los sofistas. Ha de recordarse que la geometría, con la estructura que hoy le conocemos que se inicia con los Elementos de Euclides, nace después que la lógica aristotélica ofreció los medios para evitar tales discusiones. Fijado un común acuerdo acerca de la validez de ciertas premisas, la construcción de la geometría sólo exigía que las demostraciones siguientes fueran impecables desde el punto de vista deductivo. ¿Quién podía dudar de la igualdad entre X y A, si se demostraba rigurosamente que X no podía ser ni mayor ni menor que A? Con esto quedaba cumplida la misión de la geometría, y ninguna necesidad se sentía de averiguar qué eran esas X y A, y en qué consistía esa igualdad que tan indirectamente, y a veces con bastante dificultad, se demostraba.
Mientras que los matemáticos griegos, en su tratamiento de las cuestiones infinitesimales, rehusaban mirar de frente al infinito ocultándolo tras una tupida cortina geométrica finita, los filósofos griegos consideraban ese concepto, pero en general y desde un punto de vista extramatemático, aunque en algunos casos sus consideraciones filosóficas acerca del infinito y de la infinitud se vincularon con las concepciones infinitesimales o tuvieron alguna influencia sobre ellas. Como únicos ejemplos citemos el atomismo de Demócrito, fácil de extender a la “materia” abstracta de la geometría, y las consideraciones infinitesimales de Aristóteles, vinculadas con su concepción total de la matemática y con su propia metafísica. Acorazado en su concepto de la continuidad, Aristóteles niega todo “indivisible”, arremetiendo tanto contra las mónadas pitagóricas como contra los átomos de Demócrito, pero al discutir el infinito, su propia metafísica y la limitada concepción de número de los griegos lo traicionan, al concebir el infinito de manera distinta según se trate de magnitudes geométricas o de la sucesión de los números. Aristóteles admite el infinito, hacia lo grande (por adición) o hacia lo pequeño (por división) sólo en potencia y jamás en acto, mas como su universo es limitado y por otra parte los únicos números que cuentan (en la doble acepción del término) son los enteros, resultará que no pueden concebirse magnitudes geométricas infinitamente grandes, pues superarían al universo; ni números infinitamente pequeños ya que los números admiten un límite inferior dado por el número uno; y sólo podrán admitirse magnitudes infinitamente pequeñas, y con ellas la posibilidad de la divisibilidad infinita de las magnitudes; y números infinitamente grandes ofrecidos por la sucesión ilimitada de los números.
Las contribuciones de Aristóteles y de Arquímedes, es decir de un gran filósofo que habló del infinito sin ocuparse de matemática, y de un gran sabio que se ocupó de matemática sin hablar del infinito, representan las máximas aportaciones de la antigüedad a las cuestiones de carácter infinitesimal. Son también las últimas, pues habrá que esperar más de un milenio y medio después de la muerte de Arquímedes, para que tales cuestiones reaparezcan en Occidente. Mas cuando reaparecen, las ramas matemáticas griegas están acompañadas por una nueva rama de origen oriental, el álgebra, que se introduce en Europa, aún en estado embrionario, a comienzos del siglo XIII junto con el actual sistema de numeración decimal, también de origen oriental.
El álgebra, sobre todo cuando a fines del siglo XVI se enriquece con el simbolismo que la caracteriza, aportó a la matemática un nuevo tipo de abstracción, en cierto sentido de grado superior respecto de la abstracción griega, que permitió ir más allá de las formas sensibles con sus letras vacías, susceptibles de llenarse con cualquier contenido. Tal abstracción algebraica resultó de un valor inestimable para los futuros métodos infinitesimales, así como también importante resultó, para esos métodos, el sistema de numeración decimal, no sólo porque facilitó la realización de las operaciones matemáticas, sino en especial por la introducción del cero, que al actuar como símbolo, no como cifra, reactualizó en la matemática los mismos problemas que llevaba consigo su recíproco: el infinito.
La introducción de los nuevos algoritmos fue lenta y paulatina, pero señala una nueva etapa en el desarrollo de los conceptos infinitesimales, etapa que se inicia con la escolástica.
Los problemas de la continuidad, del infinito, y del infinitésimo, penetran en la escolástica a través de las obras griegas, en especial a través de la Física de Aristóteles, y es precisamente en conexión con la llamada teoría del impetus, que se oponía a la doctrina aristotélica del movimiento variado, cuando encontramos una nueva manera de tratar el problema del cambio, que inicia en el siglo XIV una nueva etapa en el desarrollo de los conceptos infinitesimales.
La contribución medieval, sin ser decisiva, no deja de mostrar los signos de los nuevos tiempos. Los maestros de Oxford y de París, a través de la expresión “latitud de forma”, introducen un concepto equivalente a “variación de una cualidad”, que incluye como caso particular la variación de una velocidad, es decir la actual aceleración, concepto desconocido por los antiguos. El estudio de las latitudes de forma les permitió una mejor clasificación de los movimientos y algunos resultados técnicos interesantes. Así, la equivalencia entre un movimiento uniformemente acelerado (utilizamos locuciones actuales), y un movimiento uniforme cuya velocidad es el término medio de las velocidades inicial y final del movimiento variado, “teorema” que demuestran en forma retórica mediante largos raciocinios y algunos ejemplos numéricos simples, pero que presupone el concepto de velocidad variable, típico concepto infinitesimal.
La aplicación de ese teorema a ciertos movimientos, sugeridos probablemente por la “dicotomía” de Zenón, los condujo a otro resultado de carácter infinitesimal: el cálculo correcto de ciertas expresiones, incluidas en las hoy llamadas series convergentes. En el tratamiento de esta cuestión ya aparece una nota que caracterizará toda la etapa: el uso desembozado del infinito, sin la maliciosa intención de Zenón, pero también sin las cautelosas precauciones del método de exhaución.
Un nuevo progreso realizarán los maestros medievales al aplicar la representación gráfica a las latitudes de forma, que por primera vez implica el esfuerzo abstracto, nada despreciable, de correspondencias en las que el ente representado no es homogéneo con su representación: los segmentos representan tiempos o velocidades, las áreas representan distancias. No deja de ser sintomático que tal representación gráfica de los maestros medievales, y hasta algunas de sus consecuencias, aparezcan utilizadas en la demostración que, en sus célebres Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due nuove scienze (1638), da Galileo de la ley de la caída de los graves.
Los maestros medievales extendieron además su representación gráfica a las series convergentes, obteniendo un resultado que no dejó de desconcertar a matemáticos futuros, y que de conocerlo, hubiera sin duda deleitado el viejo Zenón: la existencia de figuras infinitas (poligonales abiertas), que encerraban sin embargo un área finita.
A partir del siglo XV, los conceptos infinitesimales se verán sometidos a la nueva atmósfera, que aportarán primero el humanismo y luego el Renacimiento y la edad moderna, y evolucionarán conforme a los nuevos afanes y a los nuevos sentimientos que urgen al hombre occidental: a ese activismo y dinamismo, hasta entonces desconocido, que anima a artistas, navegantes y condottieri; y en especial a la nueva concepción de la naturaleza que dejará de ser un ente pasivo, para convertirse en una depositaria de fuerzas y de bienes que el hombre, mediante la ciencia, podrá explotar en su beneficio. La utilidad y el éxito constituirán nuevas guías humanas, y el quehacer científico adquirirá cierto carácter pragmático.
Bajo esta nueva atmósfera, dos acontecimientos de carácter técnico encauzarán la evolución de los conceptos infinitesimales: el álgebra y el conocimiento, cada vez más auténtico y completo, de los grandes matemáticos de la antigüedad, en especial de Arquímedes, cuya influencia en el desarrollo de aquellos conceptos fue decisiva.
Hasta fines del siglo XVII una pléyade de matemáticos, italianos, franceses, ingleses, belgas, alemanes, se ocuparon de cuestiones geométricas y mecánicas que involucraban problemas de carácter infinitesimal en cuyo tratamiento pudo advertirse un doble proceso.
En primer lugar, una búsqueda de métodos y de reglas que permitieran resolver esas cuestiones sin recurrir al engorroso método de exhaución, aunque para ello hubiera que admitir conceptos con débil o ningún fundamento. En esa búsqueda, los antiguos, y en especial Arquímedes, representan el faro protector: si los resultados coinciden con los dados por los matemáticos griegos, el método o la regla eran buenos, cualesquiera fueran sus fundamentos. Entre esos métodos logró cierta difusión, y se mantuvo casi medio siglo, el método llamado de los “indivisibles”, surgido en el ambiente de Galileo y de sus discípulos. Aunque el término que le dió nombre es de origen escolástico, el método de los indivisibles es ante todo un procedimiento técnico en el que, mediante hábiles comparaciones de segmentos, se llega a demostrar geométricamente teoremas que corresponden a algunas de nuestras fórmulas de cálculo integral. El método tiene puntos de contacto con el Método de Arquímedes, pero con la diferencia esencial siguiente: mientras que para Arquímedes el método no comportaba una verdadera demostración, para los matemáticos del siglo XVI (no todos en realidad) la validez del método residía meramente en la exactitud de sus resultados.
En segundo lugar, van apareciendo, paulatina y progresivamente, al lado de las consideraciones geométricas y mecánicas, consideraciones de carácter analítico: tímidas y aritméticas en sus comienzos, más francas y algebraicas luego, para terminar aplicando los nuevos métodos cartesianos que habían oficializado, por decirlo así, la aplicación del álgebra a la geometría. Claro es que este avance de los métodos algebraicos en las cuestiones infinitesimales iba poco a poco minando el único fundamento riguroso que hasta entonces habían poseído esas cuestiones, que residía única y exclusivamente en los métodos geométricos. Por otra parte. La atmósfera de la época, con su indudable atracción hacia el mundo exterior con sus formas y movimientos, impidió sin duda que se tratara de traducir algebraicamente esos métodos rigurosos geométricos, empresa que entonces nadie intentó.
La labor, anterior a la de Newton y de Leibniz, realizada por los matemáticos en el campo de las cuestiones infinitesimales fue fecunda en problemas y en resultados, muchos de los cuales habían sido desconocidos para los antiguos; de manera que al iniciarse el último tercio del siglo XVII, los matemáticos están en condiciones, no sólo de tratar y de resolver los problemas de cuadraturas, de cubaturas, y de centros de gravedad de los antiguos, sino muchos otros nuevos, con mayor o menor amplitud: problemas de tangentes, de curvatura, de máximos y de mínimos, de series, etc.
Ese conjunto de resultados adolecía, sin embargo, de una doble falla: por una parte, carecía de unidad; por la otra estaba en el aire, pues al lado de un uso, desenfadado o vergonzante, pero siempre impreciso, de los conceptos de infinito y de infinitésimo, esos resultados no se fundaban sobre base rigurosa alguna. Los años finales del siglo XVII verán eliminar la primera falla; la segunda sólo desaparecerá un siglo y medio después.
El éxito logrado en la resolución de los problemas de los antiguos mediante métodos más simples, aunque menos rigurosos; el descubrimiento y solución de nuevas cuestiones y la feliz aplicación del álgebra y del método cartesiano a este nuevo tipo de problemas, ya presagiaba que en el vasto campo de la matemática asomaba una “nueva ciencia”. Sólo faltaba hallar el fondo común de donde manaban tantos resultados aparentemente inconexos. Los matemáticos de los siglos XVI y XVII habían realizado en ese campo una labor fecunda, pero ninguno había logrado encuadrar todas esas cuestiones en un sistema orgánico. Algunos, Fermat, Barrow, quizá Pascal, habían estado a punto de lograrlo, pero razones, más circunstanciales que técnicas, se lo habían impedido. Será mérito de Newton y de Leibniz aprovecharse de toda aquella labor y darle genialmente unidad y estructura orgánica. Y no deja de ser un síntoma claro de que los tiempos eran propicios y de que aquella labor era eficaz, el hecho de que estos dos grandes sabios organizaran el cálculo infinitesimal partiendo de concepciones y finalidades distintas, pero con resultados iguales. Sin embargo, esta circunstancia, que hoy nos parece natural y lógica, sorprendió de tal manera a los hombres de la época que prefirieron explicarla como mero plagio, surgiendo así la cuestión de prioridad y la polémica subsiguiente, la más desagradable y desdichada de toda la historia de la matemática.
El hecho es que de manos de Newton y de Leibniz surgió una nueva disciplina matemática que con propiedad ha de llamarse “cálculo infinitesimal”, pues eso fue: un cálculo que con sus reglas y procedimientos reunió en forma unitaria y orgánica aquel conjunto de problemas y cuestiones.
Tal es el rasgo común que caracteriza las concepciones de Newton y de Leibniz, aunque la distinta mentalidad de ambos sabios dio a esas concepciones aspectos formales diferentes.
La concepción de Newton fue la de un filósofo natural, es decir un físico, y hasta de un hábil físico experimental, como sus trabajos de óptica lo demuestran; la concepción de Leibniz fue la de un metafísico y de un lógico. Diríase que la concepción de Newton fue “naturalista”, la de Leibniz “racionalista”.
Newton trató las cuestiones infinitesimales desde los puntos de vista algebraico, geométrico y cinemático, dando lugar este último a su contribución más original: el método de las fluxiones, en el que parece resurgir la vinculación de los conceptos infinitesimales con el problema universal del cambio, pues el tiempo reinará en él soberano. El movimiento continuo de los puntos, de las rectas, o de los planos engendrará las variables matemáticas, cuyas velocidades serán las “fluxiones”, mientras que, inversamente, las cantidades mismas que fluyen son las “fluentes”; y todo el cálculo será un conjunto de reglas que con notación propia permitirá determinar las fluxiones, o fluxiones de fluxiones, etc., conociendo las fluentes o inversamente. El carácter intuitivo que el movimiento proporcionará al método, y la circunstancia de haberlo expuesto Newton en forma bastante didáctica y sistemática, explican sin duda el hecho de que en Inglaterra el método de las fluxiones se mantuviera más de un siglo y que su notación persista aún hoy en el campo de la mecánica racional.
La concepción de Leibniz, en cambio, se sitúa en un plano algo más alejado de la empiria, más concorde con la mentalidad del metafísico de la Monadología y del lógico que pretendiera crear un “alfabeto de los pensamientos”. Se explica que en esa concepción el acento recaiga en el aspecto algorítmico, vale decir en el juego de símbolos y de operaciones, y que ese aspecto puramente formal lo condujera a una notación más feliz que la newtoniana.
Y como es evidente que en la matemática el aspecto formal priva sobre el intuitivo, y que esa ciencia es más algoritmo que mecánica, se explica que la concepción de Leibniz prevaleciera sobre la newtoniana, y que los símbolos del análisis infinitesimal actual sean los de Leibniz y no los de Newton.
Si desde el punto de vista formal los “cálculos” de Newton y de Leibniz mostraban diferencias, desde el punto de vista de sus fundamentos revelaban igual debilidad: los conceptos básicos de ambas concepciones eran igualmente vagos y oscuros, pues los “momentos” y los “incrementos evanescentes” de Newton no eran más claros que las “diferencias” y los “infinitamente pequeños” de Leibniz. Sin embargo, de la vaga penumbra de esos conceptos básicos había nacido un “cálculo”, un algoritmo semejante al algebraico pero mucho más poderoso, cuyas reglas y métodos no sólo proporcionaban resultados correctos sino que habían logrado exitosas aplicaciones en la geometría, en la mecánica, en la astronomía. Ahí estaba, como ejemplo, la obra cumbre del siglo: los Principia de Newton, con los fundamentos de la mecánica, la ley de gravitación universal, la explicación del sistema de los mundos. Por otra parte, y en especial dentro de la concepción de Leibniz, ese conjunto de reglas, claramente formuladas y correctamente aplicadas, no dejaba de conferir cierta fuerza lógica al algoritmo en su totalidad.
Esta convicción, y el éxito de los resultados ocultaba, en cierto sentido, el problema de los fundamentos, que cediendo ante razones pragmáticas quedaba relegado a un segundo plano, ante las ventajas que los nuevos métodos conferían a la matemática, ya como eficaz instrumento para la determinación de las leyes naturales, ya como idioma bien construido y de clara sintaxis.
Con la obra de Newton y de Leibniz se cierra una segunda etapa en la génesis de los conceptos infinitesimales, iniciada unos tres siglos antes. Desde entonces la ciudad matemática contará con un nuevo edificio: el cálculo infinitesimal, que Newton y Leibniz elevaran con argamasa propia, aunque en gran parte con materiales ajenos: edificio majestuoso, pero sin cimientos.
El siglo XVIII trató en vano de encontrar un fundamento sólido y riguroso para los métodos infinitesimales, pero los tiempos no estaban aún maduros para esa labor. Más asidero encontraban en cambio las críticas a esos fundamentos.
En este sentido cabe destacar un escrito del filósofo Berkeley, cuya crítica a los métodos infinitesimales constituyó uno de los acontecimientos más importantes para la matemática inglesa del siglo. Ese escrito, que Berkeley publicó en 1734 bajo el título The Analyst y que dirigió “a un matemático infiel” (Halley), tenía en verdad una finalidad extracientífica, pues formaba parte de la campaña emprendida en favor de la religión y en contra de los librepensadores, entre los cuales figuraba Halley, y se proponía demostrar que los matemáticos aceptaban en su propia ciencia misterios que negaban a la religión, y reconocían como válidas demostraciones reñidas con la lógica y fundadas exclusivamente en el principio de autoridad, que constituían por tanto actos de fe. Y es claro que la debilidad de los fundamentos en que se apoyaban entonces los nuevos cálculos, ya en la forma de los matemáticos ingleses, ya en la de los matemáticos continentales, le servía admirablemente para ese propósito. Como por lo demás Berkeley poseía competencia matemática, su labor no se limitó a mostrar las inconsistencias de los fundamentos del cálculo infinitesimal sino que, llevando la lucha en el propio territorio enemigo, desmenuzó con hábiles recursos lógicos las demostraciones mismas basadas en tan débiles fundamentos.
La incisiva crítica de Berkeley, que en muchos aspectos recuerda la de Zenón de veintidós siglos antes, produjo una profunda impresión en los medios matemáticos mismos de Inglaterra. Matemático hubo que, para evitar esa crítica, compuso un Tratado de las fluxiones donde se exponen los nuevos métodos mediante los recursos geométricos de los antiguos; magnífica y difícil hazaña que no hacía empero sino contribuir al atraso de los matemáticos ingleses frente a los métodos analíticos que constituían la tónica matemática del siglo.
Pero, por sólida que fuera la crítica de Berkeley, algo en ella sonaba a hueco. Pues, ¿cómo explicar que sobre tan deleznables fundamentos se hubiera levantado un edificio que tan clamorosos éxitos encontraba en mecánica, astronomía, geometría? Berkeley no deja de advertir este hecho, y mientras que por un lado argumenta que él nada significa en contra de sus críticas, pues en el sano razonamiento las aplicaciones deben fundarse sobre los principios y no éstos sobre aquéllas, por el otro no deja de reconocer la paradoja que encierra, y tratando de eliminarla, se embarca en una peregrina doctrina de “compensación de errores”, según la cual los resultados correctos de los nuevos métodos se explicaban debido a que en las demostraciones se cometían errores distintos y éstos se compensaban.
Mientras tanto, en el continente, el algoritmo del cálculo infinitesimal realizaba progresos extraordinarios llegando a constituirse, en su aspecto formal, tal como hoy se lo conoce. El siglo XVIII fue en verdad para la matemática el siglo del algoritmo, el siglo en el que los métodos analíticos, tanto en álgebra como en el cálculo infinitesimal adquieren vida propia y tiñen a toda la matemática de un marcado carácter formal, aunque no riguroso. Prosigue la simbiosis entre matemática y física, pero también el algoritmo se estudia por sí mismo, estudio en el que el símbolo priva sobre el concepto, y la fuerza latente del algoritmo atrae, a veces peligrosamente, hacia nuevas combinaciones, hacia nuevos juegos de símbolos y de operaciones. Es a la sombra de esta atmósfera algorítmica que los métodos infinitesimales logran superar el análisis de los problemas particulares y singulares para adquirir ese tono de generalidad, que sólo los métodos analíticos podían proporcionarle, y que desde entonces constituirá una de sus características.
Pero ese soberbio edificio algorítmico en el que prevalecía el aspecto algebraico, formal, seguía en el aire. La fecundidad de esos métodos, y sobre todo el valor práctico de sus resultados, inspiraban sin duda una gran confianza en los mismos, pero en cuanto se pretendía analizar los fundamentos esa confianza se trocaba en dudas y vaguedades. “Allez en avant, et la foi vous viendra” es la típica frase que D’Alembert dirigía a los estudiantes perplejos e indecisos ante esas dudas y esas vaguedades.
Numerosos matemáticos del siglo XVIII intentaron dar un fundamento sólido a los nuevos métodos a través de una variedad de explicaciones que fue adquiriendo cierto carácter autónomo, al margen de los resultados técnicos que se iban acumulando; y a fines del siglo se introdujo en el léxico de los matemáticos la expresión “metafísica del cálculo infinitesimal”, para caracterizar tales intentos, por lo demás todos infructuosos entonces. La concepción aún predominante de la matemática como ciencia natural, la mezcla de consideraciones algebraicas y geométricas en el tratamiento de las cuestiones infinitesimales, y el uso no riguroso del infinito, mantenían todavía esos fundamentos en la penumbra. Esto ocurre hasta en una figura tan sobresaliente como la de Lagrange, el más grande de los matemáticos del período que asiste a la Revolución francesa. Lagrange pretendió expulsar violentamente toda consideración de carácter infinitesimal reduciendo, como él dice, el cálculo a “un análisis algebraico de cantidades finitas”. Aunque su intención era buena y su fino olfato le señalaba como camino la eliminación de la geometría y del infinito, su solución no era sino un artificio y una manera de poner la carreta delante de los bueyes.
Citemos todavía, para terminar con este período, al polaco Wronski, filósofo devoto del trascendentalismo kantiano, fundador de un “mesianismo” religioso y matemático, que se opuso a la concepción de Lagrange con argumentos matemáticos y extramatemáticos: en nombre de una filosofía absoluta sostiene que el cálculo infinitesimal es un algoritmo básico que rige la generación de las cantidades, mostrando así a más de dos milenios de distancia la presión aún latente del problema del cambio y del movimiento sobre los conceptos infinitesimales.
El siglo XIX señala una nueva etapa, la última, en el desarrollo histórico que dió nacimiento al análisis infinitesimal. Así como a fines del siglo XVII se había logrado unificar en un “cálculo” los variados procedimientos y problemas de carácter infinitesimal que una pléyade de matemáticos, ya desde la antigüedad, había estudiado y propuesto, en la primera mitad del siglo XIX se logró superar la variedad algo caótica de concepciones propuestas para explicar los fundamentos de ese cálculo. La situación sin embargo era distinta, y distinta fue también la solución. En el siglo XVII había que unificar y sistematizar, en el siglo XIX hubo que desbrozar el terreno de tanto impedimento físico, despejar el camino de tanto obstáculo geométrico, aventar tanta bruma metafísica.
Esto ocurrió cuando la matemática toda es invadida por una ola de objetividad, que luego alcanzará a otras ciencias, y que la llevan a adoptar una nueva actitud: mirar las cosas de frente, tal como son. Es la llamada “era del rigor”, en la que la matemática proclama su unidad y su autonomía, y cuyos primeros frutos son el advenimiento de las geometrías no euclidianas y la “aritmetización” del análisis.
Este último proceso es el que convirtió el antiguo “cálculo infinitesimal” en el ya clásico “análisis infinitesimal” de hoy; proceso que reconoció que el desarrollo de los conceptos infinitesimales no era sino la sucesión de distintas etapas de una racionalización que debía llevarse hasta el fin. Para ello debía eliminarse la presión que el mundo exterior había ejercido sobre esos conceptos a través de los cuerpos y del movimiento, y reconocer que las consideraciones geométricas y mecánicas no habían sido sino medios y no fines; tales consideraciones habían sido las naves que condujeran la matemática a nuevas tierras, pero que había que abandonar en la costa para proseguir la exploración en tierra firme. Y la tierra firme, cosa que ahora nos parece clara, no era sino el conjunto de los números enteros, roca madre en la que se apoya la matemática toda.
Tal fue la labor de los matemáticos del rigor del siglo pasado: Bolzano, Abel, Cauchy, Weierstrass, que, mediante recursos técnicos, definiciones precisas, y formulaciones claras del campo de validez de las fórmulas y definiciones, lograron fundar los conceptos infinitesimales como resultados de ciertas operaciones aritméticas realizadas entre números. Esta “aritmetización” del análisis significó también un cambio de actitud frente al infinito, que desde el siglo XIV había reaparecido en el campo matemático a rostro descubierto, trayendo con frecuencia consigo aquellas paradojas y contradicciones que tan bien habían explotado, para sus propios fines, Zenón y Berkeley.
Mas el infinito no puede eliminarse de la matemática, y la aritmetización del análisis lo dice a las claras: al fundar los conceptos infinitesimales sobre los números enteros lo hace sobre un conjunto… infinito. Pero si no se puede eliminar, el infinito se puede reprimir u ocultar bajo disfraces finitos: eso es lo que hicieron los matemáticos del rigor repitiendo la hazaña griega, pero ahora con la notable diferencia de disponer de un rico y poderoso algoritmo algebraico y de útiles generalizaciones del número entero, de las que carecieron los griegos y que hacían comprensibles aritméticamente los problemas de carácter infinitesimal.
Pero el infinito no acepta ser reprimido durante mucho tiempo, y a fines del siglo XIX resurge en la matemática a través de la “teoría de los conjuntos”, audaz teoría que configura, con otras doctrinas, la matemática del siglo XX, de fisonomía bastante distinta de la de los siglos anteriores. Y aunque la teoría de los conjuntos ha incidido naturalmente en el campo infinitesimal, esa incidencia trasciende el marco del análisis infinitesimal clásico, del cual hemos tratado de reseñar las grandes etapas.
José Babini
Merlo, 1953
SPINOZA Y LAS IDEAS JURIDICAS EN EL SIGLO XVII
A la filosofía de Spinoza le cuadra, tal vez como a ninguna, la designación de póstuma. Sin que se pueda afirmar que fue ignorada o desatendida en vida de su autor —piénsese tan sólo que fue excomulgado por la comunidad hebrea de Amsterdam, y que un fanático intentó darle muerte al salir de la sinagoga, lo cual prueba hasta qué punto habían circulado sus ideas— sin embargo de esto, decimos, es indudable que la fama de su nombre y el conocimiento ponderado de las obras que escribió, sobrevinieron muchos años después de su desaparición.
Vivió y murió en el transcurso del siglo XVII, pero fue en el XVIII cuando se le concedió verdadero valor y aunque en el siglo siguiente, el XIX, disminuyó un tanto la influencia de su doctrina debido al auge de Hegel y de las ideas parahegelianas, ha vuelto a crecer notablemente su influencia en nuestros días. Es que hay, en la obra de este pensador insigne, una filosofía eterna; eterna en sus verdades y eterna en sus errores, destino que, por lo demás, signa toda labor humana.
Es en el campo propiamente filosófico donde la influencia de Spinoza ha sido más preponderante y perdurable; no obstante, hoy se rechazan por infundadas ciertas opiniones, como la de Menzel, que han querido ver en el autor de la Etica un pensador hosco y solitario. Es cierto que el planteo y solución de los problemas que podríamos llamar “del hombre histórico” fueron encarados por él con criterio más filosófico que jurídico, pero en sus obras y particularmente en el Tratado Teológico Político nos hallamos en presencia también del ciudadano que sintió con aguda sensibilidad los problemas prácticos de la hora y, dentro de sus posibilidades, intentó remediarlos.
Por informaciones que poseemos, sabemos que Spinoza habría terminado de escribir su Etica en 1665, aunque hubo de completarla, en su parte tercera, entre los años 1670-1675; el Tratado Teológico Político fue redactado de 1665 a 1670. En cambio el Tratado Político, que no alcanzó a completar, le ocupó de 1675 a 1677, año este último en que falleció.
En esta actividad, por completo inmersa, según se ve, en el siglo XVII, habrá que distinguir una doble influencia: una es la proveniente de la problemática antropológica y cultural de la época; otra, más ceñida, más angosta, es la derivada de las cuestiones de orden social y jurídico. Ambas fueron importantes y las trataremos separadamente.
Debe decirse, en primer lugar, que se ha criticado, considerándolo unilateral e incompleto, el punto de vista de Gebhardt, de acuerdo con el cual Spinoza, en cuanto hijo de su siglo, participó del barroquismo de que hacía gala la intelectualidad de entonces, modalidad que habría dejado sus huellas en la filosofía, en el arte y aun en la religión. Spinoza, se dice, no pudo escapar a tal influjo que representa la ineludible inflexión del momento histórico sobre todas las formas del pensamiento.
Esta tesis, sustentada por Gebhardt en su ensayo sobre Kembrandt y Spinoza, aparecido en 1926, ha sido a su vez criticada, señalándose que en trabajos posteriores aquél cambia por completo el punto de partida. Afirma Dujovne que en el trabajo recién citado Gebhardt sostiene que el arte de Rembrandt ilumina toda la época del barroco dándole personalidad y estilo, contagiando también a nuestro filósofo; pero en una conferencia —posterior— sobre la dialéctica del spinozismo, el mismo Gebhardt considera que es la religión emanada de la contrarreforma protestante la que influyó sobre Spinoza. Además, computase como muy importante la filosofía cartesiana en cuanto factor determinante del sistema de éste, cuya filosofía habría recibido por vía de su contacto y adhesión a las matemáticas, las cuales, según Spinoza, han develado al hombre el mundo de la verdad. Pero había un fondo místico en el excomulgado de Amsterdam que no casaba bien —y, en todo caso, nunca fue sometido— con el rigor matemático, y ha podido añadirse con justeza que en su obra “conviven un alma de creyente y de poeta que ha leído los salmos, con un pensador matemático”[4].
En punto al tema jurídicopolítico que asoma una y otra vez en sus páginas, debe decirse que el individualismo predominante en el siglo XVII es todavía una resultante de los más pugnaces impulsos del Renacimiento que quiso sacudir el yugo de los dogmas políticos y teológicos. No pudo ignorar Spinoza, pese a no seguirla a la letra, esta aspiración generalizada que consistió, podría decirse, en una renovación y secularización de todas las instancias del conocimiento.
Obsérvase en este siglo, como en su inmediato precedente, el XVI, una serie de fuerzas que se entrecruzan y se influyen recíprocamente. El desasosiego político provocó resonancias en e1 orden religioso y de éste, por vía particularmente del movimiento protestante —que ponía en contacto directo a Dios y al hombre, eliminando la influencia gregaria de iglesias y cofradías— surgió el anhelo de una conciencia no supeditada al dogma religioso. Así pues, libertad civil y liberación de cultos, fueron dos expresiones diversas de un mismo pathos original que en el siglo XVII alcanza definida madurez. Dentro de este marco, del que sería incorrecto excluir la fuerza del capitalismo naciente, proliferan y adquieren vigor las formas más diversas del individualismo.
En lo que al derecho concierne, la extensión sistemática de esta actitud estuvo a cargo de las escuelas de derecho natural, y el jusnaturalismo se inspiró, como es sabido, por el costado filosófico en la obra de Descartes, racionalista amén de individualista, y por el más estrictamente jurídico en las obras de derecho romano y aun de la antigüedad clásica.
Aunque complejo en sus detalles y en las diversas expresiones históricas que adquirió, los postulados del individualismo jurídico presentan, sin embargo, una limpia arquitectura si es que se atiende a la línea sistemática general. Sus premisas operaron, en efecto, en tres direcciones diversas, pero coincidentes, que son: la creencia de que el hombre trae consigo, al nacer, derechos consustanciales con su personalidad; un supuesto estado natural o de naturaleza, por el que los individuos transitan libremente, sin más limitaciones que las que imponen sus apetitos y su voluntad; y una tercera ficción tan gratuita como las anteriores y que ostenta su mismo sello: la del pacto o contrato social.
El sujeto libre pasa a ser súbdito, promete obediencia a las normas impuestas por la comunidad y con esa conducta da origen al nacimiento del Estado. También suele mencionarse una trilogía, no ya referente a las ideas, sino a las personas que las encarnaron en este siglo, siempre con referencia al derecho. Y así se dice que Grocio representó la dirección jurídica, Hobbes la política y Locke la liberal.
La influencia de Hugo Grocio parece haber sido considerable sobre Spinoza. Con independencia de la circunstancia significativa de haberse encontrado los libros de Grocio en la biblioteca del filósofo, se ha querido ver cierto paralelismo en el sistema de ambos en cuanto Spinoza era un enamorado del método matemático y Grocio participaba, a su vez, de una concepción en cierto modo “more geométrico” del derecho natural. El derecho natural de base grociana tenía la misma precisión, el mismo rigor, la misma inmutabilidad en sus normas, que la legalidad formal de toda la Naturaleza que en esa época tenía vigencia plenaria. Sin contar con que en ambos autores las proposiciones sistemáticas están extraídas deductivamente de ciertos juicios previos.
Tal fue, en rasgos generales, el panorama de ideas con que se encontró Spinoza al ponerse a redactar sus tratados. Y aunque no las desoyó ni despreció, antes bien, creemos haber dicho que vivió la realidad de la hora, tampoco sería posible decir que haya sido un representante arquetípico de las teorías jusnaturalistas, afirmación sobre la que volveremos con algún detalle más adelante.
Lo que parece indudable es que cualquier interpretación que quiera calar en la esencia misma del pensamiento spinoziano, deberá hacerlo a partir de la Etica. Esta es, desde luego, su obra maestra, y si, con todos los riesgos inherentes, se quisiera sintetizar su contenido en pocas palabras, habría que decir que allí se muestra, entre otras cosas, que la virtud auténtica, la verdadera virtud, se logra ajustando todos los actos de la vida a los postulados de la razón. Se considera que Spinoza ha dado la fórmula absoluta del racionalismo, basado en su reiterada afirmación de que todos los seres y el Ser universal se hallan en una relación de total armonía con las leyes de la razón. La crítica fundamental que suele dirigirse contra semejante concepción consiste en que no se puede constituir una ética válida, si es que sistemáticamente se niega la posibilidad de que el sujeto agente obre con libertad. Recuérdese aquel párrafo en que Spinoza expresa: “Así ocurre con la libertad humana de la que todos están muy orgullosos y que sólo consiste en que los hombres tienen conciencia de sus deseos, pero ignoran las causas que los determinan. Así se consideran libres: el niño cuando pide la leche, el adolescente cuando encolerizado quiere vengarse o el temeroso que quiere huir”. Una y otra vez insiste en que el hombre no es libre y si creemos que podemos dirigir nuestras acciones sin cortapisas, es porque desconocemos las causas de dónde provienen.
Las palabras transcriptas, como muchas otras coincidentes, sumadas a aquellas otras sobre el pez grande que se come al chico, y sobre las que en seguida volveremos (“pisces a natura determinati sunt ad natandum, magni ad minores comedendum; adeoque pisces summo naturali iure aqua potiuntur et magni minores comedunt”), han determinado a algunos autores a considerar que la de Spinoza no podrá ser nunca una ética válida.
Stahl, por ejemplo, le reprocha lo que denomina su rigidez sistemática. Le reprocha, en primer lugar, el admitir “a priori” una substancia universal de la cual todo se deriva y se sucede luego con ritmo ineluctable. No cabe, se manifiesta, calificar las acciones como justas o injustas, si es que el individuo no podía menos de obrar como lo hizo. En segundo lugar, habría aquí un apartamiento de la doctrina clásica del derecho natural. Tal opinión, sostenida por Stahl[5] dice que el jusnaturalismo, desde Grocio en adelante, reconoce en el hombre la capacidad de pronunciarse libremente contra las leyes de la naturaleza, en la medida que esta lógica “naturalística” niegue o contraríe sus sentimientos de libertad. Esta libertad, se añade, es el fundamento de la ética, y sin este fundamento no puede haber moralidad. Además, como veremos dentro de poco, se ha tratado de asimilar su manera de concebir la sociedad y el derecho —que tanta relación tienen con los valores éticos— al modo de ver y de enjuiciar sostenido por Hobbes. Examinemos detenidamente, y en sus diversos aspectos, esta cuestión.
Quienes tratan de presentar a Spinoza como un pensador no liberal (y aquí habría que citar a Del Vecchio, Gentile, el mismo Stahl), parecen encontrar cierto asidero en aquellas frases relacionadas con lo que se ha llamado “la lógica del pez”, pero a nuestro juicio, quienes así opinan, padecen de una falta de discriminación respecto al conjunto de las ideas de este filósofo. Es verdad que él sostuvo que en el primitivo estado de naturaleza el derecho se halla supeditado al poder, porque en tal estado es el deseo, acaso el instinto del hombre, el que prima sobre su razón. Pero tampoco puede dudarse de que proclama a menudo la necesidad de salir de ese estado natural para vivir en una sociedad evolucionada en la que el deseo arbitrario e incontrolado encuentre su freno y su regulación. Tal idea, expresada en el capítulo XVI de su Tratado Teológico Político, sostiene que en el estado de naturaleza los peces están determinados por naturaleza a nadar y los peces grandes a comerse a los chicos, como consecuencia de lo cual los peces gozan del agua y los más grandes se comen a los más pequeños en virtud de un derecho natural soberano. Pero recalca con toda claridad, en el mismo capítulo, que quien vive en estado de naturaleza, que no es el estado de razón, actúa sometido por entero a los dictados de su apetito. Añade entonces un párrafo famoso que puede considerarse como un mentis a quienes pretenden considerarlo como un pensador “realista”, tal vez un poco “cínico”, y en él declara la mayor conveniencia que existe en que los hombres vivan según las leyes de la razón, con lo cual se preservarán de temores, odios, enemistades y asechanzas. La solución que se aconseja consiste en hacer que el derecho que cada individuo tenía por naturaleza a todos los bienes, sea legalmente cedido a la comunidad.
Ahora bien: ¿tiene este modo de pensar algún ingrediente liberticida o reaccionario? Cualquiera puede observar que mientras Hobbes, como seguidamente veremos, utiliza la teoría del contrato social para justificar el absolutismo, Spinoza se empeña en que sirva para afianzar la libertad política. En el cap. XVI del Tratado Teológico Político[6] dice con toda claridad, refiriéndose a la convivencia pre-jurídica, que en ella no es la sana razón la que fija el derecho natural, sino el poder, la fuerza, los apetitos y las necesidades de cada cual. Después de haber dicho aquello de los peces grandes y chicos a que antes se aludió, dice en otro pasaje, en tal coyuntura, los hombres “no están más obligados a vivir según las leyes del recto espíritu que un gato a vivir según las leyes de toda la raza felina”. Y todavía: “Se sigue de todo esto que el derecho de la naturaleza bajo el cual nacen todos los hombres y bajo el cual vive la inmensa mayoría, no les impide sino lo que cada cual no desee o escape a sus medios de acción; no les prohibe ni la cólera ni la astucia, ni la violencia, ni nada de aquello que su apetito natural les aconseje” [7].
Pero muy pronto se encarga de precisar —en contra de lo que hubiera sido grato a un Gumplowicz, por ejemplo— que es de gran utilidad el que los hombres vivan en la racionalidad lo cual significará para ellos paz y seguridad, mientras que la convivencia en un conglomerado o clan de base no racional entraña la libertad para hacer el mal y para dañarse recíprocamente.
Aconseja, pues, que los hombres establezcan entre sí un pacto, pero aclarando que este pacto no tendría valor sino en la medida en que se percibiera su utilidad y conviniese a los adherentes, pues si la utilidad desaparece, el pacto se esfuma con ella y su autoridad igualmente se disipa. Lo que desea hallar Spinoza es un instrumento que permita el afianzamiento de la sociedad, manteniendo la fidelidad al contrato sin que resulte afectado el derecho natural de cada asociado; para ello cada individuo cede a la comunidad sus derechos naturales, con lo que la sociedad será soberana con relación a sus integrantes y cada uno de éstos se obligará a obedecerla, sea por libre convicción, sea por temor al castigo. Sujeto de este modo el súbdito a los dictados que impone la ley común por vía de la razón, estará muy lejos de considerarse esclavo, pues “esclavo realmente es quien está sujeto a sus pasiones y es incapaz de ver y hacer lo que le es útil; y libre es aquel cuya alma es sana y cuya razón le sirve de guía”[8].
También en la Etica se ha referido Spinoza al Estado, aunque con bastante brevedad (Parte IV). Desarrolla su idea favorita de que en el estado natural no hay nada justo ni injusto, nada que pueda ser llamado bueno por oposición a lo malo. En cambio en la sociedad civil estas nociones adquieren todo su sentido porque en ella los hombres han convenido en lo que han de designar como bueno o malo. Las nociones de lo justo y de lo injusto, de lo legal o ilegal, etc., no derivan así de otra cosa que no sea el acuerdo, contrato o consentimiento del hombre en sus relaciones con otros hombres. La enseñanza que se desprende de la Etica es que el hombre en estado de naturaleza tiene tanto derecho como sea su poder; en otros términos, en tal situación se subordina lo normativo a lo fáctico. Pero en cambio —y aquí se reitera su idea favorita— los hechos del sujeto deben encuadrarse y limitarse dentro de las leyes que determine la sociedad jurídicamente organizada.
Antes expresamos nuestro desacuerdo con aquel modo de ver —frecuentemente expuesto— que quiere descubrir una casi total semejanza o, al menos, un patente paralelismo entre los sistemas de Hobbes y Spinoza. Retornamos ahora a este tema, para fundar las razones del disenso.
Según es sabido, Hobbes, partidario de la escuela de derecho natural, sostuvo que el hombre está impulsado esencialmente por móviles egoístas que le conducen a buscar el placer y a apartarse del dolor, y estos impulsos tienen una especie de mecanismo físico muy parecido al de los cuerpos regidos por leyes de necesidad. Por consiguiente, la tendencia del sujeto hacia su auto-conservación llega a cobrar en Hobbes la jerarquía de un principio moral y jurídico. Mas como una tendencia de tal naturaleza, libremente expandida, lleva al bellum omnium contra omnes, y por tanto al caos, es menester morigerarla logrando una convivencia pacífica por vía del imperio de la ley, emanada de una sociedad organizada jurídicamente.
Con respecto a la diferencia que separa a entrambos (Hobbes y Spinoza), este último, en carta a un amigo, la explicó diciendo que consiste “en que yo siempre mantengo el derecho natural y en cualquier Estado acuerdo al soberano derecho sobre los súbditos, sólo en la medida en que tiene poder frente a ellos”…[9]. En otros términos, el derecho que Hobbes concede al soberano es ilimitado frente al ciudadano; en tanto que en Spinoza está medido por normas legales.
Parece evidente, por otro lado, que “el hombre como lobo del hombre” concepto puesto en circulación por Hobbes y que en el filósofo inglés alcanza una generalización casi absoluta, no podía ser aceptado en su expresión plenaria por quien poseía ideas definidas respecto de la dimensión humana de ciertos sentimientos, tales como el egoísmo y el altruismo, que pugnan casi constantemente entre sí, pero ninguno de los cuales es excluyente respecto del otro. Hasta podríamos agregar que la concepción del hombre como un animal carnicero, descripta por Hobbes, es una figura metafísica sin asidero en la realidad. Spinoza, en cambio, con una visión mucho más dúctil, sabía que el hombre es a veces ángel y a veces demonio y que una antropología acertada debe tener en cuenta factores históricos, y no solamente ideales, que él supo aquilatar en su verdadero alcance. No sería justo decir que Spinoza, aunque haya construido su imagen del hombre “more geométrico”, despreciara en éste su historicidad esencial.
Tampoco participa Spinoza de la creencia de que el hombre pueda vivir bien en soledad. La libertad humana se logra mucho más, y se perfecciona, en el contacto del hombre con sus semejantes, siempre que el mismo se desarrolle en un Estado en el que imperen leyes y usos sociales compatibles con la libertad. Y todo ello regido por el imperio de la razón (“Homo liber hic est qui ex solo rationis dictamine vivit”)[10]. Las leyes del Estado sólo deben mirar hacia la conquista de la prosperidad y progreso de sus habitantes, pues la existencia del Estado sólo se justifica en la medida que garantiza la libertad del ciudadano.
Bastará transcribir el parágrafo 12 del capítulo XX de su Tratado Teológico Político[11], que dice: “No; el Estado no tiene por fin transformar a los hombres de seres racionales en animales o autómatas, sino hacer de modo que los ciudadanos desarrollen en seguridad su cuerpo y su espíritu, hagan libremente uso de su razón, no se profesen odio, furor ni astucia, y no se miren injustamente con ojos celosos. El fin del Estado es pues, verdaderamente, la libertad”.
Un hombre con tales convicciones no pudo nunca participar del absolutismo estatal propiciado por Hobbes (y también por Grocio), según el cual el súbdito quedaba absorbido por el poder del Estado. En el Tratado Teológico Político se clama, más de una vez, en favor de un Estado cuyo poder se vea limitado por reglas de razón y que no vulnere la libertad del ciudadano, particularmente en la zona, tan importante, de la conciencia religiosa o moral[12].
Por eso decíamos antes que la ausencia de discriminación en la crítica del pensamiento spinoziano se debe imputar a que no se distingue suficientemente cuándo el filósofo se refiere al estado de naturaleza —cuya realidad es, o ha sido, innegable, y cuándo se refiere a la convivencia regulada por un estatuto jurídico.
En cuanto a la pretendida similitud de su doctrina con la de Hobbes, debe concluirse, a la luz de las consideraciones anteriores, que mientras el absolutismo estatal de Hobbes está destinado a consolidar las instituciones políticas de su patria, a la que deseaba evitar los trastornos de las revueltas y rebeldías populares, Spinoza admite que los súbditos puedan ser jueces de los actos del Estado e, incluso, se subleven contra él si sustituye un sistema legal por un régimen de violencia [13].
Ha llegado el momento, para dar remate a estas páginas, de establecer algunos juicios que resuman la labor de Spinoza en relación con las ideas jurídicas de su siglo.
En este sentido, parece lícito considerarlo como un pensador que poseía una doctrina personal acerca del jusnaturalismo, la que no es posible ajustar en sus detalles a las doctrinas que circularon en los siglos XVII y XVIII. Se ha hecho notar que Spinoza no partía, para obtener su noción del derecho natural, del supuesto —boyante en esa época— acerca de la naturaleza sensible y espiritual del hombre; tampoco se puede afirmar que juzgara siempre al derecho como un instrumento normativo para conformar las discrepancias latentes en el cuerpo social; más que un carácter ideal, adjudicaba al derecho la “vis” particular y propia que corresponde a las leyes de la naturaleza.
Acaso por virtud de tal modo de concebir el derecho, se haya podido decir de la filosofía spinoziana que propugnaba el derecho del más fuerte, como hemos visto que hacen G. Gentile y G. Del Vechio[14]. En este sentido, dígase por última vez que no debe creerse consagrado por Spinoza el derecho del más fuerte, sino una cosa muy diferente, a saber: que la noción de derecho, y de fuerza para ejecutarlo son inseparables o, en otras palabras, que junto a la idea de “norma”, como mandato a cumplirse, tiene que figurar la de “sanción”, para el caso de incumplimiento. Lo que es claramente otra cosa.
En su excelente Filosofía del Derecho Privado, Gioele Solari pone empeño especial en mostrar cómo se apartó Spinoza, al menos en cierto número de postulados fundamentales, de la corriente del jusnaturalismo clásico.
Admite, por ejemplo, el autor italiano, y como no podía ser de otra manera, que Spinoza aceptó la teoría del pacto social, pero haciéndolo derivar no de una concertación universal de voluntades, a la que se opondría la actitud monista y determinista de éste, sino del instinto de conservación del hombre. El estado de comunidad social se produciría entonces por imperio de una necesidad natural, como una prolongación de las leyes de la naturaleza, vigentes también en este orden extrafísico. Admitir otra cosa sería, según Solari, reprocharle a Spinoza una fisura en su doctrina, reveladora de un dualismo implícito: por un lado, el orden natural del cual proviene el hombre; por el otro, el orden deontológico, normativo, al que se dirige por destino histórico.
Añade el autor nombrado que la misma inspiración movió a Spinoza a concebir al Estado como un ente que tiende a existir, y a sobrevivir, según las leyes de su naturaleza; mas si tal modalidad consustancial le impulsase a utilizar la fuerza y la violencia, pronto habría de transformarse en Estado de razón, y no precisamente por motivos ideales sino en función de una ley, casi biológica, de autoconservación. Tal ley puede ser también expresada, vista desde su costado humano, con estas palabras: “Violenta enim imperia nemo continuit diu”. (Nadie ha sostenido por mucho tiempo los imperios violentos)[15].
Por nuestra parte no debemos inferir de los juicios que anteceden la conclusión errónea de que Spinoza hiciera gala de una originalidad tan extraordinaria en el tratamiento de estos temas, que le apartara de manera radical de los demás tratadistas de su tiempo. Debe pensarse, eso sí, que el Derecho Natural que concibió era algo “sui generis” que no es posible yuxtaponer sin violencia al jusnaturalismo de los siglos XVII y XVIII que luego se ha hecho clásico. Pues este jusnaturalismo implica, entre otras cosas, la admisión de un dualismo (Individuo-Sociedad), y de una conciencia con libre albedrío, que se oponen del modo más formal al monismo y determinismo spinozianos. Lo cual nada tiene que ver, ni mucho menos entorpece, su decidida vocación por la creación de los diversos Estados nacionales con plena libertad, puesto que, como se ha visto, consideraba que la libertad era el fin esencial de toda comunidad jurídicamente organizada.
Queden así expuestos unos pocos aspectos del trabajo de Spinoza en el área del pensamiento social y político, que por cierto no bastan para brindar una idea perfecta de su magnitud. Pero acaso sí sean suficientes para dar noción del cabal sentimiento de admiración por la libertad que se perfila en las páginas de sus tratados.
Para un hombre de esta envergadura —inteligente como la serpiente y dulce como la paloma, ha dicho uno de sus biógrafos— poco podía turbarle la excomunión del Sínodo judío: “Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desalen contra este hombre y arroje sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley”. Pues Spinoza no sentía temor a las iras de ultratumba y advirtió, como ninguno, que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no consiste en una meditación sobre la muerte, sino en una meditación sobre la vida[16].
José Juan Bruera
Rosario, junio 1953
REFLEXIONES SOBRE LA HISTORIA DEL CUBISMO
La Exposición retrospectiva del Cubismo que se acaba de realizar en el Museo de Arte Moderno de París me ha hecho reflexionar sobre la manera como se debe encarar la historia de dicho movimiento. Debieron haber reflexionado también los organizadores, pero desgraciadamente se limitaron a presentar cuadros y esculturas, ordenados según criterios excesivamente elementales que nada explican. Como si no advirtieran —ellos y la inmensa mayoría de los que organizan exposiciones de arte— la similitud con la posición de tantos historiadores mediocres que creen en la eficacia de la presentación de los hechos: valga la presentación de las obras de arte por la presentación de los hechos.
Una exposición de obras de arte debe ser otra cosa. Porque es uno de los medios de expresión histórica y por tanto tiene que ser tratada con los mismos recaudos que al escribir un libro. ¿Qué se pensaría de un libro sobre el cubismo en el que sólo se describieran las obras de cada artista? Se diría que son materiales para un libro que no se ha escrito y que su autor es cuando más un cronista. Y bien, lo mismo ocurre cuando se presentan las obras sin que la disposición —éste es el medio expresivo— revele que se han tenido en cuenta las referencias históricas que permiten comprenderlas.
El aficionado entra a la exposición y empieza a ver cuadro tras cuadro. Piensa que todos son cubistas, sin que se le ocurra siquiera discutir la inclusión de cada uno, y como sólo se le dice el autor y la fecha, ingenuamente aplica criterios de valoración cronológica, partiendo del principio progresista que obliga a considerar mejores a las obras a medida que pasan los años, o desentendiéndose de él, para limitarse al goce de cada pieza. Y cuando sale, aunque se ha enriquecido su sensibilidad, sin duda difícilmente habrá aumentado su capacidad de juzgar históricamente. Por eso, tales exposiciones están muy lejos de cumplir con los fines que se proponen los organizadores.
Al decir referencias históricas no aludo simplemente a la cronología o al agrupamiento por naciones o por diversas afinidades, sino a las que emergen de una consideración espiritual del arte como lenguaje. Si se las tuviera en cuenta, las obras aparecerían colocadas de modo que el visitante viera los problemas y sus soluciones, y el todo se organizara en su mente como la estructura de ideas que corresponde a la evolución del estilo. Porque conviene no olvidar, en este caso como en cualquier otro, que un movimiento artístico se unifica en la medida que sus componentes trabajan de consuno en la formulación de un sistema de imágenes con el cual expresan un contenido de ideas y emociones; porque el arte es, pese a su origen individualista, medio con el cual construye el hombre los modelos visibles de su concepción de la vida.
Ante todo se debe considerar un problema de definición estilística. ¿Qué es ser cubista? Ya que no basta el haber pertenecido al grupo para que se lo considere como tal. Es imprescindible que se tenga idea clara del movimiento, de su contenido expresivo tal como se manifiesta a través de las formas: primero, para distinguir el grano bueno del malo, después para jerarquizar los aportes y establecer las necesarias vinculaciones. De otro modo, si se comienza por incluir obras de artistas que no fueron en verdad cubistas o que lo fueron a medias o que tuvieron contactos efímeros con el cubismo, sin hacer notar el carácter de cada uno, lo que debería ser propósito fundamental de la exposición, es decir, aclarar el sentido y el alcance de la tendencia, no se cumple.
Al respecto existe gran anarquía. Todavía perduran los que dejándose llevar por el nombre —como siempre equívoco y en cierto modo falso— suponen que toda reducción de objetos a formas seudogeométricas constituye la esencia del cubismo. Y no es así. Cuando se estudian los cuadros que pintaron al comienzo Picasso y Braque —paisajes urbanos y figuras— y se los compara con los que pintaron después, se comprueba que la conquista importante fue el aislamiento del plano, transformando así lo que era elemento constitutivo de una forma representativa en elemento independiente. En efecto, en vez de reducir el objeto a representar —una cara o una guitarra— en un juego de planos que no dejara de ser representativo, como habían hecho los egipcios, Piero Della Francesca o Cézanne, dispusieron planos de diversa forma, tamaño, color y dirección, conservando a veces alguna referencia a los objetos o cierta parte de un objeto, o haciendo caso omiso de éste. Y de este modo descubrieron que también podía ser expresivo por sí un plano, del mismo modo que lo había sido la imagen de una cara, o de un árbol, o de una piedra.
Para que se entienda bien esta premisa, es conveniente aclarar que la expresión artística nunca emerge de la imagen por el solo hecho de ser representativa, sino por el valor de invención formal que implica. El espectador no avisado que mira la imagen de una cara podrá no ver más que la cara y entregarse en consecuencia a gozarla de acuerdo con las relaciones exteriores que desee, pero el avisado verá que la cara existe en función de una estructura formal, en la que colaboran las líneas, el color, el claroscuro, etc. y que si hay una vivencia humana en ella se debe a esas relaciones pictóricas y no al mero reconocimiento de la cara. No obstante, cualquiera sea la estructura plástica, es innegable que se sigue viendo la imagen de una cara, por cuya razón es legítimo decir que los artistas del pasado se valían de los objetos visibles para expresarse.
Ahora bien, cuando los cubistas comenzaron a disponer planos en la tela o a manejar planos relativamente volumétricos en el relieve, aunque conservaran algunos la referencia al objeto visible que les servía de punto de partida, descubrieron que también los planos pueden ser expresivos, siempre que se considere como expresión a lo que fluye de la estructura plástica y no de la estructura de representación. Las ventajas de este descubrimiento-invención se hicieron notar prontamente, ya que de esa manera, al rechazar la representación, rechazaban las posibles vinculaciones con aspectos culturales no plásticos —religiosos, políticos, sociales, económicos, etc.— y se cargaba el acento en la comunicación de una vitalidad sin predicados, en una expresión elemental y universal que no se puede denominar sino metafísica.
Si se acepta este planteo del problema, será fácil considerar como verdaderos cubistas a quienes han trabajado en el sentido de la liberación del plano y como falsos a quienes se limitaron a introducir la geometrización en imágenes representativas. Los primeros, en efecto, iniciaron un lenguaje de formas que estaba destinado a ser el brote inicial del lenguaje plástico de nuestro tiempo, como después se ha visto, en tanto que los segundos se vistieron con las plumas del grajo.
Pero sin en lugar de presentarle al visitante las obras así discriminadas, éste sólo las ve unas al lado de las otras, ¿cómo puede comprender la esencia del cubismo y juzgar por tanto de su valor?
El problema se vuelve más complejo porque el lenguaje iniciado por los cubistas, como todo lenguaje, no se redujo a la invención de los elementos, en este caso los planos, sino a la invención también de articulaciones tempoespaciales. El aislamiento del plano —sustantivo y adjetivo al mismo tiempo— trajo como consecuencia, mejor dicho, fue consecuencia de una nueva concepción espacial. Frente a la concepción imperante durante más de cuatro siglos para representar el espacio, de acuerdo con los principios de la perspectiva, concepción de un espacio tridimensional obligada por el respeto de las cosas representadas, las que también tienen tres dimensiones, impusieron una concepción que por analogía puede llamarse ene dimensional. No solamente porque al no representar iniciaron la superación de la antinomia fondo-figura, fundamento de la pintura representativa, sino porque al dotar a cada plano de dirección pudieron emplearlos voluntariamente hasta transformar la tela en un campo de acción más dinámico. De esta manera, el espacio cobra en las telas cubistas una existencia orgánica, pudiera decirse, ya que no aparece limitado, como en la pintura de los siglos anteriores al nuestro, sino por referencia a esas formas que lo pueblan.
Basta esta somera descripción del problema formal para que se comprenda cuál debe ser el patrón de acuerdo al cual se han de juzgar las obras cubistas.
Hay razones profundas que justifican esta revolución formal que fue el cubismo: son razones de carácter histórico, con raíces metafísicas y sociales, que no pueden ser expresadas gráficamente por los organizadores de una exposición, convengo en ello, pero lo que sí puede mostrarse al visitante, sin palabras, como debe ser, es el proceso que condujo a tal transformación, ya que éste es el modo como aquéllos pueden hacer historia. Entonces debieron presentar los antecedentes del movimiento, rastreándolos por lo menos hasta Manet y presentando algunas obras paradigmáticas de los fauves y los expresionistas. El cubismo no puede ser aislado, como ninguna tendencia por otra parte, si se lo quiere comprender. Debe ser presentado en consonancia con ensayos y aportes anteriores y aun contemporáneos. Si no se lo presenta así, se corre el peligro de que parezca un ensayo individual o de pequeño grupo, cuando en verdad fue el comienzo de una nueva lengua, de carácter social.
El historiador del cubismo debe mostrar, en efecto, la evolución de la expresión por medio del plano en la pintura de la segunda mitad del siglo XIX. Ya Manet la inicia de manera asaz evidente en algunas telas, no sólo porque aplasta las figuras hasta transformarlas en semiplanos, sino porque establece entre los planos de las figuras, y el plano o los planos de fondo, juegos de relaciones absolutamente nuevas, amén de que al emplear en tales casos tintas homogéneas aumenta el valor expresivo del nuevo elemento. También Degas se vale del plano, pero no tanto en el sentido con que lo emplea Manet, sino más bien como elemento de composición para ampliar el espacio, subdividirlo e introducir en él, con las diagonales, el modo de dinamizarlo. Y ¿qué decir de Cézanne, quien por una parte reduce las formas de representación a juegos de planos y por otra vincula a éstos hasta crear un espacio ya seudogemetrizado? Y de Gauguin, cuyo más valioso aporte se manifiesta en el modo como relaciona la potencia del trazo-límite con la potencia del color homogéneo, dando vida a planos figurativos, por decirlo así, de extraordinaria fuerza de composición espacial. Y de Van Gogh, tal vez menos audaz de lo que se supone, pero que al fragmentar la imagen por medio de la pincelada sui generis a la que fue afecto, introduce nuevos ritmos cromáticos, con un sentido de la deformación pasional que pintores posteriores van a utilizar. Y de Toulouse-Lautrec, animado de un espíritu bien ochocentista todavía, quien sin proponerse ninguna búsqueda de estilo libera el trazo y se sitúa de lleno en la línea que va desde Daumier hasta los fauves.
Tampoco debe olvidarse a Monet, y digo solamente Monet y no los impresionistas, porque cuanto más tiempo pasa y el movimiento puede ser estudiado desapasionadamente, a la luz de principios elaborados posteriormente, se advierte, por lo menos lo advierto con evidencia, que sólo él fue un verdadero innovador. El empequeñecimiento de la pincelada, el juego de las tintas complementarias, la búsqueda de ritmos cromáticos con independencia de la representación, etc. hicieron que la tela se transformara en el juego de minúsculos elementos que llegan a constituir, no en todos los cuadros por cierto, una especie de cortina dinámica, algo así como una lluvia de papelitos de colores. Lo que significa, desde el punto de vista en que nos colocamos, la instauración del plano dinámico, en vez del plano sólido que había impuesto Manet y de ese plano intermedio que inventó Cézanne.
Pero son los fauves quienes, por otro camino, van a hacer más fácil la aventura: primero porque se toman grandes libertades con los objetos, reduciéndolos a esquemas, luego porque liberan el trazo iniciando la tendencia al signo, finalmente porque vuelven a manifestar interés preponderante por el color, sobre todo por el color-materia. Y todas estas conquistas se realizan ante la necesidad, probablemente sentida de modo inconsciente, de que la pintura expresara, con nuevos ritmos, una concepción de la vida menos estática, más fluyente. Los expresionistas alemanes, que algunos contactos tuvieron con los fauves, no fueron tan audaces, a pesar del empeño por liberarse también de la representación, tampoco en lo que se refiere a la dinamización del espacio, pero en cambio dieron tal potencia expresiva al trazo, con independencia a veces del color-materia, y al plano en la xilografía especialmente, que sus aportes no pueden ni deben ser olvidados.
Si al presentar la evolución del cubismo, pues, el visitante ve todo esto porque hábilmente se ponen bajo sus ojos las telas que se lo pueden hacer ver, comprenderá de inmediato que el cubismo no fue una humorada genial, sino una solución al problema que se venía planteando desde hacía casi cincuenta años. Si al mismo tiempo se le lleva a observar la manera como cada pintor empleó el color, de golpe comprenderá por qué Picasso y Braque renunciaron a las tintas puras y se abroquelaron en los grises y los ocres, porque de esa manera, si bien el plano adquiría mayor relieve como forma y se acentuaba en consecuencia el aspecto impersonal que tras la máscara de una presunta geometría empezaron a imponer, también se salvaguardaban los derechos de la sensibilidad individual. Pero esta cuestión requiere mayor análisis.
La cuestión se vincula, en efecto, con un carácter constante en la creación plástico del siglo: el de la objetividad e impersonalidad. A primera vista puede parecer en abierta pugna con el carácter de subjetividad que también tiene, pero no hay tal contradicción en cuanto se establece la necesaria diferencia entre subjetividad y sentimentalidad. La pintura se vuelve más subjetiva, es cierto, a partir del fauvisme, en cuanto se renuncia al apoyo en los objetos del mundo visible; también adopta una tónica de sentimiento, mezclado con el instinto, pero no se trata ya del sentimiento individualizado de los románticos, sino de un sentimiento que, por ser general y por manifestarse especialmente a través de estados de tensión, adopta carácter objetivo. En este sentido y solamente en este sentido puede hablarse de impersonalidad, es decir, en cuanto la creación de formas no se realiza con la intención de provocar efusiones sentimentales. La desmaterialización de la imagen y el planismo a que conduce, el reemplazo de ella por el signo con el correspondiente predominio del trazo, no obstante el mantenimiento del color-materia, en los fauves y los expresionistas tiene sentido profundo cuando se los encara desde el punto de vista de la constitución de un lenguaje de formas objetivas. Pero no es menos evidente que tales esfuerzos no llegan a soluciones viables por cuanto mantienen todos los elementos que configuran la creación de un espacio individualizado.
Esa tónica de impersonalidad se acentúa claramente en los cubistas, porque encuentran ellos en el plano seudogeométrico la posibilidad de eliminar los resabios organicistas que inexorablemente conducen a una expresión sentimental. Y digo seudogeometría, no sólo porque nunca cabe ni cabrá hablar de geometría artística —un contrasentido— sino porque en el caso de los cubistas es todavía más válida la palabra. El historiador del cubismo no puede ignorar, pues, este importante problema, que ya Apollinaire debatió en su conocido libro sobre Les peintres cubistes y cuyos alcances exageró en su tiempo el matemático Princet. Más que una indagación en este campo, interesa destacar que la aparición del plano seudogeométrico se debió al deseo de obtener formas impersonales. Difícil le será mostrar este aspecto al organizador de una exposición, pero el cotejo con algunas obras del pasado y otras contemporáneas, las de Léger y de los futuristas italianos, particularmente, le permitiría al espectador comprender los alcances de la personalidad y de la impersonalidad en el arte plástico.
Complicado es el problema, porque los cubistas, como tantos otros inventores de formas, no actuaron con verdadera conciencia revolucionaria, y si bien por una parte acentuaron ese aspecto objetivo e impersonal de la creación, como se ha dicho, por otra acentuaron el aspecto subjetivo y personal, incluso el sentimental, en la manera de empastar, sumamente vibrante, y en el modo de modular los tonos, más acordes con la tradición romántica que con la de sus predecesores inmediatos, los fauves. También en este caso el historiador del cubismo tendrá que hacer un cuidadoso análisis de las formas para vincularlas con los estados de espíritu que caracterizaron al período transcurrido entre los años 1910 y 1914.
Caracterizado así el movimiento desde el punto de vista formal, se puede plantear el problema cronológico. Los organizadores de la exposición que comento fijaron como fecha límite la de 1914. Aparte de que al obrar así presentaron sólo una parte de la parábola, faltando la curva descendente, cabe preguntarse sobre la eficacia de tal corte. Coincido con ellos al afirmar que desde la iniciación de la guerra del 14 el movimiento cubista pierde coherencia, se separan, o mejor dicho, comienzan a separarse Picasso y Braque, y por tanto se puede decretar la muerte de la tendencia; pero no dejo de advertir, precisamente después de haber estudiado la exposición de París, los peligros que implica dicho corte, por ejemplo la pobreza con que resultó representado Juan Gris, ya que la mejor producción del pintor español corresponde a los años posteriores al 14. Y si fuera cierto, lo que no sostengo, pero hay quienes lo sostienen, que Gris ha sido el más auténtico cubista, ya puede imaginarse el lector la importancia del reproche que se les puede hacer a los organizadores.
Independientemente de este hecho, es más grave, a mi juicio, el problema conceptual y hasta el didáctico que se desprende de dicho corte, pues al presentar una tendencia artística de tal importancia —la más importante en los primeros veinticinco años del siglo— así tronchada, se puede tener una idea muy falsa de sus proyecciones. Algo similar ocurrió el año pasado en la XXVI Bienal de Venecia, con la exposición del Neoplasticismo holandés, al presentarse las obras de sus cultores más eminentes sin contemplar el problema de la proyección. Tanto en un caso como en el otro parece haber predominado un criterio histórico determinista, muy siglo XIX por cierto, al que se deben en buena parte los errores cometidos también en la historia general de la cultura, por ejemplo, cuando se disputa, inútilmente, sobre el momento en que termina el Medioevo y comienza la Edad Moderna.
El corte arbitrario en 1914 impidió que los visitantes de la exposición de París comprendieran toda la eficacia del aporte al determinar, como se sabe, las direcciones del arte de Kandinsky y de Mondrian, para citar solamente a los grandes inventores, piedras miliares del movimiento concreto en nuestros días. Si en vez de presentar tantas obras ordenadas de acuerdo a un criterio cronológico discutible, se hubiera hecho más elástica y útil la clasificación, el panorama hubiera sido más rico y el cubismo no hubiera aparecido como una tendencia aislada.
En lugar de los cortes transversales, propugno pues los cortes longitudinales. Lo que debe interesar al historiador, en el caso de las artes plásticas como de cualquier otra actividad cultural, es el proceso de formación, culminación y descenso de los sistemas formales. Entonces se advierte la falacia de la cronología demasiado estricta y se comprende que el espíritu creador no es tan homogéneo como se nos quiere hacer creer, ni tan esquemático.
Otros ejemplos presenta la historia de las artes plásticas en los últimos cien años, pero el caso del cubismo es el más flagrante y el que puede provocar errores más lamentables. Entre ellos, el que implica el acercamiento forzado de artistas que no tuvieron más relación entre sí que la de la mutua estimación, por motivos no coincidentes desde el punto de vista del estilo, sin que se discrimine quiénes son los que avanzan y quiénes los que retroceden. Al lado de Delaunay, a quien ya señaló Apollinaire como un innovador dentro del cubismo, y de Kupka o Herbin, anticipadores del arte abstracto, ¿cómo pueden aparecer Gleizes, Laurencin, Le Fauconnier o Lhote, entre otros, que jamás comprendieron el espíritu nuevo del cubismo? ¿Porque emplearon planos y porque se dejaron seducir por ciertas formas sintéticas seudogeométricas? Se ha de comprender que el criterio de apreciación no puede ser más pobre, ni más falso.
A la mala costumbre del cronologismo se agrega la de los falsos paralelismos, por ejemplo, la de querer juntar siempre a la pintura con la escultura. En la exposición de París se vieron obras de Archipenko, Brancusi, Duchamp-Villon, Laurens, Lipchitz y Zadkine, es decir, la plana mayor de los escultores de vanguardia en aquellos años. Y allí se pudo comprobar claramente la necesidad de establecer diferencias entre las dos artes, a las que equivocadamente se viene llamando hermanas.
Los problemas que plantea la creación escultórica son diferentes a los de la creación pictórica, tanto que si por una parte se ve a tales escultores cubistas luchar con una tradición del volumen, para imponer a éste una dinámica que sólo es obtenible de modo relativo, lo que determina una expresión cubista restringida y la vinculación con tendencias del pasado; por otra parte, se ven brotes de una nueva concepción espacial —opuesta a la del volumen— que determinan expresiones más maduras que las de los pintores.
Si la esencia del cubismo reside en el aislamiento del plano, como se ha dicho, fácil será comprender que jamás puede ser aislado en una escultura de volumen, en la que siempre el plano es límite de la masa. Por tal razón los escultores cubistas obtuvieron sus formas más cómodamente en el relieve y cuando abordaron la pequeña estatua tuvieron que acercarse inevitablemente a los egipcios, sobre todo, contrariando el espíritu de libertad que caracterizó a los pintores. Ni tampoco pudieron lograr ritmos espaciales. Se puede llegar, en consecuencia, hasta a negar la existencia de la escultura cubista, no obstante ciertas similitudes superficiales. Pero llevados los organizadores de la exposición de París por el afán del paralelismo, presentaron un conjunto de piezas escultóricas que no podían ser conectadas con las telas de Picasso y Braque. Si en lugar de ese criterio, hubiera predominado el que preconizo, se hubieran evitado falsas inclusiones y el conjunto se hubiera aclarado enormemente.
Hasta aquí los problemas que pueden ser presentados en una exposición. Quedan los que se refieren más directamente a los contenidos espirituales, los que obligan a realizar una incursión sociológica analizando el espíritu de la sociedad europea en los comienzos del siglo.
Como me llevaría demasiado lejos, sólo quiero destacar un carácter, que es una consecuencia. A pesar del origen absolutamente individual del movimiento, ya que tanto Picasso como Braque comenzaron a realizar sus experiencias sin tener contacto entre sí, prontamente unieron sus esfuerzos hasta llegar a la formulación, durante un corto lapso de dos o tres años, de un sistema de formas común. Tan común que rápidamente lo adoptaron muchos pintores, con la vaga conciencia de que así daban satisfacción a una necesidad largamente sentida: la necesidad de huir de cuanto se les presentaba como algo hecho —el mundo de la naturaleza y de los objetos fabricados por el hombre— para inventar formas que pudieran ser símbolos de la nueva sensibilidad, la que exigía un denominador común que llevara a las formas standard.
Con frecuencia se entiende mal el alcance de esta palabra, acaso porque se piensa excesivamente en los productos industriales. En todos los grandes períodos del arte el hombre ha creado objetos standard: los siglos iv al vi griegos, el siglo XII cristiano, el siglo XV renacentista, etc. La referencia histórica ha de servir al lector para fijar el concepto. No significa la anulación de la individualidad creadora; significa la unificación en torno a ciertas ideas que se fijan en formas, unificación que permite afirmar qué el arte es un lenguaje, del mismo modo que la unificación, si se quiere convencional, de las palabras, permite la existencia del lenguaje hablado y escrito. Diría que el arte exige un fondo común de formas que respondan a un método aceptado en la indagación de la realidad y a un modo igualmente aceptado de construirlas, pues de no existir, si bien el artista queda en libertad para expresar lo que siente y piensa, también se ahoga con ella. El siglo XIX ha sido una larga etapa de anarquía formal, tal vez menos de lo que se supone, sin embargo, debido a la persistencia de ciertas tradiciones, pero de todas maneras éstas mismas dejaban de satisfacer y por ello se sintió la necesidad de destruirlas. El fauvisme y el expresionismo constituyen los movimientos de transición que denuncian el malestar, saturados todavía sus componentes de espíritu individualista; el cubismo es el primer paso de verdadera creación. Y aunque después de 1914, sobre todo en el período comprendido entre las dos guerras mundiales, ese espíritu de mancomunidad se destruye, reapareciendo viejas tendencias, no cabe duda de que dió los elementos para que otros creadores intentaran al menos la constitución del nuevo lenguaje standard.
Es cierto que la cuestión puede ser presentada desde otro ángulo, por ejemplo, como resultado de la lucha entre un nuevo racionalismo, manifiesto en la tendencia al orden y la precisión, y el intuicionismo de raíces inconscientes que tiende a lo contrario. A esa voluntad de forma que incluye ambos aspectos en lucha los cubistas llamaron lirismo. Una investigación en este sentido llevaría a comprobaciones curiosas, entre ellas la que permite descubrir conexiones con el pasado romántico y que determina el carácter preponderante en el arte de nuestro tiempo. Tanto los cubistas y los futuristas; Delaunay, como los constructivistas rusos, los abstractos y los concretos, vienen a realizar, en efecto, el ideal romántico que implicaba la creación de símbolos que expresen la superrealidad, a la que no se puede acceder por la simple experiencia, sino por una voluntad de adivinación y de penetración que conduce a la adopción de actitudes primarias y elementales, vale decir, actitudes metafísicas. Una metafísica espiritualista, con acentos de racionalismo en cuanto al método de investigación de la realidad, se halla pues en la base de estos movimientos. Y quien quiera comprenderlos en su esencia no debe dejar de contemplarla.
Pienso que un examen del cubismo que tuviera en cuenta estas reflexiones daría frutos inesperados. El historiador podría presentar ideas más flexibles, saturadas de sentimiento, que enriquecieran la comprensión del arte en su dimensión esencial, que no es la del goce puro de cada obra, ni menos la que surge de generalizaciones superficiales y apresuradas, sino que brota de conexiones existentes entre el mundo de las formas y el mundo de las necesidades espirituales del hombre. Si la historia del arte ha de ser justificada, no puede ser encerrada en los límites estrechos de su campo específico; debe transformarse en punto de enfoque particular de una visión total de la cultura humana.
Jorge Romero Brest
MARTI EN LOS ESTADOS UNIDOS
Hacia fines de 1881, Martí cobró contacto con el núcleo más fuerte de la emigración cubana en los Estados Unidos. Se estableció en New York; necesitaba dar a su vida la estabilidad de una semilla. (Toda vez que lo intentara, en Guatemala, México y Venezuela, fracasó porque no quiso ceder a imposiciones arbitrarias.) Por aquel tiempo, serenó su nomadismo arraigando en el centro de la colonia cubana.
Los resultados de la Guerra Grande, enseñaron que la revolución libertadora debía prepararse sobre bases distintas. Y en un momento que no presentaba posibilidad inmediata de intentonas armadas, en el momento preciso que la comunidad cubana se recogía y ensimismaba en una nueva gestación, Martí comienza su lenta y cotidiana siembra. Esta vez era necesario hacer frente a la doble campaña que sostenían el autonomismo conformista por un lado, y el anexionismo fomentado por el vecino fuerte, por otro. Había que refrenar los impulsos y ambiciones del caudillismo militar, fundamentar el derecho de Cuba a la libertad, llevar a un centro de dirección los esfuerzos aislados en favor de la revolución, retener toda exaltación de la violencia, e informar el espíritu de una lucha sin odio. (Experiencia, esta última, totalmente nueva en América e inusitada en todo el ámbito de la cultura occidental.)
Había que instituir hábitos de trabajo que diesen a Cuba la certeza de su autonomía económica y lograr que la república naciente no incurriera en los yerros de “las repúblicas teóricas y feudales de Hispanoamérica” (O. Completas, T. I, pág. 242; Habana, Lex, 1946). Había que “ir removiendo por la cordialidad y la justicia los elementos de choque y transformándolos, en cuanto se pudiese, en elementos de amalgama” (I, 378); había que terminar definitivamente con los males de la discriminación racial, dejando señalada la manera “callada, activa, amorosa, evangélica de remediarlos (I, 77). En suma, Martí tenía que echar sobre sus espaldas la responsabilidad de una importante transformación.
Y a lo largo de más de catorce años —desde su radicación en New York— Martí hubo de multiplicarse en la proyección de un esfuerzo verdaderamente prodigioso. Con el caudal incesante de su presencia apostólica, con las mil arterias emocionales de su acción política —infinitos modos por los que se expresa y comunica un gran espíritu— dejó testimonio de su verdadero acceso al alma del “común” americano. Ya en 1889, en un intento de comunión con el porvenir de América, funda la Edad de Oro, periódico para niños. Crea organizaciones del tipo de aquella “Liga de Instrucción”, en donde imparte un magisterio conmovedor entre los cubanos humildes. Viaja, sin descanso, a todas las zonas en donde había núcleos de emigrados con el objeto de atraerlos a la causa de la Independencia; estimula reciamente la constitución de clubes revolucionarios en diversos lugares de los Estados Unidos. En 1891 echa las bases del Partido Revolucionario Cubano; en marzo del año siguiente funda el Periódico Patria, órgano de la Revolución y desde el cual Martí ejercita una despierta vigilancia espiritual sobre las pulsaciones más imperceptibles del movimiento. Por momentos, fue tal su seguridad de que en la emigración el cubano progresaba, que llegó a preguntarse si acaso en Cuba se asistía a resultados paralelos: “Y allá en Cuba, ¿se verá al cubano como aquí, asociándose para crecer, defendiendo de la muerte su casa, enseñando de noche, después de trabajar de día, creando desde el taburete del obrero una religión nueva de amor activo entre los hombres, el sábado en la logia, el domingo en su presidencia o en su tesorería, la noche entre el periódico y el libro?” (I, 455).
Cada acto suyo fue un camino orientado hacia una silenciosa conquista formativa. Cada movimiento repercutía en aquellas honduras espirituales donde el hombre vive su transformación. Su acción, de este modo, trascendió el marco de la liberación política. Su apasionada preocupación por Cuba, fundíase en una perspectiva más vasta. Ante sus ojos, sólo quedaban hombres concretos con sus problemas y desvalimientos; seres cansados, hambrientos de decoro, libertad, lejos de su tierra y en un país, por momentos, inhospitalario. Hombres sedientos de un combate que no se acalla con la voz común del político al uso. La política martiana articuló un lenguaje de sabiduría emocional, desplegó su vocación conversiva, casi evangélica, y desde entonces cada cubano sintióse en la posesión de su palabra consagrada. “Nosotros somos escuela, realidad, látigo, vigía, consuelo. Nosotros unimos lo que otros dividen” (I. 368) afirmaba Martí.
En efecto, desde el punto de vista ético, Martí procuró que su obra fuese ganando en pureza y eficacia. Persuadió que todo empeño por la libertad es, más que nada, un combate donde el hombre necesita poner en juego nuevas fuerzas interiores: “La victoria no está en la suma de armas en la mano sino en el número de estrellas en la frente”. Insistió en que la purificación personal es la condición de todo triunfo, el primer peldaño de ingreso a la acción. Para la injusticia no habría solución si la voluntad justa lleva el odio en las manos. No hay otra salida que el heroísmo del amor: “No es hora de censurar sino de amar” (I, 132). Martí reiteró, infatigable, que la verdadera gloria de Cuba consistiría en ganar la batalla contra sus propias entrañas allí mismo, en el seno de la emigración. Y en efecto, en ese pequeño crisol, intentó llevar a buen término el experimento de su política “cordial”. Experiencia que debería, por un lado, conducir a la liberación nacional y, por otro, culminar en una apertura histórica hacia los más altos contenidos del espíritu. Martí interpretaba su propia obra, como “una religión de amor en que el alma cubana está fundiendo sus elementos de odio” (I, 132).
Y al cabo de un tiempo, este hombre que comenzó solo, “se encontró acompañado de todo su pueblo” (Varona). Hombre y comunidad fueron uno. El fervor unánime con que la emigración se apretó en torno suyo, comportaron dos consecuencias capitales. Primero: se probó que las masas americanas eran permeables a la acción de la política “cordial”, sensibles al llamado de los más altos valores. Segundo: se demostró que la emigración había obrado con los caracteres de una comunidad caballeresca. Todo este período de la independencia cubana, ofrece el maravilloso cuadro de una colectividad tocada por la pasión del desprendimiento.
En efecto, Martí consiguió que la comunidad cubana en el extranjero, viviera al ritmo de la más alta entrega. De este modo, Cuba sintióse liberada, formada, en el destierro. En la soledad de la emigración los cubanos debieron cumplir un determinado ejercicio espiritual antes de lanzarse al rescate de su tierra. Sólo cuando la emigración hubo alcanzado estos objetivos, Martí sintió que a ella le correspondía ir al encuentro de la Isla, incrustarse en su corazón, y obrar allí un milagro igual. La emigración debía hacer en Cuba, lo que Martí hizo en la emigración. No otro parece ser el sentido de estas palabras pronunciadas poco antes de convocar la guerra: “Esto es lo que hacemos los cubanos de afuera: desclavar al crucificado (Martí se refiere a Cuba): él ama la libertad lo mismo que nosotros: él ascenderá a ella desde sus vicios, como acá afuera hemos ascendido nosotros. Quien no lo sabe, es que no ve; o ve el polvo de las calles, y no ve las almas” (I, 445. El subrayado es nuestro).
Por ello, cuando Martí se convenció de que el odio fue acallado, olvidados los rencores contra el español, sometidos la violencia y el terror americanos, entonces sí lanzó el llamado a la guerra, al rescate de la tierra cubana. En el Manifiesto de Montecristi escribe: “Entre Cuba en la guerra con la plena seguridad de la competencia de sus hijos para obtener el triunfo… y de la capacidad de los cubanos cultivada en diez años primeros de fusión sublime”.
Casi a partir de estos momentos, al cabo de diez años de cultivo espiritual, la obra quedó terminada. Martí sabía que Cuba en el destierro, había ascendido; había progresado en sentido vertical y conquistado metas perdurables. Esta fue su revolución más importante: la tarea realizada en el exilio, en el corazón de aquellos seres que de uno u otro modo, sintieron que junto a sus vidas estuvo José Martí concitando lo extraordinario. En la emigración se efectuó una “fusión sublime”; se consiguieron suavizar discrepancias, deponer individualismos, deshacer el veneno caudillista, transformar en amor “los elementos de odio” del alma cubana. Lo que fue frustración, resentimiento, insuficiencia para la vida autónoma, vióse llevado por la vertiente de su activismo emocional y convertido en posibilidad creadora, plenitud, voluntad de ser, presencia ante el mundo.
Si gran parte de la obra martiana culminó ya en el momento de la “fusión sublime”, podría preguntarse: ¿Qué sentido tuvo la guerra? ¿Qué nexo de significaciones existió entre la guerra y el momento de la “fusión sublime”?
La guerra comportó una prueba para la reciedumbre de aquel momento; demostró que el clima moral creado en la emigración, no habría de disiparse como una voluta de humo. Tal instante no fue un espejismo producido por la niebla verbal de un conductor demagógico, sino todo lo contrario: un clima sostenido por la más alta realidad espiritual. Por ello, cuando se había declarado la guerra revolucionaria, Martí ajustó más que nunca su vigilancia; constantemente estuvo sobre todo, cuidando que el prodigio no perdiese la tensión de su entusiasmo. Sabía que en aquel momento, la historia giraba sobre el eje de su fervor, que América desenvolvía su turbulencia telúrica en el afianzamiento de estructuras espirituales. Aquel minuto de exaltación histórica necesitaba ser cuidado, alimentado amorosamente. El amor debía ser el elemento que diera cohesión a las filas cubanas, la condición del verdadero heroísmo. A todos, Martí hizo esta advertencia: “Abracémonos en el dintel y querámonos más que nunca. Lo liemos hecho, y aún me parece un sueño. Recio, pues, y sin noche, sobre las mismas líneas: caridad, energía, vigilancia” (I, 237). En cuanto al Partido Revolucionario Cubano, recomendó insistir sobre la realidad incontrastable de estos hechos: “Nueva alma, compacta y cordial, creada en las emigraciones, en lo social y en lo político, por el Partido Revolucionario —alma franca, de cimiento público, dócil a la virtud, indignada contra la perturbación, celosa del decoro personal… (I. 239). Y a los redactores que se ocuparon de editar Patria en su ausencia, advirtió: “Patria ha de ser ahora un periódico especialmente alto y hermoso. Antes, pudimos descuidarlo, o levantarlo a braceadas: ahora no” (I, 250). Sin duda, Martí tuvo conciencia de lo creado: “nueva alma, compacta y cordial” y supo hasta qué punto este milagro sólo fue posible poniendo en juego las mejores fuerzas del espíritu humano. Lo que pidió para aquella ocasión, no ha sido fuerza, fiereza, coraje marcial, voluntad de triunfo. Lo que pidió fue casi un voto de recogimiento, un movimiento interior, un acto moral: “Caridad, energía, vigilancia… Querámonos más que nunca”.
El propósito de Martí era, en cierto modo, paradójico. En los dominios de la destrucción, quiso probar hasta qué extremo su obra tenía la perduración de lo eterno. Quiso vivir, en los terrenos del odio, la experiencia del amor. Martí deseaba comprobar si allí donde estaba autorizado el desenfreno de las pasiones, la historia permanecía fiel a la estructura de su propio espíritu.
En cierta medida, la historia dio esta confirmación. En plena aventura, confundido en la camaradería de los soldados, participando de sus dificultades. Martí, Delegado del Partido Revolucionario Cubano, recibió la ratificación constante de su empeño. “El espíritu que sembré es el que ha cundido” (I, 292) llega a decir en estas circunstancias. “Todo sucede como lo teníamos previsto, y me conmueve y llena de respeto, ese sacrificio y unanimidad. Todo ha de continuar con esa alma enérgica y pura” (I, 238). “A mi alrededor, como van viendo, todo se encariña y unifica y eso es alivio grande. Estos días han sido útiles y me siento creído. No puede ser que pasen inútiles por el mundo la piedad incansable del corazón y la limpieza absoluta de la voluntad” (I, 250).
Pero esto fue verdadero en cierta medida, dijimos. Mientras estuvo Martí al frente de la guerra conteniendo los egoísmos, siendo con su presencia un freno angélico a las fuerzas negativas, toda Cuba era un clamor purificado. Posteriormente, cuando esta espada se clavó en Dos Ríos, volvió de nuevo a subir la marea de la turbulencia americana. Vino la lucha de las facciones, el desconcierto civil, el caudillismo militarista, la intervención yanqui del 98 y, finalmente, en 1901, la Enmienda Platt. Pero hasta entonces, América estuvo viendo uno de los momentos más significativos de su historia.
Pero en el fondo, ¿qué enseñanzas nos trae ese movimiento de ascensión que Martí experimentó en la colonia de emigrados? En cierto modo, hay puntualizados aquí una meta y un sentido de la historia americana. Martí ha querido testimoniar que la marcha de la historia tiene una dirección vertical: una ascensión del hombre desde lo humano informe hacia la cima de sus rostros ideales, los perfiles más acabados de la cultura. La más auténtica voluntad histórica sería aquella que se proyecta en el cumplimiento de esta difícil plenitud.
Por otra parte, Martí ha señalado que este camino disparado hacia lo alto, tiene que hacerse al conjuro de una exaltación comunitaria y no como un esfuerzo individual aislado. En la obra martiana hemos visto que tanto el apóstol como su comunidad llegaron, en un momento, a constituir los portadores de una misma realidad: “Lo que me rodea lleva la misma alma que yo” (II, 1820). Quizás no sea forzado deducir de esta experiencia que la liberación profunda del hombre americano habrá de realizarse siempre en el seno de una comunión de almas. A los americanos se nos hace muy patente la imposibilidad de que el hombre se salve solo. Habrá que ascender desde el fondo de su comunidad, y con ella. Por debajo de todo acto personal, tiene que palpitar la intuición de la viviente unidad de los hombres.
Este sentimiento de ascensión colectiva e identificante que suscitó Martí en la comunidad revolucionaria, alude a una realidad espiritual del más alto valor cualitativo y que, acaso posea un enraizamiento sobrehistórico. Cuando un pueblo la ha vivido, puede dar por cumplida su nieta, aun estando en los umbrales de su autonomía política. Esta fue la experiencia de Cuba. Posteriormente, ni Cuba ya independiente, ni América toda, volvieron a experimentar un grado tal de cumplimiento y purificación.
A partir de la lección dejada por Martí, quizá no resulte riesgoso afirmar que si América tiene una meta histórica, un destino, ellos no estarán necesariamente en la etapa final de una marcha prospectiva; mucho menos en la restauración de una perdida “edad de oro” indígena o colonial. América puede cumplir su destino, alcanzar una gran realización espiritual en cualquier momento presente. En toda circunstancia, al hombre le es dado por igual la posibilidad de abrirse al prodigio de la plenitud, el generoso desborde, la total posesión de su ser, como la posibilidad de perderse en la cerrazón primigenia. Pues el fundamento de la historia humana es la libertad. De ahí el permanente riesgo de la aventura histórica, pero de ahí también su esperanza.
Por ello, sabemos que la hazaña moral y el alto destino encarnados por Martí, pueden ser actualizados en cualquier instante. Se asciende en el presente. La promesa del supremo valor puede ser un hecho, a pesar de que una red de necesidades históricas establezca lo contrario. El futuro, felizmente, no está colonizado por optimistas, ni por pesimistas: ni por los que hoy tienen la seguridad del paraíso-hormiguero, ni por los que cuentan con la inevitable destrucción catastrófica. El futuro no pertenece a nadie.
Desde el núcleo de nuestra fugaz actualidad puede ascender una verdad, una voluntad moral que deje al descubierto una grandeza desconocida. Sólo en este pequeño punto de la vasta secuencia temporal, la meta histórica puede cumplirse. Toda transferencia del destino hacia un lejano e inabordable porvenir no es más que un doloroso descargo de la propia responsabilidad. A los pies de la esfinge futuro, yacen muchos presentes sacrificados.
Martí nos enseña que los hombres, los pueblos, pueden salvarse y ascender, vivir su “fusión sublime” aun en la hora más precaria. Pero eso sí: este instante en el cual la historia encuentra su máxima justificación, culmina en sí mismo. No asegura descendientes, como todo gran acto del espíritu. Necesita ser continuamente creado. Es una totalidad tensa, acabada; el protagonista histórico —hombre, pueblo— lo vive como un cumplimiento, como la más universal proyección de sí mismo. “Presente eterno” llamó Jaspers a esta cualidad creadora del instante.
Lo terrible es que luego de vivido, la historia parece una caída. Sigue un curso distinto, cae en la pendiente de su ritmo originario (pasado el instante martiano, por ejemplo, fue como volver a la decepción cotidiana luego de la embriaguez o la exaltación). Entonces la historia se resuelve en fatiga, pendencias, el fracaso de los mejores, el sacrificio de la libertad, el trizamiento de los sueños y la eterna injusticia para los desposeídos.
Quien ha sentido que el progresismo cayó de sus manos como un sueño frágil, quien no tiene la menor seguridad de que en el futuro americano las dictaduras y el espíritu de uniformidad no sigan siendo los actores en primer plano de nuestro drama, quizás no tenga otra alternativa que aceptar una filosofía de la historia americana cuyo momento fundamental sea ese milagro que se llamó José Martí. Filosofía que considere que tanto Martí como aquellos breves períodos en los que un pensador, un artista o un político irrumpen con una conducta ética, una verdad o un canto, son la expresión de algo eterno. Así entendido, no sólo el prodigio martiano sino todos los momentos del espíritu creador, quedan capitalizados, integrados, en el dinamismo de una presencia incitante. Ninguna pérdida de la libertad, ninguna ráfaga de unánime insensatez podrán destruirla. De otro modo, la historia no sería más que una irremediable caída.
Víctor Massuh
TEXTOS Y DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA DE LA CULTURA
TRATADO ACADIO DE DIAGNOSTICOS Y PRONOSTICOS
El tratado del que ofrecemos algunos fragmentos, ha sido transcripto y traducido al francés por René Labat, director de estudios de la École des Hautes Études y publicado en la Collection de Travaux de l’Académie Internationale d’Histoire des Sciences, precedido de un estudio que completa otro anterior del mismo autor en la Revue d’Assyriologie, tomo XL, págs. 27 a 45.
Sostiene Labat que la medicina se presenta desde el comienzo como una ciencia de observación y deducción. No obstante las numerosas contaminaciones con los tratados de presagios y adivinación, las tablillas de diagnósticos y pronósticos dejan ver los principios fundamentales de la medicina teórica de los antiguos babilonios. Estos principios se distribuyen claramente según la cuádruple división, conservada hasta hoy día en los tratados de medicina: sintomatología. etiología, diagnóstico y pronóstico.
Los médicos babilonios no se contentaron con observar las enfermedades en función de la terapéutica, sino que se preocuparon de clasificar y codificar las observaciones relativas a las causas y consecuencias de los síntomas identificados. Una compilación de estas observaciones es lo que constituye el presente tratado.
Las tablillas utilizadas por Labat para la reconstrucción del texto proceden de varias colecciones de templos o palacios (Nínive, Asur, Babilonia, Borsippa, Uruk, Nippur y aun de ciudades hititas). El grupo más importante es el reunido por orden de Arsubanipal (668- 627), pero las hay anteriores y posteriores. Las más recientes son las que corresponden al segundo año de Artajerjes (453). La diferencia de fechas se debe solamente a que proceden de transcripciones diversas, pero todas reproducen un original único, que debió compilarse en la época hamurabiana, o con más probabilidad hacia el medio o el fin de la época kasita.
El tratado estaba repartido en cinco secciones, intituladas de acuerdo a la línea inicial de la primera tableta, que en cierto modo define el contenido general de las restantes. Cada parte lleva también un subtítulo. Parte I: Cuando el exorcista llega a casa del enfermo… Parte II: Cuando te vas a acercar a un enfermo… Parte III: Si estando enfermo durante un día… Parte IV: Cuando… Parte V: Si la (futura) madre, cuando está encinta, tiene la parte superior de su frente amarilla…
La primera parte es una especie de preámbulo y contiene sólo preceptos mágicos. La quinta es un apéndice. Se ocupa del embarazo de las mujeres, no para diagnosticar las diversas enfermedades que pueden entorpecerlo, sino para conjeturar el sexo del niño y ocasionalmente para predecir si gozará de buena o mala salud, será rico o pobre, etc.
Las partes centrales son las más interesantes para la historia de la ciencia. La segunda aconseja las medidas profilácticas que debe tomar el médico y pasa revista a las distintas partes del cuerpo, enumerando las alteraciones que cada una puede presentar.
La tercera cambia de método, pues agrupa los pronósticos según lo sucedido durante los tres primeros días de la enfermedad, las primeras semanas, los primeros meses, etc.
La cuarta parte es muy heterogénea. Describe pormenores de la enfermedad mišittu y las enfermedades causadas por diversos demonios. La terapéutica prescripta es de carácter mágico y prevé la transformación de una enfermedad en otra por intervención de espíritus malignos. Contrasta vivamente con el espíritu de las anteriores.
El autor del tratado distingue las afecciones ocasionadas por agentes físicos, de las imputables a la intervención sobrenatural (divina, demoníaca o mágica). En estos últimos casos, la acción maligna se puede ejercer de un modo violento o suave. En cada caso se distinguen los grados según el empleo de los siguientes términos: mano, cetro, golpear, poseer, contusionar, tocar, apoderarse. Los agentes físicos tenidos en cuenta son: frío, sequedad, polvo, viento, miasmas; y junto a ellos otros fisiológicos: pereza alimentaria del niño, relaciones sexuales, malformación congénita. Tampoco faltan los estados psíquicos (amor) o las perturbaciones mentales. Los actos morales también pueden causar la enfermedad: pecado, impiedad, relaciones culpables con sacerdotisas, incesto, adulterio, violación de juramentos o de tabúes. Los sortilegios y embrujamientos apenas aparecen.
TITULO I
Capítulo I
1 Cuando el exorcista se presenta en casa del enfermo,
2 Si, en la calle, ve un casco marcado (en la tierra); este enfermo, la ansiedad no se acercará a él.
3 Si ve una mesa de ofrendas (?): este enfermo, un encantamiento lo ha invadido; la enfermedad seguirá su curso, luego morirá.
4 Si su pulgar derecho está tieso; este enfermo morirá al séptimo día.
5 Si su pulgar izquierdo está tieso, después de sufrir dolores, morirá.
6 Si la puerta de la casa, donde yace el enfermo, gime: este enfermo [morirá].
7 Si la puerta de la casa, donde yace el enfermo, grita como un león, ha cometido un sacrilegio contra su dios: la enfermedad seguirá su curso, luego morirá.
8 Si ve un perro negro o un cerdo negro: este enfermo [morirá].
13 Si ve cerdos que levantan la cola: este enfermo, la ansiedad no se acercará a él.
14 Si ve dos cerdos copulando: [este enfermo…].
TITULO I
Capítulo II
1 Si, cuando vas a la casa del enfermo, un halcón atraviesa (el cielo) hacia la derecha: este enfermo curará.
2 Si un halcón atraviesa el cielo hacia la izquierda: el enfermo morirá.
7 Si un buitre atraviesa (el cielo) hacia la derecha de un hombre: realización de un deseo; si se trata de un enfermo: morirá.
13 Si un cuervo, a la derecha de un hombre, grazna lastimeramente: el enfermo conocerá los llantos…
17 Si un murciélago se muestra sobre un enfermo: ese mismo día, curará.
18 Si una paloma se muestra sobre un enfermo; morirá rápidamente; (o bien) al cabo de un año la enfermedad lo dejará.
19 Si una serpiente cae sobre el lecho de un enfermo: este enfermo curará.
20 Si una serpiente cae sobre un enfermo: morirá al tercer día.
43 Si el (anillo de) sello de un [enfermo (?) es arrebatado por un lagarto] este [enfermo] morirá.
76 Si un relámpago fulgura a la derecha de un hombre: no realización del deseo; [si se trata de un enfermo]: curará.
80 Si el brillo de un fuego pasa a su derecha: es favorable; en el caso de un enfermo: guardará cama.
TITULO II
Capítulo III
1 [Cuando te vas a acercar a un enfermo, hasta que hayas echado sobre ti mismo tu ensalmo, no te acercarás para curarlo] [17].
10 Si ha sido golpeado en el cráneo, sus orejas no oyen: mano de Ištar; […].
26 Si su cabeza…, si tiene el pie derecho contraído, sin poderlo extender: después de haber soportado terribles sufrimientos, [curará (?)].
31 Si su cabeza, su nuca y lo alto de su espalda le duelen al mismo tiempo: [afección] muscular.
52 Si tiene calor en la cabeza, si los músculos de sus sienes, de sus manos y de sus pies laten al mismo tiempo, si sus pies y la parte inferior de sus piernas están fríos, [si su] rostro(?)…], si la punta de en nariz está negra, si sus carnes (?) tienen marcas amarillas, si el interior de sus ojos excreta blanco y amarillo, si sus párpados, ambos a dos, están afectados […], si, en su nariz, su respiración es retenida, de suerte que deba hacerla salir por la boca: han hecho subir (?) la muerte (?) a su garganta […].
55 Si tiene calor en la cabeza, si los músculos de sus sienes, de sus manos y de sus pies laten al mismo tiempo, si está rojo y ardiente (?) [mano del dios; curará].
TITULO II
Capítulo VII
43 Si su rostro está cubierto de una erupción (?) roja: su enfermedad será larga, pero curará.
44 Si su rostro está cubierto de una erupción (?) blanca: curará.
45 Si su rostro está cubierto de una erupción (?) amarilla: mano de Bêl; curará.
46 Si su rostro está cubierto de una erupción (?) negra, morirá.
47 Si su rostro está cubierto de botones rojos: mano de Sin; curará.
67 Si su rostro y sus entrañas están inflamados: sufre del estómago; morirá de aquí en tres años.
72 Si su rostro está hinchado, si el contorno está brillante (?), si deja colgar su mano izquierda sin poderla levantar, si deja caer sus pies: mano de la perclusión: sus días pueden ser largos (pero) no mejorará.
74 Si su rostro es como (el) de un carnero degollado, si no puede dormir, si vomita sangre: morirá.
76 Si golpea violentamente su rostro y no cesa de gritar: el espectro de un (hombre) quemado vivo se ha apoderado de él.
TITULO II
Capítulo XI
7 [Si su epigastrio le duele], si su sien derecha está tocada, si está continuamente agotado [si el mutismo se ha apoderado de él, si tiene calor,] si sus carnes están flojas: este hombre sufre de una enfermedad venérea.
9 [Si su epigastrio] le arde y tiene calor, si no experimenta ningún gusto en comer alimentos y ningún atractivo [en beber agua], si, además, su cuerpo está amarillo: este hombre sufre de una enfermedad venérea.
20 Si tiene el epigastrio prominente, si no hay inflamación, si su razón está alterada: ataque (?) de hidropesía; si lo llena (?) ésta, el día en que caigan algunas gotas de agua del cielo, morirá.
TITULO III
Capítulo III
1 Si, al comienzo de su enfermedad, el enfermo [presenta] una transpiración y una salivación profusas; si, cuando transpira (?), este sudor, después de las piernas no llega a los tobillos y a la parte inferior de sus pies; este enfermo no sufrirá más que una enfermedad de dos o tres días, luego curará.
4 Si, al comienzo de su enfermedad, desde el momento en que ésta lo toca hasta que cesa, siente continuamente unas veces (?) calor y otras veces (también) frío, el uno tan (fuerte) como el otro; si, después que el calor y el sudor han desaparecido, estando sus miembros (a su vez) calientes, tiene un calor tan (fuerte) como el anterior, y que desaparece (también); si, luego, tiene frío y transpira: (estos accesos pueden ser las enfermedades: tihu, eribu, pizû, o una fiebre de sequedad; después de siete días de enfermedad, curará.
8 Si, al comienzo de su enfermedad, sus sienes manifiestan calor, y luego el calor y la transpiración desaparecen: (es) una afección debida a la sequedad; después de sufrir dos o tres días, curará.
10 Si, al comienzo de su enfermedad, está ardiente; si el pan, cerveza, los frutos que come en gran cantidad no quedan en su estómago, sino que (los) rechaza; si extiende sus dedos, tiene los ojos constantemente abiertos; si grita lamentándose, si dice sus propias alabanzas (?); si no cesa de sufrir y si su rostro se vuelve y permanece enteramente amarillo; (es) el demonio râbisu (quien) lo ha golpeado. Después que (este demonio) lo toca, queda adherido a él; se alimenta del alimento que come (el enfermo) y se abreva con el agua que él bebe. Este hombre, después de cinco (o) siete días, curará.
14 Si, durante su enfermedad, (el enfermo) tiembla: sufre de la enfermedad šuruppû; curará.
15 Si, durante su enfermedad, no cesa de gritar: sufre una enfermedad de los miembros; curará.
19 Si, durante su enfermedad, lanza gritos de dolor; si, acostándose súbitamente (?) sobre el vientre, no vuelve a darse vuelta: mano de los Gemelos; morirá.
20 Si, durante su enfermedad, lanza gritos de dolor; si, acostado sobre el vientre, no vuelve a darse vuelta y … mano de los Gemelos.
23 Si, durante su enfermedad, tiene miedo, se levanta y vuelve a caer de rodillas; morirá.
27 Si, durante su enfermedad, una vez, dos veces, escupe primero bilis y en seguida sangre; morirá.
28 Si, durante su enfermedad, le duele la garganta (y) si escupe en seguida sangre; morirá.
29 Si, durante su enfermedad, sus entrañas se relajan, si sufre continuamente; su enfermedad lo dejará.
30 Si, durante su enfermedad, su boca está tomada y sus manos y sus pies se contraen: (no hay) golpe (maligno) ; su enfermedad pasará.
32 Si su enfermedad lo ataca siempre a la media noche: ha tenido relaciones (culpables) con una mujer casada; mano de Uras.
33 Si su enfermedad se resuelve sin que deje de defecar (?) : morirá.
41 Si, estando enfermo, durante su enfermedad como (al tiempo) en que se encontraba bien, conversa agradablemente con su mujer su hijo (o) su hija, pero no ingiere alimentos: (es la enfermedad) tihu: curará.
TITULO III
Capítulo IX
8 Si el dolor lo postra, si su garganta está apretada, si, cuando ingiere alimento o bebe agua, no le es agradable, si exclama ¡Ay, mi corazón!, y se expande en suspiros: sufre la enfermedad de amor; tanto si es hombre como mujer, es lo mismo.
42 Si se da vuelta violentamente, y reclama con instancias alimento: no curará. Si medita profundamente sobre lo que sucederá después de su muerte: los muertos lo han tocado; morirá.
43 Si medita profundamente sobre lo que sucederá después de él, si pide su ración funeraria y la come: morirá.
49 Si su [espíritu] está desordenado, su locución alterada, si olvida cuanto se le dice: un viento (?) de espalda (?) lo ha acometido; morirá a…
TITULO IV
Capítulo XXVI
1 [Si un hombre ha sido golpeado con un golpe en la cara] y la parte que rodea la contusión está paralizada: (es) la manifestación de la contusión: morirá.
16 Si, un hombre, al caminar, cae de bruces y sus ojos están dilatados sin poder volver (a su estado normal), si no puede mover por sí mismo sus manos ni sus pies: este hombre (es) el demonio gallû quien lo ha acometido … es una crisis de mal grave que empieza.
21 Si una especie de somnolencia (?) lo invade continuamente, si sus miembros oscilan, si sus orejas silban, si su boca está tomada al punto que no puede hablar: mano del alû maléfico.
Capítulo I
1 Si la (futura) madre, cuando está encinta, tiene amarilla la parte superior de su frente: el hijo que lleva será varón — y…
2 Si, la (futura) madre, tiene la parte superior de su frente de un blanco brillante, el hijo que lleva es una hembra — y será rica.
17 Si (el extremo de) su (nariz), a la izquierda, está hinchado, y, además, negro: el hijo que lleva morirá — vivirá.
TITULO V
Capítulo II
2 Si, cuando (una mujer) está (embarazada) de cuatro meses, se siguen (teniendo relaciones con ella) esta mujer sanará.
3 Si, cuando (lo está) de cinco meses, se siguen (teniendo relaciones) con ella: esta mujer será reverenciada.
6 Si, cuando (lo está) de ocho meses, se continúa (teniendo relaciones) con ella: esta mujer curará — la maldición de su padre caerá sobre ella.
16 Si una mujer está enferma durante la noche, pero se levanta de mañana: su enfermedad continuará sin tregua, y morirá.
TITULO V
Capítulo IV
1 Si el niño, cuando acaba de nacer, no expulsa del estómago lo que mama en el seno, pero sin embargo sus carnes desaparecen: ataque del polvo.
3 Si el niño, después de tres meses de lactancia, sus carnes desaparecen (y) si sus manos y sus pies están continuamente replegados (contra él): ataque del polvo (?).
10 Si la cabeza del niño está caliente, si su cuerpo no ha sido… por la fiebre, si no traspira, si sus manos y pies están inertes (?), si corre su saliva, si grita mucho (?), si lo que come no queda en su estómago, sino que lo lanza: este bebé está echando los dientes; durante quince o veinte días pasará malestares y sufrirá.
11 Si el niño está constantemente enfermo y, cuando le viertes agua sobre el vientre, el agua no… su vientre: tiene una ruptura interna.
14 Si el niño, aunque mama del seno, no se puede saciar y grita mucho (?): tiene una ruptura interna.
29 Si el niño tiene sus carnes marcadas de amarillo, si sus entrañas están entorpecidas, si sus manos y pies están inflamadas, si tiene mucha fiebre: está enfermo de los pulmones; mano del dios:
97 Si el niño llora sin cesar en el regazo de su madre y si sus intestinos contienen bilis: morirá.
RESEÑAS
Marcel Bataillon, Études sur le Portugal au temps de l’humanisme. Acta Universitatis conimbrigensis, Coimbra, por ordem da Universidade, 1952, XII + 307 págs.
Nos dice el autor en el prólogo: “Un cuarto de siglo separa las más tempranas de estas páginas de las más recientes… el autor ya no ve el siglo XVI en 1952 como lo veía en 1926. Compárense nuestras reflexiones sobre Erasmo y la corte de Portugal y las que nos inspira la edición escolar coimbrense de los Coloquios; ya no se hallará en estas últimas la concepción simplista del contraste entre Renacimiento y Contrarreforma que se desplegaba en aquéllas”. He aquí el contenido del libro: Sobre Erasmo y algunos portugueses: La mort d’Henrique Caiado; Les Portugais contre Erasme (En la asamblea teológica de Valladolid, de 1527, intervienen dos portugueses, Diogo de Gouvea y D. Estevam de Almeida, ambos adversos a Erasmo. Mientras Gouvea dirige contra Erasmo todas las armas de la teología y los procedimientos polémicos de la Sorbona, Almeida… “otra encarnación del espíritu ortodoxo… perteneciente a una generación que hacia sus veinte años ha visto desencadenarse la revolución religiosa y en el Concilio de Trento definirá el catolicismo”, se muestra más sobrio en su indignación pero igualmente firme en cuanto al fondo; Erasme et la cour de Portugal (por intermedio de un comerciante de Amberes vinculado ron la corte portuguesa y gran admirador de Erasmo, éste es movido a dedicar una de sus obras, una traducción de san Juan Crisóstomo, al rey de Portugal, muy poco gustada por éste porque el prólogo dedicatorio contiene una alusión a la avidez de ganancia de los monopolistas portugueses). Vemos reaparecer a Diogo de Gouvea en Le rêve de la conquête de Fes (deseo del anciano principal de Sainte Barbe de celebrar misa en la mezquita de Fez conquistada), en Sur André de Gouvea, principal du Collège de Guyenne hallamos de nuevo al principal de Sainte Barbe, ahora en conflicto con su sobrino Andrés, en el que ha depositado tantas esperanzas, pronto desvanecidas: Andrés de Gouvea preferirá a la teología sorbónica la filología erasmiana y la devoción renovada). En Un document portugais sur les origines de la Compagnie de Jésus se publica y comenta la carta en que Diogo de Gouvea recomienda, en 1538, a los jesuítas como posibles misioneros a la atención del rey Juan III de Portugal. El hecho, cuando la Compañía aún no se había constituido, tenía menos importancia de la que tiene para la curiosidad de los que vinieron después, y al principal de Sainte Barbe le parecerá suficiente destinarle un inciso de su carta entre cosas a su juicio más importantes. Los dos estudios sobre Damião de Gois (Damião de Gois et Reginald Pole y Le cosmopolitisme de Damião de Gois) retratan a este amable cosmopolita, amigo de Sadoleto y de Melanchton, que tuvo su parte en la tentativa de conciliación religiosa de la época de Pablo III, cuya preocupación humanística por la unificación religiosa del mundo se halla tan viva en su escrito sobre la cristiandad etíope, por el cual, según Arias Montano, debía ser recordado ante todo. En Une source de Gil Vicente et de Montemor se halla en escritos de ambos el influjo, a veces literal, de la meditación de Savonarola sobre el Miserere. L’édition scolaire coimbroise des “Colloques” d’Erasme trata de la edición en Coimbra, de una edición de los coloquios de Erasmo ad meliorem mentem revocata por el profesor de retórica Juan Fernández, sevillano de origen, en una fecha que ha de situarse entre noviembre de 1545 y octubre de 1547. Un análisis de las correcciones “aclara un sector más de esa Reforma católica que juzgaba a Erasmo con independencia, pero no sin consideraciones, con secreto afecto, y que por lo menos no veía en él un espantajo. Jeanne d’Autriche, princesse de Portugal, la esposa y muy pronto viuda del príncipe Juan de Portugal, que sigue la dirección espiritual de san Francisco de Borja, y deberá asistir, como Gobernadora en nombre de Felipe, regente y ausente, al auto de fe de 1559, en que son condenados algunos de sus amigos es, para Bataillon, la princesa de la Reforma Católica. “El encuentro de san Francisco de Borja… fue en su vida la revelación de una santidad que se tornaba humana, que se adaptaba a su estado, la animaba a ponerse al servicio de un gran ideal espiritual”. El resumen del curso profesado en 1946-47 en el Collège de France sobre L’implantation de la Compagnie de Jésus au Portugal da testimonio de las últimas investigaciones de Bataillon sobre los orígenes de la Contrarreforma.
Tulio Halperin Donghi
Marcel Bataillon, La Vera Paz. Roman et Histoire, Tirada aparte del Bulletin Hispanique, Tome LIII, nº 3, 1951, págs. 236 a 300.
Este importante estudio de Bataillon, partiendo del análisis de la tradición recibida acerca de la conquista espiritual de la Tierra de Guerra, en Guatemala, por Las Casas, tradición establecida en el relato de Remesal, desemboca en un problema más amplio, a saber, el de situar más exactamente a Las Casas en el cuadro de la vida americana del primer siglo. El relato de Remesal no es sino novela, novela nacida a la vez de la intención edificante y del inocente placer de fabular del cronista dominico. Una bonita novela, por otra parte: en pocos meses de 1537-38, gracias a la actividad de Las Casas y de dos dominicos más, uno de los cuales, fray Luis Cáncer, el futuro mártir de la evangelizaron de la Florida, caen los muros de la idolatría en la Tierra de Guerra, trocada para siempre en Vera Paz mediante la catequesis musical de las “trovas” en lengua quiché. Pero no insistamos en este relato, hasta ayer el de la evangelización de la Tierra de Guerra. Relato falso, ya comienza por ser imposible que Cáncer haya participado en 1538 en la empresa. Y hay otras imposibilidades igualmente graves. Y el testimonio del mismo Las Casas, ex silentio en la Brevísima relación, claro y explícito en la Apología contra Sepúlveda, en la cual, en 1550, alude a un proceso muy distinto al narrado por Remesal. Y testimonio de los primeros biógrafos dominicos del obispo de Chiapas, y testimonio en el silencio de Hererra. Y testimonio del mismo fray Luis Cáncer, que, en carta a Las Casas, afirma haber llegado a Guatemala sólo en 1541. Pero si vale la pena insistir en la falsedad del relato de Remesal no es tan sólo para restablecer la “sacrosanta verdad” de “unos hechos correctamente fechados y que no dicen gran cosa… Si la cronología nos importa, si deseamos saber cómo Las Casas planeó y llevó a cabo esta empresa, es porque lo tenemos por un hombre cuyos actos cambiaron el curso de la historia de América”. Las Casas, por lo tanto, en primer lugar. No un santo, ni un iluminado. Cauteloso y, en el momento adecuado, dispuesto a ocupar con brusquedad casi brutal el lugar que juzga es su misión mantener. La conquista de la Tierra de Guerra, una lenta maniobra dirigida sobre todo contra los colonos españoles de Guatemala; y el gran triunfo consistirá en obtener del licenciado Maldonado, oidor de la Audiencia de México, una garantía secreta, una reserva de la Tierra de Guerra para Las Casas y sus dominicos. Sólo después que Las Casas, en España, es ya obispo de Chiapas y ha alcanzado autorización real para la empresa de Tierra de Guerra, se emprenderá la evangelización (hasta ahora todo se ha limitado a contactos en los confines). Ahora los que fueron protectores de La Casas (el obispo Marroquín, el licenciado Maldonado) se apartan de él, el obispo se proclama engañado por la “hipocresía” del dominico. “Más bien debía haberse reprochado a sí mismo su escasa perspicacia: no ha sabido medir todo el vigor de la personalidad de Las Casas, la vehemencia de su pasión. Mientras erraba entre los caciques de los confines de su obispado, lo creyó un misionero modelo. Cuando partió para España, lo creyó el comisionado desinteresado de América. Y he aquí que, con un obispado en Indias, ejerce con celoso ardor toda la autoridad espiritual de que está investido, pretende que su propia intransigencia fije la conducta de los demás obispos”. Sólo que la Vera Paz ya está fuera del alcance de las iras de los colonos de Guatemala.
Pero estos años de 1540-44, en que Las Casas se transforma a los ojos de sus amigos y enemigos de Guatemala, son a la vez años decisivos en el curso de la colonización. Son —claro está— los de las Leyes Nuevas, y aquí hallamos de nuevo a Las Casas. Pero son también los años en que el arzobispo Zumárraga —este “vasco de sensibilidad rural, obstinado en crear una Nueva España más hermosa que la antigua”— quiere abandonar todo eso para emprender la conquista espiritual de la China. Cansancio ante los obstáculos puestos por esa humanidad mexicana, que comienza a aparecer demasiado desprovista de luces naturales y remisa a recibir las sobrenaturales. Pero todavía ahora la preocupación por la conquista espiritual, contrapuesta a la mahomética conquista por las armas. Y, a través del mar, es ése también el espíritu en el que renace, en 1543, el Consejo de Indias. En ese contexto se hace inteligible y digna de retener la atención, la pacificación de la Tierra de Guerra.
A Las Casas, y en general al primer siglo americano, viene dedicando Bataillon una curiosidad seguida desde hace algunos años. Este largo artículo, que renueva su tema, los cursos del Collège de France, no son sino los jalones de una ruta que piensa recorrer con más detenimiento. Pero ya en ellos se reconocerá a Bataillon: en una reciente página proclamaba su apartamiento de la búsqueda de lo que pueden ser “esencias eternas”, su interés, en cambio, por estados de conciencia colectiva muy precisos y cambiantes: “la España de tal año”. Y lo mismo podría decir de estos sus estudios americanos. No ha de averiguar aquí si Las Casas era un espíritu medieval, o un precursor del indiferentismo moderno, o acaso un hombre del siglo XVI. Era, en todo caso, un curioso monje, con un pasado de conquistador y una mentalidad de conquistador de la que ha de despojarse poco a poco. Medievalismo, iluminismo, categorías demasiado vastas, imprecisas y a la vez secamente esquemáticas, no precisa apoyarse en ellas esta sinuosa línea expositiva, tenazmente apegada a la riqueza y complejidad de los hechos, tan frágil en apariencia y tan magistralmente segura de sí y de su camino.
Tulio Halperin Donghi
M. Giménez Fernández, Bartolomé de Las Casas. Volumen Primero. Delegado de Cisneros para la reformación de las Indias (1516-1517), Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1953, 770 págs.
Sin incurrir en una exageración, podemos decir que la historiografía española ha sustentado tradicionalmente puntos de vista adversos al padre Las Casas, tanto en lo que respecta a sus hechos como a sus doctrinas. Este enfoque, que se inicia precozmente en autores como Fernández de Oviedo y López de Gomara, se agudiza con Vargas Machuca y culmina en este siglo. Esto no pretende significar que el juicio condenatorio fuera unánime, ya que esa bibliografía cuenta con piezas fundamentales para la valoración del clérigo sevillano, como las proporcionadas por Quintana y Fabié. Nos limitamos, simplemente, a señalar una constante motivada en buena parte por sentimientos de patriotismo, excitados por la crítica que Las Casas hizo a la Conquista y a los conquistadores, de tal modo que la mayor parte de los autores siguieron en sus obras los juicios rectores de Vargas Machuca y de Serrano y Sanz en nuestros días. Esta corriente de oposición y de repudio a Las Casas tuvo escasos cultores en América, donde por el contrario, fue levantado y sostenido como bandera de lucha y de reivindicaciones. Sin embargo, se hace necesario señalar, como una de las excepciones más notorias a esta tendencia, el enconado ataque de Carbia, singularísimo en toda la bibliografía de Las Casas, por la violencia y desmesura con que fue realizado.
Pero es evidente que una nueva corriente crítica se abre camino entre los investigadores españoles, capaces de un gran aparato erudito, y que el padre Las Casas está dejando de ser una figura americana para pasar a convertirse en lo que siempre debió ser, una de las grandes figuras representativas de España y del mundo católico. Giménez Fernández es el autor más significativo de esta tendencia española, que a juzgar por bibliografía reciente, todavía tiene que sostener una brava lucha en la Península. Ahora, ante el libro que motiva esta nota, primera entrega de una obra de gran amplitud, podríamos decir, simplemente, ¡por fin!, porque estamos ante un libro que tiene una profunda significación, no sólo por la valoración que hace de este apasionado personaje que fue Las Casas, sino por la recia corriente crítica que lo inspira.
En este primer volumen, el autor se ha propuesto el estudio de las gestiones de Las Casas y Cisneros para reformar las Indias, con una amplitud que luego analizaremos. El segundo volumen se referirá a sus luchas en la corte de Carlos y a su intento de colonización en Cumaná; el tercero a su acción evangelizadora, particularmente en Verapaz (1522-1539); el cuarto a su participación en las Leyes Nuevas y a su obispado en Chiapas (1539-1549); el quinto considerará a Las Casas como tratadista jurídico y político (1549-1558), y el sexto como consejero de Felipe II (1558-1566). Plan ambicioso y exhaustivo que, a juzgar por el primer volumen que ahora se nos proporciona, brindará, sin duda alguna, la primera exposición sistemática y rigurosamente documentada de la vida y obra del padre Las Casas, esclareciendo numerosos temas que la investigación no ha dilucidado ni expuesto con claridad.
El autor ha rehuido en esta obra un enfoque exclusivamente biográfico, no sólo por la amplitud de los planteos, sino también porque la obra ha hallado otro eje en la figura del cardenal Cisneros. gobernador de España durante el período 1516-1517, y ante el cual Las Casas logró su primer triunfo[18]. Se ha propuesto como unidad de estudio el período ya señalado, que se inicia con la muerte de Fernando el Católico y acaba con la desaparición de Cisneros. Dentro de este tiempo se planea y fracasa la proyectada reforma de las Indias, triunfan y también fracasan Cisneros y Las Casas ante los esfuerzos conjugados del grupo de Fonseca. Casi diríamos que el verdadero personaje de esta obra es, en realidad, la profunda corrupción administrativa contra la cual lucha Cisneros procurando imponer una conducta de austeridad y proyectando a las Indias, con la inspiración de Las Casas, principios elementales de humanidad y justicia, totalmente olvidados en la fácil explotación del indígena.
Giménez Fernández realiza un análisis minucioso y detallado de la situación imperante en España al hacerse cargo del gobierno el Cardenal, poniendo en evidencia los intereses desenfrenados que se movían en torno del rey católico, y su extensión a la administración de las Indias, que el llamado clan aragonés dominaba de manera absoluta. Con una buena documentación demuestra el autor los procedimientos usados por este grupo para establecer su poder, tanto en España como en las Indias: usando el cohecho, la prepotencia, la parcialidad de la justicia, cuando no su inexistencia, y hasta vulgares trocatintas en textos y reales disposiciones. Por primera vez estamos ante un autor contemporáneo —Las Casas es el inevitable antecedente que resulta ahora ampliamente confirmado— que denuncia en hombres como Fonseca, Cobos, Conchillos, Pasamonte y otros muchos, una voracidad insaciable y corruptora, vicios que orientaron el gobierno de Indias en un sentido profundamente pragmático y mercantilista, que en lo que menos se detuvo fue en sentimientos de piedad y protección hacia los indígenas. Contra este grupo poderoso y desprejuiciado se levanta la tendencia que el autor denomina “criticismo humanista”, encabezado por los dominicos y el padre Montesinos, movimiento que ha de cuajar en la definitiva conversión de Las Casas, promotor de la reforma y del envío de los Jerónimos. En España es el mismo Cisneros quien destituye a Lope de Conchillos y reacciona contra el grupo de cohechadores aragoneses que buscan amparo en la corte flamenca del nuevo rey. A partir de entonces, y coincidiendo con los momentos más favorables de la Regencia, se inicia en la corte de Carlos la sórdida lucha contra el Cardenal, se incita, sin mucho esfuerzo, la voracidad de los ministros flamencos, se les muestran y prometen las riquezas de las Indias y se los compra con el oro del Cibao. Giménez Fernández sigue atentamente este doble proceso que simultáneamente se desarrolla en España y en Flandes, demostrando cómo el grupo desplazado de la administración busca y obtiene su revancha en Bruselas. Queda ahora bien demostrado lo incompleta de la tesis muy frecuentemente sostenida por los autores españoles, que cargaban los vicios exclusivamente sobre los flamencos. Junto a estos ministros extranjeros se advierten ahora algunos rostros españoles, como el de Fonseca, llenos de avidez, avillanados e inescrupulosos.
Por lo que respecta a la reforma en sí, el autor ha discriminado con minucia el complejo proceso que la origina, particularmente en lo que respecta a los memoriales de Las Casas, en los cuales establece, de manera definitiva, un riguroso orden cronológico y fechando correctamente, por vez primera, aquel que los investigadores atribuían erróneamente al año de 1517. El investigador no ha escatimado esfuerzos, y apoyándose en una copiosísima documentación, en buena parte inédita, ha seguido el desarrollo de las gestiones día a día, por dentro, desde la propia entraña. Así ha logrado establecer la opinión personal de cada uno de los que intervinieron en la redacción del plan, revelando, como novedad de importancia, la opinión del mismo Cisneros, opinión, en verdad, discrepante con la del propio Las Casas. Pese a estas discrepancias, tanto la letra de las reformas proyectadas como el indudable espíritu que las inspiraba, supusieron en cualquiera de los remedios previstos, una real modificación de las condiciones en que se desarrollaba hasta entonces la explotación exhaustiva del indígena.
El autor se ha ocupado extensamente de las instrucciones a los Jerónimos, haciendo de ellas una excelente sistematización. Igual atención le merecen la designación de los Jerónimos y el alcance de las funciones que habían de desempeñar en Indias, así como las que se confiaron a Las Casas y al juez Zuazo. Por lo que respecta a la actitud de los frailes Jerónimos hacia la reforma misma, la obra confirma plenamente las denuncias de Las Casas en el sentido de que los enviados estaban ya ganados por los indianos antes de su alejamiento de Madrid.
En el libro tercero y último se estudia el fracaso final de toda la política de Cisneros como consecuencia del triunfo de sus adversarios en la corte de Flandes, triunfo que es ultimado con sórdida ingratitud por el joven rey ya en tierra española. La falta de apoyo y la adversidad ya evidenciada a fines de 1516, trajeron aparejados el fracaso del plan de Las Casas, pese a sus esfuerzos y los intentos del juez Zuazo, que nada pudieron contra los Jerónimos, sólidamente apoyados por los que en las Antillas seguían obedeciendo directivas e intereses del grupo de Fonseca y Conchillos. Ante una confabulación de fuerzas tan difundidas a la vez que tan inmorales y corrompidas, el desánimo venció al Cardenal, produciéndose así la respuesta a los Jerónimos de fecha 28 de julio de 1517, en la cual se da un notable paso atrás en los asuntos de Indias, levantando la mano de tan importante problema, que abandona ahora a los Jerónimos. Las Casas, que se ha anticipado a la orden de regreso y hasta de su remisión a España, alcanza a entrevistarse con el Cardenal, pero la partida está perdida para ambos, y para los indios, en consecuencia.
Surge de esta obra una amplia corroboración de la verdad histórica contenida en la Historia de las Indias de Las Casas, puesta en duda e ironizada en muchas oportunidades por Serrano y Sanz. El relato del clérigo en todo lo que respecta a estos dos años, logra ahora, luego de los estudios de Giménez Fernández, una plena confirmación. Por lo que respecta a la situación de la colonia, al tratamiento del indio y al sistema aplicado en las Antillas para asegurar la pretendida evangelización, el autor sigue las opiniones de Las Casas, y se encuadra rigurosamente dentro de líneas de repudio a la doctrina aristotélica de la servidumbre natural. Sus recias críticas a los pretendidos “civilizadores” de los indios, así como algunos conceptos enunciados con respecto del sentido del ocio, pereza y haraganería de los indios, tan reprochados antes, y aun ahora, por autores que tienen una profunda incomprensión de estos asuntos, nos hacen ver en Giménez Fernández a un historiador que, sobre la base de una sólida documentación, aborda la historia con conceptos profundamente cristianos, con un definido ideal de libertad y de justicia, con un acento crítico y moral, indispensable, a nuestro juicio, al abordar temas que son de todos y de todos los días, a pesar de su aparente lejanía. Una mera objetividad narrativa, expositiva, no se hubiera justificado en el hondo estudio de dos figuras que como Cisneros y Las Casas lucharon por principios de austeridad, justicia y libertad que el mundo aún no ha alcanzado de manera satisfactoria.
Señalaremos, además, que la obra está respaldada por un apéndice documental ordenado cronológicamente, en el cual se han consignado las 696 piezas que se citan y emplean en el cuerpo de la obra, y que en oportunidades se transcriben. Esta densa monografía se complementa con diversos índices y un opulento cuerpo de notas.
Vemos, en definitiva, en la obra de Giménez Fernández, la justa reivindicación española de uno de sus más altos valores espirituales, la valoración de uno de esos hombres a quien Serrano y Sanz elogiaba sin darse cuenta al llamarlo Quijote, y de quien Menéndez y Pelayo escribía: “Sus ideas eran pocas y aferradas a su espíritu con tenacidad de clavos…” Y esas pocas y tan bien puestas ideas, eran nada menos que los corolarios de una fe ortodoxa y pura: la igualdad del hombre, la convicción de su perfectibilidad, la negación de toda violencia y su repudio a la crueldad; su afirmación, en fin, frente a la conquista marcial, de que el único modo posible de atraer a los pueblos a la fe de Cristo era la observancia de una conducta cristiana.
Alberto Salas
María Rosa Lida de Malkiel, Juan de Mena, poeta del prerrenacimiento español, Publicaciones de la Nueva Revista de Filología Hispánica, I, El Colegio de México, México, 1950, 589 págs.
Los planteamientos de María Rosa Lida de Malkiel, maestra en investigaciones filológicas y estudios críticos en el campo de las literaturas clásicas y romances, son siempre originales, destinados a suscitar fecundas dudas y a remover temas inmovilizados por la rutina intelectual; y las respuestas que les da, son siempre persuasivas, fundadas en una erudición extensa y precisa y en perspicaces y sutiles ilaciones. Su ya copiosa bibliografía se ha enriquecido con un vasto trabajo sobre Juan de Mena, sin duda la obra de mayor aliento llevada a término por la autora entre tantas suyas no menos merecedoras de encomio. Esta investigación crítica sobre el autor del Laberinto de Fortuna renueva completamente la imagen que de él había fijado la crítica del siglo XIX, de la cual fue última, magistral y autoritaria expresión el estudio de Menéndez y Pelayo publicado en el tomo V de la Antología de poetas líricos castellanos. A la valoración de la obra de Mena, hecha por Menéndez y Pelayo con criterio en gran parte despectivo cuando trata de las obras menores y de la prosa del famoso poeta cordobés, así como de su léxico y sintaxis aun en su mayor poema, sustituye la profesora Lida de Malkiel una interpretación diversa, de la cual surge un Mena de perfil literario prerrenacentista, poeta de transición entre dos edades, de aguzada conciencia artística, si no siempre triunfante en su empresa renovadora.
Plantea la autora en el prefacio, el problema de cuál es la situación de Mena entre la Edad Media y el Renacimiento, cuya demostración constituye la materia del vasto estudio crítico al que hace concurrir su extraordinaria pericia filológica, recorriendo, según su costumbre, todas las pistas posibles, en su mayoría no recorridas a tal propósito, o poco exploradas. La conclusión, anticipada en el prefacio, corroborada por el análisis y definida en sus aspectos principales en el último capítulo, es que “toda su obra [la de Mena] se presenta dividida entre una herencia que no le satisface del todo y de la que se va alejando con deliberada conciencia, aunque sin abandonarla del todo, y un tesoro entrevisto, al que tiende deliberadamente por caminos no siempre acertados, y al que no siempre alcanza”.
Aparte del prefacio y de la conclusión —el capítulo titulado “Mena, prerrenacentista”—, siete capítulos esenciales constituyen el examen crítico de la obra del cordobés, que poco han de distar de ser exhaustivos en ciertos aspectos. Trata el primero del Laberinto, de su contenido y sus fuentes, rastreo este último que ya había sido objeto en 1912 de un importante estudio, renovador de cuanto parecía definitivamente establecido, de C. R. Post, cuyos pasos sigue la autora, pero, apartándose a menudo de sus negaciones extremadas con respecto al influjo dantesco. Este es reducido por la autora a sus justas proporciones, a las relaciones evidentes que existen entre la Divina Comedia y el Laberinto, pero sin que pueda afirmarse una dependencia única y forzosa entre uno y otro poema, ya que el esquema del Laberinto y su sistema alegórico aparecen en muchas obras de aquel siglo y del anterior. Mayor importancia tiene la influencia de los modelos latinos, rastreo que Menéndez y Pelayo, sobre las huellas de Hernán Núñez, el Brocense y otros glosadores antiguos, redujo a pocas fuentes clásicas, episódicas, principalmente Lucano, y que la autora extiende hasta los más lejanos horizontes de la literatura latina y medieval, pagana y cristiana, corrigiendo la inexplicable omisión de Ovidio, cuya influencia fue tanta en la Edad Media. El procedimiento de composición de Mena resulta de estos cotejos ni “calco, ni resumen, ni agregado de motivos de diversos autores”, sino imitación libre de un poeta, enriquecida con detalles tomados ya de otros pasajes del mismo, ya de muchos otros.
Examinadas a la luz de su tiempo, las poesías menores de Mena, amorosas, políticas y morales, se salvan de la condenación extrema sancionada por una lectura demasiado ligera; y de mayor trascendencia histórica y crítica es el análisis que la autora hace de la prosa del Omero romançado y del comentario a la Coronación. Dicho análisis muestra la sabia elaboración sintáctica, léxica y estilística de los sucesivos modelos de prosa que nos quedan de Juan de Mena. Puesta en el cuadro de la prosa de su tiempo, a la luz de la ornamentación retórica y construcción latina de los escritores coetáneos, celebrados algunos como maestros, la prosa y el estilo de Mena no son menos dignos de respeto, en atención a sus muchos artificios y primores, y no hacen paradójica ni extravagante —como se ha pretendido— la atribución al poeta del primer acto de la Celestina: entiéndase que desde ese solo punto de vista. El escrutinio de la lengua, donde se trenzan el neologismo y el arcaísmo, lo viejo y lo nuevo, el cultismo audaz y el deliberado empleo de voces vetustas, confirma ese doble aspecto medieval y renacentista que ofrece la obra de Mena, en la cual lo no logrado y aun lo lingüísticamente incoherente se compensan con aciertos que son valiosas anticipaciones en la historia de la prosa castellana.
Tal es el valor de este libro, rigurosamente técnico en el análisis de léxico, sintaxis, estilo e influencias sustanciales y formales, tanto las que se advierten en la obra de Mena como la que él ejerció, pero de alta y comprensiva crítica, que incorpora al poeta y el siglo literario por él más típicamente representado, a la historia de la cultura española prerrenacentista. Este estudio de la profesora Lida de Malkiel está en la línea de altas cumbres que señalan obras como la Poesía heroico-popular castellana: de Milá y Fontanals, la Gesta de los Infantes de Lara de Menéndez Pidal, las Recherches sur le Libro de Buen Amor de Félix Lecoy, representativas de momentos capitales en el campo de las investigaciones relativas a la literatura española medieval. Cualesquiera rectificaciones y adiciones aporte al examen de este libro la crítica erudita, no habrá de desconocer el valor y significado esenciales del original enfoque de una época de transición del gusto y de las ideas estéticas, morales y políticas, pues la finalidad de la obra trasciende los aspectos puramente técnicos.
Roberto F. Giusti
Werner Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos, Traducción de José Gaos, México, Fondo de Cultura Económica, 1952, 265 págs., $ 22.
La filosofía presocrática no ocupó desde un principio la atención detenida de los investigadores del pensamiento griego. Antes de la clásica obra general de Zeller, hito fundamental en la historiografía filosófica que se ha ocupado de Grecia, las investigaciones se habían circunscripto a los dos grandes pensadores de aquel período, Platón y Aristóteles. A ellas se asocian los nombres de Schleiermacher, Boeck, Bekker, Campbell, Dittenberger, Bonitz, Tredenlemburg, etc. Todos los esfuerzos anteriores se unificaron en la vasta obra del discípulo de Hegel.
Pero para que los presocráticos fueran objeto de una atención más especial hubo que esperar a su consideración —favorecida por la propensión empírica y naturalista de la segunda mitad del siglo XIX— como precursores lejanos de la actitud científica moderna y de las ciencias naturales mismas, tendencia representada sobre todo por Burnet, Tannery y Gomperz. Frente a esta interpretación que hace de la meditación presocrática un filosofar estrictamente físico, presenta Jaeger un cuadro diferente, pues la vincula estrechamente con la tradición y la especulación teológico-religiosa.
La traducción de la obra que nos ocupa, que recoge las Conferencias Gifford que el autor pronunciara en 1936, y que se publicaran en inglés por primera vez en 1947, se une a otras tres obras con las que ya contábamos en nuestro idioma: su Demóstenes, su Aristóteles y su monumental Paideia.
La Teología de los Primeros Filósofos Griegos es una historia de la filosofía presocrática dirigida principalmente a la theologia naturalis —a la meditación filosófica sobre lo divino— de los pensadores de ese período, pues en ellos lo religioso, lo cosmogónico y lo estrictamente filosófico, se hallan entrelazados mucho más íntimamente que en el período sistemático posterior y son, según Jaeger. mucho menos discriminables de lo que estima la opinión tradicional. Jaeger se resiste a ver en los presocráticos únicamente el rompimiento con lo mítico y religioso, y el nacimiento del puro filosofar y de la actitud científica, porque la importancia que atribuye a los aspectos teológicos de esos pensadores hace que estime su aporte tan importante para la historia de la filosofía como para la de la religión. Y hasta llega a decirnos que, dentro de ciertos límites, “es perfectamente exacto decir de la filosofía del período presocrático que es un modus deum cognoscendi et colendi, esto es, una religión, aun cuando nunca se cierre enteramente de nuevo la separación que se cava entre esta religión y las creencias populares acerca de los dioses” (pág. 174).
Así, además de tratar con detenimiento, como es natural, las teogonias órficas y los problemas relativos a la naturaleza y subsistencia del alma, se rastrean los elementos teológicos en los distintos pensadores, comenzando por la etapa introductoria que significa Hesíodo con su genealogía sistemática y teologización de los antiguos dioses y mitos, que habría proporcionado al período posterior buena parte de su material de meditación.
Si se exceptúa la discutida afirmación de Tales de que “el universo está lleno de dioses”, Anaximandro es el primero de los milesios en el que se percibe clara la relación con lo teológico. De su ápeiron dice Aristóteles que es lo divino, pues abraza y gobierna todas las cosas, es inmortal e indestructible y, no teniendo principio, es el principio de todo lo demás. Esta última característica hace que este principio divino no se confunda con los dioses que tienen nacimiento, de manera que esta concepción a la par que significa una racionalización de la ᾀϱχἠ (arkhé) (el agua y el aire reemplazados por lo indeterminado), implica un progreso en la concepción religiosa.
El caso de Jenófanes es más claro. Los contornos religiosos se ven en él más delimitados. Jenófanes fue el hombre que percibió y puso en evidencia la distancia que había entre las creencias tradicionales —cuyo origen remontaba a Homero— y los resultados a que habían arribado los filósofos. De ahí su oposición y su crítica a los viejos dioses y a la concepción antropomórfica que de ellos se tenía. No aporta conclusiones positivas respecto a la forma de su Dios sino que se limita a negar la forma humana tradicional. Por lo que toca a su relación con Parménides, Jaeger adhiere a la hipótesis de Reinhardt de que no fue el precursor del pensador de Elea; pero no llega con aquél a hacer de Jenófanes un recitador de los conceptos de Parménides, pues considera que su pensamiento religioso se movió en el ámbito de la filosofía jónica y no en el de la eleática.
Tampoco se aviene Jaeger a aceptar la definición que Reinhardt da de Parménides: “un pensador que no conoce otro deseo que el de conocer ni siente otra fuerza que la de la lógica y al que dejan indiferente Dios y el sentimiento”. Si no en el contenido, por lo menos en la forma, en la manera de tratar y exponer sus “descubrimientos”, tiene significación religiosa. La Introducción del Poema le parece reflejar “una íntima experiencia sumamente individual de lo divino”, e incluso la imagen de las dos vías estaría tomada del simbolismo religioso. También Heráclito —que para el autor no es la culminación de la filosofía jónica— siente su condición profética frente a los demás hombres, como portador del logos.
En cuanto a Empédocles, plantea un difícil problema de interpretación, pues al lado de una obra como Las Purificaciones —una concepción religiosa de la existencia humana con reminiscencias órficas— encontramos una cosmología naturalista de gran coherencia lógica: el poema Sobre la Naturaleza. Mientras algunos investigadores (Diels, Bidez), han salido del paso adjudicando cada poema a una diferente época de la vida del filósofo, Jaeger, siguiendo las huellas de Ettore Bignone, trata de dar una explicación unitaria conciliando ambos términos en el espíritu poético de Empédocles.
Incluso Anaxágoras, más emparentado con la tradición milesia y con muchos menos elementos poéticos, cuando habla del Espíritu lo hace con los caracteres estilísticos del himno.
El último período del itinerario filosófico que estudiamos, que coincide con la Sofística, constituye la sazón crítica del problema. Ya no se trata del saber sobre la esencia de lo divino sino que se consideran esos conceptos como formando parte constitutiva de la naturaleza humana. La investigación se centra ahora en el sujeto religioso y de lo que se trata es de buscar las causas y los orígenes de las representaciones de lo divino. Pródico de Ceos afirmaba que en un principio se elevaron a la condición de dioses las cosas agradables y benéficas para los hombres, mientras Demócrito fundaba el origen en el temor y en las visiones de los sueños, que concebía extrañamente como materiales.
El aparato crítico de notas (alrededor de unas setenta páginas en letra menor), es particularmente valioso por la confrontación detallada con otros investigadores y por la abundancia de citas textuales en griego.
Juan Carlos Torchia Estrada
Enrico Tedeschi, Una introducción a la historia de la arquitectura. Notas para una cultura arquitectónica, Instituto de Arquitectura y Urbanismo, Universidad Nacional de Tucumán, 1951, 179 págs., 132 lám.
El arquitecto Enrico Tedeschi, nacido en Roma en 1910, es profesor de Historia y Teoría de la Arquitectura en el Instituto de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Nacional de Tucumán desde 1948. Sobre la base de clases dictadas en esas cátedras y con el propósito de ofrecer un texto acorde con los fundamentos de sus cursos, redactó los capítulos que integran esta obra. El libro se inicia con una Invitación a la historia, en la cual el autor señala la importancia que reviste el conocimiento histórico en los momentos de transición como los que vive la arquitectura contemporánea, destacando al mismo tiempo que la crítica arquitectónica no ha alcanzado aún el grado de madurez de la crítica de la pintura, por ejemplo, y que una toma de posición definida en este campo es tan necesaria al estudioso como al proyectista. Se acusa así, desde las primeras páginas, la intención de la obra, dirigida hacia la formulación de un método crítico, acorde con modernas tendencias estético-filosóficas. Tedeschi ve, además, en el estudio histórico crítico, un antídoto contra las amenazas (para él evidentes) de nuevas “academias” en la arquitectura actual y realza el valor de síntesis de la historia de la arquitectura y el aporte de estos estudios a la formación cultural crítica y a la sensibilidad histórica del joven estudiante. Para ello, la historia de la arquitectura debe encarrilarse por nuevas vías, señaladas por la condición de una validez permanente del método, que debe servir tanto para juzgar las obras del pasado como las del presente. Se trata, pues, de hallar los valores esenciales de la obra arquitectónica y no modelos para repetir ni meras enumeraciones cronológicas.
El autor pasa rápida revista, en los dos capítulos siguientes, a la forma en que ha sido pensada y examinada la historia de la arquitectura desde la antigüedad hasta nuestros días, en una síntesis que llega hasta Croce, cuya estética es, para Tedeschi, “resolutiva para la comprensión del arte, desde el punto de vista filosófico”. Las opiniones vertidas sobre las distintas interpretaciones históricas así reseñadas, son ilustradas por el autor mediante un examen de los análisis de una misma obra, en este caso San Pedro de Roma, hechos por representantes destacados de las diversas tendencias (Sir B. Fletcher, Choisy, Burckhardt, Jackson, Gromort, Simpson, Ruskin, Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, Becherucci y Giedion) y aplica luego el mismo procedimiento, esta vez en un campo imaginario, a una obra representativa de la arquitectura contemporánea: el Pabellón de la Exposición de Barcelona (1929) de Mies van der Rohe. Mediante este análisis comparativo, el autor destaca aquellos valores esenciales a los que debe referirse una crítica propiamente arquitectónica y entra a considerar el objeto del libro, que ocupa el Capítulo IV: Materia y Método.
Dejando sin resolver la pregunta crucial: ¿qué es la arquitectura?, Tedeschi señala que lo que se ofrece a nuestro examen es su exteriorización, la obra arquitectónica, y su autor, el arquitecto. A ellos habrá de referirse, el método, cuya finalidad ha de ser establecer un juicio de valor, afirmar o negar el carácter artístico de la obra y del hombre considerados. La meta es, por lo tanto, el juicio estético. El orden de los interrogantes que conducirían a este fin sería: qué ha realizado, por qué. cómo y si bien o mal. La primera aproximación a la obra señalará la presencia de dos grupos de datos: el conocimiento “literal” de la obra y sus valores espaciales (internos y externos), elementos que se definen como valores prácticos y valores ideales respectivamente. Los primeros constituyen el tema de la mayor parte de las investigaciones llevadas a cabo en este campo histórico; la elucidación de los segundos pone a prueba los fundamentos del método crítico, prueba que Tedeschi resuelve afirmando el “hecho espaciar’, es decir, la condición específica de la arquitectura de estar dotada no sólo de cualidades espaciales externas, sino de espacio interior propio, como centro del tema arquitectónico.
A la luz de esta orientación, considerada por el autor como “la conquista más interesante de la crítica actual”, se analizan otras interpretaciones, como el puro visibilismo (Woelfflin), el estilo, en la moderna acepción de C. L. Ragghianti, y la escala. Intenta, asimismo, un acercamiento a las tendencias actuales históricoculturales, mediante la búsqueda de un nexo de unión entre las distintas obras que “revele a sus autores moviéndose en un mismo mundo de ideas figurativas y espaciales”.
Los capítulos siguientes están destinados a desentrañar el sentido peculiar que Tedeschi asigna a los valores ideales de la obra. Analiza la evolución de la “conciencia de la realidad espacial” en la génesis de la arquitectura actual y destaca su contribución “como elemento clarificador” para el proyectista, a través de la aparición y desarrollo del llamado “movimiento organicista”, en cuya línea Tedeschi arquitecto se sitúa sin hesitación, no sin perjudicar a Tedeschi crítico, que a menudo desciende de la cátedra y entra en la polémica.
Después de una rápida presentación del difícil problema de las representaciones gráficas (que Bruno Zevi trata largamente en el Cap. III de Saber ver la arquitectura), el autor pasa del estudio del “espacio interno” al análisis del “espacio externo” (que incluye una discusión con el punto de vista estricto de Zevi y una tentativa, no muy lograda, de distinción entre arquitectura y escultura) y a la importancia del paisaje y de la historia del urbanismo (entendido como creador de espacios).
El capítulo consagrado específicamente a los “valores prácticos e ideales”, que cierra la obra, es en gran parte una discusión del “funcionalismo”, de los valores constructivos y del edificio “como documento de la historia de la cultura”, como criterios de juicio crítico histórico. Tedeschi señala que los hechos prácticos son de naturaleza complementaria y, aunque indispensables, sólo pueden completar los antecedentes del juicio, que deberá ser siempre específicamente estético.
El propio autor define su trabajo como indicación de una línea de método para el estudio histórico crítico, dirección que concluye en el “conocimiento sustancial de los valores artísticos de la obra” y en un intento de “revivir el hecho creador arquitectónico”.
Tedeschi aporta con este libro una importante contribución y una incitación a un tipo de estudios largamente desatendido en los medios universitarios y culturales de nuestro idioma. Es también una evidencia de la integración cultural de la arquitectura contemporánea que, superando la etapa de ruptura violenta y polémica con el pasado inmediato, trata de restablecer las grandes líneas del esfuerzo creador a través del tiempo.
Sus ideas se sitúan en una corriente de pensamiento que reacciona contra las tendencias excesivamente positivistas y racionalistas que caracterizaron, hasta hace poco, el análisis crítico de la historia de la arquitectura, pero que no ha logrado superar, sin embargo, otro tipo de limitación, que la mantiene igualmente alejada del pensamiento histórico actual. Esta limitación proviene del enfoque parcial del hecho arquitectónico como hecho estético y de la reducción de los valores esenciales a valores artísticos.
La finalidad propuesta por el autor —el juicio estético y el desarrollo del gusto— alude a un momento de la arquitectura que de ningún modo puede confundirse con toda la arquitectura. Es significativa su caracterización del urbanismo como “aspecto estético creador” de la planificación y, en cuanto participa de la esfera estética, autónomo. Del mismo modo podría decirse que la arquitectura es el “aspecto estético creador” de la construcción, con lo cual la síntesis arte-técnica buscada a través de los valores esenciales, se frustra.
El método histórico crítico propugnado por Tedeschi, que se ha dado en llamar “espacialismo”, logra uno de sus objetivos: dar una norma de mayor validez que las periclitadas teorías basadas en la raza, el clima, los materiales de construcción o la adaptación a la función, y toma muy en cuenta el factor humano del artista creador, pero resulta estrecho para situar el caso individual en su complejo cultural. El método puede resultar, y resulta, eficaz para la apreciación de un edificio aislado, puede dar como resultado un juicio de valor más correcto que las conclusiones de base literaria, sentimental, moral o técnica de los historiadores pasados, pero difícilmente podría culminar en un juicio histórico, porque desatiende componentes no menos esenciales del hecho arquitectónico.
La falla del método se hace evidente en su incapacidad para definir con precisión que es la arquitectura. Si bien es sabido que tal definición, como todas las definiciones del hacer humano, es inalcanzable, no es menos cierto que la caracterización de la arquitectura que le sirve de punto de partida poco puede favorecer a tal intento, en cuanto limita su alcance a una sola de las múltiples esferas en que esa actividad creadora del hombre se desarrolla. Una caracterización legítima sólo será posible mediante una síntesis de todos los enfoques que la han precedido y a través de la experiencia histórica Pero esta experiencia debe ser vivida sin prejuicios ni limitaciones; la objetividad a que parece aspirar el “espacialismo”, que no es una objetivación sino una abstracción más, será el resultado de una reducción de todos los valores esenciales que están implícitos en el hecho arquitectónico. ¿Quién podrá negar que los “motivos prácticos”, que en otras manifestaciones artísticas son accidentales, en arquitectura son esenciales? Al mismo tiempo, el cumplimiento de las “exigencias funcionales” no tiene casi nada que hacer con el juicio estético, a despecho de muchos moralismos pasados y presentes, pero el solo cumplimiento de las exigencias funcionales no es arquitectura. La arquitectura crea un orden de objetos que sólo una extrema simplificación puede calificar de puramente estéticos o puramente funcionales. Por eso cualquier tentativa de aplicar al orbe arquitectónico cánones que han resultado válidos en las esferas del arte plástico, choca con las insuperables dificultades que se revelan dramáticamente en los párrafos que tratan de establecer diferencias entre arquitectura y escultura, por ejemplo.
La tarea del historiador de la arquitectura se verá mucho más facilitada si en lugar de partir de la historia del arte arranca de las concepciones actuales de la historia de la cultura y considera el hecho arquitectónico como un resultado complejo de causas diversas, de las cuales el factor humano individual del artista creador es sólo uno, aunque el más importante, de los componentes. La naturaleza de los otros integrantes es no menos esencial, y la mera división en valores prácticos e ideales induce a una falsa dicotomía, no menos perniciosa que el dilema “arte o técnica”, que tanto perturba a nuestros contemporáneos.
Si desde el punto de vista del método histórico, el “espacialismo” no parece satisfacer las exigencias de integración cultural en cuyo nombre ha sido formulado, creemos que su empleo para justificar una tendencia determinada dentro de la arquitectura actual (como lo hace con el llamado “organicismo”) disminuye más aún sus merecimientos. Cuando las grandes teorías descienden a la arena, la objetividad del historiador no es ya una túnica de imparcialidad, sino la red del gladiador que ayuda a parar los golpes.
El libro incluye 40 páginas de notas, un índice de nombres y monumentos y 132 figuras que complementan adecuadamente el texto. La presentación gráfica es excelente, no así la versión castellana del original italiano, entorpecida por muchas deficiencias no siempre imputables a erratas de imprenta.
Nicolás Babini
Friedrich Blume (ed.), Die Musik in Geschichte und Gegenwart (La música en el pasado y en el presente), Enciclopedia universal de la música, Kasel y Basilea, Bearenreiter-Verlag, 1949-1953.
Acaba de completarse el segundo volumen de esta monumental obra, destinada a reemplazar a cuantos diccionarios y enciclopedias existen en la especialidad. Hay que recordar a este respecto que las dos únicas obras anteriores que pueden compararse con esta nueva empresa —el diccionario alemán de Riemann, revisado por Einstein, y el inglés de Grove— datan, en su forma original, de 1882 y de 1879, respectivamente. Y a pesar de las numerosas revisiones y reediciones, se comprende que estas dos obras no reflejan ya de modo completo el estado actual de la musicología en todos sus aspectos. Otras obras más modernas —la Encyclopédie, de Lavignac, empezada en 1912; el Handbuch der Musikwissenschaft, de Bücken; el Oxford Companion, de Scholes; la Cyclopaedia, de Thompson, y otras obras menores—, o bien tratan sólo un aspecto parcial del saber musical o no pasan de la categoría de manuales para el uso del estudiante o aficionado a la música. Era, pues, una imperiosa necesidad que se emprendiera de una vez la tarca gigantesca de recopilar y presentar, en forma completa y moderna, todos los datos: históricos, biográficos, estéticos y técnicos, que comprende la musicología de nuestro tiempo, ciencia que ha tenido un desarrollo extraordinario en las últimas décadas.
Sin embargo, Musik in Geschichte utid Gegenwart es mucho más que un diccionario musical; de tal tiene, ante todo, la presentación, es decir el orden alfabético de sus entradas, pero para la selección y contenido de los artículos se ha elegido un procedimiento completamente nuevo en obras de este género. Cada entrada de cierta importancia aparece como un artículo independiente y exhaustivo que, si satisface la curiosidad del lego, sirve también como fuente de información al profesor e investigador. Además, numerosas materias parciales, que en los últimos años han tenido una evolución significativa, han sido tratadas con particular prolijidad; por ejemplo, el folklore musical, física, fisiología y psicología musical, radio, grabación fono-eléctrica y otros aportes de la técnica moderna.
Otra innovación, con la cual la obra trasciende los límites de los diccionarios tradicionales, consiste en la inclusión de artículos que tratan tópicos y temas especiales de orden ya no meramente técnico o biográfico. Así, cada nación, cada ciudad importante, tiene su entrada propia que equivale a una descripción completa, aunque sintetizada, de su historia musical y de sus aportes específicos al desarrollo de la música. Otros términos generales, como Aufführungspraxis (práctica de ejecución); Aufklärung (Iluminismo) ; Absolutismus; Affektenlehre (doctrina de las afecciones) y muchos otros más, dan motivo a extensos ensayos, algunos de ellos con su propio índice. A título de información, reproducimos el detalle de la entrada Barroco, artículo que comprende 62 columnas (!). I. La aplicación del término “barroco” a la música. II. La introducción del término “barroco” en la historiografía musical. III. El significado del término “barroco” en la música. IV. La simultaneidad de las artes. V. Utilidad y necesidad del término “barroco” para la historia musical. VI. Formas de estilo y recursos de expresión de la música barroca: a) Heteronomía de la música barroca. La retórica; b) El academismo. Métrica y cromatismo; c) Elementos retardantes. La subcorriente clasicista; d) La música “significativa”; e) El contrapunto; f) Conciencia del estilo e idiomática; g) La refundición de los estilos. La “obra total del arte”; h) La técnica de composición. El bajo y el sistema acórdico. De los modos a la tonalidad. Consonancia y disonancia; i) Del “tactus” al compás. Tiempo y ritmo; k) El sentido de la forma y las formas mismas. VII. Limitación y distribución del barroco musical. VIII. Nación y sociedad en la música del barroco.
Se comprende que una obra tan ambiciosa supere, con mucho, en dimensiones y esfuerzo, cuanto se ha hecho hasta la fecha en la materia. La nómina de los colaboradores es impresionante y, afortunadamente, son muy numerosos los apellidos no alemanes, ya que para los temas pertenecientes a otra nación se ha recurrido, en lo posible, a musicólogos del país respectivo.
Igualmente monumentales son las dimensiones de la obra. Con la terminación del segundo tomo se ha llegado sólo hasta el principio de la letra “D” (Dap), representando los dos volúmenes un total de 3872 columnas. Se supone que la obra completa, cuya terminación ha de tardar algunos años más, comprenderá 8 volúmenes, el último de los cuales habrá de ser un registro exhaustivo en que aparecerán una cantidad de nombres y términos que han quedado sin entrada individual. Es éste otro acierto de la obra: desaparecerán las numerosas entradas “miniatura”, referentes a músicos y términos de escasa importancia que, sin embargo, por su enorme cantidad, abultan considerablemente los diccionarios comunes. En lugar de tener entradas individuales, estas voces aparecerán en artículos colectivos como: “directores de orquesta”, “composición coral”, o aún en la entrada dedicada a la ciudad o la escuela artística dentro de la cual adquiriera importancia el músico en cuestión. El registro final servirá, precisamente, para localizar el nombre en la enciclopedia.
Sobra decir que la presentación de la obra es impecable. Un gran número de ilustraciones (132 láminas, en los dos volúmenes aparecidos, algunas de ellas en color; 1040 ilustraciones en el texto; 320 ejemplos musicales y 39 mapas y diagramas), enriquecen y aclaran el material de lectura.
Ningún elogio que se pueda formular con respecto a la dirección de la obra, a cargo del eminente musicólogo Friedrich Blume, sería exagerado. El mismo director es autor de algunos de los artículos más importantes; pero su experiencia se evidencia igualmente en la elección de sus colaboradores, en nivel y estilo, y en el plan general de la obra. Como todo hace suponer que la enciclopedia continuará apareciendo en la misma forma que hasta la fecha, la aseveración de P. H. Lang, musicólogo norteamericano y editor de la revista “The Musical Quarterly”, es acertada cuando afirma que esta obra será el vademecum de la generación por venir.
Ernesto Epstein
George Sarton, A History of Science, Ancient Science through the golden age of Greece, Cambridge, Harvard Universitv Press, 1952, XXVI + 646 págs., 10.00 U$A.
George Sarton inicia con este volumen la publicación de los cursos de historia de la ciencia que durante siete lustros dictara en Harvard. Como tales cursos abarcaban un ciclo de cuatro semestres: antigüedad, tiempos medievales, siglos XV a XVII, y siglos XVIII a XX; y Sarton se propone dedicar dos volúmenes a cada semestre, este primer volumen comprende la primera parte del curso de historia de la ciencia antigua que, desde los orígenes de la ciencia, llega hasta el período helénico inclusive, es decir hasta fines del siglo IV a. C.
Aunque la solapa nos informa de que se trata de una historia de la cultura desde el punto de vista científico, lo cierto es lo contrario: se trata de una historia de la ciencia desde el punto de vista cultural; vale decir una historia de los esfuerzos del hombre en la búsqueda de la verdad, cualquiera que sea el sector del saber y cualquiera que sea su finalidad, claro es, dentro de las concepciones que del hombre y del saber sustenta Sarton.
En el prefacio de la obra Sarton expone algunas consideraciones acerca de la historia de la ciencia: así reaparece una vieja y conocida polémica entre los historiadores de la ciencia, que motivó hacia los años 1935 y 1936 una serie de artículos en las revistas especializadas. Digámoslo con palabras de Sarton: “El malentendido más importante que atañe a la historia de la ciencia se debe a los historiadores de la medicina, que tienen la idea de que la medicina es el centro de la ciencia”. Esto lleva a Sarton a considerar la igual importancia que en la historia desempeñan los hombres prácticos y los soñadores: “Con frecuencia la historia ha comprobado la miopía de los hombres prácticos y vindicando a los «lerdos» soñadores; también ha comprobado con frecuencia que los soñadores se equivocaron”; así como a considerar el aspecto social de la ciencia, que para algunos historiadores de la medicina es característico de esta disciplina, que lo lleva a hablar de la concepción de la historia según el “diamat”, y a establecer una nueva dicotomía: los “jobholders”, a quienes las condiciones económicas afectan profundamente, y los “entusiastas” a quienes esas condiciones no impresionan mayormente. “Los entusiastas son la sal de la tierra, pero el hombre no puede vivir de sal solamente.”
En otro orden de ideas, Sarton considera la embarazosa cuestión de la transcripción de los nombres griegos, que resuelve mediante compromisos, pues prefiere ser “inconsistente más que pedante”. Por lo pronto, no sigue la mala costumbre, frecuente en los escritores ingleses, de latinizar los nombres griegos (antiguos, pues no lo hacen con los bizantinos o los actuales, que además de no tener sentido, puede dar lugar a confusiones; Sarton apunta los ejemplos del Celsos griego y el Celsus latino; del Salustios griego y del Sallustius latino. Por la misma razón restablece la n final de los nombres griegos terminados en on, y escribe Heron en lugar de Hero, pero la fuerza de la costumbre le impide escribir Platon, y sigue con Plato.
El primer volumen de A History of Science de Sarton comprende tres partes de extensión casi igual: Los orígenes oriental y griego, El siglo quinto y El siglo cuarto. Las partes segunda y tercera están dedicadas exclusivamente al saber griego, si se exceptúa una breve excursión por el libro de Job al hablar de la filosofía griega del siglo V, mas no así la primera parte que en gran medida está dedicada al saber oriental, cuya nueva valoración constituye sin duda uno de los rasgos salientes y característicos de esta obra.
Dos omisiones imperdonables —expone Sarton en el prefacio han echado a perder con frecuencia la comprensión de la ciencia antigua. La primera se refiere a la ciencia oriental, al admitir que la ciencia comienza en Grecia con la muletilla, ya algo gastada, del “milagro griego”; la segunda se refiere tanto a la ciencia oriental como a la ciencia griega. Ya fue bastante malo ocultar los orígenes orientales, sin los cuales no hubieran sido posibles las conquistas griegas: algunos historiadores también ocultaron el cúmulo de supersticiones que estorbaron esas conquistas y pudieron anularlas.
La cuestión de una ciencia oriental, egipcia o mesopotámica, presupone un estado cultural, en conexión con ideales morales y religiosos, que sin duda esas antiguas culturas alcanzaron alguna vez durante su dilatado desarrollo y que el análisis de los textos comprueba.
Así, los papiros matemáticos y médicos de comienzos del segundo milenio trasuntan una atmósfera que puede calificarse de científica. Por ejemplo, el papiro Rhind se abre con una tabla que da una determinada descomposición de fracciones, necesaria para la realización de ciertas operaciones aritméticas. Pero una tabla numérica, sea la del papiro Rhind o de un manual de nuestros días, no es sino un instrumento auxiliar, preparado con anticipación según un principio abstracto general y en vista de futuras aplicaciones particulares y concretas, hecho que le confiere un cabal carácter científico.
Lo mismo puede decirse del papiro médico Smith que describe 48 casos (el papiro nos ha llegado incompleto, o quedó inconcluso), agrupados sistemáticamente según el orden natural a capite ad calces, clásico en los tiempos medievales, y donde cada caso se discute en forma metódica e invariable: título, examen, diagnóstico, pronóstico, etcétera.
Por otra parte, si se piensa en la técnica de los egipcios, no la ordinaria del vivir y convivir, sino esa técnica de gran estilo representada por las pirámides y por los obeliscos, no puede dejar de advertirse que tales construcciones no hubieran sido posibles sin un plan previo, sin una preparación y organización de hombres y de materiales que no pueden sino calificarse de científicos.
Y cabe aún acreditar a la atmósfera científica egipcia el año de 365 días, probablemente de una antigüedad de más de 60 siglos, y la escritura con sus inventos colaterales: el papiro y el libro.
Consideraciones semejantes, aunque de un carácter algo distinto, pueden formularse acerca de las culturas mesopotámicas. Así, debemos a los antiguos sumerios el sistema sexagesimal, con el cual aún hoy medimos el tiempo y los ángulos; primer sistema, cronológicamente, de tipo posicional (como lo fue el sistema de numeración de los mayas y lo es el sistema decimal actualmente en uso) y que comporta, por tanto, un grado de abstracción no alcanzado por otros sistemas contemporáneos o posteriores: egipcio, hebreo, griego, romano, etcétera. Tal grado de abstracción fue el que, sin duda, facilitó los cálculos aritméticos y confirió ese asombroso carácter que revelan las tablillas matemáticas últimamente descifradas con sus numerosas tablas numéricas y con sus problemas de atmósfera “algebraica”, cuyo conocimiento provocó una verdadera revolución en el campo de la historia de la matemática prehelénica.
Igual interés científico ofrecen las tablillas cuneiformes desde el punto de vista lingüístico, si se considera que la escritura cuneiforme de los antiguos sumerios fue utilizada por otros pueblos, como los acadios e hititas, que hablaban una lengua distinta. Si ya el hecho de fijar por escrito una lengua plantea problemas lingüísticos, es claro que las exigencias de las transcripciones y traducciones (se han encontrado tablillas bilingües y trilingües) han de haber despertado aún más la sensibilidad filológica de los primeros “gramáticos” sumerios, y se explica que al hablar de las antiguas culturas de la Mesopotamia Sarton aluda al nacimiento de la filología.
Por lo demás, es posible que las tablillas cuneiformes que, en gran cantidad, aún falta descifrar, deparen nuevas sorpresas. Sarton alude a un tratado acadio de diagnósticos y pronósticos médicos que corresponde a antiguos textos babilonios y que parece no haber tenido influencia sobre la medicina, pero sí sobre la veterinaria griega: y a un extraordinario tratado hitita de arte hípica escrito hacia el siglo XIV, cuyo interés filológico aumenta por la presencia en él de numerosos términos hindúes, y que es sin duda el primer escrito de este tipo, pues es muy poco posterior a la introducción del caballo en Asia occidental, pero que resulta anterior en un milenio al tratado semejante de Jenofonte que hasta 1931 era el más antiguo conocido.
Este saber oriental, según Sarton, ha tenido influencia sobre la ciencia griega. Al terminar el capítulo sobre los tiempos de transición entre los mundos orientales y el mundo griego, que Sarton titula “Oscuro interludio” por la oscuridad con que nuestra ignorancia los envuelve, dice: “Durante los tiempos oscuros que precedieron al amanecer homérico, los griegos no se mantuvieron inactivos. Lentamente se embebieron de las ideas que los viajeros egeos y los comerciantes fenicios iban diseminando. En este sentido, tales tiempos oscuros recuerdan los tiempos cristianos medievales; ambos fueron período de preparación y asimilación inconscientes. Homero y Hesíodo no surgieron de la nada”. Insiste en aproximar el saber griego al oriental: “Es injusto exagerar los aspectos irracionales de la ciencia oriental primitiva y compararlos con los aspectos más racionales de la ciencia griega, dejando en la penumbra los misterios y otras irracionalidades griegas”.
Por otra parte, ni en el tiempo ni en el espacio, la cultura griega se mantuvo incontaminada frente a las culturas egipcia y mesopotámicas. Todavía a comienzos del siglo VI pueden señalarse contactos mutuos entre Egipto y Grecia; en cuanto a la Mesopotamia, tales contactos fueron más complejos y duraderos. El hecho de que la Mesopotamia fuera centro de culturas distintas y el descuido de sus cronologías respectivas, introduce con frecuencia motivos de confusión respecto de las relaciones entre la ciencia griega y el saber de la Mesopotamia, que en este sentido debe separarse netamente en tres períodos distintos: el período babilonio, anterior a toda cultura griega; el período asirio, contemporáneo con el período helénico; y el período caldeo, de la época seléucida, y que por tanto Sarton no considera en este volumen.
De los capítulos en los que Sarton reseña la “edad de oro” de Grecia, sólo señalemos algunos detalles. Así, la figura de Sócrates, bastante discutida por los historiadores de la ciencia, es exaltada por Sarton, preconizador de un “nuevo humanismo”; mientras que de Heródoto dice que “pudo no haber sido el padre de la historia, pero sin duda fue el padre de la etnografía”. Un extenso capítulo dedica a Hipócrates y a la Colección hipocrática, con un interesante apéndice sobre la arqueología de la isla de Cos; mientras que el siglo IV está centrado alrededor de las dos grandes figuras: Platón y Aristóteles, con un interesante intermedio dedicado a Jenofonte.
Por supuesto que el juicio del nominalista y antimetafísico Sarton sobre Platón no ha de ser del agrado de muchos filósofos e historiadores de la filosofía: “El punto de vista platónico ha atraído a poetas y a metafísicos, que imaginaron que hacía posible el conocimiento divino: desgraciadamente hizo imposible el más terrestre conocimiento científico. El método platónico de conducir de lo general a lo particular, de lo abstracto a lo concreto, es intuitivo, rápido y estéril”. Parágrafos más allá habla de la política de Platón como de “la gran traición”: traición a la democracia ateniense, traición a su maestro Sócrates.
Aristóteles es, en cambio, la culminación y el resumen de toda la época y lo considera a través de sus contribuciones a la lógica, a la ciencia y a las humanidades. En la conclusión, Sarton refleja su propio pensamiento: “El hombre de ciencia ha de ser un humanista. Aristóteles hizo casi lo contrario de lo que hizo Platón. Éste redujo la ciencia, la filosofía, la sociología, a fantásticas concepciones metafísicas, y expulsó los artistas y los poetas de la ciudad. Aristóteles trató de abarcar en su filosofía la totalidad del conocimiento y la totalidad de la vida. Aceptó el arte y trató de explicarlo mezclando la ciencia con él. En este sentido fue el precursor de los historiadores del arte y de la poesía de nuestros días.
Los artistas y los poetas se oponen con frecuencia al análisis científico de sus obras, pero en esto se equivocan, pues en la medida en que tal estudio está exento de toda pedantería, no se propone dar normas a esas obras sino aceptarlas de buen grado, con el mismo espíritu con que acepta las creaciones de la naturaleza”.
El libro de Sarton tiene numerosas notas con referencias bibliográficas, aunque en la bibliografía general remite a su monumental Introduction y a su revista Isis, cuyas bibliografías críticas contienen más de 75.000 datos bibliográficos de los últimos 40 años que interesan a la historia de la ciencia.
Para terminar digamos que Sarton ilustró su tomo con material original: reproducción de obras de arte, papiros, tablillas, y en cuanto a los clásicos griegos, en lugar de acudir a retratos o bustos de dudosa autenticidad, nos da, con muy buen criterio, las portadas o páginas de sus ediciones “princeps” o de obras vinculadas con ellos. Así encontramos Fenelón al lado de La Odisea, La Bruyère al lado de Teofrasto, o la curiosa y probablemente poco conocida obra del magis trado flamenco Charles-Joseph De Grave (1736-1805) que dedicó sus horas de ocio a estudios arqueológicos cuyo fruto fue la Republique des Champs Élysées ou Monde Ancien (Gand, 1806), donde, entre otras muchas cosas, demuestra que los Campos Elíseos y el Infierno de los antiguos son el nombre de una antigua república de hombres justos, que los poetas Homero y Hesíodo son originarios de Bélgica, que Homero canta al país belga… “Esto —agrega Sarton— le parecía muy evidente, aunque no tanto a los demás eruditos, en especial a aquellos que no se habían formado en el seno de la dulce Flandes”. No olvidemos que Sarton es belga.
José Babini
BIBLIOGRAFIA
OBRAS GENERALES
John H. Randall, Jr., La formación del pensamiento moderno. Historia intelectual de nuestra época, Buenos Aires, Nova, 1952, 719 págs.
Un vasto y sustancioso panorama de la cultura occidental, dividido en cuatro secciones: Panorama intelectual del Cristianismo en la Edad Media; El nuevo mundo del Renacimiento; El orden de la Naturaleza. La evolución del pensamiento en los siglos XVII y XVIII; El mundo contemporáneo: ideas e ideales de los últimos cien años. El profesor de la Universidad de Columbia intenta coordinar el cuadro del desarrollo social y económico con el del desarrollo del pensamiento y del arte. Un libro original y profundo ron un planteo moderno y comprensivo.
Jaques Lacour-Gayet, Histoire du Commerce, París, Spid, 5v., 1950.
Esta obra, realizada con la colaboración de varios historiadores, llena un sensible vacío. El plan general es el siguiente: T. I: Les Terres et les Hommes (La Geographie et le Commerce, Les Hommes, L’Evolution des formes d’explotation, Bi- bliographie General). T. II: Le Commerce de l’Ancien Monde jusq’à la fin du XVe. siècle (Le Commerce Antique jusqu’aux Invasions Arabes, Le Commerce Médiéval Européen). T. III: Le Commerce extra-Européen jusqu’aux Temps Modernes (L’échange et le commerce dans les Archipiels du Pacifique et en Afrique Tropicale, L’Amerique pre-colombienne, Les Indes jusqu’à l’Arrivée d’Albuquerque, L’Extreme Orient). T. IV: Le Commerce du XVe. siècle au milieux du XIXe. siècle (Le nouveau monde et l’or espagnol, L’époque mercantiliste, Vers le Libéralisme). T. V: Le Commerce Mondial depuis le milieu du XIXe. siècle (Les progrès techniques au Service du libre échange, Le retour au Protectionisme, L’Emprise de l’Etat sur le commerce). Los volúmenes III y V no han aparecido todavía.
ANTROPOLOGIA, ARQUEOLOGIA, ETNOLOGIA, ETNOGRAFIA
Jacinto Jijon y Caamaño, Antropología prehispánica del Ecuador: Resumen, Quito, La Prensa Católica, 1952, 409 págs. con numerosos cuadros, gráficos, mapas y fotografías.
Importante estudio de las lenguas y culturas indígenas a la vez que síntesis de los trabajos del autor sobre antropología prehispánica del Ecuador.
James J. Parsons, The settlement of the Sinu Valley of Colombia, en Geographical Review, New York, XLII, enero de 1952, págs. 67 a 86.
Estudio de carácter antropológico de la región indicada, y desde la ocupación española de tipo agrícola hasta la actual etapa petrolífera.
Melville J. Herkovitz, El hombre y sus obras. La ciencia de la antropología cultural. Traducción de M. Hernández Barroso, revisada por E. Imaz y L. Alaminos, México, Fondo de Cultura Económica, 1952, 782 págs.
Luego de definir los alcances de esta ciencia que día a día aumenta su ámbito y su complejidad, analiza la naturaleza de la cultura y su desarrollo prehistórico conjuntamente con la evolución de la humanidad. En la cuarta parte de su obra el autor se refiere a los diversos elementos culturales que el investigador abstrae para facilitar su estudio, para concluir, finalmente, en la integralidad de la cultura. Luego de examinar los aspectos fundamentales de las culturas, denominados “universales” (formas económicas, políticas, sociales, religiosas, estéticas, etc.), se estudia en la VI parte la Dinámica Cultural. En los capítulos subsiguientes se ocupa de la variación cultural de los métodos de clasificación y estudio de la cultura, de la ley cultural y del problema de la predicción. El capítulo final es referido a la teoría de la cultura, y en cierto modo supone un apretado resumen de toda la obra, señalando en él la importancia práctica que en el campo político y social ha adquirido la antropología y las funciones que en esos aspectos desempeñará en el futuro.
Henri Hubert, Les Germains, Paris, Albin Michel, L’Evolution de l’Humanité, dirig. par H. Berr, 1952.
Estudio etnográfico, lingüístico, antropológico y arqueológico de la Europa ocupada por los germanos durante los períodos neolítico y del bronce. El objetivo del autor es encontrar los orígenes germánicos, y sostiene la tesis de que los germanos fueron un pueblo de Europa, indoeuropeizado o que adoptó una lengua indoeuropea.
Luis Pericot García, Las Raíces de España, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1952, 63 págs.
En Grandeza y miseria de la Prehistoria (1948) sostuvo Pericot los prestigios de tal estudio. En La España primitiva (1950) analizó los grupos que la habitaron hasta la entrada en la Historia. Ahora nos da su síntesis, discutiendo problemas tales como el origen del Capsiense, la importancia del aporte africano y de las invasiones celtas, la búsqueda de Tartesos y la existencia de los Iberos.
Víctor Purcell, The Chinese in Southeast Asia, New York and London, Oxford University Press, 1951, X + 801 págs.
Investigación dirigida a averiguar la importancia de la influencia cultural china en el Sudeste de Asia mediante una historia de los pueblos de ese origen y de sus instituciones radicados en dicha área geográfica. El estudio se particulariza en siete zonas: Burma, Siam, Indochina, Malaya, Borneo Británico, Indonesia y las Filipinas.
Martín Gusinde, Hombres primitivos en la Tierra del Fuego (De investigador a compañero de tribu). Versión directa del alemán por Diego Bermúdez Camacho, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, 1951, 398 págs., 31 fig. y 54 fotogr.
Gusinde divulga en este libro su anterior Die Feuer-Land Indianer, trabajo clásico de la etnografía americana. En esta monografía Gusinde expone la cultura de los selk’nam, yamanas y alakaluf, indígenas ya prácticamente extinguidos, y que la escuela históricocultural considera como los portadores de una de las culturas más arcaicas de la humanidad.
Giorgio Mortara, Algunas observaciones sobre la asimilación lingüística de los inmigrantes del Brasil y de sus descendientes, en Boletín Informativo de la Facultad de Ciencias Económicas de Caracas, III, 10, diciembre de 1951, págs. 51 a 66.
Parte el autor de las observaciones recogidas en el censo de 1940 del Brasil, donde el cuestionario llevaba insertas dos preguntas relativas al uso correcto del idioma portugués la primera, y al idioma que habla habitualmente en su casa. Las cifras señalan que la resistencia a la asimilación lingüística es muy grande entre alemanes y japoneses y muy débil entre italianos y españoles. Cuadros estadísticos muy bien compuestos ilustran acerca de la persistencia de algunas formas culturales que tienen por supuesto manifestación lingüística, cuyo radio de influencia crece en progresión casi geométrica, al tiempo que otras decrecen hasta incorporarse y confundirse con la vernácula. Termina el trabajo con un examen de las condiciones que facilitan o impiden la transculturación.
Kaj Birket-Smith, Vida e Historia de las Culturas, 2v., Buenos Aires, Nova. 1952.
Manual de etnología comparada de un autor que, con Schmidt, Frobenius y Montan- dón, está en e1 ala moderada de los sostenedores de la teoría del difusionismo o migración de la cultura. Desde esa posición crítica a Levy Bruhl por su teoría “prelógica” de la mente humana en los primitivos. Resume no sólo los resultados de la etnología, sino también los métodos y el enfoque de la investigación en esta ciencia. Se agrega una lista bibliográfica por materias, que constituye una útil guía para futuras investigaciones.
William D. Strong and Clifford Evans Jr., Cultural Stratighraphy in the Viru Valley, Northern Peru: The Formative and Florecscents Epochs, New York, Columbia University Press, 1952, XX + 373 págs., ilus., tablas, map., etc.
Resultados de la investigación de campo realizados por una comisión del Institute of Andean Research de la Universidad de Columbia en el valle del Viru, en el Norte del Perú. Se inicia con la introducción del maíz y la cerámica para terminar en la actualidad.
Claude Lévi-Strauss, Panorama de la Etnología en 1950-1951, en Diógenes, Buenos Aires, enero de 1953, págs. 85 a 102.
Es un balance del estado actual de la etnología, su problemática, sus posibilidades y sus esperanzas. El autor pasa revista a los trabajos más significativos de los últimos años en las distintas especializaciones de esta ciencia, haciendo asimismo un examen de las contribuciones de los principales países que enjuicia según su sentido y ubicación con relación a ciertas ideas centrales que expone preliminarmente.
Salvador Canals Frau, Poblaciones indígenas de la Argentina. Su origen, su pasado, su presente, Buenos Aires, Sudamericana, 1953, 80,00 $.
El autor, luego de un resumen acerca de la prehistoria y origen de la población indígena, estudia los pueblos que habitaron el territorio argentino de acuerdo con la siguiente clasificación: Pueblos de la llanura: canoeros magallánicos; los chónik o patagones del sur; los puelcheguénaken o patagones del norte; pampas; charrúas. Grupo del litoral: caingang; guaycurúes; matacos; guaraníes. Pueblos andinos y andinizados: los primitivos montañeses; huarpes; olongastas; comechingones; lule-vilelas; tonocotés; sanavironas; cacanos o diaguito-calchaquíes; capayanes; omaguacas: apatamas; araucanos.
HISTORIA ANTIGUA
Raymond Bloch, L’Etruscologie. Problemes, méthodes et perspectives, en Revue Historique, Janviers-Mars, 1952, pág. 1 a 14.
Se hace notar que después de un período de abandono, han renacido desde 1925 los trabajos de etruscología. Los nuevos descubrimientos arqueológicos
y lingüísticos han vuelto a replantear el problema de los orígenes etruscos. De las tres teorías: la que hacía a los etruscos de procedencia nórdica (Niebuhr y Müller), la que los hacía autóctonos de Toscana antes de la llegada de los indoeuropeos (Dionisio de Halicarnaso) y la que los daba como provenientes del Asia Menor (Herodoto), se ha confirmado esta última.
Se cuenta con abundante documentación para intentar un estudio de la influencia etrusca sobre los griegos y romanos; parece que la religión etrusca ha desempeñado un papel importante en el siglo I de nuestra era. Esta hipótesis va unida a las pruebas, que se tienen hoy, de la subsistencia del arte etrusco en plena época imperial.
HISTORIA MEDIEVAL
M. Mollat, Les affaires de Jacques Coeur. Journal du Procureur Dauvet, V. I. Paris, A. Colin, Colección Affaires et gens d’affaires, 1952, 387 págs.
El Centre de Recherches historiques de la École Pratique des Hautes Etudes —uno de los más importantes centros actuales de la investigación histórica— publica el texto del diario del procurador general del rey de Francia Carlos VII. Jean Dauvet, a quien aquél encargó que se incautara de los bienes de Jacques Coeur después de su condenación en 1453. El documento —que se publica íntegro por primera vez— es inestimable para conocer la fisonomía y la actividad del extraordinario personaje, y al mismo tiempo ilustra sobre la vida económica y política de la primera mitad del siglo XV.
Armando Sapori, Le marchand italien au Moyen Age. Conferences et bibliographie, Paris, A. Colin, Colección affaires et gens d’affaires, 1952, 126 págs.
Cuatro conferencias de Sapori, acaso el más autorizado de los historiadores de la economía medieval. Sus títulos son: Physionomie du marchand, Les rnarchands au travail, les italiens dans le monde y Les sources. Sapori, que tiene larguísima experiencia de trabajo erudito y ha editado, por ejemplo, los libros de cuentas de la casa bancaria de Frescobaldi, expone aquí sus puntos de vista generales sobre el tipo del mercader, sobre su manera de actuar y sobre su influencia, referidos especialmente a los de origen italiano.
Gino Luzzato, Storia economica d’Italia, V. I: L’Antichità e il Medio Evo, Roma, Ed. Leonardo, 1949, 394 págs.
La autoridad científica de Luzzatto respalda este manual, rico en datos y bibliografía. Contiene observaciones muy interesantes sobre los orígenes de las Comunas y sobre las limitaciones de la incipiente burguesía.
Ramón Menéndez Pidal, El imperio hispánico y los cinco reinos. Dos épocas en la estructura política de España, Madrid, Inst. de Estudios Políticos, 1950, 230 págs.
En este breve libro, Menéndez Pidal sintetiza con suma claridad su tesis de la España del Cid. Ello significará la reapertura del debate sobre la verosimilitud de la idea de unidad y de imperio que, según algunos, tuvieron, a pesar de la división y de las luchas intestinas, los reyes españoles de la España medieval. La obra, aunque afectada por un poco de sentimentalismo nacional, no se aparta de la línea científica del sabio español.
San Anselmo, Obras Completas, Madrid, Ed. Biblioteca de Autores Cristianos, 1952, 2 v.
Las obras completas de San Anselmo, tan importantes para comprender la lucha que se da en el mundo cristiano entre la razón y la fe. Esta edición bilingüe va acompañada de una introducción general del traductor, P. Julián Alameda, en la que se ha insertado una vida de San Anselmo escrita por su discípulo Eadnero. La edición crítica del texto latino es del P. Schmidt.
Eleanor Duckett Shipley, Alcuin, Friend of Charlemagne. His World and his Work. London, The Macmillan Company, 1951, XII + 337 págs., 30 sch.
Más que una biografía, es un estudio de la personalidad de Alcuino, en su doble aspecto de erudito solitario y hombre de mundo. Análisis de un aspecto quizá menos conocido de su temperamento; su timidez no sólo intelectual sino también espiritual, que lo condujera a depender demasiado de la autoridad, y a ignorar los abusos de la corte por temor a perder su situación de privilegio. Reconstrucción del escenario histórico en la época do la llegada de Alcuino a Galia. Personas y acontecimientos con los que tuviera contacto, desde e1 iconoclacismo en Constantinopla, las guerras entre frisios y sajones y el desarrollo de la escritura carolingia.
HISTORIA MODERNA
Vittorio de Caprariis, Francesco Guicciardini dalla política alla storia, Bari, Laterza, 1950, 137 págs.
Es decir, de los propósitos predominantemente políticos de las Storie Fiorentine, examen del pasado más reciente con vistas a hallar solución muy determinada a la situación política vigente, a través de las Cose Fiorentine, de 1528, inéditas hasta 1945, en que el mismo curso de hechos vuelve a ser examinado con propósitos más de historiador que de político, hasta la obra última do Guicciardini, la Historia de Italia, que aquí vuelve a ser considerada su obra maestra de historiador. Los Ricordi Politici e Civili no son aquí tomados en cuenta; para el autor no son ellos los que dan la clave para entender a Guicciardini: es la personalidad toda de Guicciardini la que nos permitirá entender esos textos ayer juzgados escandalosos. Frase sin duda ingeniosa, pero no una justificación aceptable de esta ausencia. En todo caso, el Guiociardini de de Caprariis está muy lejos del que trazó en un ensayo ya clásico De Sanctis, y se coloca en la corriente hoy predominante de rehabilitación del autor de los Ricordi.
Huber Jedin, Geschichte des Konzils von Trient, Band I, Der Kampf um das Konzil, Freiburg, Herder, 1949, XIII + 643 págs.
El padre Jedin, tan excelente conocedor de la vida religiosa del siglo XVI y los orígenes de la Contrarreforma, emprende ahora la tarca de historiar el concilio de Trento. El primer volumen, La lucha por el concilio, nos abandona en los umbrales de la asamblea. A él han de seguir otros dos. Se encontrará aquí, junto con una erudición muy segura y una gran riqueza de fuentes, facilitada por la larga permanencia en Roma de Jedin durante el régimen nazi, una comprensión de la complejidad espiritual de los procesos que estudia, que no es tan sólo imparcialidad, aunque —claro está— la implique.
Heinrich Ritter von Srbik, Geist und Geschichte vom deutschen Humanismus bis zur Gegenwart, München, F. Bruckmann, 1950, v. I, 437 págs.
En este libro, dedicado a Friedrich Meinecke, el historiador de Metternich ha puesto las angustias y las certidumbres de sus últimos años. Bajo la forma de una historia de las concepciones historiográficas nos conducirá con piedad casi filial por el camino real de la historia del espíritu alemán, desde los tiempos de Lutero hasta los oscuros del nacionalsocialismo. El cuadro no es nuevo; nuevo es el final inesperado de ese movimiento en busca de cimas cada vez más altas, y lo que él hace nacer en quienes, como von Srbik, quieren mantenerse fieles a un linaje espiritual tan duramente amenazado. Desazón moral por una parte, ante las aberraciones de los años negros (unida, con pedantería profesoral, a una recurrente, minuciosa y del todo superflua refutación de las teorías de Rosenberg). Ante ella el lector no podrá dejar de sentirse algo perplejo; hasta tal punto falta todo eco del et ego peccavi esperable en quien pudo un día aprobar con la misma acompasada gravedad la incorporación de su patria austríaca al aquelarre de la Gran Alemania hitleriana. Y junto con la desazón moral, una desazón intelectual igualmente honda; no se quiere renunciar ni al historicismo ni a los “valores eternos” y no se halla manera de componérselas con ambos. Pero una vena rica y turbia, ambigua y conmovedora. corre por las páginas aparentemente tan límpidas en que este heredero de la mejor tradición alemana ha querido antes de morir evocar con orgullosa reverencia sus orígenes espirituales.
Piero Pieri, L’Italia nella crisi militare del Rinascimento, Torino, Einaudi, 1952, 636 págs.
También Italia tiene su problema de la decadencia, el de cómo fue posible el tránsito de la Italia independiente y pacífica de 1454-94, a través de medio siglo de guerras, a la Italia de la dominación española. Crisis en todos los órdenes de la vida italiana. A estudiar esa crisis en su aspecto militar —pero sin olvidar las vinculaciones entre él y los demás— está destinado este libro de Piero Pieri, aparecido por primera vez en 1934 y ahora en una segunda edición muy ampliada. El libro pone a punto los resultados de un largo período de estudios con la maestría esperable en este excelente especialista de historia militar.
HISTORIA CONTEMPORANEA
Robert B. Holtman, Napoleonic Propaganda, Bâton Rouge, Louisiana State University Press, 1950, 272 págs.
Un estudio, de reducido alcance pero sugestivo, de la organización de la propaganda por Napoleón. El intento de influir sobre la opinión pública contaba con pocos recursos, pero alcanzó cierta eficiencia. Es significativo, sin embargo, el hecho de habérselo propuesto, por la concepción política y social que entraña.
Albert Pasquier, Les doctrines sociales en France. Vingt ans d’evolution. 1930-1950. Paris, Librairie Générale de Droit et Jurisprudence, 1950, 527 págs.
Un análisis de la reacción producida por la crisis de 1929 en la opinión pública, y de sus repercusiones en las doctrinas. Sobre la evolución de la idea de libertad en el mundo actual y la concepción del destino del hombre. Un libro original y apropiado para aclarar la situación contemporánea.
Adrien Dansette, Histoire religieuse de la France contemporaine, París, Flammarion. 2 v., 1948-1951.
El primer tomo comprende desde la Revolución hasta la Tercera República y el segundo la época de la Tercera República. “Estudio la historia religiosa de la Francia contemporánea —dice el autor— desde el ángulo del conflicto que ha enfrentado a la Iglesia católica con la sociedad, tal como lo han hecho la revolución política de 1789 y la revolución industrial del siglo XIX”. Historia más del catolicismo que del conjunto de las direcciones religiosas, propone un punto de vista rico en perspectivas y apropiado para el examen del problema.
Federico Chabod, Storia della politica Estera italiana dal 1870 al 1896, Le premesse, Bari, Laterza, 1951, XVI + 712 págs.
“Antes de tejer la urdimbre de esa política… me ha parecido indispensable poner en claro cuáles eran las bases, materiales y morales, sobre las que necesariamente venía a apoyarse esa parte específica y técnica, cuál el complejo de fuerzas y sentimientos que envolvían en ese momento histórico a la iniciativa diplomática, dentro de los cuales también ella debía moverse. Es decir, pasiones y afectos, ideas e ideologías, situación del país y de los hombres, todo lo que, en una palabra, hace de la política exterior tan sólo un momento, un aspecto de un proceso histórico mucho más amplio y complejo”.
Esas bases son las que se exponen en este denso tomo: las ideas y los hechos, las cosas y los hombres. Se abre el período con la derrota de Francia y la instauración de la era bismarckiana, y con ella de una revolución espiritual; el tránsito del nacionalismo liberal al nacionalismo de la fuerza. Es ése el fondo de este período de historia europea e italiana. Junto con él, la idea de Roma, recuerdo de una grandeza muerta y conflicto vivo y abierto: liemos de hallar estudiada aquí detenidamente la política eclesiástica del nuevo reino. Y a la vez, las cosas y los hombres que dirigen la política internacional de una Italia que desconfía de sus propias fuerzas, temerosa de lanzarse a las aventuras de la gran política y más aún de encerrarse en una inactividad que pondría en peligro de disolverse la unidad que no se creía a salvo de todas las acechanzas.
HISTORIA AMERICANA COLONIAL
Boleslao Lewin, Los movimientos de emancipación en Hispanoamérica y la independencia de Estados Unidos, Buenos Aires, Raigal, 1952, 192 págs. 22.00 $.
El autor analiza la política europea en el siglo XVIII en relación con las colonias españolas, y dedica especial atención a la actitud británica, corsaria primero, imperialista después, y, finalmente, favorable a la emancipación de las colonias españolas en América. Estudia ampliamente los movimientos emancipadores criollos en la segunda mitad del siglo XVIII y destaca en ellos rangos comunes con la emancipación norteamericana.
Sor María Rosa Miranda, El libertador de los indios, prólogo de Luis Morales Oliver, Madrid, Aguilar, 1953, 716 págs., 85 pesetas.
Nueva biografía del P. Las Casas hecha con simpática comprensión del personaje y de 1a época en que actuó. La autora ha distinguido en esta vida las siguientes etapas: La época, un estudiante y el descubrimiento; tierra nueva; hombres de su tiempo; el libertador; el prelado. Literariamente realizada, sus fuentes más importantes son las obras del propio Las Casas, Remesal y Fabié.
Fidalgo de Elvas, Expedición de Hernando de Soto a Florida, traducción de Miguel Muñoz de San Pedro, conde de Canilleros, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, Colec. Austral, número 1099, 1952, 156 págs., 5,00 $.
Primera traducción castellana de la crónica del Fidalgo, una de las fuentes directas y más importantes para el conocimiento de la expedición de Hernando de Soto a la Florida. La crónica —cuya primera edición portuguesa data de 1557— describe con sobriedad y escuetamente el desarrollo de la expedición.
Sergio Bagú, Estructura social de la colonia. Ensayo de historia comparada de América Latina, Buenos Aires, El Ateneo, 1952. 284 págs.
Obra de interpretación y de síntesis en la que se han considerado los siguientes temas fundamentales: la organización social indígena; formación de las clases en las colonias españolas y portuguesas; características y bases económicas: transformación, movilidad e inmovilidad; jerarquización y conflictos de clases. La ordenación político-jurídica y las clases sociales; factores de la política imperial. Causas de la desintegración de grupos sociales, particularmente del indígena.
Adrián Recinos, Pedro de Alvarado, conquistador de México y Guatemala, México, Fondo de Cultura Económica, 1952, 264 págs.
Biografía circunstanciada y abundantemente documentada de Pedro de Alvarado, personaje bien representativo de la época y de la conquista de América, ordenada según la siguiente pauta: origen y mocedades; conquista de México; conquista de Guatemala; la armada del Mar del Sur; últimas empresas.
Instituto Panamericano de Geografía e Historia, Comisión de Historia, Ensayos sobre la historia del Nuevo Mundo, México, Estudios de Historia IV, 1951, 498 págs.
Este volumen recopila los siguientes trabajos: Prefacio, por Alceu Amoroso Lima; Edgar McInnis, The evolution of Canada; Gustave Lanctot, De l’evolution de la Colonie Française; Walter Prescott Webb y John Francis Murphy, The precious metals as a medium of exchange: a frontier incident; Arthur P. Whitaker, The Americas in the Atlantic Triangle; Charles C. Griffin, Unidad y variedad en la Historia Americana; Silvio Zavala, Formación de la Historia Americana; Emeterio S. Santovenia, El mundo antillano; Dantes Bellegarde, Haïti et son peuple; Rafael Heliodoro Valle, Centroamérica en la historia; Germán Arciniegas, Historia e historias de las Américas; José M. Ots Capdequí, Interpretación institucional de la colonización española en América; Mariano Picón-Salas, Unidad y nacionalismo en la historia de Hispano-América; Jorge Basadre, La experiencia histórica peruana; Ricardo Donoso, La evolución en Chile; José Luis Romero, Guía histórica para el Río de la Plata; Natalicio González, Formación de un pueblo; Gilberto Freyre, Em torno de um criterio transnacional de estudo historico da America; Alfonso Reyes, Fragmento sobre la interpretación social de las letras iberoamericanas.
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto “Fernández de Oviedo”, Madrid. Miscelánea Americanista. Homenaje a Don Antonio Ballesteros Beretta (1880-1949), 3 v., 1951, 1952.
Los trabajos contenidos en los dos primeros volúmenes no los consignamos por haber sido ya publicados en la Revista de Indias (Nos. 37-38, 39, 40, 41, 42. 43-44). Los que integran el tercero y último volumen, son los siguientes: Enrique Alvarez López, Comentarios y anotaciones acerca de la obra de don Félix de Azara; José Pérez de Barradas, Estado actual de los estudios etnológicos sobre los muiscas del reino de Nueva Granada (Colombia); Frans Caspar, Los indios tuparí y la civilización; Alberto Escalona Ramos, Una interpretación de la cultura maya mexicana; Emilio Harth-Terré, Francisco Becerra, maestro de arquitectura; Richard Konetzke, La emigración española al Río de la Plata durante el siglo XVI; Pedro de Leturia, S. I., Conatos francovenezolanos para obtener, en 1813, del Papa Pío VII una encíclica a favor de la independencia hispanoamericana; Guillermo Lohmann Villena, El Limeño; Mateo J. Magariños de Mello, La política exterior del Imperio del Brasil y las intervenciones extranjeras en el Río de la Plata; F. Mateos, S. I., El tratado de límites entre España y Portugal de 1750 y las Misiones del Paraguay; Guillermo Porras Muñoz, Bernardo de Gálvez; Jerónimo Rubio, Un amigo español de La Condamine: Armona; Rodolfo Barón Castro, Epílogo al homenaje a don Antonio Ballesteros.
Rafael Altamira y Crevea, Diccionario castellano de palabras jurídicas y técnicas tomadas de. la legislación indiana, México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, Estudios de Historia, III, 1951, 396 págs.
Repertorio de más de 800 palabras jurídicas y técnicas usadas en los diversos instrumentos de la legislación indiana, con indicación precisa de las fuentes. Este valioso trabajo se complementa con varios apéndices, consignándose en uno de ellos —el VI— la bibliografía de diccionarios y otras fuentes útiles para este vocabulario.
Américo Vespucio, El Nuevo Mundo. Cartas relativas a sus viajes y descubrimientos, Textos en italiano, español e inglés, Estudio preliminar de Roberto Levillier, Buenos Aires, Nova, 1951, 342 págs.
Se recogen en esta edición todas las cartas atribuidas a Vespucio y referentes a sus viajes, que se conocen hasta la fecha. Se proporcionan textos en el idioma original y su traducción castellana. La obra contiene, también, una versión inglesa de los mismos textos, indispensables para el conocimiento de tan debatido asunto. Roberto Levillier, en el prólogo, analiza estos elementos de juicio y reconstruye el itinerario de los cuatro viajes a Indias que le atribuye a Vespucio.
Amado Melón y Ruiz de Gordejuela, Los primeros tiempos de la colonización. Cubo y las Antillas. Magallanes y la primera vuelta al mundo, Barcelona, Salvat, Historia de América y de los pueblos americanos, t. VI, 1952, 748 págs.
Obra de conjunto sobre los comienzos de la colonización de América. En su índice se distinguen las siguientes partes o subtemas: Los viajes menores: Primeros tiempos de gobierno y colonización de las Antillas: Establecimiento y colonización de Tierra Firme; Descubrimiento del Pacífico o Mar del Sur; Magallanes y la primera vuelta al Mundo.
HISTORIA AMERICANA INDEPENDIENTE
Carlos A. Pueyrredón, 1810. La Revolución de Mayo según amplia documentación de la época, Buenos Aires, Peuser, 1953, 672 págs. y 111 documentos reproducidos facsímilarmente.
Narración de los sucesos político-militares ocurridos en Buenos Aires entre la primera invasión inglesa (junio de 1806) y la formación de la Junta Grande (diciembre de 1810). Los numerosos documentos públicos reproducidos y glosados dan a este libro el carácter de una crónica oficiosa, ordenada, pero sin penetración. La parte más útil y significativa es la que da cuenta de la reacción que produjeron las disposiciones de la Primera Junta en los altos funcionarios españoles y en los núcleos afectos a los mismos que actuaban en Sudamérica: Cisneros, Sanz, Liniers, Abascal, Elío, el marqués de Casa Yrujo, la camarilla carlotista de Río de Janeiro, la guarnición de Montevideo, el grupo cordobés.
Los sucesos preliminares de la revolución están expuestos esquemáticamente y con un notorio criterio oligárquico y familiar. La única observación de carácter sociológico que advertimos en el libro del doctor Pueyrredón, es que el Río de la Plata “era el país de ideas más aristocráticas que cualesquiera otro de América”. Asombroso: hasta ahora se nos había enseñado todo lo contrario.
Enrique Ruiz-Guiñazú, Epifanía de la libertad. Documentos secretos de la Revolución de Mayo. Buenos Aires, Nova. 1952. 406 págs., 39 lám.
El material de este libro está agrupado en tres secciones. En la primera se analizan, a la luz de la filosofía política, las leyes y constantes históricas que determinaron la formación de la conciencia emancipadora de la América española, y las fuentes y fundamentos de la ideología revolucionaria. La segunda constituye un alegato documental y crítico en favor de la autenticidad del “plan” revolucionario atribuido a Moreno por Madero Piñeiro e impugnado por Groussac y Levene. La tercera es un nutrido “corpus” documental formado por el texto definitivo del mencionado “plan” y piezas concordantes, entre las cuales aparecen documentos inéditos procedentes del Museo Imperial de Petrópolis.
En cuando a los orígenes y significado de la Revolución de Mayo, el doctor Ruiz-Guiñazú corrobora con nuevos datos y reflexiones el criterio de nuestros historiadores clásicos —Mitre, López, González— en el sentido de que el de Mayo fue un movimiento consciente y deliberado hacia la emancipación política de España, nacido de factores telúricos y raciales, configurado por los intereses económicos y las influencias ideológicas y que alcanza su expresión político-social definitiva cuando las convulsiones del siglo ponen de manifiesto la incompatibilidad entre el destino de la metrópolis y el de sus antiguas colonias.
HISTORIA DE LAS IDEAS POLITICAS
Richard Thurnwald, The role of political organization in the development of man, with suggested applications in the New World, The Civilizations of Ancient America, Chicago, The University of Chicago Press, 1951, 280-284 págs.
Partiendo del supuesto de que los estímulos y reacciones sociales son iguales en América y en el Viejo Mundo, Thurnwald intenta explicar ciertos caracteres político-sociales mediante una teoría del desarrollo político que ha comprobado para el último de dichos continentes. Analiza la estratificación social, sus causas generadoras y las estructuras de poder a que dan motivo los distintos tipos, deteniéndose a examinar con cuidado la influencia de la técnica en la configuración de jerarquías sociales y de la autoridad política.
Antonio Ramos-Oliveira, Historia social y política de Alemania (1880-1950), México, Fondo de Cultura Económica, 1953, 320 págs.
La burguesía. Los orígenes del socialismo. La Revolución de 1848. Lassalle y Bismarck. El Parlamento constituyente del Norte. La fundación del Reich. La ley de excepción contra los socialistas. Bismarck en desgracia. Los conflictos doctrinales en el seno de la socialdemocracia. El imperialismo alemán. Vísperas de la primera guerra mundial. El primer derrumbamiento de la socialdemocracia. Spartakus. El hundimiento de la monarquía imperial. La Revolución de Noviembre. La derrota de la revolución comunista. El nuevo viejo régimen. Versalles. El nacionalsocialismo. Las masas quieren vivir. El fin de la República de Weimar. La debilidad de los gigantes. Hitler en el poder. El terror. El Tercer Reich. La segunda guerra mundial. Bibliografía.
Aun cuando el autor no lo confiese así, se trata, no de una historia social y política en términos amplios, sino más limitados, circunscrita a cuanto se relaciona con los movimientos socialistas, cuya irrupción en el campo de las luchas políticas y en el de la acción social relata minuciosamente. Para ello ha contado el autor con un elemento tan valioso como indispensable para el fin propuesto: los archivos de la social democracia alemana. Una abundante y selecta bibliografía cierra la obra.
Eric Wolf, La formación de la Nación: Un ensayo de formulación, en Revista de Ciencias Sociales de la Unión Panamericana, IV, Nº 20, abril de 1953, págs. 50 a 62.
Primera parte de un estudio histórico cultural en el que el autor intenta delinear los elementos configurativos de una nación, para lo cual realiza un detenido estudio de carácter progresivo, es decir, histórico, mediante el cual sigue paso a paso la yuxtaposición de los factores que concurren a dotar a un agrupa miento humano de tales caracteres peculiares. Su investigación se basa en abundante prueba general y particularmente mexicana, país donde realizó un detenido estudio con el objeto de culminar este trabajo con una parte dedicada a la formación de la nación en México.
James H. Meisel, The Genesis of George Sorel: An Account of his Formative Period Followed by a Study of his Influence. An Arbor, Michigan, The George Wahr Publising Co., 1951, 320 págs.
Se trata de un análisis completo de Sorel y su tiempo, particularmente en lo que se refiere a las proyecciones del pensamiento soreliano con posterioridad a su muerte. Así es que dedica capítulos especiales a los discípulos de Sorel: Mosca. Croce, Pareto y Michels. Cuenta además con una bien dispuesta cronología bibliográfica.
Richard Humphrey, Georges Sorel. Prophet without honour: a Study in Anti-Intellectualism, Cambridge, Harvard University Press, 1951, 246 págs.
Es un estudio completo de las ideas políticas y sociales de Sorel, basado principalmente te en sus libros y correspondencia. Posee además una amplia bibliografía sobre el tema.
HISTORIA DE LAS IDEAS SOCIALES
James Hart, The Popular Book: a history of America’s litterary taste, New York, Oxford University Press, 1950, VII + 351 págs.
Es una sociología del gusto literario encarada con sentido histórico. Se ha propuesto explicar las condiciones que dotaron de popularidad a las obras de mayor difusión; partiendo de The Sure Guide to Heaven (1672) hasta The Big Fisherman (1949), pasa revista a una serie considerable de obras.
Max Weber, The Religión of China: Confucianism and Taoism, Translated and edited by Hans H. Gerth, Glencoe, Illinois, The Free Press, 1951. XI + 308 págs.
Versión inglesa de la conocida obra de Weber en la que hace un análisis comparativo de la concepción del mundo del confucionismo y del taoísmo en conexión con la realidad histórica china, buscando las leyes de su interdependencia. El rastreo está organizado al modo de su monumental obra La Etica protestante y el espíritu del capitalismo, y se particulariza por lo tanto, en la influencia de las concepciones religiosas sobre la vida cultural.
Helmut R. Wagner, Mannheim’s historicism, en Social Research, XIX, 3, September 1952, págs. 300 a 321.
Luego de explicar las causas de la difusión de las ideas sociológicas de Karl Mannheim—la mayor influencia extranjera presente en la sociología norteamericana del conocimiento— en función de un mayor interés teórico que viene observándose hace algún tiempo, pasa revista a las tesis de Mannheim relativas a la sociología del conocimiento, rastreando hasta dar con su sustrato historicista. Lo sitúa en la tradición hegeliano- marxista, aunque afirmando que hizo un gigantesco esfuerzo para superar sus más importantes limitaciones, consiguiéndolo en muchos casos a riesgo de que por esa razón, por ocuparse de los aspectos más discutidos, particularmente en lo que se refiere al cambio social y a sus proyecciones metafísicas que evita cuidadosamente, sus tesis carecen de la fuerza lógica y del aspecto cerrado y compacto que caracterizó a tales sistemas iniciales. Desarrolla el autor los conceptos de Mannheim acerca del carácter dinámico de la realidad y a su comprensión variable, peculiar a cada grupo y a ciertos caracteres suyos que actúan sobre aquélla, a los puntos de partida sociales de la concepción del mundo de un grupo y a la influencia de ésta sobre el grupo mismo, a su ontología historicista, a las clases sociales y su estilo de pensamiento en función de la misma clase, a la extensión del conocimiento y a su estructura en razón de la posición que el grupo ocupa en el marco social, y a la misión de la “inteligencia”.
Werner Sombart, El Burgués: contribución a la historia moral e intelectual del hombre económico moderno, Buenos Aires, Ediciones Oresme, editor Rogelio Calabrese, 1953, 374 págs.
“Pretendo exponer, en este libro, el espíritu de nuestros tiempos, en su devenir y en su forma actual; describiendo la génesis de su representante más típico: el burgués”, confiesa Sombart en el primer párrafo de su prefacio. Como queda dicho, esta importante y conocida obra de la que se da a publicidad ahora la primera versión castellana, es una contribución para la comprensión de los elementos espirituales de la vida económica y un esquema de la concepción burguesa del mundo. La obra está dividida en tres grandes partes: Introducción, Desarrollo del espíritu capitalista y Las fuentes del espíritu capitalista.
HISTORIA DE LAS IDEAS ECONOMICAS
Melville J. Herkovitz, Economic anthropology: a study in comparative economics, New York, A. Knopf, 1952, XIII + 551 págs., con ilus., map. y tabl.
Se trata de una reelaboración completa de la obra del mismo autor The economic life of primitive peoples publicada en 1940. Consta de seis capítulos: lntroduction. Production. Exchange and Distribution, Property. The economic surplus y Conclusions, dedicados a los pueblos primitivos.
Oreste Popescu, Los sistemas económicos y las misiones jesuíticas, en Revista de Ciencias Económicas, Buenos Aires, año XL, serie III, nº 33, enero-febrero 1952, págs. 3-48 y marzo-abril 1952, págs. 81-123.
Como lo indica su título, el trabajo se ha propuesto el hallazgo del sistema económico de las misiones jesuíticas del noreste argentino y del Paraguay. Un largo capítulo preliminar trata de la teoría sobre los sistemas económicos. En él se hace la discusión del tema sobre la base de las ideas de los expositores más conocidos (Sombart, Weber, Bücher, etcétera). La parte final busca la “ubicación del sistema misionero en la sistemática económica”, en función de los rasgos delineados en el primer capítulo. Una amplia bibliografía nacional y extranjera completa el trabajo.
Jenny Griziotti Kretschmann, Historia de las doctrinas económicas, Córdoba, Rep. Argentina, Assandri, 1951, 493 págs.
Según la autora “cada doctrina es la expresión del pensamiento de una época, que puede corresponder a los hechos o representar la ideología de un determinado momento histórico o la reacción ideológica a un determinado ambiente espiritual… las doctrinas económicas no pueden ser consideradas separadamente del desarrollo general de las ideas de una época determinada. Existe una estrecha vinculación entre el pensamiento económico y el pensamiento filosófico del tiempo, como existe una conexión profunda entre éste y toda rama de la ciencia y de las artes”. Sobre la base de estas ideas centrales, la autora, que ocupa la cátedra del ramo en la Universidad de Pavía, ha bosquejado una historia de las ideas económicas en la que señala las correspondencias con el momento cultural y con la realidad histórica tanto de su génesis como de su desarrollo posterior. La clasificación es predominantemente geográfica, aun cuando algunos momentos de particular importancia son tomados y analizados aisladamente. Buenos índices y abundante bibliografía cierran la obra.
Ricardo M. Ortiz, El pensamiento económico de Echeverría. Trayectoria y Actualidad. Buenos Aires, Raigal, 1953, 185 págs.
Las fuentes ideológicas de Echeverría. La etapa en que vivía la Argentina. Los fundamentos del plan económico. La economía y el ordenamiento jurídico. La población. La producción agropecuaria. La organización de los transportes. La industrialización de los productos agropecuarios. El régimen impositivo. Bancos y monedas. La política económica: su línea de desarrollo.
Partiendo de un análisis del pensamiento económico de Echeverría que se remonta hasta sus raíces históricas y que se proyecta sobre la realidad para la cual éste fue adecuado, el autor traza un bosquejo de historia económica argentina en el que sigue la pista a los problemas económicos que preocuparon a Echeverría, en algunos casos hasta la actualidad.
HISTORIA DE LAS LITERATURAS CLASICAS
W. Beare, The Román Stage. A short history of Latin Drama in the time of the republic, London, Methuen, 1950, XII + 292 págs., 25 sh.
“Casi todas las discusiones surgidas en torno al teatro latino se afirmaban sobre ciertas presunciones… que no es posible demostrar y que, tarde o temprano, nos conducen a serias dificultades, sobre todo porque las más veces se apoyan en modernos hábitos de pensamiento, capaces de influir nuestras concepciones de la realidad antigua” (p. VII). Esta actitud crítica del autor se ejerce en todos los terrenos: crítica filológica, crítica de las teorías dramáticas (fundada especialmente en el valor de la terminología antigua), crítica arqueológica, crítica estética, autenticidad de las obras atribuidas, etc. La obra, que ostenta una amplia libertad de juicio, intenta un ajuste de nuestras concepciones actuales acerca de esa materia.
Johannes Th. Kakridis, Homeric Researches, Lund., C. W. K. Gleerup, 1949, 169 págs., 15 Coronas. (“Acta Reg. Soc. Humaniorum Litterarum Lundensis”. XLV).
Este libro, cuya primera edición (1944) se publicará en griego moderno, aparece ahora revisada y con adiciones, en traducción inglesa del sueco. Su autor pertenece a la moderna escuela germánica de estudios homéricos. Sostiene la unidad artística de la Ilíada y niega toda validez a las tesis separatistas. Con todo, el poema muestra ciertas contradicciones poéticas que Kakridis considera como residuos de poemas épicos anteriores sobre los que fue basada la Ilíada. De ese modo, el autor intenta distinguir por una parte, la obra original de Homero, y por la otra, los elementos épicos heredados.
Gilberg Highet, The Classical Tradition, Greek and Roman Influences on Western Literature, New York and London, Oxford University Press, 1949, XXXVIII + 763 págs.
El autor rastrea la influencia de la tradición grecorromana en las literaturas occidentales desde sus primeros monumentos hasta los más modernos autores (Anouilh, por ejemplo). La tesis fundamental del libro afirma que la tradición clásica sólo constituye el principio vital de aquellas obras que son también vitales. Como es natural, el Renacimiento ocupa la parte más importante del libro.
Domenico Braga, Catullo e i poeti greci, Biblioteca di cultura contemporanea, Tomo XXX, Messina-Firenze, G. d’Anna, 1950, 274 págs., 1.200 liras.
Se analizan y discuten aquí las influencias que sobre Catulo ejercieron los modelos griegos. La profunda y refinada cultura del poeta le permitió operar con felicidad una síntesis ideal de los mejores elementos formales contenidos en los poetas helénicos y expresar con ellos su propio lirismo vehemente y original. Braga se levanta contra quienes sólo ven en la poesía de Catulo una obra de imitación.
Víctor Ehrenberg, The People of Aristophanes (2ª ed.), Harvard University Press, 1951, XX + 418 págs., 19 lám. 5.00 U$A.
El designio del autor es establecer “una sociología de la comedia ática” en base a las comedias de Aristófanes. Descripción de las clases sociales de Atenas en el siglo V. La primera edición de 1943 ha sido substancialmente enriquecida. El pueblo del siglo V estaba formado por pequeños propietarios rurales, comerciantes, artesanos, transitoriamente integrados en una sociedad equilibrada. Ya para la época de las últimas obras de Aristófanes se habían presentado los conflictos sociales que preludiaban “el pueblo de Démostenes”.
HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA
Albert Brent, Leopoldo Alas and “La Regenta”: a study in Nineteenth Century Spanish Prose Fiction, en The University of Missouri Studies, Columbia, vol. XXIV, núm. 2, 1951, 135 págs.
Exposición de las teorías de Clarín sobre la novela. Análisis de su obra novelesca como reflejo de la cultura, la moralidad y la vida religiosa en provincias.
Jules Horrent, La Chanson de Roland dans les littératures française et espagnole au Moyen Âge, Paris, Bibliothèque de la Faculté do Philosophie et Lettres de l’Unversité de Liège, 1951, 541 págs.
Obra dedicada en una cuarta parte a la literatura española. Renueva la conjetura de dos aventuras diferentes que confluyen en la historia de Bernardo del Carpio (ya planteada y rechazada por Entwistle), y sugiere la posible influencia de España en la forma Roland.
Hans Juretshke, Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1951.
Vida y obra de Lista con extensa información acerca de sus ideas políticas y de sus artículos periodísticos, aún no recopilados.
Ramón Menéndez Pidal, Cantos románicos andalusíes, continuadores de una lírica vulgar, Boletín de la Real Academia Española, Nº XXXI, 1951, págs. 187 a 270.
Estudio de cancioncillas españolas de los siglos XI y XII halladas en manuscritos procedentes en gran parte de la sinagoga de Fosat. Análisis de la forma poética, la lengua, los autores, los temas y las relaciones con la lírica tradicional posterior, especialmente con la gallego-portuguesa y la castellana.
Evelyn S. Procter, Alfonso X of Castile, Patron of Literature and Learning, Oxford, Oxford University Press, 1951, XI + 149 págs.
Trabajos que se hicieron en lengua española bajo Alfonso X. Procedencia peninsular de las cantigas y cronología de los poemas y de los manuscritos. Estudio de las versiones de Las Partidas y de otros tratados históricos y legales. Traducciones del árabe, observaciones sobre el rey y sus colaboradores, preferencias por la lengua nacional.
Luis Monguió, The social status of the Spanish Novelists in the Nineteenth Century, en The Journal of Aesthetics and Art Criticism, marzo 1952, Nº 3, v. X, págs. 264 a 272.
Los cambios económicos y sociales del siglo XIX modifican profundamente la organización de la sociedad española y en consecuencia la posición social de los literatos. Los novelistas de la época del romanticismo (1830-1850) obtenían buenas retribuciones por sus novelas, pero no como para vivir de su pluma. Los autores de folletines (1850-1870) fueron los primeros escritores profesionales. Vivían holgadamente de su producción, pero carecían de escrúpulos literarios. Los realistas (1860-1890) tuvieron dificultades iniciales por su oposición al mal gusto vigente. Se impusieron luego y alcanzaron retribuciones equivalentes a las de la alta clase media. Durante el siglo xix se produjo un crecimiento constante en el número de lectores y un simultáneo refinamiento del gusto literario.
HISTORIA DE LA LITERATURA FRANCESA
Pierre de Boisdeffre, Métamorphose de la Littérature, Tomo II, Paris, Editions Alsatia, 1951, 365 págs.
Ensayos de psicología literaria: El destino de Marcel Proust, Paul Valéry o el imperialismo del espíritu, Jean Cocteau o el mago desengañado, Jean Anouilh o la infancia en exilio, Jean-Paul Sartre o la libertad impotente, Albert Camus o la experiencia trágica, seguidos de dos estudios: La generación del medio siglo y La condición de la literatura, una plegaria deliberación y textos de Saint-Exupéry.
Apreciaciones originales y apasionadas que se leen con ardiente curiosidad, de un crítico colocado más en el plano ético que en el estético.
Emile Henriot, Les Romantiques. Paris, Editions Albín Michel, 1953, 484 págs.
El autor ha reunido en este volumen todos los artículos que sobre este tema publicara en Le Courrier Littéraire. Hay referencias de interés al hombre y a la obra, en especial de Hugo, Lamartine, Balzac y Saint-Beuve.
Antoine Adam, Histoire de la Littérature Française au XVIIe Siècle, Tomo III, París, Domat, 1952, 432 págs.
Después de La época de Enrique IV y de Luis XIII y La época de Pascal, esta obra aborda el período clásico con las dos grandes figuras de Boileau y Molière. A pesar del lugar preferente acordado en ella a la erudición, esta historia de la literatura del siglo XVII tiene el mérito de renovar las perspectivas del tema y de situar directamente las obras en contacto con las corrientes sociales.
Jean Marx, La Légende arthurienne et le Graal, Paris, Presses Universitaires de France, 1952, 410 págs.
Numerosas han sido las teorías que han tratado de encontrar el origen de la “Materia de Bretaña” y de los ciclos de la “Mesa Redonda”; una exposición de ello se encuentra en el número especial Lumière du Graal que han publicado los Cahiers du Sud. Director de Estudios en la Escuela Práctica de Altos Estudios, M. Jean Marx vuelve a trazar la historia y el desarrollo de la leyenda del Grial, como partidario de los orígenes célticos del mito y de las nociones morales que encierra; no excluye sin embargo influencias bizantinas posteriores que habrían contribuido a cristianizar la leyenda céltica.
HISTORIA DE LA LITERATURA INGLESA
Louis Cazamian, The Development of English Humour, Durham, N. C., Duke University Press, 1952, X + 421 págs.
El autor combina su interés por dos temas que lo han apasionado durante varios años: el humor y el espíritu nacional inglés. Persigue el desarrollo del humor desde los orígenes de la literatura inglesa hasta mediados del siglo XVIII con una intención puramente histórica. Partiendo de una definición estricta del humor, recorre la literatura inglesa en busca de su propia idea, que no escapa a la influencia subjetiva y a las nociones de la época moderna, desvirtuando en muchos casos, su intención puramente histórica.
Richard Foster Jones y otros, Studies in the History of English Thought and Literature from Bacon to Pope, Stanford, California, Stanford University Press, 1951, VIII + 392 págs.
Volumen presentado en homenaje del profesor R. F. Jones, con motivo de su 65 aniversario; incluye varios escritos y ensayos, además de artículos escritos especialmente por otros especialistas en su mismo terreno de investigación. El profesor Jones es un pioneer en la enseñanza de la literatura como reflejo de la historia de la imaginación humana, y fue uno de los primeros en establecer la relación entre la controversia de clásicos y modernos y la simplificación de la prosa inglesa, con el creciente entusiasmo por la ciencia inductiva. En los distintos ensayos de esta colección se tratan temas tan variados como Ciencia y lenguaje en Inglaterra a mediados del siglo dieciocho, Crítica y Ciencia en la era neo-clásica de la literatura inglesa, un ensayo sobre los conocimientos de la filosofía contemporánea, otro sobre el uso del humor en el Essay on Criticism de Pope, etc.
HISTORIA DE LA LITERATURA ALEMANA
Ernst Robert Curtius, Europäische Literatur und Lateinisches Mittelalter, Bern, A. Francke, 1948, 601 págs.
Obra monumental del romanista alemán más importante entre los vivientes; inmenso acervo de materiales reunido en quince años de trabajo y seleccionado y elaborado por un espíritu preclaro. Con sin par sagacidad se escudriñan las fuentes, se ponen de relieve las conexiones y se descubren las interpretaciones erróneas. La tradición occidental atestiguada en la literatura, no podrá prescindir en lo sucesivo de esta importante obra que, entre otros, contiene sugestivos capítulos sobre El rezago cultural de España, Teoría teológica del arte en la literatura española y La teoría del arte de Calderón.
Max Wehrli, Allgemeine Literaturwissenschaft, Bern, A. Francke, 1951, 168 págs.
Un conocedor acreditado, profesor de la Universidad de Zurich, trata la ciencia de la esencia, origen, formas manifestativas y relaciones vitales del arte literario. El autor se ocupa de la ciencia de los principios y métodos del estudio científico de la literatura y llega a una vasta visión que alcanza hasta los años más recientes y es insuperable por su solidez y formulación exacta.
Heinz Otto Burger (y otros), Annalen der deutschen Literatur von den Anfängen bis zur Gegenwart. Eine Gemeinschaftsarbeit deutscher Fachgelehrter, herausgegeben von Prof. Dr. Heinz Otto Burger, Stuttgart, J. B. Metzlersche, 1952, 566 págs.
Esta exposición de conjunto, en la cual han colaborado numerosos profesores universitarios alemanes, es quizá la historia científica más fidedigna de la literatura alemana entre las publicadas hasta el momento.
Robert Müther, Dichtung der Krise, Wien, Herold, 1952, 566 págs.
El autor trata bajo aspectos simbólicos el mito y la psicología en la poesía alemana de los siglos XIX y XX. Estos numerosos estudios se ocupan de importantes temas de historia de los motivos y de las ideas con un método absolutamente original.
HISTORIA DE LAS LITERATURAS LATINOAMERICANAS
Carlos Alberto Leumann, La literatura gauchesca y la poesía gaucha, Buenos Aires, Raigal, 1953, 220 págs., 22,00 $.
Significación de la literatura gauchesca como elemento diferencial de la literatura rioplatense. Influencia del gaucho en la poesía, la novela y el teatro nacional. Lo americano en el habla de los antiguos gauchos. Martín Fierro y la lección filológica de Hernández. Ejemplos de procesos idiomáticos en el campo argentino. Las raíces folklórico-geográficas de la literatura gauchesca que, según el autor, no es adaptación del folklore español sino creación original inclusive con formas propias, como la copla suelta. En Apéndice, noticia histórica sobre el gaucho y su influencia en el período de la colonia, independencia y organización nacional; su ámbito geográfico, alimentos, instrumentos de trabajo.
Juan Carlos Ghiano, Constantes de la literatura argentina, Buenos Aires, Raigal, 1953, 184 págs. 18,00 $.
La voluntad de diferenciación como esencia nacional argentina. Su expresión en los escritores argentinos, después de la etapa de tradición colonizadora. Echeverría, el iniciador de ese estado de conciencia. La generación del 80 (Cané, Mansilla, Wilde, López, Cambaceres, García Merou, Bartolito Mitre) y la cultura europea contemporánea. Güiraldes, y la transposición de los temas vernáculos al terreno universal. Mallea, expresión de la voluntad de enraizarse en los problemas argentinos. El teatro nacional. La literatura argentina en el siglo XX y su preferencia por lo ciudadano y lo individual por oposición a lo campesino y social.
HISTORIA DE LA LITERATURA NORTEAMERICANA
Arthur Hobson Quinn (.ed.), The Literature of the American People: an Historical and Critical Survey, New York, Appleton-Century-Crofts, Inc., 1951, 1172 págs., 9.00 U$A.
Después de la Cambridge History of American Literature (1917-20) y la compilación publicada en 1948 por un equipo de cincuenta y cinco especialistas dirigidos por Spiller, Thorp, Johnson y Canby, aparece esta obra colectiva, cuyos autores constituyen un grupo menos numeroso, pero no menos significativo. Quinn ha sido el director, pero los cuatro períodos han sido tratados con criterio independiente por cuatro especialistas reconocidos. I. Período Colonial y Revolucionario: Kenneth B. Murdock (Harvard) II. Constitución de una Literatura Nacional: A. H. Quinn (Univ. of Pennsylvania). III. Fin del Siglo XIX: Clarence Gohdes (Duke). IV. El Siglo XX: George F. Whicher (Amherst). Los autores han preferido restringir los datos biográficos y dedicarse a la valorización de los hechos. 120 páginas de bibliografía.
HISTORIA DE LA FILOSOFIA
Johannes Pfeiffer, Existenzphilosophie. Eine Einführung in Heidegger und Jaspers. Dritte, erweiterte Auflage, Hamburg, Richard Meiner, 1952, 59 págs., 19.20 $.
La presente edición de esta obra aventaja a las dos anteriores (de 1933 y 1948, respectivamente) por la inclusión de un apéndice que actualiza las consideraciones del texto a la luz de publicaciones más recientes. El significado histórico de la filosofía de la existencia se comprende como resultado de las deficiencias del idealismo y el naturalismo para aprehender la esencia propia del hombre. El apéndice señala el viraje de Heidegger hacia una “mística profético-apodíctica del ser” y una línea de evolución más continua para el caso de Jaspers.
Ludwig Landgrebe, Philosophie der Gegenwart, Bonn, Athenäum, 1952, 187 págs. 45$.
El libro desea exponer el rompimiento con los esquemas tradicionales —abandono del Positivismo y renuncia al primado de las ciencias exactas que han originado una “resurrección de la metafísica”— partiendo del problema básico del ser. La pregunta por el ser le parece al autor el tema fundamental al cual hay que referir las cuestiones particulares de las diferentes disciplinas, si quiere comprenderse el sentido unitario del desarrollo del pensamiento contemporáneo. Están excluidos los desarrollos de la lógica actual. Incluye una extensa bibliografía de obras preferentemente alemanas.
Max Pohlenz, Die Stoa. Geschichte einer geistigen Bewegun, 2 v., Göttingen Vandenhoeck und Ruprecht, I, 1948, 490 págs.
En el primer volumen de esta obra, culminación de una vida consagrada al estudio de la filosofía estoica, Pohlenz expone la historia completa del Pórtico a través de sus tres etapas y lo sitúa dentro del escenario de la civilización antigua, intentando establecer un equilibrio entre la tendencia a acentuar la unidad del pensamiento estoico y la de restaurar los principios individuales de sus representantes. Considera que la doctrina de Zenón surgió como respuesta y oposición a las ideas de Epicuro y señala la gran importancia que sobre el pensamiento de los filósofos estoicos tuvo su origen semita.
Risieri Frondizi, Substancia y función en el problema del Yo, Buenos Aires, Losada, 1952, 246 págs. 25.00 $.
A exponer el proceso de desintegración de los supuestos de la concepción substancialista de la conciencia, llevada a cabo por las críticas empiristas de Locke, Berkeley y Hume, se encamina la primera parte de la obra. La segunda desarrolla una teoría funcional del yo acorde con la dirección dominante de la psicología y la filosofía más recientes, que concreta el primer paso hacia una “Teoría general de la experiencia” que, como tarea propia de la filosofía, Frondizi esbozara programáticamente en el último capítulo de El punto de partida del filosofar.
Mario Dal Pra, La Storiografia Filosofica Antica, Milano, Fratelli Bocca, 1950, 305 págs.
Desde los presocráticos hasta el neoplatonismo, son estudiados todos los intentos de interpretación histórico-crítica. Sólo queda al margen de este cuadro la historiografía filosófica del Cristianismo, aun aquella que, en el curso de los siglos II al IV, se relaciona estrechamente con la filosofía antigua. A la indagación histórica precede una dilucidación teórica de la relación de la filosofía con su historia. El valor de cada intento filosófico dependería, según Dal Pra, de su capacidad para unificar e integrar el proceso histórico de la filosofía.
Théodore Jouffroy, Sobre la organización de las ciencias filosóficas, Traducción y estudio preliminar de M. A. Vira- soro, Buenos Aires, Losada, 1952. 261 págs. 20.00 $.
La Memoria sobre la organización de las ciencias filosóficas, una de las obras más importantes de Jouffroy, se publica por primera vez en castellano. Trata en ella de las condiciones de constitución de las ciencias en general y de la filosofía en particular. De las disciplinas filosóficas especiales sólo llegó a ocuparse de la Psicología y la Lógica. El presente volumen, que contiene también su ensayo Hechos y pensamientos sobre los signos, va precedido de un estudio a cargo de M. A. Virasoro y posee, a modo de apéndice, un extenso ensayo de Sainte-Beuve sobre Jouffroy.
Francisco Romero, Sobre la filosofía en América, Buenos Aires, Raigal, 1952, 135 págs. 20.00 $.
Bien que este libro no se propone ofrecer los resultados de una investigación particularizada en torno a su tema, dentro del criterio con que se trabaja actualmente en ese orden de estudios, aporta un excelente esquema de las tendencias filosóficas en la América Hispánica desde el positivismo basta el presente. En un intento de aproximar y comparar la filosofía de las dos Américas, examina los movimientos personalistas de E.E.U.U., y dedica un ensayo de rara penetración al idealismo de Royce. Completa el volumen un artículo relativo al significado del descubrimiento de América en las ideas generales.
José M. Gallegos Rocafull, El pensamiento mexicano en los siglos XVI y XVII, México, Centro de Estudios Filosóficos, 1951, 430 págs.
Desde su personal punto de vista, el conocido autor de El hombre y el mundo de los teólogos españoles de los siglos de Oro, expone con prosa clara y apasionada, sus documentadas reflexiones en torno a los problemas fundamentales de la ideología de aquellos siglos en la Nueva España. El índice, al par que revela los puntos encarados, muestra la equilibrada estructura lógica de la obra: I, Los indios ante la nueva cultura (Un grave problema antropológico); II Formación y problemas de la primitiva cristiandad mexicana (Incorporación de los indígenas a la nueva cultura); III Problemas jurídicos de la conquista y de la colonización (Contribución de la Nueva España a la filosofía política); IV Corrientes renacentistas en México; V La renovación teológica española y su repercusión en la Nueva España (La raíz del pensamiento mexicano); VI La filosofía escolástica en México en los siglos XVI y XVII. Una útil bibliografía crítica completa este volumen, séptimo de la serie Ediciones del IV Centenario de la Universidad de México.
HISTORIA DE LA EDUCACION
Nicholas Hans, Educación Comprada. Buenos Aires. Nova, 1953, 346 págs., 42.00 $.
Esta obra del profesor de la Universidad de Londres, N. Hans, se desenvuelve dentro de un claro planteo e intenso contenido histórico y sociológico, por entender que los sistemas de enseñanza de cada pueblo, como los valores educativos que sustentan, tienen honda raíz en factores y tradiciones de diferente naturaleza, sobresaliendo los de carácter religioso y cultural. En este sentido, dedica extensos capítulos a las tradiciones católicas, anglicana y puritana de Europa y América, y al estudiar los factores laicos destácanse en la obra los capítulos que tratan sobre el humanismo, el socialismo y el nacionalismo vistos históricamente y en la época contemporánea.
James Bryant Conant, La Educación en un mundo dividido, Buenos Aires. Nova, 1953, 264 págs., 32.00 $.
Presenta y analiza documentadamente vivos problemas de la educación contemporánea. Encierra un alegato en favor de una educación general intensa y extensa a fin de asegurar en el hombre una formación que impida la parcialización o deshumanización a que lo conduce la exclusiva educación técnica, tan predominante en Occidente en nuestro siglo. Defiende con clara argumentación el concepto democrático de la vida y de la educación en el “mundo dividido” de nuestra época.
René Hubert, Historia de la Pedagogía, Realizaciones y doctrinas, Buenos Aires, Kapelusz, 1952, 331 págs., 18.00 $.
El autor, Rector de la Universidad de Estrasburgo, concibe a la historia de la pedagogía, en cierta manera, como una historia del espíritu humano. En este sentido es un complemento de la historia de la cultura. La obra está dividida en dos partes: la primera, Los hechos pedagógicos, estudia los tipos pedagógicos y los sistemas educativos, como también las reformas, a través de la historia y los pueblos; la segunda, Las doctrinas pedagógicas, en la antigüedad, y en las épocas modernas y contemporáneas. Aunque la obra es esquemática, dada la finalidad escolar de la misma, es interesante por el método con que ha sido trazada y por el equilibrio y la claridad con que analiza aspectos y problemas esenciales de la cultura y la educación.
History of Education Journal, v. IV, Nº 2, Winter 1953, Ann Arbor, Michigan, 40 págs.
Revista publicada por la History of Education Section of the National Society of College Teachers of Education. Aparecen cuatro números por año. Editada por un comité integrado por conocidos especialistas en Historia de la Educación y Educación Comparada, profesores de universidades y colleges norteamericanos, y correspondientes de Australia, Canadá y el Reino Unido. El Comité Editorial está actualmente presidido por Claude Eggertsen. de la Universidad de Michigan. Archibald Anderson, de la Universidad de Illinois y H. H. Benjamin, también de la Universidad de Michigan. El número a que hacemos referencia, que es el último recibido, contiene los siguientes trabajos: Traces, Sources, and Common Sense, H. G. Good; New Horizons in Higher Education, Frederick C. Neff; Contributions of the American School Peace League to International Education, Clyde E. Crum; Public Support for Parochial Schools, Irwin Widen; The Educability of the Bantu, G. F.
HISTORIA DE LAS ARTES PLASTICAS Y LA ARQUITECTURA
Pál. Kelemen, Baroque and Rococo in Latin America, New York, Macmillan, 1951, 302 págs. 192 ilus., 16.50 U$A.
En un libro anterior (Medieval American Art), el autor ha expuesto la historia del arte latinoamericano para el período precolombino. El presente trabajo es su continuación para e1 período 1600-1800. Es el resultado de un minucioso recorrido por todos los monumentos de Latinoamérica, España, Portugal. El barroco latinoamericano es la expresión de una visión del mundo esencialmente distinta de la expresada por el barroco europeo. La iconografía de la época pone de manifiesto una psicología religiosa enteramente original, que sería la fuente de los rasgos personales del barroco latinoamericano. El arte colonial del Brasil difiere del de los otros países latinoamericanos en virtud de las influencias francesas y centro-europeas a que estuvo expuesto Portugal. Exhaustiva bibliografía.
P. A. Michelis, Neo Platonic Philosophy and Byzantine Art, en The Journal of Aesthetics and Art Criticism, v. XI. nº 1, sept. 1952.
Historia de las actitudes estéticas respecto al arte bizantino. Todas desconocieron el factor principal del arte bizantino: su espíritu griego. El sentimiento que expresa el arte bizantino es el mismo que expresa el arte medieval: lo sublime, pero la concepción griega do lo sublime es distinta de la concepción nórdica. La filosofía de Plotino no pudo inspirarlo, como sostiene André Grabar (Plotin et les origines de l’esthetique medievale), porque el arte bizantino no es un arte centrado en lo bello, sino en lo sublime. Tampoco explica adecuadamente las modalidades del arte bizantino la teoría del “realismo mágico” de Demus (Byzantine Mosaic Decoration).
George Boas, Historical Periods, en The Journal of Aesthetics and Art Criticism, v. XI, nº 3, Marzo 1953.
La noción del período es una de las categorías necesarias para la historia del arte, o para la historia en general, pero puede dar origen a graves errores cuando se la utiliza como principio explicativo, olvidando que es el resultado de una inducción que expresa lo estadísticamente “modal” dentro un lapso determinado. Las creaciones de un artista considerado individualmente no pueden ser explicadas en base a las notas distintivas del “período” si de hecho no se dan de un modo claro en él. Los “períodos”, examinados de cerca, aparecen más bien como sistemas de tensiones espirituales en lucha. Con mucha frecuencia se pretende explicar en virtud de la tendencia “típica” del período tendencias que tienen su sentido precisamente en la oposición a la dominante.
Bandmann Günter, Mittelalterliche Architektur als Bedeun1ungstraeger, Berlín, Gebr. Mann, 275 págs., 36 ilust., 16 lám.
Ha sido publicado con los auspicios de la Notgemeinschaft der deutschen Wissenschaft y su título (Arquitectura medieval en cuanto sustentadora de símbolos) indica la orientación metódica. Tanto la obra en su conjunto, como cada uno de los elementos, puede ser considerada como estructura material y como símbolo de algo ajeno a ella misma. Se trata de establecer un sistema de correspondencias entre las fórmulas arquitectónicas y los objetos aludidos por ella, para pasar a explicar luego los fenómenos de difusión, desaparición, desarrollo, permanencia o fugacidad de los estilos arquitectónicos en función de las concepciones del mundo vigentes en cada época o lugar.
HISTORIA DE LA MUSICA
Curt Sachs, Rhythm and Tempo. A Study on Music History. New York, W. W. Norton & Comp. Inc., 1953. 391 págs., 6.00 U$A.
La obra más reciente del conocido musicólogo, autor de la Historia universal de la danza, de la Historia de los instrumentos musicales, y varias obras más, algunas de ellas traducidas al castellano. El complejo y discutido tema del ritmo y metros musicales ha sido tratado en sus diferentes aspectos, dándose especial importancia a la música oriental y griega, y, en la música cristiana, a los períodos Edad Media y Renacimiento.
Eric Walter White, The Rise of English Opera, New York, Philosophical Library, 1951, 335 págs., 18 lám., 6.00 U$A.
La aparición de una ópera específicamente inglesa se produce solo a partir del romanticismo. Scott, Byron, Bishop, Balfe, proporcionan los argumentos y el espíritu. La única ópera de reputación internacional antes de Peter Grimes ha sido The Bohemian Girl. Este libro es una contribución a la labor del Arts Council of Great Britain, del que el autor forma parte.
HISTORIA DE LA CIENCIA
George Sarton, A History of Science. Ancient Science through the golden age of Greece, Cambridge, Harvard University Press, 1952, XXVI + 646 págs., 103 figuras.
Primer volumen de una obra que comprenderá ocho volúmenes y que abarcará la historia de la ciencia desde sus orígenes hasta el presente. Este volumen comprende los orígenes orientales y griegos (pág. 3-220), el siglo quinto (221-394) y el siglo cuarto (395-608).
Aldo Mieli, La ciencia del Renacimiento. Matemáticas y ciencias naturales, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1952, XII + 246 págs., 39 figuras.
Quinto volumen del Panorama general de historia de la ciencia y último escrito por Mieli. Comprende los caracteres generales de la matemática del siglo XVI: resolución de las ecuaciones de tercero y de cuarto grado, la perspectiva, los logaritmos, etc., y el desarrollo de las ciencias naturales en ese siglo: la influencia de los descubrimientos geográficos, los jardines botánicos, los botánicos y zoólogos del Renacimiento, etc.
Desiderio Papp y José Babini, La ciencia del Renacimiento. Astronomía, Física y Biología, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1952, XII + 193 págs., 64 figuras.
Sexto volumen del Panorama general de historia de la ciencia iniciado por Mieli y complemento del anterior. Comprende las características generales del ambiente científico del siglo XVI, el desarrollo de la astronomía entre Copérnico y Galileo, el desarrollo de la geografía y la cartografía; la mecánica y óptica pregalileana, la iatroquímica y alquimia del siglo; y, en el campo biológico, en especial la obra de Harvey.
Luis de Broglie, Sabios y descubrimientos, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1952, 364 págs.
Colección de artículos, conferencias y discursos en los que figuran ensayos sobre las figuras de Papin, Lavoisier, Le Verrier, Poincaré, Floris Osmond, el general Ferrié, André Blondel, Picard, Perrin, Charles Fabry, Langevin, Planck, Borel, Maurice de Broglie y Einstein.
René Labat, Traité akkadien de diagnostics et pronostics médicaux. 2 v., París, Académie Internationale d’Histoire des Sciences, XLIX + 247 págs.
Transcripción. traducción y reproducción facsimilar de cuarenta tablillas que pertenecen a épocas distintas comprendidas entre el siglo VIII y V a. C., pero que representan antiguas tradiciones babilónicas, quizás de la época de Hamurabi o más probablemente de mediados o de la era kasita. (Ver síntesis en Textos y documentos de esta revista.)
Pierre Sargescu, Coups d’oeil sur les origines de la science moderne, Paris, Societé d‘édition d’enseignement supérieur, 1951, 204 págs.
Catorce charlas radiotelefónicas, resumidas y con fines de divulgación, sobre la herencia de los mundos antiguo y árabe y su influencia en el pensamiento moderno, y las características de éste desde Galileo hasta Lavoisier. Indice explicativo de algunos términos técnicos, lista de referencias bibliográficas y nómina de los sabios citados (unos ciento cincuenta), con un escorzo bibliográfico de cada uno de ellos.
George Sarton, Horus. A Guide to the History of Science, Waltham, Mass., U.S.A., The Chronica Botanica Co., 1952, XVIII + 316 págs.
Propósitos y significado de la historia de la ciencia a través de tres ensayos: I. Ciencia y tradición. II. La tradición de la ciencia antigua y medieval. III. ¿Es posible enseñar la historia de la ciencia? Guía bibliográfica e informativa acerca de obras de: A. Historia. B. Ciencia. C. Historia de la ciencia (en países especiales, de grupos culturales, de ciencias especiales, periódicos y colecciones), y D. Organización del estudio y de la enseñanza (institutos, museos, bibliotecas, congresos, etc.). En la compilación de periódicos y colecciones colaboró Claudius F. Mayer.
George Sarton, La vida de la ciencia, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1952, 198 págs.
Primer volumen de la Biblioteca La Vida de la Ciencia, iniciada en 1948, e inspirada en las ideas y concepciones del autor. Comprende una serie de ensayos sobre historia de la ciencia y su enseñanza, biografías de Leonardo, Galois, Renan y Spencer, y el conocido trabajo del autor sobre Oriente y Occidente en la historia de la ciencia.
Archives Internationales d’Histoire des Sciences, Cinquième Annéc, nº 18-19, Paris, Janvier- Juin 1952.
A. Agostini, Una lettera inedita di G. Leibnitz; Anneliese Maier, Das Lehrstück von den “vires infatigabiles” in der scholastischen Naturphilosophie; R. Hooykaas, The species concept in 18th. century mineralogy; F. S. Bodenheimer, Xenophon in the history of biology; C. Heymans, Une lettre autographe de Pasteur; N. Sehsuvaroglu, Aperçu sur l’histoire de la quarantaine en Turquie; S. Yajima, Cours d’histoire des sciences au Japón; F. F. Lopes, La conception geographique de Duarte Pacheco, auteur de l’Esmeralde; M. Daumas, Les corps des Ingenieurs brevetés en instruments scientifiques (1897). Documents officiels. Comptes rendus critiques. Notes et informations.
Archives Internationales d’Histoire des Sciences, Paris, Juillet-Décembre 1952.
R. J. Forbes, The “Precisión”, element in the History of Science and Technology; G. Bouligand, Attitudes de la Pensée mathématique et Histoire des Sciences; R. Barbe, Recherches sur les origines arithmetiques du Yi-King; B. Rochot, Beeckmann, Gassendi et le principe d’inertie; A. M. Gouchon, L’unité de la pensée avicennienne; E. H. Ackerknecht, Maladies et Sociétés; A. Elton, The rise of the Gas Industry in England and France. Documents officiels. Notices nécrologiques. Correspondance. Comptes rendues critiques. Notes et informations.
HISTORIA DEL DERECHO
Abelardo Alonso Carriquiry, Historia del Derecho Argentino, Buenos Aires, Perrot, 1952, 269 págs.
Las primeras páginas están dedicadas a examinar la importancia científica y práctica de la historia del derecho, como también la historia externa e interna del mismo, sus concepciones genéticas y sistemáticas, etc. Se estudian luego las fuentes de la historia del derecho y su clasificación, y las que se denominan ciencias concurrentes de la historia del derecho.
Federico Patetta, Storia del Diritto italiano-Introduzione, Torino, G. Giappicheli, 1947, 290 págs.
En esta edición postuma, realizada al cuidado de L. Bulferetti, el autor comienza estudiando los elementos definitorios de una historia del derecho peninsular, para examinar en seguida los diversos ingredientes que contribuyeron a la formación del derecho italiano. Después del examen de los precursores medioevales y del siglo XVI, se detiene en el análisis, cuidadoso y altamente revelador, de figuras tan importantes como las de Bacon, Leibniz, Gravina, Vico, Giannona, etc. Más adelante se encara el estímulo que significó para el derecho italiano el aporte de Montesquieu y la Escuela Histórica alemana: Hugo, Savigny, Thibaut, Hegel, Bluntschli. Por último se detalla la influencia de esta escuela sobre la doctrina de Francia e Italia, cerrándose la obra con un apéndice que contiene la mención de obras de autores extranjeros que de alguna manera se han reflejado en el derecho itálico. Excelente y profusa bibliografía europea.
Enrique Luño Peña, Historia de la Filosofía del Derecho, 2 v. Barcelona, La Hormiga de Oro, 1949, 320 y 442 págs.
Contiene un amplio material de estudio y enfoca el desarrollo de la filosofía del derecho a partir de sus más remotos orígenes. Comienza por separar de modo sistemático el área de la filosofía general, de aquella otra, más estrecha y especializada, que corresponde a la Filosofía jurídica. La parte propiamente histórica se inicia indagando los primeros rastros de esta disciplina en los pueblos orientales, en Grecia y en la filosofía helenísticorromana y luego su posterior desarrollo a través del cristianismo. Tal la materia que contiene el tomo I. El lector podrá tener una idea de la minuciosidad, de ningún modo exenta de interés vivo y actual, que el autor confiere a su obra, si se percata de que el tomo segundo se dedica a estudiar unos pocos temas fundamentales en los que el análisis y la fundamentación de los juicios se extrema hasta el detalle, cuyos grandes temas son: La filosofía del derecho en la Edad Media, luego en el Renacimiento, con especial referencia a España, y los dos grandes apartados, concernientes a la Escuela del Derecho Natural y la Escuela del Derecho Racional. Se clausura la obra analizando la filosofía del derecho en los siglos XIX y XX. a través de sus diversas expresiones nacionales.
Carlos Mouchet y Miguel Sussini (h.), Derecho hispánico y “common law” en Puerto Rico, Buenos Aires, Perrot, 1953, 134 págs.
Comienza demostrando el interés que existe en ordenar el estudio del derecho en Puerto Rico, para pasar luego a reseñar los fundamentos del derecho público y privado en aquel país, durante la dominación española; seguidamente se analizan los caracteres del derecho público portorriquense desde la ocupación norteamericana hasta el año 1952. Gran interés tiene el capítulo referente a la creación del llamado “Estado libre, asociado”, como también el relativo al examen del derecho privado en Puerto Rico a partir de la ocupación norteamericana. Por último se formulan algunas reflexiones acerca de la influencia del derecho angloamericano sobre el de origen español. Se incluye un Apéndice con los textos legales aprobados por la Convención Constituyente de Puerto Rico.
Roberto A. Tekán Lomas, Las ideas penales en Inglaterra en los siglos XVI y XVII, Buenos Aires, Arayú, 1953, 59 págs.
Sirve de introducción a este trabajo una serie de observaciones en las que el autor explica las condiciones en que se desenvolvía el derecho penal positivo de la época. Se detiene así en la consideración de algunas figuras delictivas en las que se demuestra que no existía aún una separación neta en la calificación del delito respecto de los actos simplemente pecaminosos; tal el caso de los delitos sexuales, el duelo o la persecución a brujas y herejes. Las ideas de Bacon sobre interpretación de leyes penales ocupa la porción siguiente del trabajo, que se continúa con las de John Locke respecto a la fundamentación de la legítima defensa, y con la exposición del pensamiento penal de Thomas Hobbes. El último ensayo, de mayor originalidad, está destinado a considerar algunos aspectos que ofrece la obra de Shakespeare desde el punto de vista de la criminología.
Joseph L. Kunz, La Filosofía del Derecho latinoamericana en el siglo XX. Traducción y prólogo de Luis Recasens Siebes, Buenos Aires, Losada. 1951, 228 págs.
Se trata de una historia, expositiva y crítica, del pensamiento jusfilosófico latinoamericano en el último medio siglo. En rigor, abarca un período levemente mayor, puesto que arranca del año 1875, fecha que se toma como punto de partida para indagar las resonancias del positivismo de Augusto Comte sobre la jusfilosofía de Hispanoamérica. Se detallan luego las principales corrientes que corresponden al período contemporáneo, entre las que debe destacarse la de la corriente sociológica y la de la filosofía jurídica neo-tomista. Entrando al examen de direcciones más recientes, se estudia la influencia del neokantismo de Marburgo y se engloban, un poco arbitrariamente, los trabajos de Stammler, Del Vecchio y Kelsen. Es interesante la exposición del movimiento fenomenológico dentro de tal disciplina, a través de las tesis de Husserl, Scheler, Hartmann N., Dilthey, Heidegger, Ortega y Gasset, etc. La última parte del libro da cuenta de los esfuerzos realizados en el terreno de la filosofía del derecho en los principales países de Iberoamérica.
Es obra altamente informativa, pero se echa de ver en ella las frecuentes infraestimaciones y sobreestimaciones que padecen quienes no provienen originalmente del ámbito espiritual que se analiza, el cual es bien conocido por referencias.
HAN COLABORADO EN LA PREPARACION DE LA BIBLIOGRAFIA
Ramón Alcalde, Luis Aznar, José Babini, Nicolás Babini, Ana María Barrenechea, Luis M. Baudizzone, Werner Bork, José Juan Bruera, Ernesto Epstein, Carlos Fayard, Carlos V. Frías, Jorge Graciarena, Tulio Halperin Donghi, Juan Mantovani, R. M. Albérès, Jorge Romero Brest, José Luis Romero, Norberto Rodríguez Bustamante, Alberto Salas, María Luisa Sommaruga, Juan Carlos Torchia Estrada, Luis R. Vitale y Gregorio Weinberg.
CRONICA
IX CONGRESO INTERNACIONAL DE CIENCIAS HISTORICAS
El congreso reunido en París en 1950 tuvo por rasgo distintivo el interés preponderante por la historia de la civilización, que, fragmentada bajo denominaciones diversas, es tema de casi todos los informes. He aquí el temario: Sección primera, Antropología y Demografía: Generalidades (J. J. Spengler); Antigüedad (André Varagnac); Edad Media (C. Cipolla, J. Dhondt, M. Postan, Ph. Wolff); Tiempos Modernos (Jean Bourdon); Epoca contemporánea (Louis Chevalier). Sección segunda, Historia de las ideas y sentimientos: Antigüedad (Alfredo Passerini); Edad Media (Georges de Lagarde); Tiempos modernos (Henry Guerlac). Sección tercera, Historia económica: Generalidades (Jean Fourastié); Edad Media (M. Postan); Época Contemporánea (Colin Clark). Sección cuarta, Historia Social: Antigüedad (F. W. Walbank); Edad Media (Armando Sapori); Tiempos Modernos (A. J. C. Ruter); Época Contemporánea (M. Malowist). Sección quinta, Historia de la Civilización: Antigüedad (Henri Marrou); Tiempos Modernos (Pierre Francastel); Época Contemporánea (Georges Friedmann). Sección Sexta, Historia de las Instituciones: Antigüedad (J. A. O. Larsen); Edad Media (Robert Boutruche); Epoca Contemporánea (Witold Kula). Sección séptima, Historia de los Hechos Políticos: Generalidades (W. P. Webb); Antigüedad (A. Dupont-Sommer, A. Aymard, J. R. Palanque); Edad Media (Yves Renouard); Tiempos Modernos (Georges Lefebvre); Epoca Contemporánea (Pierre Renouvin). Informes fuera de sección: La guerra (John U. Nef); El mundo eslavo (Philip Moseley ); El trabajo histórico en América Latina (1939-1949) (A. P. Whitaker); Exotismo y primitivismo (Gilbert Chinard).
Pero aun esa extrema fragmentación parece insuficiente: así, la primera sección engloba aspectos que no tienen nada de común entre sí, con el resultado de que mientras el informe sobre la Antigüedad (Varagnac) se ocupa de problemas muy precisos de folklore, el informe colectivo sobre la Edad Media se centra en la demografía. Del mismo modo, en la segunda sección, mientras Passerini hace de la religión en la antigüedad el núcleo de su exposición, y Lagarde informa sobre estudios de historia de la filosofía medieval, Guerlac se referirá a la historia de la ciencia y sobre todo a la actividad de Sarton: esto sin contar algunas ponencias del todo aberrantes; así, la violenta crítica del profesor polaco Witold Kula contra los supuestos de ciertos estudiosos de problemas demográficos que aparece entre los informes de historia de las instituciones. Y el admirable estudio de Georges Lefebvre sobre la formación del pensamiento de Babeuf figura, no se sabe por qué, bajo la rúbrica de Historia de los Hechos Políticos. Todo esto no sería importante si cada uno de estos informes no dejase a la vez un vacío, el del lugar que no debiera ocupar y ocupa sin llenarlo. Un vacío que viene a agregarse a los muchos que implica el plan muy ambicioso de este congreso. Tantos claros hay, que la historia parece ser para el historiador actual no ese terreno unido, con algunas “lagunas”, que gusta de imaginar el erudito, sino una multitud de islas que no quieren seguir aisladas. Una de las necesidades más sentidas en casi todas las ponencias es la de unir ese haz de disciplinas en la unidad viva de la historia. Disciplinas algunas de ellas, como se dice, auxiliares, que dan su apoyo a la historia sin ser ellas mismas historia. Ahora bien, parece evidente que estas ciencias no pueden siquiera prestar auxilio si no son previamente iluminadas históricamente. Esta exigencia es tal vez el sentido utilizable de las críticas de Kula contra la demografía “metahistórica”, pero esa misma exigencia la hemos de ver más concretamente expresada en los informes sobre demografía, violentamente atacados por Kula (así por ejemplo acerca del problema de si debe contarse la población de la edad media por casas o, según el criterio moderno, por individuos: problema de técnica demográfica que sólo podrá resolverse apelando a consideraciones históricas).
Esto en cuanto a las ciencias auxiliares. Pero también en las tradicionalmente juzgadas históricas se tiene muy presente el peligro de una fragmentación. Así el notabilísimo informe de Pierre Francastel sobre historia de la civilización moderna, examen de veras crítico de la reciente historiografía que es a la vez un programa, el de este historiador del arte que sabe que su disciplina sólo cobrará sentido si se resuelve en una “historia” sin adjetivos. O el de Georges Friedmann, que prefiere centrar su asunto en un problema concreto: el de la “civilización industrial”, sobre el cual convergen las iluminaciones que pueden proporcionar disciplinas distintas.
A medida que nos acercamos al núcleo tradicional de la historia política los informes siguen también ellos una marcha más tradicional: examen de la bibliografía en que la crítica sólo aparece como alusión o reticencia. Alusión a menudo arbitraria; así en el informe de Pierre Renouvin, que establece una curiosa imagen bipolar de la historiografía última, cuyos focos serían Charles Seignobos y Charles Morazé. Notemos por último que los informes fuera de sección no son los menos interesantes, particularmente interesará al lector hispanoamericano el de Chinard y el de A. P. Whitaker, que pudo conocer también a través de su reproducción en la Revista de Historia de América.
¿Qué decir de los debates? Sin aludir a los no escasos que han buscado esta oportunidad para proseguir ferozmente viejas disputas, en que el oído menos atento percibe el eco, a veces de los grandes dramas del mundo dividido, a veces de los más menudos de la encerrada vida académica, sin hablar de todo eso, el diálogo fue a menudo un diálogo de sordos. Pero menos de lo acostumbrado, menos, por ejemplo, que en las jornadas de París y Milán que tuvieron por tema las revoluciones del 48. Y por otra parte algo de eso es inevitable si se piensa en todo lo que separaba a los congresistas, no sólo en cuanto a lo vasto e incierto del campo de estudios, en este congreso reunido luego de doce años en que las fronteras han separado —tal como siguen separando— más imperiosamente que nunca a los estudiosos.
Tulio Halperin Donghi
JOURNÉES D’ÉTUDES IIISTORIQUES. PROBLÈMES DE LA NATION FRANÇAISE
El 21 y el 25 de mayo de 1952 se realizaron en Francia las Jornadas de estudios históricos. Más de cien historiadores discutieron sobre los problemas más importantes de la nación francesa.
La primera reunión giró en torno al Antiguo Régimen. Vilar hizo un balance crítico de las mejores obras (Aulard, Hauser, Brunot) y afirmó que el “provincianismo” y el “cosmopolitismo” reflejaban una oposición aún impotente de la burguesía, al mismo tiempo que lo “nacional” lo “patriótico” tomó un sentido revolucionario desde que la burguesía fue lo suficientemente fuerte como para denunciar la crisis del Estado y exigir el poder.
La segunda sesión fue consagrada a la Revolución y al siglo XIX. Soboul hizo un análisis minucioso de las fases de la Revolución, de la descristianización, de la necesidad de una defensa nacional y de la revolución de masas. En el debate sobre la época del desarrollo capitalista, algunos historiadores sentaron la tesis de que Francia, a pesar de un gran comercio colonial, tuvo un desarrollo precoz del capitalismo rural.
En la última jornada se trataron problemas más delimitados: “Opinión Obrera y Problema Nacional en 1870-71” y “Opinión Francesa ante la ocupación del Ruhr en 1923”. Con respecto al primer punto, Dautry presentó un estudio dividido en tres partes: lº) Textos y posiciones de la Asociación Internacional de Trabajadores y de su sección francesa frente a la guerra franco-prusiana. 2º) Pruebas de que estas posiciones eran las de la opinión obrera. 3º) Oposición entre la firmeza de estas posiciones y las debilidades democrático-burguesas.
Estas jornadas arrojaron las siguientes conclusiones: necesidad de estudiar los orígenes lejanos de Francia; de ligar su desarrollo moderno a las fases del capitalismo; de marcar en su historia contemporánea las crisis más fuertes de la burguesía nacional y el papel creciente del movimiento obrero. Además, se resolvió invitar a todas las tendencias a participar en el próximo congreso.
Luis R. Vitale
SEGUNDO CONGRESO MUNDIAL DE SOCIOLOGIA
Organizado por la Asociación Internacional de Sociología y con los auspicios de la Unesco, el Segundo Congreso Mundial de Sociología sesionará en Lieja, Bélgica, entre el 24 de agosto y el lº de septiembre de 1953. Su temario abarca los siguientes campos específicos: a) Estratificación y movilidad social; b) Conflicto entre grupos y su mediación; c) Desarrollos recientes de las investigaciones sociológicas; d) Actividades profesionales y responsabilidad de los sociólogos.
J. G.
CROCE Y DEWEY: POLEMICA
En el número de septiembre de 1952 aparecían simultáneamente en The Journal of Aesthetics and Art Criticism un artículo de Benedetto Croce titulado Dewey’s Aesthetics and Theory of Knowledge y la noticia del deceso de John Dewey, acaecido el 1 de junio del mismo año, a los noventa y dos de su edad. Pocos meses después (noviembre de 1952), moría también el gran maestro italiano, al que por muchos títulos podemos llamar también nuestro. Quedó así abruptamente cortada una controversia que comenzara en 1940 al publicar Croce su crítica de la estética de Dewey Art as Experience. La crítica apareció traducida en Estados Unidos y acompañada por una respuesta de Dewey. En el artículo que hemos mencionado. Croce volvía a la arena, con visible cansancio, para defender su propio sistema y acusar a Dewey de haber llegado a sus conclusiones —coincidentes con las propias— a costa de una trasgresión de las premisas empiristas y pragmatistas de su filosofía. El debate ha quedado abierto, y parece muy posible que otros pensadores afronten una revisión conjunta de las ideas crocianas en materia estética y de su peculiar concepción de lo histórico en el arte, que dieron el cuño a escuelas enteras de críticos de arte y estetas durante las primeras décadas del siglo. Así lo esperan los editores del Journal al invitar a sus lectores a tomar la palabra en favor de Dewey.
R. A.
PROGRAMA DE HISTORIA DE AMERICA
La Comisión de Historia del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, dando cumplimiento a la resolución que la creó (Caracas, 1946) y a los diversos acuerdos de orden panamericano (Lima, 1925; México, 1935; Panamá, 1943; Santiago de Chile, 1950); está preparando, con la ayuda económica de la Fundación Rockefeller, un programa de Historia de América que sirva de base para la enseñanza de la Historia del Nuevo Mundo y para la redacción del texto de la misma, tarea que se ha confiado a la propia Comisión de Historia.
Están trabajando en este proyecto especialistas en los tres períodos en que se ha dividido el programa: indígena, colonial y nacional. En los días 28 de enero a lº de febrero, se reunieron en La Habana como parte del homenaje a José Martí en el centenario de su nacimiento, los colaboradores del programa, para discutir y coordinar los trabajos de la primera etapa (redacción de estudios, bibliografías y temarios por regiones y zonas culturales-históricas). Los trabajos de esta primera etapa están terminados y ya se han impreso cuatro pequeños volúmenes de los 20 que ha de tener la serie (Período indígena: Orígenes por H. M. Wormington, Mesoamérica por I. Bernal y Colombia por G. Reichel-Dolmatoff; Colonial: Hispanoamérica Septentrional y Media, por S. Zavala).
En la reunión de La Habana se señalaron las normas para los directores de los tres grupos, Dres. Comas, Griffin y Zavala, que han de redactar los programas de cada uno de los períodos refundiendo los trabajos previos estudiados en aquella ciudad.
A principio de 1954 se reunirán en México los directores de cada uno de los períodos para, una vez terminados sus trabajos parciales, preparar el programa de conjunto y final que se presentará a la III Reunión de Consulta de la Comisión de Historia.
El programa está enfocado en el sentido de la historia de la civilización, estudiándose América en su unidad y variedad, y como parte de la historia del mundo.
Javier Malagón
SELECCION DE CLASICOS DE LA EDUCACION
Con la intervención de un jurado constituido por 132 profesores de historia de la educación de universidades y “colleges” de los Estados Unidos, dividido en dos grupos para su mejor consulta, se estableció mediante una especial clasificación una nómina de los clásicos de la educación, es decir loe que pueden ser considerados ‘‘Great Books”. Estos son los libros que han dejado honda huella en la historia de la cultura, cuyos pensamientos han determinado grandes avances y han servido de estímulo para el progreso de la humanidad. Considerando que una obra no puede convertirse en clásica sino después de pasados 35 años de su publicación, el jurado determinó que entre 213 obras escogidas, 29 debían ser estimadas como las más importantes, verdaderos “clásicos de la educación”. Los libros seleccionados son los siguientes, en el orden en que fueron determinados:
Rousseau, J. J., Emilio; Dewey, J., Democracia y Educación; Comenio, J. A., Didáctica Magna; Platón, República; Pestalozzi, J. E., Leonardo y Gertrudis; Locke, J., Pensamientos acerca de la Educación; Spencer, H., Educación; Pestalozzi, J. E., Cómo educa Gertrudis a sus hijos; Froebel, F., Educación del hombre; Dewey, J., Escuela y Sociedad; Aristóteles, Política; James, W., Conferencias a los maestros sobre psicología; Locke, J., Ensayo sobre el entendimiento humano; Dewey, J., Cómo pensamos; Quintiliano, Instituciones oratorias; Herbart, J. F., Pedagogía general; Jefferson, T., Proposiciones de educación para la Universidad de Virginia; Aristóteles, Ética; Froebel, F., Pedagogía del Kindergarten; Compañía de Jesús, Ratio Studiorum; Herbart, J. F., Bosquejo de la doctrina pedagógica; Thorndike, E., Psicología educativa; Franklin, B., Proposiciones para una Academia; Dewey, J., El interés y el esfuerzo en la educación; Milton, J., Tratado sobre educación; Bacon, F., El progreso del saber; Mann, H., Veinte informes anuales; Montaigne, M., Sobre la educación de los niños; James, W., Pragmatismo.
Informa sobre el tema George W. Pieper en The Educational Classical, vol. IV, nº 2, Winter 1953.
J. B.
HUMBERTO JULIO PAOLI
El 29 de abril de 1953 falleció en Buenos Aires el doctor Humberto Julio Paoli, miembro corresponsal de la Académie Internationale d’Histoire des Sciences desde 1936.
Había nacido en Lucca (Italia), el 24 de junio de 1876, realizando estudios en la Universidad de Pisa y luego en la de Gante, doctorándose en ingeniería química, farmacia y ciencias naturales.
Inició sus actividades docentes y científicas en 1902, pasando algunos años después a la Argentina, donde realizó, en la técnica y en la ciencia, una proficua labor en especial en los campos de la ingeniería química y de la historia de la ciencia. La Argentina y el Uruguay le deben las primeras instalaciones de fábricas de ácidos minerales, especialidad en la que descolló Paoli y en la que realizó investigaciones, perfeccionó métodos y patentó nuevos procedimientos.
En el campo de la historia de la ciencia, Paoli se dedicó preferentemente a la historia de las ciencias naturales, en especial, americanas, colaborando en revistas y participando en congresos internacionales de la especialidad. Así en Archeion (Roma, Santa Fe [Argentina]), Petrus Nonius (Lisboa) y Rivista di storia delle scienze mediche e naturali (Firenze) ha publicado estudios sobre la obra de Garcia da Orta, Alvaro Alonso Barba, Christobal Acosta, Nicolás Monardes, Francisco Hernández y Francisco Javier Muñiz. Agreguemos que hizo conocer en los Anales de la Sociedad Científica Argentina (Buenos Aires, 1923), con notas y comentarios, traducciones italiana y española del Arenario de Arquímedes.
J. B.
ALBERTO GRIMOLDI
Se cierra este primer número de IMAGO MUNDI con un homenaje a la memoria de D. Alberto Grimoldi, cuyo fallecimiento —el 22 de julio— ha sorprendido a cuantos le conocieron y trataron.
A él se debe que esta revista haya podido ver la luz. Con la generosidad que era en él proverbial, ofreció los medios necesarios para su publicación y resolvió los problemas prácticos que la empresa entrañaba. Pero ocultaríamos parte de la verdad —la mejor parte de la verdad— si no declaráramos más que esta ayuda. Alberto Grimoldi tiene en esta obra —desinteresada obra de cultura— un papel mucho más importante aún. Nos comunicó su optimismo y su confianza en las causas nobles, su inconmovible fe en la amistad, su confianza inquebrantable en el triunfo de la buena voluntad y en la victoria del espíritu, en el que confiaba como sólo confían los que son limpios de corazón. Acaso si nos hubiera faltado su aliento y su estímulo mo ral, hubiéramos desertado de esta empresa.
Porque Alberto Grimoldi representó para nosotros el testimonio de una certidumbre que nos era imprescindible: la certidumbre de que hallaríamos eco, de que quienes no habían hecho del trabajo intelectual su labor cotidiana, estiman ese trabajo y reconocen su trascendencia. Hombre de realidades, acostumbrado a manejarlas con sostenida firmeza y clara inteligencia, Alberto Grimoldi amaba la cultura y era un espíritu abierto a todos los intereses intelectuales. Sus muchas lecturas le habían despertado un agudo sentido crítico y un vivo interés por todos los problemas del mundo, que obraban mesuradamente sobre su ánimo: modificando sus opiniones sabiamente sin trastornar sus actitudes fundamentales, ampliando su horizonte sin alejarlo de la realidad, elevando su pensamiento sin frustrar su capacidad de acción. Acaso no sea frecuente la síntesis que él ofrecía. Y acaso por eso se acercó a nosotros con una bondad y una sencillez de que sólo son capaces los que tienen las ideas claras y el corazón generoso, quizá movido secretamente por la certeza de que tenía un deber que cumplir frente a la sociedad, deber moral que sólo un hombre de sus cualidades podía reconocer y aceptar.
Mucho más allá del reconocimiento que le debemos por el apoyo material que le prestó a esta empresa, ofrecemos a la memoria de Alberto Grimoldi el homenaje que le debemos porque era un espíritu superior, porque creía en el espíritu y porque aspiraba a una humanidad mejor. Desde muy distintos puntos de partida, servimos a los mismos ideales que a él le eran caros. Por eso perdurará su nombre entre nosotros como el de un noble camarada caído.
J. L. R.
[1]Este ensayo forma parte de un libro de próxima publicación, sobre La comprensión del sujeto humano en la cultura antigua.
[2]Para la demostración de estas afirmaciones remito a mi libro anteriormente citado y a mi estudio sobre Platón y el concepto unitario de cultura humana en la revista “Humanitas” de la Facultad de Filosofía y Letras de Tucumán.
[3]Merece destacarse en este lugar la repetida aplicación del nombre de ciencias a las artes o técnicas.
[4]Citamos según la obra de Dujovne sobre Spinoza, cuyo primer tomo apareció en Buenos Aires, en 1942. El entrecomillado corresponde al T. II, pág. 205.
[5]Historia de la Filosofía del Derecho. Madrid, 1894, pág. 149. Vid. igualmente Giovanni Gentile, Los Fundamentos de la Filosofía del Derecho, trad. E. Campolongo, Buenos Aires, 1944, págs. 108-110, donde se refiere al tema bajo el título: “La fuerza como principio del derecho”.
[6]Trad. De J. De Vargas y A. Zozaya, Buenos Aires, Lautaro, págs.. 251 y sigs. Y ss.
[7]Ibid., parágrafos 7 y 9 del capítulo XVI, pág. 253.
[8]Tratado… cit., parágrafo 32, pág. 257
[9]Cit. por Dujovne, op. Cit., T. III, pág. 268.
[10]Ética, parte IV; demostración a la Proposición LXVII.
[11] Tratado Teológico Político, cit., pág. 317.
[12]Debajo del título del Tratado… ya cit., Spinoza colocó la siguiente leyenda: “Contiene varias disertaciones en las que se demuestra que la libertad de pensar no solamente es compatible con la conservación de la piedad y de la paz del Estado, sino que no puede ser destruida sin que al mismo tiempo se destruyan la paz del Estado y la piedad misma”.
[13] “Será un gobierno violento aquel que rehúsa a los ciudadanos la libertad de expresar y enseñar sus opiniones, y por el contrario será un gobierno moderado aquel que les conceda esta libertad” (Tratado Teológico Político, parágrafo 9, pág. 317). Véase sobre toda esta materia, Berolzheimer, Sistema di Filosofia del Diritto e dell’economia; traduzione italiana de Angelo D’Eufemia. Napoli, 1946, pág. 148.
[14]Respectivamente, en Fundamentos de Filosofía del Derecho, op. y loc. Cit., y en El concepto de la Naturaleza y el Principio del Derecho, trad. de M. Castaño, Madrid, 1916, pág. 96 “in fine”.
[15]Giole Solari, Filosofía del Derecho Privado, trad. O. Caletti, Bs. As., 1946, T. I, pág. 53.
[16]Etica, parte IV, Proposición LXVII.
[17]Alusión a los ritos profilácticos que debía cumplir el exorcista para evitar el contagio maléfico de la enfermedad. El ensalmo a que se alude aquí parece ser el que figura en Keilschirfttexte medizinischen Inhalts de E. Ebeling, Berlín, 1923. Termina con el breve ritual siguiente: “Majarás euforbio macho y hembra; lo mezclarás con miel y grasa fina. Cuando quieras acercarte a un enfermo, te frotarás con esto. Acércate entonces al enfermo; ningún mal se te podrá acercar”.
[18] Señalamos el detalle, muy significativo, que en la sobrecubierta, en cierta discrepancia con el título que hemos consignado al comienzo de esta nota, lleva la siguiente indicación: “El Plan Cisneros-Las Casas para la reformación de las Indias”. En verdad, estimamos que este título expresa con mayor fidelidad el verdadero contenido de la obra, en la cual los dos años de gobierno de Cisneros son realmente de primer plano.