Adrogué, 20 de marzo de 1976
Estimado Dr. Balbín:
Varias veces me he sentido tentado de escribirle después de haberlo escuchado, pero le confieso que no me he sentido autorizado para hacerlo. Esta vez, sin embargo, después de sus palabras del martes último, casi me siento obligado a hacerlo para expresarle mi solidaridad como ciudadano y, permítame que se lo diga, mi admiración por su actitud.
Usted nos ha dado una gran lección de alta política. Ha corrido el riesgo de no satisfacer a los que esperaban frases tajantes relacionadas con las cosas del día y se ha situado en una perspectiva del país que nos espera. Ha desdeñado lo anecdótico y, siendo un político activo y militante, se ha sobrepuesto a las preocupaciones y a los intereses inmediatos para mirar con profundidad y grandeza mucho más allá, como hombre que ha sabido aprovechar su larga experiencia y ha logrado una suerte de sabiduría que los argentinos no estamos acostumbrados a descubrir en nuestros políticos. Una vez más ha empezado por el principio, a trabajar para un futuro incierto. Es lo que yo he creído entender de si mensaje: una apelación a la unidad de las fuerzas populares para un tiempo difícil en el que su partido tendrá una grave responsabilidad.
Pero lo que más me mueve a escribirle no es el deseo de glosar sus ideas, las que, sin embargo, quiero estar muy atento. Es, sobre todo, cierta necesidad de decirle, casi como un amigo, cómo me ha conmovido el profundo sentido moral de su mensaje. Otras veces me ha ocurrido lo mismo, con independencia de que coincida o no con sus ideas. En el sórdido clima que vivimos, sus palabras tonifican el ánimo y reavivan las esperanzas. Sobre todo porque su militancia moral no es la del hombre enclaustrado para defender su virtud, sino la del luchador de todos los días, a quien el trajín cotidiano no sólo no le ha mellado su hombría de bien sino que, por el contrario, le ha impulsado cada vez más -eso me ha parecido últimamente- a reivindicar el valor de las actitudes morales.
Nada me autoriza a distraerlo, en estos días tan agitados y tan fatigosos para Ud., con este mensaje que puede parecer un poco inútil. Pero yo sé que no será inútil para Ud. saber que un hombre que no es de su partido y que ha hecho oficio de estudiar la política argentina ha llegado a profesarle una profunda y sincera admiración. Acaso estas líneas le ayuden un poco a sobreponerse a los esfuerzos y a las amarguras que traen consigo una misión y una conducta como las suyas. Al escribirles y hacérselas llegar, yo pago mi deuda con Ud. porque cada cierto tiempo me devuelve la fe en mi país.
Reciba los más cordiales saludos de
JLR
Buenos Aires, marzo 29 de 1976
Señor
Dr. José Luis Romero
Presente
Mi estimado compatriota:
He leído más de una vez su carta, créame que se la agradezco muy sinceramente. No son comunes, por eso resulta tan valiosa. Es verdad que milito en un partido donde me fue posible vivir al servicio de una causa y volcar en ella, sin inconveniente, mi propia vocación. No soy un político en el sentido clásico de su definición, estimo ser, simplemente, un ciudadano con un profundo sentido humano. Hablo un lenguaje sencillo y apelo con frecuencia a los sentimientos, porque a mi juicio, permite una más amplia comunicación con el hombre del pueblo, ayuda a sus razonamientos y alivia su desazón.
Fui derrotado más de una vez, Ud. lo sabe, pero nunca cambié. Tal vez sin decirlo, Ud. no lo olvidó en su carta; aprendí sin embargo que en todas las circunstancias -en las peores más- es útil alentar, porque como Ud. lo dice “siempre se puede empezar por el principio” y en esto sí que soy baqueano. Si la moral es la esencia, invocarla, aún rodeado de la incomprensión y de un sucio materialismo, es un deber irrenunciable de los no interesados, de los no materializados.
La noche que determinó su carta, tenía a mis espaldas una decisión militar. Debía aludir a un gobierno sin escrúpulos, que había herido gravemente las instituciones de nuestra civilización política que todos deseábamos defender y presentía la presencia de nuestro noble pueblo en estado de amnistía, pesadumbre y de inseguridad en sí mismo. Olvidando conveniencias políticas y sabiendo lo despiadada que habría de ser la crítica de los “politicólogos”, de los que esperaban agresiones o de los que querían la lectura de un repetido catálogo de soluciones, quise servir de algún modo la esperanza de los desesperanzados y llamar a la responsabilidad de los que se iban o de los que venían. Su carta me dice que hice bien, por eso me emocionó su lectura, tan cargada de sinceridad y notables razonamientos.
Viviré las horas que vienen de la misma manera, esté Ud. seguro, no me desesperan los días que pasan, me alarman los días inútiles, que ya suman años que se han malogrado en la vida de los argentinos.
Disculpe doctor la demora. La pago diciéndole que ya soy su amigo y esto para mí es un honor, porque sé muy bien de sus valores y de los importantes servicios que ha prestado al prestigio de nuestra cultura.
Cordialmente,
Ricardo Balbín