La historia social. 1959

Acaso convendría comenzar con una aclaración de tipo terminológico, que terminará por introducirnos en el corazón del problema. Lo que finalmente comienza a definirse como una disciplina de cierta autonomía comenzó siendo, apenas, un enfoque singular de los estudios históricos, que surgió confundido con otro enfoques posibles; algunos de ellos cobraron personalidad tan acusada como el de la historia social y otros se quedaron siendo, simplemente, posibilidades del pensar histórico.

La expresión “historia social” no es usada desde hace mucho tiempo. Su designación es relativamente reciente, pero su problemática -hay que convenir- es un poco más antigua. Hay una vieja confusión que acaso convenga recordar porque nos puede servir como punto de partida.

Durante mucho tiempo se ha pensado –mejor, se ha dicho- que la fórmula aristotélica para definir al hombre como un animal político entrañaba una definición de ese adjetivo “político” con un sentido análogo al que hoy le damos. Una lectura atenta de la Política de Aristóteles; una lectura atenta de textos conexos relacionados con su pensamiento en esa materia dentro del pensamiento griego, nos aclara en rigor que la significación exacta de la palabra “política” en este uso se parece un poco más a la palabra “social” que no a la palabra “político” tomado como adjetivo. Lo que Aristóteles quería decir cuando definía al hombre como “animal político” era, no tanto como entenderíamos hoy –una vez precisados los conceptos y realizada cierta discriminación– un ser preocupado fundamentalmente por los problemas del poder, sino, simplemente, un hombre, un ser, cuya tendencia fundamental es la de convivir con sus semejantes y naturalmente, establecer con sus semejantes cierto tipo de relación que caracterizaría la convivencia. Este distingo nos pone sobre la pista del problema.

Lo que se ha llamado habitualmente la “historia” ha sido, generalmente, la historia política; y se ha entendido por historia política una historia de hechos, en que los hechos representan fundamentalmente lucha por el poder. Hoy sabemos que la lucha por el poder constituye uno de los fenómenos típicos de la convivencia social, pero que no constituye de ninguna manera la totalidad de la historia, que no es solamente un conjunto de hechos sino de otros muchos planos de la convivencia social.

En cuanto se ha ido precisando este concepto de lo político como lucha por el poder, que se da siempre en el plano de los hechos, que tienen una fisonomía muy acabada, hay otros hechos de distinta índole que se presentan al observador de una manera más confusa, o por lo menos, de una manera menos precisa y con una fisonomía que le ocasiona al observador una serie de dificultades para su percepción.

En realidad, podríamos decir que en el plano de lo político, la historia percibe con mucha mayor precisión los hechos que los procesos. En cambio, en todos los otros planos de la historia es mucho más precisable el proceso, que no el hecho. Pero lo que ocurre es que el hecho tiene una posibilidad de precisión, una posibilidad de identificación y una posibilidad de ser aislado, muy superior a la posibilidad que ofrece el proceso para ser identificado.

Porque todo proceso no resulta sino de una abstracción; no se descubre y se identifica sino en virtud de una abstracción. Luego, era lógico que el pensamiento histórico comenzara por percibir los hechos, percibiera con absoluta claridad ese plano de la vida histórica en el que predominan los hechos precisables, fácilmente definibles, y tardará más tiempo en descubrir, por detrás de los hechos, los procesos, inclusive en el plano político. Y era lógico también que, una vez habituado el pensamiento histórico a discriminar los procesos, a través y por debajo de los hechos políticos, adquiriera cierta agudeza para descubrir otro tipo de proceso que no es exactamente el político, aunque cada cierto tiempo se filtra como para actuar simultáneamente allí donde se dan procesos y hechos políticos.

De modo tal que lo que llamamos descubrimiento de los procesos, percepción de los procesos, constituye una operación mental que hay que identificar con lo que llamaríamos un proceso de abstracción. Los procesos sociales, los procesos económicos y los procesos culturales no están a la vista en la historia como lo están los hechos; pero todos ellos están además más ocultos que los procesos puramente políticos.

Esto es lo que ha originado esta especie de retardo en la percepción de estos procesos; lo que ha originado que la historia haya sido concebida durante tanto tiempo como historia política. Y esto es lo que ha hecho que sólo al cabo del tiempo haya llegado a identificarse un área de la problemática histórica que tiene que ver con las formas de la convivencia, pero que no ha conseguido durante mucho tiempo – y quizá no del todo todavía – una fisonomía precisa como para establecer un campo de la investigación histórica decididamente definible. Hoy podemos decir que se discrimina en el campo del pensamiento histórico con absoluta precisión, el área de los procesos y, dentro del área de los procesos, se discrimina con absoluta precisión los llamados procesos sociales.


Quizá no tenga un siglo todavía el intento metodológico preciso de delimitar con claridad qué son los procesos sociales. Y en esta ligera referencia que he hecho a las alternativas del nombre y del concepto, quizá haya que agregar a esto una ligera enunciación de algunas alternativas con respecto a los planteos de tipo metodológico que se han dado en la historia de la historiografía.

Se dice habitualmente que ha sido un historiador del siglo XVIII llamado Justus Möser quien precisó, en cierto modo, éste campo de la observación histórica radicado en la observación de los procesos sociales. En su famosa Historia de Osnabrück  Justus Möser hizo un análisis que, en cierto modo, se parece bastante a la discriminación que haría a mediados del siglo XIX Carlos Marx cuando trató de distinguir entre lo económico y lo político. Se trataba, según algunos, de idear una historia al servicio de la burguesía. Entiéndase bien. Se trataba en Justus Möser de escribir una historia que fuera enseñanza para esa clase social que en el siglo XVIII había adquirido un gran desarrollo y, sobre todo, una fisonomía muy precisa, en oposición a lo que se decía habitualmente que era la historia, esto es, una disciplina para enseñanza de los príncipes. Y este matiz vale la pena que sea observado un instante, porque encierra otra de las peculiaridades curiosas de la llamada historia social.

Desde los griegos, la historia tiene un marcado tinte pragmático. Pese a las innumerables digresiones que se han hecho hasta el siglo XIX acerca de su contenido y de su finalidad, la historia ha girado explícita o implícitamente alrededor de aquella formulación de que era “maestra de la vida”. La historia se ha estudiado, ha sido pensada, siempre, en la inmensa mayoría de los casos, como una disciplina con una finalidad práctica; y esa finalidad ha parecido ser la de transmitir las experiencias en el plano de la lucha por el poder, para aquellos que estaban implicados en su tiempo en la lucha por el poder. Se trataba de una especie de recopilación de experiencias para servir a la continuación de este mismo proceso de lucha por el poder, en el que, una y otra vez – vuelvo a repetir – se ha visto lo esencial de la historia.

No es nada extraño que Maquiavelo, político e historiador, haya concebido al mismo tiempo su historia, la historia que se ve en las Historias florentinas, lo historia que se ve en la biografía de Castruccio Castracani, como una enseñanza paralela a la que él desarrolla no solo en El Príncipe, sino también en los Comentarios a la primera década de Tito Livio. La historia pareció una sucesión de ejemplos, y esos ejemplos, naturalmente, estaban destinados a ser aprovechados por quien tenía en la vida de la época el mismo quehacer que tenían aquellos a quienes se juzgaba dignos de ser historiados, es decir, a quienes controlaban el poder político.

Esta finalidad de la historia choca en cierto momento, en el siglo XVIII, a los ojos de algunos observadores; es el momento en que descubren que la historia, aún concebida como simple análisis de las luchas por el poder, interesa solamente al Príncipe, porque empieza a descubrirse que debe interesar a algunos otros agentes de la lucha política que no tienen un carácter unipersonal. Este es el secreto de Justus Möser.

Dice Justus Möser: la historia que se cuenta habitualmente es una historia pragmática, orientada, como ejemplo, para el Príncipe, que es el agente fundamental en la lucha por el poder. Pero el caso es que la historia tiene que ser contada, debería ser contada, a la luz de la experiencia de nuestro tiempo. Tendría que ser contada para otros agentes de la lucha por el poder que no son personajes individuales, y que empezamos a ver que actúan de una manera eficaz; es decir que pueden actuar, y que cuando actúan son eficaces. Agentes que se caracterizan porque sacan su poder, no de su fuerza militar o política sino de otras circunstancias; y cuando trata de localizar cuál es este agente que interviene en estas luchas, al que es menester aconsejar como se aconsejaba al Príncipe para que sepa cómo actuar a la luz de cómo se ha actuado; cuando trata de identificar esto, analiza un grupo social, algo que se llamaba la “clase media”, algo que había empezado a adquirir fisonomía, prácticamente desde comienzos de la Edad Moderna, y que cuando se llega al siglo XVIII ha puesto en evidencia que es el motor eficaz de una serie de procesos que empiezan a separarse del proceso político.

El interés de esta finalidad nueva, la de enseñar a las clases medias, concebidas como agentes de la vida colectiva, consideradas como elemento eficaz en los cambios históricos; el interés por aleccionar a estos grupos sociales, lleva al historiador a observar cómo se han comportado éstos y otros grupos sociales, deslindando en el análisis histórico lo que constituye la sucesión de los hechos políticos que caracterizan la acción estrictamente política – o sea de la lucha por el poder – de los procesos que son más imprecisos, que son más indefinidos y que se manifiestan en el juego, en las relaciones entre los grupos.

Una vez que Justus Möser hubo localizado un grupo social en el que percibió la singularidad de su situación, en el que descubrió cuáles eran los móviles fundamentales de su comportamiento, en el que descubrió que tenía objetivos peculiares de grupo, distintos de los demás grupos que componían el complejo social, una vez que hubo localizado eso, la “clase media”, lo que nosotros llamaríamos la burguesía, pensó que era necesario escribir una historia que le enseñara a este grupo social cómo conducirse, a la luz de los ejemplos que la historia ofrecía de como se habían comportado y movido otros grupos sociales en otras experiencias históricas.

Y este planteo de Justus Möser en el siglo XVIII comenzó a robustecerse, aunque lo cierto es que hay que llegar a mediados del siglo XIX para que se perciban no solo las posibilidades de este planteo, sino también lo que llamaríamos el contorno gnoseológico, es decir, la serie de problemas que lo acompañan y que inciden sobre una posible reordenación de las características de la historia como forma típica de conocimiento.

El tipo de enseñanza que propiciaba Justus Möser, es decir, el tipo de experiencia que Justus Möser consideraba que había que trasmitir a los grupos sociales, a las clases medias para que supieran cómo comportarse, era en realidad un poco indeciso. En general, se entendió que lo que las clases medias debían saber es no tanto cómo se habían constituido, en virtud de que proceso se había constituido como grupo, sino cuáles eran sus formas peculiares de vida. Es bien sabido que la burguesía las había caracterizado con ciertas notas negativas, que consistían fundamentalmente en oponerlas a las formas de vida aristocráticas, originando con esto un planteo de la historia que derivó rápidamente hacia una cosa un poco banal, que es lo que podría llamarse la historia de las costumbres.

Digamos, para dejar sentado este primer mojón, que la historia social ha nacido, en primer lugar, como historia de las costumbres. Ha sido en lucha con Voltaire, pero ha sido concurrentemente con Voltaire, como apareció esta noción. Se descubrió – y es cosa del siglo XVIII – que las formas de vida, las maneras habituales de comportarse, esas cosas que el observador coetáneo desdeña porque le parecen sobreentendidas y sin alcance histórico, comienzan a ser para este nuevo punto de vista, cosas extraordinariamente valiosas. No se le hubiera ocurrido a Tucídides contarnos, al lado de las peripecias de la guerra de Sicilia”, cómo vestían los griegos, qué comían, cuáles eran las formas de sus relaciones cotidianas, cuáles eran las maneras de comportarse corrientemente, todo eso le hubiera parecido a un historiador como Tucídides, situado estrictamente en el plano político, como un tema deleznable para el historiador que todavía se sentía un poco heredero de la épica.

Pero el siglo XVIII está viendo moverse a este grupo social que llamaríamos, que podemos hoy llamar la burguesía, con una gran eficacia histórica como grupo;  está viendo jugar a las clases medias en un proceso que llamaríamos de presión y que está viendo alcanzar a este sector social una situación de preeminencia por encima de las viejas aristocracias en muchos aspectos, no sobre la base de golpes de estado, no sobre la base de hechos políticos fácilmente concretables, sino por la fuerza, por la presión del grupo como grupo y por la imposición a la totalidad de la sociedad de los objetivos del grupo.

Una observación de esta índole conduce al historiador a suponer que lo que se llama la historia de las costumbres es algo un poco menos banal de lo que parece a primera vista, porque empieza por afirmar que las costumbres tienen historia. La afirmación de que las costumbres tienen historia traslada al plano de la historia todo un conjunto de fenómenos que antes no habían sido observados; es decir, traslada al plano de la historia las formas reales, la sucesión de las formas reales de vida.

Y las formas reales de vida, enunciadas como una sucesión de formas, lleva inmediatamente a la suposición de que no cambian arbitrariamente, que tampoco cambian por la fuerza del poder político, puesto que el proceso es distinto, sino que cambian porque cambia en el fondo de la vida social la relación entre los grupos, y que sólo al cambiar la relación entre los grupos se alteran las formas reales de vida.

De modo que, a partir del hecho primero, que es la observación del cambio de las formas de vida, el cambio de las costumbres, para usar una expresión más llana, se llega rápidamente a percibir la significación histórica del juego entre los distintos sectores sociales, con lo cual estamos en posesión de un segundo elemento que ha contribuido decisivamente a precisar la fisonomía de esa disciplina que hoy llamamos la historia social,

Cuando a mediados del siglo XIX varios, numerosos historiadores, descubren el enorme interés de este tema, especialmente [John Richard} Green en Inglaterra – el autor de la Historia del pueblo inglés [1880] – [Gaston] Boissier, Ludwig Friendlander, al terminar el siglo y tantos otros; cuando se empieza a percibir que, por detrás del fenómeno de las costumbres, se esconde un juego sordo pero trascendental entre los grupos sociales, que luchan no por el poder político, en primera instancia, sino antes por imponer su preeminencia como grupo y no sólo a través del poder político, sino a través de lo que llamaríamos el primado de sus intereses y de su concepción del mundo y de la vida, entonces estamos en posesión de los tres o cuatro datos más importantes que la historia social parece plantearnos.

Después de eso, la historia social, la naciente historia social, se preguntó, si esta tensión entre los grupos sociales que originaba todos estos procesos que hemos señalado, que se manifestaba en este hecho primario y visible del cambio de las costumbres, era un proceso autónomo o si por el contrario era un proceso que a su vez obedecía a razones más profundas.

Cuando Marx señala la relación entre lo económico y lo político, cuando lanza la tesis de que el poder político tiene una estrecha relación –que él juzga relación de dependencia muchas veces, y otras veces no–  con respecto a los problemas económicos, entonces los observadores del proceso social -y el mismo Marx, en parte– empiezan a pensar si esta tensión constante entre los grupos que parece constituir uno de los fenómenos sustanciales de la historia ya es independiente de los procesos económicos.

Y al cabo de mucho tiempo empieza a descubrirse que los fenómenos sociales, estos fenómenos de tensión entre grupos, no pueden –como no lo puede el fenómeno político– explicarse por sí mismos exclusivamente, sino que se explican de una manera mancomunada, de una manera estrechamente relacionada con el proceso de las relaciones económicas. Y cuando llegamos al final del siglo, o principios de éste [el XX], el sistema de interpretación de lo histórico se ha enriquecido considerablemente y pasa a ser un lugar común que el proceso histórico, siendo uno sólo, se desenvuelve simultáneamente en varios planos; que tiene cada uno de ellos un distinto ritmo peculiar, y que no puede ser explicado en cada caso sino por una estrecha correlación de sus tres facetas principales: el plano de las relaciones de producción – que caracteriza al proceso económico –, el plano de relaciones entre los grupos sociales – que caracteriza al proceso social – y el plano de la lucha por el poder político que caracteriza al plano político.

De más está decir que este proceso ha seguido adelante y se ha enriquecido descubriendo las relaciones que estos planos de la historia, que nos ponen en contacto con una maraña de hechos mucho más densa de la que creía descubrir el historiador político. Se relaciona de una manera inseparable con un fenómeno que llamaríamos de tipo intelectual, si no queremos decir espiritual. Se relaciona con todos los fenómenos de creación en el orden del espíritu, fenómenos que se caracterizan porque si bien es cierto que tienden a objetivarse creando cosas que salen del espíritu creador y situándose en el ámbito de lo objetivo, lo cierto es que revierten sobre el plano real, porque en cada creación hay implícita una interpretación de la realidad sobre la cual trabajan – lo quieran o no lo quieran – los otros planos más directamente asentados en la contingencia en lo real, pero que no tienen de lo real una visión inmediata, sino que tienen de lo real fundamentalmente una visión conceptual. De modo que todo lo que sea enriquecimiento de la interpretación de la realidad modifica la imagen conceptual de la realidad misma y obliga, fuerza, constriñe a contar con esa interpretación al juego que se da en los planos reales de la historia.

De modo que no debemos quedarnos en esta división tripartita de la historia como proceso que se desenvuelve simultáneamente en el orden de lo económico, de lo social y de lo político, sino que tenemos que entender la totalidad del proceso como una relación entre estos tres planos, y todavía, la relación de estos tres planos con la interpretación de la realidad, es decir, la imagen de la realidad que el hombre está creando de una manera constante y que constituye, como es bien sabido, el elemento fundamental de lo que llamaríamos la historia como cultura.

La totalidad de la observación de estos fenómenos nos conduce a una imagen total de la historia. La historia es un complejo, y si pensamos que la historia es lo que hace ese sujeto que se llama la humanidad, tenemos que convenir en que la totalidad de su creación es lo único que nos interesa fundamentalmente. La historia es, en última instancia como conjunto, una historia de la cultura.

Desde el punto de vista metodológico, constituye una vía segura para llegar a esta imagen integral de lo histórico el haber discriminado convenientemente estos tres planos en el orden de lo real, y de lo fáctico; y estos tres planos se nos ofrecen ahora para la investigación inmediata, como perfectamente discernibles. La historia social es el resultado de esta discriminación y nos localiza uno de los campos sobre los cuales es posible trabajar y en los cuales es posible encontrar uno de los datos más fértiles y eficaces para la comprensión del conjunto.


La historia social no es pues la totalidad de la historia, como no lo era la historia política, como no lo fue la historia económica, como no lo fue la historia de las ideas; la historia social es uno de los planos posibles. Sólo que la indagación del conjunto no se nos da en el orden científico como una posibilidad de captar esencias in totum, sino que se nos da como una posibilidad de síntesis sobre la base este análisis. Haber descubierto las posibilidades de hacer este análisis con absoluto rigor y no confundiendo los planos, constituye un extraordinario progreso.

Sobre las implicaciones conceptuales, o diríamos sobre las implicaciones gnoseológicas y metodológicas de la historia política se ha hablado muchas veces. Sobre las implicaciones gnoseológicas y metodológicas de la historia económica también se ha hablado bastante. Quizá el plano del conocimiento más débil desde el punto de vista conceptual hoy sea el de la llamada historia social. Es aquel aspecto del análisis histórico sobre el que se ha pensado menos, y con menos rigor acerca de su peculiaridad; en este orden de abstracciones que nos movemos, la abstracción de lo social es quizá la que presenta las máximas dificultades. Esta es la razón por la cual yo quiero dedicar un rato a analizar cuál es el problema específico de la historia social, habiendo dejado sentado cuáles son las relaciones de este orden de conocimiento con todos los otros que integran la totalidad del conocimiento histórico.

La historia social no podía definirse mientras lo social mismo no fuera definido. Y como saben ustedes, tras esa confusión, a la que yo empecé refiriéndome y que aparece en la definición del hombre de Aristóteles, la confusión entre lo que es específicamente social, según lo entendemos hoy, y todos los demás aspectos que integran las relaciones de convivencia, se ha mantenido. Esa confusión apenas empieza a discriminarse, apenas empieza a aclararse en el momento en que empieza a definirse en el orden sistemático el problema social; y esto es bien sabido que no ocurre hasta la época de Augusto Comte, con quien empieza a procurarse con claridad la discriminación, la definición de qué especie particular de fenómenos son éstos que llamamos fenómenos sociales.

Naturalmente que el fenómeno ya había sido percibido: ¿cómo podía ser de otra manera? El propio Aristóteles lo percibe, creo. Es evidente, acercándonos mucho más a este término que hemos señalado, que el socialismo romántico lo percibía; es evidente que Saint-Simon tenía una idea de lo que era lo social; es evidente que todo el movimiento de los sansimonianos, Fourier…, que todo este tipo de pensamiento ha tenido una intuición de lo que es lo social. Pero la verdad es que hasta que no se ha intentado una sistematización del problema, la historia social no ha sabido cuál era el concepto que debía manejar. Y el perfeccionamiento de la historia social como disciplina es sólo posterior al auge de la sociología, porque a partir de entonces sabe qué es lo que tienen que historiar.

Pero desgraciadamente la sociología no ha conseguido definir de una manera perfecta su objetivo; si hay una disciplina compleja, si hay una disciplina que tenga todavía graves complicaciones de tipo metodológico y epistemológico, si hay una disciplina que inclusive se maneje en un terreno movedizo, esa es la sociología. Lo cual no quiere decir que su objetivo no sea claro, sino que conceptualmente es muy difícil de apresar. Cien años en el desarrollo de una disciplina no significa que la disciplina no tenga perspectivas ni posibilidades; las tiene e inmensas, pero justamente son inmensas las perspectivas por la riqueza de su material, lo cual hace que la tarea de conceptuar su contenido sea más difícil.

Se ha dicho alguna vez que el problema social reside fundamentalmente en la distribución de los valores, entendiendo valores en sus dos sentidos: valores espirituales y materiales; si quisiéramos decir, valores de cambio y valores de estimación intelectual. Se han procurado infinidad de respuestas a esta definición de qué es lo social; pero la verdad es que, al cabo de un largo esfuerzo intelectual para precisar el área concreta de la historia social, podemos decir que se ha llegado a la definición o a la precisión de dos tipos de problemas que, implicando una definición no acabada de lo social, se manejan sin embargo con cierta seguridad con respecto a la naturaleza de su objeto.

La historia, el conocimiento histórico, entre sus innumerables imprecisiones, ha padecido la imprecisión de cuál es el sujeto de la historia. Para la historia universal de tipo especulativo, tal como se da en un Herder, por ejemplo, es evidente que el sujeto de la historia es la Humanidad, con H mayúscula; para un biógrafo, para Suetonio, para [L. Flavio] Arriano, para cualquiera, el sujeto de su desarrollo histórico es el individuo concreto, es Alejandro Magno.

Pero el caso es que la historia que trata de describir procesos políticos tal como lo viene haciendo desde Tucídides, ha naufragado siempre en la tarea de precisar a quién le corresponde, a quien se le atribuye como protagonista, todo eso que se relata como hecho, todo eso que se relata como devenir de alguien a quien se le da el nombre, pero sin precisar su naturaleza sociológica. ¿A quién le ocurre la historia de Grecia? A los griegos; pero en cuanto nos enfrentamos con esta realidad nos planteamos: ¿y sociológicamente, quiénes son los griegos? Porque no sólo los griegos tienen una larga historia a través del tiempo sino que, en cada uno de esos avatares, la composición interna de ese grupo tiene una pluralidad, y en consecuencia corremos el riesgo de atribuir a un sujeto lo que a ese sujeto no le ha correspondido. ¿La historia que se relata de los griegos en Tucídides, le ha ocurrido a todos los griegos o le ha ocurrido a una pequeña minoría, a un pequeño sector de lo que en ese momento eran los griegos, en tanto que otro considerable número de sectores era totalmente ajeno a este proceso?

Pues en relación con esta formulación, en relación con el fenómeno de quién constituye el sujeto de la historia, la historia social empieza por descubrir la aplicación posible de lo que en sociología constituye la teoría de los grupos. La historia le ocurre a ciertos grupos. Cada historia de las muchas historias posibles le ocurre a un grupo. La historia como conjunto le ocurre al complejo de los grupos y no es en consecuencia la historia de uno sólo de ellos, sino a la historia de todos ellos, o la historia de las relaciones entre ellos.

En esta historia que se refiere a los grupos, tomados individualmente, o tomados en sus relaciones recíprocas, se aprecian sustancialmente dos enfoques posibles, que el pensamiento histórico no ha terminado de definir metodológicamente y que inclusive juegan en la cabeza de muchos historiadores como dos posibilidades simultáneas, como dos posibilidades equivalentes, que sin embargo no lo son. Una es lo que llamaríamos el análisis de las situaciones; otra es el análisis de los cambios. Obsérvese la significación que tiene esta observación.

Para un historiador tradicional -digamos Maquiavelo en el siglo XVI- escribir la historia de Florencia era escribir la historia de lo que ha ido pasando, según un único esquema ordenador, que es el tiempo calendario. Esto ocurrió este año, esto ocurrió este otro año, esto ocurrió este otro año: es el esquema ordenador de los Anales, o el esquema ordenador de la Crónica. De pronto nos encontramos con que, otros antes que él, pero sobre todo Voltaire, un día dice: voy a estudiar la época de Luis XIV; y estudia la época de Luis XIV y con eso se enriquece enormemente el panorama del pensamiento histórico.

Pero entonces entramos en un conflicto, en un agudísimo conflicto desde el punto de vista metodológico. ¿La historia se debe fijar fundamentalmente en el análisis de situaciones que tienden a ser estáticas a los fines del análisis, o la historia tiene que manejar procesos que naturalmente son dinámicos y que la historia debería tender a conservar en la totalidad de su dinamismo? En realidad, si se observa la producción historiográfica de los últimos cien años se descubre que este distingo metodológico no ha sido hecho. Un historiador empieza a parecer en los últimos años más maduro, más comprensivo, más profundo si se localiza en el análisis de una situación; y se supone que es más trivial el historiador que hace crónica, es decir un relato de hechos encadenados siguiendo el esquema del tiempo calendario.

Sin embargo, no es necesariamente así. Lo que ocurre es que están jugando dos criterios, y estos dos criterios no se dan con absoluta claridad, sino en el plano de la historia social. Porque es la historia social la que nos enseña, las que nos pone sobre la pista de que el desarrollo histórico le ocurre a un sujeto complejo, un sujeto prácticamente inasible, al que hay que cercar, al que hay que tratar de aprehender, un poco sorprendiéndolo en sus relaciones multiformes. Y este sujeto son los grupos; grupos que como es bien sabido no tienen una constitución pareja ni en un instante. Porque simultáneamente todos pertenecemos al mismo tiempo a innumerable cantidad de grupos, inclusive a grupos antagónicos, como por ejemplo el grupo de los que bajan de un ómnibus y el grupo de los que suben; cada uno de nosotros pertenece a los dos, unas veces a uno y unas veces a otro, y cuando pertenecemos a uno tenemos intereses antagónicos con respecto al otro; porque cuando somos de los que bajan creemos que primero hay que dejar bajar y cuando somos de los que suben aspiramos a subir lo antes posible.

Pues llevado esto a sus últimas consecuencias – y el ejemplo es bastante claro – nos encontramos con que el sujeto a quien le ocurre la historia es no sólo un conjunto de grupos, sino un conjunto de grupos caracterizado por la presencia simultánea de diversos individuos, por la presencia de individuos que simultáneamente pertenecen a dos o tres o más, y que simultáneamente tienen intereses contrarios.

De aquí que frente a este fárrago haya una tendencia a decir: el análisis profundo no lo puedo realizar sino en el momento en que detengo la historia; localizo los grupos, ubico a cada individuo en el suyo, y por abstracción supongo que todos los que están en cada uno de los grupos tienen intereses homogéneos y que no hay grupo que esté compuesto por representantes de intereses antagónicos, y entonces intento una cosa que -muy mal llamada- ha sido considerada como historia de la cultura.

Se ha dicho: voy a hacer un análisis de una época, y con esto se ha querido decir: voy a hacer una descripción, dando por sentado que el proceso de la historia puede detenerse y que es más importante hacer el análisis de una época detenida, simplificada en cuanto a la complejísima estructura de sus grupos, que no la historia que tiende a percibir la totalidad del juego dinámico y que tiende a referirse a los distintos grupos en juego recíproco.

En realidad este es un cambio más fácil, pero obsérvese que, en la medida en que el pensamiento histórico tiende a la descripción de formas estáticas, deja de ser historia y se transforma en algo que podríamos llamar -si quisiéramos darle un nombre importante- morfología de la cultura.

La historia tiene en este momento una cierta tendencia a variar, a dirigirse hacia una morfología de la sociedad y de la cultura, pero esa no es su misión. Su misión es la otra; su misión es la percepción, la captación y la comprensión de los procesos. Sólo que tiene que saber cómo hacerlo para no empobrecer en cada proceso sus contenidos y mantener la riqueza de los contenidos sin detener su marcha. Esto no es fácil naturalmente, pero se aclara inmediatamente en cuanto partimos de la base de que el historiador que hace descripción morfológica ha tomado generalmente determinados períodos.

Obsérvese bien: ¿qué es lo que el historiador quiere analizar cuando se propone este análisis? Bueno, analiza la época de Pericles, analiza la época de Augusto – son tópicos –, analiza la época de Luis XIV, analiza la época de la Reina Victoria, y si rastreamos un poquito descubrimos que el historiador se siente tentado de hacer esta clase de análisis cuando observa lo que sociológicamente llamamos un período con bajo índice de movilidad social. Un período de un bajo índice de movilidad social es lo contrario de un período de alto índice de movilidad social, es decir, un período en el que lo que predomina es el cambio. Aplicar a una época de cambio este criterio metodológico sería un fracaso.

Es importante descubrir que no se puede adjudicar a la historia un tipo metodológico que no sirve sino para determinadas situaciones. La historia social tiene que contar con estos dos objetivos, que corresponden a situaciones que se pueden definir con alguna claridad. La historia social tiene que tener una cierta tendencia a comprender – esta es su misión como la de toda historia – lo que llamaríamos las situaciones en las que predomina la estabilidad, es decir, aquellas situaciones que tienen un mínimo de aceleración en el cambio social. Pero aún en ésas – llámese época de Pericles, o llámese época de Augusto – hay que contar con que no es posible el análisis estático ni la descripción morfológica. Se puede acentuar el análisis morfológico – sin que esto sea fundamental – en la medida en que la estructura social es más firme, y en consecuencia se puede precisar con un poco más de claridad qué es lo que le ocurre a cada grupo, o sea, cual es la historia de cada grupo, poniéndolo en orden y estableciendo las correlaciones.

Pero siempre que partamos de la base de que este análisis de la comprensión de las épocas en que predomina la estabilidad, es decir épocas de un mínimo de aceleración en el cambio social, no constituye la totalidad de la función de la historia. Esto es nada más que una instancia, en la que conviene que nos detengamos porque en la medida en que podemos observar un momento de estabilidad social es posible que podamos definir con mayor precisión los elementos del juego. Pero lo importante es no perder de vista el otro de los objetivos, que es el análisis de los períodos de cambio, es decir el análisis de los períodos en donde la sociedad no puede ser analizada desde el punto de vista de su situación, sino que tiene que ser analizada sustancialmente desde el punto de vista del cambio mismo.

Este sería el corazón del problema de la historia social. Un enfrentamiento con el problema real de quiénes son los protagonistas de la historia, entendiendo por tales aquellos a quienes les ocurre realmente, y no por abstracción, lo que la historia cuenta. Si me propongo contar la historia de los griegos, entonces debo contar la historia de la totalidad de los grupos de los griegos. No importa que esto esté en la formulación ni en los títulos; lo importante es que el análisis se dé de esta manera. Lo importante es que se diga: todo este proceso político que voy a poner en orden, es un proceso político que afecta, que tiene como protagonista a este sector, este grupo; pero esto que yo lo puedo contar como lo que llamaríamos la historia exterior, esto tiene como correlato todo el complejo de problemas que implica la relación de este grupo a quien le ocurre esto, con todos los otros grupos a quienes le ocurren otras cosas, cosas que a veces no se pueden relatar, no se pueden relatar de manera muy precisa.

¿Cómo se puede relatar de manera muy precisa lo de soportar el hambre, o soportar la opresión? ¿Cómo se puede contar de manera muy precisa lo de descapitalizarse, lo de estar en situación deficitaria permanente? ¿Cómo se puede contar de manera muy precisa el proceso de desplazamiento? ¿Como se puede contar de manera muy precisa el proceso por el cual las clases medias se proletarizan?  ¿Cómo se puede contar, a la inversa, cómo en el seno de determinado grupo social se produce un acrecentamiento de poder social -como el caso de la burguesía desde el siglo XVI hasta el XVIII o hasta el XIX-: un ascenso de poder social que acompaña al poder económico en una cierta medida y no en todas, y que se mantiene separado de la lucha por el poder político?

Este proceso es mucho más difícil de contar, pero es evidente que yo no cuento la historia del siglo XVII francés si yo cuento la historia del reinado de Luis XIV y me olvido de esta lucha por el poder económico, por el poder social, y por el poder político que se está dando en el sustrato de toda esta armazón, del cual lo único que parece digno de trascender es esto que hace la comunidad como un pretendido conjunto, cuando la coherencia de ese conjunto no resiste al menor análisis.

Creo que estos serían los dos aspectos fundamentales para identificar una historia social. Una historia social tiene que localizarse en el análisis de los grupos, en el análisis de sus condiciones de vida para empezar, en el análisis de sus relaciones, en el análisis de las relaciones entre el individuo y el grupo y tender a una aclaración de lo que se llama la lucha por el poder social, que a diferencia del poder económico o del poder político, apenas se institucionaliza, y como apenas se institucionaliza, resulta infinitamente más difícil de percibir que el predominio en el campo económico o el predominio en el campo político, en dónde las relaciones son mucho más fijas y se institucionalizan.

Localizados estos grupos, localizados los objetivos en esta lucha por el poder social, que cuaja en la idea de prestigio, nos queda por intentar el estudio del proceso social, partiendo de la base de que tenemos que buscar la manera de resolver metodológicamente esta doble instancia: la comprensión de las situaciones creadas sobre la base de una sociedad estabilizada, con un mínimo de movilidad social y un mínimo de cambio, y la comprensión de los procesos de cambio que se dan en sociedades inestables, en donde la movilidad social se acentúa y en donde lo sustancial es en consecuencia el cambio.


Acaso quedara por establecer cuáles eran las relaciones del fenómeno social con los fenómenos económicos y políticos, pero creo que he distraído la atención de ustedes demasiado tiempo,  me atengo al enunciado estricto de este tema y lo doy por concluido aquí.