SANTIAGO KOVADLOFF
Mi recuerdo de su figura es difuso. Y, sin embargo, aún en esa bruma, indeleble. Un hombre más bien bajo, un traje gris y una pipa vivaz que iba de una mano a la otra. Fui su alumno en 1964, en la Facultad de Filosofía y Letras.
No diría que despertó en mí el interés por la Historia. Sí aseguraría que con su enseñanza lo consolidó. Le debo, en ese sentido, una alegría indeclinable. Ella perdura en mí con la intensidad de entonces, más de medio siglo después.
Hoy solo quiero recordar su prosa. Mejor aún: recordarlo íntegramente esbozando una breve meditación de su prosa. José Luis Romero fue, supo ser, un ensayista. No escribió monografías. Rehuyó los tratados. Se dio a leer como un pensador para quien el pasado no terminaba nunca de reconfigurar su semblante y aconsejaba, en esa medida, un acercamiento que, sin renunciar al juicio propio, prefería distanciarse de las tentaciones de la certeza.
Leyéndolo, con los años, fui encontrando en su expresión los rasgos distintivos del ensayista cabal. Subrayo, entre ellos, uno: el de hacerse ver, sin pausa, como intérprete de los hechos, como un hombre que propone aproximaciones y rehuye todo presunto monopolio de la verdad sobre ellos. Esa “sólida estructura documental” que él tanto valoraba resulta, en sus libros, tramitada por una indeclinable necesidad de comprensión antes que por la ilusión de haberla alcanzado de una buena vez.
La Edad Media ilustra su predilección por la reconsideración crítica del saber alcanzado. Su saludable inconformismo era proverbial. Se diría que su lema como intelectual fue ese: sabe quien no termina de aprender. Romero se resguardó siempre del espejismo de lo inequívoco. Por eso encontró en el ensayo el género que mejor se adaptaba a su temperamento y a sus convicciones. El que conciliaba todas sus inquietudes expresivas y analíticas.
Su estilo literario es terso, hospitalario. Claridad y sugerencia son atributos permanentes de su enunciación. Al recorrer sus páginas, se lo ve meditar, explorar, ir en pos de aquello que lo convoca sin el afán de sostenerlo en un pronunciamiento terminal. Si es cierto que, al narrar, no desconoce el rigor, no menos lo es que sabe apartarse de la solemnidad del decir académico. Romero escribe para cualquiera que esté dispuesto a compartir con él la aventura de pensar.
No es de extrañar, por eso, que Félix Luna se haya interesado en sostener con él esas Conversaciones imperdibles que se editaron en 1976. Y acierta el autor de Soy Roca cuando asegura ver en Romero a “una especie de Borges de la Historia”. Laberintos, incesantes reconfiguraciones de la identidad argentina y latinoamericana, la emoción de interrogar el pasado desde las urgencias de un presente en el que también palpita la eternidad de los conflictos humanos, respaldan esa caracterización de nuestro ensayista. ¡Y ese desapego incesante, saludable, tan suyo, a las simplificaciones! Cuando Luna le pregunta para qué un medievalista en la Argentina, Romero le responde (y su sonrisa se deja adivinar): “Me inclino a creer que solo un medievalista puede entender la Historia Argentina…”
Si dije que la suya es una palabra hospitalaria no solo se debe a que está abierta a quien quiera frecuentarla. Lo dije también porque Romero, al escribir, es siempre incitante. Promueve la interlocución con sus ideas. Al leerlo, se lo escucha. Su tono es siempre el de un humanista en quien el pensamiento se despliega hilvanando amenidad y discernimiento; amenidad nacida del deleite de investigar, discernimiento de las complejidades de un pasado que guarda y revela a la vez sus secretos, sus rasgos, su parentesco con la actualidad.
La sencillez y el refinamiento se hermanan en su estilo pausado, ajeno al desborde de la hipérbole tanto como a la apatía que priva de pulsaciones a la expresión. Ni amaneramiento ni facilismos: elocuencia sí, en el mejor sentido de la palabra. Y siempre esa convicción tan aleccionadora, de que el pasado pide sin pausa una mirada más, revisión, replanteo, una nueva visita adonde se cree haber estado ya suficientemente.
Al caracterizar El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, Romero escribe: “Debo considerar, pues, este estudio como un ensayo, como una especie de bosquejo sobre el que habría que trabajar largamente.”
Insisto: nuestro autor no renegó nunca del valor provisional de sus planteos. Sería erróneo, no obstante, adjudicar a sus ensayos un carácter vacilante. Su desapego a la certeza no privó de admirable solidez a sus pronunciamientos.
Si, como se ha dicho, la Historia existe porque la escriben los historiadores, no menos lo es, entonces, que según sean los atributos de esa escritura así será el semblante del pasado que llegue hasta el lector. El fraseo de Romero, asentado en un pensamiento que no deja de ser conjetural, lo revela como un hombre que sabe interrogar lo que investiga y como un lector de amplísimo espectro. La literatura, artísticamente entendida, también encontró en él a un frecuentador insaciable. Sabía discernir la voz de un autor y captar en ella el latido de una época, ya fuera la de un poeta, la de un cronista o la de un creador de ficciones.
Desde sus primeras páginas, José Luis Romero se convirtió en un escritor que desplegó con acierto su sensibilidad de ensayista en la historiografía. Sabía que las palabras dan vida o privan de ella lo que tocan. Y su empeño fue, en sentido eminente, transmitir a sus lectores la emoción de pensar. Al igual que tantos argentinos, estoy persuadido de que supo lograrlo admirablemente.