La cultura de Occidente en la visión de Francisco y José Luis Romero

ROBERTO J. WALTON
Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires

Francisco Romero (1891-1962) describe “el conjunto de notas o propiedades que configuran y definen el Occidente adulto”, y observa que ese conjunto “se deja reducir a tres principios o modos capitales: el intelectualismo, el activismo y el individualismo”.[1] Esas notas se contraponen a las de otras culturas.  A diferencia de un examen centrado en los resultados y los contrastes con otras culturas, José Luis Romero (1909-1977) se ocupa principalmente de los legados que confluyen en la cultura de Occidente y en su desarrollo histórico que tiene un rasgo característico en la constitución de la mentalidad burguesa. Al analizar el legado de la romanidad a la cultura de Occidente, destaca que está en la base de “un activismo radical, y, a partir de cierta época, un individualismo acentuado”.[2] Con esta doble perspectiva del filósofo, con su interpretación más cercana al análisis morfológico-estático y el historiador, con una interpretación ante todo histórico-genética, nos ocupamos en este trabajo de (1) la caracterización de la cultura de Occidente en su madurez y génesis, (2) el desarrollo del individualismo en la filosofía y en fenómenos de la Edad Moderna, (3) el intelectualismo como expresión del individualismo en el plano teórico, (4) el activismo como reflejo del individualismo en el plano práctico, (5) la crisis que caracteriza el momento presente de la cultura de Occidente y cuyo examen ha sido un tema muy destacado en las reflexiones de uno y otro, y (6) la salida, plena de convergencias, que ambos proponen para esta situación de crisis.

1. Madurez y génesis

FR coloca a la cultura occidental, junto a la cultura índica y la cultura china, entre las tres culturas que se presentan con excepcional preeminencia. Las tres comparten dos notas comunes porque se difunden en zonas territoriales sumamente extensas y tienen una larga duración. A la extensión se añade la capacidad de aglutinación y de colonización cultural porque ingresan en ellas núcleos originariamente extraños ya sea en forma total o por aceptación de algunos contenidos esenciales. La duración implica una vida muy dilatada en la que persisten signos de plena vitalidad. Las tres culturas no se anulan a pesar de conmociones o cataclismos históricos porque son expresiones de un alma colectiva que exhibe una afinidad, una coherencia y una solidaridad entre sus partes componentes. Esta fuente única se revela interiormente en una unidad de sentido y exteriormente en una unidad de estilo. La cultura auténtica es expresión de un alma colectiva que la vivifica y posibilita la compenetración de las unidades componentes. Cuando no se da esta compenetración, que protege contra el aniquilamiento por letargo y la disolución por factores dispersivos, se da un ensamblaje de piezas dispares sin una comunidad de raíz que está expuesta a desequilibrios y a la fragilidad. FR aclara que siempre se refiere a las culturas orientales tradicionales, y no a las occidentalizadas.

La cultura índica tiene su centro de gravedad en la intuición y valoración de una totalidad cósmica o metafísica. La multiplicidad de los seres, considerada transitoria y aparente, queda desvalorizada frente a la realidad de esta fundamental unidad. Puesto que solo vale el todo indiviso, el tiempo y la historia son ilusiones y la realidad visible y palpable es un sueño. Puesto que el individuo se siente como la palpitación de un todo universal, el propio yo como individualidad es parte de la ilusión.

La cultura china clásica o tradicional presenta una doble raíz metafísica y social. La raíz metafísica se manifiesta en el taoísmo, pero se trata de una doctrina de minorías ilustradas sin difusión. Por eso el dato primario es la comunidad nacional o racial en la que se integran los individuos como miembros solidarios e inseparables. Una primacía de la familia se prolonga con la consideración de los antepasados y los descendientes. Es una cultura “eternista” que paraliza el tiempo poniendo todo presente a la sombra del pasado en una supeditación de los vivientes a los antepasados. Costumbres y ritos se unen al culto de los antepasados para fijar la vida a formas estables y rígidas en las cuales el individuo no puede moverse libremente.

En la cultura occidental, el pasaje de la realidad inmediata a una unidad esencial no es una convicción común sino una aventura metafísica de pocos. Frente a la identificación cósmica de la India y la base social de China, se afirma el sujeto y se reivindica su derecho frente al cosmos y la sociedad: “En las culturas asiáticas, el individuo resigna su ser íntimo o no llega a dejarlo madurar; en la India dice: ‘todo’, y en China: ‘nosotros’. El Occidente dice: ‘yo’. Este yo es su comienzo y su fin, y tanto o más que una posesión, es una tarea infinita, porque incluye la aspiración a abrazar intelectualmente la realidad universal y a lograr en sí y en ella el triunfo del valor”.[3] Mientras que en la cultura de la India aparece una vocación de intemporalidad que niega y desvaloriza el tiempo, y la cultura china se inclina por la eternidad que acepta el tiempo, pero valora la inmovilidad, la cultura de Occidente es temporalista e historicista porque sus integrantes necesitan del tiempo para realizarse: “[…] el Occidente se realiza espiritualmente en el tiempo, y el Oriente, en cambio, en actos ejecutados en intención de intemporalidad y de eternidad”.[4]

En vista de estos contrastes hay una “vasta falacia” y un “inconsciente engaño” en las críticas de Occidente por pensadores que contemplan el Oriente “no solo desde afuera, sino en una lejanía que es, respecto a la propia situación angustiosa, una promesa de evasión”.[5] Es el caso de Theodor Lessing (1872-1933), quien critica la cultura de occidente por una ambición de dominio que se apoya, no en la superioridad del alma, sino en características como la habilidad técnica, la actitud cognoscitiva que separa al sujeto del mundo quebrando una originaria comunicación simpática, la valoración de las nociones de tiempo, fines e historia, y la agitada vida que se proyecta hacia el abismo de la Primera Guerra Mundial. FR insiste en que de esta actitud de rechazo consiste en “hacer chocar una visión realística y negativa del Occidente con una imagen embellecida del Oriente, en la cual los rasgos tomados de sus grandes principios religiosos y metafísicos preponderan sobre los datos de su vida real y concreta”.[6]

El análisis general de la cultura se apoya en una “metafísica de la trascendencia”[7] según la cual la realidad en su conjunto se encuentra atravesada por un empuje o ímpetu. La experiencia nos coloca ante una trascendencia que se afianza y se extiende en el gradual ascenso por la realidad inorgánica, la vida orgánica con su psiquismo preintencional atado a lo meramente vital, y el psiquismo intencional. La intencionalidad permite a un centro subjetivo dirigirse a la objetividad. Se introduce la estructura sujeto-objeto, que, en su objetivación, posibilita una toma de distancia o liberación respecto de la vida orgánica. La intencionalidad aún no-espiritualizada define el ámbito de la naturaleza intencional –tercer estadio de la naturaleza al lado del orgánico y el inorgánico–, y conduce por su propio impulso al ámbito del espíritu que aparece como su complemento o perfección. Más allá de la mera intencionalidad surge entonces la intencionalidad espiritualizada. Por tanto, la cultura exhibe una doble vertiente. Por un lado, tiene su condición de posibilidad en la intencionalidad no-espiritual que es inherente ya al hombre natural. Por otro lado, la cultura alcanza su culminación en aquello de lo que la intencionalidad es una promesa, es decir, el ámbito del espíritu. En este nivel, la cultura no es otra cosa que el conjunto de creaciones externamente objetivadas del ser humano junto con la vida de los sujetos que crean, comprenden, aprovechan, modifican o heredan los objetos culturales.

JLR analiza el legado romano, el legado germánico y el legado hebreocristiano que, en sus múltiples combinaciones, han dado lugar a la cultura de Occidente.

El legado romano es una sólida realidad que ofrece un suelo para la cultura occidental porque aporta estructuras fundamentales. La romanidad había conquistado tierras ocupadas por varios pueblos cuyas tradiciones quedaron subsumidas bajo el orden introducido por los conquistadores. El sistema de valores absolutos del romano logró ser impuesto, con la activa participación del ejército y la religión pública, a esas poblaciones que lo adoptaron como un orden propio. Así, las poblaciones indígenas de Occidente quedaron bajo principios políticos y normas jurídicas que regulaban la familia, el orden patrimonial, las relaciones económicas, la moralidad, los deberes sociales y las obligaciones frente al Estado. Con realismo se organizaron las relaciones concretas del hombre con la naturaleza y de los hombres entre sí. No obstante, si bien se mantuvo en el recuerdo o la literatura, el legado real de Roma estaba debilitado por problemas sociales, económicos y políticos.

El legado hebreocristiano –en el que la religión cristiana incorpora muchos elementos del judaísmo del que proviene– representa una concepción de la vida contraria. A diferencia de la aspiración romana que se orientaba a la realización de los ciudadanos en una comunidad política, el cristianismo negaba el valor supremo de la vida en la ciudad terrestre caracterizada por la vanidad inherente a la riqueza, el poder y la gloria. A ella le contraponía la visión de una ciudad celeste: “Vanidad era pues la vida misma tal como el romano la concebía, y quien se entregaba al cristianismo desertaba inevitablemente de la romanidad, y contribuía a que se secaran las fuentes que habían nutrido su grandeza”.[8] El número de cristianos creció y se organizó la Iglesia para regir una vasta comunidad según el esquema del Imperio romano con su estructura de poder, es decir, una organización eclesiástica con un orden jerárquico que tenía un fundamento divino. El legado cristiano tuvo el carácter de un ideal para el complejo social que comenzó a constituirse y en el que finalmente logró ser acatada.

El legado germánico fue más simple en virtud de que contenía una idea de la vida menos elaborada que posibilitaba un ámbito para un alto grado de libertad y espontaneidad en el que se exalta sobre todo el valor y la destreza. Es un ideal heroico que acompaña la búsqueda del goce inmediato de los sentidos y la satisfacción de los apetitos. Ese ideal fue la suprema aspiración de las autocracias establecidas en los nuevos reinos, pero se produjo una adecuación a las tradiciones romana y hebreocristiana. La moral heroica no fue aniquilada sino subordinada a los ideales del Estado, la Iglesia y Dios.

La primera síntesis entre elementos culturales cristianos y elementos culturales romanos se produjo en las postrimerías del siglo IV y los primeros tiempos del siglo V. Es una síntesis en la que los elementos cristianos adquieren mayor prestigio. A ella sigue una segunda síntesis en la que se incorporan, tras las invasiones germánicas, elementos provenientes de la concepción de la vida que ellas introducían. Los tres legados se conjugan y configuran un estilo cultural nuevo en la Primera Edad o Edad de la Génesis de la cultura occidental, habitualmente denominada Edad Media. Confluyen en la constitución de las nuevas sociedades derivadas de la conquista germánica. Lo hacen con distinta intensidad, y esta diversidad contribuye a la diferenciación de la anterior unidad política y espiritual inherente al Imperio Romano de Occidente. La Primera Edad se desenvuelve entre la crisis del Imperio Romano cristianizado y la crisis del orden cristiano-feudal a partir del siglo XIII.[9]

2. Individualismo

FR señala que la cultura griega y el cristianismo coinciden en la afirmación del valor infinito de la persona. “Conócete a ti mismo” es una antigua máxima de la cultura griega. En el Evangelio se habla de las almas y de Dios como la persona perfecta. En Occidente, los individuos se constituyen como sujetos autónomos en una acumulación de energía que se intensifica en forma permanente. La vida es tarea porque lo que es tiene que acomodarse a lo que debe ser. Desde el Renacimiento, el occidental se erige en empresario del mundo en la realización de una tarea infinita.[10] 

Cada uno de los grandes tramos de la historia de la humanidad se caracteriza por “el comienzo, auge y declinación hasta su agotamiento de una particular interpretación de la realidad y de la vida humana, con su correlativo cuadro de estimaciones, de preferencias y repugnancias”.[11] Esta concepción del mundo es algo adquirido y en parte inconsciente que sumerge al hombre bajo sus tesis y normas que constituyen un fondo indiscutible. La toma de conciencia de esta concepción del mundo, su crítica y la comparación con otras concepciones, implica la pérdida de su carácter vital y de su papel fundamental en la captación de las cosas.

La Edad Media es un período de la historia en que crece y al final declina una concepción del mundo que se caracteriza por la visión de un reino de la perfección y del ideal como sede de una vida plena y dichosa en un trasmundo celeste. Hay una perspectiva de trascendencia que se manifiesta en la creencia, la tradición, la autoridad y el derecho divino.  En la Edad Moderna desde el Renacimiento se impone una concepción del mundo en que ese reino de la perfección y del ideal es una meta a alcanzar, que debe ser realizada por el hombre. El programa postulado es establecido en el siglo XVII, y culmina en el siglo XVIII con la Ilustración. Es un programa de inmanentización contra el trascendentalismo medieval. Manifestaciones de esta tendencia se encuentran en el cartesianismo respecto del saber, en el protestantismo en relación con la creencia, y en el Derecho natural en lo que atañe al poder. Son tres movimientos que afirman al individuo como fuente del conocimiento, de la creencia y de la soberanía. También participa del plan de inmanentización una concepción mecánica de la realidad que tiende a eliminar motivos de trascendencia reduciendo todo a materia y movimiento. Aparece finalmente una generalización materialista del mecanicismo que es anticipada por Hobbes y en la cual la trascendencia es totalmente suprimida. No obstante, perduran de diversas maneras partes importantes de la concepción anterior y resulta difícil detectar su funcionamiento conjunto en diversos niveles sociales. La tarea iniciada en el Renacimiento y orientada a configurar una nueva visión de las cosas y de la vida humana está cumplida en el siglo XVIII: “El occidental, individualista, afirma su ser propio frente a la naturaleza y la sociedad, se siente ente separado, pero no vive exclusivamente de su ser actual, cuyas limitaciones percibe, sino que se proyecta hacia una imagen idealizada de sí mismo, hacia el ideal de la persona o del sujeto universal y perfecto”.[12]

Es central en la filosofía de FR la afirmación de la coexistencia del individuo y la persona. Mientras que el individuo centraliza todo en provecho propio porque crea un campo de fuerza centrípeto a su alrededor, la persona, que encarna el espíritu, es centrífuga porque va hacia lo que es sin interesarse por la apropiación. La actitud espiritual es la más elevada que podemos asumir, y “la persona, con el ejercicio, se convierte en hábito, somete cada vez más la díscola individualidad”.[13] El núcleo del espíritu se encuentra en la persona, es decir, en el ser humano desinteresado que pasa por alto sus propios impulsos egoístas e individuales, y afirma lo que es y lo que vale. En la plenitud y perfección de la persona ha de encontrarse el ideal de la vida humana.  El ámbito del espíritu o de la persona emerge cuando el acto intencional deja de subordinar los objetos a los fines del sujeto, y, dejando móviles o intereses individuales a un lado, comienza a atender a lo que es en tanto es y a lo que vale en tanto vale. La individualidad se asemeja a una escalera cuyo último escalón es la persona cuyos actos intenciones espirituales no solo se orientan a objetos, sino que se rigen por ellos. La estación de partida del occidental es su propia individualidad desde la cual procura “elevarse a la pura realidad de la persona, del espíritu como foco individual, en cuya hondura se refleja el común ser de las cosas y que por su propia índole propende también a la comunidad, no como masa vital indiferenciada y gregaria, sino en cuanto sociedad armónica y libre de personas idénticas, en ser y dignidad”.[14] 

JLR examina un cambio histórico fundamental: “Desde fines del siglo X, en algunas regiones, pero, sobre todo, desde el siglo XI, una clase nueva comenzó a constituirse: la burguesía, modesta, casi insignificante al principio, cada vez más próspera a medida que se ordenaban los mercados y se regularizaban los negocios […] Su ámbito natural fueron las ciudades, que ellos vivificaron algunas veces y otras levantaron como escenario natural para sus actividades y su forma de vida”.[15] La mentalidad burguesa introduce un viraje fundamental en la imagen del hombre. Esto sucede tanto en el mercader que se convierte en burgués, es decir, miembro de una sociedad urbana, como en algunos pensadores que manifiestan un sentimiento individualista como Pedro Abelardo (1079-1142), quien escribe una autobiografía y se considera digno de una historia que le concierne exclusivamente: “Él es uno de los primeros en quien queda documentado un sentimiento violentamente individualista. […] Así como Abelardo descubre que él es un hombre de pensamiento, que lo habilita para conocer y juzgar –un microcosmos, como dirá siete siglos después Goethe–, el burgués se descubre protagonista de un proceso social en virtud del cual se evade de la estructura a la cual pertenece y corre una aventura, igualmente individual cuya meta es el ascenso social”.[16]

La nueva imagen del mundo se manifiesta en tres ámbitos. La poesía lírica, que aparece en el siglo XI, es una afirmación del individuo como un ente que empieza y termina en sí mismo. Se añade el misticismo con su convicción de que es posible, sin instancias intermedias, una comunicación directa del hombre con Dios, y la aparición del retrato en que las figuras de Cristo y la Virgen se transforman en individuos de carne y hueso.

En las nuevas sociedades urbanas se tiene la firme experiencia de que la sociedad no es un organismo compuesto de partes que tienen una función predeterminada, sino que el origen de los nuevos grupos sociales está en los individuos. JLR señala, como experiencia básica de la que surge toda la filosofía del individualismo, que “la sociedad urbana se constituye, delante de los ojos de sus habitantes, por individuos de origen diverso, que se agregan, uno a uno, al recinto urbano y al grupo que en él vive”.[17] Y observa que “la mentalidad burguesa opera una revolución, modificando sustancialmente la imagen del hombre e imaginándolo primero como individuo independiente del grupo, después como individuo con capacidad para correr una cierta aventura y hacer su vida, y luego como individuo identificado e identificable”.[18] A la experiencia de que la sociedad la constituyen los individuos, se añade una segunda experiencia acerca del modo en que individuos aislados llegan a constituir una sociedad cuando se aglutinan motivados por intereses comunes. A formas cooperativas espontáneas siguen otras por medio de las cuales los individuos se someten a reglas establecidas por un contrato. Una tercera experiencia atañe a la determinación de quién manda y del modo de su elección. Así, el poder se constituye sobre un fundamento profano en contraste con la tradición feudal.[19]

Refiriéndose a la nueva forma historiográfica de la biografía como versión alterada de la hagiografía, JLR escribe: “La mentalidad burguesa ha descubierto que el individuo es lo fundamental, que es un microcosmos, que tiene autonomía; vale la pena entonces escribir la historia del hombre que ha hecho cosas extraordinarias, pero considerándolo poseedor de las capacidades necesarias para hacer estas cosas, es decir, como ser de razón y de voluntad”.[20] La siguientes secciones estarán dedicadas a la razón (intelectualismo) y la voluntad (activismo).

3. Intelectualismo

Según FR, la mente moderna se inspira en el reclamo a la razón y la experiencia, el requisito de la autoevidencia, y el prestigio de la matemática como método. La diversa estimación del dato racional y del dato sensible da lugar al racionalismo y al empirismo, que son corrientes en buena medida complementarias. La madurez de la mente moderna ocurre en el siglo XVIII, en el periodo de la Ilustración, en el cual se produce la decantación y resolución del trabajo teórico previo en una concepción del mundo común y generalizada, en la que se recoge lo realizado desde el Renacimiento. Así, el racionalismo y el empirismo se convierten en Kant en los ingredientes de una construcción original. La concepción mecánica de la naturaleza adquiere un enorme prestigio después de Newton, y las tesis del derecho natural se convierten en eficaces instrumentos para la acción política. Se organiza un vasto cuerpo de ideas que se refleja en una nueva actitud emocional y esperanzada. Emerge la concepción de un progreso que se concibe como incremento de la aclaración racional e intensificación ilimitada del poderío humano sobre las cosas mediante el saber y el sucesivo mejoramiento de la sociedad por la justicia: “En el siglo XVIII la nueva situación cobra conciencia de sí, reclama el derecho a afirmar públicamente su existencia y aspira a convertirse en común visión de la realidad e imponerse como una interpretación de las cosas y del hombre radicalmente distinta de la aceptada hasta ese momento”.[21]

El Romanticismo se contrapone a casi todos los principales contenidos de la Ilustración. A la no muy precisa crítica se une el despliegue de nuevos temas que habían sido excluidos en el período previo. Se piensa la realidad como un ascenso que se despliega hasta el hombre, esto es, como una serie de grados que culminan en el espíritu. El fin y destino de la historia es la realización de la idea de humanidad en un vasto desarrollo que comprende la naturaleza. Herder es precursor en esta visión, y Hegel la lleva a su máxima expresión al interpretar toda la realidad como un autodesenvolvimiento de la Idea. La marcha histórica no es un acaecer ciego y causal, sino que posee una finalidad que depende del papel del hombre en la realidad. No se hubiera alcanzado este punto de vista con las estructuras y experiencias de simplicidad, claridad, estabilidad y fijeza derivadas del prestigio del saber matemático.[22]

Una restauración del siglo XVIII, luego del Romanticismo, se produce con el Positivismo, que domina la segunda mitad del siglo XIX. Con este movimiento se alcanza una concepción completa y armónica de las cosas que parecía responder a la doble exigencia moderna de partir de la base ofrecida por la experiencia y responder a las exigencias de la razón: “Deseo únicamente atraer la atención sobre la significación del Positivismo como lograda y cabal visión del mundo y de la vida, como remate y cumplimiento de la Edad Moderna”.[23] El Positivismo excede a la doctrina de Comte y de otros pensadores para constituirse en un clima de época. Si bien tiene su centro de gravedad en ellos, los rebasa porque abarca, junto con los positivistas propiamente dichos, algunos filósofos de la izquierda hegeliana, los cientificistas que pueden formular una filosofía materialista, y pensadores independientes como Taine y Renán: “Lo capital es la doble corriente (con más de un intercambio) del Positivismo riguroso y del cientificismo materialista”.[24] El Positivismo se destaca por su filosofía de la historia que se manifiesta en el materialismo dialéctico cuya característica distintiva es ofrecer un programa de inmediata acción político-social, en la doctrina de la eficacia del medio y el evolucionismo mecánico y cósmico con un énfasis en los motivos biológicos. Es significativo el surgimiento y triunfo del darwinismo cuya trascendencia puede compararse con la de Newton en el siglo XVIII. Hasta entonces la Edad Moderna no había proporcionado una explicación del mundo de lo orgánico por fuerzas y causas, y el darwinismo elimina el finalismo mediante una explicación de sentido causalista y mecánica. Puesto que las leyes de la evolución parecían poder extenderse a todo lo que dependía y procedía del hombre, el transformismo darwiniano es “el mayor acontecimiento del Positivismo”.[25]

A diferencia de las culturas asiáticas en que el conocimiento es intuición y fusión como entrega del sujeto a una totalidad, el yo se convierte en la cultura occidental en el sujeto de una tarea infinita que incluye la aspiración a abrazar intelectualmente la realidad universal. El conocer es un modo de autoafirmación del individuo, que, en la filosofía de FR, tiene su culminación en la objetividad absoluta, en la que el interés cognoscitivo está dirigido solamente a lo que es, esto es, a su significación última e independiente. Se trata de una actitud desinteresada generada por el solo hecho de darse el objeto.[26] De la total proyección objetiva del espíritu proviene su faceta universalista que significa negación de sí mismo y asimilación a la realidad. Al no estar sujeto a la tendencia centrípeta de la individualidad, el ser humano “se siente universalizado, limpio de cualquier particularismo existencial”.[27] El universalismo es aspiración a la totalidad según todas direcciones de la proyección objetiva en el ámbito cognoscitivo, ético y estético.

JLR describe la Segunda Etapa de la cultura occidental –llamada habitualmente Edad Moderna– en relación con el desarrollo de la mentalidad burguesa. Un aspecto de ésta es la creación de una teoría para un nuevo tipo de conocimiento destinado a corregir al realismo tradicional. A partir del siglo XIII se desarrolla con Roger Bacon y Pedro Peregrino un interés por el experimento, sus reglas, y la obtención de datos experimentales legítimamente comprobables como una base para generalizaciones válidas. Emergen una nueva actitud cognoscitiva y una nueva imagen de la realidad de carácter profano. Se pone énfasis en la realidad natural o sensible –es decir, la realidad en sentido romano–, y se supera la visión según la cual la verdadera realidad es la realidad inteligible que se expresa mediante conceptos. Así se afirma la posibilidad de conocer fragmentos de la realidad natural sin recurrir a consideraciones sobre lo inteligible.[28]

De esta manera se asientan las bases de un proceso que, entre los siglos XV y XVI, transforma el método de formación de conceptos en un método para la formulación de leyes en un camino similar al tradicional de la comparación y abstracción, pero en una transición de la teología a la filosofía natural con su saber experimental. Se pone en marcha una concepción dinámica del conocimiento caracterizada por la sucesión de nuevos problemas en que cada planteo se formula sobre la base de un logro anterior. En esta marcha, el tema fundamental de la filosofía es la pregunta acerca de lo que la naturaleza es y el modo en que llegamos a conocerla: “Por esa razón, toda la filosofía moderna es, más que ninguna otra cosa, gnoseología”.[29] El nuevo órgano de Bacon revisa el mecanismo del concepto y establece el mecanismo de la ley como una proposición de validez universal que resume experiencias y permite prever experiencias semejantes. Mediante la creación de condiciones artificiales, el experimento permite producir fenómenos naturales y de este modo obtener nuevos datos.

En los siglos XVII y XVIII surge la pregunta acerca de hasta dónde llega el conocimiento y en qué medida se extiende un encubrimiento. Descartes observa que tengo la certeza de mi propio pensamiento, a partir del cual es posible inferir la extensión inherente al mundo exterior y Dios. Berkeley sostiene que la realidad exterior depende de que sea percibida por alguien. Se destaca un acuerdo entre racionalistas y empiristas en el sentido de que la realidad exterior depende del sujeto en una convergencia que pone límites al realismo tradicional. El Romanticismo fue, en la primera mitad del siglo XIX, una reacción antiburguesa de carácter nostálgico. La resistencia a la Ilustración no se manifiesta en una superación, sino como un retorno al pasado en la afirmación de tradiciones nacionales. Frente a la nueva actitud cognoscitiva se valora la intuición, y frente a la realidad natural asociada con procesos mecánicos se renueva una concepción organicista de la naturaleza.[30] 

En el siglo XIX, con la convicción de que el hombre podría conocer todos los fenómenos y sus causas, emerge una fe positivista que “proviene en parte del sacudón feroz de la Revolución Industrial, en parte del gran progreso de las ciencias que la acompañaron y en parte es propio de la filosofía del Positivismo”.[31] Motivación central de esta corriente es el acrecentamiento efectivo y aún posible del conocimiento, que es concebido de una nueva manera que se apoya en el método científico y se contrapone al realismo de la tradición anterior. Luego de la primera reacción antiburguesa del Romanticismo se asiste a un triunfo de la mentalidad burguesa cuyos signos son “el triunfo del cientificismo y el Positivismo como doctrina totalmente admitida, inclusive por los movimientos obreros”.[32]

4. Activismo

Para FR, más allá de la objetivación aprehensora se encuentra la objetivación creadora. A la aseveración de que algo es sigue el anhelo de que algo sea. Esto significa que el yo como tarea infinita incluye también lograr en sí y en la realidad el triunfo del valor.  El valor es definido como la dignidad que corresponde a un ser o una actividad en virtud de la trascendencia que encarna. Los valores se clasifican en espirituales y no-espirituales. Los primeros son absolutos en el sentido de que no hay valores superiores a ellos. Por su parte, los valores no-espirituales son relativos porque no pueden ser equiparados a los valores superiores. Pero esto no significa que son determinados por los actos valorativos de un individuo o un sujeto de carácter universal. FR defiende la objetividad de los valores, que están fuera del tiempo. Y remitiendo a ideas del pensador uruguayo Carlos Vaz Ferreira, señala que “el progreso espiritual de la humanidad, no sólo es efectivo e indudable, sino que sobrepasa con mucho su progreso material, que la moralidad ha ido creciendo en la historia con ritmo más acelerado que la técnica”.[33]

En las culturas asiáticas, la ética ocupa un lugar subalterno. En Occidente, en cambio, es la expresión y consecuencia de una concepción metafísica de la persona. Se constituye en su mayor parte como una doctrina del deber ser que se contrapone a la casi exclusiva adhesión al ser cósmico o social del asiático. La ética espiritual o absoluta exige que las perspectivas subjetivas tanto del “tú” como del “yo mismo” sean transformadas en la condición objetiva de un “él” o “ella”. Bajo esta determinación, un ser humano no participa en una situación que cae bajo la influencia de particulares intereses o disposiciones subjetivas. En el comportamiento ético, la desvalorización en el juicio moral y la corrección mediante una intervención efectiva son ajenos a un particularismo subjetivo porque se asocian con una decisión en favor de algo que es considerado como objetivamente válido. Queda eliminado el sujeto en cuanto complejo de intereses subjetivos para dar lugar a un sujeto que reconoce la objetividad. 

La proyección ética responde a un asentimiento práctico a la trascendencia del espíritu, es decir, constituye “la expresión suma de un impulso que recorre la realidad y la empuja hacia adelante y hacia arriba”,[34] de modo que “ostentan valor ético aquellos actos en lo que se da explícitamente una adhesión a la trascendencia en cuanto tal”.[35] La ética es material en cuanto establece metas concretas para la actividad en función de valores, y es formal en la medida en que el imperativo ético fundamental se formula de la siguiente manera: “Obra de tal modo que la dirección de tu acto concuerde con la dirección esencial de la realidad”.[36]

FR destaca en el personalismo norteamericano su condición de filosofía del pensamiento y la acción, que se tiñe de una amplia y libre religiosidad y procura un progreso social en la libertad y la democracia. Esto significa examinar la persona en su nexo con el orden social y el progreso histórico propugnando aplicaciones a los problemas más concretos.[37]

JLR observa que el orden cristiano-feudal comienza a incluir elementos de la concepción romana de la vida. Un trasfondo romano opacado se rebela contra la coacción cristiano-feudal. Se produce una crisis que es caracterizable como “una insurrección del legado romano” porque la romanidad “despertó, con la naciente burguesía, que basaba sus posibilidades en el activismo –el activismo romano– y comienza a desdeñar la pura contemplación, y a estimar el mundo más que al trasmundo”.[38] Otra novedad de este momento histórico es el surgimiento de un saber de la naturaleza que asigna a ésta un valor que antes no se le había atribuido, y que ha de posibilitar el descubrimiento de sistemas explicativos ajenos a la teología. En este sentido, JLR subraya la visión de “la realidad como realidad operativa, cuyo comportamiento puede preverse en términos adecuados para la acción”,[39] y escribe: “Naturalismo, activismo e individualismo están en estrecha correspondencia”.[40]

El mercader que progresa y se transforma en burgués es una de las vías de ruptura con la imagen tradicional del hombre. Esta vía se inicia en el pequeño comercio ambulante que asciende porque un individuo ha aprendido que puede vivir desprendiéndose de los vínculos de dependencia y se lanza a una aventura exclusivamente personal. Así se crean en las ciudades formas de vida originales. La gran aventura del burgo consiste en la creación de un sistema de relaciones en un grupo compacto en el que se establecen relaciones cara a cara y se cumple una especie de destino común. Un ejemplo del activismo se encuentra en el proceso de expansión de las ciudades hacia la periferia a fin de sobrepasar los límites del mercado urbano. La nueva economía ofrecía medios que permitían realizar esta expansión y la justificaba por el carácter fructífero de la empresa. El proceso produjo una convergencia entre la clase señorial y la clase burguesa en virtud de una complementación de objetivos y aptitudes. De un lado, la clase señorial basaba su derecho a la conquista en su poder como fundamento último de la posesión de tierras. Del otro, la clase burguesa explotaba las posibilidades ofrecidas por los recursos de la economía monetaria. Este mismo esquema se reitera en la segunda expansión de carácter oceánico en el siglo XV.[41]         

El desarrollo de la actividad del mercado se asocia con un conjunto de factores primarios y fundacionales de la vida económica. JLR enuncia los siguientes cinco. i) La dependencia de la posición en la sociedad depende de la propia posesión, de modo que el ascenso económico implica el ascenso social. ii) El descubrimiento de los mecanismos del mercado y del modo en que el precio refleja un equilibrio inestable entre quienes venden y quienes compran. iii) La progresiva despersonalización de las relaciones entre compradores y vendedores en razón de que la moneda expresa los nuevos bienes y servicios que se intercambian en el mercado urbano. La circulación de los bienes y su velocidad es percibida como uno de los elementos propios de la nueva economía mercantil. iv) La experiencia del atesoramiento que se produce cuando las empresas individuales del mercader o del artesano dan lugar a otras más vastas que requieren mucho dinero para iniciarse. v) La incidencia del poder político en la economía.

La vitalidad y fuerza creadora se manifiesta en la organización de viajes audaces que revelan tierras de las que se toma posesión en un afán de aventura, gloria y riqueza. Otras aventuras podían intentase con el dinero. Por otro lado, la reclusión en talleres para pintura y escultura o en laboratorios contribuye a generar caminos para la aventura y una confianza en los propios recursos. El activismo se manifiesta también en el sueño de Carlos V respecto de un imperio universal.[42]

La mentalidad burguesa hace aportes singulares en el campo de la ética, y, como consecuencia de ellos, la ética comienza a tener una autonomía de la que carecía en la época previa. La forma de vida que le es propia requiere un sistema de normas nuevo que tienen que ver con la vida familiar, la actividad comercial, las relaciones de persona a persona, las formas de cortesía y el respeto a la intimidad. El fundamento de estas normas no es eterno, inmutable y divino, sino que consiste en la convivencia y el consentimiento. Puesto que esta base es débil, aparece el intento de proporcionarle un fundamento racional que sea una contraparte del fundamento religioso y que no está expuesto a los vaivenes de la historia. La elaboración del fundamento racional es una larga tarea que madura en los siglos XVII y XVIII.[43]

JLR se refiere también como rasgo de la cultura occidental a una tendencia a la universalidad que ha asimilado elementos universales provenientes del cristianismo y la romanidad. Se manifiesta de una manera concreta en la aventura emprendida para conocer el último rincón del mundo y someterlo a un experimento de transculturación. Esta toma de posesión práctica del mundo mediante la catequesis religiosa, la explotación económica, el dominio político, la difusión de medios técnicos como la higiene y la medicina, la alfabetización de grandes masas y la tecnificación industrial: “Ese nivel técnico comporta una nueva superioridad práctica, efectiva, anterior a toda discusión sobre los contenidos espirituales de otras regiones de tradición no occidental”.[44]

Un aspecto singular de la mentalidad burguesa, como “una forma de mentalidad que entrañaba una interpretación del pasado, un proyecto para el futuro y todo un cuadro de valores”, es que “estaba arraigada en la certidumbre de que el mundo pasaba por una etapa muy definida de su desarrollo y que era necesario consumarla conduciéndola hasta sus últimos extremos”.[45] Otro aspecto del activismo es la organización de la historia según la idea básica del sujeto que puede identificarse con una comunidad aislada o con la humanidad en su conjunto. Concebida como totalmente autónoma y dotada de libre albedrío, la comunidad funciona como una unidad racional dotada de voluntad. Son, pues, ideas básicas el sujeto, la razón y el progreso concebido como relación lineal entre distintos grados de racionalidad. Individualismo, intelectualismo y activismo convergen en la noción de una razón creadora.[46]

5. La crisis de Occidente

FR propone “una filosofía de la crisis, que eluda las estimaciones parciales e interesadas y parciales y se eleve a una comprensión cabal del ingente acontecimiento”,[47] y también la creación de un Instituto de la Crisis a fin de reunir materiales sobre el tema.[48] La crisis no es solo económico-social sino total y se refiere a los tres rasgos  que definen al hombre occidental. En lo que concierne al individualismo, consiste en la superposición de lo colectivo a lo individual y en el recurso a imaginarias entidades supraindividuales. Respecto del intelectualismo, aunque no concierne a la razón como intento de estudiar la realidad tal como es, la crisis afecta al racionalismo en tanto pretende decretar a priori lo que la realidad tiene que ser. Otros componentes de la faceta intelectual son los avances del irracionalismo y la quiebra de una concepción científica del mundo fácilmente abarcable. En relación con el activismo, la crisis se advierte en la rebelión de los medios contra los fines y su conversión ellos mismos en fines y en la violencia política ante la pérdida de prestigio de la actual organización político-jurídica. Se desvanece la idea de progreso que generó optimismo en una época anterior a la presente.

La crisis es ante todo una crisis de Occidente, pero también una crisis mundial por el papel ejemplar y rector de la cultura de Occidente. El derrumbe del Positivismo es uno de los puntos de arranque de la crisis. Ciertas justificaciones del avance humano han resultado inconsistentes por su índole mecánica. No obstante, si bien tiene como base muchos flancos que se prestan a la crítica, la impugnación del progreso ha caído en el apresuramiento y la superficialidad. La Edad Moderna es una etapa terminada, y la crisis presente es el pasaje de una situación a otra que se encuentra todavía en sus estadios iniciales. FR considera que “uno de los motivos de la crisis de nuestro tiempo es la convicción de que la realidad debe ser ampliamente aprovechada en bien del hombre, y la marcha histórica gobernada y dirigida conscientemente, sin que todavía se disponga del plan adecuado para satisfacer cumplidamente estos requerimientos que han llegado a hacerse carne en la conciencia universal”.[49] Del tránsito a una nueva etapa emergerá una nueva concepción del mundo: “Solo cuando el trabajo científico, la meditación filosófica y las tendencias de la vida humana misma hayan profundizado nuevos cauces, cuando hayan coincidido en unos cuantos objetivos y convicciones fundamentales, iremos saliendo del desconcierto en que nos debatimos”.[50]

Para JLR, la crisis es la expresión de una crisis de la mentalidad burguesa. En un primer momento, se manifiesta solamente en un retorno al pasado por medio de la afirmación de antiguas tradiciones por el Romanticismo, en la reacción antiburguesa y nostálgica de la novela de ambiente medieval, y en la aparición de la Escuela Histórica del Derecho fundada por Savigny con su tesis de que las leyes de una sociedad no resultan de una creación racional sino de normas consuetudinarias. Surge luego, a partir de la primera posguerra una ofensiva contra la mentalidad burguesa que no viene del pasado sino de una mentalidad nueva que se manifiesta en experiencias primarias sin saber lo que quiere, pero con la conciencia de que resultan insatisfactorias las antiguas formas de pensar y de expresarse. El sistema de valores vigente al inicio de la Primera Guerra Mundial entra en discusión durante la guerra y se derrumba con su finalización. Se produce la disolución de un pasado político con la crisis de las ideas políticas elaboradas por la burguesía que se produce con la aparición del fascismo, el nacional-socialismo, la revolución soviética y la formación del mundo socialista. Otros cambios conciernen a la liberación femenina y el abandono de la imagen de la vida social montada en la familia. Hay actitudes que revelan, todavía sin contenidos claros, la irrupción del hedonismo y el escepticismo en un desentendimiento de las responsabilidades que se acompaña con una actitud única respecto del sistema de valores morales que organizan la comunidad. Una élite que se aparta de todo compromiso con la sociedad está caracterizada por la literatura del ultraísmo o por la literatura de vanguardia en escuelas como el dadaísmo y el surrealismo. Este abandono de los deberes a la par del mantenimiento de los privilegios conduce a un retiro del consenso por parte de las masas. Se cuestiona la legitimidad, eficacia, y representatividad de las élites, y por eso se las desconoce. Sectores sociales advierten que el sistema de relaciones que constituye la sociedad sirve a otros sectores y los condena a la marginalidad.

El mundo industrial “ha transformado a las masas, congregadas en las grandes ciudades, en consumidoras dispuestas a no renunciar a ninguno de los bienes tradicionalmente consumidos por las clases altas o las clases medias”.[51]  Por tanto, la más grande innovación de la Tercer Edad de la cultura occidental –habitualmente denominada Edad Contemporánea– es una concepción nueva del hombre en la que el proletario se convierte en un consumidor en alta escala: “Todos los límites impuestos otrora a la movilidad del individuo dentro del complejo social pierden su sentido desde el momento en que hacen crisis los fundamentos filosóficos o jurídicos que los justificaban, de modo que el sistema de clases se conmueve hasta el punto de que lo que caracteriza a la sociedad occidental de la Tercera Edad es una radical inestabilidad en las situaciones de los individuos”.[52]

Luego de la Segunda Guerra Mundial emerge en algunos grupos un disconformismo sin que se sepa claramente adónde se quiere ir. Se denuncia una sociedad en que el individuo se aliena y se frustra porque está obligado a sacrificar su vida en beneficio de los bienes de consumo, una gran empresa o el Estado. Esto es lo contrario del homo faber de la mentalidad burguesa, esto es, del individuo que cumple una misión útil para la sociedad. Una ideología nueva en gestación es muy clara en lo negativo, pero es indefinida en lo positivo: “En todo este sentimiento de escepticismo, y luego en el de protesta y rebeldía, anida la convicción d que, además del hombre que gasta su vida en servir a la sociedad o en ganársela, hay otro que espera otra cosa. ¿Qué cosa? Esto es lo que nadie sabe”.[53]

Los sectores disconformistas aparecen particularmente en las grandes ciudades y se encuentran sobre todo en las clases populares y en grupos con formación política y una fuerte tendencia a la acción animada por una clara conciencia de los fines perseguidos. Sectores disconformistas de clase media y de élite se encuentran en escritores, artistas, gente de cine, periodistas y una enorme masa de estudiantes. Son grupos que cuestionan las estructuras sociales y mentales vigentes y defienden los derechos de grupos marginales o perseguidos. Además, cuestionan la vigencia de las viejas élites y exigen otras como la tecnológica y la industrial. A este proceso de cambio se debe una gran indecisión respecto de un modelo proyectivo: “En cualquier aspecto que se examine puede observarse una uniformidad de desarrollo desde el siglo XII hasta el siglo XIX y una caída vertical de la adhesión después de la Primer Guerra.  Si se cuestiona todo es porque fundamentalmente se están discutiendo dos problemas básicos, de los cuales derivan todos los demás: el de la imagen de la realidad y el de la imagen del hombre”.[54]

La imagen de la realidad se transforma con la teoría de la relatividad y el desarrollo tecnológico que sustituye la realidad sensible como realidad propia de la mentalidad burguesa por la apertura de una zona en cierto modo misteriosa e incomprensible según criterios tradicionales, las escuelas no-figurativas en la creación estética, y la dislocación el tiempo en la novela contemporánea con su descomposición del tiempo lineal. No se ha elaborado una imagen de la realidad que reemplace a la antigua: “Lo que aparece son apenas signos de disconformismo con respecto a una imagen tradicional y una enorme incertidumbre con respecto al futuro, que solo se manifiesta en atisbos de cosas nuevas”.[55] Paralelamente, entra en crisis la imagen del hombre como hombre hacedor de cosas. Esta imagen comenzó a elaborarse en el siglo XII y estuvo vigente hasta el siglo XIX. La revolución contra el homo faber se manifiesta en la mutación por la cual ya no se considera que el hombre se realiza siendo útil a la sociedad, sino que cada uno realiza su destino individual que no requiere incorporarse a los canales ofrecidos por la sociedad.

JLR sostiene que la mentalidad burguesa no ha podido resolver tres grandes contradicciones que se han presentado en el mundo de la posguerra.

La primera es la contradicción entre el desarrollo tecnológico y el desarrollo social. La estructura económica ha requerido la revolución tecnológica e industrial, y esta ha producido un desarrollo que supera ampliamente esos requerimientos. Esta superación es el resultado de una evolución intelectual que se desenvuelve a gran velocidad y a largo plazo. A la vez genera un desajuste con el desarrollo social en virtud de la generación de situaciones sociales complejas. Esto plantea el problema de la administración de este nuevo mundo para lo cual no hay respuesta en la mentalidad burguesa.

La segunda contradicción se da entre la masificación y la individualización. Por un lado, la individualización es favorecida por la educación y el psicoanálisis al proporcionar a los seres humanos instrumentos que los invitan a la individualización. Por el otro, una masificación creciente genera una corriente de formas de vida, actitudes y valores que invade todos los sectores de la estratificación social y la sobrepasa.

Por último, se da la contradicción entre la participación y la marginalidad. Por un lado, la sociedad de consumo tiende a transformar a todo el mundo en participante. Por el otro, crea nuevas formas de marginalidad en virtud de la generación de élites funcionales que carecen de fijeza porque se encuentran en una movilidad constante.

La conclusión es que vivimos un tiempo de confusión en el final de la mentalidad burguesa porque lo que se le opone “no es un conjunto de objetivos sino simplemente un conjunto de expresiones de disconformismo, sin objetivo claro, lo que le da la apariencia de disconformismo sin causa, capaz de engañar a muchos acerca de la profundidad de los cambios que anuncia”.[56]

6. La salida de la crisisSegún FR, la crisis no debe entenderse como un definitivo fracaso. Refiriéndose al individualismo, el intelectualismo y el activismo, escribe: “Que estos principios se hallen en sazón crítica puede significar solamente –y me parece lo más probable– que deban afrontar nuevos hechos y encontrar los recursos para extender sobre ellos su imperio”.[57] Una crisis no significa necesariamente muerte y ni siquiera decaimiento porque puede ser la manifestación repentina y tumultuosa de una maduración prolongada: “Entender tal crisis como definitivo fracaso valdría tanto como confesar el fracaso del hombre occidental y aun del hombre mismo, pues no se columbra otra posibilidad humana con porvenir, por lo menos en términos de una previsión justificada”.[58]

No entra en crisis lo occidental en sí sino los modos modernos de lo occidental y no en todos sus aspectos. La crisis no recae sobre el occidentalismo en cuanto tal, y por eso no se ha de recurrir a tipos de vida no-occidentales para superarla, y tampoco es una crisis de la totalidad de lo moderno, y por eso no se ha de volver a momentos ya traspuestos por Occidente: “Toda solución ha de buscarse hacia adelante, porque todo verdadero problema se produce por la aparición de motivos nuevos, que de antemano rechazan por inadecuadas y angostas las soluciones ya dadas”.[59]

FR considera que en los compromisos e integraciones que se producirán inevitablemente en el porvenir, la humanidad “sabrá aprovechar lo valioso de todas las culturas, con la reserva de que, según mi parecer, no hay cultura ecuménica viable sino sobre el tronco de la de Occidente, robusto y bien arraigado por más que la sacudan sin tregua los más furiosos vendavales”.[60]

La misma nota esperanzada en el porvenir de la cultura de Occidente aparece en JLR. En términos generales, la solución de una crisis requiere un proyecto consciente positivo para el cambio que conduzca la situación hacia nuevas perspectivas y esperanzas neutralizando las tendencias sectoriales que se oponen.[61] La tensión con las culturas que adoptaron aspectos de Occidente conduce a un reajuste que “integra los elementos de su propia tradición con algunas de las culturas que intentó dominar y a las que proveyó de los medios necesarios para que trataran de sacudir el yugo”.[62] Respecto de esta transferencia de medios necesarios a un Oriente occidentalizado, JLR afirma que “acaso sea esto el mejor título de gloria que pueda ostentar la cultura occidental de la Tercera Edad”.[63] Con los elementos proporcionados por las viejas culturas de Oriente, la cultura occidental podría perseguir nuevos objetivos en una convergencia en que la Tercera Edad llegaría a su fin. En contraste con la inquietud por la decadencia de Occidente que se desarrolló a partir de la Primera Guerra Mundial “todo hace suponer hoy, sin embargo, que es solo una crisis de la cultura occidental de la Tercera Edad. Los supuestos que caducan pueden ser reemplazados por otros que subyacen en el vigoroso torrente de la tradición, acaso enriquecidos con nuevos legados que podrían incorporarse –y de hecho se están incorporando ya– a su estructura, sincrética desde su origen. Pasarán sus formas temporales, pasarán los que ejercen la supremacía dentro de su ámbito, pasará el mundo dividido, pero la cultura occidental no pasará”.[64] 


[1] F. Romero, El hombre y la cultura, Buenos Aires, Losada, 1950, p. 65.

[2] J. L. Romero, La cultura occidental, Madrid/Buenos Aires, Alianza Editorial, 1994, p. 18.

[3] F. Romero, Filósofos y problemas, Buenos Aires, Losada, 1957, p. 52.

[4] F. Romero, Estudios de historia de las ideas, Buenos Aires, Losada, 1953, p. 163. Cf. pp 160-163.

[5] F. Romero, Filósofos y problemas, p. 67.

[6] Ibid., p. 74.

[7] F. Romero, Teoría del hombre, Buenos Aires, Losada, 1952, p. 204.

[8] J. L. Romero, La cultura occidental, p. 23.

[9] Cf. ibid., pp. 76, 85-91.

[10] Cf. F. Romero, Filósofos y problemas, pp. 50-52. 

[11] F. Romero, El hombre y la cultura, p. 51.

[12] F. Romero, Estudios de historia de las ideas, p. 156.

[13] F. Romero, Filosofía de la persona, Buenos Aires, Losada, 1961, p. 27.

[14] F. Romero, Filósofos y problemas, pp. 51-52. Cf. F. Romero, Filosofía de la persona, p. 53.

[15] J. L. Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas [1976], Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2001, p. 41.

[16] J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, Buenos Aires, Madrid, p. 92.

[17] Ibid., p. 100.

[18] Ibid., p. 96.

[19] Cf. ibid., pp. 100-101.

[20] Ibid., p. 125.

[21] F. Romero, La filosofía moderna, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1959, p. 197.

[22] Cf. F. Romero, El hombre y la cultura, pp. 71-77

[23] Ibid., p. 64.

[24] Ibid., p. 58.

[25] Ibid., p. 60. Cf. FP, Filosofía de la persona, pp. 137-140.

[26] Cf. F. Romero, Teoría del hombre, Buenos Aires, Losada, 1952, p. 191.

[27] Ibid., p. 192.

[28] Cf. J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 64-65, 68-69.

[29] Ibid., 83.

[30] Cf. ibid., pp. 71-72.

[31] Ibid., p. 87.

[32] Ibid., p. 141.

[33] F. Romero, El hombre y la cultura, p. 64. Cf. Carlos Vaz Ferreira, Fermentario, Montevideo, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1953, pp. 192-200.

[34] F. Romero, Filosofía de la persona, p. 54.

[35] F. Romero, Teoría del hombre, p. 204

[36] Ibid., p. 235.

[37] Cf. F. Romero, La filosofía en América, Buenos Aires, Raigal, 1952, p. 151.

[38] J. L. Romero, La cultura occidental, p. 37.

[39] J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, p. 72.

[40] J. L. Romero, La cultura occidental, p. 37.

[41] Cf. J. L. Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, pp. 46-50.

[42] Cf. J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 45-50.

[43] Cf. ibid., pp. 115-117.

[44] J. L. Romero, La cultura occidental, p. 67.

[45] J. L. Romero, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, pp. 301-302.

[46] Cf. J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 127-128.

[47] F. Romero, Filósofos y problemas, p. 127.

[48] Cf. F. Romero, “Un Instituto de la Crisis”, Revista Mexicana de Filosofía, Año V, N° 3, 1943, pp. 301-306.

[49] F. Romero, Ortega y Gasset y el problema de la jefatura espiritual, Buenos Aires, Losada, 1960, p. 99.

[50] F. Romero, El hombre y la cultura, p. 64.

[51] J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, p. 149.

[52] J. L. Romero, La cultura occidental, p. 64.

[53] J. L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, p. 154.

[54] Ibid., pp. 161-162.

[55] Ibid., p. 164.

[56] Ibid., p. 167.

[57] F. Romero, El hombre y la cultura, p. 66.

[58] Idem.

[59] F. Romero, Papeles para una filosofía, Buenos Aires, Losada 1945, p. 119.

[60] F. Romero, Estudios de historia de las ideas, p. 161.

[61] Cf. J. L. Romero, “La crisis”, en: Redacción, vol. 3, n° 34, Buenos Aires, diciembre de 1975.

[62] J. L. Romero, La cultura occidental, p. 67.

[63] Ibid., pp. 67-68.

[64] Ibid., pp. 68-69.