Primera conversación
Félix Luna. –Vamos a conversar sobre historia y sobre historiadores y también sobre un historiador llamado José Luis Romero. Las preguntas que voy a formularle son las que plantea cualquier lego frente a un profesional de la historia, pero también las que un amante de la historia argentina, como yo, puede plantear a un medievalista, como usted… Una sola regla de juego le dejo señalada: en algunos momentos haré de advocatus diavoli, es decir que no siempre pensaré lo que le estoy diciendo y muchas veces lo estaré provocando… Dicho lo cual empiezo el interrogatorio por usted mismo, es decir el historiador. ¿Cómo se formó? ¿Cómo trabaja? ¿Qué busca al profundizar su especialidad? ¿Qué es para usted la historia? ¿Cuáles son sus técnicas artesanales para trabajar y cuáles las categorías mentales que usa en su trabajo?
José Luis Romero. –No sé si contestarle sobre esto último o sobre el aspecto artesanal. Si se acuerda de la pregunta después la repite, porque me gustaría antes hablar de lo otro, y darle mi opinión. Porque es uno de los grandes problemas que se le plantean al historiador, diríamos a un historiador de mi formación, que fue discípulo de Rómulo Carbia, de Ricardo Levene, de Carlos Heras, de Emilio Ravignani, y sobre todo de Clemente Ricci, hombres de formación muy típicamente del siglo XIX, representantes –unos más que otros– de lo que se llamó en su tiempo la “Nueva Escuela Histórica”. Yo fui educado por ellos pero he aprovechado otra corriente educativa, puesto que fui discípulo privado de un filósofo…
–Su hermano…
–Claro… Usted ya lo sabía… Mis conversaciones con mi hermano empezaron a los diez o doce años. Así que cuando yo llegué a la universidad y me encontré con los maestros del oficio que yo había elegido, ya tenía un panorama considerable de ideas, que además seguí enriqueciendo permanentemente. Pero, en fin, en el campo de la formación que llamaríamos académica, yo fui educado en la idea de que lo importante en el historiador era precisamente el trabajo artesanal, hasta el punto de que se me había hecho una imagen -que creo que no es de las acertadas, ni justas- de que el objetivo de un buen historiador era publicar un documento inédito. Yo he oído decir en ese sentido cosas que son tremendas. Cuando hice mi tesis, que era lo que hoy, publicada en un libro, se llama La crisis de la República romana, un profesor me dijo: “Usted no puede elegir ese tema para una tesis porque sobre Roma no hay nada inédito. ¿Qué va a investigar usted?” ¡Sería condenar a la historia romana al olvido definitivo! Me pareció una cosa bastante monstruosa, ¿no es cierto?
Después he ido aprendiendo que los historiadores más celosos de la parte documental de su trabajo tienen dos posibilidades en su vida; quizás más, pero dos son las que vienen al caso. Una es la de encontrarse ahogados por un cúmulo de material que no saben manejar, que han sabido manejar el primer año de la investigación, el segundo, el tercero, el cuarto, y a partir de entonces el fichero se les convierte en una especie de fantasma, con el que no saben cómo entenderse. Conozco varios casos.
–Los desborda…
–La otra, es que adopte –y éstos son los más sensatos– una vía intermedia. Que se haga la mano y el oficio de la búsqueda, que busque lo que le hace falta y no tiene, pero que utilice en la mayor manera posible todo lo que ya sabemos, de primera y de segunda mano. A usted que es del oficio, yo le puedo hacer una pregunta: ¿Usted cree que la ciencia histórica argentina se ha beneficiado todavía de la inmensa cantidad de material que publicó un hombre como Ravignani? Yo sostengo que está sin leer, en una considerable proporción. Y si no está sin leer, está sin aprovechar.
–Sin utilizar…
–Sin utilizar, ¿no le parece? Entonces, ¿cuál es la opción? ¿Seguir buscando más papeles? Claro, siempre. Pero alguien, o todos, en algún momento de la vida, tienen que hacerse cargo de lo que ya se sabe, y empezar a digerirlo. La gran objeción que se le puede hacer a este tipo de planteo es que se necesitaría un historiador que fuera una especie de sabio universal. Y se supone que aun así no podría hacerlo, porque si se le exige que todo lo que diga sea resultado de una investigación de primera mano, se comprende que apenas se pueden escribir, en una fatigosa vida de erudito, quince, veinte o treinta monografías o cien quizá, sobre pequeños episodios montados sobre los papeles que cada uno descubrió en el archivo. Este no puede ser el camino de una disciplina. Pero me explico cuál es el origen: una exigencia de rigor frente a un ensayismo no muy sólido al que reemplaza la Nueva Escuela Histórica. Y desde este punto de vista es formidable lo que hicieron mis maestros y lo que hizo don Pablo Groussac, que supera todo lo que se pueda elogiar, en mi modesta opinión. Yo tengo una tremenda admiración por él.
–¿La vida de Liniers? Es una de las cosas más bonitas…
–Claro, ¿y el estudio sobre Mendoza y Garay? Son joyas, son joyas, ¿no es cierto? Y usted ve detrás de eso lo que él investigó directamente, lo que utilizó que no había sido investigado, y el mundo de ideas que él utilizó y que provenía de algo que desgraciadamente le ha faltado a otros aquí, que es un trasfondo de cultura general. Sin ánimo de hacer nombres.
–Esto vino a raíz del trabajo artesanal, que decía usted…
–Claro, pero usted había hecho otra pregunta y yo quería…
–Yo le dije después de la pregunta, cuál es la posición mental del historiador frente a su…
–Mi hermano Francisco decía de la filosofía una de las frases más lindas que yo he oído: “A la filosofía hay que rondarla hasta que uno descubre que ya está adentro”. Yo creo que en todas las ciencias del hombre, de la sociedad, y en consecuencia en la historia, pasa un poco lo mismo. No se sabe nunca cuándo uno empieza a trabajar, es decir, cuándo uno deja de ser un lector curioso, un simple lector, o un estudioso un poco más severo, un poco más consecuente, un poco más organizado, para transformarse por fin en un historiador. Porque usted coincidirá conmigo, en que no se es historiador el día en que uno recibe su título en la facultad.
Tampoco se es historiador el día que usted pone los pies por primera vez en el Archivo Nacional y pide el legajo que le recomendó su profesor o el ayudante de trabajos prácticos. ¿Cuándo se empieza a ser un historiador? Como en todas las disciplinas, el día en que se adquiere autonomía intelectual, el día en que se descubre su propio tema. Y su propio tema es un tema en el que hay un enigma, que a veces es simplemente documental: ¿qué pasó en esta etapa mal conocida?, ¿cómo se explica que habiendo ocurrido esto luego ocurriera aquello otro? Que es lo que se pregunta Sarmiento: ¿cómo es posible que la Argentina haya terminado en esto que estamos viendo en 1845? Entonces resulta que la búsqueda del material es intencionada, como dice Hans Freyer en ese precioso prólogo que escribió para la historia de Walter Goetz; como lo ha dicho Ortega, más de una vez. Y como yo lo repito una y otra vez. No es que el presente condicione al pasado, pero es el presente el que le pregunta al pasado. Y si no, no hay historia. Es decir, si el presente no le pregunta (y el presente somos cada uno de nosotros que estamos vivos), si uno no le pregunta al pasado y va simplemente al archivo o a la biblioteca para que el pasado le diga lo que quiere, ¿cuál es el mecanismo? ¿Ir a ciegas a la biblioteca y sacar un tomo? Y me voy a enterar del cardenal Richelieu, y luego voy a ver qué pasó en la guerra carlista, o voy a sacar otro tomo y voy a ver el descubrimiento de América… Entonces todavía no soy un historiador. Hasta que yo no sé qué documento voy a buscar y para qué, no tengo autonomía intelectual. O sea, no tengo mi propio problema, no tengo hipótesis de trabajo.
–Más que problema, tema. Es decir, el momento en que al historiador le ronda el tema, empieza el gusanito del tema…
–Claro…
–¿Ese es el momento en que usted cree que empieza el trabajo del historiador?
–Claro. Pero no es una casualidad que yo le ponga un poco más de énfasis. Yo no conozco más grandes historiadores que los comprometidos, de alguna manera. Y esto no quiere decir ni ideológicamente ni políticamente; comprometidos vitalmente. Es decir, mi vida está –no es vitam impendere vero solamente–; mi vida está dedicada a entender qué pasó en este campo, y esto va a ser lo que yo haga en mi breve tránsito. Tiene que haber un poco de pasión. Si no, es oficio. ¿No le parece?
–Pasión y oficio, las dos como dos condiciones…
–Son las dos alternativas…
–Desde luego no puede haber un historiador o por lo menos un gran historiador, sin una apasionada vocación por la verdad de un tema determinado. Pero a veces falta el oficio en ese historiador…
–Entonces tampoco es un historiador…
–Y de eso quería que me hablara usted, del oficio. Empezó a hablar de eso al referirse al manejo artesanal y a la necesidad del documento que fue una especie de manía de la escuela del siglo XIX, como una reacción contra la cosa retórica, hueca, anterior…
–Es verdad: la afirmación infundada es intolerable, en ese sentido yo soy tan documentalista como cualquiera…
–Pero a partir de eso, hay otra cosa, que es el oficio mismo y de eso quiero que me hable…
–Yo no soy un devoto y disiento en muchas cosas muy terminantemente con Dilthey, pero si tuviera que decir una palabra para explicar el oficio del historiador, usaría la que usa él; yo digo que el oficio del historiador es comprender. Claro, comprender significa tener muy claro qué es lo que hay que comprender, haber entrevisto cuáles son las distintas posibilidades de interpretación, manejar la mayor cantidad de elementos coadyuvantes para la comprensión.
–Y amar un poco lo que se quiere comprender…
–Por supuesto. Esto es lo que yo quiero decir cuando digo pasión. Un historiador, al fin de cuentas, es un profesional, y de pronto puede recibir un encargo, puede tener una misión y hacerla con gran honestidad, pero yo creo que se nota. Quizá sea la pasión, una pasión muy intelectual, lo que me llama la atención en Mitre, y una de las razones por la cual yo tengo un gran respeto por su obra. Yo veo una pasión que es vital, es intelectual, es política y es racional, diría. Yo creo que lo que él quiso hacer fue crear la estructura intelectual de la nación. Darle a la nación una estructura en la que entran todos sus elementos y en la que se viera que esta comunidad argentina es algo que tiene fisonomía, personalidad y estilo. Y lo hizo con verdadera pasión y además con mucho rigor. Si esa vocación que él descubrió es la justa, si para definir esa vocación desdeñó ciertas cosas (es posible, no tiene por qué ser perfecto), el esfuerzo fue, sin embargo, inmenso.
–Era una pasión semejante a la de todos los hombres de esa época, en el sentido de construir el país…
–Exacto, la de Barros Arana, la de Restrepo, la de Sierra y la de tantos otros de su generación en América latina, que ha tenido una generación sensacional de historiadores…
–Sobre todo donde la construcción del país no implica solamente ganar nuevas tierras o fundar instituciones, sino darle una vertebración a través de la visión del pasado…
–Exacto…
–Ahora, fíjese, Romero, que a mi juicio esa vertebración adolecía también de fallas al ser hecha a base o en función de una ideología predominante. Eso suponía, por ejemplo, la negación de los valores de la colonización española…
–¡Sí, sí! Hay una enorme cantidad de objeciones posibles. Yo resumiría lo que usted está pensando de la colonización española, de la tradición hispánica y de su perpetuación en el movimiento de la montonera. Lo resumiría diciendo que el defecto, de la concepción de Mitre es la ignorancia del interior. Desde ese punto de vista, tiene que haber otro Mitre un día… Bueno… ¡tiene que haber muchos Mitres más! ¿No es cierto? Tiene que haber uno, y éste no podrá ser solamente un hombre de archivo, porque se sabe mucho y otras cosas hay que no se saben y se va a tardar mucho tiempo en juntar un material equivalente con respecto a la historia del interior, y sin embargo es urgente escribir una historia del país en la que Buenos Aires y el interior jueguen de una manera armónica y que el destino del país sea la suma de las dos cosas. Yo creo que es urgente…
–Lo más que se hizo en ese sentido fue esa historia tan “santafecino céntrica” que escribió Busaniche…
–Un poco, sí, pero desde ese punto de viste me parece que no tiene la magnitud del esfuerzo que hizo Mitre desde eso que suelen llamar “ideología portuaria”. Es posible, pero está por hacerse y yo creo que es fundamental. Y lo otro que se está por hacer -y en esto le voy a dar el gusto a usted por algo que le oí decir en un coloquio que tuvimos en Salta hace varios años-, la otra cosa que está por hacerse es la que yo no encontré cuando escribí mis Ideas políticas en Argentina para explicar qué pasó después del 80. Yo inventé aquella fórmula de la “Argentina aluvial” simplemente porque estaba harto de encontrar que había una fórmula para el período llamado de Organización Nacional, y después, en todos los libros que conocí, empezaba una divertidísima organización del material bajo el rubro de “las presidencias”. O sea una declaración de no entender nada o de no haber hecho el esfuerzo por entender. Yo puse el acento sobre el problema de la transformación de la sociedad argentina como consecuencia de la inmigración; me parece un buen camino pero eso está por hacerse para los historiadores que hacen predominantemente historia argentina. Ese es otro Mitre, otro Mitre posible. Tomarlo a Mitre como el hombre que ha hecho el esfuerzo de entender, sin que yo deje de reconocer la innumerable cantidad de cosas que le faltan, las objeciones que se le han hecho y la justificación de muchas de ellas, ¿no?
–¿Por qué, fuera de su libro Las ideas políticas en Argentina, usted se ha dedicado tan poco a historia argentina? Esto desde luego no es ni remotamente un reproche; es una observación simplemente…
–No, no… Mi oficio fue otro. Yo empecé a escribir en 1932. Pero empecé a leer en 1926 ó 27 historia griega, y eso fue lo que me apasionó y lo que me cautivó. Y seguí trabajando en historia griega bastante; hice un par de cosas de las que estoy contento. Bastante joven realicé un trabajo que se llama El Estado y las facciones en la antigüedad, que fue un gran esfuerzo. Luego hice mi tesis sobre historia romana porque el profesor de historia antigua en La Plata que era Pascual Guaglianone me movió un poco a lo romano. Me solucionaba además un grave problema que era el de la lengua, para lo cual yo tenía graves dificultades en aquella época en La Plata, donde no teníamos buenos profesores de la especialidad y nunca la pude estudiar bien. Luego ya no tuve tiempo, ni ganas de dedicarme a la tarea. Trabajé en historia romana bastante, hice mi tesis sobre eso. Finalmente recalé en la historia medieval, que es en lo que vengo trabajando desde 1938 ó 39, y ese es mi oficio. Lo que he hecho sobre historia argentina, siempre ha sido movido más por una vocación ciudadana que por una vocación intelectual.
–Es decir que para usted, escribir sobre historia argentina es más bien un deber de argentino. Eso se nota muy a las claras en sus Ideas políticas y en su declaración final, donde dice “el lector descubrirá a esta altura que mi situación es la de un socialista democrático…”
–Exacto. Un hombre que cree en la democracia socialista. Siempre me he interesado y he escrito bastante sobre política. Por ejemplo, escribí mucho en la época de la guerra, en Argentina Libre y he escrito bastante en Redacción; me apasiona y yo diría que esa línea no es exactamente la de la militancia, sino la de la preocupación por las cosas de mi tiempo, en mi país y en el mundo. En esa línea está lo que he hecho sobre historia argentina. No en el campo estrictamente intelectual de mis intereses. Yo digo siempre que soy un medievalista, pero en realidad soy un especialista en historia occidental. Entender y rectificar o tratar de rectificar la absurda comprensión de la historia occidental tal como la hemos recibido, con la que disiento totalmente -y debo confesar que encuentro pocos maestros en ese campo-, ese es mi tema…
–Pero en la Argentina son muy pocos los que siguen su huella. Digamos que es muy poca gente la que se dedica a una historia que no sea específicamente argentina, a lo sumo americana. ¿Por qué es eso? Evidentemente la historia medieval, la historia de Occidente o la historia antigua, no tiene para nosotros la vivencia que tiene la historia argentina, y además estamos muy lejos de los testimonios físicos de ese tipo de culturas. Pero de todos modos, un país tan occidental como es la Argentina, con sus ingredientes latinos, parecería que podía estar más movido, por lo menos en algunas individualidades, por ese tipo de historia. Y no lo es. ¿Hay alguna explicación?
–No, yo le diría que en general yo creo (a pesar de que se podrían aducir como prueba en contrario largas listas de nombres… su misma revista) que hoy en la Argentina se estudia poco la historia, que interesa poco la historia. Quizá el tipo de formación intelectual que hemos recibido incita poco a la historia; inclusive yo creo que se trabaja poco en historia argentina, en relación con lo que debería ser como campo de estudios.
Por ejemplo: en la época en que en la Facultad de Filosofía y Letras se comenzaron a desarrollar los estudios de sociología y psicología, la licenciatura en historia era pobrísima en estudiantes; a nadie le interesaba. Durante cierta época, tanto en Buenos Aires como en La Plata la licenciatura en filosofía gozaba de un prestigio infinitamente mayor, inclusive la de letras de cierta época. Pero eso proviene de que, por una serie de circunstancias, aquí arraigaba mucho la tesis de que la historia se ocupa del pasado, con lo que se quería definir que se ocupa de una cosa que ya no tiene importancia… Lo cual es una aberración, ¿no es cierto? La historia no se ocupa del pasado. Le pregunta al pasado cosas que le interesan al hombre vivo, aparte de ser un poco la ciencia de la ciencias. Yo diría el saber de los saberes. Yo diría que sí, que lo es. Aparte de eso, ¿de qué otra manera vivimos, de qué otra manera creamos tradición, de qué otra manera recibimos algo cuando nacemos, si no por esta historia que se hace sola, sin que los historiadores intervengan, y que de pronto se da como sabiduría popular, como saber común? Como saber, la historia tiene una vigencia inmensa y nadie la podría negar. Lo que no se da es como disciplina intelectual rigurosa; lo que no se da es una vocación por ejercer esa disciplina, revistiendo todo ese caudal de historia pre crítica, con la estructura intelectual que se le provee a otras disciplinas. En las últimas generaciones ha influido mucho esa obsesiva preocupación metodológica que ha predominado en las universidades. El joven estudiante de historia creía que su destino era el de archivero, y pocos se han ocupado de descubrirle la profunda trascendencia y el inmenso campo que tenía el pensar histórico.
–En la Universidad de Berkeley me pasó una cosa bastante escalofriante. Hablé con el presidente de uno de los institutos de estudios latinoamericanos, y entre otras cosas le pregunté por qué mandaban tantos becarios a la Argentina a escribir sobre temas absolutamente anodinos y sin importancia. Y él me dijo muy francamente: “A nosotros lo que nos interesa es la metodología; si usan bien la metodología no importa cuál sea el tema que estén utilizando; si usan bien la metodología quiere decir que pueden hacer cosas buenas y entonces, adelante”. Me dejó un poco horrorizado, porque eso es realmente tomar el rábano por las hojas, confundir lo instrumental con el contenido.
–Y sin embargo, muchos han dicho eso en la Argentina y es una lástima, porque efectivamente en la Argentina se adquirió un grado de rigor científico en estos maestros que yo he dicho -pienso en Carbia, Levene, Ravignani, Molinari- realmente envidiable. ¿Por qué pareció que eso era incompatible con el análisis de aquello cuya realidad se comprobaba? Eso no lo puedo entender; y parecía sin embargo incompatible. Yo he oído decir más de una vez que el historiador no debe escribir bien. ¿Usted no lo ha oído?
–En Estados Unidos hace cinco o seis meses leí una polémica en donde uno de los polemistas acusaba a la nueva escuela histórica o a la nueva tendencia de escuelas históricas en Estados Unidos, de no querer escribir bien, deliberadamente.
–Yo lo he oído aquí hace muchos años como una objeción seria, grave. La Argentina debe ser uno de los pocos países donde se ha seguido discutiendo hasta hace no mucho tiempo sobre si la historia es arte o ciencia.
–Es una de las clásicas y más absurdas antítesis que pueda imaginarse.
–Claro…
–Es cierto que hay unos libros llamados de historia que son una forma de literatura, pero eso no obsta para que la disciplina no lo sea.
–Usted hablaba de la historia bien escrita o mal escrita y esta cosa absurda de que alguien dijo alguna vez que la historia no debía estar bien escrita. Yo creo que la historia debe tener un encanto, porque es muy difícil atraer a gente que no tiene intereses directos con una disciplina determinada, si no hay algún tipo de “cortesía para el lector”. De modo que en ese sentido creo, sí, que la historia debe ser bien escrita. En los últimos años (no los últimos años pero tal vez en las últimas décadas), se ha ido imponiendo cada vez más un tipo de historia descarnada, llena de números y estadísticas, donde la presencia del historiador aparece cada vez menos. Creo que se va a reaccionar contra eso también; desde luego no se va a volver a la historia que hacían Thiers o Taine, pero sí a una historia que sea un poco intermedia entre la cosa documentada y esquelética y la otra farragosa o por lo menos retórica a que estábamos acostumbrados. Pero ¿cuál es el justo medio en este caso? Porque también parecería bastante difícil establecer una huella de sentido común dentro de dos cosas tan diferentes. Sobre todo, como dice usted, por la tiranía de la metodología que se ha impuesto durante muchos años entre los profesionales de la historia.
–Bueno, yo creo que hay algunos caminos intermedios. Si por bien escrito se entiende simplemente un estilo literalmente bueno, original, excelente, tal como se le puede exigir a un novelista o a un ensayista, quizá eso no tenga más valor que el de acrecentar la curiosidad y asegurar la atención del lector. Pero luego hay dos problemas que son importantes; el estilo no es solamente eso: el estilo es también el armado lógico de la narración. Hay una lógica del relato…
–Un ritmo…
–Una estructura interna del relato como la tiene la novela. Pero en la novela el novelista la inventa; el caso es que el historiador tiene que encontrar una lógica del relato que sea ajustada a lo que el relato de por sí exige, puesto que el relato está impuesto. El historiador no inventa el tema del relato, el novelista sí. De manera que el novelista inventa al mismo tiempo el tema que relata y la lógica del relato. El historiador no inventa el tema de que trata, pero tiene que inventar la lógica del relato para un tema que le es dado.
–Solo le es lícito fragmentarlo, dividirlo, presentarlo…
–Le es lícito, pero tiene que establecer rigurosamente la lógica del relato. Quizás con los apoyos, las facilidades y también las exigencias que usted dice. Pero al fin de cuentas es la lógica del relato. Usted hablaba recién del Liniers de Groussac. Si usted lo mira desde el punto de vista que yo le propongo, todas la obras de Groussac, especialmente el Liniers y el Mendoza y Garay son realmente sensacionales como lógica del relato. Pero hay otra cosa que va más allá de lo literario, aunque sea pariente de ello, y es la precisión terminológica. Si usted agrega estadísticas a un trabajo y usted establece que cierta cosa es unos años el 49 por ciento y otros años el 51 por ciento, bueno, a muchas personas se les plantea el problema de qué diferencia hay entre establecer esa cifra o decir simplemente “más o menos”. Es decir que hay un mecanismo de los adjetivos y de los adverbios que, bien afinado, es tan preciso y tan justo como la determinación cuantitativa, en lo que concierne a la historia donde, generalmente, la diferencia entre el 49 y el 51 no es tan grave como en las sociedades anónimas. Este es un problema. Pero luego está no sólo el problema de los adjetivos y de los adverbios, que es extraordinariamente importante, sino el de los sustantivos en cuanto definen el tema, y es bien sabido que hay unos cuantos de esos sustantivos que constituyen problemas semánticos, pero al mismo tiempo de interpretación de la historia, de concepción de la historia. Empezando por la palabra “pueblo”. Si usted piensa simplemente que para unos, “pueblo” es la totalidad de una comunidad nacional, y para otros, es la clase popular, se da usted cuenta del cuidado con que hay que usar los sustantivos. Aquí entra ese tema al que yo me refería: la determinación del sujeto histórico. Pero el análisis de las estructuras históricas y el análisis de los procesos históricos requieren la misma precisión, y llegará un momento en que efectivamente no usaremos la palabra “pueblo” más que en un sentido. Porque si no llegamos a tener un vocabulario que sea unívoco, la historia no saldrá nunca de un plano difuso y vago.
–Ese vocabulario un tanto restringido, casi científico, ¿no empobrece el estilo, que usted postula como una de las condiciones de la historia? Porque un libro de medicina, puesto en lenguaje común, debería ser tal vez apasionante. Pero naturalmente, cuando leo “cefalea” y tengo que ir al diccionario para enterarme de que es un dolor de cabeza, a mí, lego, todo se me hace muy complicado. ¿No será lo mismo en historia? ¿No hacemos las cosas demasiado técnicas?
–Y sin embargo es absolutamente imprescindible. No se puede seguir utilizando palabras de dos, tres, de cuatro significaciones, porque estaríamos manejándonos en la confusión. Y yo no creo que empobrezca el estilo necesariamente el usar las palabras sólo en un sentido. Sobre todo determinados vocablos que son ambiguos e inclusive con significaciones contradictorias, porque una palabra que significa al mismo tiempo el todo y una de sus partes es una palabra que casi se estaría obligado a aclarar en cada caso en qué sentido se la usa. Si no, es directamente una confusión. Así que son varios problemas los que plantea el uso del lenguaje para las ciencias históricas. Esto no quiere decir que la lógica del relato ni la lógica del análisis tengan que escribirse mal, si se entiende por escribir mal una sintaxis empobrecida y un vocabulario empobrecido. No. Lo que quiero decir, es que debe usarse un lenguaje riguroso. Y como se sabe muy bien, muchos grandes novelistas se caracterizan por el lenguaje riguroso. Yo querría un historiador que escribiera como Flaubert, que por cierto no escribe mal, según se dice. Pero de un rigor formidable que no le haga perder ninguno de los encantos…
–Era Stendhal quien decía que quería escribir una novela con el lenguaje del Código Civil francés…
–Claro; sería la perfección. Usted sabe que se conservan sus manuscritos, se conoce la tremenda depuración que hacía y el rigor en todo sentido. Ese es el rigor que yo exigiría al historiador. Y si alguna vez tuviera que sacrificar un poco el brillo literario, es imprescindible que lo sacrifique, si es en homenaje al rigor. Yo tengo una gran admiración por Michelet; una las primeras cosas que leí fueron los tomos de La Historia de Francia y la Historia de la Revolución Francesa. Los he leído casi de muchachito y realmente escribía muy bien.
–Bueno, todos los historiadores del siglo XIX escribían muy bien…
–Taine era formidable; Renan era un escritor de primerísima categoría. Y Gibbon uno de los maestros de la prosa inglesa del XVIII. Yo creo que no se opone, pero creo que el rigor es una condición concluyente. O sea que lo opuesto al rigor parecería como si fuera retórica, cosa agregada y no significativa, no imprescindible.
–Pero evidentemente son cada vez menos los historiadores, por lo menos los profesionales, que escriben de la manera que usted estaba diciendo. Cada vez más se profesionaliza el oficio del historiador, lo cual quiere decir que se empobrece también la forma de expresarse del historiador.
–¿Y usted no cree que lo que está ocurriendo entre los historiadores no ocurre entre otros muchos sectores de diversas disciplinas, empezando por las humanas y sociales? ¡Lo que está desapareciendo es la preocupación por la cultura general! Es una cosa tremenda…
–Hay algunas disciplinas muy específicas, muy tiránicas, como la medicina, sobre todo en los aspectos de cirugía (bueno, yo no quiero ofender a los médicos que puedan leer esto)… Es realmente aterradora la barbarie cultural de estos excelentes médicos…
–¿Y usted no cree que muchos de los historiadores contemporáneos adolecen de ese defecto también? Averigüe usted qué interés tienen por la literatura o por las artes o por la filosofía, y descubrirá que es escaso; en consecuencia el horizonte del historiador se achica. No sólo es una cuestión de la proyección que esto tenga en el estilo. Porque todos estos campos contribuyen tanto como la historia a acrecentar el horizonte de lo que el hombre ha sido y cómo se ha comportado. Quien no conoce filosofía, quien no ha leído los grandes clásicos de la filosofía, tiene un déficit importante acerca de qué es lo que el hombre sabe acerca del hombre. Y luego resulta que descubrimos la pólvora, que ya fue descubierta por Hume, o por Berkeley o por Pascal o por Descartes o por Spinoza. ¡Y la literatura! Usted se acuerda de lo que decía Goncourt de la novela: la historia de la gente que no tiene historia. Esa formidable historia inventada pero tan significativa, tan rica, que para algunos campos como los de la historia social es insustituible, absolutamente insustituible. Usted habrá notado que en este libro mío [Latinoamérica, las ciudades y las ideas] yo trabajo mucho con fuentes literarias.
–No hay otra forma, además, de enterarse de determinadas vivencias. Eso surge solamente a base de testimonios de escritores o de inventos de escritores, que de algún modo recogen la vivencia general.
–Es evidente que usted puede quemarse las pestañas treinta años en una investigación de archivo y descubrirá cuántos barcos salieron del puerto de Génova en el quinquenio de 1425-1430, si tiene la suerte de encontrar los documentos pertinentes. Pero lo que difícilmente descubrirá en un documento objetivo, si no por casualidad, es algo que sea un testimonio vivo de cómo repercutía aquello en la vida social. Usted de pronto encuentra una carta de un comerciante. ¡Entonces sí, el testimonio es sensacional!
Segunda conversación
-Estaba leyendo su último libro sobre las ciudades y las ideas en América latina, y me preguntaba si no es en alguna medida una actualización del Facundo de Sarmiento. Es decir, el tema de la civilización que pasa por las ciudades, y la campaña que tiene un papel casi marginal en toda América latina. ¿Es así o no?
–Bueno, usted ha adivinado una cosa que yo le he dicho a un amigo justamente hace muy pocos días. Se lo escribí a Javier Fernández, que me pedía un artículo sobre Sarmiento para un número especial que piensa hacer la revista Sur. Yo me negué porque no puedo materialmente hacer nada ahora, pero no sólo hubiera tenido un gran interés en hacerlo, sino que además saldaría una deuda, porque considero este libro mío como heredero del de Sarmiento. Salvando las distancias y tampoco sin exceso de modestia, porque la verdad es que yo he trabajado bastante más que el autor del Facundo, que es una intuición formidable como casi todas las de Sarmiento. La historia es más o menos así: yo soy un historiador preferentemente de ciudades porque me he interesado por la historia de las burguesías medievales; la ciudad es la gran creación de las burguesías medievales. Y un día leyendo a Sarmiento me dije: “pero si aquí está la clave”. La clave de la posible aplicación de esta línea que yo persigo en el desarrollo de la ciudad occidental, que será el título del libro que escribo sobre las ciudades en general. Me sumergí en otra lectura del Facundo, que he leído muchas veces. Y compuse el esquema, primero como una hipótesis de trabajo, sobre si en toda América latina se daba este esquema que proponía Sarmiento, y llegué a la conclusión de que sí, de que se da. Lo cual quiere decir que no es un fenómeno específicamente argentino, que es un fenómeno americano. Pero como yo soy un medievalista, me dije: lo que pasa es que no es argentino ni americano, es mucho más: es la proyección en América del fenómeno europeo, del mecanismo del desarrollo urbano que empieza a partir del siglo XI, con el cual se crea el mundo moderno, saliendo de la estructura feudal para pasar a la estructura burguesa y capitalista del mundo moderno.
–Pero, perdón. Esta creación de la burguesía medieval que son las ciudades, se hace como una especie de “sagrado” dentro del pantano de barbarie, de ferocidad e incivilización que representa la alta Edad Media. En América en cambio no existe eso: existe en el peor de los casos una cierta inseguridad en las campañas, derivada de indios hostiles…
–Ya veo su idea y me atrevo a contestarle desde ahora. El proceso de urbanización en Europa se caracteriza porque tiene dos etapas. La ciudad es la creación espontánea de las burguesías; mejor dicho, es una creación espontánea de ciertos grupos sociales a los que, por alojarse en los burgos, se les llamó luego burguesía. Pero el caso es que se advirtió muy rápidamente la capacidad creadora, la capacidad instrumental que tenía la ciudad, tanto la sociedad urbana como el tipo de actividades y de servicios que se creaban en la ciudad, y a partir de cierto momento dejó de ser una creación espontánea de las burguesías y se transformó en un instrumento político y económico que ya desde el siglo XII empiezan a usar los reyes y señores. En Europa hay una innumerable cantidad de ciudades fundadas como van a ser fundadas las ciudades americanas. En el siglo XII Enrique el León, cuando se propuso lo que en Alemania llaman “la marcha hacia el Este”, es decir la colonización de todas las tierras más allá del Elba, el mecanismo que utilizó fue fundar ciudades…
–Lo mismo que los reyes castellanos…
–Los castellanos cuando quieren hacer las “pueblas”, ¿no es cierto? Y los ingleses cuando quieren asegurarse el Languedoc, que es la zona contenciosa con los franceses, en la época en que los ingleses tenían el dominio de toda esa zona y crean las bastides, un conjunto de ciudades increíbles de las cuales se dice que son antecedentes de las fundaciones del mismo estilo que hacen los reyes castellanos, especialmente un modelo urbano típico que se da en Castellón de la Plana y en Santa Fe, frente a Granada. El proceso de transformación del campamento de los Reyes Católicos en esta ciudad sigue ese modelo de las bastides del sur de Francia. Así que aquí en América latina no se da la primera situación, se da la segunda: el uso de la ciudad por la conquista (y ese es el sentido del desarrollo de los dos primeros capítulos de mi libro), el uso instrumental de la ciudad como estructura para consolidar la posesión de la tierra y lo que es más importante, para asegurar la pureza de la raza y la pureza de la cultura incluyendo la religión. Por otra parte es un fenómeno que tenía vieja tradición; eso mismo es lo que hizo Alejandro Magno, en las no sé cuántas Alejandrías que fundó, y los Seléucidas , que fundaban ciudades concebidas como instrumento de implantación de la cultura griega en el mundo oriental. Y es lo que hicieron luego los romanos.
–Tal vez sea eso lo que explique que algunas ciudades no pudieron prevalecer en las fundaciones latinoamericanas, simplemente porque no tenían cabida dentro de la instrumentación política: Talavera de Esteco, Concepción del Bermejo, la primera Santa Fe, ciudades que desaparecieron por fatalidades geográficas, pero también en gran medida porque no estaban dentro de un esquema político…
–Agréguele a eso las que estuvieron pensadas para ser grandes ciudades y luego no lo fueron; fueron otras las que progresaron…
–En una parte de su libro usted habla precisamente de las ciudades comerciales que empiezan a prosperar a mediados o a principios del siglo XIX. O Valparaíso que adquiere…
–…una coyuntura especial; pero piense usted el caso de Panamá en relación con Portobelo, el destino minúsculo que tuvo luego Panamá cuando empezaron a abrirse otras rutas y otras posibilidades en América latina.
–Lo mismo ocurre con Rosario y Bahía Blanca, según usted señala, acá en la Argentina…
–A mí me interesa particularmente el caso de estas dos ciudades, a las que yo agregaría La Plata, porque son las ciudades típicas de la inmigración, típica ciudad fundada en el caso de La Plata o casi inexistente en el caso de Rosario, que como usted sabe, era una capilla primero y una pequeña aldea después. Y Bahía Blanca era un fortín. Así que la ciudad, como ciudad, es el resultado de una creación o de una modificación sustancial de una sociedad urbana. Porque ese es todo un problema. ¿Qué es la ciudad? Hace poco decía yo en una audición radial que la diferencia que hay entre un urbanista y un historiador social es que ambos, cuando hablan de la ciudad colonial, se detienen muy particularmente en el caso de la plaza mayor. Este ha sido tema de muchos estudios; pero el urbanista observa sólo los tres grandes poderes que tienen sede y en consecuencia muestran su expresión arquitectónica y urbana; la Catedral, el Cabildo, y el Fuerte. El historiador social, en cambio, ve cosas que no tienen expresión arquitectónica; lo que hay en el medio, el mercado. Ese no está, no se conserva… pero fue muy importante.
–Bueno, en la plaza mayor también está el patíbulo y también en alguna medida está el foro, que es la vida política y judicial. Yo no he llegado a esa parte, hojeé no más y me pareció ver –pero usted me dirá si tengo razón o no– me pareció ver que usted trata un poco marginalmente la jornada del 17 de octubre de 1945 en Buenos Aires. Curiosamente es una jornada en donde las multitudes que vienen de afuera, multitudes totalmente marginadas hasta ese momento, casi intuitivamente se dirigen a la Plaza de Mayo. Es decir que ese día la Plaza de Mayo recupera la importancia que ha tenido en muy pocos y decisivos momentos de nuestra historia: el 25 de mayo de 1810, y el 5 y 6 de abril de 1811, y alguna fecha más. Se puede hablar entonces, con un poco de romanticismo histórico, que hay una especie de intuición de las masas argentinas para dirigirse al lugar que fue el escenario del poder real…
–Sin ninguna duda, pero si yo tuviera que analizar el fenómeno, más bien puntualizaría el juego de dos cosas. Hay una intuición de las masas (yo soy un buen romántico y creo en eso), pero en ese caso particular se dio una coincidencia muy importante, explicativa de todo el proceso del peronismo. Y es que las masas populares fueron a la Plaza de Mayo porque en la Plaza de Mayo estaba la Casa de Gobierno y en la Casa de Gobierno, convocando a las masas populares, un representante de las Fuerzas Armadas, un miembro de las Fuerzas Armadas, representante del poder político, que aseguraba a las clases populares un tipo de indemnidad que los movimientos de esa clase no habían tenido nunca. Así que lo que se simboliza allí es un tipo de alianza. Que no se podía hacer más que en la Plaza de Mayo, porque en ese momento, un líder político como Perón, si no hubiera sido militar y no hubiera hablado al pueblo desde la Casa de Gobierno, no hubiera significado lo que significó.
–Su teoría sería correcta si no fuera por el hecho de que la presencia de Perón en Plaza de Mayo se produjo casi a la medianoche de esa jornada y durante todo el día no se supo con exactitud su paradero…
–Sí, pero estaba Farrell, estaba su sombra, y se fue a eso; a una alianza con el poder militar…
–De todos modos me interesa rescatar de lo hablado en último término, lo que decíamos al principio en el sentido de que las ciudades son la “civilización’’ para usar el esquema de Sarmiento. Y que estas masas que no son la civilización, llegan a la ciudad el 17 de octubre del 45 para hacer una alianza más importante que la alianza del movimiento obrero con los militares: Una alianza que permitirá el juego posible entre la civilización y la barbarie…
–Sí, cuando digo que mi libro es facundiano, yo diría que lo es por el juego que él advierte entre campo y ciudad. Pero no me solidarizaría de una manera terminante con la antítesis “civilización y barbarie…”
–¿Por qué? ¿Por la antítesis en sí misma, o por los elementos que Sarmiento colocó en cada uno de los términos?
–Por los términos y por los valores que implica. En un cierto sentido, todo lo que llamamos civilización es urbano; eso en el llamado mundo moderno, que también puede ser llamado mundo burgués y capitalista, y después mundo industrial. Es evidente que lo que habitualmente se llama civilización es específicamente urbano; pero si en vez de la palabra civilización hubiéramos hablado de cultura, de ninguna manera podría admitirse que las clases populares no son poseedoras de una cultura. Quizá no fueran muy civilizadas en el sentido en que lo son las clases urbanas, pero que tenían un formidable trasfondo cultural, eso es innegable.
–Perdón, a esto me refería y además creo que hay que agregar lo siguiente (que lo han destacado bastantes cronistas de la época, ensayistas e historiadores también): que esas masas de octubre del 45, generalmente estaban formadas por hombres del interior, es decir los recipiendarios de una cultura tradicional campera, rural, que en alguna medida es la cultura argentina…
–Bueno, así como lo contradigo a Sarmiento, lo contradigo a usted… Yo no diría que es la cultura argentina: diría que es uno de los componentes inevitables de la cultura argentina y que la Argentina es campo y ciudad. Y se han cometido muchos errores en la política y en la interpretación de la historia suponiendo que eran factores que se excluían. Absolutamente absurdo: no pueden excluirse…
–El error primero lo cometió Sarmiento, cuando pensó que barbarie era todo lo criollo y que civilización era todo lo europeo, viniera de donde viniera…
–¡Claro, claro! Por eso le digo yo que la medida en que a mi libro se lo puede llamar facundiano es aquélla en que la antítesis entre campo y ciudad, que yo reconozco como sustancial y como admirablemente percibida por Sarmiento, sea enunciada sin adjetivos y sin juicios valorativos absolutos. La antítesis “civilización y barbarie”, en cambio, me parece bastante discutible. Pero de cualquier manera yo encontré allí la clave para una observación que a mí me parece importante en el desarrollo de América latina: la ciudad fue el instrumento de la impostación de la cultura hispánica y católica, y los campos fueron las áreas de los vencidos.
–Bueno, en una primera etapa, pero después ¿qué pasa cuando los campos se van poblando…?
–En el momento fundacional, el mundo hispánico y católico se abroquela detrás de la empalizada ¿no es cierto? Y el campo es el mundo de los vencidos. Al principio hay lucha; pero en menos de un siglo se han producido tan extraordinarios fenómenos de mestizaje y de aculturación, que a fines del siglo XVIII América latina ya constituye un continente criollo. Esto es lo que yo creo radicalmente novedoso, lo que le da fisonomía a estos países, lo que le da personalidad, y además de eso, lo que testimonia el paso de una etapa de desarrollo histórico en la que los españoles eran visitantes todavía, o sea conquistadores con espíritu de conquistadores, a otra en que aparecen las primeras generaciones arraigadas, las de los que han resuelto quedarse, las de los que han descubierto que esta tierra era la suya y que ya no tenían otra alternativa sino jugarse con su tierra. Esto no se ve hasta el siglo XVIII…
–No sé si usted lee ciencia-ficción, Romero. Una de las “crónicas marcianas” de Ray Bradbury es un cuento muy lindo sobre una familia terráquea que va a Marte, huyendo del cataclismo que va a ocurrir a breve plazo en la Tierra con las guerras atómicas. Los chicos le preguntan todo el tiempo al padre dónde están los marcianos y el padre les promete que los van a ver. En un momento dado se van a bañar a un río, entonces les muestra las imágenes de los chicos reflejadas en el agua y dice: “ahí tienen los marcianos”. Yo supongo que en algún momento, los españoles que vinieron a América y sus hijos querían ver indios, y aquí, en el territorio de lo que ahora es la Argentina, había pocos indios, y los pocos que había eran bárbaros, primitivos, y no ofrecían ninguno de los encantos de los indios altamente civilizados como los de México o Perú.
–Para no mezclarse con esa valoración sarmientina llámelos paleolíticos…
–Paleolíticos, de acuerdo; pero en algún momento esos cristianos se vieron reflejados en algún río o en algún espejo de agua y eran realmente ellos los indios, ¿no? Una o dos generaciones después. Concoloncorvo lo describe muy bien. Ahora, Romero: esas son las ciudades y ese era el significado de las ciudades en esa etapa que usted describe tan bien. Y bien, ¿qué significan las ciudades en América latina? ¿Tienen alguna significación general ciudades tan diferentes como las hay en América latina (al decir ciudad, decimos las grandes ciudades)? Desde luego no tienen ninguna significación como instrumento de aculturación o transculturación; por el contrario, parecerían ser elementos de pérdida de identidad nacional, desde el momento que todas las ciudades grandes de América latina se parecen bastante, ninguna tiene un color definitivamente local. Pero además, este tipo de ciudades que siguen jugando el rol político importante o decisivo, ¿tienen una colocación positiva dentro de la elaboración de la identidad nacional de cada país?
–Claro, usted no ha terminado mi libro… Esta parte final me apasiona; yo tengo la esperanza de que no se aburra y llegue al final, porque el último capítulo, que se llama “las ciudades masificadas”, trata de enfrentarse con ese problema. En su planteo hay unas afirmaciones que requieren aclaración; no es posible identificar a las ciudades latinoamericanas con las cinco o seis grandes metrópolis y con las veinte o treinta ciudades que son aspirantes a grandes metrópolis…
–¿Del mundo?
–No, no, de América latina. Es una cosa completamente distinta y si usted está atento y tiene tiempo para ocuparse de eso, cuando lea verá que yo a cada rato hago el distingo entre las grandes ciudades, las pequeñas ciudades y las medianas ciudades; las ciudades en declinación y las ciudades dormidas. Esto es sumamente importante para entender el proceso de urbanización, porque la ciudad es una palabra multívoca que no se puede usar siempre de la misma manera, a menos que el análisis que se haga resulte absolutamente superficial. Lo que usted dice vale para las grandes ciudades. Es decir, así como creo que fue Roca el que decía que Buenos Aires no es la Argentina… Creo que fue Roca…
–No sé, no conozco…
–Creo que ya Roca lo decía, y en todo caso es lo que está planeando por encima del libro de Ricardo Rojas, La Restauración Nacionalista. Así es en todas las ciudades especialmente a partir del 90… como lo señalan Gamboa, en México, Pocaterra en Venezuela, Mercedes Cabello de Carbonera en Perú, equivalentes de nuestro Julián Martel, y de nuestro Cambaceres, de nuestro Carlos María Ocantos, tan olvidado y tan significativo e interesante. Todos ellos hacen un diagnóstico de la gran ciudad como una formación sociológica que desnaturaliza la nacionalidad, y es cierto. Pero la Argentina oscila, entre las mil maneras como puede ser caracterizada, como una especie de promedio entre Córdoba y Buenos Aires, ¿coincide usted conmigo?
–Le puedo mostrar algo que escribimos con motivo de un número de Todo es historia destinado a recordar el cuarto centenario de Córdoba, donde se decía que Córdoba era un poco la respuesta obligada de Buenos Aires. Buenos Aires dice “blanco”, Córdoba dice “negro”. La verdad no está en el blanco ni en el negro, probablemente y las dos tienen que ver con esa respuesta. Lo que le puedo contar para confirmar lo que usted dice, es que estuvo acá hasta hace un par de meses James Scobie, un investigador que trabajó durante dos años sobre ciudades argentinas, tomando Mendoza, Salta y Corrientes como modelos, y siempre decía que la ciudad que más le impresionaba era Corrientes, precisamente por la raíz, el arraigo, la cosa absolutamente homogénea que tenía esa ciudad. Bueno, él se llevó a Estados Unidos todo el material para trabajar allá. Tardará varios años en escribir el libro, y el libro en traducirse. Pero tengo entendido que su conclusión (muy en grueso) era que estas ciudades no habían progresado paralelamente al progreso de Buenos Aires, sino que por el contrario el progreso de Buenos Aires (aun en el caso de Salta, que parece tan remota) había operado negativamente respecto del progreso de estas ciudades periféricas. Pero esto era una acotación al margen.
–Claro que yo no comparto esa opinión. Lo que pasa es que el progreso de Buenos Aires a mí me importa relativamente poco. Yo soy bastante antitecnológico, y bastante ecológico; en consecuencia, veo en esas ciudades un proceso de acrisolamiento -si existe esta palabra-, de creación lenta de una cosa que es sólida y que va para adentro, que en Buenos Aires también se da en ciertos estratos: en Buenos Aires se da la formación de un tipo argentino, que no es el tipo argentino, pero que es un tipo argentino sin el cual no podría vivir el resto de la Argentina. Sin Corrientes, sin Salta y sin Mendoza, tampoco podría vivir la Argentina. Lo que pasa es que un país es el resultado de una enorme cantidad de componentes. Buenos Aires sola, sería Fenicia, sería Tiro, Sidón, ¡una horrible cosa!
–Y Corrientes sola, o Salta sola, serían Ávila…
–Los países que han creado una civilización rica, diversificada, variada, bien nutrida, son países en donde han jugado todos los elementos de su estructura. El caso típico es Inglaterra: Inglaterra no se puede entender sin Londres, pero tampoco sin York, sin Lincoln, sin la vieja Winchester, sin Chester, sin Manchester, sin Liverpool. Los países son estructuras muy complejas y las ciudades dan la clave, pero, precisamente, con la condición de no dejarse encandilar por las grandes ciudades. En Colombia, por ejemplo, hay a 250 kilómetros de Bogotá una preciosa ciudad, Tunja y a 30 kilómetros de ésta hay una típica ciudad dormida, donde veraneaban los virreyes del siglo XVIII. Se llama Villa de Leyva, un caso típico de ciudad dormida. Es una ciudad donde vivió Nariño –se conserva la casa– y tiene una inmensa plaza, con edificación muy baja, blanca, estupendamente blanca, casi tan blanca como Arequipa -Arequipa: ¡qué joya de concentración hacia abajo!-. Este es uno de los niveles en los que hay que analizar las ciudades, allí donde se hace justamente lo que fuera misión esencial de la ciudad, de la pequeña ciudad medieval originaria, que es la concentración de todas las potencias de una comunidad social: concentración de poder social, concentración de poder económico, pero, más importante aun que eso, concentración de potencialidad cultural, o sea concentración de la capacidad de creación espontánea que tiene una sociedad cuando vive…
–Se le puede llamar folclore…
–Sí, y esto se da mejor en la pequeña ciudad que en los campos. En la pequeña ciudad se multiplica lo que en los campos crece de una manera esporádica, y allí se da puro, sin la contaminación que acarrea la vida de la gran ciudad, y aun de la mediana.
–Yo creo que lo entendería mejor si esto se ubica en alguna de las pequeñas ciudades argentinas del noroeste, digamos La Rioja o Catamarca, cercadas por desiertos inmensos, aisladas de las ciudades que entonces eran grandes, pongamos hace dos siglos, donde de padres a hijos durante cuatro o cinco generaciones ya criollas, se van preservando de una manera delicadísima…
–…casi sagrada…
–…casi sagrada… los valores culturales que vienen de lejos y que son los que nos salvan de la barbarie —y en este caso sí creo que está bien, aplicada la palabra…
–Sí, sí… Yo creo más en la barbarie tecnológica que en lo que Sarmiento llama barbarie.
–Exacto. Pero pienso en esas generaciones de riojanos o catamarqueños, aprendiendo a escribir sin escuelas, en libros que no interesan a nadie, vistiéndose con modas absolutamente olvidadas desde décadas atrás, conservando desesperadamente el papel y la tinta para escribir y asentar los bautismos y los casamientos… Eso, en el total aislamiento, pero manteniendo su reserva de valores transmitidos. Esa, creo, es la función fundamental de la ciudad.
–Yo defiendo a Sarmiento de algunas acusaciones injustas. Eso que usted acaba de describir es lo que ofrece Recuerdos de provincia, un libro sin el cual no se puede entender el Facundo, como no se puede entender sin la biografía del fraile Aldao. Y le voy a decir una cosa que para mí es muy importante en este tipo de análisis… que sin duda es muy importante para entender lo que pasa en el mundo y lo que ha pasado en el mundo -que al fin de cuentas nunca es urgente, pero de pronto es muy importante…-. Quizá lo que podría justificar esta desesperación de Sarmiento por la urbanización del país sea que la relación entre el campo y la ciudad en América latina, por la peculiaridad del papel que le tocó jugar al campo conquistado, al campo de los encomenderos, al campo de las plantaciones, al campo de las minas, es una relación muy distinta de la que había entre “señor” y “colono” en la Edad Media, por lo menos muy distinta de la que había en el siglo X o en el siglo XI; no sé si en otro momento, pero no… creo que siempre fue muy distinta. Lo que podría justificar este desdén por lo que él llamó barbarie y su frenesí por el proceso de urbanización en América latina, sería fruto de la falta de una instancia intermedia, que para mí es el secreto de la civilización: la aldea. En la Argentina no ha habido más que las ciudades con aspiraciones de grandes ciudades que fundaron los españoles, y el campo semi desierto, donde no se creaba lo que en el vocabulario de la generación de Sarmiento o Echeverría era “la sociabilidad”. Esto se da muy poco en el Nuevo Mundo: sólo en algunos países donde hay una fuerte producción agrícola prospera la aldea o la pequeña ciudad, que es uno de los grandes secretos de la cultura.
–Como en Estados Unidos…
–Pero no se puede comparar de ninguna manera nuestro proceso histórico con el de los Estados Unidos. En el proceso latinoamericano (porque vale tanto para la zona hispánica como para la lusitana), no se da la aldea. En Recuerdos de provincia Sarmiento habla de la aldea donde vivía su tío cura, con quien aprende a leer. Me refiero a San Francisco del Monte, que podría ser el esquema de una aldea; pero si se compara con lo que eran las aldeas europeas ya hacía tres, cuatro, cinco, seis siglos, o las que uno encuentra todavía en Italia, en Francia, en España… se ve que no tenía ese principio de urbanización que es la creación de un foco que puede ser la iglesia, la parroquia, la casa comunal, como lo ha sido en tantas aldeas, que constituyera un punto de atracción, alrededor del cual se aunaran las voluntades y más que eso, se aunaran las opiniones y se aunaran las definiciones metafísicas sobre la vida, que caen por gotas, sin ninguna preparación escolástica, a través de las resoluciones que se toman cada dos minutos o sobre cada caso de la vida cotidiana. Gente que decide en cada momento cómo quiere vivir, y cómo va a vivir, y lo comunica con su vecino, en ese ambiente de la plazuela; y eso potencializa lo que existe en la vida rural, pero que no trasciende. Y esto es transmitido a las grandes ciudades y automáticamente sofisticado, por obra de una concientización siempre creciente; pero la pequeña ciudad tiene su propio secreto, tiene su alquimia peculiar, recoge todo esto, lo potencializa sin desnaturalizarlo.
–Y eso es lo que faltó: la llamada sociabilidad…
–Eso es lo que faltó, en casi toda América latina, con la excepción de algunos países de cierto tipo de desarrollo agrícola.
–Esto permite comprender mejor esa frase de Sarmiento tan vapuleada, de que “el mal que aqueja a la Argentina es la extension”. Era una extension metafísica, como dice usted, más que una extensión física.
–La extensión no es perjudicial en sí, pero si realmente no se consigue que los reseros conversen, si no se consigue que el hombre de a caballo deje de ser un hombre solitario, entonces todo ese inmenso caudal que José Hernández recoge y potencializa poéticamente no se ha potencializado socialmente y culturalmente. La prueba está que no trasciende sino cuando aparece la nostalgia de su pérdida.
Tercera conversación
–Usted es un medievalista. Le pregunto si su especialidad le sirve para entender mejor los procesos históricos argentinos.
–Tengo miedo de contestarle lo que pienso, porque me inclino a creer que sólo los medievalistas los entendemos bien… En fin, ésta es una especie de deformación profesional. Pero creo que sí, que es rigurosamente cierto. No niego que otros lo entiendan también, pero yo tengo la impresión de que mi especialidad me ha ayudado enormemente, me ha ofrecido pistas, me ha indicado líneas de desarrollo. Y luego, por el tipo de historia medieval que hago, hay procesos sociales que se comprenden mucho mejor con esta experiencia. Porque bien sabe usted que hay en realidad dos familias de medievalistas: los que ponen el énfasis en el mundo feudal y los que lo ponen en el mundo burgués. Yo pertenezco a la línea de Henri Pirenne, y pongo el énfasis en la burguesía. Este es el tema, mi tema. El de las burguesías urbanas y las ciudades. Es una línea muy nutrida y cada vez mayor y más importante, creo yo. Porque la línea del feudalismo incide mucho menos sobre el desarrollo del mundo moderno; en cambio la línea del mundo burgués es la línea del mundo moderno.
–Pero su especialidad, ¿le facilita la comprensión de los procesos históricos argentinos en el sentido de que le da una mejor metodología, o en el sentido de que le propone nuevas líneas de desarrollo? Contésteme primero esta pregunta; después, en esta misma dirección, tengo otra para hacerle.
–Yo creo que me da una experiencia para entender los fenómenos sociales. En el desarrollo histórico argentino, tanto en la época de la colonia como en el proceso posterior a la inmigración masiva, hay dos cuestiones que yo creo que no están tratadas con toda la importancia que tienen. No podría decir que conozco toda la bibliografía relacionada con la historia colonial latinoamericana, porque es inmensa, muy minuciosa en algunos casos, y como no era exactamente mi oficio no la he agotado ni muchísimo menos. Pero he estudiado bastante y le diré que creo que no está estudiada la formación de la sociedad hispanoamericana y tampoco lusoamericana en toda su riqueza. Hay una idea bastante clara de cómo es la sociedad de los conquistadores en el siglo XVI; pero, ¿qué fue pasando con la segunda generación de conquistadores, con la tercera, con la cuarta, con la quinta, con la sexta? ¿Qué fue pasando con la población indígena, con la generación de los primeros sometidos, con sus hijos, sus nietos, sus bisnietos, sus tataranietos? Esto es lo que termina finalmente en esa sociedad rural que irrumpe con la revolución; esos son los llaneros de Páez y los montoneros de López, o de Ramírez, o de Quiroga. ¿Y qué ocurrió, cómo se hizo esta sociedad? Aquí hay un hiatus; un hiatus en el siglo XIX. De pronto aparece, como una sorpresa, toda esa gente. Porque usted sabe muy bien que la primera sorpresa la tuvo Azara en el Río de la Plata…
–Todos los viajeros del siglo XVIII, se asombran de este fenómeno mestizo…
–No se sabe cómo se formó esa sociedad, y sin embargo esa sociedad es la que un día se levanta y le dice a los vecinos que componían los Cabildos: “Aquí estamos nosotros”. Y plantea este tremendo dilema, que no es solamente el dilema campo-ciudad, como decíamos el otro día. Es el dilema de dos sociedades, una de las cuales la conocemos bien, muy bien. Las sociedades urbanas, la sociedad española o portuguesa da un cierto giro y conocemos que pasó en el siglo XVII, en el XVIII. Pero ¿qué pasó en cambio con el resto de la sociedad? No sabemos nada o muy poco; pero es un fenómeno que tiene su correlato en el mundo medieval, porque allí las poblaciones urbanas y las poblaciones rurales tuvieron un largo proceso que está mucho mejor documentado. Allí se obtiene una experiencia que luego sirve, si no para saber más acerca de lo que pasó en la América hispánica, por lo menos para saber que existe un problema y que sería interesante analizarlo a fondo para llenar el vacío que hay en el campo del conocimiento entre el siglo XVI y el siglo XVIII. Lo mismo ocurre con la época de la inmigración masiva, en la que el proceso es tumultuoso en estos países.
–Esa es la segunda pregunta que yo quería hacerle. Su especialidad medieval, está muy claro, le sirve entonces para el esclarecimiento de los fenómenos ocurridos en lo que usted llama “el mundo rural hispanoamericano”, más o menos correlativo al “mundo campesino” de la Europa medieval. Pero de allí en adelante, ¿para qué le sirve su especialidad cuando se trata de la Argentina moderna? Usted ha trabajado sobre ese tema…
–Pero un poco también es el problema de las ciudades, que para mí no es sólo obsesivo desde el punto de vista científico, sino que se ha ido transformando en una verdadera manía. Yo creo que las ciudades latinoamericanas han ido realizando este proceso que algo tiene de parecido… Le diré, si usted quiere que gastemos unos minutos en este asunto, le diré exactamente a qué es parecido. Dentro de la historia medieval, yo tengo un campo específico, que es el siglo XIV y el siglo XV. En realidad eso es lo que creo que sé bien. Lo demás lo he ido buscando y he trabajado mucho, un poco para buscar las raíces, pero esto es lo que me apasiona: el siglo XIV y el XV. En el XIV y el XV aparece el gran fenómeno que es el tema del libro que estoy escribiendo ahora, que se llamará Crisis y orden en el mundo feudoburgués, y lo que estudio en él es la formación de una sociedad que se constituye primero por la yuxtaposición de la vieja sociedad de tradición feudal y la nueva sociedad burguesa. Y luego un período alrededor del XIV y el XV que ya no se trata de una nueva yuxtaposición, sino de una progresiva, compleja, variada y multiforme interpenetración de uno y otro. Esto es lo que yo creo que ocurre en la Argentina, o mejor dicho, en toda América, entre 1810 y 1850/60. Es decir, el mismo fenómeno de irrupción de los grandes caudillos rurales que llegan, y según la famosa anécdota, creo que inexacta, atan sus caballos en la verja de la Pirámide de Mayo… Creo que el episodio no es verdadero…
–Bueno, lo cuenta Vicente Fidel López, que era un fantasioso, pero no hay ningún motivo como para pensar que no sea cierto; en realidad es un hecho que los porteños prefieren olvidar. Quedó como un vacío en la memoria colectiva…
–Hay muchos de esos episodios bastante semejantes: hay una famosa entrada en Lima, hay más de una en México, muy simbólica… estos jefes de armas convencidos de su omnipotencia, convencidos de que tienen lo que llamaríamos una especie de frescura política, descubren al cabo de poco tiempo que no es frescura sino que es simplemente ingenuidad, y terminan atrapados por las mañas de las poblaciones urbanas, y siempre prisioneros de un secretario (como se decía en el siglo XVI, “secretario de letras latinas”). Ese secretario era el que ponía en limpio su pensamiento. Pero no ponía en limpio el pensamiento del otro, sino también al suyo y el de sus pares, mitad y mitad. Y lo mismo ocurrió en todos los asuntos. Todos ellos terminaron teniendo negocios y los negocios se los manejaba esta gente experta…
Todos llegaron al gobierno y el gobierno lo manejó finalmente esta gente que tenía experiencia en esta cosa que se llama burocracia, de la cual todo el mundo habla mal, muy mal, pero que no debe ser tan mala puesto que no se puede prescindir de ella desde hace no sé yo cuántos siglos… Bien: creo que hay un paralelismo muy curioso entre el proceso europeo de los siglos XIV y XV, en el que se produce la interpenetración de dos sociedades, con el que se produce en América después de la Independencia, y hasta que las sociedades nacionales se consolidan. Y cuando los países se consolidan es porque se ha producido ya una interacción, una interpenetración de esas dos sociedades…
–¿Pero no son dos sociedades totalmente distintas las que usted dice, la de los siglos XIV y XV en Europa y la de mediados del siglo XIX en América latina? Lo digo en el sentido de que hay un campesinado totalmente diferente. Incluso las burguesías de aquellos siglos están nutridas de valores de tipo religioso por ejemplo, que no existen en el caso de América Hispánica. ¿No es arriesgada una comparación como ésta? Ya sé, usted no hace una comparación, hace un cierto paralelismo, pero ¿no es de todos modos riesgoso?
–Sí, sería riesgoso, naturalmente, si yo exagerara más allá de cierto punto; yo soy de los que no creen que la historia se repite. No podría decir tampoco que los elementos sociales son homologables, pero hay una cosa que sí parece semejante, que es la dinámica del proceso. Esto sí es parecido. Es decir, cualesquiera sean los caracteres de los dos grupos en contacto, la dinámica del proceso de interpenetración es relativamente parecida en todos los casos. Sería largo de explicar, pero bastaría que le dijera algunos caracteres para que estuviera claro. Por ejemplo el proceso de la formación de las nuevas élites, de cómo las nuevas élites de pronto descubren que hay en las viejas algunos valores imitables, la descomposición de uno de los sectores -porque hay quien se pasa de las viejas élites-, así como la situación de aquellos que intuyen el cambio y se pasan al bando opuesto… ¿Usted no ve funcionar este esquema que le estoy proponiendo?…
–Lo veo funcionar, pero hay un párrafo de su libro que yo señalé porque me impresionó mucho. En el último capítulo, donde habla de la masificación de las ciudades, usted escribe: “…Así quedó al descubierto que la masa no era una clase sino un semillero del que saldrían los que lograban el ascenso social y en el que quedarían los que al lograrlo consolidarían su permanencia en las clases populares acaso descendiendo algún peldaño en la escala.”. Es decir, que la masa no fue una clase, sino simplemente una cosa informe, anónima. Más que una clase social en el sentido científico de la palabra, es una cosa amorfa, de la cual algunos ascienden y pasan a formar parte de una élite, y otros se quedan e incluso descienden…
–Ese ha sido el juego, y lo ha sido siempre. Ese es el rasgo de los procesos sociales, que no están necesariamente unidos a un determinado grupo social, y es realmente útil seguir su huella.
–Cuando usted hablaba hace un rato de que el mundo rural hispanoamericano de los siglos XVI al XVIII, más o menos, se va transformando a través de procesos que son poco conocidos todavía, yo pensaba con una sensación casi de angustia que tal vez no se conozcan nunca porque falta la documentación que nos pueda testimoniar cómo se han ido formando esos procesos. Yo creo que esas transformaciones podrán ser intuidas pero difícilmente podrán ser documentadas, porque este vacío que caracterizó a nuestro país hasta hace relativamente poco tiempo, se dio de una manera casi mareante en esa época, donde no había registros parroquiales, donde la documentación es escasísima. ¿Ese será un dato insalvable entonces? ¿Aquí tienen alguna función que cumplirlas historias regionales…?
–Sí, sí, mucho. Hay varias cosas que pueden, si no resolverlo del todo, ayudar a resolver ese problema; pero yo necesitaría remontarme a una cuestión teórica y metodológica que se relaciona con algo sobre lo que conversamos en una ocasión anterior. Los historiadores suelen tener un fuerte prejuicio acerca de lo que constituye un enriquecimiento del conocimiento histórico, y se supone que enriquecimiento del conocimiento histórico significa solamente acrecentamiento del número de datos. Yo sostengo que no. Esa es efectivamente una de las formas fundamentales de enriquecer el conocimiento del pasado, pero hay otra que no es menos importante, que consiste en descubrir nuevas ideas, nuevos criterios interpretativos, nuevas pistas, con lo cual ocurre una cosa que es sensacional -y que lo ha sido muchas veces-; y es que a partir de esas pistas, a partir de esas hipótesis de trabajo, se puede releer todo lo que se ha leído y descubrir cosas que no han sido observadas antes. Así que yo no sé si todo ese material, que es poco, además de ser poco no ha sido ligeramente leído. Le puedo poner un ejemplo: durante muchos años, casi siglos, ¿a quién, que no fuera un temperamento piadoso, se le hubiera ocurrido leer las vidas de santos, viejas vidas de santos del siglo XII, del siglo XIII, a partir de la Legenda Aurea…? De allí para adelante, ¡cuántas vidas de santos hay…! Y antes de eso, puesto que Jacobo de la Vorágine, que fue el que las coleccionó en la segunda mitad del siglo XIII, usó materiales anteriores. Eran muy viejas y luego se siguió escribiendo innumerable cantidad de ellas, algunas magníficas, como usted sabe. Las leían solamente los espíritus piadosos; era una lectura reconfortante para el alma, en el sentido cristiano. De pronto resulta que la historia social ha descubierto que la hagiografía es un venero insustituible para conocer la vida social, porque las crónicas reales y las crónicas señoriales, caballerescas nada decían de lo que pasaba todos los días. Pero lea usted la historia de un milagro de cualquiera de los santos de quien se escribe, y descubrirá que para contar el milagro describen escenas donde se ve con absoluta frescura la vida cotidiana. Pero fue necesario que alguien se interesara por eso para releer lo que hasta ese momento se había leído con una muy distinta intención. ¿Cuánto tiempo hace que se lee la picaresca española descubriendo que es una fuente insustituible para la historia social? Muy poco…
–Entonces, esto me lleva a una pregunta que hace tiempo quiero hacerle. El ejemplo es éste: uno dice dos y dos son cuatro, y esto es una verdad matemática, y uno dice que se tira una piedra y la piedra cae inevitablemente al suelo, y esto es una verdad física. ¿Existe una verdad histórica con la misma certeza que estas verdades físicas o matemáticas?
–Yo no sé si es exactamente la misma certeza. En el campo de las ciencias históricas hay cuestiones de hecho que pueden establecerse con el mismo rigor, es decir, siguiendo la línea metodológica que en cierto modo organizó Niebuhr y que prácticamente provenía de la filología y ha creado un instrumento heurístico formidable. Hay verdades de hecho para las cuales se ha alcanzado una absoluta certidumbre; pero el problema consiste en que las ciencias históricas, puesto que son ciencias del hombre y de las sociedades, no se agotan en el establecimiento de las verdades de hecho. Resulta que de pronto el hecho es apenas el punto de partida para saber qué había detrás del hecho, y aquí es donde empieza a ser cada vez más opinable la profundización de todo lo que hay detrás del mundo de los hechos. De pronto puede llegarse a conclusiones totalmente discutibles, lo cual no quiere decir que todas sean totalmente opinables. Hay algunas que son verdaderas y otras que son sólo aproximadas a la verdad, y otras que lo son un poco menos. Con cierto esfuerzo de rigor en el análisis, se puede profundizar en el mundo histórico detrás de los hechos, con bastante seguridad…
–Lo que ocurre es que para algunos ni siquiera las cuestiones de hecho tienen una certeza total. En la historia argentina hay una polémica que usted desde luego conocerá: el doctor José María Rosa sostiene que el desfile de las tropas vencedoras de Caseros se realizó el 20 de febrero de 1852, y que ello respondió a una presión del ala brasileña que formaba parte del Ejército Grande de Urquiza, como una reivindicación o revancha por la batalla de Ituzaingó, que había ocurrido un 20 de febrero. El doctor Ernesto Fitte, en cambio, sostiene que ese desfile se produjo el 19 de febrero, y en consecuencia la tesis del doctor Rosa no tendría ningún asidero. Es decir que dos importantes historiadores no han podido ponerse de acuerdo ni siquiera sobre una fecha que está apenas a un siglo y pico de distancia de nosotros… Eso es lo que hace a veces vacilar la fe de los que creen en la historia como una ciencia más o menos exacta, al menos en las cuestiones de hecho…
–Bueno, yo creo que no es para tanto; no creo que eso incite a la vacilación sobre la confianza en la historia, porque yo le podría citar en cambio cinco mil o cincuenta mil cuestiones de hecho que están absoluta y definitivamente dilucidadas, cada una en su nivel. Usted comprende que si con el Carbono 14 se han logrado precisiones cronológicas para problemas de arqueología, es evidente que para otros episodios hay innumerable cantidad de recursos. Que en un determinado momento falten los testimonios para un hecho, es posible, pero hay otros muchos. Usted no sabe el día del desfile de Caseros pero sabe el día de la batalla de Caseros, y sabe el día de la batalla de Maipú, y sabe el día de la batalla de Chacabuco, y de la batalla de Salta. Hay muchas cosas que se saben bien, y sobre las cuales no cabe la menor duda. Que haya unas pequeñas lagunas, bueno, es uno de los tantos defectos que tiene toda la organización científica. De pronto hay una cierta cosa que no se sabe, pero de eso que no se sabe, ocurre que hay una mitad que es intrascendente. En este caso, el doctor Rosa, hilando muy delgado, saca de un hecho una conclusión que para él tiene un gran valor simbólico, y que además sirve de explicación, mejor dicho, refuerza su tesis acerca de la gravitación que tenía la presencia brasileña en la caída de Rosas. Es decir que a un hecho precisamente no documentado, no suficientemente documentado, le saca una consecuencia muy grave, muy importante. Entonces se advierte que es mucho más lamentable que no se pueda saber eso. Pero hay otros muchos puntos que no tienen ninguna importancia; que sea un día o el otro… Así que yo creo que eso no debe debilitar la confianza en que hay posibilidades de darle al conocimiento histórico cada vez mayor certidumbre y seguridad.
–Entonces viene la otra pregunta, que es casi de cajón después de ésta sobre la verdad histórica. ¿Es posible que en la historia se puedan juzgar los procesos y los hechos con la misma objetividad con que un físico o un químico observa los procesos físicos y químicos que se desarrollan delante suyo? ¿O siempre la subjetividad del historiador está presente en la valoración del hecho histórico?
–Bueno, creo que hay una educación para la objetividad. Así como hay una educación para la clínica, que es la que lleva a un diagnóstico exacto, yo creo que hay también una educación para la objetividad histórica. Pero no nos enloquezcamos mucho con respecto al grado de objetividad que pueden alcanzar las ciencias. Si usted me habla de ciertos fenómenos de la mecánica clásica de Galileo, de Newton, es muy posible que usted pueda decirme que el científico tiene una actitud absolutamente objetiva y no hace más que registrar el hecho. Pero hay innumerables actividades científicas donde esas posibilidades no existen. Esto es lo que acabo de citar y que me vino a la memoria, porque es una cosa que me ha preocupado, que es el problema de cómo se hace un diagnóstico. No hay ningún médico que no crea que está haciendo ciencia. No hay nadie, además de la gente corriente, que no crea que la medicina es una ciencia. Pero creo que es bastante discutible el asunto: el diagnóstico clínico tiene los mismos caracteres epistemológicos que la interpretación histórica, y el clínico se equivoca tantas veces como se equivoca el historiador…
–Con consecuencias más graves, generalmente…
–Sí, aunque también la equivocación del historiador puede ser muy grave, porque de la historia suele salir toda una concepción de la vida y de la acción, aunque la gente no suele darse cuenta de para qué servimos los historiadores… Yo creo que el error del diagnóstico es muy grave; pero volviendo al planteo suyo, hay una educación del historiador para la objetividad; el historiador debe recibir (estoy seguro de que muchos historiadores lo han logrado) esa educación, que puede haber recibido de sus maestros. Hubo algunos verdaderamente de una crueldad extraordinaria consigo mismos. Aquí, en la Argentina, hemos conocido maestros que eran totalmente inexorables en esta búsqueda de la objetividad. Pienso en Groussac, pongamos por caso, o en Ravignani. Fue un hombre que me impresionó mucho por esa tendencia a la objetividad. Hay una educación individual, pero luego hay otra cosa muy curiosa, que es lo que ha significado la acumulación del trabajo histórico. Si se analiza lo que ha significado el trabajo histórico encadenado generación tras generación, se descubre que hay en el esfuerzo sucesivo una especie de absorción de los pecados de subjetividad. Naturalmente, a nadie se le oculta que López era muy subjetivo y que Mitre era mucho más riguroso. Otros creyeron que Mitre no lo era tanto. El mismo Mitre creyó que Saldías casi no lo era (en esto hay a veces una especie de coquetería y a veces pequeñas rivalidades). Pero el caso es que si se observa el desarrollo del pensamiento histórico, si se hace la historia de cómo se ha historiado un tema, en el conjunto usted puede encontrar todos los elementos para desarmar las subjetividades en que hayan podido incurrir unos y otros, y tener al final -no en cada historiador, sino en el conjunto de los historiadores, o sea en la ciencia histórica-, una especie de media en la que hay un llamado de atención con respecto a la presencia de juicios subjetivos.
–Como si cada historiador dejara un aporte que llega a un determinado nivel, y al mismo tiempo, una excrecencia que irán anulando los historiadores que vienen después…
–Sí. Por eso existe la ciencia histórica y por eso existe esa disciplina que se llama la historia de la historiografía, que es un tipo de conocimiento extraordinariamente apasionante y que yo no sé por qué no ha conseguido la acogida y el interés de la gente, cuando es tan seductor. Yo he sido, en realidad, el primer profesor de esa materia en La Plata. Carbia la dictaba de vez en cuando, y la primera vez que se llamó a concurso la gané yo y así me inicié en la carrera universitaria en el año 1942, en La Plata, como profesor de Historia de la Historiografía. Después la enseñé en Montevideo y luego he escrito tres o cuatro cosas, algunas que a mí me gustan mucho…
–¿Por qué no cuenta un poco de su formación como historiador, Romero, es decir de su formación científica como historiador…? Empezando si quiere por el Colegio del Salvador…
–Si usted me propone que empiece por El Salvador debo decirle que en casi todas las materias de la escuela primaria -que fue lo que yo hice allí-, era un chico mediano, excepto en historia sagrada. Entonces llegué a ser accésit y creo que en todas las demás nunca pasé de Digno de Alabanza. Y en historia sagrada hasta gané un premio, pero no me acuerdo cómo se llamaba… Me enseñaba el hermano Cavanagh, con gran cariño, con gran entusiasmo. Esto lo digo solamente porque usted lanza la cosa.
Yo no podría distinguir la formación histórica de la formación general; me he criado a la sombra de mi hermano Francisco, muy lector de literatura y buen filósofo, según dicen. De manera que yo tengo un vasto trasfondo de lecturas, y cuando empecé a ir a la Facultad yo era un buen lector de historia. Comencé con la historia griega; el primer libro que leí fue la Historia de Grecia de Curtius que tenía mi hermano Francisco, y al cabo de muy poco tiempo, un amigo de mis hermanos, muy querido, brillante profesor en el Instituto del Profesorado Secundario, Francisco Rojo, me puso en contacto con la Historia Universal de Glotz, que empezaba a salir, y con los libros de Glotz en general. Y yo hice una experiencia muy fructífera, porque el de Curtius, que era un libro admirable, era una obra anterior a Schliemann. O sea que él empezaba su historia como en el famoso pasaje de Tucídides que se llama habitualmente “la arqueología”; empezaba por los “pelasgos”.
Y yo de pronto descubrí un día que la historia se hacía, que la historia era móvil, y me enloquecí con los libros de Glotz, que eran los primeros que leí sobre la cultura cretense y micénica. Fue una experiencia muy curiosa porque… bueno, por eso, porque aprendí cómo se hace la historia y cómo se hace y rehace permanentemente. Yo tenía todo eso leído y otras muchas cosas más cuando entré a la Facultad en el año 29. Había leído mucha historia griega, mucha historia romana y un poquito de historia medieval. Bajo Imperio y medieval española especialmente, porque eran libros que había en mi casa (generalmente libros muy viejos y no muy interesantes); un poco naturalmente de historia medieval francesa, y un poco de historia de las ciudades italianas…
Pero esta experiencia que le digo tiene en sí un valor muy notable porque se complicó con otra cosa, y es que yo hice la comparación entre estos nuevos historiadores de Grecia, que conocían el pasado cretense y micénico, con Curtius, brillantísimo historiador, anterior no sólo al conocimiento de Creta y Micenas, sino a otra cosa fundamental: el descubrimiento de la Constitución de Atenas, de Aristóteles, que se publicó por primera vez en 1891, con la que se tuvo de la estructura social y política ateniense una idea más exacta que la que se tenía hasta entonces. De pronto este texto, que es de una extraordinaria precisión, de una gran finura de análisis social y político, modificó un poco las cosas. Yo aprendí cómo se hace la historia, pero aprendí también cómo se hace el juicio, y lo aprendí porque mi hermano, como era propio de su generación, tenía una gran pasión por Renan.
Quizá yo diría que el libro que más me impresionó en mi adolescencia fue El porvenir de la ciencia, que era el evangelio del cientificismo del siglo XIX. Además conocía casi todo Renan, lo que había escrito sobre Grecia y sobre el cristianismo, pero tenía muy presente su caracterización del “milagro griego” y el conocimiento posterior de las culturas de Creta y Micenas me hizo pensar (y me hace pensar permanentemente) sobre esta cosa tremenda del conocimiento histórico que no es sólo (vuelvo a repetir) el fenómeno de la acumulación de datos, sino también la fuerza de los juicios y la fuerza de las hipótesis que abren nuevas vías de conocimiento. El juicio de Renan era característico. Para él, el siglo V, Fidias, el Partenón, eran el milagro griego y usó la palabra milagro como para que nos diéramos cuenta de cuál es la mecánica del pensamiento histórico: le llamó milagro, simplemente porque no se podía explicar cómo aparece esa grandeza desde la nada. Lo que pasa es que no conocía lo que había atrás.
Esa fue, creo yo, la experiencia científica y filosófica más importante que yo tuve en mi edad adolescente. Y todo lo tenía muy claro y muy masticado cuando llegué a la Facultad. Al fin de cuentas tenía 20 años, pero todo eso lo tenía, desde los 12, leído, repasado, hablado. Mi hermano tenía una enorme curiosidad histórica y muchos libros, como he contado. Cuando me vio un día entusiasmado con Curtius, puso en mi cuarto una bibliotequita que había en casa, bajó todos los libros de historia que encontró y los puso allí, como para comprometerme a que siguiera leyendo. Entre ellos una edición francesa de Mommsen, que fue la primera que leí con pasión. Yo debía tener 16, 17 ó 18 años; leí Mommsen completo con verdadera pasión, en francés. Leí Plutarco, en esos años, de tal manera que cuando llegué, en el año 29, a la Facultad, yo era un alumno un poco diferente. Allí aprendí mucho de la historia americana y argentina, de las cuales poco sabía.
–Perdón, eso es lo que me extraña, a medida que usted estaba contando todos estos antecedentes… porque en esa época había una historia argentina muy brillante, muy terminada aparentemente, que le daba una versión muy pacífica al lector corriente, de lo que había sido el siglo pasado del país… ¿Eso no le interesó a usted, ni a su hermano?
–Sí, sí, a mí me interesó… Bueno, para esa época debo decirle que yo había leído la historia de López –por la que mi hermano tenía gran entusiasmo– y algunas cosas más; había leído muchos libros que aparecían en la “Biblioteca del Oficial”. Por ejemplo las Memorias de Fotheringham, cosas sobre la Campaña del Desierto que ya no me acuerdo; los libros de Estanislao Zeballos, por los cuales mi hermano tenía bastante debilidad…
–¿También las Memorias de Lamadrid y Paz…?
–Las de Lamadrid, no; las de Paz, sí. Eran tres grandes tomos; y más cosas, muchas más cosas de esas que mi hermano Francisco leía con pasión. Bueno, él leía de todo, en materia de historia leía mucha historia argentina. Conocía estupendamente bien la época de Rosas, había leído muy bien la obra de Quesada, había leído muy bien la obra de Saldías, conocía los campos de batalla. Yo no sé si usted sabe que él fue durante seis años secretario del Servicio Aeronáutico, junto al general Mosconi, coronel Mosconi en aquella época, por quien tenia un cariño entrañable. Solía decir que Korn y Mosconi eran las personalidades más grandes que había conocido. Una vez, con otros oficiales (si no me equivoco era con el capitán Madariaga, que se mató con los famosos aviones Breguet que compró el gobierno argentino después de la Primera Guerra), estuvo recorriendo la Mesopotamia, con este oficial y otros, buscando tierras para hacer pistas de aterrizaje. Me acuerdo que volvió picado por los mosquitos y furioso con el calor que había pasado en Entre Ríos, pero enloquecido porque había encontrado un viejo, yo no sé si sobreviviente o en todo caso hijo, de uno que había peleado en India Muerta; pero le oyó hablar de aquello lleno de rabia y orgullo, como si fuera una cosa contemporánea. Estaba apasionado y recuerdo que fue a buscar el tomo correspondiente de Saldías, leyó el pasaje correspondiente, me lo leyó, se lo leyó a mamá, hizo todo con verdadera devoción por aquella reviviscencia histórica que había tenido. Así que leía mucho. Lo que pasa es que a mí no me sedujo como tema de… mejor dicho, no es que no me sedujera, sino que lo otro me sedujo mucho más. Durante esos años tuve una pasión obsesiva por la historia griega y romana y la mantuve durante mucho tiempo. Hice mi tesis sobre historia romana, y me ha seguido y me sigue interesando. Y he escrito algunas cosas que me gustan.
En la Facultad aprendí bastante historia argentina, un poco de historia americana más bien colonial, un poco de historia del siglo XIX, con Carlos Heras, y los trabajos de seminario los hice con Carbia, junto con Barba y con Marfany y con otras personas que se han destacado mucho. Fueron realmente muy, muy útiles, y yo no me puedo olvidar nunca del conocimiento del oficio que adquirí (aunque ese tipo de historia documental no resultó ser exactamente mi oficio). El que me enseñó a trabajar en lo que luego sería mi oficio fue Clemente Ricci, a quien le seguí innumerables cursos en Buenos Aires, que manejaba las fuentes griegas y romanas de una manera extraordinaria, que era, como yo decía recién de Groussac, verdaderamente inexorable en materia de rigor metodológico. Creo que es la persona que más ha influido en mí. Pero lo que realmente decidió mis intereses y mi viaje hacia el medievalismo fue un largo viaje que hice a Europa con mi mujer en el 35-36. Estuvimos siete meses en Europa. Eramos muy jóvenes, teníamos una voracidad verdaderamente extraordinaria y yo descubrí el mundo medieval y un poco el mundo barroco y ya no lo pude abandonar…
–¿Qué países? No España, porque en la época que usted dice…
–Sí, sí, yo entré en vísperas de las elecciones que llevaron al gobierno a Portela Valladares pero bastante antes, sería un mes o dos, era en esa campaña electoral, y salí, tres o cuatro días antes, o quizás diez días antes de la guerra civil. Yo estaba en Madrid. Bueno, en toda esa época ya se preparaba la cosa. He visto muchas cosas, he visto tiros, llegué a Granada al día siguiente de un famoso incendio que hubo, en un ambiente realmente dramático. En los ferrocarriles andaluces se cruzaban los campos y se veía a los campesinos levantando el puño… era un espectáculo muy impresionante. Yo estuve en España al llegar; mi primer contacto con Europa fue Gibraltar, como corresponde. Entré por la puerta, por las columnas de Hércules. Recorrimos bien España, Francia, Bélgica, Alemania, Suiza, Italia, y luego volvimos por el sur de Francia, por la Provenza, y el sur de España ya en vísperas de la guerra…
–Y ¿cómo hacía, cómo hace o puede trabajar un medievalista en la Argentina, lejos de las fuentes, lejos de los testimonios…?
–En la Argentina hay muchas más fuentes de lo que parece a primera vista. Claro, no hay archivos para enriquecer la investigación mediante nuevos datos, pero esto ya ha dejado de ser un problema. Sánchez Albornoz ha hecho muy buena parte de su obra con microfilms de documentos que le mandan sus discípulos españoles. Estamos en una época en que ese viejo problema de la localización ha desaparecido. Yo he visto en la biblioteca de la Universidad de Harvard, en la Widener Library, a un señor que estaba haciendo una edición crítica de no sé qué texto medieval muy importante, cotejando seis códices, de seis bibliotecas distintas, para lo cual hace cincuenta años hubiera tenido que pasarse un año en cada lugar y copiando cuidadosamente todo a mano. Este señor estaba sentado en su escritorio y tenía los seis microfilms a la vista. ¿Se imagina usted qué maravilla? Uno estaba en Sevilla, y otro estaba en Praga, y otro estaba en Lisboa, y otro en Heidelberg, y otro en Upsala, y él hizo la edición crítica con todo el aparato erudito y con todas las citas a pie de página, sentadito en su escritorio de la Widener Library. Ese problema desapareció, ¿no es cierto? Si yo quisiera estudiar ciertas cuestiones de hecho, bueno, haría como está haciendo la gente que va y pasa un mes en el Archivo de Indias y vuelve con material para trabajar durante diez años, usted lo sabe. Eso ocurre también para la historia americana y para la época colonial, así que ese problema ya está superado.
Fuentes éditas en la Argentina hay muchas, muchas. En Filosofía y Letras está por lo pronto muy buena parte (pero no completa, por cierto), muy buena parte de la Monumenta Germaniae Historica que es una cosa formidable. Se encuentra más de un ejemplar (yo conozco dos por lo menos) de la Patrología, la griega y la latina, la famosa Patrología de Migne. Colecciones de crónicas, muchas; y luego, el que se propone y el que trabaja a mi modo, sin ponerme como ejemplo por esto, tiene recursos. Yo proyecto mis temas, sigo proyectando mis temas, voy cercando el mundo de las fuentes, microfilmo lo que no tengo, reviso las bibliotecas en cada uno de los viajes que hago (claro que yo soy muy viajero). Por ejemplo mi libro sobre La Revolución Burguesa en el Mundo Feudal no hubiera sido posible si yo no hubiera estado siete meses en la Universidad de Harvard no haciendo de la mañana a la noche nada más que eso, con lo cual completé todos los huecos que tenía. Para otros temas la cosa es mucho más grave; libros importantes hay muchos en la Argentina. Lo que no hay es bibliografía moderna y no hay revistas. Pero se encuentran muchas cosas; es decir, que se puede ser un discreto medievalista con lo que hay y con lo que uno puede buscar con un poco de ingenio, posibilidades de viaje y contactos que tenga en el exterior. No, no es un problema insoluble.
–Entonces, ahora, la otra pregunta tal vez un poco insolente, pero decisiva: ¿para qué sirve un medievalista en la Argentina…?
–El otro día leí una frase muy bonita de Horacio Butler, a quien preguntaron para qué servía un pintor. Hizo una comparación preciosa, muy digna de él, que es un fino espíritu. Dijo: “Pregúntele a alguien enamorado para qué sirve el amor”. ¡Para nada! La pregunta no tiene respuesta; hay cosas que son un fin en sí mismas. El amor es un fin en sí mismo, la creación es un fin en sí misma. La creación plástica, la creación poética… ¿preguntaría usted para qué sirve la poesía? No lo pregunte, porque todas las respuestas son siempre inferiores a la significación de la poesía. La racionalización, la justificación de la poesía siempre es una tontería al lado de esta cosa inefable que es el significado profundo de la poesía…
–Siempre que pregunté a un plástico el significado de su pintura, sus respuestas fueron pobrísimas frente a su cuadro…
–Aparte de eso, es como en aquella vieja película de George Bancroft, aquella película de gangsters, en la que invitan a uno de ellos a hablar en un banquete y contesta: “Discúlpenme, yo no sé hablar, porque mi manera de expresarme es con la ametralladora”. El plástico se expresa pintando, no hablando. El caso del historiador es más complejo, porque éste no sólo sirve en la medida en que sirve todo conocimiento y toda creación intelectual. Pues la historia es una creación intelectual; la historia existe porque existimos los historiadores, puesto que la sustancia de la historia es una realidad extinguida, una realidad pasada.
Pero fuera de la justificación que pueda dársele a cualquier conocimiento, fuera de la justificación que se le da a esta formidable creación intelectual, que es el conocimiento histórico, la historia es casi un conocimiento práctico. Sólo que lo es a larga distancia y con mucho intervalo entre su elaboración y las conclusiones prácticas. Yo diría que si Maquiavelo no hubiera estudiado largamente la historia de las comunas italianas, y si no hubiera escrito esa formidable síntesis de las comunas italianas que él compendia en las Historias florentinas, nunca hubiera podido escribir El Príncipe. Y habiendo escrito El Príncipe porque estudió la historia de las comunas medievales, ¿usted cree que hay alguien que tenga valor para preguntar para qué sirve la historia?
–Mi pregunta por supuesto es capciosa e insidiosa y hago, ya le dije, de abogado del diablo, pero pasa lo siguiente: en la Argentina creo que la historia ha sido tomada casi siempre con un sentido de utilidad formativa del país… Eso viene desde Mitre y antes todavía: Se crea un país, luego hay que darle una historia. Entonces usted parece un personaje insólito, alguien que en ese país que considera la historia como uno de sus elementos formativos, aparezca dedicando sus esfuerzos a una historia totalmente ajena a ese país…
–¿Y quién le ha dicho a usted que es ajena? Bueno, yo sé que la suya es una pregunta retórica, porque usted lo sabe tan bien como yo. El país cuya historia hacen Mitre, López, es el país político, el país que es una nueva realidad política a partir de 1810. Pero a nadie se le oculta que la historia argentina no empieza en 1810. Todo el pasado colonial es historia argentina tanto como la Revolución de Mayo y las campañas de San Martín. Más aun, yo estoy convencido que esto no necesita que lo trabajemos más para entendernos mejor. Pero si esto es cierto, ¿quién puede decir que la historia española no es nuestra historia?… Yo reivindico totalmente la historia y la cultura española para los argentinos. El Arcipreste, La Celestina, el Quijote, la picaresca, Calderón, y Quevedo son absolutamente míos, tan míos como de los españoles; no les reconozco a éstos ninguna exclusividad por el hecho de que estén del otro lado del mar. Pero si es mío el Arcipreste, La Celestina, el Quijote y la picaresca y Velázquez, ¿cómo no va a ser mía toda esa cultura dentro de la cual España es un enclave? España es Europa: si España es mía, Europa es mía…
–Pero, ¿España es Europa? José Ingenieros, cuando salía de Madrid y se iba a París, decía “me voy a Europa”.
–Es un viejo chiste del siglo XIX, o muy siglo XVIII, porque para esa época Europa era París, ni siquiera era Burdeos, o Toulouse. Esto era un espejismo en el cual no hubiera insistido un hombre como Ingenieros, si se hubiera hablado en serio.
–La otra pregunta, y ésta ya no es insidiosa, pero lleva a una problemática más actual, se refiere a la historia contemporánea. Ya sabemos: contemporaneidad e historicidad son dos términos aparentemente contrapuestos, pero lo cierto es que hay una historia, no tan remota como las que usted cultiva, y no tan distante como la que hizo Mitre: la historia de los hechos más o menos recientes, de los que hemos sido testigos nosotros. Hay grandes dificultades para escribir historia contemporánea, en primer lugar porque estamos todos inmersos en esa historia, sobre todo si es historia argentina. De todos modos, hay países donde la historia contemporánea se estudia, se cultiva y se hace con gran rigor científico. En Europa en general y en Estados Unidos sobre todo. En cambio en la Argentina hay un gran prejuicio contra la historia contemporánea, porque se supone que es muy difícil escribir historia actual, dado que lo contemporáneo, más que historia sería política.
–Esa frase de que la historia contemporánea es política, la he oído y creo que la ha escrito algún distinguido historiador actual. A mí me parece un tremendo error; y creo que la explicación es bastante sencilla. Esa interpretación es ligeramente, nada más que ligeramente, explicable en un historiador que se ocupe exclusivamente de lo político. Entonces, claro, la historia de la política de los diez, veinte, treinta últimos años, es un poco caldeada y es posible que haya muy pocas personas capaces de sobreponerse a eso. Pero el caso es que hay otras personas que creemos que la historia no es exclusivamente historia política. Entonces, si lo que yo quiero analizar es el proceso -que sería a lo que yo me dedicaría si decidiera cambiar de campo-, el proceso del cambio de la sociedad argentina desde la época de la inmigración, desde que comienza la inmigración masiva, o desde lo que yo creo que es el primer ajuste de esa nueva sociedad que es el año 30; si tomara por ejemplo la historia del año 30 hasta aquí y lo que estudiara fuera el cambio de la estructura socio-económica, no hay ninguna razón para que yo tenga una actitud partidista, ni candente, ni me sienta obligado a gritar viva cual o muera tal. Así que se puede descartar la historia contemporánea como política solamente si se concibe la historia como historia simplemente política.
Pero aun para la historia política yo creo que hay también una educación para la objetividad. Yo puedo hacer grandes esfuerzos para hablar bien de gentes que políticamente no estimo y de las cuales no he sido partidario, para establecer con absoluta objetividad los caracteres de la acción, a pesar de que esa acción a mí no me guste. Creo que se pueden tomar recaudos. Entre esos recaudos hay unos, los metodológicos, que hay que extremar. Y luego vienen los recaudos prácticos de los cuales yo me enorgullezco de haber puesto alguno en funcionamiento en un epílogo a la primera edición de mis Ideas políticas en Argentina, que lo conservo en las cinco ediciones sucesivas, solamente porque dice eso. Yo he tratado de ser lo más objetivo posible, pero como soy un hombre de partido y mis opiniones políticas son tales y cuales, las declaro para que el lector las tenga presentes, y cuando vea que juzgo alguna cosa de una manera incorrecta, sepa por qué lo hago y busque él, con su propio juicio, cuál es la corrección a ese acceso de malsana subjetividad en que puedo haber caído contra mi voluntad. No es una cosa demasiado difícil. Usted le ofrece al lector una clave. Pero hay muchos, muchos otros mecanismos. Yo sé que me han reprochado algunas páginas que he escrito sobre Rosas. Creo sin embargo que de los escritores de vieja tradición liberal, soy de los que más se han preocupado por no adherirse a las consignas corrientes, vulgares, de la polémica en uso, y si alguien me puntualizara cosas y yo las viera claras, las corregiría con la mayor buena voluntad y con el mejor deseo de superarlas. Yo creo que hay que hacer la historia contemporánea…
–Lo que ocurre dentro de estos prejuicios sobre la historia contemporánea, es que la metodología varía totalmente. No hay documentación escrita; la documentación escrita, como cartas íntimas, no existe prácticamente; las fuentes son totalmente diferentes, y casi diría yo que en materia de historia contemporánea se da un salto paradójico al tipo de trabajo que hacían los cronistas anteriores a Herodoto, tomando las tradiciones orales de los viejos de la tribu. Para escribir algunos libros de historia contemporánea yo he tenido que acudir a los hombres sabios, a los hombres viejos, y tomar de ellos sus versiones con todas las limitaciones, con todas las contingencias que supone la versión de un hombre que ha sido testigo, actor e incluso que tiene memoria selectiva y que acaso está trabajando para su propio monumento. Entonces el problema no deriva sólo de que la historia contemporánea pueda estar teñida de connotaciones políticas o subjetividades, sino que varía también el tipo de trabajo, la técnica…
–Pero, si me permite, le voy a aliviar su conciencia. Porque usted sabe muy bien que hay muchos períodos de la historia de la Argentina y de otros países, para los cuales, cuando usted consigue un par de papeles y sobre todo si consigue memorias, se siente muy feliz y cree que está haciendo historia científica. ¡Y está manejando dos memorias, o tres memorias y unos pocos papeles que no satisfacen el precepto clásico de Niebuhr del contraste de las fuentes literarias con la fuente no literaria! ¿Podríamos manejarnos sin las memorias y le cito las de Saavedra, de Belgrano, de Lamadrid, de Paz, de Iriarte? Observe usted: casi todo lo que escribió Herodoto era resultado de la tradición oral, y ¿usted sabe la historia del juicio sobre Herodoto? ¿Usted sabe que hasta mediados, hasta principios del siglo XIX, Herodoto era considerado por todo el mundo y especialmente por los historiadores del siglo XVIII, que eran tan ilustrados y racionalistas, un solemne inventor de fantasías? A partir de la época en que empieza a desarrollarse la egiptología, el libro que trata sobre Egipto, que es el segundo, se transforma cada vez más en una fuente esencial para la egiptología. No sé si ha tenido noticias de esto. La reivindicación de Herodoto es increíble…
–Es como la Biblia con los manuscritos del Mar Muerto…
–Exactamente…
–Es decir, el actor es más creíble de lo que creemos…
–Yo creo que el hombre es menos mentiroso de lo que los hombres mentirosos creen… Hay quien ha escrito la historia para engañar, sin duda alguna; hay quien ha escrito la historia–alegato; hay quien lo confiesa. Pero hay mucha gente que no, hay mucha gente que ha contado la historia según su leal saber y entender. Desgraciadamente, de pronto resulta que no hay más que una fuente y no hay como controlarla; en otros casos hay dos o tres. Bueno, el trabajo de cotejo demuestra que los errores no son a veces demasiado importantes, y cuando son muy importantes hay que poner eso en la categoría de las cosas que no conocemos, ¡qué se le va a hacer! La historia está llena de saltos. De saltos no, de vacíos en el conocimiento. Entonces, a las cosas que no conocemos porque tenemos versiones contradictorias y no hay manera de controlarlas, las mandamos al archivo de las cosas que no sabemos… Son tantas…
–Los escolásticos decían que la naturaleza aborrece el vacío y los historiadores también aborrecen estos vacíos que dice usted, que son un desafío a la capacidad de los historiadores porque no ofrecen elementos; no ofrecen documentos, no hay nada que hacer. Ese es uno de los posibles terrores del historiador: épocas negras en donde no hay nada que decir, porque no hay de dónde sacar. Pero me pregunto con un poco de fantasía: ¿existe también la posibilidad terrorífica de que se agote la historia, que no haya nada más que decir en materia histórica, que se agoten todas las interpretaciones? Usted hablaba que muchas veces no se leían las cosas como debían leerse. Y ponía el ejemplo de las hagiografías. Pero es posible que con el desarrollo del pensamiento y con la enorme proliferación de ideas y de competiciones, en algún momento se hayan agotado todas las interpretaciones posibles sobre determinados procesos históricos, que no quede nada ya para decir en materia histórica. Está el hecho y es indiscutible, y están las interpretaciones desde cualquier punto de vista que se ataque, y en un momento dado ahí están y ya no hay más… ¿Usted cree posible este agotamiento de la historia…?
–Tan posible como si usted, puesto ante el teclado de un piano, imaginara que, puesto que el número de teclas es finito, el número de melodías posibles es finito también. Según la computadora es finito, pero da la impresión de que hay para rato… Porque en el campo de la historia, en lo que se refiere a la cultura occidental, no hemos ganado mucho todavía y estamos lejos de haber agotado el conocimiento del hombre y de las sociedades. Hemos llegado a cierto tipo de verdades estructurales diría yo; el hombre de Spinoza, el de Pascal, es un hombre que nos parecía definitivo. El hombre de Nietzsche o de Schopenhauer nos descubrió otras muchas facetas que presentaba la personalidad humana. El hombre de Freud es otro. Cada vez que sabemos más del hombre y de las sociedades, nos vemos obligados a volver la mirada hacia todo lo que hemos pensado y repensarlo de nuevo, todo. Después de Freud, hay que releer toda la historia…
–Usted no habló de Marx, en todas su conversaciones, Romero. ¿Qué representa para usted Marx, como metodología histórica?
–Bueno, el aporte de Marx para la ciencia histórica es importantísimo. Yo diría que los únicos dos historiadores que, en distintas situaciones, sin duda, han puesto el dedo en la realidad, en la realidad real con toda su crudeza, son Maquiavelo y Marx. Son los que han puesto sobre la mesa la trama gruesa, insoslayable, de lo que es el comportamiento humano, individual y social. Desde ese punto de vista creo sinceramente que en el mundo contemporáneo hay muy poca gente, que, en alguna medida, no sea marxista, aunque no lo sospeche, si se entiende por marxismo –y es su expresión más válida– un conjunto de principios de la dinámica histórica. Si se entiende por marxismo no lo que se dice habitualmente, sino simplemente una doctrina de la dinámica histórica, yo creo que el 99 por ciento de las personas hoy es marxista en alguna medida.
El problema consiste en que de esa caracterización de la dinámica histórica, Marx, ya no en función de historiador sino en función de político, dedujo una política para el futuro que él entendió que era la consecuencia inexorable e inmediata de su teoría. Y ahí es donde las opiniones se dividen fundadamente en dos grandes campos: los que creen que esa doctrina conduce a una actitud revolucionaria inmediata, e inevitable, y los que creen que de su mismo esquema salen otras propuestas posibles. Convendría aclarar que luego, inclusive en el mecanismo de la deducción de esas conclusiones, hay algunos puntos que también merecen un examen y una discriminación más fina, y muchas más objeciones que su formidable planteo de la dinámica histórica, donde él muestra por primera vez el revés de la trama. Tradicionalmente la ciencia histórica ha visto la trama de la historia y él muestra, como Maquiavelo, el revés. Esta es su grandeza y no hay manera de que nadie la niegue. Se puede discutir si sus deducciones políticas son las correctas, y más aun se puede decir si son las que a uno le gustan, y más todavía se puede decir si son las que uno está dispuesto a seguir o si son las que está dispuesto a combatir. Esto es materia opinable como en toda opción para el futuro, pero esas actitudes se relacionan con las inferencias políticas, no con su concepción de la vida histórica.
La relación entre la teoría y la política en Marx, en mi opinión, no es unívoca. No hay una política para una teoría: hay una teoría y muchas políticas posibles. Y esto proviene de una cosa bastante sencilla que parece desprenderse de la historia de su pensamiento. Confieso que no lo he estudiado a fondo; he leído sólo parte de su obra, pero me ha impresionado enormemente el planteo de la dinámica histórica; pero luego hay una serie de limitaciones que provienen de esa obligación que se impuso en él, como luchador social, de derivar una política de la teoría. El caso es que hubo más cosas; él no es un materialista espontáneo, es un materialista polémico que viene del idealismo, un antiguo hegeliano, que ha adquirido una especie de horror a las interpretaciones tradicionales de la historia, que él ha visto usadas para enmascarar la realidad de la vida histórica y no para explicarla. Y ha terminado por reducir excesivamente la influencia de las ideas sobre la realidad. ¿Está claro esto?
Bueno, esto conduce a mi propia teoría de la historia, porque ha de saber usted -dicho aquí off the record– que yo también tengo una teoría de la historia, así que para mí Marx es un competidor… Yo creo haber hecho un pequeño descubrimiento, que en cierto modo proviene de Vico, de Hegel y de Marx, pero que está en una línea diferente de los tres; que aprovecha todo lo que yo encuentro valioso en el pensamiento de Vico, en el hegelianismo y en el marxismo, pero que propone otra teoría de la dinámica histórica. Yo creo que Marx subestimó el papel de las ideas -con minúscula- porque estaba obsesionado con la Idea hegeliana -con mayúscula-. Yo creo, en cambio, que la dinámica histórica es un juego entre la realidad y las ideas, múltiple y diversas, que son interpretaciones de la realidad y al mismo tiempo proyectos –utópicos o practicables– para cambiarla. Hablo de “juego”, porque no pienso en una dialéctica de los contrarios, sino en una dialéctica múltiple y plural, más variada y menos lógica que aquélla. Siempre he creído que la vida histórica no es racional y pienso que se la distorsiona cuando se intenta explicarla de una manera demasiado racional. Yo espero desarrollar esta teoría en un libro que tengo muy adelantado y que se llamará, precisamente Teoría general de la vida histórica.
–Lo que yo quería dejar claro es lo que rescata usted en el Marx historiador. Eso lo ha dicho usted con toda claridad.
–Esto lo pone a Marx en el campo de las ciencias históricas en un lugar de privilegio, evidentemente, en un lugar muy importante… Pero no puede separarse de Hegel.
–Hay una pregunta que no me contestó, que quedó pendiente, respecto a las historias regionales. ¿Recuerda cuándo se la hice? Cuando usted me decía que había un vacío, una sombra, sobre el proceso de formación de esa Argentina criolla, mejor dicho de esa Latinoamérica mestiza que aparece a fines del siglo XVIII, más o menos. A propósito de eso le preguntaba yo si le parecían importantes los aportes de las historias regionales. Le preciso un poco. En la Argentina hay mucha gente interesada en la historia nacional y hay gente que en las provincias se han constituido como grupos que funcionan, algunos de ellos de una manera casi milagrosa. La Junta de Estudios Históricos de Mendoza, por ejemplo, hace treinta años que está publicando su revista de manera más o menos continua. En otras depende de la buena voluntad de los gobiernos, de los medios que tengan, etcétera. Generalmente es gente que no tiene formación historiográfica científica, aficionados, amateurs, pero en algunos casos lo hacen muy bien. ¿Cómo ve usted esos aportes? ¿Como una especie de fuente primaria que se puede utilizar después, o como elaboraciones que sirven para cubrir todo un tejido conjuntivo de las partes que no están todavía realizadas, concretadas…?
–Bueno, no le puedo contestar esa pregunta, porque… en fin, no he hecho un balance y no tengo una idea muy clara; y seguramente no la tiene nadie, porque no creo que nadie se haya tomado el trabajo de inspeccionar y hacer el análisis comparativo. Pero de cualquier manera, a mí me parecería de un interés inmenso, y aunque no sea muy riguroso es seguro que va a dejar un saldo muy positivo. Eso sí, sólo aprovechable cuando se establezcan ciertas categorías, especialmente algunas que puedan ser comunes para todas las regiones. Esas categorías son varias, seguramente, y yo no tengo autoridad para enumerarlas, pero son tipos de fenómenos en los que yo creo que hay que indagar.
A mí me interesan tres, sobre los cuales he pensado. No los he estudiado mucho, pero los he subrayado en los libros que he leído y sobre la base de estas observaciones, he ido haciendo mi composición de lugar. Uno es el problema del mestizaje, las formas que adopta el mestizaje; este problema me parece fundamental, porque es la clave del proceso de la formación de la sociedad argentina. Aquí se produjeron migraciones internas en la década del 30. Los porteños, siempre tan vivos, enseguida les llamamos “cabecitas negras” a nuestros “hermanos del interior”. Los miramos con sorna, pero son la historia viva del país, y nadie sabe quienes son, ni ellos mismos. El proceso de cruza, no se conoce. Y esto no solamente en lo puramente étnico, sino en lo que conlleva todo el proceso étnico, o sea todo el problema de la aculturación, que es el otro tema que me parece apasionante. O para decirlo mejor, para que no parezca una cuestión de pura afición, la otra categoría que me parece importante, si una es el mestizaje, es la aculturación. Y la tercera es, para las que llamaríamos clases altas coloniales, el fenómeno del arraigo. ¿Cuándo empiezan las clases altas coloniales y medias a sentirse americanas?
–¿Cuándo los terráqueos que decíamos en la otra conversación, se sienten marcianos?
–A mí esto me parece muy, pero muy importante. Por ejemplo, no sólo me apasiona el testimonio de Azara sobre los gauchos, sobre los “gauderios”, sino que me apasionan los pequeños signos que tenemos de la aparición de un habla rural gauchesca y la forma de su penetración en las ciudades, cosa que ocurrió por lo menos a fines del siglo XVIII. Y además las formas peculiares que va a utilizar luego Estanislao del Campo, o las que emplea el famoso padre Juan Baltasar Maciel, cuando compone el romance dedicado al virrey Cevallos, o Pantaleón Rivarola. Estos me parecen fenómenos preciosos, que en muchos otros lugares se dan quizás un poco más que aquí, en esta zona donde la población rural tenía aspectos tan definidos.
–Esos son los tres puntos sobre los cuales…
–No, son simplemente aquéllos que a mí se me han ocurrido. En este momento se me ocurre el problema de la tierra. En la Argentina ha habido zonas de encomiendas, pocas, no muy extensas, pero ha habido zonas de encomiendas. Esas zonas en el noroeste tienen una fisonomía muy diferente. ¿Qué ha pasado con el régimen de la tierra allí donde hubo encomienda? ¿Qué ha pasado?
Porque la tierra es un problema económico, pero la tierra es también un problema social, y es un problema cultural, puesto que el arraigo se hace en la tierra si se trata de echar raíces en esa tierra. ¿Cómo se produjo ese fenómeno? ¿Cómo se produjeron en cada una de las numerosísimas regiones del país los fenómenos de ocupación progresiva de las zonas aledañas a las urbanas donde tenían su centro los españoles?
Los porteños sabemos que hubo el camino de la sal, las expediciones en las Salinas Grandes, y sabemos que hubo las vaquerías, y algo, no demasiado, sabemos acerca del establecimiento progresivo de los puestos hasta llegar a la formación de las primeras estancias. Pero de ahí en adelante no estamos muy en claro y creo que los aportes regionales serían preciosos para entender el fenómeno del asentamiento, la parcelación y la explotación de la tierra.
Cuarta conversación
-E. H. Carr dice que el historiador no puede acercarse a la objetividad más que en la medida en que se aproxima a la comprensión del futuro. Le pregunto, Romero, si el conocimiento de la historia puede contribuir a una cierta predicción del futuro. No se trata de “tener la bola de cristal”, sino, simplemente, saber si la historia puede darnos una mayor comprensión de procesos que aún no han ocurrido, que están agazapados dentro de los actuales.
–En realidad, pasado, presente y futuro son etapas de una curva, de una línea ininterrumpida que la experiencia enseña que es homogénea, Pero esto no quiere decir que de cada situación se derive una sola posibilidad de continuación, caso en el cual la previsión sería muy fácil. Pero si el estudioso de la historia comprueba que la vida histórica tiene una fuerte coherencia, no hay ninguna razón para suponer que esa coherencia se interrumpe en un cierto presente y que esa vez el futuro no va a ser coherente con respecto al pasado, precisamente en el caso particular de nuestra experiencia en el momento en que reflexionamos sobre eso. Ahora bien, si la vida histórica siempre ha sido coherente, alguna posibilidad de previsión hay.
En qué consiste esa posibilidad de previsión, aquí está el problema. Yo tengo una respuesta elaborada hace mucho y la he repetido más de una vez, de tal manera que no improviso. Yo creo que la ciencia histórica puede ayudar a prever el futuro siempre que pensemos en el análisis histórico de largo plazo y la previsión en el largo plazo. Lo que la historia no puede hacer es predecir el futuro inmediato en el corto plazo, y quizá difícilmente también en el mediano plazo. Establecer una correlación entre las etapas de un proceso ya operado y las etapas que han de sobrevenir, no parece una cosa demasiado difícil. Entendiendo siempre que es en el largo plazo, entendiendo que esa previsión no se refiere nunca a la manera como se va a operar, sobre lo cual tampoco hay previsión posible, y descontando todo lo que hay de azar en la vida histórica, que es mucho, y todo lo que hay de componentes individuales y psicológicos, que es mucho también y que no está en la esencia de la vida histórica. Pero en el largo plazo sí, y si bien es cierto que muchos historiadores se han equivocado, hay otros muchos que no se han equivocado. Así que yo creo que efectivamente esa previsión es posible. Esas son las razones; lo que es imprescindible recordar es que la previsión es sólo posible en el largo plazo.
–Se sigue entonces que a su juicio la historia tiene un sentido, es decir que la historia no es caótica ni depende solamente del azar, e incluso casi me inclinaría a creer que su posición es la de ver la historia como una evolución progresiva, racional, incluso con ciertos objetivos, ¿no es así?
–No exactamente… Yo le dije que no creo que la vida histórica sea racional. Por el contrario, yo diría que es constitutivamente a-racional. Tampoco digo que es irracional; digo que es a-racional. Hay unos componentes de la vida histórica que son racionales: aquéllos que dependen de la voluntad deliberada del individuo que opera racionalmente sobre la realidad. Pero muchos otros componentes no son racionales, como por ejemplo todo lo que proviene de las formas de la sensibilidad colectiva. Los que provienen de la sensibilidad individual tampoco son racionales. Tampoco los que provienen del azar de la naturaleza, que de pronto tienen influencia decisiva. Yo no diría que la historia es racional: diría que es una composición de elementos racionales y de elementos no racionales. Si existe coherencia es más bien porque hay situaciones básicas que son inevitables: el hombre tiene que comer, pongamos por caso, ¿no es cierto?; el hombre no quiere morir, luego se defiende y ataca; el hombre quiere alcanzar ciertos objetivos individuales y colectivos, establecidos por su razón, y lucha por ellos. Todo esto y otras muchísimas cosas hacen que las situaciones tengan cierta continuidad. Pero los objetivos que el hombre persigue no los veo en la línea del finalismo metafísico como se entiende esto en el sentido teológico o filosófico. Sin perjuicio de que haya quien pretende imponer ese finalismo, creo que hay más bien objetivos de corto plazo, de mediano plazo, de largo plazo, establecidos, impuestos, inventados, creados por el hombre, que resultan tener después una cierta coherencia, porque lo que le da unidad a la vida histórica es la unidad y la perpetuación de los caracteres propios de la condición humana.
–Le recuerdo entonces la frase de un historiador que usted admira y con el que seguramente no está de acuerdo: “Cada época en el mundo –dice– ha incrementado y sigue acreciendo la riqueza real, la felicidad, el conocimiento y tal vez la virtud de la raza humana”. Eso lo dice Gibbon, en Decline and Fall of the Roman Empire.
–No se contradice necesariamente con lo que yo digo, y hasta podría coincidir. Lo que yo no veo es un objetivo puesto fuera de la acción humana, sino objetivos de corto, mediano y largo plazo que el hombre se propone a sí mismo. Y no me extraña coincidir con Gibbon porque yo no tengo una concepción trascendental de la historia y Gibbon tampoco, ¿no? Y muchos de los románticos tampoco la tuvieron.
–Acaso la diferencia sea que hacia el último tercio del siglo XVIII, cuando escribió Gibbon, parecía evidente el espectáculo de una marcha progresiva y constante de la humanidad hacia su propio progreso, mientras que los hombres que vivimos en el medio del siglo XX, frente a la posibilidad de que Hitler, por ejemplo, hubiera ganado la guerra, somos un poco más realistas o más escépticos respecto al sentido de la historia.
–Experiencia por cierto que no ha sido única en la historia de la humanidad. Yo supongo que la gente que contempló las invasiones de los hunos o de los normandos tuvo la misma sensación de la catástrofe. Pero eso es suponer que la historia se agota en corto plazo.
–Los historiadores en alguna medida son optimistas profesionales. Me refiero a los historiadores argentinos particularmente. Cuando uno observa el pasado del país y ve que ha resuelto problemas tan graves como eran el de la capitalización de la República, del reparto de las rentas aduaneras, etcétera, piensa que el país de algún modo se dio vuelta, se desenvolvió, supo resolver sus problemas, y creo que esto también pasa con los historiadores en el mundo. Aunque no compartan el optimismo de la frase de Gibbon, aunque no sean iluministas, de todos modos creo que hay en el historiador una suerte de posición de optimismo frente a la humanidad y su marcha. ¿Es así?
–Es así. Nadie se ocuparía de la historia de la humanidad si creyera, como el personaje de Shakespeare, que es un cuento idiota contado por un loco ¿no? Yo creo que hay experiencias que son realmente catastróficas para una generación, para dos generaciones, pero si algo debe exigírsele al historiador es que se sobreponga a este corto alcance de su juicio. Esos fenómenos son siempre absorbidos y elaborados. Lo que yo veo es que el hombre -y el historiador al fin de cuentas es hombre- tiene una especie de dificultad para algo que, si no entiende bien, lo inhabilita para hacer su trabajo de análisis. Me refiero a la dificultad para entender lo que llamaríamos el paso de una sociedad tradicional, vieja, a otra sociedad nueva, y entonces en este tránsito los cataclismos le parecen definitivos. Pero la verdad es que no son definitivos, que nunca han sido definitivos. La invasión germánica pareció a mucha gente la catástrofe; pues bien, de la invasión germánica nace el mundo europeo, lo que llamamos el mundo moderno. Naturalmente que nace en el curso de siglos. Cuando esto se lo dice uno a alguien, refiriéndose al presente, levanta los brazos al cielo y le dice: “Usted es un idiota, usted está jugando con palabras, usted no entiende nada de lo que pasa”. Y sin embargo los procesos sociales y culturales que han significado grandes creaciones han sido siempre procesos muy largos y tomarlos en el corto plazo es condenarse a no entenderlos.
–Claro, hace falta visión histórica para ser tolerante y comprensivo de los procesos a largo plazo que abarcan a lo mejor la generación del propio observador, la de sus hijos y la de sus nietos, pero el historiador corre el peligro de convertirse un poco en una caricatura del doctor Pangloss, ¿no es cierto? “Todo lo que está pasando en el mejor de los mundos posibles…” Pero a veces las cosas que ocurren son para mal, evidentemente. Por eso reitero mi pregunta anterior: ¿el historiador es un optimista profesional, lo que significa en alguna medida un optimista exagerado, un optimista muchas veces sin justificación?
–Quizás pudiera no usar ninguno de esos calificativos, ni siquiera el de optimista. Yo creo que lo que pasa es que la memoria de la humanidad enseña que, de una manera u otra, la humanidad se ha preservado de cada una de esas catástrofes así llamadas por los que las sufrieron… De ellas ha surgido una cierta renovación que ha creado otras posibilidades. Yo supongo que para Juliano el Apóstata, pongamos por caso, el creciente desarrollo y la aceptación del cristianismo fue una catástrofe. Efectivamente, el cristianismo visto desde los valores de la romanidad era una catástrofe: el mundo se iba a convertir en un conjunto de personas que ponen la otra mejilla cuando le han dado un bofetón… En consecuencia iba a ser un pueblo de serviles, un mundo servil, visto con mentalidad romana. Luego resultó que el cristianismo no puso tanto la otra mejilla…
–Y eso que Juliano los exhortaba a que la pusieran, ¿no es cierto?
–Supieron encontrar otros fines altísimos y además de eso, su propia vida religiosa no fue precisamente una declinación respecto de la concepción romana de la vida. Quizás se podría decir que no hay vara para medirlas. No sé si fue una superación, pero en todo caso fue otra de las posibilidades de creación que tuvo la humanidad. Y esto ha pasado mil veces. ¿Sabe usted cuándo se nota bien la trascendencia que tiene esto que parece optimismo y que yo creo que no es más que experiencia histórica? Cuando uno analiza la posición de los nostálgicos. Todos los nostálgicos han sido devorados por el tiempo. Terminan siempre siendo testigos de su grupo, de su actitud de espíritu…
–Pero testigos interesantes, ¿eh?
–Y de ahí el peligro, porque generalmente han sido la flor de una cierta etapa, ¿no es cierto? La flor de una cierta etapa. Un humanista del siglo XV, que leía su Ovidio y su Cicerón, su Séneca y su Platón y que se entera de que dentro de poco tiempo, gracias a este artesano absurdo llamado Gutenberg, todo eso va a ser popularizado, divulgado, y entonces su amado Cicerón va a caer en manos de cualquiera… ¡la degradación de la cultura! Bueno, no es precisamente lo que pasó, ¿no es cierto? El humanista que digo sería un espíritu refinado pero evidentemente estaba adherido a cierta concepción que creyó, en un acto de soberbia, que era la única posible. Y la humanidad sobrevive porque ha dado pruebas de que sale de todos los atolladeros; y siempre, siempre, sale creando algo nuevo. Usted me decía algo de Hitler. Yo no sé qué hubiera sido lo de Hitler, porque no hubiera sido eterno, ni Hitler ni sus enloquecidos partidarios. Es un poco difícil saber qué hubiera ocurrido, ¿no?
–En la primera conversación le pregunté si usted leía ciencia-ficción y usted me dijo que algunas veces. Hay un libro de ciencia-ficción que se llama El cuerno de caza, de un inglés, que supone que la novela está transcurriendo dentro de unos cien años y ha triunfado Hitler. Hay otra también que se llama La Torre y supone también que ha triunfado el Eje, pero se refiere más bien a la dominación japonesa en Estados Unidos. Pero El cuerno de caza imagina una Europa dominada por la segunda o tercera generación nazi, y Europa se ha convertido en un país medieval, de acuerdo con algunos de los aspectos de la teoría hitleriana, donde por ejemplo se hacen grandes partidas de caza, y los cazados son gente que no pertenece a la raza aria. Bueno, le aseguro que la visión es infernal: una verdadera pesadilla. No sé si de Hitler hubiera salido una cosa un poco mejor, pero yo casi estoy inclinado a compartir la teoría de este autor que da una visión espantosa del mundo provenido de un triunfo de Hitler. Claro, no sabemos, podría no ser así, ¿no es cierto?
–Esto se llama, usted lo sabe bien, ucronía, es decir, escribir la historia de lo que no pasó. Es un deporte bastante divertido pero absolutamente incontrolable.
–Se podría conjeturar que el gaucho Francisco Ceballos erró las boleadoras al general Paz y éste entró finalmente como triunfador en la ciudad de Buenos Aires, a fines de 1831. ¿Qué hubiera pasado en la historia argentina…?
–Tal vez hubiera pasado una cosa muy parecida a lo que ocurrió cuando entró tres años antes Lavalle, que no produjo un impacto demasiado importante. No. Yo creo que es muy difícil, pero se pueden tejer algunas fantasías acerca de lo que hubiera ocurrido si el hitlerismo triunfante hubiera perpetuado firmemente la política que seguía hasta ese momento. Hay dos grandes alternativas: la primera es que el triunfo los hubiera deshecho. Eso que él hizo en Alemania no se podía hacer ni siquiera en Alsacia y Lorena, ya. Y su fracaso militar lo prueba, ¿no es cierto? Lo segundo que se puede pensar es que si los aliados hubieran perdido esa vez, habrían ganado la siguiente y habría habido dos, tres, cuatro, cinco coaliciones, como en la época de Napoleón, y una lo tumbaba…
–En última instancia hay que pensar que la naturaleza del hombre sigue siendo igual y que hay cosas que le resultan insoportables, pase lo que pasare. Por ejemplo, una dictadura, una tiranía irresistible, digamos así, que en la última instancia hace que los hombres traten de buscar los cauces naturales.
—Yo no creo que el hombre sea siempre igual. En esto sí soy un optimista constitucional y filosófico. Yo creo que el hombre es cada vez mejor. Eso no obsta para que de pronto se comporte cada cierto tiempo como si fuera peor, ¿no? A veces se comporta como si fuera peor, pero siempre hay que estar atento a los grupos de que hablamos, encubiertos con esta generalización que es la palabra “hombre”. Si sé produce una jacquerie y de pronto hay actos de tremenda crueldad, esto no quiere decir que el hombre, en abstracto, sea peor porque haya mucha gente que asesina. Son fenómenos ocasionales que están dentro del juego de las fuerzas sociales; pero esto se recupera, se recupera sin duda alguna.
–Usted me hace acordar a una cosa que dice Marc Bloch. Dice que el pasado es algo que permanece inmutable, es un dato cierto, pero que el conocimiento del pasado es algo que está en constante desarrollo. Ese desarrollo del conocimiento del pasado, que evidentemente cada vez es más agudo, más importante, más comprensivo, ¿contribuye al desarrollo general de la humanidad?
–Yo creo que sí, mucho. El hombre es en cada situación un sujeto que está en el vértice de una especie de arpa de piano, ¿eh?, donde se juntan innumerables cuerdas pero no ochenta y cinco, sino millares, millones. El hombre tiene en cada instante millares de posibilidades, ¿no? Quizá no todas, quizá el hombre no sea absolutamente libre; es libre para elegir entre ciertas opciones, pero esas opciones son muchas, y si bien es cierto que hay quienes querrían elegir las peores, hay muchos que quieren elegir las mejores…
–Esto está muy de acuerdo con una de las últimas frases de su libro Las ideas políticas en Argentina. En el epílogo, usted decía (hace treinta años): “Si se admite que la tercera etapa de nuestra historia ha sido desencadenada por las grandes y múltiples transformaciones demográficas, sociales y económicas que se operaron a partir de mediados del siglo XIX, habrá que admitir también que el primero y más importante de los interrogantes que se ofrece a los argentinos de hoy es el destino posible de ese conglomerado social de imprecisa fisonomía que actualmente constituye la realidad del país”. Es decir que la incógnita sobre el destino posible del conglomerado social que actualmente constituye la realidad del país, es para usted la piedra de toque de los próximos años. Eso lo decía en el 46. ¿Puede repetirlo ahora?
–Sí, aunque yo creo que estamos más en claro. Yo creo que estos treinta años, y quizás un poco más, cuarenta ha sido un período realmente importante en la vida del país, que como todos los períodos importantes y creadores, los períodos de génesis -como le gustaba decir a Gustav Cohen hablando de la Edad Media), es oscuro, turbio, confuso. Y el contemporáneo muy difícilmente se orienta acerca de los hilos que se están hilando y la trama que se está tejiendo. Resulta sumamente difícil. Uno de los métodos predilectos es tomar, para el análisis de procesos, un punto de partida y un punto de llegada. Yo digo por ahí, en el prólogo de mi libro La Revolución Burguesa en el Mundo Feudal, que una de las cosas que más me ha ayudado a entender el proceso de formación de la burguesía europea, la formación del espíritu burgués y la cultura burguesa, fue pensar permanentemente en el Wilhelm Meister de Goethe, que yo creo que es uno de los pilares de la concepción burguesa del mundo occidental. Preguntándome siempre ¿cómo se llegó aquí? Porque no se llegó por casualidad. Este tipo de mecanismo mental ayuda mucho para iluminar el pasado, porque incluso cuando aparecen huecos uno dice: “bueno, este hueco tiene que tener un cierto sentido, tiene que estar en dirección de esta meta, puesto que estos objetivos se lograron”. En la Argentina, una de las cosas que han ocurrido en estos años delante de nuestros ojos y sin que hasta ahora hayamos hecho el estudio total o quizás simplemente la apreciación total, ese balance de fondo que hace luego alguien que no es un gran experto en detalles, pero que tiene una visión de conjunto y profundidad… Lo que ha ocurrido en estos cuarenta años, digo, es esto que yo puntualizaba en el 46. La sociedad argentina era en el 46 –y esto creo que es indiscutible– muchísimo más heterogénea e inconexa de lo que es en 1976. No sé si usted comparte mi opinión. La Argentina ha madurado socialmente. La Argentina del 46, como comprobamos los que vimos el espectáculo de las migraciones de las zonas pobres del país a las zonas de la pampa húmeda, era un país descoyuntado….
–Desintegrado…
–…desintegrado, y sabemos la causa: las anteriores migraciones masivas de origen externo. No había manera humana de que la vieja sociedad criolla resistiera el impacto de estos millones de inmigrantes que llegaron repentinamente y en condiciones muy especiales. Ese fenómeno se produjo y era inevitable que promoviera un efecto de desintegración de la sociedad criolla. En el 46 no era tan claro como lo vio Ricardo Rojas en 1910, en La Restauración Nacionalista, pero era bastante visible, y también bastante dramático. Yo hoy tengo la certidumbre de que la sociedad argentina ha madurado enormemente y ha adquirido un grado de compacidad, un grado de homogeneidad interna, de coherencia interna, mucho mayor. Yo diría que hoy la Argentina ya tiene un solo sujeto, un solo protagonista, y si no del todo, estamos a punto.
–Eso, ¿a pesar de la crisis de los partidos políticos…?
–Sí. La crisis de los partidos políticos en la Argentina la entiendo en función de una regla metodológica a la que estoy muy adherido. No sé si es invención mía o si la he recogido y elaborado, pero yo la siento como mía. Es que uno de los grandes dramas de la vida histórica consiste en que los cambios fácticos se producen con mucha mayor velocidad que los cambios mentales. De modo tal, que una constante en la interpretación de la vida histórica es que los fenómenos que determinan nuevas situaciones sean juzgados con un sistema de ideas que corresponde a la situación anterior; y en la Argentina la crisis de los partidos políticos me parece, simplemente, el resultado de esta actitud. Los partidos políticos están todos montados sobre una perspectiva que corresponde a la Argentina del 30 o del 40, o quizás del 43 o del 50. Pero no se han hecho cargo de este proceso de integración social y de los cambios estructurales que la Argentina ha operado. Prueba de ello es la tendencia a hacer de Perón el responsable de todo lo que pasó en el país, cuando Perón es una hoja en el viento.
Yo considero que la obra de Perón es un fracaso total, porque del proceso social a que me refiero obtuvo su capital político y su formidable posición de liderazgo. Pero él no orientó el proceso para nada; el proceso lo superó. Tanto es así, que a lo que está ocurriendo me remito. No ha creado un camino. Todas sus soluciones fueron absolutamente coyunturales, y en consecuencia su muerte ha creado sólo una nueva coyuntura, una tremenda coyuntura, porque él no le dio a los sectores sociales que se aglutinaron a su alrededor la interpretación adecuada para ese proceso del cual era el protagonista. Les dijo cosas viejas, inútiles, inadecuadas, ¿no? Siendo con todo uno de los que más claro vio la cosa. Pero no vio sino los hechos aislados; no vio, en cambio, el sentido general del proceso. Pero debo agregar una cosa, y esto en función de mi fuerte prejuicio acerca de él: yo no sé si no lo vio, o no lo quiso decir. Sobre esto tengo ciertas dudas. A veces tengo la impresión de que lo vio y lo ocultó deliberadamente.
–¿Por miedo a no poder dominar el proceso si revelaba las claves de esas tendencias?
–Sobre todo por miedo a que si él declaraba cuál era el sentido general del proceso, se transformara en víctima de esa sanción que el mundo reservó a Maquiavelo y a todo el que declara cuál es el sentido del proceso de cambio. La sanción consiste en suponer que él quiere eso, y que es el factor del esclarecimiento de esos fines. En consecuencia él sería el que habría desencadenado y conducido el proceso hacia sus formas extremas, que es lo que no quiso hacer.
–Para cerrar esta parte de la conversación, y de acuerdo con lo que dijimos antes sobre la mejor posición para predecir el futuro, en que está el historiador, díganos cómo usted ve la Argentina en el largo plazo o en el mediano plazo, a partir de este momento.
–Todo hace suponer que la Argentina no sólo ha realizado un proceso de integración social que le da hoy a la sociedad argentina una coherencia que no tenía hace treinta o cuarenta años, sino también que ha realizado un proceso muy agudo de toma de conciencia social por parte de las clases populares. Creo que este es el hecho básico. Esto ha ocurrido al compás de la obra política de Perón, pero por debajo, por encima y al costado de la obra política de Perón. Está en la dinámica del proceso y la Argentina tiene que dar salida a esto, tiene que buscar una respuesta a esta percepción del papel que las clases populares han alcanzado. Este es un fenómeno para mí irreversible, de tal manera que una previsión a largo plazo es que la Argentina será un país en el cual las clases populares tendrán un papel decisivo. Esto es todo lo más que veo claro en “la bola”, ¿no es cierto? Cómo lo va a hacer, yo no lo sé, ni nadie.
–¿Pacíficamente?
–Eso dependerá, como siempre que se producen estos fenómenos, de la actitud de los demás. Los representantes de la vieja estructura del país tienen que elegir entre hacer canales o poner diques. Si los representantes de la vieja estructura no encuentran otra manera de enfrentar el problema que levantando diques, la cosa va a ser seria. Porque los diques resisten un año, cinco años, diez años; ahí está el caso de Portugal, el caso de España. Si por el contrario descubren la posibilidad de hacer canales para orientar estas fuerzas sociales, es posible que la Argentina tenga un gran porvenir, un porvenir en el cual la clave es acrecentar notablemente el número de los responsables del país, esto es, acrecentar la participación. Es, por lo demás, un problema mundial de la sociedad industrial de masas: no se puede convocar al consumo y no ofrecer participación.
–La maduración del país también incluye la maduración de los representantes de lo que usted llama la vieja estructura, lo cual hace pensar que esta maduración puede traducirse en una política más inteligente que permita lo que usted llama convertirse en canales, es decir, encauzar, expresar, traducir, integrar en una palabra.
–Bueno, esa es la esperanza que tenemos todos los argentinos ¿no es cierto? Esa esperanza se puede seguir manteniendo porque no es necesariamente un obstáculo cierto tipo de autoritarismo que está predominando en este momento, que puede explicarse por circunstancias coyunturales. Yo tengo la impresión de que efectivamente quienes tienen el control -y no me refiero solamente a quienes ejercen el poder político y militar en este momento sino al conjunto de los grupos de poder que opera en el país- han aprendido bastante y espero que a la luz de otras experiencias que se han hecho en el mundo, encuentren salidas oportunas y a tiempo. Porque si no después el precio será cada vez más caro.
–Ahora, dos o tres temas que hacen al historiador y a la historiografía. E. H. Carr dice en uno de sus libros que nuestro primer interés debe ir al historiador, no a los datos que contiene la historia que escribió. ¿Usted comparte esta prioridad?
–Supongo que es una precaución para tratar de establecer las claves…
–Exacto.
–… para interpretar lo que dice…
–Claro, generalmente ante los libros de historia uno prescinde del autor, cree que no tiene tanta importancia el autor como lo que dice. Lo que Carr establece es que a los fines de evaluar lo que se dice en el libro hay que tener presente quién es, dónde vivió, con qué mentalidad trabajó.
–Eso es fundamental y todo el que trabaja con fuentes y documentos aprende eso. Hay dos casos clásicos. Uno son dos historiadores de la Tercera Cruzada, Robert de Clari y Villehardouin. Este segundo era un caballero y el primero era un escudero, y cada uno ofrece su versión desde su punto de vista. Ocurre algo parecido con la conquista de México de la que López de Gómara da una versión y Bernal Díaz del Castillo otra, cada uno desde su punto de vista. Esto se ha repetido muchas veces. Y si no de una manera tan tajante como en estos ejemplos que acaban de venir a mi memoria, siempre se lo descubre ¿no? Hay, con respecto a las guerras de religión, una historiografía protestante y una historiografía católica. Usted no puede juzgar a Wallenstein solamente a través de las fuentes católicas. Esto salta a la vista. Así que me parece una precaución metodológica muy acertada ésta que indica Carr. Y que los historiadores con experiencia, la tienen siempre presente.
–Usted recién mencionó a Wallenstein. Creo que es el destinatario de la única obra biográfica que escribió Ranke, que advirtió sobre el valor muy relativo de las obras biográficas como elementos formativos o informativos de la historia. ¿A usted le parece que la biografía histórica es instructiva, o que efectivamente hay una serie de condicionamientos y de reservas que hay que hacerle? Le digo esto porque en una época la biografía histórica floreció enormemente y fue una manera muy divertida de aprender historia. Pero ahora parecería haber decaído un poco el género.
–Bueno, el género es muy viejo, como usted sabe. Pero ha existido siempre y creo que siempre existirá. Lo que pasa es que en el 90 por ciento de los casos no responde a una severa metodología de análisis, porque es bien sabido que la historia no la hace un hombre. Entonces, poner el centro del análisis en un individuo, en sus reacciones psicológicas, en sus condicionamientos individuales, saca al historiador de la perspectiva de la totalidad del proceso. Y efectivamente, es inevitable que el biógrafo se enamore del personaje u odie al personaje. Pero ahondar en los sentimientos de Bruto cuando se trata de la muerte de César, es un poco inútil, porque hay 99 de probabilidades sobre cien de que si Bruto no hubiera hecho eso, lo hubiera hecho otro de alguna manera, ¿no? Y las cosas hubieran ocurrido del mismo modo, así que todo el tiempo que se gasta en esto, puede ser perdido. Entendámonos: desde el punto de vista de la ciencia histórica. Otra cosa sería desde el punto de vista literario. Pero de pronto no, porque yo creo en la “nariz de Cleopatra”. De pronto hay una cosa, una cosa que resulta ser decisiva. En ciertos períodos, en los cuales ha habido individuos que han ejercido una omnipotencia formidable, la biografía explica ciertas cosas. Pero también invita al biógrafo un poco comodón, a dejar de lado todos los factores que no dependen de esa personalidad. Como método, como esquema para la comprensión de la historia, no es aconsejable. Es un agregado sumamente importante y además como usted dice muy bien, algunos han hecho biografías apasionantes ¿no es cierto? Desde Plutarco hasta Maurois, se han escrito muchas extraordinarias.
–Esto nos lleva también a otro tema que recojo de una frase de Huizinga. No la puedo recordar textualmente, pero más o menos dice esto: todas las ciencias tienen un aspecto que tiene que ver con su propia divulgación pero en ninguna esto se da de una manera casi obligatoria como en la historia. Es decir que la divulgación parecería ser una especie de deber de la historiografía hacia el público general. Lógicamente, la divulgación tiene tendencia a desentenderse de la seriedad científica con que se maneja la ciencia misma, pero de todos modos es un aspecto importante de la ciencia histórica. Hemos visto en los últimos años en la Argentina y en el mundo en general, que la divulgación de la historia va cobrando una gran importancia. ¿Esto, es bueno o malo para la ciencia histórica misma? No digo para el conocimiento histórico de la gente, porque esto es indiscutible, pero para la ciencia histórica, esta veta de divulgación que ha puesto a la historia en términos de más realidad con respecto a los grandes públicos, ¿la ha maleado y sobornado, o realmente es, como dice Huizinga, una obligación de los historiadores, un aspecto de su tarea?
–Yo creo que es un aspecto inevitable de su tarea. El historiador documentalista que no quiere prescindir del aparato erudito se transforma en un instrumento de otro que haga algo con eso… Porque tiene que dar por seguro que alguien va a tomar ese material y lo va a ofrecer al gran público. Si el gran historiador es capaz de hacerlo, sería lo deseable. Lo que ocurre es que en la mayor parte de los casos es imposible, porque son dos formas de mentalidad muy diferentes, dos actitudes distintas, y los epítomes siempre han corrido por cuenta de los glosadores. Estoy queriendo acordarme si hay algún ejemplo significativo de obras de divulgación hecho por grandes especialistas, y hay algunos, es evidente que hay algunos. Si, en este momento tendría que hacer un examen para recordar, pero hay algunos pequeños libros que son sensacionales.
–Pero al historiador mismo ¿le ayuda esta excrecencia divulgatoria que existe en los límites, en las fronteras de la ciencia histórica? ¿Le ayuda por ejemplo, a tener un estilo más accesible, a tener en cuenta cierto tipo de elementos que a lo mejor no jugarían de modo permanente en la labor historiográfica erudita, lo ayudan a ponerse un poco más en la realización de una historia más legible?
–En este momento me acuerdo de un libro de historia de la Edad Media, que se ha publicado con el nombre de Historia de Europa, pero que es nada más que una historia de la Europa medieval, que escribió Henri Pirenne cuando estaba prisionero en Alemania durante la primera guerra. Es un modelo de libro escrito sin notas, puesto que estaba preso, y es un libro formidable. Yo no podría generalizar. Con la divulgación pasa un poco como con la enseñanza: el historiador se engolosina con la erudición. Y cada vez se pone más exquisito y ahonda más; y es posible que sólo cuando tiene la obligación de preparar una clase o un librito de doscientas páginas, sea la única vez en su larga existencia de erudito que se ve obligado a poner en orden las ideas e hilvanar todas las cosas que ha ido encontrando sueltas. Si él no lo hace, las hilvanaría otro, como ha pasado tantas veces. Así que yo creo que no es una tarea desdeñable. Para muchos historiadores hasta sería aconsejable que lo intentaran de vez en cuando, porque es un gran desafío.
–Tiene algo que ver también con lo que hablamos en algún momento sobre escribir bien o escribir mal, con ese tipo de historiadores a quienes les parecía casi desdoroso escribir bien.
–Pero fíjese que no es sólo cuestión de escribir bien, aunque es muy importante que el libro sea atractivo. El caso es que primero hay que componer el proceso, armado lo suficientemente bien como para que el relato tenga una coherencia interna ¿no? Una coherencia interna que sea además una arquitectura, puesto que tiene que ser equilibrado, donde no todo puede tener la misma extensión, donde hay una gradación que se arma de pronto a través del número de líneas que se dedica a cada tema o a través de los adverbios y adjetivos que se usan.
Yo creo que es un desafío interesante para un tipo de erudito que con frecuencia se veda a sí mismo este ejercicio, a veces con el pretexto de que esa es una tarea deleznable. Y no lo es, porque no puede ser que los historiadores escriban sólo para los historiadores. Como no hay que hacer pintura sólo para pintores o poesía sólo para poetas, ¿no es cierto? Se escribe para trascender, ¿no? Entonces el historiador tiene que encontrar una manera de comunicarse. Bueno, si el historiador tiene un tipo de formación que se lo impida, es una lástima. Y muy respetable si es así, pero que el esfuerzo vale la pena de hacerse, yo estoy seguro que sí. Fíjese si tuviéramos lo que llamamos habitualmente una historia de la Edad Moderna en 500 páginas hecha por Ranke, ¡qué formidable sería!
—Romero, usted tiene un hijo que es historiador, y seguramente le habrá preguntado muchas veces o le habrá pedido consejo muchas veces. Me gustaría que usted hiciera una especie de síntesis de los consejos que eventualmente pueda haber dado a su hijo en cuanto al oficio que usted le transmite, ¿no es cierto? No sé si es un secreto profesional o si es difundible…
–Usted se refiere a los consejos que le puedo haber dado, una vez que él decidió su vocación y decidió dedicarse a la historia, no los consejos acerca de la vocación misma. Yo suelo dar un consejo que en la Argentina tiene más importancia aun que en otras partes, que es rigor, rigor, rigor. Para decirlo con palabras de Leonardo, un obstinado rigor. Si yo tuviera que proyectar un escudo para mí, el lema sería un obstinado rigor, preciosa frase de Leonardo. Es lo que aconsejo más, mejor dicho lo que aconsejo primero. Pero luego viene lo más difícil: hay que alcanzar un formidable grado de flexibilidad y elasticidad para meter esta realidad tumultuosa que es la vida histórica, dentro de una rigurosa concepción cognoscitiva.
Combinar el rigor con la flexibilidad no es cosa fácil. Luego hay una variante que linda entre lo científico y lo moral, que es la tendencia del historiador a descubrir que todo lo que existe es válido. Pero en términos de investigación histórica nadie puede asumir el papel de Dios, ¿no es cierto?
–Aquello de que nada es desdeñable…
–Nada es desdeñable, ni nada es condenable, porque no somos dioses y hemos visto las vueltas del juicio humano sobre todo. Esto hay que hacerlo como historiador, y decir (para usar la frase de Ranke), todo lo que pasó. Todo, pero esto no tiene que transformarlo a uno en un escéptico o un cínico en el orden personal. Porque si todo es válido, yo estoy autorizado a transar con todo. Eso no, no. Yo soy constitutivamente un hombre moral, y de las opciones que da la historia, elijo la que a mí me parece moral.
–Es decir que usted enjuicia permanentemente.
–Como hombre, sí, pero como historiador procuro enjuiciar lo menos posible. Tengo verdadera preocupación pero no es fácil; no se sabe nunca cuáles son los cartabones que se pueden usar, ¿no? Así como me parece trivial juzgar a la Inquisición en función de los derechos humanos tal como se entienden hoy, también me parece mal lo contrario, por ejemplo suponer que eso estaba justificado y que la caridad no tenía vigencia ninguna. Entonces yo prefiero suprimir el juicio. Esto pasó, esto pasó y hay que enmarcarlo dentro del cuadro en que pasó, ¿no? No seré yo el que defienda a la Inquisición, pero hay que aconsejarle a los que hablan mal de la Inquisición que recuerden cuáles eran los métodos penales que se seguían en el orden civil para que la acusación no sea parcial; no era menos cruel la justicia civil que la justicia eclesiástica. Aparte de que la justicia eclesiástica recurría generalmente al brazo secular. Todo este alegato no tiene mucho sentido. Digo simplemente que prefiero no juzgarlo como historiador.
–Es decir, que hay que tratar de comprender el pasado…
–Comprenderlo y explicarlo, dentro de sus propias reglas. Mi última observación es de tipo personal; detesto al que se evade diciendo que todo ha pasado, que todo ha sido olvidado, perdonado, de que hubo quien subió y quien bajó. Convalidar eso es una debilidad, ¿me explico?
–No.
–Quiero decir que si el historiador se hace a la idea de que todo lo que existe es válido y puede explicarse -como creo que tiene que hacer el historiador, como creo que tiene que ser la obligación del historiador-, hay una posibilidad de que el historiador crea que eso es también la regla que vale para juzgar y manejar la conducta personal.
–Sí, entiendo, es decir que hay una posibilidad de caer en el cinismo.
–Exacto. El hecho de que uno esté obligado a entenderlo todo y a explicarlo y explicárselo todo (y así debe ser en el trabajo del historiador) no quiere decir que uno adopte esta misma regla, y se valga de esa experiencia para decir “al fin de cuentas todo ocurrió, todo pasó y todo fue olvidado y perdonado”. El problema de la responsabilidad del hombre vivo en su momento es fundamental e indispensable. El hombre tiene que ponerse en la situación en que todos los demás se han puesto, y en cada caso hacer lo que él cree que tiene que hacer. Yo sé que, si entonces hubiera pensado como ahora pienso, hubiera sido enemigo de la Inquisición.
–Es decir que la historia no puede ser moralista, pero el historiador debe tener reglas morales.
–Fundamentalísimo. Un historiador inmoral es una contradicción viva, porque el historiador es el alquimista más fino que pueda imaginarse. Porque ¿quién maneja una sustancia como la que manejamos nosotros? Hay que manejarla con un enorme respeto, con un enorme cuidado, y esto forma parte de la personalidad del historiador. La otra cara es la influencia deleznable que puede ejercer sobre él esta necesidad científica de explicárselo todo. Uno tiene que explicarse todo lo que pasó en relación con las circunstancias, en relación con el proceso. Pero de ahí no puede derivar para sí una moral de conveniencia.
–Pero, ¿no hay en la historia perversidades que son inexplicables, frente a las cuales el historiador no puede recurrir a ninguna explicación racional ni lógica?
–Bueno, naturalmente, como hay estados de enfermedad. Explicarse a Gilles de Retz resulta bastante difícil, pero nunca hay que cerrar las puertas. Estamos asistiendo a la reivindicación del Marqués de Sade, ¿no es cierto? ¿Se puede condenar como infame al que sólo es un enfermo mental?
–Usted habla de casos individuales y yo me refiero a procesos generales. ¿No hay procesos que son también demenciales, locos, inexplicables?
–Yo creo que hay pocos, me atrevería a decir que muy pocos. Más bien me inclino a creer que son inexplicables en función de nuestra impotencia por falta de los elementos de juicio necesarios. Pero no puedo imaginarme que haya procesos sociales o colectivos que forman parte de la historia de alguna comunidad, que sean totalmente inexplicables.
–De sus propias palabras estoy deduciendo algunas otras características del historiador: una especie de gran amor por la especie humana, una gran ternura por el ser humano.
–Así es. Profunda ternura por el ser humano, y un enorme deseo de entender qué somos, porque al fin de cuentas uno de los objetos de ese amor es uno mismo, puesto que uno forma parte de la humanidad que estudia. La pregunta de “qué nos pasa”, podría ser, al fin de cuentas, una formulación tan simple de la historia como la del apólogo que relata Anatole France. Qué les ha pasado a los hombres y a las sociedades, o cuáles han sido sus formas de comportamiento es la gran pregunta de la historia. Esta pregunta uno no se la hace si no tiene realmente un entrañable amor por la humanidad, ¿no es cierto?
–Con lo que volvemos a Croce de alguna manera: toda historia es historia contemporánea, es decir, toda historia se hace, como usted decía, interrogando al pasado para explicamos qué es lo que ahora pasa.
–A nadie le interesa verdaderamente el pasado y nadie entiende verdaderamente el pasado si no le apasiona el presente y el futuro. Si no, el pasado no parece sino el Orco, un mundo gris de fantasmas. Pero para el historiador los muertos no están muertos, porque su tarea es verlos vivos, tan vivos como sus descendientes y herederos que ahora están vivos.
Quinta conversación
–Me gustaría conversar con usted sobre sus proyectos en función de su oficio de historiador. Usted habló, en algún momento de que andaba trabajando en tres proyectos. ¿Me equivoco?
–No, usted tiene muy buena memoria. Bueno, yo estoy escribiendo la continuación de La Revolución Burguesa en el Mundo Feudal, que se compondrá de cuatro volúmenes en total, si puedo llegar a escribirlos. El título general de esta obra será Proceso Histórico del Mundo Occidental. El primer tomo es La Revolución Burguesa en el Mundo Feudal y seguirán tres, como le dije, de los cuales el segundo está ya casi terminado. Este es uno de los proyectos.
El otro es una obra bastante ambiciosa que está casi hecha: no falta más que escribirla… Se trata de una historia de las ciudades y de las culturas urbanas, con el título de La Ciudad Occidental. Porque no es de todas, sino de las ciudades del mundo occidental.
Y finalmente, el tercer proyecto comprende dos obras de carácter teórico. Una, sobre la conciencia histórica, que se llamará El hombre y el pasado; la otra es un análisis sobre el tema específico de la ciencia histórica, que a mi juicio nunca ha sido percibido con claridad aunque haya habido muchas aproximaciones. Este es de los más importantes que yo podría hacer. Llamo a este libro Teoría general de la vida histórica. Pero la vida histórica, claro está, no es más que una palabra y eso me obliga -en este caso el camino intelectual ha sido inverso- a analizar en qué consiste la vida histórica. Esta es una investigación que nunca se ha hecho de manera definitiva.
–Hay dos cosas que no me resultan claras. ¿A qué llama usted “conciencia histórica”? Y cuando habla usted de su otro libro, del anterior, ¿a qué llama usted “vida histórica”?
–Con mucha frecuencia el historiador no tiene idea de qué se trata. Es dramático. El historiador procede con mucha frecuencia como procedería un médico que estudiara la etiología de una enfermedad y de los medios terapéuticos para curarla, sin tener la menor idea de lo que es en general la biología del ser humano. Eso es lo que podría preguntársele a un historiador cuando se sumerge en un tema muy restringido, por ejemplo, la batalla de Caseros, y se pone a profundizar los hechos, hasta llegar a saberlo todo, todo, todo, pero de pronto descubre que detrás de ese saber concreto no se encuentra una visión de cómo se conduce, de qué manera se realiza el proceso histórico. Y no sólo el proceso local, sino su inserción en el proceso general.
Tendría que acudir a la noción de pasado y a la vieja idea de “los hechos tal como han ocurrido”; pero tenemos que convenir que no hay en esas expresiones ninguna problematicidad, porque ni la historia se ocupa de todo el pasado, ni el pasado es algo que existe de manera concreta y real. El pasado, en principio, es sólo tiempo. El tiempo puede estar lleno o vacío. Si lo consideramos lleno, hay que preguntarse de qué. De tal manera que el tema de la vida histórica es el del esclarecimiento de sobre qué debe ocuparse el historiador y dónde se inserta cada uno de los aspectos de la investigación concreta. El tema es lo que se ha dado en llamar el proceso histórico, al que yo quiero dar un alcance mucho mayor; tanto que pienso que la noción de vida histórica -esto es un rasgo de orgullo diabólico- podría convertirse -si yo tuviera éxito en esta definición o lo tuviera otro que lo viera mejor, si yo fracasara- en una noción que sirviera para las ciencias antroposocioculturales en general, como la noción de Naturaleza para las ciencias físicas y biológicas. Es conocido cómo surge esta noción de Naturaleza, cuando se empieza a ponérsele mayúscula a la palabra Naturaleza. A fin de cuentas es la secularización de la idea de la Creación divina. Para todas las disciplinas antroposocioculturales se está requiriendo una noción que describa la sustancia básica, esto es, el continuo de fenómenos relacionados con la existencia, el comportamiento y la creación del hombre, siempre incluido el momento que cada uno llama “su” presente.
–¿No es un poco lo que quiso hacer Hipólito Taine, llevar la metodología de las ciencias naturales a las ciencias humanas?
–Justamente yo intentaría lo contrario. Taine quiso usar la metodología científico-natural porque, sin expresarlo, suponía que las ciencias naturales eran idénticas a las otras, es decir que la vida antroposociocultural era idéntica a la vida de la Naturaleza. Y es evidente que no; creo que es un hecho de evidencia que no lo es. Pero el caso es que hay que resolver primero el problema ontológico: ¿Qué es la vida histórica? Es decir, en qué consiste el modo de existencia, el modo de comportamiento, y sobre todo el modo de creación que es propio del hombre en la sociedad, y cómo se articula el tiempo. Este creo que es un problema muy difícil, pero me parece que he llegado a algunas conclusiones importantes.
–Le pregunté también sobre la conciencia histórica, que es una palabra que se usa bastante, y nunca con demasiada claridad.
–La vida histórica es algo absolutamente objetivo y constituye el tema de la ciencia histórica. Es como la materia para las ciencias físicas o la vida para la biología. Sería el equivalente exacto. Si a un físico se le preguntara de qué se ocupa, diría “Me ocupo de la materia”, y tendría que explicar a que está llamando materia. Y lo explicará a tal nivel de abstracción, que cuando nosotros miremos esta madera descubriremos que es materia y cuando veamos el efecto extraño que produce una gota de ácido sulfúrico en otra sustancia que está en un tubo de ensayo, sabremos que allí también hay materia, como sabemos que el átomo también es materia. Es, pues, el tipo de realidad del que se ocupa una disciplina. Yo quiero establecer objetivamente cuál es el género de realidad de que se ocupa la ciencia histórica y con ella todas las ciencias antroposocioculturales.
Pero el caso es que el historiador no puede dejar de tener presente otra cosa: cómo funciona en el hombre el conocimiento de esa realidad que es la vida histórica. Funcionamiento que es tan importante que condiciona toda su conducta. El hombre es un animal histórico y hace las cosas y resuelve las cosas a favor o en contra de lo que hizo, cortando o creyendo cortar sus relaciones con el pasado, porque la vida histórica es una dialéctica entre pasado y presente, o si se prefiere, entre la creación ya creada y la creación que se está creando. Pero en todo caso no se puede escapar de la historia. El hombre no existe sin un pasado. No es necesario recurrir al absurdo para darse cuenta. Es evidente que el hombre individual y concreto no puede vivir sin el pasado. Esto es una cosa que se hace evidente, por ejemplo, cuando usted se encuentra con el caso, tan frecuente para los abogados, de un chico de 6 ó 7 años que descubre que su madre, o aquélla a quien ha querido siempre como tal, no lo es; o que aquél a quien creía su padre no lo es, y entra en una desesperación que puede terminar a la larga en el suicidio. Porque para lo primero que sirve la conciencia histórica es para fijar la identidad. ¿Quiénes somos? ¿Hay pregunta más tremenda que ésta? ¿Quiénes somos? Y a la pregunta de “quién soy”, usted, lo primero que hace es pensar en su padre y su madre…
–…Porque “¿quiénes somos?” quiere decir “¿de dónde venimos?”.
–Claro. El problema de la identidad es el primer problema. Todos los historiadores han escrito en última instancia para identificar. Cuando Mitre escribe la historia de San Martín y Belgrano, su pregunta, en el fondo, es esa. Lo que él tenía en la cabeza no era tanto qué habían hecho San Martín y Belgrano, sino quiénes son los argentinos. Los argentinos somos identificables de dos maneras, como todos los seres humanos en las colectividades: por lo que hicimos, es decir, nosotros argentinos somos los que hicimos esto. Eso es la historia. Si usted pregunta “¿Quién es usted?” “Yo soy Sarmiento”. Usted es identificable por lo que hizo, por lo que sigue haciendo, pero sobre todo por la caravana de muertos y de vivos de que forma parte. Y ahí está la tremenda y metafísica validez de la historia, porque en última instancia responde a la pregunta sobre la identidad. Si no, no tiene mucho sentido. Si no tuviera este profundo sentido metafísico, la historia no habría durado tantos siglos, no sería una disciplina tan vieja como las religiones y la filosofía.
–Es por eso que los pueblos nuevos hacen de su historia un elemento tan desesperadamente identificatorio, y por eso exaltan sus héroes, y en cambio, en la medida en que son más maduros, pueden darse el lujo de…
–… el lujo de no preguntarse por su “ser nacional”. Su ser nacional está absolutamente identificado y no es necesario preguntarse todos los días sobre él. Si uno se pregunta todos los días por él, es porque no está muy definido. En consecuencia los historiadores tienen todavía mucho que hacer, porque si los historiadores no responden a eso, no lo responde nadie.
–¿De modo que es legítima esta preocupación por la identidad nacional que tienen los historiadores argentinos, desde el primer Triunvirato en adelante?
–Absolutamente legítimo. Yo diría que desde antes del 25 de Mayo. En el caso de la América latina es además objetivamente legítimo y objetivamente justificado. Se produce la separación de los antiguos virreinatos autónomos y ¿quiere explicarme usted cómo se podía afirmar que un oriental era de la Banda Oriental o que un alto peruano no era salteño o que un bajo peruano no era alto peruano? Hay un caso, el de la Gran Colombia en donde el general Florez era venezolano y tuvo que poner en la Constitución del Ecuador un artículo especial para poder ser presidente de ese país y demostrar que era ecuatoriano porque se había casado con una ecuatoriana. Lo que pasa es que 20 años antes esa pregunta carecía de sentido.
–Es decir que la historia en nuestro país ha sido un poco un caso de defensa propia.
–Claro… y lo ha hecho bastante bien.
–Entonces ¿usted entiende que la conciencia histórica es eso?
–Claro… es evidente, aunque es mucho más. Ese es el caso extremo. Así funciona en un gran historiador. No quiero volver a citar a Mitre para que no parezca que soy maniático. Lo cito a López, pongamos por caso, o a Saldías que es más conmovedor todavía. En realidad es una respuesta a la primera respuesta. La primera respuesta es la de Mitre, porque antes de él no hay respuesta. La obra del Deán Funes es poco importante. La primera respuesta fue la de Mitre y la de López; la de Saldías es una nueva respuesta, que es formidable. Saldías decidió agregar todo lo que no estaba en aquella primera respuesta. Pero leyendo bien la carta que Mitre le escribió a Saldías y la que Saldías le escribió a Mitre, se descubre hoy que la obra de Mitre necesitaba la de Saldías, que le estaba haciendo falta. La obra de Mitre requería la de alguien que juntara todo eso. El otro día usted me recordaba que Busaniche lo había hecho, y es cierto, es de los que más han hecho por reconstruir esa síntesis, pero la pregunta, además de tener vigencia para los historiadores nacionales, también se presenta en los historiadores regionales. La preocupación es profunda. Pero el caso es que vive en cada hombre.
–Usted hablaba de que Saldías en alguna medida era la respuesta a Mitre o el agregado a Mitre. El revisionismo, el movimiento de los años 40, que toma como arquetipo fundamentalmente a Rosas y después pasa a otros temas de la historia argentina, ¿era una respuesta también a la historia clásica o simplemente un movimiento con origen netamente político?
–Puede haber sido las dos cosas. Puede haber tenido una intención política sin duda alguna, pero yo no le oculto que me parece muy bien que se haya producido. Quizá me parezca mal que algunos, para hacerlo, hayan creído necesario castigar a los otros. Yo no creo que sea necesario, para levantar a unos, hundir a los otros. No es imprescindible. Generalmente esa es la mejor manera de no hacer justicia…
–Bueno, también es típico de toda minoría militante la agresión, el escándalo, el estrépito, porque eso es un poco lo que les permite sacar la cabeza afuera. Eso es muy característico de los escritores revisionistas de los años 40; las agresiones, el terrorismo intelectual, la iconoclasia… supongo que eso ya ha pasado…
–Eso es lo que podría ser discutido. Por ejemplo no veo por qué meterse tanto con Sarmiento, de esa manera… con tanta saña. No creo que sea necesario para aportar al juicio objetivo todo aquello que efectivamente los escritores de tradición unitaria se olvidaron… Es muy importante que se las recuerden… Porque muchas de esas cosas pueden haber sido olvidadas u omitidas de buena fe, o pueden haberse olvidado u omitido en una época en que ciertos prejuicios tenían mucho vigor y en consecuencia, habiendo perdido vigor esos prejuicios, mucha gente estaría dispuesta a aceptar muchísimas cosas que antes negaba. Si usted me pregunta, por ejemplo, mi opinión sobre la tesis que Rosas desarrolla en su correspondencia con Quiroga, sobre la posibilidad de una Constitución, en esa famosa carta de la Hacienda de Figueroa, me parece de una lucidez política extraordinaria. Siempre lo he dicho así, pero ahora que he leído otras cosas descubro que hay que repensar muchos aspectos de la historia argentina. Pienso que los hechos le dieron la razón a Rosas. En el año 1835 no se podía pensar en la Constitución y en el año 1852, en cambio… la situación estaba absolutamente madura para que se hiciera; y se hizo. Eso es la vida histórica.
–Claro, tal vez en este caso específico lo que ocurre es un aferrarse por parte de Rosas a una teoría que en el 35 como usted dice, tenía vigencia, pero que 20 años más tarde ya no podía sostenerse más. Es la ignorancia precisamente del proceso histórico que va ocurriendo y se va desenvolviendo por encima o por debajo del personaje protagónico.
–Generalmente por encima, porque lo que ocurre es que cuando alguien se aferra mucho a una idea, en el momento en que esa idea deja de ser expresión real de la situación, el personaje se siente en peligro. Entonces es insostenible ya. Pero entonces lo que se está sosteniendo son situaciones y no ideas.
–Hay una pregunta muy inoportuna que le voy a hacer. Usted la contesta o no, la contesta si quiere. ¿Por qué no es miembro de la Academia Nacional de Historia?
–No lo sé… No he pensado en eso.
–Bueno, supongo que si no hay razones de tipo personal (que siempre pueden ocurrir, en toda clase de clubes), con bolillas negras, pienso que usted, con esta manía de etiquetar a la gente que existe en la Argentina, usted carga con la etiqueta de medievalista. Entonces suponen que usted es una especie de Borges en la historia, que se entretiene con laberintos y con espejos ajenos a nuestros propios espejos y laberintos.
–Puede ser que tenga razón. Sí fuera por eso, a mí me parecería una gran injusticia. Así como la vida histórica es un continuo tempo espacial, igualmente la ciencia histórica es una. Por lo demás yo he estudiado la historia argentina y no le oculto que creo ser una de las personas que tienen una idea más clara acerca de su curso general en la Argentina. Pero a lo mejor eso es un inconveniente…
–Romero, quería preguntarle sobre dos creaciones suyas o dos actuaciones suyas, sobre las que creo que tiene algo que decir. Una sobre la revista Imago Mundi, que fue en su momento una especie de ventana abierta al mundo, en una Argentina donde había dificultades para ese tipo de creaciones. Y la otra es su actuación en el Rectorado de la Universidad de Buenos Aires.
–Imago Mundi fue una revista que publiqué con un grupo grande de colaboradores desde 1953. Era un viejo proyecto mío en cuanto a su orientación. .. Recuerda usted que su subtítulo era “Revista de historia de la cultura”. Era una defensa, un alegato, una toma de posición en el campo historiográfico. Como usted se imaginará, yo nunca me he sentido muy cómodo entre mis colegas, porque, por mi formación, nunca he tenido la vocación de ser un documentalista. Y como era la única historia admitida, la única manera admitida de hacer historia, yo siempre me he sentido un poco marginado. Con esa revista yo quise defender el punto de vista de la historia de la cultura, o sea, dicho de una manera muy vaga, una concepción integral de la historia que no terminaba en la historia política; que iba mucho más allá, que era mucho más comprensiva en sentido filosófico, que comprendía muchas más cosas y quería ser mucho más profunda. Incluyendo la historia convencional, sin duda, pero incorporándole una cantidad de cosas y dándole un tipo de unidad que la mera historia política no puede llegar a lograr nunca. Sobre esa idea yo había escrito unas cuantas cosas, había pronunciado varias conferencias. Un día apareció un mecenas que decidió financiar esa revista. Fue Alberto Grimoldi, un hombre muy inteligente y sensible, con una gran humanidad, que me ofreció los medios para hacerla: dinero, me dio un local en la calle Callao, muebles, máquinas de escribir, todo lo que podía necesitar. El hizo posible que tuviéramos un centro donde reunimos y mi vehemente deseo de aglutinar gente tuvo éxito. La revista se transformó en un centro de unión de muchos profesores que habían salido de la Universidad en el 46. En el Consejo Directivo estaba mi hermano Francisco, Vicente Fatone, Roberto Giusti, José Babini, Luis Aznar, Ernesto Epstein, Alfredo Orgaz, Jorge Romero Brest, Alberto Salas, José Robira Armengol, mucha de la gente importante que había salido de la Universidad. Y empezaron a incorporarse todos los jóvenes de las últimas camadas, aquellos con los cuales teníamos relación, de los que éramos amigos. Así que se dieron dos cosas: una, que yo tuve la satisfacción de hacer una revista de historia de la cultura, con un artículo memorable de Rodolfo Mondolfo en el primer número. Yo hice un primer artículo, reseñando la tesis. Así que por una parte la revista tenía valor científico, digamos, puesto que era la defensa de una postura dentro de las ciencias históricas, pero luego en la coyuntura política se transformó en el nucleamiento de la generación de profesores que habían salido de la Universidad, entre los cuales me contaba yo, y las nuevas camadas de graduados que tendrían en esa época entre los 25 y los 30 años. Esa aglutinación funcionó muy bien. Y yo creo que la revista cumplió un papel muy importante, porque además estaba bien hecha. Fue un alarde importante, de lo que eran en la Argentina las humanidades. No sé si hoy podríamos hacer una cosa parecida.
–Además, fue la expresión de una cultura no oficial
–Además, eso. Tuvo mucho apoyo, pero no sólo por la generosidad de Grimoldi, sino porque tenía muchos avisos, y muchos suscriptores, muchísimos. Así que se mantuvo bastante tiempo después de que se acabó el fondo original. Pero el caso es que -y esto empalma con la segunda pregunta- eso es lo que probó en el 55, que había una Universidad preparada, una “Shadow University”, preparada para reemplazar a la otra. Es posible que yo no hubiera sido rector si no hubiera ocupado esos dos o tres años en mantener reunida a toda esa gente.
–El equipo de relevo de la Universidad…
–Claro, eso fue. Eso fue y la revista tuvo una influencia considerable. Observe usted que yo no había sido profesor de la Universidad de Buenos Aires, yo era de La Plata. Yo era graduado en La Plata y allí inicié mi carrera universitaria. Pero el caso es que la Federación Universitaria de Buenos Aires me propuso como candidato fundamentalmente por esa experiencia y ese conocimiento que habíamos establecido allí. Y como ese era el grupo que tenía fuerza en el seno del gobierno de la Revolución, pudo imponer su candidato. Me acuerdo que para que no pareciera una presión, aun estando ya resuelto que yo iba a ser designado, es decir cuando ya Lonardi había dado su consentimiento, el ministre Dell’Oro Maini le pidió a la FUBA una terna, y la terna se completó con Babini y Fatone. Así que los tres candidatos salían de la revista. Supongo que si no hubiera existido Imago Mundi hubiera resultado más o menos lo mismo. Pero es posible que algunos de ellos hubiera estado en otra cosa, alejados… Nosotros mantuvimos el contacto, favorecimos la aglutinación del humanismo no oficial, y ese grupo fue reconocido en cierto modo como una especie de alternativa porque tuvimos esta experiencia curiosa. Una vez que vino el filósofo italiano Sciacca a Buenos Aires, cuando el padre Meinvielle estaba haciendo una revista que se llamaba Coloquio quiso hacer efectivamente un coloquio, después de las conferencias de Sciacca, y se hizo. Se invitó a la Universidad oficial y a la gente vinculada a Imago Mundi…
–Imago Mundi, no fue solamente la Universidad de relevo, la Universidad que estaba esperando la caída del régimen para reconstituirse, sino también cumplió la función de dar una continuidad a por lo menos dos generaciones universitarias.
–Sí, yo creo que ese fue el papel fundamental. Esa fue nuestra fuerza; y digo nuestra porque no sólo fue mía mientras fui rector, sino que se continuó luego.
–Es decir, en la Universidad que dura hasta 1966.
–Así es.
–¿Cuáles fueron sus dificultades mayores durante su gestión como rector?
–Le diré que no tuve mayores dificultades. Porque pese a cierta leyenda que se creó en cierto momento y que se exteriorizó en las consignas de ciertos grupos en los últimos tiempos del rectorado, yo siempre me llevé bien con Dell’Oro Maini. Era un hombre de juego limpio, así que él sabía dónde estaba yo y yo sabía dónde estaba él. No le diré que hemos cogobernado transando, ni muchos menos, porque yo tengo bastante fortaleza en mis convicciones y él también la tenía, y además por mi carácter yo no soy muy buen negociador. Pero conversamos siempre con la intención de que todo saliera lo mejor posible. Y no había problemas salvo en algunos puntos límites, y los sobrellevamos hasta que no se pudo más. Cuando no se pudo más, Aramburu nos pidió la renuncia a los dos, pero yo no tuve grandes dificultades. Con los decanos o los interventores de las facultades me llevé siempre muy bien, siempre. Eran todas personas de altísima categoría, y cumplieron una labor muy difícil con gran altura. No tuve mayores problemas con ninguno, salvo algún pequeño conflicto, inevitable en estos casos. La meta que nos propusimos fue la que luego se alcanzó.
–Tal vez necesitó su experiencia de historiador para saber que no se puede ir demasiado a contrapelo de la realidad. Hay que manejarse con la realidad.
–Por eso nunca he sido revolucionario. Yo soy un reformista nato, constitutivo, soy un socialista reformista, que hoy es, a mi juicio, la máxima expresión de la vivencia del proceso histórico. Y nunca se me ocurrió tener ningún proyecto exótico. Durante mi rectorado Lonardi y Aramburu y el propio ministro dejaron en mis manos muchas cosas muy delicadas que yo resolví con mesura y clara conciencia de la situación política y universitaria. Me trataron muy bien los periódicos y cuando renuncié no recibí más que elogios y una carta de Aramburu realmente conmovedora. Mis complicaciones empezaron después. Simplemente porque me opuse al decreto 6402 que abría la posibilidad para la creación de Universidades privadas. Entonces me tomaron por anticatólico y ahí empezó una ola de difamación como si ser laico significara ser comunista o no sé qué. Esa es la historia. Pero fíjese, ¿cómo iba a ser comunista yo que había estado siete años en el Liceo Militar como profesor, y que luego fui rector, habiendo pasado mi nombre por todos los controles habidos y por haber? Yo conocí luego mi prontuario: el peronismo me acusó de que una vez le había mandado un telegrama a Roosevelt. ¡No creo que sea un caso típico de comunismo! La cosa empezó con mi oposición a las Universidades privadas.
–¿Usted cree que han fracasado las Universidades privadas?
–Sí, en gran medida han fracasado. Pero para mí el problema no es que fracasen o no fracasen. Para mí el problema es un planteo puramente sarmientino y de gran política, en mi opinión. Yo creo que en la Argentina no hay que hacer nada que separe, y la Universidad privada estaba destinada a separar y ha separado. Da a mucha gente cierto sentido de élite, absolutamente exagerado y sin fundamentos, de élite puramente social, que no tiene sentido. Yo quiero a los católicos en la Universidad estatal y si tenemos divergencias quiero dilucidarlas con ellos en la Universidad estatal, todos juntos, trabajando juntos en la elaboración de la cultura argentina, que es históricamente plural.
–Es decir que su oposición a la Universidad privada no responde a que pueda llenar vacíos que ha dejado la Universidad oficial, sino al hecho de que exista.
–Claro, que exista un sistema de educación que separe a los argentinos. Eso me parece que no es bueno. Hay otras muchas cosas que se pueden hacer: academias, instituciones, sociedades, hay innumerables maneras, incontables maneras para que cada sector plantee y sostenga sus puntos de vista, sin la tremenda incidencia que tiene en la formación adolescente y juvenil eso de pertenecer a sectores incomunicados unos con otros.
–Bueno, pero la misma objeción se podría hacer a las escuelas privadas. Y es evidente que nadie puede oponerse a que existan escuelas privadas en el país.
–Yo no me opongo, pero preferiría que no las hubiera. No me podría oponer, es cierto. Pero me gustaría más que la sensibilidad general del país fuera favorable a un gran desarrollo de la educación popular y de todos juntos. Yo creo en el guardapolvo blanco. Creo que el guardapolvo blanco ha cumplido una misión histórica en este país.
–Sabe quién lo impuso, ¿no? Hipólito Yrigoyen.
–No sabía. Pero lo entiendo perfectamente, me lo explico perfectamente.
–Es una medida del Consejo de Educación de 1920 ó 21 y los fundamentos generales son justamente el sentido igualitario de la escuela.
–Claro. La crisis argentina no es una crisis de disgregación, sino de falta de cohesión. Todo lo que se haga para marcar diferencias de grupos me parece una mala política.
–Así que, en el mejor sentido de la palabra, ¿usted es un integracionista?
–Total, total y de buena fe.
–En este momento en que se está hablando de “proyecto nacional” y se están recolectando elementos para establecer las grandes pautas a las que se ajustaría en el futuro el desarrollo del país, ¿qué importancia le atribuye a la historia? A la historia, digo, en función de ese proyecto que se va a elaborar.
–Yo creo que se le debe atribuir una importancia inmensa y casi diría decisiva. Porque, si se piensa en un proyecto nacional que sea viable y que no sea puramente una lucubración teórica, no puede ser sino el resultado de la experiencia histórica: el proyecto nacional tiene que enancarse en el proceso histórico, racionalizándolo sin duda, y optando por alguna de las variantes que toda situación ofrece. Este es el proceso y a partir de aquí podemos hacer esto, esto, esto o esto. En consecuencia, un proyecto legítimo consiste en elegir una de las opciones que ofrece la experiencia histórica. Si no, un proyecto nacional ¿qué sería? ¿No una racionalización de la experiencia, sino un montaje racional ajeno a la experiencia? No tiene sentido, ¿no?… Yo pienso que es fundamental el aprovechamiento de la experiencia histórica para montar un proyecto nacional.
–Sí, está claro. Pero pienso que el arte de gobernar consiste en modificar muchas veces la realidad, e incluso torcer lo que parece una suerte de destino ineludible, cuando se entiende que ese destino no es el que corresponde a las expectativas de un pueblo.
–Quizás no me haya explicado bien. Yo no creo que la experiencia histórica mande una sola cosa. Como en el caso de nuestra propia experiencia individual, en cada situación en que nos encontramos, todo nuestro pasado nos pone, no frente a una solución fatal y necesaria, sino frente a varias opciones. Lo que creo es que hay que rastrear bien a fondo todas esas opciones y elegir la mejor. Pero yo creo que un proyecto desvinculado de la experiencia histórica y concebido racionalmente o quizá tecnocráticamente, está destinado al fracaso. Usted no comparte mi idea, por lo que veo…
–No, la comparto, pero estaba pensando si la generación del 80 (si es que fue una generación), cuando hizo su proyecto (si es que hubo un proyecto, realmente, y no fue más que la aplicación de ideas vigentes en todo el mundo), tuvo en cuenta la experiencia histórica, o si por el contrario, no fue el suyo un proyecto ahistórico, en el sentido de que intentaba romper con una experiencia histórica que los hombres del 80 veían como una carga negativa.
–No, yo creo que fue un proyecto rigurosamente enancado en la tradición. Por lo pronto estaba en la tradición económica del país, ¿no es cierto? El país decide producir carnes para el mercado internacional, cosa que no era nada ajena a la tradición histórica de la economía argentina. La opción fue, en vez de producir charque, producir carnes al gusto del mercado de Smithfield. Esa fue una opción, una variante dentro de las que ofrecían las posibilidades reales. Toda la concepción, digamos, de la mercantilización de esa producción era también el resultado de la tradición porteña. Buenos Aires sabía muy bien cómo negociar, pero muy bien. Yo creo que lo único que hubo fue un ajuste de ciertas cosas. Por ejemplo, disponer de más tierras para la producción de ganado fino, ofrecer más seguridad a las zonas de producción mediante la Campaña del Desierto, desplazar el ganado lanar más hacia el oeste, y reservar las tierras de la pampa húmeda para el ganado vacuno, crear el Banco de la Nación para ofrecer el sistema de crédito apropiado… yo creo que es la típica racionalización de la experiencia… Y si seguimos la argumentación, lo invito a que me diga, usted que conoce tan bien todo este período, ¿dónde está escrito el proyecto de la generación del 80? ¿Alguien publicó un libro, hay ensayos sobre eso? No hay nada que revele un plan sistemático.
–Lo más parecido a eso serían Las Bases de Alberdi y el libro Cuestiones argentinas de Mariano Fragueiro ¿no?
–Las Bases no es exactamente un plan efectivo de acción político-económica, no es un proyecto concreto de acción político-económica; es más bien un libro de tipo institucional, con una apertura hacia los problemas políticos y económicos. Pero no es Alberdi el que hace el cuadro de las perspectivas del país y de lo que había que hacer desde el gobierno para realizar lo que luego se ha llamado el modelo de la generación del 80. Quizás se acerca al problema en los Estudios económicos. Fragueiro tampoco. Si usted me permite, a la luz de ese trabajo de Fragueiro que ha publicado Gregorio Weinberg hace poco, yo diría más bien que Fragueiro no está en el espíritu de la generación del 80. Es menos liberal y más proteccionista, ¿no es cierto? Quizá podría usted corregirme, pero yo no recuerdo que el plan de la generación del 80 esté escrito en ninguna parte. Lo que sí hay, es una cosa sumamente curiosa. Si se leen los mensajes presidenciales de la época, sorprende lo bien que se encuadraban, en un cuadro ideal no sistematizado, todas las ideas sueltas y las soluciones para problemas particulares que estaban expresados en los proyectos de ley, en los resúmenes que hacían esos mensajes. Todo está enmarcado en un cierto cuadro que nunca he visto expresado sistemáticamente en ninguna parte…
–Es que tal vez no hacía falta expresarlo de una manera muy concreta porque eran las ideas vigentes en todo el mundo.
–Claro, en todo el mundo, y en aquella medida en que correspondía a la línea de desarrollo posible y real. Si usted hubiera oído en aquellos mismos años los discursos y los mensajes presidenciales franceses, tomemos por caso, o los belgas o los italianos, habría encontrado una serie de preocupaciones de tipo industrial que estaban también en la línea del pensamiento de la época pero que aquí no aparecieron. Eso habría sido una política nueva que creaba, que exigía otras cosas que no estaban dadas en esa época. Yo espero que este proyecto del que se habla ahora tenga en cuenta esta experiencia histórica, que no se transforme en una utopía, sin que por eso deje de ser todo lo audaz que requiera la situación argentina.
–Claro, la dificultad reside en que el pensamiento del mundo contemporáneo no es uno sino que son varios. Y por otra parte, que los que en 1880 definían de algún modo cuál iba a ser el “proyecto nacional”, eran un grupo muy homogéneo, muy coherente, con intereses comunes, con formación común, con mentalidad igual, mientras ahora la compartimentación de intereses es muy grande.
–Exacto. Eso por una parte. Todo el proceso social, económico y político de los 30 años anteriores a la presidencia de Roca, había conseguido crear una élite muy compacta y con ideas muy coincidentes. Y en cambio ahora estamos en el proceso contrario. Estamos saliendo de un proceso que ha deshecho las élites tradicionales y hasta ahora no se han constituido otras. No se ve nada más que, como usted dice, intereses compartimentados, sectoriales.
–Pero, ¿un país puede vivir sin élite?
–Puede, quizá, sobrevivir. Pero ojalá surjan pronto, porque con las élites pasa lo mismo que con los proyectos nacionales: tampoco se inventan, tienen que emerger de una manera espontánea. Una élite no existe sin consenso. Sin consenso hay otras cosas: hay grupos de poder, sectores predominantes… cualquier cosa. Pero una verdadera élite es un grupo funcional que racionaliza las tendencias genéricas y dispersas en la comunidad. Sin ellas, la acción común es contradictoria e ineficaz.
–En la experiencia histórica que recogió la gente del 80, como usted señaló bien, había desde luego cosas positivas y cosas negativas como en toda experiencia histórica, donde se actúa sin beneficio de inventario. Le hago una pregunta que tal vez sea una estocada demasiado a fondo para su especialidad. ¿Había también en el 80 resabios de elementos medievales en la Argentina? Y le pregunto esto porque un buen historiador argentino con el cual estuve hace unos días y a quien comenté esto en que estábamos trabajando, me dijo: “¿Por qué no le pregunta esto a Romero: pregúntele si él como medievalista alcanza a descubrir si había todavía en esa época de la organización nacional, elementos de típico cuño medieval, sobrevivientes en la Argentina del siglo pasado?”
–Yo creo que sí, en ciertas regiones del país. En ciertas regiones del país, especialmente en lo que se ha llamado alguna vez la Argentina criolla, había algunas reminiscencias. Inclusive aquí, en el litoral… el Martín Fierro está lleno de resabios medievales, ¿no? Claro que ellos no lo sabían, seguramente. Pero cuando José Hernández imita a Calderón…
–…¿En la payada con el moreno, por ejemplo…?
–…Por ejemplo. Pero lo que a mí más me ha impresionado es la relación antitética entre los consejos del viejo Vizcacha y los consejos de don Pedro Crespo a su hijo, en El Alcalde de Zalamea. Son, realmente, el día y la noche. Y sin embargo se percibe una perpetuación de muchas cosas, en las que dice Martín Fierro mismo, Cruz, y en ideas sueltas que andan por ahí. Porque en la tradición española no sólo está el culto del honor; también están el Arcipreste y la picaresca. Calderón no explica más que la mitad de la concepción española de la vida; la otra mitad la explica la picaresca. Y si hay uno que lo ha puesto todo junto es Velázquez. Velázquez, no sé si usted se ha fijado, nunca pintó burgueses…
–… Sólo nobles o enanos…
–Nobles o marginales, enanos, borrachos, gente rara. ¿No es cierto? Se ha fijado ¡qué curioso…! Eso es España, es Calderón y la picaresca. La España del honor y la España de la picaresca. En la tradición gauchesca es clarito que están esas dos. En cierto sentido, mucho de eso es medieval, tanto la picaresca… porque la picaresca española es muy anterior al Lazarillo de Tormes, al Buscón y al Diablo Cojuelo. La picaresca española está preanunciada en el siglo XIV y no sé si no hay ya algún rasgo inclusive en el Cid. En la Argentina criolla hay fuertes resabios medievales, como el culto al coraje del que hablaba Juan Agustín García en La ciudad indiana… Pero ahora advierto que yo me traicionaría a mí mismo si aceptara la idea de que lo medieval es solamente lo feudal. Lo medieval es lo feudal y lo burgués, pero supongo que la pregunta ha sido hecha pensando que lo medieval era lo feudal, como suele identificarse corrientemente. Yo creo que hay resabios medievales feudales, y algunos burgueses también, y creo que todavía existe, a pesar de la inmigración, una fuerte influencia de lo hispánico, y en lo hispánico, mucho de lo medieval.
–De eso también quería preguntarle. Porque en otra conversación anterior, usted hablaba del impacto de la inmigración sobre la sociedad criolla y cómo la inmigración descuajeringó por decir así, la sociedad criolla. ¿En qué aspectos cree usted sobre todo, que quedó quebrada la vieja sociedad criolla? Es un buen año para hablar de esto pues se ha celebrado el centenario de ley 817, ¿no?
–Una sociedad combina elementos de realidad y elementos de mentalidad. La sociedad argentina en cuanto estructura social se vio anegada por un nuevo componente cuya masa, por la fuerza de los hechos, la alteró profundamente. Como era inevitable, el sistema tradicional de pautas se resquebrajó. La consecuencia fue la aparición de un sector social anómico, mucha gente que se desligó de sus pautas y tardó en amoldarse a otras nuevas. Pero progresivamente esos sectores se fueron incorporando al viejo sistema tradicional. No había otro. La inmigración nunca negó las normas. Nunca opuso una moral a otra moral. Aceptó la moral tradicional aunque a veces no se ajustara a ella.
–Pero ¿se puede hablar de moral indistintamente, cuando la gran inmigración era de origen italiano, español, francés, etc.?
–Justamente, por eso ocurrió así. Lo que sintió la inmigración fue que había menos coacción social para el cumplimiento de la norma. No tanto de la ley, que no tenían posibilidad de violar, sino de las normas morales medias. No les eran ajenas, no las rechazaron, pero no se sintieron coaccionados a cumplirlas. Con esto quiero decir que el camino para incorporarse al cumplimiento de las normas no fue difícil porque ellos no las negaron. Hubo un cierto relajamiento en el cumplimiento de las normas que alcanzó también a la sociedad tradicional; la vida argentina de fines del siglo XIX, de principios del siglo XX, ofrece en esa época un clima de aventura.
–Usted está pensando seguramente en Las divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira…
–Claro… o en la imagen que da el sainete. Toda la renovación de lo que se llamaba antes la viveza criolla y que fue después la viveza universal… ¡porque no era necesario ser criollo para descubrir cómo había que violar las normas! Hubo picaros de todos los orígenes y en todos los estratos sociales.
–Dígame Romero: de todo ese impacto, esa desarticulación, esa aceptación pero al mismo tiempo violación más o menos permanente de las normas, de todo eso, ¿se puede hacer un buen país con tan poco tiempo?
–Yo no sé si ya somos un buen país…
–¿Estamos en camino de serlo?
–Es un proceso un poco lento. Si usted le hubiera hecho esa pregunta a un viejo senador romano a fines del siglo IV, cuando se le venían encima los germanos, hubiera dicho que todo estaba perdido. Y no. Se trabajó un poco de tiempo en la amalgama, en la interpenetración de dos tradiciones culturales, de dos grupos raciales, y de eso salió Europa. Claro que con unos, no digo decenios, sino siglos, oscuros y difíciles. Pero nuestro experimento fue, en menor escala, más coherente, y en una época en que estos procesos se aceleran por obra de la educación, entre otras cosas. Yo creo que estamos en camino de ser un buen país. Falta un poco, dará trabajo, y será duro, porque este tipo de procesos siempre es duro. Con esto quiero decirle que en mi opinión todo lo que está pasando, todo, es derivado del fenómeno social de la transmutación de la sociedad argentina. Que fue una cuando llegaron los inmigrantes, fue otra cuando la primera generación de inmigrantes… -creo que de esto hemos hablado ya bastante…- y es otra y otra y otra… porque estas combinaciones son renovadas y permanentes.
–Es decir que la Argentina sigue siendo siempre un país de inmigración. Si no lo es por razones cuantitativas (aunque hay ahora, como usted sabe, inmigración de los países limítrofes muy distinta a la otra, pero sigue habiendo inmigración) por la razón de que nuestra mentalidad sigue siendo un poco la del país de inmigración, del país donde se viene a “hacer la América”.
–Seguimos teniendo la imagen de un país abierto, de frontera. Y como que lo es. Por la simple razón de que en la Argentina por lo menos caben 100 millones de habitantes. Quiere decir que 25 estamos holgados. Y esa sensación no se le puede borrar a nadie. Por muy mal que le vaya, por muy corto que le quede el sueldo, por mil cosas, no se le quita a nadie la idea de que la Argentina es todavía un país donde se pueden hacer muchas cosas, donde cada uno tiene su bastón de mariscal en su propia mochila.
–Yo estuve unas semanas en el sur, en Tierra del Fuego, y esa es la sensación que tuve, realmente. Una sensación que yo creo que en Buenos Aires se está perdiendo, pero que en cambio en la Patagonia, en las regiones australes se vive así, de modo individual, de una manera muy admirable.
–En la Patagonia, y no sólo en Tierra del Fuego. Ya en Río Negro, en Chubut, usted nota esa sensación de un mundo a disposición del audaz, del inteligente, del emprendedor, pero yo le diré que eso no se nota mucho menos en este conglomerado del Gran Buenos Aires. Se nota sobre todo en ciertos estratos sociales; que el ascenso es posible y es fácil, se nota. Quizá sea más difícil que en otras épocas, pero nadie se niega a admitir que su horizonte está abierto.
–Tal vez porque el efecto de demostración está muy cerca, y todos tenemos demasiado presente al abuelo que fue bolichero y mandó después sus hijos a la Universidad.
–También está, no sólo el abuelo, sino el amigo que lo ha hecho esta semana, la semana pasada. Todavía está muy abierto el juego.
–Está abierto, pero la diferencia parecería, con la época que usted hablaba hace un rato, es decir hace 60, 70 años, que el trabajo tenía una consecuencia directa a veces muy a breve plazo, en el sentido de que la movilidad social era posible. Lo que decíamos: el abuelo bolichero, el hijo ya es doctor. En cambio en este momento, parecería que no es el trabajo personal el que está directamente implicado en esta consecuencia sino otra cosa: la viveza, la capacidad de una maniobra financiera… Y esto es lo que preocupa: las consecuencias que esto puede tener en el espíritu de la comunidad…
–Estamos obsesionados por este espectáculo que es de hace poco tiempo. Porque las posibilidades de progresar por las vías normales estaban muy claras hasta hace quizás tres o cuatro años. Este fenómeno de la reducción al mínimo de los ingresos de las clases trabajadoras y la imposibilidad no sólo de ahorrar unos centavos sino de apenas llegar a fin de mes, es un fenómeno de hace muy poco. Pero parece ser un pequeño paréntesis; estoy seguro que de esto se sale rápidamente. Yo soy bastante optimista.
–¿Hace falta en la vida de los pueblos un paréntesis como este? Un paréntesis de sacrificio, de encontrarse con que las cosas no son tan fáciles como aparecían en otra época, que las cosas cuestan, que en última instancia no hay que hacerse falsas expectativas, sino trabajar con lo que se tiene en la mano en este momento? ¿Será positivo esto para la formación del espíritu de un pueblo como este?
–Yo no sé si es necesario…
–Que Dios deje de ser criollo de una vez, ¿no es cierto? Que es lo que nos mantuvo durante tantos años…
–Yo creo que Dios sigue siendo criollo. Por la simple razón de que somos todavía un país abierto. Yo no creo que sea necesario este paréntesis de estrechez; creo que es una fatalidad, después de un período de expansión incontrolada, que fue lo que hubo en la Argentina. Y no me estoy refiriendo a los últimos dos años antes del 24 de marzo. Me estoy refiriendo a algo que quizás venga de hace treinta años. Expansión que luego tuvo sus sucesivos momentos de retracción, pero la línea viene desde entonces. Y a esta expansión le ha ocurrido como ocurrió en la Argentina en el 90: hubo un período de expansión, la expansión operó con su dinámica propia, y actuó sobre ella en el momento en que pasó los límites de lo posible. Hubo un exceso de expansión que luego habría que corregir. Que es lo que pasó en el 90. Con esto quiero decirle que en esta clase de alternancias, de expansión y contracción más bien veo crisis de crecimiento y no crisis de declinación.
–Perdón, no entiendo bien esto. ¿Usted más bien cree que es crisis de crecimiento y no de qué…?
–De declinación.
–Es decir, la declinación no es una constante en los últimos años, sino por el contrario…
–… ajuste de cierta expansión de pronto delirante, exagerada, incontrolada.
–Lo que ocurre es que estos ajustes no serían demasiado difíciles, si no fuera porque a partir de los años 40 se creó una conciencia de justicia social, que a veces es exagerada y difícil de mantener en un país de las condiciones económicas de la Argentina, pero que de cualquier manera existe, y hay que tener en cuenta.
–Y, sí… yo creo que será una cuestión de imaginación, pero creo que hay maneras de combinar una cosa con otra. Argentina no podrá volver, por mucho que se diga, a una concepción liberal ortodoxa de la economía, porque el impacto de esta conciencia social que se ha despertado es formidable, muy fuerte y por cierto muy valiosa. No hay porqué hacer nada contra ella. Lo que hay que hacer es buscar los mecanismos de ajuste, y quizás le signifique esto al país un ritmo de crecimiento más lento. Ahora bien, si es un ritmo de crecimiento más lento pero más justo, yo prefiero eso, a crecimientos expansivos violentos sobre la base de una mayor retracción. Prefiero este juego que estamos haciendo en la Argentina y no el de crecer de una manera notoriamente injusta y peligrosamente explosiva.
–Hay una pregunta que quiero hacerle al historiador pero también al viajero. A mí me llama la atención esta especie de intuición de la dignidad humana que hay en la Argentina. En donde uno no se anima a tutear al mozo del café o al chofer del taxi, porque es tan señor como uno, cosa que creo que no existe en otros países de América. ¿Usted tiene esa sensación?
–Bueno, yo tengo la sensación de que eso lo hemos conseguido en los últimos 30 años. No era así. Mi adolescencia y mi juventud ha transcurrido en una época en que se tuteaba al mozo. Yo lo he hecho.
–¿Y eso implicaba algo, como actitud mental?
–Sí, algo negativo. Horrible. Cuando pienso ahora en eso, me parece horrible. Pero era normal. Se lo he visto hacer a mi padre, a mis amigos y me parecía absolutamente normal. Después descubrimos que no se podía hacer. Y creo que hemos ganado mucho, pero mucho. Lo veo en los pequeños síntomas de eso, ¿no? ¿Quién llama ahora al mozo tocando las palmas, golpeando las manos como se hacía hace 20 ó 30 años? ¡Se acabó! Uno espera respetuosamente que él lo mire, ¿no es cierto? Y esto es mucho mejor… Ese sentimiento de la dignidad ha crecido de una manera notable y yo le diría que es una de las cosas por las cuales creo que este país va a andar.
–Ahora, ese sentimiento de la dignidad humana, y yo comparto lo que usted dice, siempre es en detrimento del sentimiento paternalista que de otro modo existe.
–Claro, y a mí parece muy bien que sea así. El sentimiento paternalista me parece que sólo tiene sentido cuando efectivamente hay seres humanos que necesitan ser protegidos como si fueran niños, pero cuando se trata de adultos, ser tratados como niños es una cosa bastante patológica.
–Pero ¿no le parece a usted, que una de las características importantes de esa transición que usted ha llamado aluvial, a esa Argentina contemporánea que todavía no tiene calificativo, es el paso entre lo paternalista y lo que está vinculado al respeto recíproco?
–No entiendo bien la pregunta…
–Quiero decir: la Argentina aluvial era una Argentina (estamos hablando muy en grueso), paternalista, donde un hombre como su padre llamaba al mozo tuteándolo y donde un dueño de estancia era un poco dueño del destino de su peón. Y en cambio, la Argentina contemporánea es un país donde, como usted señaló, no se llama al mozo con las palmas, y donde el peón de estancia, tiene sus recursos legales para hacer frente a lo que considera abusos. Es decir ¿puede caracterizarse a las dos Argentinas de esta forma?
–Sí, Naturalmente es una caracterización un poco episódica, pero es una caracterización. Además, creo que tiene un fuerte valor de síntoma. Si hemos de salir de esta crisis social, moral, política en que estamos (porque la económica es la que menos preocupa, de esa estoy seguro que salimos), si hemos de salir, digo, será contando con todos los argentinos. Todos, y transformados en personas. Todos actuando como personas. En el sentido filosófico de la palabra, es decir, como seres humanos, conscientes, responsables, cada uno de los cuales es un ser. De este modo, sí podremos salir de la crisis. Y no de otro modo.