MARIANO PÉREZ CARRASCO
CONICET. Universidad de Buenos Aires.
«…la tradición del orden
que Dante quería restaurar».[1]
Abunda en la cultura argentina el interés literario por la obra de Dante Alighieri, en especial por la Vita nuova y la Commedia, y, dentro de ellas, por los temas amorosos, con una notable indiferencia (cuando no un abierto desprecio) hacia las cuestiones históricas, filosóficas y teológicas, así como hacia el marco religioso dentro del cual adquiere su plena significación la obra dantesca. Aunque con algunas excepciones,[2] habría que esperar hasta las últimas décadas del siglo XX para encontrar un interés genuinamente académico por el pensamiento dantesco en su contexto histórico y doctrinal. Una de las excepciones más notables a ese general desinterés lo constituyen las páginas dedicadas por José Luis Romero a la figura de Dante, ya sea en sus obras mayores como medievalista (La Edad Media, 1949; La revolución burguesa en el mundo feudal, 1967; Crisis y orden en el mundo feudoburgués, póstumo, 1980), como en diversos ensayos, de los cuales uno dedicado específicamente a Dante (Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval, 1950), un estudio preliminar a la traducción del Trattatello in laude di Dante (Boccaccio y su Vida de Dante, 1947, traducción de Segundo A. Tri) y otro a la Crónica de los blancos y los negros de Dino Compagni (1948, traducción del mismo Romero).
La originalidad del acercamiento de Romero a Dante es triple: por un lado, en contraste con el panorama que acabo de presentar, Romero estudia la figura de Dante desde una perspectiva eminentemente histórica; por otro lado, muestra un fuerte interés filosófico por aquellos aspectos del pensamiento dantesco menos transitados en la cultura argentina de aquellos años: sus ideas políticas y teológicas; por último, la figura y el pensamiento dantesco aparecen enmarcados en el gran cuadro historiográfico del surgimiento y desarrollo de la mentalidad burguesa en lo que él llama el mundo feudo-burgués, categoría que es con toda seguridad su mayor contribución a la historiografía medieval y renacentista.[3]
Para comprender la interpretación que Romero hace del pensamiento de Dante es preciso partir de su concepción del origen y desarrollo de la mentalidad burguesa, cuyo inicio cifra en el resurgimiento de las ciudades a partir del siglo XI, lo cual habría dado lugar a un nuevo tipo de mentalidad vinculado a esa nueva forma de vida, la vida ciudadana. La mentalidad burguesa es presentada como un fenómeno de oposición. Ella surge contra lo que Romero llama la mentalidad cristiano feudal,[4] cuyas principales características son: en primer lugar, una fuerte tendencia a lo que Romero llama la irrealidad, esto es, a identificar la realidad con el «trasmundo», y, por consiguiente, a devaluar la realidad del mundo sensible; en esto el cristianismo se muestra heredero de una de las principales tendencias filosófico-religiosas de la Antigüedad, el platonismo; en relación con lo anterior, «el segundo contenido de la mentalidad cristiano feudal es la idea de que el destino del hombre es trascendente»;[5] la tercera característica es de naturaleza política, esto es, la idea –de origen ahora aristotélico– de que «toda sociedad auténtica es dual, está integrada por los que tienen y los que no tienen»,[6] en donde «tener» se refiere en especial a la posesión de la tierra; la última y decisiva característica es la tendencia a concebir la realidad, natural y socioeconómica, como estática: «la vida histórica misma no es concebida como vida histórica cambiante sino como una especie de perduración sobre un valle de lágrimas, sin proyecto».[7] Romero considera que la mentalidad burguesa surgiría como oposición a esos cuatro contenidos de la mentalidad cristiano feudal, de los cuales el fundamental –porque en él está ya in nuce el resto– es el primero, esto es, la inversión burguesa de la “irrealidad” cristiano feudal: «En el marco de esa mentalidad nace la burguesía que paulatinamente restablece el distingo entre realidad –entendida como realidad sensible– e irrealidad».[8] En la mentalidad burguesa sería así esencial una suerte de sensualismo, ya que la realidad es identificada con su aspecto eminentemente sensible, mientras que desde un punto de vista burgués no sería lícito hablar de la realidad del alma, o de la realidad de la vida en el más allá. Y así es que, a la trascendencia cristiana, la mentalidad burguesa habría opuesto la inmanencia intramundana; a la división de la sociedad entre quienes poseen tierras y quienes no las poseen, la división entre quienes poseen propiedad –en especial financiera– y quienes no la poseen; y, por último, frente a la concepción estática de la historia, la burguesía opondría no sólo una visión dinámica, sino también una concepción –prometeica– del hombre como proyecto, como un ser que debe hacerse, y no como una creatura que ha sido hecha. La burguesía es concebida como una clase revolucionaria, transgresora y progresista por naturaleza. Ese último rasgo –el progresismo– es importante ya que define la dinámica de la historia en la historiografía de Romero. Desde el siglo XI y hasta el siglo XX,[9] la historia se mueve entre quienes buscan el progreso en este mundo y quienes, preocupados por las “irrealidades” del más allá (sustancialmente Dios y la suerte del alma luego de la muerte del cuerpo), ponen obstáculos a la reducción de la vida humana a sus aspectos sensuales e intramundanos. La mentalidad burguesa llegaría a su apogeo en el sensualismo –a menudo materialista– de la Ilustración, y vería su realización política en el ciclo de revoluciones permanentes que se abre con la de Francia; de allí que Romero hable del «carácter proyectivo e ideológico de la mentalidad burguesa, cuya manifestación culminante es la teoría deciochesca del progreso».[10] Habiendo surgido en el siglo XI, y habiéndose consolidado recién en el siglo XVIII, para acabar de imponerse en los siglos XIX y XX, la mentalidad burguesa es vista por Romero como una forma en permanente peligro, hostigada por dos enemigos opuestos entre sí, de los que ella ocuparía el centro ideal: «[A] lo largo de este desarrollo, la mentalidad burguesa ha estado siempre hostigada, primero por la mentalidad señorial, nostálgica y aristocratizante, y luego por el disconformismo».[11]
La «etapa originaria» de esa mentalidad habría tenido lugar entre los siglos XI y XIV, cuando habría habido ya un desarrollo de la forma de vida burguesa, pero no aún de la correspondiente mentalidad, que haría su primera tímida aparición en las novelas de Boccaccio, ya que al espontáneo naturalismo burgués de carácter intrínsecamente profano correspondería una «efusión erótica».[12] De aquí en más, carácter profano de la cultura, naturalismo filosófico, concepción inmanentista de la historia y sensualismo no harían más que ir desarrollándose de un modo siempre más autoconsciente hasta alcanzar su plenitud en el siglo XVIII, y, muy especialmente, en la obra de Voltaire.[13]
Dante Alighieri aparece en ese esquema como un testigo privilegiado de esos cambios aún incipientes, y por ello su obra es leída como el testimonio de quien, comprendiendo la naturaleza histórico-filosófica de esos acontecimientos –el nacimiento de una nueva mentalidad que lentamente genera e impone un nuevo orden fundado en nuevos valores–, reacciona queriendo utópicamente recuperar el orden y los valores de un pasado que –no es posible pasar por alto la paradoja– eran sin embargo plenamente vigentes en el momento en que escribe:
«La crisis que se desencadena en el siglo XIII tiene un testigo eminentísimo, que, no sin dolor, y bajo el peso de una amarga nostalgia, señala con clarividente agudeza sus rasgos más característicos. Es Dante Alighieri, cuya Comedia, tan grande por su valor poético, es grande también como documento de la disolución del orden medieval, que el poeta amaba, y de la aparición de un sistema de ideales y formas de vida que exaltaba algunos de los elementos que integraban aquel orden en perjuicio de otros. Su visión de la comuna italiana, de los reinos vecinos, del papado y del imperio, así como también del orden moral que suponía el mundo que contemplaba con sus ojos, entraña una dolorosa experiencia que el poeta trasunta con acusada hondura: la de una mutación histórica profunda tras la cual sobrevendría una época nueva, incomprensible para él y condenable a sus ojos por el abandono que supone de los ideales que le eran queridos. Pero, independientemente de la clasificación que Dante, sintiéndose profeta, impone a los tiempos que sobrevenían, es innegable que el poeta percibió con desusada claridad la declinación de un período y la aurora de otro. Esta revelación tiene para nosotros una importancia manifiesta […]. [S]i Dante perseveró en la postulación de soluciones anacrónicas, ya es bastante para un espíritu contemplativo que alcanzara, en el plano que su espíritu prefería, la claridad incuestionable que él alcanzó. Con su vasta creación poética, Dante Alighieri inicia la era en que el orden medieval se quiebra, y representa el momento inaugural de la baja Edad Media».[14]
La misma caracterización –pero con abundancia de citas y una mayor articulación histórico-conceptual– de la figura y del pensamiento de Dante lleva a cabo Romero en el ensayo publicado apenas un año después que el párrafo apenas citado, Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval (1950). El ensayo es una pequeña obra maestra de la literatura argentina. Su contribución más relevante al ámbito de los estudios dantescos consiste en haber puesto de manifiesto la importancia que la reflexión sobre la economía tiene en el pensamiento de Dante:
«Dante descubre la mutación económica que constituye uno de los rasgos fundamentales de su época, provocada por la concentración en Florencia de nutridos grupos provenientes del contado; tras ella la ciudadanía, antes pura, se tornó híbrida y permitió el ascenso de grupos ávidos cuyas ambiciones darían por tierra con el orden tradicional (Comm., Par. XVI, 49 y sigs.). A esta mutación económico social correspondía la persistente inestabilidad política que tanto preocupaba a Dante y que, conduciendo a la lucha entre facciones, hacía resaltar la importancia de un poder regulador pues, como dice en De Monarchia, “allí donde puede haber litigio debe haber juicio”».[15]
Ese cambio económico produjo el surgimiento de la burguesía, con la inmigración de individuos desde la campaña a la ciudad, y acabaría asimismo produciendo cambios políticos y culturales de largo alcance, que Dante deplora, como queda de manifiesto fundamentalmente en los cantos de Cacciaguida, sobre los que Romero insiste no sólo en este ensayo:
«Para entonces había avanzado mucho el proceso de transformación social, iniciado en el siglo XI y cuyo ritmo se aceleró en el XIII, gracias al cual ciertos sectores de la nueva burguesía se habían aproximado a la antigua nobleza creando un primer puente para la intercomunicación entre grupos muy distintos. Esa intercomunicación se multiplicó con el tiempo y, especialmente en las áreas urbanas, la sociedad adquirió un aire abigarrado y mostró esa “confusión de las personas” [Par. XVI, 67 ss.] que Dante Alighieri veía en la Florencia de principios del siglo XIV. Para el observador de mentalidad conservadora era una nueva sociedad. Era la sociedad feudoburguesa».[16]
La «mentalidad conservadora» de Dante se pondría de manifiesto, por un lado, en su idealización del pasado florentino, de aquella ciudad pequeña cuyos lazos sociales aún no habían sido disueltos por el comercio y por los desórdenes morales que de él, en su opinión, dimanan,[17] y, por otro lado, en su deseo de reinstaurar el Imperio:
«[E]l orden imperial significaba eminentemente para Dante la restauración del antiguo sistema político […]. Tal era el orden político a que aspiraba Dante, que sólo en el plano de los grandes ideales podía relacionarse con su concepción ecuménica […]. En el plano de la realidad, en cambio, la imposibilidad de construir […] esa vasta unidad política […] suscitaba en su ánimo la misma inquietud que en los joaquinitas había despertado la crisis de la Iglesia […]. Así se dibujaba la crisis por todas partes, y el poeta, mientras percibe sus signos inequívocos, se niega a descubrir todas las otras fuerzas históricas que surgían potentes y vigorosas, y en particular los estados nacionales que aparecían cada vez más nítidamente como las verdaderas y vigentes entidades históricas del tiempo que empezaba».[18]
Contrariamente a Boccaccio, que, según Romero, fuera capaz de ver el nacimiento de la nueva mentalidad correspondiente a la burguesía –esto es, la mentalidad moderna–, Dante, lúcido testigo de su época (él «percibe los signos inequívocos» de la crisis), no es sin embargo capaz de comprender el sentido de la historia. Como para Gramsci («Dante quiere superar el presente, pero con los ojos vueltos hacia el pasado»[19]), como para Sanguineti,[20] como para tantos otros, el Dante de Romero es un reaccionario que, atemorizado ante un progreso que en definitiva habría significado la superación de la fe cristiana, decide volver sus ojos al pasado y queda preso de esa mirada nostálgica que obviamente le impide ver la realidad más inmediata. La mentalidad burguesa –sinécdoque de los tiempos modernos–, al colocar al hombre como única fuente de legitimidad, es esencialmente revolucionaria, esto es, lleva en sí los elementos de disolución de todo orden tradicional. En el Decameron esa nueva realidad vinculada al comercio aparece literariamente legitimada junto con la mentalidad que le es propia, de la cual –de la inversión de valores que esa mentalidad supone e implica– es un signo distintivo el encomio de la astucia.[21] Pero la importancia de Boccaccio como signo de la nueva mentalidad reside sobre todo en lo que Romero interpreta como elogio de la realidad sensual. Para una mentalidad profana como la moderna o burguesa la realidad se agota en sus aspectos sensuales, en el conjunto de los fenómenos empíricos que no remiten a ningún tipo de trascendencia.[22] De allí que si en la mentalidad cristiano-feudal el amor era sublimado en un deseo ascensional, del que es representativa la figura de Beatriz, amada completamente deserotizada y que, bajo el constante signo de la razón, ayuda a su amado a combatir contra el deseo erótico y a vencerlo para alcanzar la unión amorosa con Dios en la que ambos, amante y amada, finalmente se encuentran, en la mentalidad burguesa el amor tiende a identificarse con lo que Romero llama en más de una ocasión la «efusión erótica»,[23] ya que, esencialmente materialista o sensualista, la mentalidad burguesa tiende a desespiritualizar la vida humana, y en consecuencia a reducir el deseo amoroso al mero deseo sexual o erótico. El Decameron, junto con los Fabliaux y el Arcipestre de Hita, sería el primer gran ejemplo de esa nueva mentalidad, cuya tendencia a la sensualidad es percibida por Dante como un elemento de desorden, que el fantasma de Beatriz –no sólo en el plano individual– contribuye a exorcizar. La «efusión erótica», y las pasiones en general, deben ser racionalmente domeñadas para que ocupen el puesto que les corresponde dentro del orden universal. Ese orden es el que teoriza y canta Dante, como señala Romero traduciendo en un mismo párrafo un pasaje clave de la Commedia y otro del Convivio:
«Dante Alighieri recogía y exaltaba la idea de la armonía universal gracias a la cual cobraban sentido el movimiento de los astros, las cosas inanimadas y los seres vivos: “Todas las cosas creadas –decía [Par. I, 103 ss.]– guardan entre sí un orden, y ésta es la forma que tiene el universo de asemejarse a Dios. En tal principio descubren las criaturas dotadas de razón el indicio de la eterna virtud, que es el fin para que se estableció el mencionado orden. Según el mismo, todos los seres tienen sus inclinaciones, al tenor de la diversidad de esencia que los acerca más o menos a su Creador. Por esto cada cual se dirige a diverso puesto por el gran mar de la vida, conforme al instinto que ha recibido para encaminarse a aquél”. Pero no siempre el hombre se mostraba capaz de descubrir ese misterio, y el poeta se dolía de su impotencia: “¡Oh inefable Sabiduría que tal ordenaste –escribía en el Convivio [III, v] después de describir el movimiento del sol–, cuán pobre es nuestra mente de hombre para comprenderte! Y vosotros, para cuya utilidad y deleite escribo, ¡en cuánta ceguera vivís no elevando los ojos hacia estas cosas, teniéndolos fijos en el fango de vuestra estulticia!”».[24]
En estas dos citas Romero encuentra buena parte de los elementos que componen la mentalidad cristiano-feudal: la creencia de que la verdadera realidad es la divina que encontraremos luego de la muerte, y, por consiguiente, la creencia de que el sentido de esta vida consiste en elevar los ojos hacia lo alto, hacia esa verdadera realidad; la creencia, asimismo, en un orden preestablecido, que no depende de la voluntad humana, sino que el hombre debe conocer a través del intelecto y adecuar su voluntad a él; y, al ser un orden independiente de la voluntad humana, es en sí mismo inmutable, y puede ser conocido no a través de la ciencia empírica –ya que se encuentra fuera de la esfera de la empiria– sino a través de la teología y de la fe. Así lo comenta Romero en el mismo lugar:
«El orden de lo creado no debía considerarse meramente terreno […]. El orden de lo creado era pues sagrado, y como tal estaba más allá del juicio humano. Podía el hombre no alcanzar a describirlo por la limitación de su inteligencia, podía no comprender su profundo sentido, pero no tenía derecho a negarlo, ni podía hacerlo sin atentar contra Dios mismo. Así se configuró una imagen del mundo que logró imponerse por el vigor de la catequesis y contra los datos de la experiencia. […] Reflejo de la omnisciencia divina, el orden sagrado debía considerarse inmutable, y si ignorarlo era atentar contra Dios mismo, rebelarse contra él constituía el signo de una maldad irremediable y un orgullo diabólico. La inmutabilidad del orden sagrado consagraba la estabilidad de la realidad natural, de la realidad sobrenatural y de la realidad humana. Esta última se caracterizaba por la vigencia de ciertas relaciones entre los hombres que […] no podían ser consideradas históricas y reversibles sino perennes y establecidas por Dios mismo».[25]
Ese es el orden que Dante, con un tono profético presente no menos en sus obras específicamente filosóficas que en la Commedia, opone a los cambios económico-sociales de los que es testigo: el desarrollo de una economía financiera y la correlativa difusión de la usura (tema especialmente sensible para él y para su época), el cambio demográfico producido por la inmigración masiva (sobre cuyo peligro Dante insiste, en un texto a menudo recordado por Romero: Paradiso XVI, y también en Inferno XVI, donde son criticadas a la vez la usura y la inmigración). Dante, en suma, aparece como una figura eminentemente contraria a esa «mentalidad burguesa» cuyos orígenes y desarrollo la historiografía de Romero, en tonos ciertamente encomiásticos, estudia.
En el contexto de la recepción argentina de Dante, la lectura que Romero propone se destaca en su voluntad de comprender el pensamiento mismo de Dante, y no, como había sido habitual –y de Victoria Ocampo y Borges hasta nuestros días, será aún–, las diversas reacciones que en el lector ese pensamiento suscita. La lectura de Romero cuenta con dos antecedentes importantes: por un lado, el ensayo histórico presentado por Paul Groussac en ocasión del sexto centenario de la muerte del poeta, publicado luego en Crítica literaria, y, por otro lado, la lectura –de un signo ideológico similar, pero con una interpretación significativamente contrapuesta– de Bartolomé Mitre, quien, igualmente preocupado por el periplo de la Modernidad y las dificultades del progreso, había visto sin embargo en Dante no un utópico factor de resistencia al inevitable movimiento de la historia, sino un signo del momento inaugural de aquella Modernidad que la Argentina, en su opinión, aún debía alcanzar. La interpretación que Romero propone de Dante es enteramente dependiente de su visión de la evolución de la «mentalidad burguesa» y de la Modernidad como ciclo revolucionario y anti-tradicional. Si el héroe epónimo de esos tiempos modernos y del burgués que es su protagonista es Prometeo, que ha robado el conocimiento a los dioses para entregárselo a los hombres, el orden que Dante presenta en su obra es el exactamente opuesto: «en la Commedia de Dante están agrupados, en un círculo, todos los que han desafiado a Dios queriendo conocer. Querer conocer significa afirmar que el hombre tiene instrumentos como para homologar la capacidad de conocimiento de Dios. Esto es Prometeo, el peor pecado, la conmoción de todo el orden de lo absoluto».[26] No es éste el lugar para señalar los motivos por los cuales para Dante –como para la civilización a la que perteneció– «querer conocer» no constituye en sí mismo un desafío a Dios, sino que es una inclinación natural que el hombre (con la afirmación del universal deseo de conocer se abre el Convivio) recibe justamente de Dios a través de la naturaleza. En favor de la lectura de Romero se puede señalar que es indudable que para Dante –este es uno de los temas centrales de la Commedia– el conocimiento humano en esta vida está ciertamente limitado, y la virtud consiste en saber reconocer esos límites cuando la ocasión se presenta. Ese es el significado del folle volo de Ulises. No es casual que las lecturas modernizantes o modernistas que de Dante se hicieran a partir del siglo XIX hayan visto en Ulises –como en Francesca, es decir, en aquellos que transgreden el límite puesto por Dios a las actividades humanas– una figura positiva, un héroe que prefigura el ethos de la Modernidad, esto es, el tipo de hombre que esos lectores proponen como modelo de comportamiento. Romero no cae en esos –llamémoslos desanctisianos– excesos. Pero su historiografía –y acaso esto sea hasta cierto punto inevitable– está impregnada de un tono militantemente polémico contra el mundo tradicional, que él llama «cristiano feudal» y luego, en su etapa de transición, «feudo burgués», que aparece como el elemento negativo a ser superado por los valores de la burguesía y la Modernidad. En ese cuadro historiográfico, Dante ocupa el puesto de uno de los últimos, nostálgicos defensores de ese orden tradicional que, en definitiva, estaba condenado a desaparecer.
Notas:
1 J.L. Romero, «Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval» (1950), en Idem, ¿Quién es el burgués? Y otros estudios de historia medieval, Advertencia de L.A. Romero, Prólogo de R. Romano, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1984, pp. 139-151, cit. 142.↩
2 La valiosa traducción de Ernesto Palacio de la Monarchia publicada por la editorial Losada en 1941 [2da ed. 1966], con una Nota preliminar firmada «F.R.», con toda verosimilitud Francisco Romero, y el folleto sobre El pensamiento político de Dante publicado ese mismo año por Silvio Frondizi por el sello editorial del Centro de Estudiantes de Derecho de La Plata, a los que habría que sumar algunas publicaciones de Nicolás Besio Moreno, la traducción de la Epístola a Cangrande della Scala publicada en Sol y luna, y una conferencia de Paul Groussac en ocasión del sexto centenario de la muerte de Dante. No menciono los trabajos estrictamente literarios y de recepción; baste recordar los nombres de Gherardo Marone, Ángel Battistessa y Alma Novella Marani, o los reunidos en ocasión del séptimo centenario del nacimiento del poeta en el volumen titulado Dante Alighieri, editado por el Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata, así como la labor de la Sociedad Argentina de Estudios Dantescos y su boletín oficial, donde, aun sin abundar, ciertamente no faltaron.↩
3 Lo cual fue notado por Jacques Le Goff, cuando, a propósito del origen de los intelectuales y la literatura italiana, señalaba: «Senza cadere in un’esagerata sociologizzazione della letteratura, si può dire che la nascita della letteratura italiana in lingua volgare è da ricollegare alla formazione di quel mondo che José Luis Romero ha chiamato “feudal-borghese”», cf. J. Le Goff, «Alle origini del lavoro intellettuale in Italia. I problemi del rapporto fra la letteratura, l’università e le professioni», en Alberto Asor Rosa (direzione), Letteratura italiana, Vol. I: Il letterato e le istituzioni, Redazione dell’opera: Roberto Antonelli, Angelo Cicchetti, Amedeo Quondam, Einaudi, Torino, 1982, pp. 650-679, cit. p. 657. No sólo su narración épica del surgimiento de la mentalidad burguesa, y de los enemigos de esa mentalidad, sino que el concepto mismo de «mentalidad» era novedoso cuando él había comenzado a utilizarlo. Recordemos que Le Goff, discutiendo la historiografía de Arthur O. Lovejoy, señala que «Marcel Proust soulignant l’apparition du mot mentalité a déclaré: “mentalité, voilà un mot nouveau qui me plaît», cf. J. Le Goff, «Peut-on encore parler d’une histoire des idées aujourd-hui?», en Massimo L. Bianchi (a cura di), Storia delle idee. Problemi e perspettive, [Seminario internazionale, Roma: 29-31 ottobre, 1987,] Edizioni dell’Ateneo, Roma, 1989, pp. 69-85, cit. p. 75. Véase también Peter Burke, «Romero, historiador de mentalidades», en J.E. Burucúa, F. Devoto, A. Gorelik, José Luis Romero: Vida histórica, ciudad y cultura, UNSAM, Buenos Aires, 2013, pp. 97-108.↩
4 Entre las decenas de citas que podrían apoyar esta afirmación ofrezco ésta tomada de J.L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, Prefacio de L.A. Romero, Alianza, Buenos Aires, 2010, p. 30: «La mentalidad cristiano feudal, contra la cual se constituye la mentalidad burguesa».↩
5 Ib., p. 32.↩
6 Ib., p. 33.↩
7 Ib.↩
8 Ib., p. 32.↩
9 Véase J.L. Romero, El ciclo de la revolución contemporánea , Losada, Buenos Aires, 1956 (Argos, 1948).↩
10 J.L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, p. 27.↩
11 Ib., p. 23: «Puede trazarse una línea del disconformismo antiburgués, qua arranca con los goliardos, los clérigos vagabundos del siglo XIII, que emerge sobre todo con el romanticismo –la bohemia, los poetas malditos, épater le bourgeois…– y llega por ejemplo hasta los hippies o la literatura beatnik. Si […] lo típico de la mentalidad burguesa es la omisión deliberada, metódica y paulatina de los problemas últimos, lo típico del disconformismo, cualquiera sea la forma que asuma, es la apelación a esos problemas».↩
12 Ib., pp. 35 y 38. Romero insiste en el nexo entre la reducción profana del mundo y el naturalismo, y señala con especial claridad el vínculo entre el tema de la dignitas hominis y el peligro del bestialismo al que la visión profana del hombre podría llegar a conducir, al establecer una identidad entre el reconocimiento de la naturalidad sin mancha del placer –por no haber un criterio moral extra-natural y extra-histórico con el cual juzgarlo– y el desenfreno que podría conducir a la bestialidad: «Se descubre que estas nuevas formas de vida, agradables y atrayentes [las formas de vida burguesa], si se dejan libradas a su propio impulso conducen a un naturalismo que puede degenerar en bestialismo». Ese es el motivo por el cual «[s]e considera peligroso eliminar todo tipo de constricción y norma tradicional para las clases populares. Las clases altas, en cambio, aceptan la profanidad contando con que existe en el hombre educado la posibilidad de ponerse frenos por sí mismo […]. Así, el tema de la dignidad del hombre se convierte en predilecto de los filósofos del Renacimiento». Esas observaciones se enmarcan en el desarrollo del tema del «enmascaramiento» como tercera actitud (la primera era la aceptación «espontánea», de la que es ejemplo Boccaccio, y la segunda la «represiva», cuyo ejemplo es Savonarola) frente al surgimiento de la mentalidad burguesa. Sobre ese tema véase José Emilio Burucúa, José Luis Romero: encubrimiento, enmascaramiento, en: http://joseluisromero.com.ar/textos-criticos/jose-luis-romero-encubrimiento-enmascaramiento.↩
13 Ib., p. 39.↩
14 J.L. Romero, La Edad Media, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000 (1949), p. 181.↩
15 J.L. Romero, Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval, p. 140.↩
16 J.L. Romero, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, Siglo XXI, México, 1980, p. 17. La referencia entre corchetes pertenece a Romero, que en el original la señala en nota. Véase también la referencia de p. 36, no recogida en el índice onomástico, ya que no aparece mencionado el poeta.↩
17 J.L. Romero, Dante Alighieri y el análisis de la crisis medieval, p. 141.↩
18 Ib., p. 145.↩
19 Antonio Gramsci, Quaderni del carcere [1930-1932], A cura di V. Gerranta, Einaudi, Torino, 1975, p. 760.↩
20 Edoardo Sanguineti, Dante reazionario, Editori Riuniti, Roma, 1992.↩
21 Cf. J.L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 54-55.↩
22 Ib., pp. 34-45.↩
23 Ib., p. 35, donde sostiene que el burgués «[d]escubre espontáneamente la licitud de la efusión sensual. Se descubre como ser de la naturaleza, que encuentra en la ciudad las posibilidades para una efusión de la sensibilidad nueva, y entre ellas la efusión erótica. Esto es lo que aparece en Boccaccio, en el Arcipestre de Hita y en tantos otros: una efusión desbordante y no controlada, que corresponde a un cambio en las formas de vida que se ha operado espontáneamente y sobre cuyas implicaciones no se ha comenzado a reflexionar». Véase también la p. 38.↩
24 J.L. Romero, La revolución burguesa en el mundo feudal, Siglo XXI, México, 1979 [1967], pp. 194-195. Integro entre corchetes las referencias que Romero introduce en nota.↩
25 Ib., pp. 195-196.↩
26 J.L. Romero, Estudio de la mentalidad burguesa, p. 65.↩
Textos de José Luis Romero
Romero, José Luis. “Estudio preliminar”. En Boccaccio, Vida de Dante, Buenos Aires, Argos, 1947.
Romero, José Luis. La Edad Media. México, Fondo de Cultura Económica, 1949.
Romero, José Luis. La revolución burguesa en el mundo feudal. Buenos Aires, Sudamericana, 1967.
Romero, José Luis. Crisis y orden en el mundo feudoburgués. México, Siglo Veintiuno, 1980. 2da edición, con presentación de Jacques Le Goff y estudio preliminar de Carlos Astarita, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005.
Textos sobre José Luis Romero
José E. Burucúa: “José Luis Romero: encubrimiento y enmascaramiento”
Carlos Astarita: “José Luis Romero medievalista”.
Mariana Sverlij: “El Renacimiento en la obra de José Luis Romero”
Santiago Francisco Peña: “José Luis Romero: Los orígenes del mundo moderno y el devenir del espíritu burgués”