Continúa en todas las capitales europeas y en los ambientes políticos de la Unión la áspera polémica suscitada por la publicación de los documentos que acerca de la entrevista de Yalta obraban en los archivos norteamericanos. Así, a diez años de aquel acontecimiento -la conferencia de Crimea tuvo efecto en la primera quincena de febrero de 1945- y cuando lo esencial sobre ella había sido dicho y no pocos aspectos de su desarrollo eran ya sinceramente lamentados por las democracias de occidente, salen a la luz los entretelones del episodio que tantos hechos acumulados después tornan más remoto, y los papeles dados a la imprenta en Washington nos ponen en presencia de una “petite historie” en que lo único novedoso parecen ser las reacciones temperamentales, las expresiones desagradables para este o aquel país, las declaraciones poco protocolares formuladas, en la intimidad de conciliábulos que se deseaban secretos, para juzgar actitudes o fundar proposiciones. Nadie ignoraba, en realidad, la trascendencia que habían acabado por tener, en la posterior evolución de los sucesos, las concesiones hechas a Rusia por el presidente Roosevelt. Ellas formaron parte, por lo demás, de una gestión en cierto modo marginal de las negociaciones de Yalta, donde se habló de la cuestión polaca y se planteó la futura organización mundial en un ambiente de cuya cordialidad entrañable -que hoy nos parece más aparente que real por parte de los gobernantes soviéticos- hay un eco elocuente en las memorias de Churchill. El primer ministro británico había dicho así refiriéndose a Stalin: “Camino por este mundo con mayor valentía y esperanza cuando me hallo en relación de amistad con este grande hombre cuya fama no solo abarca a Rusia sino al mundo entero”. Y Stalin le había contestado brindando “por el jefe del Imperio Británico, el más valiente de todos los primeros ministros del mundo, que reúne la experiencia política a la dirección militar”. Eran, en el círculo de los inminentes triunfadores que la paz iba a separar en campos irreductibles, días de euforia jubilosa que les hacían presagiar un entendimiento eterno, porque, de otro modo, “los océanos de sangre derramada habrán sido inútiles y sacrílegos”. De tal estado de ánimo son reflejo acabado los relatos conocidos antes de ahora y si alguien se dejó engañar por él acaso no sea razonable juzgarlo a la luz de sucesos que ponen ante nuestros ojos un panorama tan fundamentalmente distinto del que se desplegaba, sin segundas intenciones, a la vista de los interlocutores occidentales de las conversaciones de Yalta. Pero había más. Lo que parece haber sido para muchos motivo de la publicación discutida es la actitud de Roosevelt frente a Stalin en la reunión citada, el asentimiento que permitió a Rusia tomar en el Lejano Oriente posiciones decisivas para su conducta ulterior. A este aspecto de la conferencia se ha referido Churchill en el tomo final de sus memorias de guerra diciendo:
“El Lejano Oriente no ocupó parte ninguna en nuestras discusiones oficiales de Yalta. Yo sabía que los norteamericanos se proponían plantear con los rusos la cuestión de la participación soviética en la guerra del Pacífico. Habíamos tocado el punto en términos generales en Teherán, y en diciembre de 1944 Stalin hizo ciertas propuestas específicas sobre las reclamaciones rusas de posguerra ante el Sr. Harriman, en Moscú. Las autoridades militares norteamericanas calculaban que se necesitarían dieciocho meses, después de rendida Alemania, para vencer al Japón. La ayuda rusa ahorraría fuertes bajas a los norteamericanos. La invasión de las islas metropolitanas japonesas se hallaba todavía en la etapa de planeamiento y el general MacArthur había entrado en Manila solo el segundo día de la Conferencia de Yalta. La primera explosión de la bomba atómica no iba a producirse hasta dentro de cinco meses. Si Rusia permaneciera neutral, el gran ejército japonés en Manchuria podría lanzarse a la batalla en defensa del territorio metropolitano nipón. Teniendo todo esto en cuenta, el presidente Roosevelt y el señor Harriman discutieron las demandas territoriales rusas sobre el Lejano Oriente con Stalin el 8 de febrero. La única persona presente, aparte de un intérprete ruso, era el Sr, Charles E. Bohlen, del Departamento de Estado, que también oficiaba de intérprete. Dos días más tarde se continuó la discusión y se aceptaron las condiciones rusas, con algunas modificaciones, que el Sr. Harriman mencionó en su testimonio ante el Senado en 1951. A cambio de ello, Rusia aceptó entrar en la guerra con el Japón a los dos o tres meses después de rendirse Alemania”.
Gran Bretaña, que, como se ve, no intervino en la gestión, firmó, empero, el acuerdo Roosevelt-Stalin, que “miró como un asunto norteamericano y, por cierto (señala aún Churchill), era de interés primordial para sus operaciones militares”, sin pretender modificarlo en ningún sentido. Naturalmente, los cambios de ideas en torno de este y otros puntos dieron margen a diálogos animados, a veces pintorescos, a expresiones que hacían más franca o desaprensiva la atmósfera de confianza amistosa en que transcurrieron los días de Yalta. Eso es lo que traduce en gran parte, a estar a los resúmenes difundidos, la publicación ahora hecha por el Departamento de Estado. El austero “Times” ha visto en ella “un acto de la política interna” originado por el deseo de los dirigentes republicanos de desacreditar, ensombreciendo la figura de Roosevelt, a los herederos políticos de este, los demócratas, con miras a influir en la elección presidencial de 1956. Acaso haya excesiva suspicacia en tal explicación, sin embargo aceptada por muchos. Pero lo efectivo es la conclusión del gran diario londinense, vigente, sin duda, para todos los hechos del pasado: “Es muy fácil ahora mirar hacia atrás y decir que se cometieron grandes errores”.
De todos modos, la publicación de Washington ha creado en multitud de países una reacción que va más allá de aquel presunto objetivo y alcanza en algunos de ellos a la propia Unión. Los juicios emitidos en Yalta al amparo del severo hermetismo ahora quebrado han herido a determinados pueblos, poniendo en peligro la obra de unificación para su defensa, que es el deber primordial de esta hora frente a la amenaza soviética. Hasta tal punto sintió el impacto de la reacción universal el secretario de Estado, que ha aducido razones vinculadas con la necesidad de hacer públicos los papeles de gobierno, a fin de facilitar la tarea de los historiadores, como fundamento de la publicación reciente. El argumento es sin duda valedero en términos generales. Nada debe sustraerse a la indagación de los investigadores si se desea crear una historia seria y responsable. Pero tanto como esta, requiere la perspectiva del tiempo la difusión oficial de determinados documentos -y más aún si tienen cierto carácter subjetivo- que puedan servirle de base. De los recientes, no se ha dicho aún siquiera la última palabra, y si memorias y recuerdos de los actores de la segunda gran guerra se han prestado a rectificaciones a menudo ásperas, no han podido hacer excepción estos, que no contienen el texto formal de convenios, tratados o actas, sino que reflejan, como ha dicho el único sobreviviente de los “tres grandes” reunidos en Yalta, “una versión” de lo tratado junto al Mar Negro.
Cabe, entretanto, desear que la emoción despertada por la publicación de Washington se desvanezca en el ambiente de comprensión recíproca que reclama el deber actual del mundo libre. Sea preciso, en efecto, que este se sobreponga a los enconos y a los resentimientos que tiendan a resucitar, sobre la base de hechos o juicios pretéritos, los interesados en dividirlo para sojuzgarlo. Y desde este punto de vista, la sanción de los acuerdos de París por el Bundesrat germánico en medio de la batahola suscitada en estos días, hace esperar que la tormenta actual pase sin dejar la menor huella en el ánimo de los pueblos a quienes incumbe la defensa de la civilización occidental.