No puede menos que inspirar algún desasosiego la gravedad que se advierte en la situación internacional. Ciertamente, la seguridad de las potencias occidentales ha aumentado, y con ella se han alejado un poco las negras nubes que amenazaban al mundo libre y que ocultaban no sólo la guerra, sino también la casi inevitable derrota. Ahora, a medida que la atmósfera se disipa, el espectro de la guerra sorpresiva, de la irrupción repentina de las fuerzas del Este, parece haberse desvanecido; pero todo hace suponer que la amenaza, aun siendo ahora menos apremiante para los occidentales, sigue acechando al mundo con su inquietante gravitación sobre todos los aspectos de la existencia colectiva. El paso hacia la creación de la Unión Europea Occidental era inevitable; pero trajo consigo, inevitablemente también, la consolidación del frente oriental; y ahora se dibuja con sorprendente nitidez una línea divisoria entre dos mundos, a la que no le falta mucho para tornarse línea de combate. La situación es sin duda peligrosa y suscita sobre todo una pregunta: ¿cabe todavía un esfuerzo en favor de la paz, de la convivencia pacífica?
Lo que ha trascendido de la Conferencia de Moscú, celebrada entre los países comunistas, hace suponer que la inminencia de la ratificación del Acta de Londres y de los pactos de París ha creado un ambiente de fuerte irritación en el gobierno de Moscú y en los países situados dentro de su órbita. A los ofrecimientos de conciliación realizados por aquél con marcada insistencia en los últimos tiempos, ha seguido un tono casi intimidatorio, insolente en ocasiones, del que no podría decirse si proviene del despecho suscitado por el firme rechazo de sus iniciativas o de la decisión de proceder con rapidez y energía frente a una situación que Moscú se empeña en juzgar de amenaza. Pero, en todo caso, no hay por el momento indicios de que pueda volverse a hablar prontamente de nuevas aproximaciones entre los dos bloques por iniciativa soviética.
Del lado occidental, en cambio, las intenciones de acercamiento parecen ahora evidentes. Coinciden los estadistas del Oeste en juzgar que la situación de su propio bloque les permitiría, sin riesgo, discutir en una mesa redonda con los países orientales las diversas situaciones susceptibles de crear conflictos repentinamente, como la de Austria y la de Alemania, y al mismo tiempo el cuadro general de las relaciones recíprocas, que comprende en primer lugar la restricción de las armas atómicas. Queda por ver si las invitaciones que sin duda se producirán a breve plazo, serán recibidas por el gobierno soviético con buena disposición de ánimo, cosa no totalmente imprevisible a pesar de las violentas reacciones de los estadistas del Este ante la negativa de los países democráticos de concurrir a Moscú.
En efecto, si el gobierno soviético se hubiera persuadido de que la unión de los países occidentales es realmente vigorosa y hubiera admitido como un hecho de realidad que en adelante sólo podrá tratar con un bloque unido y solidario, no sería extraño que dejara de lado las ruidosas amenazas y las vigorosas explosiones de indignación frente a lo que llama agresividad de los países, occidentales y consintiera con perfecta naturalidad en replantear los problemas críticos que enfrentan a los dos bloques. Quizá cuentan con eso Sir Winston Churchill, que hace tiempo viene repitiendo que procuraría el acercamiento a los estadistas soviéticos cuando estuviera consolidada la alianza occidental; el Sr. Mendès-France, que ha vuelto a hablar de la urgencia de una nueva reunión de las cuatro potencias, y acaso el gobierno de Washington, que no ignora la grave responsabilidad que le incumbe en el futuro de las relaciones entre los dos bloques en que el mundo parece dividido.
Queda, pues, aunque resulte impresionante el cuadro que en las últimas semanas ha podido observarse de consolidación de los dos frentes militares, una esperanza de que se descubran, con criterio realista, posibilidades de convivencia que no arrastren a un inevitable conflicto, seguramente estéril y nefasto para ambos bloques, como ha ocurrido en otras ocasiones. Pero tal esperanza tiene ahora menos vigor que antaño. Hoy sabemos que un estadista tan sagaz como el primer ministro británico alienta hace ya muchos años la sospecha de que tal acuerdo es difícil de lograr, y que, aunque persevera en sus esfuerzos de pacificación, no olvida la profunda impresión que despertó en su espíritu, al día siguiente de la victoria, la conducta de sus aliados soviéticos. Este dato contribuye sin duda a debilitar una excesiva confianza en la paz.
Acaso el juicio más certero acerca de la situación que haya sido enunciado en los últimos tiempos sea el que acaba de pronunciar el mariscal Montgomery al definir las perspectivas de convivencia pacífica. Es indudable que ésta existe como posibilidad; pero es imprescindible, nos advierte, que tengamos presente lo que debemos entender por “convivencia pacífica”. Su opinión es, ciertamente, la de un militar, mas es bien sabido que se trata de un espíritu de rara ponderación. La convivencia no será posible sino con el arma al brazo, sin desatender ni un instante la dramática y acelerada renovación de los materiales de guerra, sin descuidar ni un momento la vigilancia de los posibles frentes de combate. Una convivencia así entendida no puede ser considerada sino un armisticio, y si, como parece al día de hoy, tal juicio se ajustara a la realidad, el porvenir del mundo sería bastante obscuro.
Acaso los estadistas de larga y vasta experiencia sobrepasen este horizonte sobre el que está obligado a mantener fija la mirada un militar de las responsabilidades del mariscal Montgomery. Las expresiones que estos últimos días se han oído de uno y otro lado no permiten alimentar la esperanza de que así sea. Pero deberán hacerse los esfuerzos necesarios, y quizá se descubra, de pronto, que lo que ya se llama la tercera guerra mundial no es absolutamente necesario. Sin duda no lo es, pero habrá que desechar muchos recelos, asegurarse contra muchos riesgos, renunciar a muchas ambiciones y sacrificar muchas cosas en holocausto del bien de la humanidad, para que, en efecto, pueda descubrirse que la guerra no es necesaria. Queda a la inteligencia la misión de preparar el camino para que ese descubrimiento pueda ser notorio.