El acuerdo sobre Trieste. 1954

El acuerdo que acaba de firmarse en Londres viene a poner fin, afortunadamente, al largo conflicto entre Italia y Yugoslavia a propósito del dominio de Trieste, disputa que desde hace diez años se mantenía entre alternativas e incidentes que más de una vez parecieron ocasionados a graves consecuencias. Este litigio, que tiene, desde luego, antecedentes remotos, había cobrado un carácter agudo desde el año 1945, en virtud de acontecimientos cuya ligera reseña no resulta superflua si se quiere apreciar cabalmente todas las dificultades que se oponían a la actual solución y, por lo tanto, la significación extraordinaria de tan satisfactorio desenlace.

Se recordará que al término de la segunda guerra mundial, tanto Trieste como la Venecia Julia, en poder por entonces de los alemanes, como lo estuvo todo el territorio de Italia, al caer Mussolini, fueron ocupadas por los guerrilleros yugoslavos de Tito, arrojados poco más tarde de esas regiones por las tropas de Gran Bretaña y los Estados Unidos. Suscitóse entonces la cuestión de límites entre Italia y Yugoslavia, la cual quedó a cargo de una comisión de peritos emanada de los cuatro grandes vencedores de la guerra. El informe redactado en 1946 por esa Comisión demostró el desacuerdo de las cuatro potencias al respecto. Cada una de ellas sugería una línea fronteriza distinta. A consecuencia de esta disconformidad, el tratado de paz firmado en 1947 creó artificialmente, como solución provisional, el Territorio Libre de Trieste. Según el estatuto permanente que se le dio, este territorio, bajo la garantía del Consejo de Seguridad de la UN, sería administrado por un gobernador, que nunca se designó por no haberse puesto los aliados de acuerdo tampoco en ese punto. El Territorio Libre medía 783 km² y tenía 334,000 habitantes; entre ellos, según el censo de 1921, había 266,000 italianos, 49,500 eslavos y 18,500 habitantes de otras nacionalidades. El tratado de paz daba a Yugoslavia el 81 por ciento de la extensión de la Venecia Julia, por lo cual los italianos de esta región que conservaran su nacionalidad tendrían que abandonar esa zona con sus hogares y sus bienes. Todo ello dio lugar a formales protestas del gobierno de Italia al concluirse dicho tratado.

El Territorio Libre, que resultaba constituido en entidad internacional, quedó dividido en dos partes. La primera o zona A, incluyendo la ciudad de Trieste fue ocupada por las fuerzas anglo-norteamericanas; la segunda, zona B, permaneció en el poder de los yugoslavos. No obstante esta situación equívoca, las relaciones comerciales entre Roma y Belgrado, interrumpidas antes, se restablecieron en 1947, concluyéndose un acuerdo de intercambios en general, al que siguieron otros en 1949 y en 1950. El gobierno italiano seguía quejándose, entretanto, de la progresiva obra de eslavización que se producía en la zona B. En 1948 Gran Bretaña, los Estados Unidos y Francia, advirtiendo lo irregular de tal estado de cosas, formularon una declaración tripartita que decía así: “Los gobiernos de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia han propuesto al gobierno de la Unión Soviética y al de Italia que se unan para llegar a un acuerdo sobre un protocolo adicional al tratado de paz con Italia, con el fin de poner nuevamente el Territorio Libre de Trieste bajo la soberanía italiana”.

Esta declaración, aceptada inmediatamente por el gobierno de Roma, fue rechazada por el soviético, que la consideró una violación al tratado de paz con Italia. La cuestión de Trieste tornaría a agudizarse en agosto de 1953 ante la noticia de que Yugoslavia había manifestado que se proponía incorporarse la totalidad de la zona B. Diversos movimientos políticos y aun militares de ese país parecieron confirmar la existencia de tales propósitos. El gobierno italiano significó entonces a los representantes de las naciones aliadas las graves consecuencias que podrían derivarse de estos nuevos fenómenos, mientras tomaba por su parte enérgicas medidas militares de protección, aprobadas decididamente por todo el pueblo de la península y aun por colectividades italianas en el extranjero.

En septiembre de 1953 el entonces jefe del gobierno italiano, Sr. Pella, en un discurso memorable, rechazando las pretensiones del mariscal Tito, reafirmaba una vez más la italianidad de Trieste, recordando entre otras cosas los términos del pacto de Roma de 1918, una de cuyas cláusulas, que podría considerarse el acta de nacimiento de la nación yugoslava, reconocía que la unidad e independencia de esa nación, formada por los serbios, croatas y eslovenos, eran de interés vital para Italia, del propio modo que la completa unidad nacional de Italia (incluía naturalmente y de modo especial Trieste) era de interés vital para la nación vecina. Ambas se comprometían a resolver amistosamente las cuestiones territoriales pendientes, sobre la base de los principios de nacionalidad y del derecho de los pueblos a decidir su propio destino. Concluía el estadista italiano proponiendo la fórmula del plebiscito como la mejor manera de resolver la suerte futura de todo el Territorio Libre. El gobierno yugoslavo rechazó esa propuesta arguyendo diversas razones y terminó manifestando que, a su juicio, cualquier conferencia internacional que se celebrara para examinar la cuestión de Trieste no tendría éxito positivo.

Un acto de mucha trascendencia en este asunto se produjo en octubre de 1953, cuando Gran Bretaña y los Estados Unidos decidieron retirar sus tropas de la zona A del Territorio Libre, reconociendo que en ella prevalecía el carácter italiano. Ponían, pues, la administración de la misma en manos del gobierno de Italia. Excusado es decir que Yugoslavia protestó violentamente contra esta medida, que no llegó a hacerse efectiva.

Tal era la situación, apenas alterada de cuando en cuando por manifestaciones reivindicatorias de una y otra parte, en que se hallaba este largo conflicto desde fines del año pasado, hasta que con espíritu más conciliatorio se iniciaron hace algún tiempo en Londres las prolongadas negociaciones cuyo resultado puede conceptuarse muy conveniente. Es verdad que aún falta conocer la actitud de Rusia, la cual, como firmante del tratado de paz con Italia, fue uno de los países creadores del Territorio Libre y que no ha participado de las recientes conversaciones. Es cierto, asimismo, que el acuerdo parece haber satisfecho más en Italia, sobre todo por la recuperación definitiva de la ciudad de Trieste, que en Yugoslavia, donde se lo recibe sin entusiasmo, aunque con tranquilidad. Pero de todos modos ese acuerdo, que requerirá algún perfeccionamiento para constituir un verdadero tratado, ha de quedar firme en lo esencial. Gran Bretaña y los Estados Unidos han formulado, por lo pronto, una declaración suplementaria anunciando que lo consideran definitivo. Hay, pues, motivo para regocijarse por esta razonable transacción -así se la juzga aun en Belgrado- que termina con un largo y enconado pleito entre dos naciones cuyo entendimiento era de todo punto necesario para la defensa de los intereses recíprocos y -lo que es más desde el punto de vista universal-para las conveniencias de la unidad de Europa, que obtiene así en pocos días, tras el Acta de Londres, un nuevo triunfo. En tal sentido este acuerdo significa, como lo ha señalado el canciller de los Estados Unidos al elogiarlo, una contribución considerable para la creación de una sólida defensa colectiva en el sur del continente europeo. Innecesario es decir lo mucho que esto representa en la actual situación mundial. Entretanto no parecerá superfluo anotar, para que tan elocuente lección no caiga en el vacío, que así se cierra sobre el Adriático un balance cuyo pasivo -con la pérdida de bienes y ventajas logrados después de la victoria de 1918- es la condenación más decisiva del régimen que en 1940 llevó a la gran nación latina a la guerra y a la derrota en pos de banderas que negaban lo más entrañable del pensamiento cristiano y occidental de las mejores tradiciones itálicas.