El escritor frente a la guerra (1940)
La dura realidad de los tiempos que vivimos incita a meditar sobre el destino próximo de varios entes que nos tocan de cerca; ante todo, el de la cultura occidental; luego el de las generaciones que hoy florecen; por último, el de nuestro propio continente, el de nuestro país, el de nuestra existencia personal. Sobre todos ellos se cierne un peligro de semejante signo y no cabe esperar que sea ninguno de ellos reducto para una salvación parcial.
Aunque dramático, y acaso decisivo, la actual guerra europea no es sino un episodio de un
Frente a la peripecia última, ¿qué actitud debe adoptar el escritor? En cuanto hombre de la calle, que vive y que siente las urgencias de su medio y de su tiempo, debe tomar partido; pero su misión no ha comenzado aún, porque no ha ejercitado aún aptitud específica de hombre de observación y reflexión. En cuanto hombre acostumbrado a discriminar en la realidad los hilos sutiles que encadenan la conducta humana, el escritor debe acometer la empresa ciclópea de descubrir el sentido que guía los acontecimientos que se tejen y buscar en qué eslabones se eslabona la guerra de hoy. Esta labor —como propia de un esfuerzo intelectual— es lenta y delicada. Sus resultados no siempre coincidirán con las fórmulas de urgencia que la realidad exige, y en función de las cuales se determina la conducta inmediata; pero tendrán un fundamento histórico y su validez tendrá una permanencia que las fórmulas no poseen. Este deber específico del escritor es lo que hace de él un hombre de minorías, en cuanto puede no coincidir con las opiniones consagradas contemporáneamente, precisamente porque prepara las opiniones que en el futuro serán unánimes.
Ha habido épocas de plenitud en las que el papel del escritor ha sido, simplemente, expresar la realidad, plenamente vigente. Hoy no sabemos con exactitud cuál es nuestra realidad y nos debatimos entre signos contradictorios: a quien posee el instrumento y el hábito de la reflexión le corresponde, inalienablemente, avizorar los tiempos.
Si esta misión suele no ser siempre gloriosa, bástenos con que sea duradera y proficua. Sus peligros miden su valor, que es el valor de la verdad precursora. Como a Calcas augur, puede el poderoso llamar al escritor “adivino de males” porque no siempre profetiza lo que él quisiera oír. Por eso bebió Sócrates la cicuta, por eso crucificaron a Cristo, por eso ultrajaron la venerable cabeza de Galileo y cortaron la recia de Tomás Moro.
Si, fuera de su deber como hombre, hay algo que el escritor deba hacer como tal, no puede ser otro su deber. A la fácil exigencia de la modernidad, el escritor debe saber oponer, con heroísmo humilde, ciertas verdades de eternidad, y si es auténtica su vocación coincidirá con su deber, que no es sino ver claro en la densa maraña de la vida.
No he querido mirar la guerra con otros ojos. Acaso se pueda sostener la necesidad de que en nuestro país el Estado mantenga su neutralidad, y acaso convenga que, mientras se pueda, América no sea llevada a una lucha donde se juegan intereses que no son sino en parte los suyos. Pero de ningún modo significa esto que la conciencia americana deba sustraerse a la valoración relativa de las fuerzas en pugna; sin duda surge de ella una preferencia.
Es evidente que una de las cuestiones que se debaten hoy es el problema de la libertad: la de la conciencia, la de los países hasta hoy independientes. Aun reconociendo que difícilmente pueda la libertad subsistir bajo las formas elaboradas por Europa en la Edad Moderna, no cabe sino la lucha por su defensa. El escritor —que existe por la libertad— debe ser más que nadie sensible a la coacción: enemigo de todos los que la restringen y más enemigo de quienes la restringen más; en tal sentido, el régimen nazi recoge la más triste de las supremacías; y las reticencias con que algunos nos adherimos a la causa de los aliados se deben a la debilidad con que la han defendido los hijos de quienes la conquistaron y la afirmaron mediante las formas jurídicas de la democracia.
Pero la libertad se realiza en diversos planos. El escritor americano, que repudia toda coacción a la libertad individual, debe acostumbrarse a repudiar también con igual energía los atentados contra la libertad de su país y de los países americanos. En tal sentido, la política imperialista debe ser condenada donde se la encuentre y debemos confesar que se la encuentra en ambos bandos: más blanda e insidiosa en uno, más fuerte y prepotente en otro.
Como solución inmediata —como solución del hombre de la calle— prefiero, pues, en los aliados la coacción menos dura. Pero la convicción arraigada en mí de antiguo de que entramos en una época ecuménica, de constitución de inmensos grupos políticos, y acaso de uno solo, revestido con la forma imperial, me lleva a postular una política de otro género. Ya el mundo helenístico ensayó, frente al crecimiento de las estructuras imperiales, la asociación de naciones bajo la forma federativa; desde la Liga Aquea, nuevos intentos han sido hechos. Sus posibilidades de éxito provienen de que afronta la realidad de la época sin desentenderse de sus caracteres fundamentales: se trata, pues, de un intento de sólida base histórica.
América reúne excepcionales condiciones para tentar, frente a la constitución de las estructuras imperiales europeas, la formación de un bloque federal. La idea tiene precedentes, y Bolívar y Alberdi creyeron en ella. ¿No habrá llegado el momento de pensar con urgencia una solución de ese tipo? En todo caso, constituir en América una isla de libertad es empresa que justifica la movilización de las conciencias libres. Al escritor americano le corresponde precisar las líneas, las raíces, los contenidos de este ideal relativamente cercano que creo percibir en muchos hombres de nuestra generación.