El profeta y su tierra. 1946

No hay profeta deshonrado sino en su tierra, y entre sus

parientes y en su casa.

SAN MARCOS, VI, 4.

Cada vez que se contempla con ánimo indolente y desprevenido el horizonte de la vida histórica, el presente inmediato, este presente que envuelve y circunda como nube indecisa 1a vida cotidiana, se insubordina secretamente contra el espíritu y lo enturbia hasta que lo cerciora de que él –y sólo él– constituye la realidad. Sin embargo, es bien sabido que la auténtica realidad de la vida histórica es mucho más que este complejo haz de circunstancias con que se compone cada presente. Una experiencia secular enseña con reiterada insistencia en qué manera ha sido efímero lo que una vez pareció eterno, y cómo, andando el tiempo, resultó duradero lo que por un instante pareció fugaz. Pero en cada hora el presente renueva su soberbia, y los ojos siempre creen alcanzar el hondo abismo de la verdad, sin que sea frecuente la duda acerca de los criterios utilizados para el examen de lo inmediato.

Nada más repetido en la historia humana que esta decisiva confusión entre lo duradero y lo transitorio, entre lo aparente y lo real. La conducta histórica depende principalmente de esta previa discriminación de la realidad, y su eficacia y su trascendencia se miden por ella. La historia ha conocido –y casi ha olvidado– los que no reparaban sino en los más próximos y elementales aspectos de la realidad para orientar e impulsar su conducta; sin duda cumplen su misión, pero no es por ellos por quienes se renueva y se transmuta la vida histórica. La historia ha conocido también –para gloria eterna de la especie– el precursor y el profeta, para quienes lo próximo no ocultaba lo lejano y duradero, y cuya verdad pareció para muchos locura. Bajo multiformes apariencias, el profeta ha aparecido muchas veces inesperadamente, y se ha manifestado ante los ojos y los oídos de los que vivían con él, en su tierra y en su tiempo, y ha hecho escuchar su voz iluminada. Pero su sino era clamar en el desierto, y los oídos que lo escuchaban permanecían sordos a su clamor.

En efecto, el profeta lo es porque ha procurado revelar el sentido profundo de la realidad y no ha reparado en la alucinación de su auditorio. A los ojos de quien sólo divisa lo que aparece agigantado por la proximidad, la interpretación del profeta, del que escruta el significado profundo y duradero de las cosas, carece de verosimilitud. Sus observaciones, sus valoraciones y sus juicios suenan de modo tan extraño y revelan tan absoluto trastorno de las jerarquías establecidas, que muy pronto, pese al seguro y enérgico impulso que mueve sus afirmaciones, pese también a la incontenible admiración que suscita, la duda co¬mienza a helar el aire en que debía vibrar su voz, y aquel que nada ve principia a reír con la eterna suficiencia de la estulticia. La tragedia se renueva perpetuamente. Cambian los tiempos y las apariencias, se renuevan los modos de expresión, pero el profeta aparece siempre alguna vez y siempre su voz premonitora clama en el desierto, porque en su tierra y en su tiempo no le es dado quebrar la recia certidumbre, de aquellos a quienes engaña la gigantesca cercanía de las cosas.

Dura e inhumana, la imagen del profeta suscita, en el hombre que se desvela por alcanzar el secreto del sino histórico, una emoción irreprimible y una aguda inquietud. ¿Qué veían sus ojos que los demás no podían ver? ¿Le será dado a alguno de los que escrutan hoy la realidad presente descubrir su secreto, y nos será dado de algún modo reconocer la verdad de su voz? La imagen del profeta nos llega dibujada sobre una vaga atmósfera de irrealidad, y una extraña virtud parece obrar en su mirada, bajo cuyos rayos el misterio de lo desconocido se torna diáfana certidumbre. Sin duda, por una fuerza que se nos oculta, algo que estaba obscuro para los demás se torna claro gracias a ella: inspiración de Apolo o de Jehová reveladores, o acaso solamente revelaciones de la razón ejercitada con desusado poderío. Y cada vez que se renueva el perenne conflicto entre la apariencia de las cosas y su esencia profunda, evoca el espíritu que se desvela por alcanzar el secreto del sino histórico, la imagen del profeta, en recia lucha por imponer por sobre las verdades efímeras, las verdades inconmovibles.

La evocación revive la figura sangrante de Isaías o la marmórea de Casandra. Pero el espíritu, acuciado por la esperanza de alcanzar la cla¬ve del destino, descubre que ha sonado otras veces la misma voz profética, saliendo de labios más humanos, y sorprende en épocas más próximas una Casandra o un Isaías transmutados por arte de los tiempos, vistiendo el hábito vulgar y ocultando, sin embargo, en su secreto pensamiento la virtud reveladora de lo escondido. Porque, ciertamente, la voz profética volvió a tronar más próxima a nosotros y en la boca del hombre mortal, a quien no llegaban las voces misteriosas de Jehová ni de Apolo, pero que sabía ejercitar su razón en el fino análisis y en el penetrante discernimiento. No oyó en los aires resonantes clamores, pero antes que sus labios se entreabrieran, supo inclinarse meditativo sobre la vida que pasaba, cambiante y huidiza, para indagar el secreto rumbo de las cosas, y sólo después comenzó a afanarse por comunicar su certidumbre –que muy pronto pareció locura– y a padecer porque nadie alcanzaba a ver lo que él veía.

Una esperanza se renueva enton¬ces en el espíritu desvelado por el arcano del destino, cuando descubre que también el hombre de razón e intuición históricas adquiere, con el ejercicio de su virtud humana, voz y figura de profeta. Sumido en soledad como Isaías o aniquilado por la incredulidad como Casandra, también vive él la amarga duplicidad de su existencia, tendido hacia un futuro que sólo para él abre la flor de su misterio, mientras escucha en derredor las voces de sirena de la inmediata y aparente realidad, en cuyo canto creen entender los espíritus indolentes y desprevenidos el son de la verdad.

Este es también profeta, éste en quien obra una virtud humana pero insólita hasta parecer semidivina. De los dos mundos del profeta, aquel que parece más próximo –su tierra y su casa, su inmediato contorno iluminado a plena luz– es en realidad el más lejano, el que lo escucha sin comprender la escondida verdad de su voz, el que opone a su clamor pletórico de claridades para el futuro obscuro la ingenua certidumbre de las apariencias inmediatas. Esa es la tierra del profeta, allí donde es escarnecido, porque no es sino la maraña del presente, en el que se entrecruzan las cosas y sus sombras, sin que la mirada desprevenida alcance a discernir unas y otras.

En efecto, las cosas y lo que sólo son las sombras de las cosas pueblan con su multiforme variedad de matices el presente desconcertante. El sino histórico se esconde y subyace bajo las realidades que perduran y obran con renovado poderío, agaza¬padas bajo las sombras engañosas que distorsionan su verdadera imagen, y es propio de la estulticia ensoberbecida aceptar como verdadera esa imagen cambiante y fortuita que proporciona la presencia próxima, la evidencia inmediata. ¿Qué otra cosa es la voz profética sino el clamor atormentado del que distingue entre las apariencias y las realidades, entre lo duradero y lo transitorio, con segura certeza, y quiere comunicar su certidumbre? Profeta es el que señala la ruta de las realidades duraderas, y su humillación es la respuesta ensoberbecida de quienes erigen ante él como realidades la apa¬riencia que configuran las sombras distorsionadas de las cosas.

Virtud humana es, pues, la que revela la imagen del profeta ante el espíritu desvelado por el secreto del sino histórico, y es humano también el que su voz se pierda en el desierto de la incomprensión y que sea humillado en su tierra y en su casa, como dice San Marcos. Acaso no sea estéril divagar sobre la figura del profeta y desentrañar las escondidas reflexiones que se entretejen alrededor del apotegma del evangelista, porque en su símbolo parece que están ínsitos los frutos de una experiencia secular y los entrevistos perfiles que singularizan la existencia histórica.

A la luz de un análisis riguroso, lo propio y peculiar de la existencia histórica parece ser cierta irregular complejidad, a la que debe esa proteica fisonomía con que se ofrece al observador. Parecería como si una multitud de planos de realización se entrecruzaran permanentemente en ella, y como si la vida de los individuos y de las comunidades se desenvolviera, deslizándose constantemente de uno a otro, inasible y múltiple. De este juego plural de entrecruzamientos arbitrarios saca la realidad histórica su multiforme apariencia, en la que se confunden las auténticas realidades con las meras supervivencias de formas ya extinguidas, los recuerdos y las imágenes con las presencias ciertas.

Lo que constituye en cada instante el contorno histórico de un individuo o de una comunidad es, en efecto, el indeterminable resultado de ese extraño entrecruzamiento. El hombre vive sumergido en las circunstancias que configuran su presente, y mil elementos de diverso linaje constriñen su existencia inmediata, exigiéndoles su atención. Desde el punto de vista de esa mera existencia inmediata, todos ellos poseen muy semejante jerarquía, y en la medida en que el hombre quiere vivir sólo su vida cotidiana es admisible y lícito que los considere equivalentes. Pero lo típico del espíritu es no satisfacerse con esa dimensión de la vida y procurar trascender de ella. Si el hombre quiere sobrepasarla y quiere, mediante una actitud reflexiva, determinar una conducta histórica que someta lo presente y circunstancial a lo esencial y duradero, entonces su primer desvelo será discriminar, en el complejo haz de realidades y de sombras que constituyan su presente, cuáles son los planos de la vida donde hay que ejercitar esa conducta y cuáles son las fuerzas y los valores históricos que, por su densidad y su vigencia, merecen ser tenidos en cuenta.

En ese instante, el espíritu reflexivo se coloca en actitud histórica y comienza a indagar qué fibras del haz son efímeras y adventicias y cuáles otras poseen profunda y nutricia raíz. Todo aquello que constituye el denso contorno de su vida –las fuerzas sociales y espirituales que lo circundan, las formas en que han adquirido, unas y otras, concreción– todo ello comienza a revelar ante su atento examen su secreta estructura, su potencial de energía histórica. Algunas de esas fuerzas y de esas formas se manifiestan plenas de vigor, como resultado de una tendencia incontrastable o de una situación real; otras, en cambio, se revelan como formas caducas, antaño vigorosas quizá, pero ya empobrecidas y sostenidas solamente por esa extraña fuerza de conservación de las estructuras constituidas, y otras, finalmente, que parecen débiles y de escasa significación, muestran en su seno una virtualidad vigorosa, porque no son sino los frutos primeros de un proceso en curso de elaboración, que apenas comienza a hacerse notar en restringidos aspectos de la vida, pero que pone de manifiesto ya, ante los ojos de quien sabe ver con profundidad, una fuerza incontenible a la que otorgan su impulso mil estímulos de creciente vigor.

Sin duda, para la circunstancial existencia inmediata pueden parecer equivalentes todas estas fuerzas y todas estas formas. Pero para el hombre que quiere sobrepasar ese tipo de vida y desentrañar el secreto del sino histórico a fin de determinar una conducta que se ajuste a la esencia duradera de la realidad, el distingo comienza a hacerse claro y muy pronto sólo adquieren significación las fuerzas que acusan inequívocamente cierta energía vital y los que poseen reservas para adquirirla en lo futuro. Estas serán, pues, las que querrá destacar el espíritu profundo y previsor, pero al hacerlo desatará la incontenible ola de la incomprensión, porque los espíritus indolentes y desprevenidos oirán hablar entonces por vez primera de una realidad que no les parece familiar y sólo acertarán a imaginar que se trata de una visión quimérica y alucinada de la apariencia que ellos tienen por realidad. He aquí ya al espíritu profundo y previsor adornado por un aire extraño e inhumano de profeta.

Compleja y multiforme, la vida histórica parece ser en cada instante el resultado de esta violenta colisión de dos realidades, una cargada de sombras y de supervivencias infecundas, otra poblada de promesas irrealizadas pero pletóricas de energía futura. Urgido por lo cotidiano y lo circunstancial, el hombre a quien acosa lo inmediato y vive tan sólo para ello defiende su imagen de la realidad, aquella según la cual comprende su existencia y rige su conducta, y niega con encono la visión profética, burlándose de quien la propugna hasta humillarlo con su segura e insolente certeza. Sin embargo, es bien sabido que la historia reivindicará luego esta otra certidumbre y descubrirá por medio de ella, en cada tiempo, cómo obra y crece la rica simiente del futuro.

Arduo problema es en cada presente, cuando todavía no se adivinan las irrefutables sanciones del tiempo, discriminar lo que es en el contorno histórico realidad efímera y lo que es virtualidad futura y duradera. Acaso el sino del profeta sea, inevitablemente, alejarse –con la carne o con el espíritu– de su casa y su tierra, esto es, desprenderse en cuanto sea posible y lícito de todo lo que pueda atarlo a las formas opresoras de la realidad circunstancial. Duro destino el suyo, porque nada podrá evitar que clame en el desierto y que sea humillado.

Que el espíritu desvelado por el arcano del sino histórico sepa que es esto una dura e inexcusable exigencia de su vocación, y que apele a toda su entereza espiritual para no renunciar por eso a ella. Porque sólo renuevan y transmutan la vida histórica los que no se satisfacen con lo que se presenta gigantesco ante sus ojos y laboran por esclarecer el sentido de las fuerzas latentes que obran en los abismos de la realidad.