La intensa actividad desplegada por los gobiernos de las grandes potencias durante el año que concluye ha logrado, sin duda, algunos frutos, y el presidente Eisenhower ha podido decir en su mensaje de Navidad que la “inquebrantable esperanza de la humanidad hacia la paz es más radiante hoy que en años pasados”. Ciertamente, algunas amenazas que se cernían sobre el mundo han podido ser disipadas gracias a la tenacidad y a la maestría de algunos estadistas. Y parecería que pudiera esperarse un progreso firme en el camino hacia la paz. Cabe preguntarse si se están removiendo solo los obstáculos superficiales o si se trata de eliminar las causas profundas, porque solo esta última labor puede proporcionar, en medio de las amenazas desencadenadas por los nuevos medios bélicos, cierta esperanza con respecto al futuro.
En las últimas jornadas del año, tras haber ofrecido el gobierno soviético el espectáculo de una reagrupación formal de sus aliados, nos es dado observar cómo se realizan en Europa los últimos esfuerzos para consolidar la Unión Europea Occidental, mientras en Asia se echan las bases para la constitución de una alianza de proyecciones cada vez más considerables. Estos hechos constituyen eslabones de los procesos más significativos desarrollados durante el año que concluye, y un examen retrospectivo nos permite ver su alcance y significación.
La alianza de las potencias occidentales, esbozada a grandes rasgos desde poco después de la guerra, fue cobrando forma poco a poco hasta que se concretó en lo que hubo de llamarse la Comunidad Europea de Defensa. Esta asociación de naciones tenía objetivos militares y políticos, y debía incluir, además de los antiguos aliados, a Italia y Alemania Occidental. Pero si al principio pareció que llegaría a adquirir realidad, los obstáculos que se opusieron para su perfeccionamiento legal fueron tales que, finalmente, quedó destruida. Las diferencias sobre Trieste y sobre el Sarre constituyen problemas agudos, pero el nudo de la cuestión fue el ejército internacional y, sobre todo, los poderes supranacionales que el proyecto creaba. Francia no quiso transigir, y en un instante memorable de su historia reciente rechazó el proyecto. Sin duda, contribuyó a este resultado el primer ministro, Sr. Mendès-France; pero con su esfuerzo y el de los estadistas aliados se ideó luego la Unión Europea Occidental, semejante al de la CED, pero menos audaz en el compromiso de las soberanías nacionales y, en consecuencia, más fácil de aceptar por parte de la opinión pública. Así ha sido posible que, en dramáticas sesiones, lo ratificara ayer, finalmente, la Asamblea Nacional francesa.
De tal manera se avanzaba, entre innumerables dificultades, por el camino de la cooperación organizada y sistemática de las potencias occidentales. Algunas de ellas provenían de la inadecuación entre los propios participantes, pero otras tenían su origen en el incesante hostigamiento de la Unión Soviética, en unas ocasiones a través de hábiles ofensivas diplomáticas y en otras por medio de la acción de los partidos comunistas de los distintos países. A comienzos del año la conferencia de cancilleres de Berlín probó la dificultad de lograr un acuerdo sobre Alemania, problema que, en unión de otros, se convino en abordar nuevamente en Ginebra meses más tarde. Pero entretanto la Unión Soviética sostenía insistentemente la necesidad de un acuerdo general europeo, sin distinción de bloques, y en cierto momento la opinión mundial fue sorprendida con la inesperada propuesta de que se la admitiera en la organización del Tratado del Atlántico. La reunión de Ginebra se realizó en medio de la mayor expectativa y bien pronto abandonó el tema de Alemania para circunscribirse al de Indochina, donde las fuerzas del Vietmin ponían en aprietos a las de la Unión Francesa. Abocada al problema, la conferencia logró aliviar una fórmula de arreglo que, por cierto, reconocía el predominio de la influencia comunista en parte del territorio del sudeste asiático, circunstancia que movió a los Estados Unidos a acelerar las negociaciones que terminarían por constituir en Manila la Organización del Tratado del Sudeste de Asia, para oponerse al avance de la influencia chino-soviética en esa zona.
Era indudable que el bloque oriental adquiriría en Asia una fuerza creciente. Así lo reconocieron los estadistas europeos, que concedieron atención preferente en Ginebra al canciller chino, Sr. Chou En-lai, con quien habrían de conversar más tarde algunos parlamentarios británicos en Pekín. Esta circunstancia obligaba a reforzar la alianza occidental y, para hallar una salida a la crisis creada por el rechazo de la CED por la Asamblea francesa, comenzaron, primero en Londres y luego en París, laboriosas conversaciones, que pusieron a prueba la pericia de los diplomáticos de los países interesados. De acuerdo con el principio sostenido por Sir Winston Churchill, se procuró sortear los escollos uno por uno, se resolvieron innumerables pequeñas dificultades, se lograron mutuas concesiones y se llegó finalmente a firmar la llamada Acta de Londres, sobre cuyos principios se formalizarían poco después los tratados de París. Así nació la Unión Europea Occidental, que ha hallado algunas dificultades para su ratificación, pero que parece probable que logre sobreponerse a todas, superadas como han sido ayer las que ofrecía Francia.
La vasta ofensiva, directa e indirecta, que lanzara Moscú contra la CED volvió a repetirse contra la nueva organización, acaso con más violencia porque parecía más segura su formalización. Toda la vasta red de propaganda con que cuenta el régimen soviético se puso en movimiento para neutralizar a la Unión Europea Occidental. Y en un momento que Moscú juzgó apropiado, convocó para una conferencia que debía reunir a ambos bloques y cuya finalidad sería establecer un sistema de seguridad recíproca. Como era de esperar, las potencias occidentales sostuvieron el principio de que solo después de la ratificación de los tratados de París era posible volver a tratar con la Unión Soviética, con la cual habían fracasado ya otras reuniones. Pero la conferencia se realizó en Moscú con las naciones que aceptaron la invitación -que no fueron sino a las que se hallan dentro de la órbita soviética- y se declaró públicamente la constitución de una alianza militar que se opondría a la del occidente. Triste suerte la de Alemania, su mitad oriental quedó incluida en ese bloque, en tanto que su mitad occidental quedaba unida al de las potencias occidentales.
A tan intensa actividad política y diplomática acompañaba una creciente evidencia del desarrollo de las armas atómicas. Los experimentos científicos se sucedieron, y han debido alcanzar tal éxito que ya se han hecho públicas las decisiones de utilizar aquellas y se conocen los esfuerzos para determinar la renovación estratégica que supone su uso. En el ámbito de la UN las conversaciones en favor del desarme han hecho algunos progresos, pero es indudable que tales negociaciones solo pueden ser subsidiarias de los acuerdos políticos fundamentales.
Acaso lo más significativo de este largo duelo entre el mundo libre y el mundo organizado dentro de la órbita soviética sea la creciente importancia que adquieren en las relaciones internacionales las potencias asiáticas. Fuera de los países ya comprometidos con Moscú, algunos otros se han agrupado para firmar su decisión de mantenerse ajenos a la disputa entre los dos bloques. Campeón de esa política es el Sr. Nehru, pero su pensamiento arraiga en Asia, donde las llamadas naciones de Colombo buscan definir una política de prescindencia. Algunas de ellas tienen pactos firmados con los Estados Unidos y otras son miembros del Commonwealth británico, pero eso no obsta para que su esfuerzo se dirija a limar asperezas, a evitar la polarización de las fuerzas y a servir de intermediarios entre rivales que ya parecen no poder entenderse directamente. La reciente visita del Sr. Nehru a Pekín y la reunión de varios estadistas del sur de Asia en Jakarta revelan la intensa actividad que este grupo desarrolla.
La guerra de Indochina -con el dramático episodio de la fortaleza de Dien bien-Phu- y la tensión entre China comunista y China nacionalista amenazaron con desencadenar un conflicto generalizado. Seguramente no lo quieren las potencias que se verían comprometidas en él, y ese deseo ha conducido al hallazgo de fórmulas de conciliación. La alambrada de púas que divide a Europa no ha sido conmovida por los disparos de ninguna patrulla. Mas es innegable que en uno y otro frente se mantiene el arma al brazo. El esfuerzo hecho hasta ahora se ha limitado a evitar el incendio. Pero es imprescindible que se realicen otros nuevos y más intensos para que se puedan bajar las armas sin peligro, enfrentando valientemente las causas profundas de la tensión para ver si queda aún una esperanza.