A poco de concluidas las trabajosas gestiones realizadas en Ginebra para establecer una tregua en Indochina, y precisamente en circunstancias en que se debate el gravísimo problema de la actitud que el Occidente debe adoptar acerca del Asia y de la expansión del comunismo, el gobierno conservador de Gran Bretaña acaba de adoptar una resolución de vastas proyecciones en el pleito que sostenía con el régimen nacionalista de Egipto. De acuerdo con lo convenido en el Cairo, las tropas inglesas abandonarán en un plazo relativamente breve la base militar de Suez, último reducto de la ocupación británica en Egipto. La decisión del Sr. Churchill ha desatado algunas críticas violentas entre sus propios partidarios, y cabe preguntarse si la arriesgada medida del gran estadista ha de repercutir en favor o en contra de la posición del Reino Unido en el Cercano Oriente.
El problema dista mucho de ser una cuestión académica. La gravedad de los conflictos suscitados en el Pacífico después de la guerra, la manifiesta atención que se advierte entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y la dramática vecindad de los dos regímenes en Alemania han desplazado el interés de la política internacional alejándolo del Mediterráneo, otrora punto neurálgico de las relaciones entre cuatro continentes. Es innegable que la creciente gravitación de los Estados Unidos ha traído consigo un nuevo planteo de los problemas políticos y militares, localizados ahora en los océanos Atlántico y Pacífico, y, sin duda, la transformación de las comunicaciones influirá aún más en este desplazamiento del centro de gravedad de las relaciones internacionales. Pero parece evidente que es prematuro restar importancia a la situación del Mediterráneo mientras exista un área de vigorosa influencia inglesa -imperio, Commonwealth o simple alianza de naciones-, que no puede dejar de constituir uno de los focos de atracción de la política internacional.
Se habla corrientemente de la crisis del Imperio Británico, y suele olvidarse no solo la solidez de los vínculos del Commonwealth, sino también la visible afinidad que han manifestado las naciones que antaño pertenecieron a aquel y que representa un lazo capaz de restaurar -aunque con distintos caracteres- cierto vínculo de solidaridad. El “área de la libra” constituye uno de los sectores en que el mundo se divide, hoy más vigoroso que hace algunos años, y es bien sabido que el símbolo monetario esconde relaciones de tal trascendencia para la vida de los países que de ese modo se vinculan, que verosímilmente deberán estrecharse en circunstancias extremas.
Gran Bretaña ha procurado -extremando su tradicional sabiduría política- impedir que factores de diversa índole pongan en peligro esas relaciones y mientras logre mantenerlas, el bloque de influencia británica será una pieza importante en el tablero de la política mundial, y en el Mediterráneo su punto neurálgico por imperio de las circunstancias geográficas y económicas.
No es necesario, por bien conocidas, recordar las metódicas gestiones del gobierno británico en el mundo árabe, y especialmente en Irán y Egipto, para evitar que escaparan a su influencia esas regiones. La primera guerra mundial fortaleció la situación de Inglaterra en ellas, y contra ellas ideó Hitler aquella gigantesca operación militar que, arrancando de Crimea y del norte de África, debería debía culminar con la conquista del Canal de Suez. Pero, finalizada la segunda guerra, la influencia británica debió enfrentar dos fuerzas nuevas, no menos temibles para ella que la agresión de potencias rivales: el comunismo y los movimientos nacionalistas y religiosos, que cobraron muy pronto insólita gravedad. La infiltración comunista obró y sigue obrando de múltiples maneras como estímulo de la agitación que se advierte en el mundo árabe aunque en muchos casos no sea posible precisarla. Pero las tendencias nacionalistas y religiosas irrumpieron a plena luz y se manifestaron, dentro del ámbito británico, en dos de sus puntos críticos: en Irán, donde se explotaban riquísimas fuentes petrolíferas, y en Egipto, donde Inglaterra custodiaba el canal de Suez, eslabón principalísimo de la llamada “ruta imperial”.
Son conocidos los diversos episodios a que dio origen la política intransigente del doctor Mossadegh en Irán y el general Naguib en Egipto. Vigorosos movimientos de opinión los respaldaban, y mostraron en ocasiones cierta violenta xenofobia; y aunque las revoluciones triunfantes demostraron no inclinarse necesariamente hacia Moscú, es innegable que hubieran podido hacerlo, forzadas por las circunstancias, si Gran Bretaña hubiera extremado su reacción imperialista.
Afortunadamente, Gran Bretaña ha sabido operar con inteligencia y oportunidad. La historia dirá que un gobierno laborista otorgó la independencia a la India, y deberá agregar -acaso para suprema confusión de ciertos espíritus simplistas- que un gobierno conservador decidió la evacuación de la base militar de Suez. La persuasión y la elasticidad de las partes en conflicto permitieron en Irán, luego de la caída del doctor Mossadegh, el arreglo de la cuestión petrolera, cuyo ajuste definitivo se espera para el próximo mes de septiembre. Y entretanto, las fuerzas británicas comenzarán a salir de Suez dejando confiada la vigilancia del canal a fuerzas egipcias.
Será un día fausto para Egipto aquel en que abandone su suelo el último soldado británico. Pero, pese la irritación de algunos, también será un día fausto para los ingleses este en que se oyó declarar al ministro egipcio de Orientación Nacional: “una vez firmado el acuerdo, Gran Bretaña tendrá en mí uno de sus mejores amigos del Cercano Oriente”. Porque Gran Bretaña necesita buenos amigos en el Cercano Oriente, ganados a través de muchos esfuerzos de comprensión, que sirvan para defender esa unidad económica y espiritual que constituye el área de influencia inglesa y, con ella, al bloque de las naciones democráticas.