La Conferencia de Ginebra. 1954

La conferencia cuya reunión está anunciada para el próximo lunes en el viejo palacio de la Sociedad de las Naciones de Ginebra, puede juzgarse una de las asambleas más importantes de los últimos tiempos por la gravedad de los problemas a que ha de abocarse y por los países que estarán representados en ella. Su originalidad se manifiesta hasta en el hecho de que, en vísperas de inaugurarse las deliberaciones, aun son confusos muchos aspectos de su organización, especialmente en lo que concierne al número de los países representados y a la calidad en que concurrirán algunos de ellos: es sabido que todavía no está plenamente establecido en qué condición participa en la conferencia China comunista ni cuáles son exactamente las “potencias interesadas” en cada uno de los temas de la agenda. Estas circunstancias, sin embargo, son las que permiten suponer que la reunión ginebrina inaugurará una nueva era en el planteo de ciertos problemas, aun cuando fracase en general; no es lícito esperar, ciertamente, soluciones totalmente satisfactorias, pero acaso quede como saldo favorable cierta clarificación de los problemas de Asia.

El principal obstáculo con que sé chocará en las deliberaciones será seguramente la dificultad de separar las cuestiones asiáticas —que constituyen el tema específico de la reunión— de los asuntos europeos. Unas y otros están tan íntimamente unidos que cualquier solución que se aplique a uno de ellos incide de alguna manera sobre los demás. Es significativo que casi simultáneamente con la Conferencia de Ginebra estén reunidos el Consejo del Tratado del Atlántico y dos importantes comisiones de la UN: la de Desarme y la Comisión Económica para Europa, organismos que consideran en la práctica diversos aspectos de un mismo asunto y en cuyo seno se advierten los resultados de una estrategia concertada.

Puede decirse que el rasgo predominante de la Conferencia es la diversa situación de los bloques. En tanto que el bloque comunista se presenta fuertemente unido bajo la dirección del Kremlin, el bloque occidental muestra un frente dividido por profundas fisuras que no provienen de malentendidos circunstanciales, sino de causas muy sutiles —como los fenómenos de opinión pública inexistentes detrás de la “cortina de hierro”— que los estadistas no pueden olvidar ni corregir ejecutivamente. El orgullo nacional, la perduración de ciertas tradiciones en contradicción con la realidad, los interesas creados y otros muchos, son factores que impiden al bloque occidental consumar la política de unión en la que, sin embargo, han coincidido sus miembros como la más eficaz y apropiada a las circunstancias. Ante ese hecho, la diplomacia soviética ha tratado de aprovechar esas fisuras para ahondar las diferencias entre las potencias del mundo libre. Guiada por ese propósito, ha procurado crear el descontento en la Alemania Occidental, devolviendo nominalmente la soberanía al territorio alemán ocupado por fuerzas rusas; ha tratado de socavar las bases de la Comunidad de Defensa Europea fomentando las reticencias de Francia e Italia, por medio de los partidos comunistas, y ha sugerido la casi irónica propuesta de que se admita a Rusia, en el Pacto del Atlántico. Este esfuerzo diplomático se ha visto favorecido por aquellas causas profundas que promueven la división del mundo libre, pues es innegable que el problema del Sarre o el de Trieste gravitan sobre el posible acuerdo de las potencias interesadas; del mismo modo, inquieta a ciertas fuerzas conservadoras francesas el rearme alemán y la formación del ejército europeo, y el clima de inquietud facilita la acción de los partidos comunistas contra lo que califican de presión norteamericana. En tales condiciones, el más prudente y avisado de los estadistas se hallaría en grandes dificultades para superar los obstáculos y hallar la fórmula de la unidad europea.

Pero debe observarse que, mientras se trabaja activamente para asegurar la unidad y la defensa de Europa, todos los conflictos se suscitan en Asia. China, Corea, y ahora Indochina, han sido sucesivamente los escenarios de los grandes choques entre ambos bloques, que han hecho recordar más de una vez los escarceos que precedieron a las dos grandes guerras mundiales. La posibilidad de precipitar los acontecimientos movió a los estadistas en cada ocasión a elegir cuidadosamente la política a seguir para tratar de localizar los conflictos.

Por la innegable gravitación de su potencial militar y económico, correspondió a los Estados Unidos orientar la acción internacional del bloque occidental en Asia, y en las dos primeras ocasiones siguieron dos tesis opuestas. Frente al avance comunista en China se decidió finalmente abandonar a Chiang Kai-shek y tolerar la ocupación de todo el territorio continental, en tanto que, frente a la violación por Corea del Norte del límite establecido en el paralelo 38, se decidió apelar a una fuerza internacional para que, bajo la bandera de la UN, asegurara el cumplimiento de los pactos internacionales. Ahora bien, en ambos casos la complejidad de los problemas y sus vastas ramificaciones permitieran que pudieran juzgarse poco eficaces las dos diversas políticas que se siguieron en aquellas ocasiones. Y ahora, al plantearse la cuestión indochina, quienes deben asumir la responsabilidad de una decisión dudan justificadamente entre intervenir —y hacer de Indochina “otra Corea”, como se ha dado en decir— o no intervenir y transformarla en “otra China”.

Es imprevisible el curso que seguirán las negociaciones en los próximos días, pues se adivina una conducción diplomática muy sinuosa por parte de las potencias occidentales. A las declaraciones de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia acerca de una “acción conjunta” ha seguido inesperadamente una propuesta formal de Gran Bretaña para una partición del territorio indochino que, por cierto, dejaría en manos del Vietmin la más rica zona arrocera. Es indudable que si se aceptara esa tesis, desaparecerían automáticamente las dificultades que amenazan a la Conferencia de Ginebra. Pero cabe preguntarse si les será posible a las potencias occidentales contener la presión que el bloque comunista ejercerá a través de la nueva frontera. Acaso el robustecimiento del nacionalismo indochino sea la mejor defensa, para lo que se tornaría indispensable ofrecer por fin la independencia que reclaman los Estados asociados de la Unión Francesa.