El tiempo ha tornado gigantescas las sombras de los claros ingenios antiguos. Sus palabras siempre se nos antojan sentencias y su conducta, ejemplo. Y así llegamos, con frecuencia, a ver deshumanizados sus perfiles y a sentir como abstracta y gris lo que fue recia y dramática realidad de la vida. Nada tan aleccionador como meditar sobre el grande hombre que ha llegado a serlo, sobre qué esfuerzos y fatigas supo sufrir su humana naturaleza. Y si se alcanzan a descubrir las circunstancias que han permitido su tránsito hacia la inmortalidad, se advertirá que subsiste nuestra deuda con ellos, por lo que supieron crear para “no morir del todo”, por lo que legaron a la posteridad para renacer en cada espíritu que se acerque a sus fuentes.
La deuda de la posteridad con el pasado clásico es tan notoria y tan inmensa que el recordarlo podría parecer ingenuidad. Pero no habrá nadie que no vuelva a sorprenderse si estudia y analiza esos balances de cada uno de los rubros que se han realizado con el nombre de legados. La persistencia de ciertas ideas, el retorno constante a ciertas fuentes, la perduración de temas y de formas, todas las maneras posibles de reminiscencias aparecen a lo largo de los siglos, como si la cantera de la tradición griega y romana fuera inextinguible. A ese género de obras pertenecen las dos que acaba de publicar la Editorial Nova en la colección titulada “Nuestra deuda con Grecia y Roma”, una de ellas sobre Virgilio y su influencia.
Acaso resultará obvio insistir en la supervivencia del pensamiento platónico. Desde sus inmediatos discípulos hasta los más modernos filósofos mantienen su fidelidad al viejo maestro a quien la filosofía debe el establecimiento de muchas de sus cuestiones fundamentales. Más curioso es, quizá, para nuestro lector, el caso de Virgilio, más citado que leído en los países que, como el nuestro, no poseen una sólida formación educacional de tipo clásico.
En la vida de su tiempo, amigo de Mecenas y de Augusto, Virgilio fue la voz de bronce de la latinidad y encarnó los ideales y las esperanzas de la Italia imperial. Llamó a sus compatriotas para que retornaran a los campos, cuna de los mores majores, en el verso delicado de las Églogas o el verso docto y profundo de las Bucólicas. Pero su voz y su inspiración alcanzaron su ápice cuando cantó “al varón que, huyendo de las riberas de Troya por el rigor de los hados, pisó el primero la Italia y las costas lavinias”; así comenzaba la Eneida, de cuyos versos esperaba el poeta una gloria inmortal.
Sus esperanzas no fueron vanas. Desde antes de morir se lo reconoció vate excelso y espíritu iluminado. Durante la Edad Media pareció profeta gentil, por los versos de la Égloga IV, y Dante Alighieri lo adoptó como guía en su viaje por el Infierno y el Purgatorio. Y su recuerdo no se borró jamás y fueron legión los que admiraron su pensamiento recio, su aire majestuoso, su verso preciso; no fueron pocos los que intentaron traducirlo y acaso fueron más los que se propusieron imitarlo. A ese afán deben las letras españolas las insuperables estrofas de Garcilaso.
La significación de Virgilio en la cultura romana como poeta de la Paz Augusta y la huella indeleble que ha dejado, tras de la cual marcharon tantos espíritus preclaros, constituye el tema de este substancioso libro de J.W. Mackail, breve, sencillo, claro, pero preciso y documentado.