La hora de la decisión. 1954

Las últimas jornadas de la conferencia de Ginebra han creado un clima de justificada inquietud a causa de las derivaciones que es lícito prever en su desarrollo. Después de seis semanas de negociaciones, parece evidente que los objetivos concretos para que fue reunida no han podido ser separados de los graves problemas internacionales que condicionan la conducta de las grandes potencias, y se advierte del riesgo creciente de que no solo se frustren los propósitos de pacificación del Asia, sino que, además, se acentúe la tensión entre los bloques de naciones. Es forzoso reconocer una vez más que las potencias occidentales están en retardo en cuanto a la definición de sus propios objetivos y se las ve en peligro de perder -si no la han perdido ya- la iniciativa en la conducción de las negociaciones. Los países comunistas se han agrupado alrededor de finalidades muy concretas y concurren solidariamente a lograrlas. Para contrarrestar esa acción es urgente que el mundo libre advierta que estamos en una hora de resoluciones y que no es posible marchar a la deriva.

Es indudable que las potencias comunistas tienen mayores posibilidades de aunar sus esfuerzos, en virtud de su propio régimen y de la situación de desafío en que se han colocado. En los últimos días parecen haber orientado sus esfuerzos para provocar una acentuación de las dificultades por que atraviesa el bloque occidental, apuntando por elevación hacia los puntos neurálgicos del enemigo. Después de haber aceptado la posibilidad de estudiar privadamente y por separado los problemas militares y políticos de la situación indochina, el Sr. Molotov exigió repentinamente que se realizaran en Ginebra sesiones públicas en las que se debatirían simultáneamente ambos aspectos de la cuestión. El pedido soviético coincidía con la reunión de la Asamblea Nacional francesa y estaba destinado indudablemente a debilitar la posición del Sr. Bidault, que si antes de la caída de Dien Bien Phu se mostraba inclinado hacer frente al Vietmin, ha comenzado luego a propiciar una política de mayor firmeza. Sostienen los delegados comunistas que el canciller francés se ha aproximado excesivamente a los Estados Unidos y parecen aspirar a que sea sustituido por un político más flexible a sus sugestiones, acaso especulando con la resistencia de la opinión pública francesa a toda perspectiva de guerra. Junto a ese designio inmediato acarician los comunistas el de acelerar la crisis de la Comunidad Europea de Defensa y el de ahondar las inocultables diferencias que separan a los aliados. Estos propósitos parecen comenzar a cumplirse y es imprescindible que se busquen urgentemente la manera de neutralizar la maniobra, cualesquiera sean los recelos que haya que superar.

En efecto, la Asamblea Nacional francesa cuenta desde el miércoles con un despacho de su Comisión de Relaciones Exteriores aconsejando el rechazo del proyecto de adhesión a la CED. Simultáneamente, el gobierno del Sr. Laniel ha recibido las más duras críticas en la Asamblea, justificadas muchas de ellas sin duda, pero ninguna respaldada por una posición clara y constructiva, frente al problema de Indochina. Parecería como si la opinión se hubiera enervado frente a una cuestión en la que, innegablemente, se juega el país su posición internacional. Y entretanto, los debates se prolongan, los puntos de vista se mantienen irreductibles y las tropas del Vietmin se acercan al delta del río Rojo, cuya pérdida ha de significar un golpe decisivo para la defensa del sudeste de Asia.

En tanto que el Sr. Bidault manifiesta que no se han agotado las posibilidades de llegar a una tregua, el Sr. Daladier declara categóricamente que Francia carece de los medios para continuar la guerra, afirmación corroborada por el propio ministro de defensa, Sr. Pleven. El problema es grave y trasciende los límites de la política colonial francesa. Sin que deba preconizarse todavía la internacionalización de la guerra de Indochina, es evidente que hay que preparar al menos la defensa del sudeste de Asia por medio de algún organismo que agrupe a las potencias interesadas en la seguridad esa región y en el mantenimiento del mundo libre.

Este propósito ha sido encargado por las naciones que asisten a la conferencia militar para la defensa de Asia que se halla reunida en Washington. El viejo plan del Sr. Dulles -en el que continuó trabajando el Departamento de Estado a pesar de la resistencia que el canciller halló en Europa- ha comenzado a encontrar mejor acogida. Pero es evidente que la disidencia entre los gobiernos de Washington y Londres se ha acentuado en los últimos tiempos, con grave perjuicio para el éxito de la alianza. Las naciones del Commonwealth parecen haber estrechado sus filas alrededor de Gran Bretaña y el conjunto opera ahora en materia internacional con mayor autonomía y firmeza, sin dejarse arrastrar por la nerviosidad que predomina en Washington y tratando de encontrar un modus vivendi con el bloque oriental. Quizá la conjunción de los puntos de vista norteamericano y británico sea útil para preparar una acción serena y eficaz, pero parece imprescindible que se llegue a esa conjunción con la celeridad que requieren los acontecimientos.

Entretanto, tampoco cuenta la política del señor Dulles con un amplio apoyo en su propio país. Senadores y representantes demócratas se han expresado con severidad respecto a la política exterior de la administración republicana, a la que acusan de inseguridad unas veces y de excesiva inflexibilidad otras. No faltan miembros del partido gobernante que se sumen a las disidencias, y ha trascendido que aun entre los altos funcionarios y jefes militares hay divergencias acerca de la política a seguir en el caso indochino.

Todos estos problemas deben ser superados. El bloque comunista parece haberse apoderado de la iniciativa y amenaza inmovilizar al bloque democrático. Hay que impedirlo a toda costa, obrando de tal modo que pueda hacerse ahora ventajosamente lo que acaso las circunstancias obligaran a hacer más tarde en situación desventajosa.