El retiro de Churchill se ha consumado. Aun cuando se lo descontaba, su alejamiento de la jefatura del gobierno inglés ha provocado el vasto movimiento de simpatía y afecto, de admiración y reconocimiento que la crónica telegráfica ha reflejado en estos días. La voz más autorizada de sentimientos tan excepcionalmente unánimes ha sido sin duda, por razones obvias, la de quien en el juego regular -y armónico en medio de las asperezas de la lucha política- de las instituciones inglesas actuó como adversario oficial del primer ministro en ejercicio, el “leader” de la llamada “oposición de Su Majestad”. Clement Attlee pudo así decir, con verdad, que el abandono del gobierno por este “último sobreviviente en la Cámara de los Comunes de los que sirvieron durante el reinado de la reina Victoria”, cierra una época de la historia de su patria, en la que figurará como uno de los más grandes primeros ministros de todos los tiempos, acaso el más grande, si se tiene en cuenta la trascendencia de la obra de salvación que le tocó realizar en una de las horas más trágicas de Gran Bretaña y el mundo. Síntesis tan expresiva exime de la evocación renovada de una carrera y una vida que se han recordado una y otra vez en estos días recientes, el más próximo hace pocos meses, al cumplir Winston Churchill sus ochenta años. Lo más señalado de una y otra están, por lo demás, en todas las memorias, tan próxima se haya de nosotros su brillante actuación en las dos oportunidades -1940-1945 y 1951-1955- en que le tocó asumir el cargo de primer ministro. Él mismo ha dicho las razones de su retiro actual, dirigiéndose a sus electores de Woodford; cuando se acerca la fecha de la renovación total de la Cámara de los Comunes, con una campaña previa en cuyo transcurso el primer ministro que convoca a elecciones debe exponer sus planes futuros, no podría él asumir, a sus años, la responsabilidad de trazar un programa para el plazo normal de una nueva legislatura, a cuyo término acaso no le sería dable asistir. Debe, por lo tanto, ceder el lugar a quien, más joven, esté en condiciones de cumplir esa tarea y tiene que comenzar a actuar con suficiente antelación a fin de poder afrontar con eficacia la inminente campaña preelectoral y la eventual responsabilidad gubernativa si los comicios le son favorables.
Le ha sucedido, pues, en el alto cargo quien ha compartido lo esencial de sus ideas, aunque sin ocultarle no pocas veces divergencias en ocasiones hondas. Por tal modo, la emoción teñida de melancolía con que el Reino Unido asiste el alejamiento de Churchill se matiza también de incertidumbre mirando a la faena futura y las perspectivas que acompañan al gobierno ahora confiado a Sir Anthony Eden. Tras doce años consecutivos al frente del Foreing Office, del que antes se había retirado por divergencias con la política de Munich -lo cual quiere decir por acuerdo entrañable con las voces de alarma que desde su hosca soledad lanzaba Churchill-, tiene el nuevo primer ministro condiciones de talento y experiencia que lo indicaban hace tiempo para la función que acaba de asumir. Pero la carga de deberes que esta implica en momentos como los actuales y el cotejo de estos con los años recientes y su figura dominante, sugieren ese ánimo en que se conjugan la inquietud y la esperanza con que Gran Bretaña ve cumplirse el destino de Sir Anthony.
Este ha de afrontar, ante todo, el problema de las elecciones generales a que se refirió su antecesor. La actual Cámara de los Comunes, elegida en octubre de 1951, podría haber vivido más de un año todavía si hubiera de completar su término legal de un lustro. Pero ya era voz corriente la inminencia de su disolución, al cumplirse cuatro años de su mandato, con el fin de consultar al electorado acerca de los grandes problemas actuales de la política interior y exterior del Reino Unido. Esa actitud, con la consiguiente convocatoria a elecciones generales en fecha próxima, se hace más lógica producido el cambio de guardia en el casi legendario edificio de Downing Street. Naturalmente, Sir Anthony Eden querrá buscar en la fuente de la soberanía la confirmación del nombramiento hecho por la Reina de acuerdo con el partido que conservara la mayoría en los Comunes y le interesará no demorar el hecho teniendo en cuenta que, según todo parece indicar, las circunstancias le son propicias y que hasta le favorecerá la gravitación, prolongada como un eco auspicioso, del prestigio de Churchill, quien será otra vez el candidato y convertirá así, probablemente, a su distrito del condado de Essex en el centro virtual de la campaña preelectoral que se prevé. Frente al laborismo -muchas de cuyas iniciativas gubernativas del lustro que corre entre 1945 y 1950 él trato de rectificar- el viejo parlamentario volverá a agitar la bandera de la “democracia conservadora” que se reconoce primitivamente en Disraeli, y que fue a menudo olvidada por el partido “tory” hasta el punto de que cuando Lord Randolph Churchill la tomó en sus manos sentó plaza de rebelde y ha inspirado finalmente la política más reciente de la agrupación, conducida hasta ayer por el hijo de Lord Randolph, como su padre también rebelde y como él convencido de que era preciso infundir nuevas corrientes en el conservadurismo británico.
No ha de olvidarse, por lo demás, hasta qué punto se han mostrado parejas en el electorado inglés de la posguerra las dos grandes fuerzas a que, prácticamente desaparecido el glorioso Partido Liberal, ha quedado entregado el juego regular del parlamentarismo en la isla. Terminada la contienda, en efecto, y a pesar de los altos merecimientos de Churchill, la opinión juzgó que eran precisas nuevas concepciones y otras actitudes ante los problemas, sobre todo sociales y económicos, de la era postbélica. El triunfo laborista de 1945 fue a este respecto decisivo y sus cifras agobiadoras: sus diputados pasaban de 166 en 1935 a 396 diez años más tarde, contra 189 conservadores, en lugar de los 387 de la década anterior. Pero un lustro de gobierno desgastó parcialmente la pujanza del laborismo: en 1950, por vencimiento normal de los cinco años que dura una cámara, hubo nuevos comicios y el laborismo conquistó aún 315 bancas, contra 298 de los “tories” y nueve de los liberales. Mantenía, pues, una mayoría exigua frente a los otros sectores, en un momento en que sus realizaciones anteriores y las que tenían en proyecto -sobre todo en materia de nacionalizaciones- exigía mayor apoyo popular. Por eso, reducida luego su mayoría a seis diputados, Atlee pidió al rey Jorge VI, en septiembre de 1951, la disolución de la Cámara; las nuevas elecciones, en octubre de este último año, dieron 321 bancas a los conservadores, 295 a los laboristas y seis a los liberales, mientras fueron elegidos tres independientes. De ello resultó el retorno de Churchill al poder. Aquella Cámara es la que ahora habrá de renovarse. La tarea más inmediata de Sir Anthony Eden será, pues, elegir el momento en que haya de proponer a la Reina la disolución y fijar la fecha de la convocatoria a comicios generales. Entre tanto, Gran Bretaña brinda otra vez al mundo el ejemplo de hábitos parlamentarios, políticas y métodos de convivencia que siguen confiriéndole un alto lugar entre las democracias modernas.