Ha muerto Pablo Groussac muy anciano ya, cuando poco podía esperarse de su espíritu, cansado de habernos dado tanto, sin haber emprendido, sin haber intentado quizás una obra integral. Es lastimoso: su esfuerzo hubiera puesto de relieve en un conjunto armónico todas las buenas prácticas que él introdujo en los estudios históricos del país, y habría creado la obra maestra y definitiva en la que el soplo fecundo de su pensamiento sirviera como animador al par que como norma, de quien lo leyere para iniciarse en el camino, complicado y difícil, de la historia.
Digo intencionalmente de la historia, sin restricciones de tiempo ni lugar, porque las enseñanzas del maestro sobrepasan, para aquel que medite sobre su lectura, el marco reducido de la historia local. Hay entre líneas, junto a las más severas admoniciones contra falsos historiadores, apegados a prácticas ridículas y antihistóricas, la más bella lección de finura espiritual y de talento organizador; Groussac nos ha enseñado a construir la obra histórica y nos la ha enseñado sin preceptivas, con la lección palpitante y perenne de sus libros, las más bellas realizaciones de su genio histórico, inigualado en esta parte de América; porque entre todos los aspectos en que seremos discípulos suyos, hay uno en el cual, a menos que un furor erudito se apodere de nosotros, su lección habrá sido definitiva y terminante: es en el desprecio del detalle tratado como fin en sí; nues-tro investigador, sumido en la oscuridad del archivo, no supo nunca, una vez encontrado el dato, precioso por sus consecuencias, desprenderse de esa atracción que ejerce todo aquello que es objeto de una atención continuada y —situado él en un punto distante— ubicarlo en su justo lugar. Y así la búsqueda del dato erudito se transformó en el objetivo final de la historia; se perdió su aspecto humano y por desprenderla de la vaga literatura, se la transformó en colecciones de nomenclaturas sin contenido alguno.
Groussac incitó a la investigación profunda y meditada; tal vez fuera él el primer investigador serio de por acá: pero incitó también, no paladinamente pero sí con el ejemplo brillante e inequívoco de sus obras, a no perder de vista el lugar que en la evocación histórica guarda lo imprevisto, lo ilógico, aquello que escapa o que contradice a los documentos: en una palabra, lo humano. Y esto es lo que da infinita elegancia y serenidad a su obra; es este don de la medida, que tuvo Groussac como pocos y que él cultivó y enseñó a cultivar, lo que le permitió el justo lugar de cada noción y el espacio necesario para cada suceso; es por último, tal vez sea su más grande mérito, lo que le permitió desprender lo humano que hay en todo lo histórico de las circunstancias materiales a que parece estar atado, permitiendo así la valoración en abstracto de los hombres y de las ideas. Este culto sincero y noble de lo humano es tal vez el carácter más llamativo de su manera de hacer historia: Groussac se desprende de sus propios preconceptos y enfoca esta vieja cuestión de la relación del individuo con la historia con un criterio personal, intuitivo. En la realización, Groussac encuentra un justo medio y ubicado allí, el problema recibe una solución, buena o mala, pero orientada en un sentido concordante con el espíritu total de la obra; es la eterna cuestión que cristaliza en sus páginas, resuelta allí por una intuición genial; más que haber encontrado una solución, podríamos decir que una adaptación inconscientemente exacta del historiador, ha evitado el problema: hay en el logro de esta conjunción un trabajo filosófico y artístico: es una concepción poderosa vertida de mano maestra.
Es ciertamente sugestivo el que Groussac no haya intentado nunca escribir una obra integral; hubiera sido su trabajo el insignificante de la redacción, ya que nadie como él tenía el material organizado para tal empresa; él mismo nos dice, al pasar, sus razones y su temor. En un prefacio que escribió para el volumen en que resume sus estudios sobre Mendoza y Garay, dice, a propósito de algunas li-bertades que se toma en sus trabajos monográficos, que de proponerse escribir una historia general del Río de la Plata, habría de cambiar en algo la composición de algunos pasajes.
Yo creo que es fácil adivinar el motivo; Groussac profesa sin quererlo el culto de los hombres, algo que podría ser una exageración, una singularización del culto por lo humano. Su pluma, sólo entonces desobediente, abandona las apreciaciones teóricas y se vuelve hacia esas figuras que exaltan el gusto épico del maestro francés. Él ha sabido comprender el valor que en sí mismo tenían los personajes de nuestra historia colonial; él los ha llevado a su verdadero plano, despojándolos de ese velo legendario que tenían, según sus palabras, en los libros de historia para niños; y él ha sentido el valor simbólico de esas personalidades de difícil psicología y ha encontrado en algunos la más fiel representación del tipo de conquistador que España mandara y que ha dado a la conquista española un sello inconfundible. Este interés un poco literario del autor lo desvía de sus normas teóricas; su intuición, su sentido histórico, lo aprovecha para restablecer valores menospreciados en la teoría: Groussac compensa su interés con su comprensión; por eso estos hombres salen de cuerpo entero, sin quitarles ni agregarles nada, pintados con sus bajas ambiciones y sus conciencias turbias al lado de sus ambiciones nobles y su clara visión; el cuadro de las poblaciones se adapta al de los hombres; hay un velo de niebla densa en ellas; tras él se ocultan pasiones violentas que al despertar cambian por su violencia las relaciones mu-tuas. Groussac los pinta así y así simpatiza con ellos; es en estos hombres, sacados de una verdad documental y con un contenido intuitivo, en quienes Groussac encuentra los méritos y los deméritos: él juzga su valor humano después de haber juzgado el valor histórico de su personalidad. Pero Groussac ha mostrado que su afán erudito era de superior calidad; Groussac ha encontrado hombres, ignorados unos y olvidados otros, a quienes eleva hasta el plano de los grandes caudillos sin que sus proezas hayan trascendido de los viejos archivos a los monumentos públicos; son los olvidados de la fortuna, aquellos cuyas obras no persistieron, pero que demostraron condiciones sobresalientes que faltaban a muchos de aquellos a quienes las circunstancias o el azar elevara. Por eso dije en un principio que Groussac había conseguido separar a los hombres de esas circunstancias materiales que sólo lógicamente, con la lógica hermética de los cientificistas históricos, dan la pauta para su valoración.
Y este concepto de los hombres que impulsa sus trabajos, falsamente llamados biográficos, es lo que impide a Groussac emprender la obra integral: en ella los individuos desmerecen, aunque no tanto como sugiere él mismo, y su campo de acción se limita; visto en el amplio panorama de una civilización, cada hombre recobra su papel de elemento en el juego constante de personalidades que es la historia. En el conjunto, cualquiera de los dos papeles que represente una personalidad superior, sea el de encarnar el sentir colectivo, sea el de oponérsele, sufre una disminución cuantitativa de su valor. Groussac, aunque él mismo se contradiga en la teoría, aunque él mismo niegue en parte la posibilidad de medir con igual medida a las masas y a las personalidades aisladas, ha conseguido encontrar la relación y el sentido en que los individuos se mueven en el devenir histórico y ha orientado su historia en un sentido manifiestamente minoritario: una historia general hubiera sido para él una serie de pequeños renunciamientos.
Muchas de estas reflexiones me las sugieren los trabajos de Groussac que se refieren a la historia colonial, que son, teóricamente, los más significativos; esto se explica fácilmente; en las obras que con diversos nombres, generalmente propios, se refieren a nuestra vida independiente, una menor preocupación por el dato, explicable en la época y por la accesibilidad de los documentos, permite al his-toriador trazar la evocación del cuadro histórico con independencia y comodidad; es lo que pasa, por ejemplo, en uno de sus más hermosos trabajos monográficos, el titulado “El doctor don Diego de Alcorta”. En la vida de este modesto ciudadano que no hizo nada extraordinario, Groussac se ha detenido meditabundo y ha escrutado pacientemente el fuego oculto de su espíritu, uno de los pocos rincones no prostituidos del Buenos Aires de la dictadura. No hay allí la pasión de lo histórico, en el sentido clásico, ni podría imputársele el pequeño interés de la anécdota: una afirmación en este sentido sería hacer demasiado caso del epígrafe, sólo pálido reflejo del contenido.
Este trabajo es el más formidable de los cuadros que se hayan trazado de la época angustiosa de la anarquía; es el cuadro más extraordinario de la subversión moral y de la apatía política que preparara el camino de la dictadura. Desfilan por él las pequeñas pasiones encontradas, las ambiciones desmedidas y tras el mutis forzoso de caudillejos sin personalidad, la aparición de un poder que repre-sentaba la llegada de las masas gauchas a los puestos directivos, desde donde impondrían el desenfreno y el absolutismo en un marco de extrema depravación al cual todas las clases sociales habían llegado en el transcurso de quince años de inseguridad democrática.
Frente a este medio, hostil a toda acción cultural, Groussac presenta a este modesto profesor de filosofía que sin desligarse de sus compromisos para con la patria, llevaba un poco de serenidad a algunos jóvenes espíritus. Hay un artístico contraste; hay un gesto de vigorosa personalidad que el historiador descubre y estudia con fruición; hay una nota de profundo sabor humano que hace amable este cuadro de nuestro pasado.
Ahora bien; en Don Pedro de Mendoza, por el contrario, el interés está distribuido entre todos los aspectos que presenta la obra histórica; allí la investigación bien puede decirse que agota las fuentes informativas; allí Groussac es el expositor minucioso que no olvida detalle alguno y para quien todas las circunstancias son ilustrativas, pero sin que su función termine allí: esos detalles están orientados en un sentido dado y su reunión da un producto armónico que no necesita de la literatura para completar la psicología de un personaje o el aspecto de un grupo social; aquí la erudición determina resultantes que la desplazan del lugar preferente; y no es milagro; tal vez no sea ésta tampoco una muestra de su predisposición genial; se trata tan sólo de una comprensión admirable del exacto valor de cada elemento en la obra integral.
He presentado dos obras del maestro, a mi juicio, de las más alejadas entre sí: una, brillante, nos muestra al investigador quintaesenciado en un artista de amplia, de extraordinaria comprensión. La otra, más apagada, nos muestra al maravilloso constructor de cuya mano, mano maestra, ha salido la estructura perfecta de un libro. Pero ¿es esta diferencia otra cosa que una diferencia de medios? ¿No hay acaso un solo objetivo final al cual se dirigen los dos caminos que sigue el historiador? Para mí se resuelve el antagonismo en una diferencia metodológica: son dos caminos, pero dos caminos convergentes que llevan al mismo ideal humano, en el sentido más singular del vocablo; en el fondo de sus grandes evocaciones, el hombre —hecho histórico al fin— se mueve por el impulso vacilante, unas veces de su razón y otras veces de su subconciencia. Cada individuo lleva en su propio yo una posibilidad histórica que requiere el apoyo de una singular personalidad para realizarse, pero que puede no realizarse aun contando con ella. Groussac ha sabido desenredar la maraña de los hechos concretos y de allí han salido esas impedimentas de orden práctico que limitan la expresión de la personalidad. Groussac ha hecho justicia con filosófica tolerancia y ese sello indeleble le permitirá ser para siempre algo así como el patriarca de nuestra historia. Fue, justo es decirlo, cruel con algunos de sus contemporáneos: su ideal de humanidad lo compensó con el respeto a la justa memoria, sagrada para él, de todos los hombres