Hace pocos días, con motivo de la inauguración de las sesiones del Congreso, el presidente de los Estados Unidos pronunció el tradicional discurso sobre “el estado del país”, en el que manifestó sus puntos de vista sobre los principales problemas que preocupan a la nación y el mundo.
Fiel a su costumbre, el general Eisenhower fue parco y preciso. Cualquiera sea el juicio que merezcan sus opiniones, amigos y enemigos convendrán en que expuso con claridad y sin reticencias los principios rectores que presiden su política, encadenados rigurosamente y respaldados por una evidente compenetración con los sentimientos del pueblo norteamericano. Y consciente de su responsabilidad, expuso además los lineamientos de la acción que proyecta como jefe del Poder Ejecutivo, para la cual pidió el apoyo de la representación parlamentaria.
Como se sabe, el presidente norteamericano debe contar ahora con un Congreso en el que la mayoría está en manos del Partido Demócrata. Esta circunstancia quizá provoque algún choque entre ambos poderes en determinado asunto de la política interior, pero puede asegurarse que la identidad de miras en lo referente a la política internacional es casi absoluta. El representante demócrata Sr. Sam Rayburn manifestó, al tomar posesión de la presidencia de la Cámara de Representantes, que la mayoría demócrata no se propone “afrontar la tarea legislativa desde el punto de vista partidario”. Y el general Eisenhower, luego de declarar que había recibido de los líderes parlamentarios la seguridad de una cooperación sin reservas, manifestó que ofrecía a su vez la posibilidad de una política de colaboración y reclamó que se hicieran los mayores esfuerzos para evitar “una paralización de nuestros esfuerzos por la paz y por la seguridad internacional”.
La paz es el tema fundamental del discurso del magistrado norteamericano, a pesar de que ha tenido que hablar mucho de guerra y de preparativos militares; pero es innegable que el pueblo quiere la paz y el gobierno trata de asegurarla y consolidarla con los medios a su alcance y sin perder de vista las circunstancias exteriores, las amenazas y los riesgos. Claramente ha manifestado el general Eisenhower cómo se ve la paz hoy desde la Casa Blanca, a través del lente de las inmensas responsabilidades que enfrentan los Estados Unidos y a la luz de las experiencias de los últimos decenios. La paz que hoy vive el mundo es solo una paz insegura, ha declarado, y es necesario tornarla duradera; pero es menester que sea una paz justa.
Criticada acerbamente por las potencias orientales y, a veces, resistida cautelosamente por las naciones amigas, la política exterior de los Estados Unidos se ha fundado en los últimos tiempos en el principio de no ceder ante las amenazas ni cejar en los preparativos de defensa. En determinado momento adoptó el criterio de responder con represalias violentas a cualquier agresión local y, a lo largo de muchos meses, trató de consolidar sus alianzas con una tenacidad admirable. Todo ello revelaba el convencimiento de la Casa Blanca de que la paz en que hoy vive el mundo era una “paz insegura”, tras de la que se agazapaban las más peligrosas amenazas. Es el punto de vista que acaba de volver a enunciar el presidente de los Estados Unidos para justificar sus planes de acción.
La inseguridad de la paz proviene de las posibilidades de agresión del bloque oriental, cuyo “creciente poderío militar se basa en sus armas nucleares”. Los Estados Unidos tiemblan ante el fantasma de Munich, ante el fantasma del apaciguamiento, y sostienen que solo una eficaz preparación militar puede contener al posible agresor. Con ingentes sacrificios, con elevadas inversiones de dinero, con el esfuerzo de muchos hombres que se apartan de sus actividades normales, con la polarización de sus preocupaciones hacia los problemas de la defensa, los Estados Unidos creen cumplir con su deber en este instante de “paz insegura”, y solicitan de sus aliados seguridades en cuanto a la conducta a seguir y un esfuerzo proporcional a sus recursos para contribuir a la defensa de todos. Una política exterior de líneas claras y una política militar de gran energía dan a los Estados Unidos una inmensa autoridad en las circunstancias actuales, en las que todo el mundo libre, lo niegue o lo confiese, tiene puesta su última esperanza en el poderío norteamericano.
Pero el general Eisenhower ha señalado algo que no se había oído muchas veces: la paz, la paz que se persigue con tanto esfuerzo y sacrificio, a cuya conquista se sacrifican hombres y bienes, no puede ser la que resulte de un esfuerzo que solo se base en el miedo o en la coacción del aliado más poderoso. La paz, ha dicho el presidente Eisenhower, debe ser una paz justa.
Es imprescindible reflexionar serena y profundamente sobre este concepto. La injusticia y la injustificación de algunas situaciones han quebrado el vigor de la reacción del mundo libre contra ciertas ofensivas del comunismo. La política asiática lo prueba claramente. Si el mundo libre quiere tener la autoridad que necesita la defensa de sus principios, la autoridad que sus principios, limpiamente defendidos, pueden darle, es imprescindible que no cobije bajo sus banderas causas indefendibles bajo ningún pretexto. Una paz justa no puede reconocer sino situaciones justas.
El presidente de los Estados Unidos ha comprendido este problema y se refirió a él en su discurso, al menos en cuanto concierne a la situación de sus aliados. Un vasto plan económico servirá a esos fines. “Debemos aumentar el comercio y las inversiones internacionales y ayudar a las naciones amigas, cuyos inmensos esfuerzos no bastan aún para proporcionar el poderío esencial a la seguridad del mundo libre”, dijo el general Eisenhower. Pero acaso sirva más todavía el “apoyo a la libertad, la justicia y la paz” que enunció como uno de los propósitos de su gobierno, porque de ese modo se suscitará la buena voluntad de todos cuantos prefieren el mundo libre precisamente porque aman la libertad, la justicia y la paz, de los que no quieren ser una “máquina sin alma, que ha de ser esclavizada, usada y consumida por el Estado para su propia glorificación”. Con esa buena voluntad podrán moverse las montañas y se polarizarán los corazones en una cruzada para que el hombre sea, “como dijo el salmista, una criatura coronada con gloria y honor”.