En el caudal de la producción historiográfica es frecuente hallar el ensayo monográfico destinado a resolver el problema que plantea una determinada fuente, cuyas noticias interesa aceptar o rechazar con fundamento sólido; en cada período se encuentran diversos casos de esta especie que obligan un día al historiador a agotar su análisis para pesar con exactitud su valor testimonial. Sin embargo, no siempre este tipo de estudio conduce a caracterizar el valor historiográfico de una obra, para lo cual es menester ahondar en otros aspectos de su estructura que exceden la mera significación documental. Esta labor exige del investigador otras calidades y no abundan los ejemplos, quizá, en parte, porque se trata de un género de preocupaciones relativamente moderno.
Para que la investigación historiográfica se desarrolle es necesario, sin embargo, que estén a mano los repertorios o inventarios mediante los cuales se haga posible la observación del panorama completo de la producción de una época o de un tipo especial. Es ejemplar, en este sentido, el conocido manual de Fueter para la historiografía moderna, aun con las limitaciones que puedan señalarse, resultado de su carácter de primer esfuerzo más que de la calidad del autor. Pero la misión que cumple ese libro para el período que estudia no la llena ningún otro para otras épocas, ni por la vastedad de la información ni por la minuciosidad —a veces excesiva— de su clasificación.
Para la Edad Media, el vacío es más grave aún por circunstancias especiales; en efecto, muchas de las obras representativas de la historiografía moderna pertenecen, por otros conceptos, a la historia de la literatura o de la filosofía, y de un modo u otro han sido estudiadas alguna vez en esos campos; las de la Edad Media, en cambio, corresponden estrictamente al terreno acotado de la ciencia histórica y apenas es posible tener de ellas sino muy sucintas noticias; de ese modo, es urgente, en el estado actual de la investigación, una labor de inventario que posibilite su examen a la luz de un criterio historiográfico como el postulado por Croce, esto es, pesquisando la concepción de la vida histórica que subyace en ellas.
Cumple, en parte, esta misión el libro recientemente aparecido de Sánchez Alonso, celoso investigador del que ya conocíamos sus Fuentes para la historia española e hispano-americana.
Se propone en este trabajo ordenar el material historiográfico correspondiente a España, sin pretender —él lo confiesa— reemplazar la labor de la investigación monográfica que debe agotar el estudio de cada obra particular. Su propósito es más humilde pero no menos útil; se trata de enumerar las abundantes crónicas e historias que ha producido el genio español, estableciendo un principio de sistematización y definiendo cada autor y cada obra por sus características más notables. Aborda en el tomo que ahora sale a la luz el tema de la historiografía medieval —acaso el más difícil— y cumple en esta misión una labor valiosa de organización y caracterización.
No podría decirse del trabajo de Sánchez Alonso que constituye un esfuerzo de interpretación personal; él mismo insiste en que no ha sido ese su propósito. Cuando tiene que caracterizar un autor o una obra, prefiere acudir a los trabajos —si los hay— que hayan agotado el estudio y resumir sus conclusiones, reemplazándolas, en caso contrario, con sus propias observaciones; pero no se puede dejar de elogiar el tino con que elige las notas más destacadas en cada caso y la precisión con que ubica al lector frente a cada una de ellas. En cambio es fruto de su personal interpretación el criterio de clasificación por géneros y ciertos enfoques de la totalidad del panorama historiográfico en los que resalta la seriedad y agudeza con que se ha detenido frente a las obras fundamentales.
En el volumen que ahora sale a luz, Sánchez Alonso realiza un esfuerzo de información nada frecuente. Los ensayos parciales no abundan y gran parte de las obras examinadas plantean gravísimos problemas sobre los cuales no es fácil expedirse y a los que Sánchez Alonso trata con encomiable cautela y seguridad. De ese modo, tan sujetos a revisión como puedan estar a la luz de futuros trabajos algunas de sus afirmaciones, su libro es ya fundamental para los que estudian los problemas de la historia de la historiografía y los de la historia de España.
Sánchez Alonso divide la producción historiográfica medieval española en cinco períodos, cuyo estudio hace preceder de una visión de conjunto de la historiografía clásica. Destaca en esta introducción cuanto le interesa para establecer luego la filiación de la historiografía medieval y no faltan en ella algunas observaciones interesantes para reconstruir la línea del pensamiento histórico. Hecho esto, comienza a analizar cada una de las etapas que establece dentro de la producción medieval.
El inventario y análisis del período visigodo es breve y jugoso. Allí es donde interesa más el problema de las vinculaciones con la historiografía clásica y Sánchez Alonso las señala con breve exactitud. Y frente a San Isidoro o a San Julián, su caracterización es segura y fina.
Al tratar la producción del período que él limita entre la invasión musulmana y la época de Alfonso el Sabio, distingue entre la de origen cristiano y la de origen musulmán. Digamos al pasar que esta última está sujeta a revisión —sobre todo en el período anterior al siglo XI— después de la aparición del estudio de Sánchez Albornoz En torno a los orígenes del feudalismo, en cuyo tomo II plantea el problema de las fuentes árabes con nueva y más clara luz. Pero, en general, su ordenación es minuciosa y útil, y, en la parte dedicada a los autores cristianos, de sólida estructura.
El problema de los capítulos siguientes es menos escabroso. Algunos de los autores —recordemos a Pedro López de Ayala, por ejemplo— han sido objeto de minuciosos estudios en algunas, al menos, de sus facetas y Sánchez Alonso, sin perjuicio de esbozar más de una observación personal, puede limitarse a puntualizar las notas más significativas que han sido señaladas por los diversos especialistas.
En el transcurso de cada capítulo, se observa cierta reiteración del esquema clasificador. La historia general y la nacional, la de sucesos particulares y la religiosa, los libros biográficos y de viajes, son los tipos en los que Sánchez Alonso ve moldearse, en general, el pensamiento historiográfico y prefiere disgregar la obra de cada autor para amoldarla dentro de ese esquema. De este modo, el conjunto de la producción historiográfica aparece provisto de un sentido, cuya línea puede seguirse a lo largo del tiempo. Quizá en algún caso resulte objetable o corregible el plan, pero no puede negarse que se intenta, por primera vez, introducir un orden en el conjunto del fondo historiográfico medieval español. El esfuerzo es importante porque los intentos de comprender a fondo su significado —en el campo de la historia de las ideas— sólo pueden ser posteriores a la formación de un repertorio bien establecido, como este cuya realización comienza ahora Sánchez Alonso.