‘España en su historia’ de Américo Castro. 1948

RESEÑA DE “ESPAÑA EN SU HISTORIA” DE A. CASTRO

Sería difícil poder enunciar, siquiera someramente, dentro de los límites de una reseña bibliográfica, la multiplicidad de problemas, de ideas y de sugestiones que encierra el último libro de Américo Castro, verdadero almácigo del que podrán surgir con el tiempo vigorosos e inesperados desarrollos en el campo de la historia de la cultura española, además de los que el propio Castro logra de acuerdo con la orientación de sus estudios, o mejor, según los dictados de sus preocupaciones fundamentales. Son estas últimas las que han señalado a Castro el itinerario de su busca y las que le han insinuado algunos de los resultados que persigue. Porque ni su tema ni su actitud corresponden al orden de lo estrictamente académico sino que se entroncan con una palpitante inquietud que lo domina y trasciende en casi todas las páginas de su libro, por momentos conmovedor.

Castro procura desentrañar el problema de la peculiaridad de la vida hispánica y persigue ese secreto a lo largo de la historia de España, de acuerdo con una concepción muy moderna —expuesta y defendida al pasar en varios lugares— que le permite ordenar hasta cierto punto un riquísimo caudal de observaciones valiosas. Observemos de paso que nada prueba tan acabadamente la tesis que Castro sostiene en su libro como la mera enunciación del tema que se propone y aun el libro mismo en que se propone tratarlo. Porque fuera del ámbito hispánico parece carecer de sentido esta preocupación por definir la peculiaridad nacional —la hispanidad, la argentinidad, la peruanidad— que constituye en él casi una obsesión. La explicación acaso se esconda en estas nociones de vitalismo, de integralismo, de incapacidad para la absoluta objetividad que Castro reserva para caracterizar la vida hispánica, explicación que, por otra parte, puede servir para entender la original estructura de su libro, a veces aparentemente difusa. Sin duda podrán advertirse en sus páginas testimonios expresivos de lo que pudiéramos llamar una actitud existencialista. “La historia de la expresión humana —dice (pág. 308)— no es completa si se limita a presentar ordenadamente los lugares comunes que la integran, y que fueron depositados en ella por los aluviones del espíritu objetivo y preexistente”. Esta actitud incluye su propia experiencia dentro del cauce de la historia hispánica, y Castro no vacila en ofrecerse como testimonio lo mismo que ofrece la experiencia intelectual de Unamuno, de Ortega y Gasset y hasta la experiencia de su cambiante interpretación del pensamiento del primero. Nada es estable —piensa Castro como antes Pérez de Guzmán— en esa España que “se desvive”, que se busca sin hallarse y que cuando halla un perfil de sí misma lo descubre casi envejecido ya por la intensidad de la fuerza creadora de la vida.

Quizá por eso tiene a veces el libro cierto aire vertiginoso que proviene de su ideación apreciada por inquietudes hondas y lacerantes, de su elaboración premeditadamente antierudita, de su estructura imprecisa, dentro de la cual puede el autor reordenar la totalidad del mundo de su pensamiento con motivo de un tema aparentemente circunscripto y en el fondo universal e indeterminable. Castro reniega de los frenos que, seguramente, le imponía su formación filológica —dice expresamente: “Después de haber cultivado la erudición durante muchos años, declaro que ahora me preocupa escasamente”— y se lanza a la aventura de una comprensión estructural del fenómeno histórico por una senda llena de peligros y en la que se orienta gracias no tanto a su saber como a su inteligencia. Castro sabe muy bien que, como método, el que ahora adopta entraña graves riesgos; pero se decide por él a sabiendas y afirma explícitamente que no se espanta: “Quiero correr el riesgo de equivocarme”, dice. Ciertamente a veces se equivoca, o, mejor dicho, construye con la inteligencia edificios que no parecen suficientemente apoyados en comprobaciones rigurosas. Pero quien conozca su vasto saber y su rigurosa formación deberá sospechar que quiere equivocarse porque prefiere la posibilidad del acierto total a la poco fructífera labor de acumular datos. Así, su libro tiene alguna cosa de aventura. Pero independientemente de las cuestiones de hecho, puede asegurarse a ciencia cierta que ha conseguido, con su dramatismo y su comunicativo apasionamiento, otorgar estado público a un punto de vista rico en posibilidades para la comprensión de un fenómeno singularmente complejo, en el que la complejidad es esencial, y cuya peculiaridad se escapa de entre las manos cuando se intenta despojarlo de aquel carácter al reducirlo por el análisis a esquemas simples y lineales. Fuera y por encima de cuanto haya logrado en los desarrollos que ya ofrece, Castro ha realizado un aporte valiosísimo solo por esa circunstancia.

Sería difícil, ciertamente, establecer la absoluta novedad de todos los planteos que Castro nos ofrece. La escuela de los arabistas españoles —y especialmente Asín Palacios—, Amador de los Ríos, Menéndez Pidal y Sánchez Albornoz habían señalado pautas importantes, que por cierto no desdeña Castro, para ahondar en el análisis de la interacción cristiana-musulmana-judía característica del complejo cultural español. Castro, en cambio, parece llevar hasta sus últimas consecuencias las posibilidades de ese planteo señalando las notas en que se traducen las influencias encontradas dentro de las formas de vida y de la cultura hispánica.

Valdría la pena determinar —como se ha hecho para otros autores— los diferentes contenidos que ofrece yuxtapuestos este libro. Se vería entonces que involucra —como una prueba más de su propia tesis— varias y diversas obras de tema diverso, aunque de parejo sentido, cada una de las cuales podría constituir un estudio por separado. Pero no me corresponde la tarea de hacer tan menuda exégesis, y sólo interesa ahora destacar, en cambio, lo que proporciona unidad a este mar de ideas que Castro nos ofrece generosamente bajo el título singular de España en su historia. A mi juicio —acaso revisable tras una segunda o tercera lectura de las setecientas densas páginas que lo constituyen— dos temas principales se separan y se confunden a lo largo del libro: el del proceso histórico de la cultura española y el de la peculiaridad hispánica que se configura a lo largo de ese proceso —según afirma reiteradamente Castro—, pero que a veces, advirtámoslo, aparece como resultado de ciertas constantes insuficientemente explicadas en mi opinión. Señalemos ligeramente la ruta de ambos temas.

El proceso histórico de la cultura española arranca, en cuanto interesa históricamente, de la invasión musulmana, pues Castro afirma la escasa significación de los períodos anteriores, punto por cierto en el que me permito disentir pues no entiendo cuál es entonces el elemento cristiano que entra en juego con las influencias del Islam. Desde aquel momento comienza el proceso de interacción entre las dos culturas, que Castro ve realizarse en diversos planos, especialmente como vaga adhesión cultural de la cristiana a la musulmana, promovida por el reconocimiento de la superioridad de la segunda por la primera, y como reacción contra esa misma influencia en defensa de lo peculiar hispanocristiano. A través de varios capítulos, Castro muestra cómo se ha producido esa interacción a través de sutiles y penetrantes análisis de diversos grupos de fenómenos. Ante todo estudia el proceso en el campo lingüístico, deteniéndose no tanto en las apropiaciones de vocablos como en la adopción de modos de pensar o de vivir que aquellas apropiaciones suponen. Su más llamativa aportación parecería la que se relaciona con el origen de la palabra “hijodalgo”, atractiva, sin duda, pero sobre la que no es lícito que abra opinión un lego en materia filológica. La importancia atribuida a los supuestos que intervienen en la apropiación de vocablos y giros lingüísticos lo conduce a estudiar las costumbres y formas de vida que aparecen en el ámbito hispánico denunciando su origen musulmán, para llegar a los dos problemas que le atraen más —los más importantes sin duda— y en los que sobresale su aptitud para el análisis: la concepción de la religión y la moral y la significación de la literatura. Sería demasiado largo —y escasamente útil— enunciar sus múltiples y profundas observaciones en ambos campos. Pero podrían señalarse, por ejemplo, las que hace alrededor de la significación del culto del apóstol Santiago como contrafigura de Mahoma, del valor mágico de las creencias, derivado de la fe bélica de los musulmanes, y de la guerra santa, las órdenes militares y la tolerancia. Igualmente significativas son las observaciones respecto al problema de la experiencia religiosa, en Lulio por ejemplo. En cuanto a la literatura, su aporte parece ser de considerable importancia y el fenómeno literario se incorpora como pieza decisiva en la demostración del fenómeno histórico-cultural: repárese en las sugestivas indicaciones alrededor de la lírica, de la épica y de la prosa. Merece ser señalado especialmente el capítulo dedicado al Libro de Buen Amor, que acaso mereciera un volumen aparte y que ha de quedar como una pieza fundamental en la exégesis del Arcipreste, cualquiera sea la aceptación que merezcan en definitiva los puntos particulares de la tesis de Castro.

La primera etapa de la interacción de culturas se cierra en las postrimerías del siglo XIII. Hasta entonces, la influencia judía parece a Castro de escasa significación. Pero a partir de ese momento el fenómeno se complica debido a la ocupación de las regiones conquistadas por Fernando III, y queda señalada una cesura histórica acerca de las cuales las aportaciones de Castro son de importancia. Desde la época de Sancho IV hasta la de Fernando el Católico transcurre, en efecto, un período caracterizado por una sustancial modificación de la vida hispánica. Ahora los elementos judíos comienzan a tener una importancia decisiva a sus ojos y, conjugados con los musulmanes que ellos ayudan a incorporar, contribuyen a configurar una peculiarísima fisonomía de la cultura hispánica. Aparece entonces la prosa, la lírica y la literatura, en general, concebida como diversión y espectáculo, acaso porque se inicia una era de lujo antes insospechado. Aparece cierto decisivo mudejarismo que obra sobre algunas manifestaciones de la creación y también sobre el tono general de la vida, en el que, por otra parte, se hace sentir la presencia de un elemento popular, acerca del cual seguimos, por cierto, a oscuras, a pesar de algunas felices observaciones de Castro que no me parece, con todo, que lleguen al fondo del problema.

Castro se detiene al concluir el período que considera de génesis de la peculiaridad española, aunque ofrece al lector múltiples rastros para seguir su análisis a través de la época moderna. El padre Mariana, Santa Teresa, Quevedo, Cervantes, la novela picaresca, toda la España postinquisitorial, en fin, le sugiere agudísimas observaciones que se enlazan con su tesis fundamental. Pero su análisis sistemático se limita al proceso de génesis durante la Edad Media, porque el propósito de Castro es mostrar cómo se ha ido delineando en su transcurso la que considera peculiaridad hispánica: una peculiaridad hispánica que destaca por medio de algunas notas de fácil enunciación, pero cuya esencia enriquece a lo largo de todo su libro mediante una constante reiteración del tema. Por esa circunstancia la enunciación sólo puede ser pobre al lado de la densidad que Castro logra en la totalidad del libro.

El nudo de esa peculiaridad reside —ya se ha dicho— en la interacción de los elementos cristianos, musulmanes y judaicos. A ella se debe, según Castro, la situación de España con respecto a la cultura occidental de Europa durante la Edad Media y luego durante la Edad Moderna, caracterizada por cierto aislamiento —¿provocado por la acción de los judíos?— y cierta irreductibilidad de algunos módulos vitales con respecto a los esquemas racionales vigentes en Europa. España vive “desviviéndose”, dice Castro, agitada por una profunda zozobra: “una forma de vida cuyo inicial y constante problema es la inseguridad y la angustia en cuanto a su mismo existir, el no estar en claro, el vivir en dudosa alarma” (pág. 39). Acaso tenga que ver con esta actitud primordial —nacida del contacto de culturas— el singular entrecruzamiento de realidad e irrealidad en que ve transcurrir la vida hispánica, para la cual tiene vigencia indiscutida el milagro inexplicable e inexplicado, la esperanza mesiánica, el misterio, en fin. Sólo el hombre, la persona humana, constituye una irrefragable realidad para el vivir español, para el que todo se resuelve dentro de una actitud vital, dentro de cierta tendencia que Castro llama “integralismo” y que analiza en repetidas oportunidades. El mito se conecta con la experiencia —señala hablando del Cid— y el hombre se sumerge en cierta atmósfera en la que se funden su mundo interior y su mundo exterior. Frente a una sola realidad, en la que no se discrimina el “dentro” y el “fuera”, el español, piensa Castro, sólo puede oscilar entre la religiosidad y el anarquismo sin desmentir nunca su radical actitud frente al mundo que lo rodea.

Sería inútil seguir intentando un rápido resumen de las ideas fundamentales de este libro, en el que ha de sumergirse quien se interese por el tema de la cultura española con incontenible interés, seducido por su vivacidad y su dramatismo, sacudido por su vigorosa, aunque a veces discutible fundamentación, y obligado en ocasiones a modificar muchos de sus puntos de vista. Seguramente promoverá la polémica porque sorprenden muchas de sus afirmaciones categóricas y será necesario estudiar a fondo algunos de los puntos que Castro da por resueltos. Pero para nadie será estéril la lectura de este libro en el que Castro quiere —y logra a veces— llegar a la raíz misma de los problemas fundamentales.