Hay figuras históricas que infunden en el ánimo un secreto pavor, porque brilla en ellas cierto signo revelador de una potencia sobrehumana. Sarmiento pertenece a este género de individuos, a los que no es posible acercarse sin un temblor extraño. La voluntad parece en ellos una fuerza de misterioso origen y se los siente con algo de demiurgo, entre cuyos dedos cobra el limo de la vida forma y sentido. Por el ejercicio de esa voluntad, la historia se transforma, fluyen y se elaboran los tiempos. Por la sola virtud de su acción, fuerzas contrarias o dispersas se organizan en el sentido impuesto por su gesto mágico y concurren, sumisas, hacia la meta señalada. Contra toda determinación, contra toda fatalidad, triunfa la voluntad creadora.
Nada define tan visiblemente la personalidad del noble sanjuanino como esta virtud de la voluntad indomable. Ni su talento clarividente, ni su cultura superior, ni su existencia inmaculada. Tenso como la cuerda del arco, todo su ser parece concentrarse en el impulso de esa flecha aguda y certera que era su voluntad, anhelante tras el blanco elegido. Porque la voluntad era en él solo instrumento de un ideal preciso y claro. Nada arbitrario, nada esporádico, nada que no encontrara en su espíritu una conexión lógica; porque lo típico de esta voluntad era como servir un plan y cumplir un propósito cuya arquitectura había sido madurada por su cerebro poderoso y privilegiado. Conocía los medios y los fines, lo inmediato y lo remoto, lo pequeño y lo gigantesco, pero nada irrumpía en su espíritu arbitrariamente sino que cada cosa parecía hallar lugar preciso en el orden imaginado, tiempo debido en el plan maduro.
Por esta virtud de la voluntad fue Sarmiento un estadista sin parangón en la Argentina. Pero también por ella, así como por otras calidades de su espíritu multiforme, fue maestro, fue historiador y sociólogo, fue lo que el héroe debe ser antes que todo para que su grandeza fructifique: hombre de carne y hueso, en el que el error vigorice el acierto y en el que la pasión exalte la ecuanimidad. De todo aquello que fue Sarmiento como héroe el Facundo es testimonio cierto, y a los cien años de su aparición cobra brío renovado su enérgico clamor por la civilización y la justicia; pero de todo aquello que fue como hombre, acaso guarden los Recuerdos de provincia más ajustada resonancia. Humano, nada humano le era indiferente, y los hombres y mujeres que pasaron a la vera de su existencia dejaron en él una imagen que se esforzó por reproducir, animada con el calor que solo puede dar un espíritu generoso y profundo.
Es extraño que en el examen reiterado de su personalidad no se haya reparado en esta virtud —de historiador y de literato— que posee Sarmiento para recoger las imágenes individuales. El tema merece un estudio. Don Domingo de Oro, el deán Funes, la noble Paula Albarracín desfilan en Recuerdos de provincia evocados con una grandeza profunda y recogida que solo es dada al que posee excepcionales dotes. El carácter y el accidente, la ondulada ruta de la vida individual y el arquetipo ínsito en ella surgen con leve trazo en el relato y comunican a la evocación la hondura de la penetrante observación que la suscita.
Acaso el tema merezca un estudio. El Lincoln, el Chacho o el Quijote que se dibujan como fondo permanente en el Facundo poseen una estructura no menos firme. Y los rasgos con que dibuja la breve existencia de Dominguito revelan la rara aptitud para llegar hasta la médula de lo humano sin olvidar la ruta para volver a elevarse luego hasta el duro bronce de las formas precisas y perennes.
¿Hay un Sarmiento biógrafo, de rara sensibilidad para captar el hondo secreto de las vidas individuales y aun para ordenar la vida histórica alrededor de ellas? Quizá su acción poderosa y gigantesca, su extraversión continua, no sean sino una de las dos caras de su proteica personalidad.