Sistemática de las nuevas vidas. 1931

Presentación

Luis Alberto Romero

Cuando escribió este texto, José Luis Romero tenía 22 años, estudiaba historia en la Universidad de La Plata y trabajaba como maestro de grado en Buenos Aires. Era cinéfilo y estaba concluyendo su experiencia con la revista Clave de Sol.

Esta versión -probablemente hubo anteriores, por la prolijidad del tipeo- tiene mínimas correcciones manuales, sobre todo acentos, algunas fallas de tipeo, y un comentario manuscrito al margen, al principio. Está firmada al pie y se indica la fecha precisa. Es posible que haya hecho otras copias para que otros lo leyeran los amigos, o sus hermanos Francisco, Joaquín o Manuel.

No la publicó. Pero la guardó en su archivo, que en algún momento posterior a 1966 fue reordenado en función de los libros planeados sobre el mundo burgués, Latinoamérica, las ciudades y la vida histórica. En cada caja reunió materiales muy diversos, algunos muy antiguos, referidos al tema del libro planeado. Esas cajas estaban en una pequeña biblioteca junto a su escritorio; el resto del archivo y los ficheros estaban en otro mueble, poco usado. Este texto estaba en la caja de “La vida histórica” y “El hombre y el pasado”. 

El texto es posterior a “Biografías de ayer, vidas de hoy” (Clave de Sol, 1930) con el que tiene algunos vínculos, sobe todo el uso del término “vidas”.  También con los trabajos posteriores sobre los tipos historiográficos y la biografía, reunidos en un volumen en 1945. Por su ambición, se relaciona con “La formación histórica”, conferencia de 1932 (Santa Fe) publicada en 1933. Debe leerse en el contexto de esas publicaciones.

El título es algo críptico, de uso interno. Significa -creo- “una reflexión sistemática sobre las biografías modernas”, esas que en el artículo de Clave de Sol denominó “nuevas vidas”.

Los ejemplos históricos provienen de la historia y la literatura greco romana. Menciona a Ortega y Gasset y también a Simmel, una referencia significativa. Pero no se propone internarse en debates. El texto tiene el estilo asertivo y un poco ampuloso de los trabajos publicados por entonces. Pero a la vez parece ser más bien una reflexión interior antes que la primera versión de algo comunicable. Está rondando un tema, que en mi opinión, no llegó a resolver, compuesto por distintas cuestiones que en trabajos posteriores, reunidos en 1945 en Sobre la biografía y la historia, se irán deslindando. Su presencia en la caja de archivo del libro por escribir parece indicar que en su etapa madura todavía encontraba allí algo útil.

Sin duda no tiene el nivel de elaboración de los textos publicados y de otros inéditos, pero sí una ambición que juzgo útil para reconstruir esa etapa inicial de su pensamiento.


Sistemática de las nuevas vidas. 1931. Inédito

Julio César

He llamado a este trabajo sistemática de las nuevas vidas, y nada más lejos de mi ánimo que querer hacer una exposición estricta y pretendidamente definitiva y cerrada. La biografía, como expresión de una conciencia moderna, no ha terminado aun de plasmarse en realizaciones efectivas, y es acaso prematuro el intentar la determinación de su trayectoria. Yo querría solamente entregar a la inquietud de los que me escuchen algunas vagas directivas para la apreciación de su valor.

Quizá surja, previa a toda disquisición, una pregunta: ¿Qué son las nuevas vidas, esa larga cadena de libros, de los que no podemos, ya, prescindir, y que traen a nuestra soledad un cálido fervor humano, toda la humana comprensión? Yo no sabría sino responder que son vidas, vidas de hombres y mujeres, expresadas en un máximo de fidelidad.

Pero para aclarar el sentido primero de mi convicción es indispensable que yo establezca una diferenciación fundamental entre las vidas – estos libros nuestros tan caros a nuestra emoción contemporánea – y las biografías – libros clásicos, Plutarco, Cornelio [Nepote], Macaulay.

La biografía era expresamente la narración de la vida de alguien y en ella trascendía la personalidad del narrador, que traía a cada instante la alusión adecuada para mejor acentuar el rasgo personal y característico. Pero como había un juicio de valor que resultaba de la constante presencia del narrador, toda la existencia del personaje se mostraba a través de esos supuestos, inevitables en la conciencia del escritor.

Esta es la radical divergencia entre la biografía clásica y las nuevas vidas; se ha sentido la necesidad de evitar todo juicio de valor porque la valoración no podía hacerse según otro sentir que el del actor mismo. Hay en cada personalidad supuestos irreductibles a toda otra conciencia – que son precisamente los que explican toda conducta y toda convicción – que es imperioso respetar en toda su típica y privativa estructura, so pena de quebrar la raíz, la fuente primera de toda individualidad. Las nuevas vidas no tienen otra pretensión que presentar – no narrar – una vida. Presentarla sin justificación ni vituperio, sino como concorde con una actitud de conciencia, base y raíz -decía- de todo obrar y sentir.

Esa es para mí la dirección de las nuevas vidas. Comprender una individualidad en función de sí misma, sin otra explicación o sentido que la que resulte de la misma conciencia.

Las nuevas vidas, la obra cumplida, Strachey, Maurois, Ludwig, Pourtalès, Lamb, Brion, ¿han llegado a cumplir en su obra tan difícil y sutil principio? Yo dije al principio que acaso fuera prematuro el intentar la determinación de su trayectoria, ya que, como expresión de una conciencia moderna, no había llegado la biografía al fin de su camino. Pero es evidente que a esta altura de su marcha está ya muy avanzada en su definitivo logro y que ha dicho ya lo bastante para afirmar su íntimo sentido.

De todas maneras, aun cuando las vidas no expresan en si mismas con la mayor altura tal dirección, está la vida misma en su sentido moderno expresándolo puramente. Creo que las nuevas vidas, con ser hechos de honda importancia en varios sentidos, son, como expresión de la vida moderna, aspectos de una integral manera de comprensión. Toda nuestra existencia la sentimos condicionada en pareja manera y las nuevas vidas solo son el reducto que en tal frente ocupan la literatura y la historia extrañamente unidas y acordadas. Yo quisiera mostrar, aun sin estar muy cierto de lograrlo, cómo nuestro creer en las nuevas vidas no es sino un más alto creer nuevo en la vida misma

[Nota del autor, al margen: “aclarar más esto. sintetizo (?) mucho “4]

Las vidas que se nos ofrecen

Yo no se que haya espectáculo más complejo, más hondo y vario, que ese que las vidas humanas nos ofrecen cuando las pensamos como hombres, cuando las sentimos como posibles vidas nuestras, cuando las intuimos vidas legítimas de hombres a quienes sabemos torturada su esencia por eso que es en nosotros humanidad. La vida humana se torna entonces para el espectador el campo mas rico en experiencia, cristal donde se refractan para nosotros todos los resortes vitales que acaso no podamos tocar, aquellos que quisiéramos para nuestra vida, los que nos gusta ver en las vidas de otros, los que suponemos supremos en el vivir humano. Todas estas incontables posibilidades de vida, se nos dan generosamente en este campo que ante nosotros tenemos, casi virgen. Ser espectador implica juntamente vivir nuestro destino y saber lo que guardó la vida para otros, sentir los destinos que pasan a nuestro lado, y ser cada vez más conscientes del nuestro para ser a la vez más fieles a él. Y tras mucho mirar las vidas aprendemos en ellas a no esperar tan sólo el acto heroico o la actitud mezquina, sino también a buscar con celo y con pasión el tono humano que todas ellas guardan, escondido a veces bajo las mil máscaras que todos usamos para vivir.

Fuera ingenuo creer que una vida es un plazo limitado de días. Lo que transcurre en ellos no es por lo general sino lo que cada vida tiene de subalterno y elemental. [N. del Ed. Desde aquí y hasta el fin del párrafo siguiente hay una marca al costado] Hay, junto a ése, otro tiempo, tiempo sin unidad, legítimo tiempo del hombre, en el que transcurre su pensar y su sentir, su creer y su esperar, en el que se prende como por sutiles tentáculos, todo lo que en su espíritu es imperecedero, y que por estar más allá del tiempo, no espera ni teme a la muerte.

Visto desde fuera, un poco a distancia, todo lo que es proyección de una personalidad, todo lo que responde a las íntimas vivencias del hombre, no puede ser reunido y juzgado bajo un mismo sistema de valores, confundido en una sola perspectiva. Esto nos enseña el mirar de lejos. Todo eso que es proyección de una personalidad se reparte, para quien mire agudamente, en dos planos que sólo es lícito juzgar por dos sistemas de valores distintos y casi opuestos.

Jesús

Los valores inmediatos

Por una parte hallamos los valores inmediatos, valores de presencia, con los que juzgamos aquellas cosas que sólo afectan a lo que en nuestra vida es inmediato e intrascendente; esas cosas importan tan sólo a lo que en cada uno hay de contingente, de arbitrario, de pasajero; importan a nuestros apetitos, a nuestra condición de individuos sometidos a una serie de formas que no podemos quebrar sin que todo el grupo humano al cual pertenecemos se resienta más o menos legítimamente. [N. del Ed. Al costado, signo de interrogación] Estos valores inmediatos son los que con mas pasión absorben el pensar del individuo medio, porque a ellos responde todo aquello que por elemental, y por vitalmente radical, es común y solidario en grandes grupos. En ellos, todos los sistemas de valores han ido sufriendo progresivamente una disminución de nivel, un rebajamiento de intensidad, proporcional a la extensión que se iba logrando. A este sistema de valores disminuido, miope para todo lo que sea larga proyección hacia el futuro, responden todos los actos, todas las situaciones que solo importan porque están, porque hay una presencia material inevitable, que sin lograr trascender de sí misma, impone una momentánea atención, una atención forzada que sólo se soporta con pena y que se querría eliminar a no saberse que no es lícito destruir la síntesis humana.

Hay entonces en las actitudes sujetas a este modo de valoración, una característica esencial: que no valen por sí mismas, que son por sí mismas despreciables, pero que condicionan otros valores más altos, coaccionando el legítimo ser del hombre.

Yo invitaría a pensar en aquel momento de la vida de Julio César en que, a punto de partir para España, en cuyo mando tanto confiaba, se vio sitiado por los acreedores despiadados que vociferaban su absurda pretensión de recobrar el dinero prestado. Lo salvó entonces un amigo poderoso, que de no acudir, hubiera dejado fracasar una empresa que tanto importaba al prestigio y al porvenir del general. Era la baja vida rebelada, que intentaba aniquilar esta soberbia palanca que se alistaba para mover al mundo romano.

Pero yo no creo que haya quien, puesto a pensar en este magnífico destino, se acuerde intencionadamente de esta humorada. Todo eso sólo vale como negación de un sistema de vida impuesto que él rechazaba soberbiamente; es decir, que tiene un sentido negativo que si es cierto que coaccionaba su personalidad, cierto es también que tiene el mísero destino de sólo valer como coacción. Atenerse a estos solos valores, eso y sólo eso es la vida vulgar: pensar que la vida no es sino aquello que se nos da, que nos ofrecen, que nos dejan, podría decirse.

Los valores mediatos

Porque toda vida que se busca en sí misma, aquella que se sabe difícil de hallar, esa trasciende de este elemental sistema de valores. Esa vida incluye en sí, claro está, esas actitudes inevitables, pero ha puesto por sobre ellas, en un plano de otro más alto tono vital, la seguridad de un destino superior que cumplir. He ahí la revelación que nos hacen las vidas. Todo un enorme conjunto de acción, de pensamientos, de reacciones parece como dotado de un sentido que trasciende del individuo mismo y que sólo atiende a un destino histórico, del que no siempre tiene clara noción el hombre. A veces ese destino se presenta en tales condiciones que pudiera decirse que se ha vuelto contra el individuo mismo; ha habido que superar al individuo como tal para el cumplimiento de un destino y parece como si un impulso ciego, paradójicamente claro vidente, quisiera impedir que el hombre reivindicara para si su vida elemental y quisiera, viviéndola, evadirse del imperativo histórico.

Tiempo, objetividad y vitalidad de los valores mediatos

Todas las actitudes que entran en este orden último, no podrían en forma alguna caber en el estrecho marco de los valores inmediatos; justamente su virtud consiste en no serlo, en no ser inmediatas, en estar animadas de una gravitación de tiempo, en tener el futuro potenciado en si. Hay para ellas un cuadro de valores de más alta categoría, en el que se respeta esa peculiar esencia de las actitudes nobles, esa necesidad de ser un poco extemporáneas, de no ser estrictamente actuales, que si lo actual ostenta como virtud su no-pasado, también ostenta a veces su limitación de no–futuro. Para estos valores, esos tres términos con que se quiere condicionar la vida -pasado, presente, futuro- no existen rigurosamente. Sin querer ser eternos, tienen en el tiempo una elegante libertad y se mueven por él al impulso de otras categorías que no las imperiosas del fariseo: no hay años ni días para el fervor del místico, o el valor del héroe, o la virtud del justo.

La épica, donde se plasmó primero el espíritu noble del hombre, logró por virtud de la joven elevación poética fundir esencialmente los héroes con el tiempo. Aquiles o Diomedes, Rolando o Sigfrido, no eran de ayer o de hace mil años: eran de un pasado tan legítimo y puro, que no fue nunca, nunca presente. Y hoy están vivos Aquiles y Diomedes, Rolando y Sigfrido. Aquello que había de perdurablemente pasado en ellos, era lo eterno. Esas virtudes, las que se admiraban y se seguían. Y era espíritu noble y perdurable sólo por escapar de toda determinación temporal.

Pero no basta este carácter de atemporalidad para escorzar el alto vuelo de los valores mediatos, y hay que ahondar en sus notas características para diseñarlos con precisión. Frente a aquellos valores inmediatos, aquellos que solo valían porque estaban, esto es, porque alguien los apreciaba o los veía realizados en algo, estos otros valores, valores mediatos, valen objetivamente, con prescindencia de que se los niegue o se los reconozca. Subsisten por eso contra toda oposición y toda negación; hasta la negación consciente o involuntaria del sujeto mismo en que se realizan, puede ser superada por esta virtud suya, y suele el destino histórico de alguien – ese destino que contra todo vemos cumpliéndose en una vida – luchar y vencer contra una ceguera dominante y que ha llegado hasta los ojos con que el hombre mismo contempla su vida. Sócrates se sentía maestro de desocupados, y Cervantes se burlaba con bonhomía de su Quijote.

Solo así, inmunizados por una absoluta objetividad, podrían subsistir. En este orden de valores entran aquellos que presentan preferentemente un alto índice de vitalidad – audacia, comprensión, riqueza vital misma – y hay en ellos una íntima fuerza de choque que los rechaza contra todo lo inerte y desvitalizado. Presentan así, todo ellos, un aspecto insultante, algo como la convicción de su perdurabilidad.

Dos planos existenciales según los dos sistemas de valores: baja y alta vida

He aquí que existen, evidentes, dos planos en toda vida según que las actitudes se encuadren en uno u otro sistema de valores. Hay una alta vida, en la que cada cual realiza su parcela de espíritu noble, y en la que todas las actitudes son dirigidas por su mandato. Esas actitudes no están condicionadas por las normas del vivir cotidiano y son independientes de aquellas contingencias inmediatas que opongan un veto, temeroso y asustadizo, a todo lo que por estar animado de un más poderoso empuje, pudiera parecer excesivo, o violento, o desatinado. Esas actitudes, las que son constitutivas de la alta vida, sólo cuentan como tales vistas desde lejos, cuando se puede apreciar la dirección en que estaban encaminadas, dirección inherente a un destino global que trascendía de lo individual y momentáneo, para estructurarse en un sistema de actos, o de pensamientos, o de aspiraciones, que abarcaban o una época, o un carácter nacional, o un grupo social.

Son todas éstas, entidades históricas, en las que se manifiesta un destino con mucha frecuencia opuesto o discordante de aquel del individuo en sí. Para su logro definitivo y valedero hay que recurrir a destinos segmentados, pedazos de destino, de individuos que no pueden vivir su legítima vida sin malograr siquiera en parte ese otro destino mas alto, mas trascendente, mas perdurable o mas valioso acaso, en abstracto. Pero otras veces la vida de esas entidades sólo se dedica a favorecer la expresión de la libre individualidad y entonces a su vez, es el propósito colectivo lo que debe sacrificarse, la intención socializadora, todo lo que pueda anular al ser, limitarlo o entorpecer su entero desarrollo. Hay entonces destinos que trascienden de aquellas cosas que pertenecen al vivir elemental, al ser primario de cada individuo, y todas las acciones que se dirigen hacia el logro de ese fin necesario, pertenecen a esa vida noble, eso que yo llamaba la alta vida de cada uno.

Frente a ella – sólo a veces por debajo de ella – esta ese otro vivir elemental que cada uno vive como hombre: es la baja vida. A ella responden nuestros apetitos y sobre todo nuestros egoísmos: es lo que tornándonos temerosos nos hace callar, lo que nos amenaza o nos seduce para que no seamos lo que por nosotros mismos seríamos, es lo que, despreciado y pequeño, nos fuerza y nos cohíbe en la expresión de nuestro ser. Es una sublevación, todo lo que se rebela contra lo excelso y preclaro del individuo, todo lo que sufre el aguijón de lo perenne en su perecedera carne de muerte. Baja y alta vida – dos planos irreductibles – no podrían entonces ser percibidos de idéntica manera; aquellos sistemas de valores que habíamos aprendido a distinguir, mirando de lejos las vidas, se nos vuelven a dar evidentes y paladinos mirándolas de cerca, aun en la nuestra propia. Eran los valores inmediatos, valores de presencia los que la baja vida determinaba, y eran los valores históricos, valores mediatos, los que se desprendían de la alta vida.

Waldo Frank, 1920

Doctrina de la no–mutilación

Simultáneamente, como anverso y reverso, una como condición necesaria de la otra, coexisten las dos. Vivir no es sino plasmar en realizaciones evidentes estos dos sistemas de valores que se saben en última instancia directores de todo vivir. Sucesiva, o simultánea, o paralelamente, estos valores van logrando concreciones en las cuales se manifiestan cualesquiera de ellos. Algunas actitudes los muestran unidos y no se sabría distinguir donde termina el uno y el otro comienza. Quizá sea eso lo más frecuente. Cada vivir es tan complejo como para mostrar en un mismo momento unidos valores tan dispares como la ambición mezquina y la clara visión.

Por eso es artificial toda separación de la alta y de la baja vida. Alta y baja vida son dos términos de una ecuación que sólo sumados equivalen al vivir absoluto. Cada vida puede variar su proporción, matizar el contenido de cada uno, reducir uno a costa del otro, pero sólo hay una cosa que no puede hacer, y es anular uno cualquiera de los dos. Yo no se que sea menos humano un gran defecto que una gran virtud: toda la diferenciación, toda la oposición que se ha planteado entre los dos, todo el elogio y el vituperio que alrededor de los dos pueda tejerse, no hace sino confirmar que tanto uno como otro – no uno menos que el otro – son legítimos productos de humanidad. Y si una sociedad, una conciencia moral, un principio de derecho, ha creado una reprobación definitiva, es porque había la convicción de que eran los dos productos fijos, inalienables, constitutivos, de lo humano. Nada mas absurdo ni mas ingenuo que querer construir la apología del hombre sobre esa ilícita mutilación. Además de ser inevitable, yo creo que el hombre tiene – en absoluto – el derecho de no ser perfecto, siendo fiel a sí mismo, así como la sociedad tiene – en absoluto – el derecho innegable de defenderse de su imperfección. Todo lo que sea darla por no existente, todo lo que sea pueril propósito de querer evitarle a la humanidad la vergüenza de vivir su baja vida, es mutilar irreparablemente el torrente vital, y es, sobre todo, suprimir lo que es fuente y contraste y explicación de la otra mitad de la vida.

No es lícito entonces separar una de otra, alta y baja vida. Son planos igualmente valiosos en su origen, cuya diferencia de categoría sólo es posible en un sistema de vida humana, esto es, de hombres atentos a su vivir de tales. Pero comprender una vida implica no dejar de lado ninguna de las raíces posibles de todo querer, pensar o sentir; y querer explicar el querer, el pensar o el sentir del hombre por solo lo que hay en su vivir de alta vida, es querer cegarse a la experiencia histórica, a esta vida que llevamos mirando correr ante nosotros y en nosotros mismos.

Todo vivir legítimo, todo vivir contemplado en su radical complejidad, nos ofrece al par los dos planos existenciales: fuera orgullo o torpeza querer anular uno para engañarnos sobre lo que es nuestra vida; amamos demasiado nuestro yo elemental, ese que el hombre ha querido hacer callar en vano, despreciándolo como los cínicos, o atormentándolo como los cristianos, o ignorándolo como toda filosofía racionalista. Descartes se angustiaba ante la impotencia de no ser el hombre infalible: ¿Cómo es posible el error, decía, si está hecha la inteligencia para la verdad? No nos olvidemos en cada vida del error y de la verdad.

Hay frecuentes oposiciones

Tenemos frente a frente y sabiéndolo inseparable, lo que hay en la vida de noble y duradero – destino histórico, según valores mediatos – y lo que en la vida hay de egoísta, del bajo yo – baja vida, según valores inmediatos –.

La vida histórica nos enseña que hay en la coexistencia y simultaneidad de ambos, elementos para el logro de las vidas. Pero otras veces, parece como si esa misma vida histórica se empeñara en que estos dos sistemas de valores se opusieran irreconciliables para provocar, sea en una conciencia, sea en un grupo social, crisis radicales. Es entonces cuando menos cabe cegarse a la evidencia de que coexisten con igual legitimada ambos valores, pero es entonces también cuando se advierte con mayor claridad, cómo la mejor apología del hombre no es la construida sobre la limitación y la mutilación de su capacidad, sino la que se edifica sobre una preferencia y perdurabilidad de unos valores sobre otros.

Enseñaba Jesús un día a sus discípulos como convenía que el hijo del hombre padeciera y fuera muerto y resucitara después de tres días. Fue Pedro quien entonces le reprendió, quizá porque aquella necesidad superaba en mucho su capacidad de sacrificio. El maestro comprendió que era sólo un hombre – un hombre lastrado por la baja vida – quien tenía delante, y le reprendió con estas palabras: “Apártate de mí, Satanás, porque no sabes las cosas que son de Dios sino las que son de los hombres”.

Estaban frente a frente; Jesús había despreciado todo lo que no fuera lo que hay de divino en el hombre; mandaba a sus discípulos que no llevaran nada para el camino, ni alforja, ni pan, ni dinero en la bolsa y les decía: no estéis afanoso de vuestras vidas, que comeréis, ni del cuerpo, que vestiréis. Pero Pedro era sólo el espíritu mezquino que sólo sabía frenar los altos impulsos y recordar a Jesús que eran hombres y de barro. –Había sin embargo demasiada convicción en el maestro para que descendiera hasta él y se contentaba con fijar cual era la esfera en que él vivía y cual aquella en que vivía el discípulo: porque no sabes las cosas que son de Dios sino las que son de los hombres.

Esta oposición de los dos planos de vida se halla a veces manifiesta en una conciencia en la que se debaten furiosamente para lograr la preferencia consciente del individuo. Son grandes crisis espirituales: de provocarlas y menos aun de solucionarlas valiosamente, sólo son capaces aquellos espíritus preclaros que alcanzan un día a ver con luz nueva la vida vieja y que no preguntan si el resplandor puede cegarlos.

Es el caso de los convertidos. En un recodo de la vida una subconciencia irrumpe violenta y se impone por el peso de una potestad indiscutible. La razón nada pregunta a la recién venida; parece como si la vida pasada se hubiera sepultado por el peso de esta conciencia nueva: de todo lo que era convicción profunda, acaso consciente, nada pesará ya en el ánimo del convertido. Hay un momento de esa vida en que la conciencia es advertida de la existencia de esos valores nuevos y automáticamente se oponen a los otros: hay una preferencia inmediata, un rechazo definitivo y categórico. De entonces en adelante solo valdrán esos nuevos valores que se saben perdurables, que se saben capaces de potenciar un tiempo futuro: ese y no otro es el significado del camino de Damasco. Fue a la mitad de una larga jornada cuando irrumpió la nueva verdad en el espíritu de Saulo el fariseo. A la pregunta de ¿por qué me persigues? No hubiera podido responder con fundamento perdurable, con razones que trascendieran de lo circunstancial. Había una verdad ante los ojos del judío – de todos los judíos –. ¿Quién era el espíritu alerta que comprendería su vigor? ¿Y su eternidad? Fue él sólo, de los que iban camino de Damasco, quien supo oír la secreta voz que desde lo profundo hablaba. Y decía Pablo hablando al pueblo reunido ante las gradas de la fortaleza: y los que estaban conmigo vieron a la verdad la luz y se espantaron; mas no oyeron la voz del que hablaba conmigo. Se espantaron, tal la actitud del débil ante la verdad nueva, ante los valores definitivos que se revelan a los espíritus confusos o sugestionados. Sólo los Pablos saben oír la voz que la luz deslumbrante anuncia.

Ese es el instante en que frente a frente se encuentran los dos distintos planos: elegir, preferir los unos a los otros esa es la gran cuestión. Si mi vida no es la suma de mi vivir cotidiano, ¿no es acaso superfluo todo ese vivir? En el convertido parecería que una subconciencia ha trabajado subrepticiamente su alma y ha evitado la crisis aguda; cuando la oposición sale a la superficie, ya está la batalla ganada y sólo queda tomar posesión de la liza, seguro y dominador. Sobre el camino de Damasco, es cierto que una resplandeciente luz anunció la nueva verdad, pero en tanto que los demás sólo acertaron a espantarse, un espíritu alerta oyó y entendió la voz que la verdad hablaba. Y nadie la entendió sino él.

Tal es la manera en que ambos planos de valores se encuentran en el hombre de fe; pero en otros tipos humanos de menos definido carácter, el conflicto se aparece haciendo crisis violenta en la plena conciencia del sujeto, obligando a este a una meditada o al menos consciente preferencia. Mejor aun que el hombre de razón – en el cual estos procesos se cumplen lentamente – el hombre de pasión nos muestra cómo la preferencia obedece a una ciega intuición de un destino, de una fatalidad que nada justifica sino su propio impulso. Frente al Rubicón, Julio César medía concienzudamente cuales eran las posibles consecuencias de su rebeldía, y comprendía que la razón no podía sino aconsejarle prudencia y cuidado. No quedaba sino rechazar la razón y orientar su actitud en el sentido que su instinto – sabio instinto – le señalaba. Alea jacta est.  La suerte está echada. La echó su destino.

En todas las negociaciones que precedieron a su ruptura con Roma, Julio César, aun mostrándose paciente y tolerante, defendía una sola cosa con pasión: el futuro, lo que él sabía o creía que tenía aun que ser. ¿Egoísmo? Había un destino – el suyo – que él creía noble y valioso y había un imperativo – que es pueril llamar egoísmo – que lo forzaba a no desertar de él. Todo su meditar, todo lo que su mente pudiera pensar alrededor de aquel instante decisivo, fue rechazado ante aquella decisión de origen oscuro – la suerte está echada – que no deja entrever quien tiró el dado ni que cosa el azar que lo movió. No había sino la gravitación de todo su ser, más poderoso que toda razón, más fuerte que todo consejo: la suerte estaba echada en su propio destino. Yo creo que Julio César hubiera dejado de ser él mismo de no haberse dejado vencer frente al Rubicón por el ciego presentimiento y de no haber creído en la suerte ciega. Como acaso no nos parecería tan claro su destino si Bruto un día no le hubiera muerto.

[N. del Ed, Marca al costado en el párrafo siguiente]

Son la pasión y la fe – César y Pablo – los impulsos mas poderosos que pueda mover una conciencia torturada por este problema axiológico. Los altos en el camino de la vida no tienen sentido sino para dar tiempo a estas revaloraciones del propio destino, a esta adaptación de él a un íntimo y nuevo paradigma vital. Pero hay una condenación escrita para quien miente una pausa de meditación y quiere representar la farsa de un destino impuesto; no queda para él sino la burla o el desprecio.

Pero no vale el ocuparse de ellos aquí. Destino es esencialmente fidelidad consigo mismo y la negación de las propias posibilidades no puede ser sino farsa y mentira o fatal ceguera. Volvamos pues a las vidas dignas de tal nombre, a las vidas auténticas de hombres auténticos también.

Otras veces, este conflicto de los dos planos de valores se manifiesta en un grupo social con caracteres igualmente precisos. La baja vida, el espíritu miope, falto de perspectiva, se complace entonces en construir entidades de fabuloso vigor, sostenidas por una convicción tan fervorosa como pasajera de una sociedad presa de una sugestión o errada. Esas entidades tienen un empuje arrollador y resumen una serie de convicciones e intereses de un grupo social, el cual cree íntimamente que son la mas acabada expresión de sus valores mas altos y perdurables. La historia suele oponerles – como constancia expresa de su afirmación de niveles – una conciencia individual o, a veces, la conciencia de una minoría, la cual, aplastada por el peso de esa evidencia del error y la sugestión colectiva, no puede sino afirmar su percepción del desvío de la masa y mostrar – impotente – que ha permanecido inmaculada. Hay en esas conciencias que sienten la ruta legítima perdida, como un clamor desesperado por hacerse oír, a costa de todo y contra todo. Es inútil: la baja vida, de la cual es el monstruo realización perfecta, tiene en su esencia el vigor brutal del inconsciente, la audacia soberbia y ciega, y no permite que nada ni nadie frene los impulsos de que en ese instante se siente animada. Desaparecido aquel estertor pasajero, vuelve la baja vida a someterse y entonces se cumple o se evidencia todo aquello que en las conciencias preclaras evidencia y seguridad.

Es aquí el caso de volver a la figura brillante de Julio César. Ortega y Gasset ha definido claramente su posición frente a la Roma de su tiempo. Explica él cual era el sentido de la ciudad-estado y como era imposible que perdurara como tal frente al estado de cosas que la conquista planteara. Él admite como posible la salvación de la civilización antigua, si Roma, en el siglo I antes de Jesucristo, hubiese advertido esta radical incompatibilidad de su sistema político con las necesidades del nuevo estado. Pero Roma había construido un sistema de instituciones en el cual creía posible seguir viviendo, y no hubo espíritu que viera cual era la proyección posible de la ceguera colectiva. Se esgrimía contra César el argumento de salvar la república y se la salvaba dejándola vegetar como institución sin querer abrirse a la nueva realidad. Frente a este espíritu colectivo en que se expresaba la falta de visión del grupo social, frente a esta Roma ciega que en un momento decisivo no quería ver los verdaderos valores históricos y perdurables, Julio César presentaba la nueva verdad: la república no podía ser ya Roma, era imprescindible inyectarle una nueva fuerza y esa fuerza era la de las provincias, no las refinadas del oriente, sino estas bárbaras del norte, Galias o Germania. Pero todo esto parecía la mas ignominiosa traición a la tradición patricia de la ciudad–estado y nadie en Roma podía entender la sutileza del remedio que para los males futuros proponía César. A los patricios romanos nada enseñaba la violenta crisis social en que vivían, la inocuidad lamentable y lo desvirtuado de las viejas instituciones.  Esta era la luz que todos veían. Pero la palabra que la luz anunciaba, sólo hablaba al espíritu preclaro de Julio César.

He aquí una vez más enfrentados los dos planos existenciales: una conciencia, segura de una realidad ignorada de todos, frente a un ente histórico de proporciones colosales en el que la baja vida de todo un grupo social encontraba su reflejo fiel.  Este ente fabuloso que era la pseudo-conciencia romana, no entendía sino de aquello que estaba construido, que aseguraba la fácil vida individual de cada uno, que era la institución por excelencia. [Nota del Ed. Subrayado en el original mecanografiado]La conciencia segura, por su parte, nada podía frente a tal poderío y se debatía furiosamente para imponer su evidencia. Pero la baja vida tiene recursos brutales para imponerse y subsistir en los momentos de desenfreno e inconciencia y no permite la oposición de conciencia alguna. Por eso decía que acaso me parecería menos cumplido su destino si Julio César no hubiera encontrado un día la muerte en el Senado, al pie de la estatua de Pompeyo.

Frente a frente una conciencia clara y una entidad histórica poderosa y enceguecida, se han visto muchas veces. En cierto modo se trae aquí el conflicto entre la vida creadora y la forma, que plantea Simmel. En todo conflicto en que se oponen valores constituidos y valores incipientes, se reproduce la lucha entre valores inmediatos y valores históricos, aun sin que sean esos valores los que luchen principalmente. Frente a la Iglesia Cristiana como institución se han levantado muchas veces clamores violentos, que la Iglesia no oía por esas circunstancias de la baja vida que priman en toda forma ya constituida. Hoy mismo, nuestro mundo contemporáneo nos está ofreciendo un caso ejemplar.

Los Estados Unidos han construido a su vez esa entidad fabulosa a que yo me refería hablando de Roma, una entidad poderosa de todo poder, en la que encuentra reflejo fiel toda la baja vida de un grupo social, aquí el yanqui. Los Estados Unidos han hecho la sorprendente experiencia de querer vivir sólo su baja vida, su vida elemental, y han organizado una máquina colosal para favorecerla y provocarla. Toda la maravillosa organización yanqui tiene un solo fin: favorecer y exaltar la vida material. Para lograrlo, todo ha sido puesto a su servicio, y entre todas las cosas, como una de tantas, el espíritu. Se pretende lograr una perfecta satisfacción de las necesidades elementales y se recurre a los mas inhumanos medios de “standarización” que pueden facilitarla. Muchas cosas que tiene apariencia de espíritu, tales como la novela – pongamos el Babbit, por ejemplo – no son sino la subalternización del espíritu a ese magno, desaforado, inhumano propósito. Pero frente al vertiginoso empuje de este ente social – tan vertiginoso como un rascacielos o la fábrica Ford – hay en los Estados Unidos una conciencia vidente que está diciendo a toda América la palabra que la realidad americana anuncia y oculta. Es un judío fervoroso y apostólico, y no se si no decir profético. Waldo Frank – gesto tímido y voz velada – ha acometido la magna empresa de decir la palabra que él oye y los demás no advierten. Lo que la América tiene de futuro legítimo, de auténtico futuro, ha revelado a Waldo Frank su secreto y Waldo Frank lo está gritando – desoído – a los oídos sordos de América. Como estaba Julio Cesar frente a Roma, Savonarola frente a la Iglesia o Jesús frente a los fariseos, así, sin menoscabo ni exageración, yo afirmo que hoy esta Waldo Frank frente a esta falsa América que es hoy nuestra América.

André Maurois, 1950

La vida exige los dos planos

Estas oposiciones típicas nos están mostrando los momentos en que los dos planos existenciales, en una agudización de su sentido, se oponen irreconciliables. Parecería que la historia se empeña por momentos en demostrar que se vive, en efecto, en dos planos capaces de oponerse por su radical calidad.

Pero no es necesario y fatal que esta oposición exista; la oposición es sólo el caso agudo que nos da la pauta de los dos sentidos encontrados: es casi el experimento que hacemos. Por el contrario es condición normal de la vida que encuentre ante sí, presentes e inevitables, ambos planos. Justamente por coexistir, por estar perpetuamente frente a frente, es por lo que algunas veces, en un paroxismo de incompatibilidad, se oponen irreconciliables.

Pero las oposiciones son la enfermedad y la coexistencia la salud. Y toda vida vive preferentemente en salud.

Sería en efecto, disminuir las posibilidades de la vida, el querer que esta se desenvolviera en sólo uno de los planos. La vida no puede. Necesita ambular alternadamente y por veces simultáneamente por los dos y sufrir los contrastes de ambos para tener mas viva la distinta calidad de los esfuerzos. Precisamente si hay elevación en uno de ellos, solo puede ser según el nivel del otro; hay un relativismo exacerbado en la valoración de cada instante de nuestra vida. Baja y alta vida se entremezclan inevitablemente, constitutivamente, diría, y toda la dramaticidad de lo humano es la necesaria, forzosa deserción de cada una de ellas para llegar a la otra. Vivir esencialmente la alta vida, sólo vale para cada uno como hombre por existir la baja vida que nos atrae, que nos seduce, que nos es mas fácil y amable. En realidad, para cada uno como hombre, la baja vida es lo que mas arraigado lleva; parece como si se hubiera dejado al hombre la custodia de ese reducto de lo humano. En efecto la baja vida era la suma de aquello que sólo vale por las circunstancias contingentes; de eso entiende sólo el hombre y es en general gobernable por hombres. Pero la alta vida en cambio, parece como si se desentendiera del destino inmediato del individuo, y sólo atendiera a algo sobreindividual, y fuera gobernada por una fatalidad, un sino histórico, superior a toda voluntad humana.

Acerca de nuestro destino

Sólo la alta vida, lo necesario en nuestra vida, es nuestro destino. Este destino no es una suma informe de todo lo que nos ocurre a lo largo de nuestro vivir; eso sería un fatalismo vulgar. El destino es una determinación afirmativa implícita, potenciada, en ciertas aptitudes

del individuo. Destino es sólo lo necesario, nunca lo contingente. No todos vivimos nuestro destino: sólo lo viven aquellos que por su fidelidad consigo mismo, alcanzan a desarrollar, perfectas y cumplidas, todas las aptitudes que lo preformaban. Y sólo lo necesario está preformado en nuestro espíritu. Está preformado en nuestro espíritu que se sea un gran escultor o un gran político, pero no que contraigamos una enfermedad contagiosa y muramos; destino es que seamos un mediocre y no que el azar nos ponga donde nuestra aptitud no nos podría llevar. Ser fiel a si mismo, esa es nuestra alta vida. Cumplir nuestro destino, ser, por sobre todo lo anecdótico y circunstancial, lo que somos esencialmente.

Aparece la fatalidad

Esto no es – como lo era la baja vida – susceptible de ser gobernado por hombres. Hay una fatalidad histórica que rige inapelable nuestros destinos y proporciona a cada uno las circunstancias favorables o desfavorables para su cumplimiento. Tal es la doble posibilidad de la fatalidad. Unas veces todo se complota para apagar las mas altas posibilidades del individuo, rodeando su vida de ciertos tonos y notas que se oponen a su maduración y logro. Es una voluntad enfermiza o impotente, un temperamento apagado o falto de fervor, una vida miserable o un ambiente poco propicio aun. Todas estas circunstancias, independientes entre sí o a veces juntas, son capaces de detener o acallar la expresión de una definida y poderosa personalidad. Otras veces la fatalidad se esfuerza en favorecer la expresión individual, y engrana las circunstancias en forma tal que condicionen favorablemente las aptitudes del ser. La alta vida no encuentra así coacciones, sino que por el contrario todo contribuye a favorecer la libertad de expresión; hasta podría decirse que hay, sí, una coacción de la fatalidad para impedir toda desvirtuación de esa alta vida, toda infidelidad del individuo a su destino, toda regresión a la baja vida individual.

La fatalidad es así el factor mas importante de esa vida. El propio destino, aun sintiéndose propio e íntimo, se siente como dependiente de algo que si puede explicarse con la razón, no puede en forma alguna gobernarse con ella. Ese destino obedece pues a una fatalidad inescrutable, que es en este segundo caso favorable al logro de la personalidad.

El problema

Y bien, si es favorable la fatalidad a la expresión humana ¿Cómo se manifiesta su carácter trágico de fatalidad? Esta pregunta me parece que encierra el secreto de las mas formidables vidas humanas, de las mejor cumplidas, de las que llegaron más plenamente a un logro último de su potencialidad. La vida de Abelardo, la de Shelley, la de Goethe, la de Julio Cesar.

La fatalidad, favoreciendo la expresión de la alta vida del sujeto, tiene una trágica exigencia: la fidelidad. Por sobre toda circunstancia pasajera y aun contra toda voluntad individual, el destino histórico preformado en su espíritu afirma su existencia y su imperativo. Su vida de individuo se niega casi al afirmarse categóricamente la alta vida, y es forzoso un permanente renunciar a la baja vida – esa que aun a los altos espíritus resulta cara – para que todo momento trascienda de si mismo y se articule en aquel sistema de actitudes, que yo decía que no se articulaba en ningún presente, que no se sentía nunca como inmediato, que llevaba el futuro potenciado en sí.

La fatalidad tiene entonces una crueldad suprema. A la alta vida, al destino histórico, trascendente, ha sacrificado lo intrascendente de nuestra vida, aquello a que no podemos renunciar sin protestas.

Esa es la humana contradicción de toda alta vida. Toda conciencia egregia se sabe sin derechos a dejar de ser ella misma y se siente impotente para toda renuncia de su ser elemental. Esas vidas que llenan absolutamente su destino, aquellas que expresan al máximo todas las posibilidades del espíritu, expresadas contra toda oposición mezquina, tienen un tono especial: son vidas cumplidas, vidas que han recorrido plenamente la trayectoria que determinaba su impulso soberbio. Y son estas vidas cumplidas las que tienen la mas sorda queja implícita en su mayor virtud. La alta vida, cumpliéndose por un impulso magnifico y poderoso, contrasta y choca con la baja vida, amada de nosotros por instintiva y por nuestra. De este choque nace la angustia; la angustia ante un perpetuo dilema que resolver: dos caminos al frente que exigen reciproco abandono, y un abandono perpetuo para poder caminar los dos. Esta es la angustia, incontenida a veces, de las vidas cumplidas.

Andre Maurois ha logrado, creo, la clara expresión de este tipo de vida en el Ariel, la vida de Shelley, que es, acaso con la vida no escrita de Abelardo, y Mi vida de Isadora Duncan, el mas alto ejemplo de esta existencia plena, de esta existencia no por ejemplar y fidelísima menos atormentada. Solo una cosa las salva: el ser una angustia dirigida, que se sabe a sí misma, equilibrada.

Porque hay frente a ellas otras vidas típicas, en las que la alta vida, más que un sistema de actitudes de todo orden como era en las vidas cumplidas, se manifiesta en actitudes fragmentarias, inconexas, carentes de sentido total. En estas vidas, el sacrificio exigido a la baja vida individual es máximamente doloroso, por no encontrarlo orientado ni dirigido. Hay una voluntad que se sabe destinada a luchar, una vida elemental que se sabe destinada a ser sacrificada; ¿pero a qué? No es que en las vidas cumplidas pueda tener esta pregunta una respuesta concreta. Pero puede responderse legítimamente que todo sacrificio se consuma para su vida, ya que tal expresión tiene un sentido, producto del sentido integral del espíritu.

Pero en estas vidas responder para la vida, carece de sentido, ya que toda la alta vida no alcanza a estructurar una que sea consciente y segura. La angustia de este segundo orden de vidas, yo la definiría como producida por un máximo desconcierto vital. ¿Cuál es la fuerza contra la que mi voluntad ha de luchar? ¿Cuál a la de que he de sacrificar mi vida elemental? Estas son las vidas perdidas, típica angustia romántica; para mí, el Byron de Maurois, el Disraeli también, y mas aun el Listz de Pourtalès y el Elizabeth de Lytton Strachey.

Isadora Duncan en Buenos Aires, 1916

Final: las vidas inhumanas

Y para oponer a estas vidas estrictamente humanas, yo plantearía la hipótesis – acaso no nueva – de las vidas inhumanas. Todo al que no sintamos agitado por esta lucha de valores, de valores trascendentes frente a valores intrascendentes, todo al que veamos llegar al ascetismo sin dolor ni escozor, todo al que no sintamos hombre de carne y hueso, entra por derecho indiscutible en tal orden. Yo creo que el primero es Jesús. Entrarían también Aquiles y Rolando y Ayax, y Sidarta Gautama también. Acaso se objetara que todos ellos no vivieron nunca o que al menos no fueron tales como nos los muestran el Evangelio o la Iliada. Pero yo creo que es un reparo sin valor. Toda vida es en mayor o menor escala obra de alguien, y es solo cuestión de gradación el que sea hija de la fatalidad, o de un gran poeta o un gran filósofo, que son siempre amigos dilectos de la fatalidad. Era una fatalidad inhumana la que construyó a Aquiles o a Jesús, una fatalidad que no sabía del desesperado problema de ser hombre al fin. Hay en cambio en la fatalidad de Prometeo, la más honda y segura captación de esta inquietud sutil, de este orgullo y terror de sentirse hombre.

Firma de José Luis Romero

Ag. Trece.31. [13 de agosto de 1931]