Me pregunto, a la hora de los homenajes, qué papel desempeña Victoria Ocampo en la cultura argentina. Una personalidad como la suya, volcada durante tanto tiempo a una misma labor, no puede haber dejado de imprimir su signo en ella de alguna manera. Y está a la vista su influencia, intensa y prolongada.
Ese signo puede ser cuestionable o no. Pero es indeleble y merece un examen, por cierto más cuidadoso que éste. En cuanto a mí, no es exactamente el signo que prefiero. Pero precisamente por disentir en tantas cosas con Victoria Ocampo y con el sentido que ha contribuido a darle a cierto sector de la cultura argentina, me siento obligado a declarar nuestra deuda con ella.
Victoria Ocampo representa exactamente la actitud intelectual que predominaba cuando la fundación de Sur. No ha cambiado, aun cuando haya asumido diversas posiciones que revelaron su sensibilidad o su percepción frente a ciertos problemas. Y acaso no podía cambiar, porque cambiar hubiera sido abandonar no sólo una política cultural que le era cara, sino también una actitud personal radicalmente auténtica. Victoria Ocampo se plegó a la tesis minoritaria, casi crítica de la cultura, que nació en Europa de situaciones intransferibles. Descubrió los primeros signos de la sociedad multitudinaria y optó por la calidad aun a costa de la retracción: fue lo que hicieron sus autores predilectos, sus amigos, aun a riesgo de olvidarse del mundo. Ella se olvidó menos, porque al fin de cuentas es más americana de lo que ella cree, en el sentido de los versos de Borges sobre Laprida. Pero agregó a su actitud intelectual algún otro ingrediente que detuvo cierto impulso que se le adivina. Agregó cierto esteticismo —espontáneo unas veces y militante otras— y hasta cierta arbitrariedad también espontánea y militante. Con ello se situó poco a poco en un plano vital en el que se combinan sus firmes inquietudes estéticas y algunos problemas del mundo que ella decanta y pule mesuradamente. Y también con cierta resistencia a la dramaticidad, que es uno de sus méritos literarios y personales, pero que ha concluido por impregnar de neutralidad sus preocupaciones no estéticas. Casi nadie se lo dijo nunca, quizá porque no era propio de snobs decirlo; pero ella no tenía nada de snob , sino el pecado de ser su paradigma, y hubiera podido escucharlo, y acaso desatar la vena de dramaticidad que yo creo que esconde y vigila. Y entonces hubiera reencontrado el dramatismo de este mundo nuestro, del cual sólo es pequeña parte el drama de la inteligencia y de la sensibilidad.
Yo no comparto esa actitud y acaso por eso no fui nunca hombre de Sur, cuyas puertas sin embargo estuvieron siempre abiertas para mí. Esto lo digo no para justificar mi disentimiento, sino para justificar, en cambio, mi elogio. Porque Victoria Ocampo es una personalidad excepcional en la Argentina. Por lo que ha hecho, primero; porque era una de las tareas que se podían hacer y que se debían hacer; porque respondió a una inquietud de escritores y de lectores nada desdeñables como tales; porque actualizó nuestras relaciones con el mundo. Y además por la manera de hacerlo: firme y tenaz, en cuanto a la empresa misma, y segura, increíblemente segura en cuanto al gusto literario que la presidía. Victoria Ocampo ha contribuido como nadie a formar el gusto de varias generaciones de lectores, aun de los que luego han disentido con ella. Y ha puesto al servicio de su misión una personalidad excepcional, de la que queda sobrado testimonio en sus “Testimonios”. Vista desde fuera parece haber triunfado. Pero su misión, su personalidad, ¿le han sido dadas gratuitamente? A la hora de los homenajes, me parece que sería injusto reprocharle lo que no hizo creyendo que hubiera podido hacerlo, olvidando las secretas batallas que libró para llegar a lo que es. Esa es su victoria, también sin alardes de dramatismo.