Crisis histórica y cosmopolitismo intelectual en José Luis Romero

 JUAN GUILLERMO GÓMEZ GARCÍA[1]

  1. El intelectual como “exiliado nato”

La dura experiencia del exilio, que padeció Francisco Ayala en la Argentina, lo llevó a expresar la condición desgracia del escritor contemporáneo como “exiliado nato”. El exilio no es solo para Francisco Ayala el producto de una persecución política, por más feroz que haya sido, a un grupo de intelectuales, por sus convicciones políticas adversas a un régimen dictatorial, como fue el franquismo. El “exiliado nato” es más bien una categoría universal: la condición propia del escritor en la sociedad de masas. El sociólogo húngaro-alemán Karl Mannheim también había advertido la condición de marginalidad del intelectual en los años del ascenso del nazi-fascismo. El intelectual, que se convierte en un huésped incómodo, por lo menos desde los años de la Ilustración, poco a poco, va agravando su situación de extrañeza en su medio. Mientras Voltaire, podemos agregar, todavía ejercía en su palacete de Ferney una especie de “principado de las letras” –aunque Luis XV le prohibiera pisar París- su figuración como el gran filósofo de la nación francesa se hacía indisputable. El público y los hombres de letras –incluido Benjamin Franklin que pidió su bendición para él y para su hijo- lo convertía en un sacerdote secular de la modernidad.

Voltaire había proyectado una imagen ideal-contemplativa del hombre de ideas para Inglaterra y para el pasado inmediato francés. Bacon, Newton o Swift gozaban de una posición privilegiada como sabios, como espíritus superiores que habían gozado de la estimación pública y del honor de las altas posiciones de Estado. Bacon Canciller, Newton Tesorero o Swit Dean eran los tipos ideales de una situación feliz en la que poder e inteligencia se daban la mano y se cooperaban mutuamente. Esta empresa se había hecho común en esa isla privilegiada[2]. Por su lado, la Francia de Luis XIV conoció, para Voltaire, un esplendor en el que la gran nación y su gran literatura eran la una expresión y símbolo majestuoso de la otra. Las hazañas político-militares de Luis XIV correspondían con fidelidad a los modelos canónicos de su literatura dramatúrgica, no solo en el sentido –corriente- de que la estética de Corneille observara estrictamente el canon aristotélico de las tres unidades, sino porque éste, con Racine, eran los modelos inalcanzables de perfección e insustituibles del arte dramático, por encima de Sófocles o Eurípides. Con ello la Francia de Luis XIV se corona, aparte de la galería de escritores de primera línea que florecieron indisputablemente bajo su amparo –como Pierre Bayle, Bossuet, Descartes, Fenelon, Fontenelle, Gassendi, La Fontaine, Lesage, Malebranche, Moliere, Montesquieu, Pascal, Perrault, Rochefoucauld, Madama de Sevigne, entre otra centena de mencionados-, con Racine y Corneille: “Estos hombres enseñaron a la nación a pensar, a sentir y a expresarse. Sus auditorios, educados por ellos, se convirtieron, por último, en jueces severos, incluso para  los que los habían ilustrado”[3].      

Rousseau, el contemporáneo de Voltaire, introduce una nota pesimista, de melancolía solitaria, en las relaciones mundanas entre el rey y el filósofo. A diferencia de Voltaire que se precia de ser huésped en Sansouci del rey de Prusia, Federico II, en los pasajes prologales de El origen y fundamento de la desigual de los hombres (1754), Rousseau llama al temprano desengaño. El filósofo se reclama como un auto-exiliado del poder monárquico, renuncia a los brillos de la sociabilidad cortesana y se lanza a las soledades de los bosques en busca de sí mismo, en paz y armonía con los seres de la naturaleza. Rousseau que llama al hombre moderno “ese animal triste, que lee”, es el apasionado descubridor de la corporeidad refundida en las cavernas de la doctrina oficial de la Iglesia. El cuerpo natural del “hombre salvaje” así redescubierto es el fundamento de su gozo sensual con los elementos naturales y la base de sus indeclinables derechos. El plástico y vigoroso “buen salvaje” vaga a sus anchas por tierras incógnitas, en un dulce pasado indefinido y en una geografía atópica hospitalaria. El hombre natural se hace huésped de sus sentidos, los estimula sanamente, los revitaliza alejado decisivamente del poder, del rey, de la corte. El intelectual anti-intelectual Rousseau es el desterrado a voluntad, del mundo monárquico cortesano, para fundar los principios de una soberanía natural, a despecho de las autoridades –civiles, militares y eclesiásticas- establecidas. Su reino es la prehistoria, el intelectual desnudo: un mitologema sin el que el mundo moderno no puede pensarse.

Lessing, Winckelmann, Hamann, Lichtenberg, Forster y, sobre ellos, Herder, son los nombres que anticipan la revolución de Goethe y Schiller, en esa tierra de nadie de las letras universales que era, hasta ese momento, la lengua alemana. Herder es el símbolo de un despliegue fantástico de energías ocultas; su “Diario de viaje” la obra maestra del Sturm und Drang. Herder es el roussoniano anti-volteriano que hace una jugada maestra para la historia intelectual, evoca el mundo popular como cultura y crea un extraño término antítico: Volksgeist. Descubre contra la Voltaire la fantasía homérica como razón universal, y los cuentos y danzas como la sustancia del género humano. El rebelde del pueblo, el anacoreta de los mares del norte, redescubridor de Shakespeare y garante de la estafa de los cantos de Ossian (que Goethe divulga en las últimas páginas de Las penalidades del joven Werther), sucumbe al fin a la vida de la corte weimeriana, a la corte cuyo sol era Goethe y los demás sumisos satélites.     

En adelante las cosas no irían mejor para los intelectuales. Goethe era en Weimar el Consejero de la corte del Príncipe Carlos Augusto, pero antes el autor del Werther, bajo cuyo hechizo muchos se suicidaron. El wertherianismo fue toda una moda y toda una época de rebeldía burguesa. Luego Goethe se auto-domesticó, su notoriedad en el panorama turbio que va de la Revolución francesa a la Restauración de Metternich, lo convirtió en el Júpiter de Weimar. Como anotó Heine, era un “Júpiter sentado”. La monumentalidad del Goethe weimariano fue tal vez un equívoco, incluso una equivocación –como lo predica Ortega y Gasset despectivamente- pero la alta conciencia sociológica de su situación lo salva de mayores reproches mezquinos. El Goethe cortesano no podía seguir siendo el Goethe-Werther despechado y suicida. El Goethe, alto funcionario ennoblecido de Weimar, era un Goethe contenido, reservado, un analítico del espectáculo de la naturaleza humana contraída a las paredes y reglas de la corte. Goethe quiso liberarse de esas ataduras con una obra singularmente alemana: Los años de aprendizaje del Wilhelm Meister, que fue un homenaje a Shakespeare. Fue una serena (y hasta medio aburrida) novela de formación, que superaba la novela epistolar del torturado Werther. También escribió un idilio nacionalista bajo el título Hermann und Dorothee.

Goethe veía aún más: veía su situación como la inevitable consecuencia del paulatino arrinconamiento que imponía el mercado literario –empezando por el despotismo de los editores- al escritor. El “Prólogo” en el Teatro de su pieza maestra Fausto (1807) –que se publica el mismo año de La fenomenología de espíritu de Hegel- retoma un tema central en el ambivalente proceso de la profesionalización del escritor. El poeta está llamado, conforme el director del teatro en ese “Prólogo”, a hacer reír y hacer llorar, es decir, a saber entretener a un público que viene cansado, agotado de su trabajo y, sobre todo, embotado de leer la prensa[4].

Goethe anunciaba así lo que ya era una apabullante e inocultable condición del escritor –del intelectual- en el mundo moderno. Todavía encontraba Goethe un refugio en la Corte, como alto funcionario cortesano –además ennoblecido-, para cumplir con libertad condicionada su vocación estética, y librarse de las presiones de ese público semi-culto. Las picardías que tuvo que acometer, por ejemplo, para escapar disfrazado a su viaje a Italia, queda como un anecdotario entretenido, pero definitivamente anacrónico, luego de las guerras napoleónicas. Europa había hecho saltos, como siglos, en pocas décadas, las que cubren los años de sus viaje italiano (1785) y la fecha de su muerte (1830). Los escritores, artistas e intelectuales acusan fielmente el cambio: de finales del siglo XVIII –piénsese en la miserable situación de Mozart encerrado en las cadenas del despotismo imperial[5]– y en la situación, aunque no menos abrumadora, de un Balzac.

La crisis era inevitable y la posibilidad de conciliar los términos entre el intelectual Goethe y el poder monárquico, se resolvía en contra del escritor. Así que en adelante el escritor parecía destinado al exilio. Lo padecieron Henrich Heine, Büchner y Börne. Ya Heine era el símbolo y emblema de una época no solo para la inteligencia alemana. Fue Engels quien logró caracterizar una situación inevitable: ya el intelectual estaba desterrado de la corte. Friedrich Engels, en efecto, pone de presente en Goethe esa desarmonía. El mismo Goethe es juzgado como el exponente de “…una lucha persistente en él entre el genial poeta que le repugna la miseria de su entorno, y el consentido hijo del Consejero de Fráncfort, es decir, el Consejero de Weimar, que se siente obligado a pactar un alto al fuego y se acostumbra a ello.”[6]. Esta ambivalencia de Goethe –poeta genial y consejero de corte- es la ambivalencia de la relación literatura y nación alemanas: mientras las letras nacionales parecen desplegarse liberadoramente –materialista y sensualmente en el plano de la producción estética-, la nación política padece resignadamente bajo el despotismo monárquico de Federico Guillermo III. Los alemanes habían pues hecho una revolución estética, filosófica y literaria, en la cabeza, abandonado el campo de la vida material a su propia miseria y con ello domesticando el concepto de cultura como inmaterialidad sublime[7]. En adelante se hace un tour de force –a no ser para la historiografía literaria nacional, del liberal Gervinus- conjugar vida política y vida literaria. En adelante, pues el pensamiento encuentra su destino en el exilio, la censura y la persecución. Büchner o Heine son los nuevos representantes de la literatura “anti-patriótica” alemana, los que no huyeron, como Hölderlin o Lenz, pero sucumbieron tempranamente a la noche de la demencia. 

Nietzsche profundiza esa tensión de imposibles, la incompatibilidad de un ser estético en un mundo politizado: “Pues aquel que tenga el furor philosophicus en el cuerpo, ya no tendrá tiempo en absoluto para el furor politicus, y se cuidará sabiamente de leer periódicos todos los días o siquiera de servir a un partido: no vacilará ni por un instante en estar en su sitio en caso de una verdadera emergencia. Mal organizados están todos los países en los que otros además de los estadistas deben preocuparse por la política, y esos otros países merecen sucumbir por causa de esos muchos políticos.” Nietzsche se apolitiza en un sentido radicalmente anti-socialista, se politiza como profeta del antidemocratismo y anti-republicanismo alemán, y cumbre de un modelo que adoptará décadas más tarde Thomas Mann, en sus desdichadas Consideraciones de un apolítico

Estaba destinado el intelectual a deambular por Europa, como Herzen, Bakunin, Marx, Herwegh, Dostoievski, Kropotkin, Lenin… Baudelaire, como lo pone de presente Walter Benjamin, encuentra su lugar en los prostíbulos, tabernas y barricadas. Pero la ambivalencia se multiplicaba de otras maneras. No solo el intelectual era el desterrado del trono, sino que era atraído por las fuerzas dominantes del mercado capitalista. Llamado el intelectual, por la libertad de empresa, a integrarse al mercado, a hacer de su obra una mercancía en competencia, llegó a la rápida convicción de que el éxito en ventas poco o nada tenía que ver con la calidad literaria. La publicidad desplazaba a la crítica y la manipulación de las “glorias” literarias era un asunto más de técnica de marketing que un asunto que compete a la “república de las letras”. No cabe duda que había escritores exitosos muy ufanos y satisfechos de sí mismo y su popularidad, como Charles Dickens, o quienes conscientemente produjeron en escala comercial, como los hermanos Dumas –con sus infamantes talleres literarios-, apelando a los prejuicios dominantes de las clases medias del Segundo Imperio.

La época clásica burguesa, que había predicado la universalización de la cultura –la posesión o disfrute de lo bello- como presupuesto, ahora encontraba que ese (falso) universalismo se volcaba en un simple egoísmo e individualismo mezquino. La cultura se volvía contra la cultura; la negaba. La lucha por la adquisición de los bienes de la cultura –que muy bien vio temprana y previsivamente Tocqueville en su viaje a los Estados Unidos-[8] como un inapelable impulso democrático, se resolvía en la ley de la oferta y la demanda, la obra de arte en una simple mercancía, que hacía a los intelectuales esclavos de las corporaciones empresariales. La misma prédica de la tarea imponderable del escritor, que afirma lo gratuito y lo bello como subjetividad intangible, facilitó la tarea de la comercialización de los productos, es decir, ocultó las relaciones de poder que en ellas se movían. Esta idealidad abstracta no logró captar que la competencia es el reino también de los desdichados, de los infelices, que son la mayoría, los que quedaron al margen del camino. El interés por la personalidad interior, por sus valores sublimes internos, ignora su situación material concreta, pues la interioridad no se concibe como valor de cambio.

Un golpe al orgullo de los intelectuales lo dio el llamado populismo ruso. Las huestes de estudiantes universitarios que salieron en pos del mito del “buen salvaje” –ya no rousseauniano- en la obshina, es decir, a descubrir la comunidad del mujik, mugroso y hambriento, que había sido despreciado por siglos, es un episodio del inevitable destronamiento del hombre de ideas en el siglo XIX. Fue Alexander Herzen el padre del poderoso movimiento. Tras él no solo estaban las lecturas de los utopistas franceses –Saint Simon o Fourier- que inspiraron un ideal comunitario; también palpita la rebeldía contra el despotismo zarista de Nicolás I, y la amistad con Ogarev. Su periódico, redactado en Londres, Kolokol, dio la voz de alarma a toda la inteligencia rusa de su tiempo. A Herzen siguieron Chernichevski, Bakunin, Dobroliubov, Shapov, Lavrov y los movimientos Zemlia i volia, Narodnaya volia, de inspiración anarquista y terrorista. La fanática pieza el “Catecismo revolucionario” de Nechaiev se encuentra entre los motivos de ruptura de Marx y Bakunin y es el grito fanático –que pone la piel de gallina- de la acción por la acción[9]. Se atribuye a esta movilización antizarista de los intelectuales rusos el asesinato de Alejandro II, el zar reformador, pero para nuestro caso algo más importante: el descubrimiento del pueblo, de la comunidad campesina como modelo de convivencia genuina. El populismo ruso hizo de la vida clandestina una profesión de fe por un mejor mañana para los desvalidos: hubo noble sacrificio, entrega y voluntad inteligentes.

La defensa de la obshina por Herzen, es decir, la comunidad campesina tradicional, fue defendida en el marco de la discusión sobre la liberación de los siervos hacia 1860 –eran como 22 millones-  como “el único elemento sociales entonces posible”[10] y a partir de allí se gestó una ulterior movilización de significación decisiva contra la que tuvo que luchar violentamente, sea dicho de paso, Lenin. Se aunó el anti-europeismo –“Debemos agradecer al destino no haber vivido la vida de Europa”[11]– a “la ida hacia el pueblo”, como consigna. Dobroliubov expresa la sabiduría que emana del pueblo de la que bebe la nueva inteligencia, revertiendo los términos tradicionales de la relación intelectual/pueblo: “Sí, en este pueblo hay una fuerza del bien que no existe desde luego en la sociedad corrompida y semiloca que tiene la pretensión de considerarse culta y capaz de algo serio. Las masas populares no saben hablar con elocuencia, por eso no son capaces de entretenerse con las palabras, ni les gusta complacerse en sonidos que se pierden en lontananza. Su palabra nunca es vacía. La pronuncian como un llamamiento a los hechos, como una condición para la acción inminente”.[12]              

Karl Mannheim impone en concepto del escritor “libremente oscilante”, en estos contextos. Pero no es solo la mercantilización del arte de la escritura el detonante más llamativo, aunque no despreciable, en la creciente marginación del intelectual. La burguesía, con su fuerza mercantil, había creado en efecto una industria del entretenimiento cultural, pero era el proletario, que había alcanzado una conciencia creciente de sí, el factor advenedizo que tomó de sorpresa a los magos de las palabras, a los ideadores profesionales de ideas, al intelectual[13]. El proletariado del siglo XX, con su ascenso magnífico, particularmente en Alemania, forzó el curso de los acontecimientos, es decir, incrementó la sensación de inutilidad de los hombres de ideas. Si en el siglo XIX, el intelectual- filósofo, historiador, artista- ya desde las formulaciones de Saint-Simon, Comte y en general los utopismos –incluido el anarquismo-, le otorgaba un papel destacado al intelectual, como iluminador del futuro a las masas y punto focal de la revolución progresista, ahora esa imagen de sí mismo se desvanecía preocupantemente. Emergía una figura, particularmente chocante para las elites intelectuales de fin de siglo (para lectores de Nietzsche como Virginia Wolff o D.H. Laurence), como consecuencia de la democratización de la cultura analfabeta, el intelectual proletario.    

El intelectual proletariado (o proletarizado) se preocupaba por sí mismo y podía prescindir, al menos en la forma paternalista, del apoyo de estos presuntuosos. Si en la época de Marx no encontraba el intelectual un lugar sino a regañadientes –dentro de las jerarquías partidistas-, y solo era uno más en la sacrificada categoría de conspiradores profesionales, ya más tarde con Kautsky ocupa un lugar como “profesional desinteresado”. Por lo pronto el partido acaparaba toda la energía organizativa, en la misma social-democracia y sobre todo en el leninismo, y entablaba un categórico orden de mando. Si en el SPD alemán sobresalieron hombres de gran estilo literario, en la prensa, como fue el caso de un Franz Mehring[14], este fue soportado, pero también expulsado, como insubordinado: la brillantez literaria se ponía al servicio de la sublime causa revolucionaria, sin transigir con los caprichos del artista como individuo. El disciplinamiento de la inteligencia revolucionaria era un presupuesto del trabajo de la base, de la cultura proletaria emergente.

Por su parte, a diferencia de la hiperpolitización del intelectual ruso y el latinoamericano (Montalvo puede escribir, al asesinato del dictador Gabriel García Moreno: “Mi pluma lo mató), la ambivalente apolitización del intelectual alemán del siglo XIX (al abrigo del Estado y pasante de la vida profesional como un Theodro Storm), tenemos al intelectual norteamericano, que, para Edwards Shils, vive en la penumbra. El clima anti-intelectual de la política electoral de rapiña y cazapuestos, lo expulso al desierto. El intelectual norteamericano vive a los márgenes de la sociedad, en una situación penumbral. La tradicional penumbral apenas se mitiga bajo Wilson, y solo hasta Kennedy la poesía llegó a la Casa Blanca. En un mundo de empresarios capitalistas, política de masas y científicos de primer rango, en un mudo dominado por el pragmatismo filosófico (Charles Pierce, William James o John Dewey), el lugar del poeta es el campo, la experiencia sublimal del anticapitalismo romántico de Thoreua, Edgar A. Poe, Walt Whitmann o la crítica al lujo neoyorquino de Thorstein Veblen.        

La historia del anti-intelectualismo moderno, que tenía sus representantes más conspicuos en un Montaigne, Rousseau, Bakunin o Nietzsche, llegaba así a un nuevo episodio. Este se tornaba paradójicamente más agresivo, en la variable del marxismo dominante, a saber, en el marxismo leninismo. Con el ¿Qué hacer? (1902)  de Lenin, las masas proletarias podrían valerse de un instrumento, una concepción del mundo materialista, a la altura de su praxis. Este folleto –que era una enmienda a la corriente moderada de la social-democracia alemana liderada por el economista Eduard Bernstein, autor de Las premisas del socialismo y las tareas de la social democracia, que apoyaba el sociólogo Ferdinand Tönnies, autor del texto clásico Comunidad y sociedad– era una potente simplificación de la imagen marxista en función de las expectativas de la organización de un partido comunista, compuesto de profesionales de la revolución. Lenin y sus más inmediatos seguidores eran eminentes intelectuales, pero el papel de los intelectuales dentro del partido, y la praxis revolucionaria, quedaba sujeto a la acción de las masas y reservado a la orientación que estos pudieran brindar en la prensa. Es decir, reducido a una función ancilar partidista de vanguardia.

Si el marxismo era, como teoría, el producto de la imponente tarea crítica derivada de los estudios de sus fundadores, Marx y Engels, ahora esta poderosa filosofía materialista, que era factura de intelectuales natos, se contraía a una funcionalidad jerárquica en la que la libertad de criterio y la independencia discursiva quedaba en segundo o tercer plano. El leninismo se convertía paradójicamente en una poderosa aplanadora para el pensador y artista, y acaso desde su formulación genética el intelectual Lenin ponía coto a la inteligencia libremente vacilante. Es posible aceptar un abismo doctrinal entre las formulaciones de Lenin del ¿Qué hacer? contra Bernstein y Los problemas del leninismo (1925) de Stalin, pero los gérmenes del autoritarismo de la praxis por la praxis –una especie de historicismo para el proletariado- hace de la exitosa conducción de las masas la medida del concepto y su verdad.

Es emblemático para el siglo XX –y completa el capítulo de estos conflictos entre partido e inteligencia a- el destino trágico de Trotsky. El genial autor ruso, que solo se alineó tardía, pero oportunamente a la Revolución bolchevique, conducida por Lenin, mostró tras la muerte del gran líder, la invalidez de la pluma frente a Stalin. El estratega Trotsky –fue el comandante del Ejército rojo en los duros años posteriores a la Revolución- se extravió en el laberinto de su superioridad intelectual. Las ráfagas de su lucidez literaria no alcanzaban ni suplían la fuerza brutal de la maquinaria del estalinismo. Su Vida y su monumental Historia de la Revolución rusa quedan como un testimonio magnífico a la inteligencia revolucionaria; una de las más bellas piezas autobiográficas del siglo XX y la alta auto-conciencia de la relación historia-individuo. La crítica de Trotski a la burocracia estalinista –por lo demás acertada- era demoledora en las palabras pero impotente ante el poder dictatorial y lo terminaron triturando. Su largo exilio y su aleve asesinato en México demostraba que el largo brazo del poder estalinista era el arma que domeñaba conciencias y compraba voluntades contra la inteligencia.

La entreguerra tomó a una parte considerable y en todo caso muy representativa de la elite intelectual alemana, fuera de lugar. El ultra-nacionalismo e imperialismo prusiano doblegaron las inteligencias más selectas, sin ocasión de tener, como en Rusia, una dirección partidista unívoca. La misma elite intelectual alemana se encargó de arruinar las bases de la confianza en la razón, en el progreso ilustrado, en la democracia y la ciencia. Todo se vino a pique. Quizá el caso más alarmante y doloroso lo constituya la personalidad de Thomas Mann. El autor de Los Buddenbrook, Tonio Kröger y La Muerte en Venecia, se dispuso a redactar un mamotreto de violentas insensateces, solo posible en su pluma, Consideraciones de un apolítico. Este libro era una rabiosa respuesta contra lo que el llamó “los literatos de la civilización”. Los “literatos de la civilización” eran los herederos de Voltaire y Rousseau, Flaubert, Zola, Rolland… Antepuso a esa tradición francesa, el pesimismo de Schopenhauer, el esteticismo de Wagner y el apoliticismo olímpico de Nietzsche. Rara vez un autor de esta jerarquía podría encontrar espacio y ocasión para sacar toda la bilis irracionalista para mostrar al mundo la llaga de un nacionalismo ofendido y un espíritu anti-democrático más falaz. En 1933 Thomas Mann, como antes miles de sus compatriotas poetas, científicos e intelectuales, marchó al exilio y se nacionalizó norteamericano, ante la barbarie hitleriana. ¿Tarde? Quizá, pero no menos sintomático.       

Pocos años después redactó, muy independiente de estas controversias en el seno del socialismo europeo y los desastres de la Primera Guerra mundial, el filósofo Julien Benda un libro con el título La traición de los intelectuales (1927). La traición… era un elegante y desafiante alegato contra el intelectual moderno que ha traicionado su misión, la defensa de los valores impalpables de la inteligencia, los imponderables universales, para revolcarse en los fastidiosos problemas de sectas y de clase. Ellos han fomentado el odio, y han sido los cómplices del advenimiento de movimientos brutales, como el fascismo italiano y el bolchevismo ruso[15]. La más estrepitosas contienda de ideas bajas, vulgares y cobardes se debate por imponerse, por privilegiar el particularismo y exaltar las pasiones a despecho de la búsqueda de la verdad universal. Se ha desarraigado en el alma de polemistas como Barrès, Maurràs, Sorel, incluso Durkheim, la noción que era el patrimonio de los filósofos, como Platón y Kant, que pedían “…la noción del bien en el corazón del hombre eterno y desinteresado”[16]. La deificación de los apetitos extremos ha conducido, en fin, a la intranquilidad general, con el nacionalismo a cuestas y el fanatismo de clase como consigna.

De ese fanatismo intelectual de la época, se nutrió, como lo anota el texto ya citado de Francisco Ayala, el problema de España. España no era sino un pretexto curioso para exaltarse como problema, al poner el acento en aquello que apenas importaba y que se desnudó en su verdad con la Guerra civil.  La colección de cuentos –ya clásica- La cabeza del cordero (1949) está precedido por una explicación ensayística, “Proemio”, sobre la situación liminar de un escritor que no hace carrera literaria. Pese a ser considerado profesional de la letras, Ayala ha deseado desdibujar una y otra vez su perfil ante el público. Esto lo ha forzado “…un mundo en disloque: otras circunstancias me hubieran hecho hacer otra figura”[17]. En realidad, para Ayala un exiliado de la guerra civil en la Argentina, la condición del escritor contemporáneo es la del “exiliado nato”. En ello radica la posibilidad, casi nula del escritor en la sociedad de masas: “El régimen social de las masas que, en lugar de extraer, cultivar y fomentar lo valioso y digno de toda humanidad, liberándolo de la opresión, ha desencadenado, por el contrario, y erigido en paradigma lo común, ordinario y vulgar, lo negativo de toda humanidad, convierte al escritor en exiliado nato, lo expulsa, en medio de la multitud, al desierto”[18]

Así que bajo la denominación intelectual cabe un número singular de nombres, hechos, episodios, características, muy difíciles de conciliar bajo una misma representación homogénea. Hay de todo y para todos. Nosotros todavía vivimos bajo el signo de Sartre y lo que él representó, sobre todo, en su época de Temps Modernes. Es un hecho nada despreciable y la imagen del intelectual comprometido está en la base de un imaginario que nos lo ubica por encima de la vida cotidiana y los hombres corrientes. Intelectual es quien se asume como tal, la sociedad lo considera como tal y él dispone de los medios para hacer valer sus ideas en un cierto círculo de colegas, en ciertas asociaciones y entre muchos estímulos en que se juega lo que considera su fama y su celebridad, que también acompasa con su marginamiento más o menos auto-consciente. Es todavía un singular misterio que la figura produzca tanta empatía o antipatía, que se le juzgue como maestro o traidor. El intelectual, en cualquiera de sus representaciones, se estima en mucho, incluso cuando niega la importancia de su oficio, que estima no como un oficio más, quizá como una vocación o una cruz. 

¿Son los intelectuales solo los poetas malditos o cabe incluir entre ellos a los ingenieros planificadores urbanos? ¿Hay posibilidad de intelectuales ágrafos, o son los grafiteros o Youtuber intelectuales? ¿Quién sustituye hoy a Sartre con mayor legitimidad, Lyotard o Edward Said? La reventa del oficio está abierta, y los dilemas son abiertos, confusos, de naturaleza inconclusa en sus delimitaciones.     

  • Un breve excurso sociológico sobre el intelectual

En 1943 aparece en México el libro Responsabilidad de la inteligencia. Estudios sobre nuestro tiempo del sociólogo español, también en exilio, José Medina Echavarría[19]. El libro plantea problemas, como veremos, afines a  La vida histórica de Romero, sobre el papel que incumbe a los intelectuales en época de crisis y la posibilidad consecuente de fundar una ciencia social de cara a su responsabilidad ante un público ávido de respuestas. El caso de la circunstancia en que aparece el libro de Mannheim, Ideología y utopía, y el tono que le dio a su contribución para conjurar la confusión dominante en los años previos al ascenso del nazismo en Alemania, dan ocasión a Echavarría a tratar el tema a luz de la circunstancia del mundo hispano. Como Francisco Ayala, Echavarría padece el exilio y quiere contribuir a arrojar luz sobre un presente signado por la incertidumbre.

La neutralidad valorativa que aducen los científicos sociales, le parece inadmisible. El problema remite a la posibilidad de una política científica en un mundo social que, a diferencia del siglo XIX –en que domina el positivismo- no hay una verdad sobre los datos, sino que cada sector o segmento de la sociedad reclama uno diverso para sí. La comprobación de la inevitable tensión, que el título del libro expresa, es una situación social de época. Mientras la ideología se entiende como el enmascaramiento de los intereses de las clases dominantes, para preservarse, la utopía sería más bien el patrimonio de los deseos de cambio de las clases ascendentes, sin que el científico social le quede un camino diverso a la constatación y la conciencia provisional del desconcierto.

Las reflexiones sobre la crisis de los intelectuales cae in media res de la fundamentación entre nosotros de las disciplinas sociales. Gino Germani habría de advertir en su libro Política y sociedad en una época de transición (1961)[20] que uno de los problemas de los procesos de masificación urbana en América Latina, aparte de la aceleradísima concentración urbana, el caos en la planificación, la carencia de cuadros directivos modernizantes, los efectos de demostración, las brechas gigantes entre los sectores modernizantes y los arcaicos y el autoritarismo político de derecho o izquierda (populismo y leninismo), se encontraba la carencia de estudios sociales sobre esa realidad cambiante y sobre todo el poco aprecio o más bien desprecio que suscitaba en general estos imprescindibles estudios e investigaciones. La inconsciencia de un sociedad que se enfrenta a estas transformaciones estructurales y que sacude sus cimientos, implica la transformación de al menos los sectores elitarios que no obstante se refugian preferiblemente en sus múltiples prejuicios para creerse inmunes al cambio y sobre  todo resguardarse de las implicaciones que pueda ello tener en la disputa de la esfera del poder. Estas elites dirigentes, anteriormente abroqueladas en sus privilegios y prejuicios semi-señoriales (el patrón cultural hispánico heredado es el señor de hacienda)[21], no saben qué papel asumir racionalmente ante el advenimiento de las masas del campo a la ciudad.

En medio de ese panorama que demandaba una responsabilidad a la inteligencia, hace sus observaciones José Medina Echavarría, anteponiendo la afirmación de la utilidad y necesidad de las ciencias sociales, pese a que ellas, como se deriva del comentario a Ideología y utopía de Mannheim, pudiera padecer de una crisis de identidad. Pero el la situación liminar, al salir de la conflagración mundial, las ciencias sociales pueden restablecer sus estatus ético. Para evitar posibles extravíos ante el “régimen de masas, que, querámoslo o no, representa el estado actual de nuestra civilización”[22] de edificar y restablecer una actitud científica, la única “racional e inteligente” “… no ahogándolas y reprimiéndolas [las fuerzas emocionales] como en el viejo racionalismo… para mantener su derecho de ser válvula de su regulación”.[23] Este ethos científico, que se basa en la cooperación, la discusión abierta de sus temas, métodos y resultados, sigue siendo imprescindible para enmendar los extravíos y exabruptos.          

La pregunta –a veces hecha con tono agresivo- sobre la utilidad de las ciencias sociales se hace sobre una situación de rezago: la ciencia social va pasos atrás del cambio social. La inutilidad de las ciencias sociales se agravaba cuando ella perece carecer de los instrumentos de predicción y previsión que son propios de las ciencias naturales en general. Se presenta pues un funesto abismo entre a teoría social y la acción eficaz sobre los fenómenos sociales. Perdida la fe por la inteligencia misma, no era difícil que las masas se entregaran, “en circunstancias de alta tensión, a la atracción emocional de las soluciones prontas y milagreras de taumaturgos políticos, apoyados, no obstante, en su supuesta inspiración,”[24] al margen del cuadro de profesionales con sus cuadros y recetas de planificación (de economistas y científicos políticos, primordialmente). Las gentes se desilusionaron de los perfectos castillos teóricos de los economistas que se derrumbaron ante la crisis y que solo dan –tras ella- soluciones desacertadas aun para el saber del inexperto. Menos violento resultó el descrédito de la ciencia política, pues ella no había elaborado una teoría tan refinada como la de la economía y sus indagaciones –en el terreno de las instituciones jurídico-políticas- en fin, se hacían sobre un fait accompli.    

La ciencia histórica no se salva de su fuerte reproche. En efecto, para Medina Echavarría, mucho de sus cultivadores se han refugiado en la erudición y la actitud anticuaria, creando un abismo entre historia y realidad presente. La defensa de lo que se llama objetividad valorativa, en la que se resguardan los historiadores comúnmente, pasa por alto que los hechos son también valoraciones y que su actitud aparentemente neutra favorece, más o menos conscientemente, los hechos cumplidos y el statu quo. El abstencionismo de la inteligencia histórica por dar soluciones prácticas a temas candentes y de gran envergadura, resulta inaceptable y sospechoso. Esto llevó al gremio de los historiadores no solo a parálisis sino a reclamar el derecho a su existencia y a la libre investigación. Se suma a este panorama del descrédito de disciplina sociales particulares la desconexión entre ellas y el imperativo de encontrar canales comunicativos, más allá de los eventuales, para reconstruir un nuevo campo de lo social, en forma de integración de las disciplina, y contrarrestar a los defensores a ultranza de su saber parcial.

Pero con todo, la crisis de las ciencias sociales, como lo adujo en su estudio sobre Mannheim, es para Medina Echavarría –lo será igualmente para Romero, en semejantes circunstancias- la ocasión oportuna para restablecer sus principios racionalistas, sobre nuevas bases, pues depende de ello el futuro mismo de la civilización en que nos vemos sumergidos. El racionalismo científico, antes que tabla de salvación, es el esfuerzo de la inteligencia para subrayar los errores cometidos por la misma civilización científico-técnica de sus excesos –es el tema de la “Ilustración de la Ilustración”[25]– para operar con eficacia en situaciones problemáticas.

Las ciencias sociales, la sociología para Medina Echavarría –lo será con similar sentido, la historia para Romero- se erige como una ciencia decisiva en momentos de crisis. La más abundante producción sociológica surge en el marco de la crisis que se precipitó tras las guerras. La desintegración se hace más aguda, cuando parecía que el hombre disponía del arsenal científico-tecnológico para satisfacer sus necesidades. La peculiaridad de la sociología –al decir de Freyer- “… reside en ser esta auténticamente la reflexión de una época crítica sobre sí misma, o, dicho en otra forma, la auto-conciencia de una época crítica”[26].Pero ella es algo más, conforme su tradición –la que nace con Comte y Lorenz von Stein-: una ciencia de la previsión como una conciencia de una situación. Ella arrastra pues un ideario positivista –proyecto futuro- como una conciencia histórica del cambio. En último término la sociología ha llegado a ser una sociología comprensiva, es decir, una sociología que surgida de la obra de Weber, traza la línea de los grandes cambios históricos –que implica una periodización- de las instituciones determinantes de la vida social: el estado, la economía, la religión… que nos hace agudamente consciente que nuestra acción social no es el producto de una voluntad en el vacío de los tiempos.       

Un elemento más de la configuración de la crisis es justamente el trazo del periplo histórico que en el mundo occidental se despliega como una línea uni-vectorial. Esta engañosa imagen de la historia como progreso contribuye a acentuar la sensación de crisis, pues, sobre todo los países o regiones atrasados, se siente excluidos o se proyectan comparativamente en esa imagen de manera falsificada. La peculiaridad espacial se oblitera a favor de la línea temporal única.

            3. Hacia la crisis histórica de posguerra

Los ensayos recogidos en La vida histórica y el El ciclo de la revolución contemporánea de José Luis Romero, escritos entre 1939 y 1948, participan y de algún modo mantiene un diálogo con el panorama de la crisis de valores de la inteligencia que trazamos brevemente atrás. Estos dos libros dan testimonio de los traumas históricos del ascenso y violento ciclo de la revolución burguesa-proletaria y de la imperativa necesidad de restablecer las funciones y el nuevo alcance de la ciencia histórica para el presente. La conciencia de la crisis universal de valores y la necesidad epistemológica de encontrar un estatus digno de la época –son empresa intelectuales concomitantes- es un camino sembrado de espinas. La difícil comunicabilidad de estos hallazgos para un público de masas o mejor en “el régimen de masas”, para decirlo con Medina Echavarría, no es el menor de los problemas, y en torno a él Romero perfila un tipo de escritura, que podemos llamar ensayística, como demiurgo entre el pensar y la sociedad. Esto lo enfrenta a la rutinaria profesionalización de la disciplina, para la que lo importante es el hallazgo científico positivo, más que la dimensión comunicativa del mismo.

Para Romero este problema roza con el sentido de la democracia en el mundo contemporáneo y la responsabilidad del historiador-intelectual para resolver plausiblemente el intrincado dilema. Acaso había sido el mexicano Alfonso Reyes en sus discutidas “Notas sobre la inteligencia americana” (1936)[27] quien tocó la situación con acierto. En este escrito, insertado luego en su libro La Ultima Tule, se plantean al menos dos dilemas pertinentes a esta discusión sobre el papel de la inteligencia en tiempos de crisis. El primer dilema se formula en la tensión entre la acción y el pensamiento, es decir, si a la intelectualidad latinoamericana le cabe, como a la europea, refugiarse en los institutos de investigación, enseñanza y en los laboratorios, y prescindir del tráfago de nuestros negocios públicos, plagados de trampas y de corrupciones, o ella debe abocarse a asumir cargos de responsabilidad y dirección, al tiempo que produce su obra científica. El segundo dilema tiene que ver con las tensiones en el seno de las tareas de la intelectualidad que se presenta entre la especialización y el universalismo de saberes. Este dilema no es menos determinante ante la situación del presente, pues el intelectual no se puede sustraer así como así de sus tareas múltiples, de su necesidad de responder a la vez a las altas exigencias de su disciplina y al cuerpo de sus colegas, pero a la vez desdoblar su saber y sus conocimientos a campos más anchos para tratar de saldar los abismos inconmensurables entre los hombres de saber y la masa generalmente desprovista de conocimientos prácticos y universales que demanda su nueva situación social.

Esta formulación de Reyes toca con un tema central que para Romero es decisivo: la política cultural de la memoria. ¿Qué saber precisan las masas en su estado actual? Sabemos que Ayala arrojaba un manto de dudas sobre esa situación y ponía al escritor en el límite de sus posibilidades. Él mismo trató de salvar abismos y dotó a su cuentística, como anotamos, del aparataje propedéutico que sirviera de puente entre narrativa y gran público lector. Era la manera práctica, sin renunciar a sus impulsos estéticos, de resolver un problema de comunicación propio del “régimen de masas” del presente. Reyes pues amplía y generaliza la pregunta y lo plantea como un problema para todo intelectual –escritor y científico social, historiador y creador. Romero no escabulle el bulto. 

Los ensayos de Romero de La historia y la vida (1945), que vamos enseguida a comentar, se fundan en la convicción del valor insustituible del conocimiento histórico como cimiento de la eticidad. El pasado está lleno de contenidos ocultos de verdad a los que cabe arrancar en actos de conocimiento. La historia como disciplina tuvo un lugar de indiscutible posición desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII. Bajo el impacto del cientificismo positivista del siglo XIX, la ciencia histórica ha quedado relegada en una doble manera. La primera, ante el poderío metodológico de la ciencias naturales, la segunda, paradójicamente, por ella misma al tratar de emular a este saber triunfante. Así la ciencia histórica se hace erudición, se hace tributaria de enumeraciones vacías, de simulaciones metodológicas y de una clasificación de hechos muertos. Por contraerse a un círculo de especialistas, la ciencia histórica pierde el alto sentido que tenía como oráculo secular de enigmas humanos e inspiración de la acción.

Corresponde al historiador contemporáneo recuperar un horizonte de valor ético: para Romero, la ciencia histórica se recupera o se rehace a la sombra de grandes historiadores, a espaldas del dominante positivismo decimonónico y contra el vacío historicismo dominante. La crisis del mundo contemporáneo se convierte en ese oportuno renacer de la disciplina histórica que bucea en las aguas profundas de la “vida histórica” y no sale satisfecha fácilmente hasta obtener las perentorias respuestas a los dramas inexcusables del presente.

Con los ensayos compilados en La historia y la vida, Romero desea predisponernos ante las prácticas generalizadas de una disciplina contraída a peinar documentos, y busca lanzarnos a la aventura del conocimiento que rompe ese estrecho cerco disciplinar. Esto invita no propiamente a desistir de una exigente indagación documental, sino de nutrirla de una preocupación hondamente humana, de contenidos ético-políticos –que también son de tono ensayístico- que por pereza, comodidad o cobardía el historiador profesional suele desdeñar. Corresponde a un tipo determinado de historiador, a quien posee una intuición elaborada –por contradictorio que suenen los términos-, el destino a demarcar una ruta convincente en tiempo de encrucijadas. Pero por desgracia, no es al historiador profesional, afirma Romero, sino más bien son al poeta o novelista o al filósofo a quienes se les revela la crisis histórica en sus perfiles de modo más genuino. Ellos son los poseedores del genuino espíritu histórico. Entre los pensadores contemporáneos, destaca Romero a Georg Simmel, de quien toma la intuición básica –hay otras fuentes- que separa vida y cultura, impulso vivo y formación cultural.

Así pues tácitamente, se representa Romero como un nuevo hereje –postula el instinto de la “vida histórica”- ante la iglesia enmohecida de la institución de la ciencia histórica. El joven y atrevido historiador argentino señalaba con dedo acusador estas formas caducadas del historicismo –reducto romántico del positivismo comtiano- para hablar en un tono ensayístico, con el atrevimiento de quien precisa soltar un conjunto de verdades decisivas contra el marco académico dominante. Era como el místico de la nueva historia latinoamericana, decididamente incómodo con los moldes rutinarios de sus colegas. Su ethos, sacando como piedra purificada de las entrañas de la Ilustración (o mejor, que se nutre de su entrañable amor a la historia antigua, al medioevo y al Renacimiento y sus problemas), vivifica y dignifica la labor histórica: ella encuentra en el exigente volver al pasado, que es lo real y racional, una medida para la acción individual y colectiva.

El pasado histórico es el metro en que Romero mide la condición humana; la vara secular que le permite decidir sobre la racionalidad de las decisiones de cara al presente. Porque es el presente, que tanto esquiva el historiador historicista, la ultima ratio de la ciencia histórica, la labor propia del historiador. Como un Montaigne revivido, Romero radicaliza el ensayo de indagación por ese saber imponderable, que es el saber final, sin llamar a subterfugios cognitivos: y así como para el hidalgo francés la indagación lo conduce insistentemente a los lindes de la esfera de la muerte, el límite que no es osado traspasar desafortunadamente –pero que es el único conocimiento digno de saber, como seres humanos-, así el historiador argentino hace los esfuerzos por tocar la puerta del pasado. Tocar fuerte e insistentemente, para arrancar de ese pasado, que es enigma y es revelación, el instante conciliatorio del hombre consigo mismo. Es cuando el pasado, que es configuración diferenciada (y por ello verdad racional), ofrece para el presente un modelo justificado de conducta, de pensamiento, de actitud.            

Examinar los ensayos de  José Luis Romero, que comprenden desde “La formación histórica” de 1939 a “La historia y vida” de 1945, es ponerse en la tarea arqueológica de reconstruir su concepción de la disciplina histórica al filo de la gran crisis universal de valores alrededor del acontecimiento de la Segunda Guerra mundial. Esta Guerra, como vimos, es para Romero el resultado de un ciclo ininterrumpido del ascenso de las masas proletarias contra la burguesía. Esta constituye una tercera revolución interna del mundo occidental, que desde la Edad Media a hoy, ha transitado por diversas etapas. Esta tercera gran crisis, que está insolublemente atada a la Primera guerra mundial, la revolución rusa y el ascenso de los fascismos, promete para la disciplina histórica un espectacular revuelo de sus fundamentos. Ante la crisis mundial, la disciplina histórica contraída a los gabinetes de la academia y sus métodos insuficientes, heredados del mismo mundo burgués en crisis (el positivismo y el historicismo como su correlato), tiene que sacudirse de sus presupuestos y lanzarse a explorar nuevas vías de conocimiento.

El primer reto para Romero es hacer estallar desde dentro de la disciplina histórica las tareas y funciones convencionales a que se ha auto-reducido. Lograr socavar desde la tradición perdida, desde esa fuente vivaz, pero escondida, de la misma historia clásica, pero sobre todo desde la historiografía, de Heródoto a Maquiavelo, y de Maquiavelo a Dilthey, los motivos de su renovación radical. La revolución de la historia debe hacerse de la mano y a la sombra de los grandes historiadores, porque la historia es hija de las grandes crisis históricas. Ella tiene sus padres fundadores y renunciar a ellos es renunciar al sentido mismo de lo histórico y su valoración en el curso de los siglos: es renunciar a la más gratificante y válida fuente de verdad humana. Si la disciplina histórica quiere recuperar su lugar cimero en la tarea ético-política de traducirse en experiencia viva su saber acumulado, ella debe saltar sobre los fundamentos más recientes de su cárcel epistemológica. Por eso Romero ve que la disciplina histórica se traiciona y con ello defrauda al mundo circundante que ve ahora en el historiador a un enjuto hombre de letras, sin nada que decir para el presente.

Esta imagen del historiador de archivo y no la del gran pensador de época, es deplorada por el joven Romero, quien se pone en guardia contra esa reducción deplorable del historiador ante su época. Extraña y duele a Romero ver a sus colegas como sombríos hombres de academia, tras la tímida y temerosa tarea de eruditos en todo tipo de fuentes, menos en la fuente de la “vida histórica”. Sus ensayos son protesta contra su época, protesta contra el mundo de los historiadores. Frente a grandes pensadores de la época, que escucha el gran público, filósofos como Dilthey, sociólogos como Simmel o poetas como Valery, el historiador ha incumplido su tarea y abandona su misión de recio propagador de ideas. En un mundo convertido en una feria de ideologías, no se deja oír con nitidez la voz del historiador. El historiador profesional no piensa la vida histórica. No pulsa el ritmo contemporáneo, porque su timidez monográfica le inhabilita a ver el conjunto universal y percibir, al menos como intuición precavida, lo que determina su circunstancia actual.

No es casual que en esta época ya no se lea historia. El desinterés por la historia es un factor concomitante a la profesionalización de la disciplina, al distanciamiento semi-olímpico del historiador profesional frente al público que considera inculto. Este abandono mutuo es parte de la crisis, contribuye a definirla, la ahonda quizá inimaginadamente. La dignidad que une la tarea histórica con su época se cruza en ese instante. Por naturaleza el hombre desea saber sobre su pasado y se siente atado, aunque ingenuamente, a él. Corresponde al historiador vigorizar esa inquietud, satisfacer el apetito de saber, como orientador, como consejero –no del poder- sino del hombre corriente para decidir conscientemente sobre el marco de posibilidades que le ofrece su época.                  

El vitalismo historiográfico de Romero puede dar lugar a un debate sobre los extravíos que eventualmente se puede inferir de él. Hay algo de irracionalismo, indiscutible, en esta apelación a la “vida histórica”, como un magma inaprensible en categorías historiográficas convencionales, comtianas, rankeanas o incluso marxistas. La pulsación que late en el concepto, o en rigor en este pre-concepto, en la “vida histórica”, puede ser rastreada en sus orígenes intelectuales –Simmel, Dilthey o Scheler-, pero ello apenas resuelve el problema central, vale decir, la función de ella en la obra de Romero. La “vida histórica” es determinante, no obstante: se trata de afirmar su vocación indiscutible como historiador, pero sobre todo de decidir por la posición que ya se prevé en esta temprana conceptualización: la del historiador out-sider. La “vida histórica” tiene tanta validez como la Einfüllung herderiana,  o puede ser igualmente tan rebatida, al punto de acusarlo de desviacionismo anti-materialista. Sin embargo, ella escapa a este reproche por la convalidación que hace de esta pre-categoría a favor de una vigorosa obra historiográfica y su retraducción como ciudadano argentino, socialista, crítico del peronismo.

En este sentido la función de la pre-categoría “vida histórica” se hace de incuestionable valor en su caso. Porque ella fundamenta un sentido muy íntimo de su ser político y de su ser como historiador. Ella lo preserva de las tontas adaptaciones gremiales como de los extravíos políticos filo-fascistas de la inteligencia latinoamericana. “Vida histórica” se traduce en fuente ética, en categoría comprensiva previa, en condición de conocimiento histórico. Esta conserva un cierto sabor anacrónico para nuestros días, sin lugar a dudas. Pero en esa observación se escapa que la “vida histórica” es a la vez un tributo a la tradición intelectual, de Sarmiento a Henríquez Ureña: una manera de traducir al presente y al futuro de la inteligencia americana, ese rasgo de libertad y genuina reflexión que caracteriza lo más selecto de nuestras letras.

Si se piensa que La historia y la vida aparece en los años en que el maduro Henríquez Ureña redactaba Corrientes literarias de la América hispana, se puede fácilmente establecer el nexo. Es la “vida histórica” categoría de relevo en el momento en que se exige a la historia especializarse profesionalmente, pero no al punto de perder de vista su vocación humanística, el rasgo de humanismo imponderable, propio de toda tarea intelectual. Ya no solo Romero hace eco implícito a las reflexiones de Francisco Ayala o de José Medina Echavarría, que anotamos, sino que se postula como continuador de caminos ya despejados a la tradición intelectual latinoamericana. Henríquez Ureña, como tras el escritorio del joven historiador, estimula la osadía, vela por que se cumpla su superior destino.

La pre-categoría fundacional  “vida histórica” se postula pues en el filo de una época de crisis universal que justamente posibilita la revaluación y resignificación de la tradición latinoamericana. Si hasta hace unas décadas Europa y en general el mundo occidental podían nutrir y satisfacer las categorías espirituales sobre las que se justificaba la acción pública y la actividad intelectual en América latina, la desvirtuación de esas categorías por efecto de los traumas internos de la revolución en el seno del mundo burgués, demandaba la afirmación de nuestros caminos intelectuales propios. La anterior sujeción de paradigmas occidentales y su hechizo indiscutible se rompía o empezaba a romper al calor de esta nueva situación inédita. Cada cual podía, como lo anotaba Alfonso Reyes en “Notas sobre la inteligencia americana”, reelaborar la imagen de América a la luz de esa conciencia crítica, con mayor confianza. Esto lo hizo Romero en estos ensayos aurorales.

Si todavía se desea encontrar una nueva veta a esta pre-categoría histórica en la discusión de la sociedad de masas en que se plantea, bastaría anotar que la pre-categoría “vida intelectual” obliga a una exposición y a un riesgo deseable. El connatural dialogante del historiador es su público, el gran público de masas expectante, hoy aturdido por las múltiples voces de profetas de todos los específicos espirituales. En otros términos, “vida histórica” se traduce igualmente en responsabilidad de la inteligencia, en nuestros países. Si en Europa, como anotaría Mannheim, el intelectual se encuentra descentrado -es el escéptico y decepcionado hombre per se, el “intelectual libremente oscilante”-, esta no es la posición del historiador como intelectual en la América latina. La inferencia es fácil de seguir. El intelectual europeo se siente desplazado de su posición anteriormente privilegiada de gurú social. Hoy las masas, en la democracia de sensaciones –que ha sustituido a la democracia parlamentaria y a la contractual- tienen un acervo intelectual que nutre su acción revolucionaria consciente: es para Mannheim, el materialismo histórico. Esta cultura política no se produce en nuestro medio, y la movilización de masas, más bien está sometida a los azares de la voluntad caprichosa del líder populista. De otra parte, si el marxismo asoma, como se sabe, es bajo el cariz leninista (o sea del estalinismo) o el anarquista. Así que ante esa movilización irracional, de extrema derecha o de extrema izquierda, la tarea del intelectual, del historiador como intelectual, debe redoblarse y fungir a la vez como especialista de temas históricos y sobre todo como consciente ensayista de la crisis. Debe pues el historiador-intelectual ofrecer su punto de vista de esa crisis histórica del mundo burgués y sentar su criterio diferenciador.           

La pre-categoría “vida histórica”, para abreviar la discusión, posibilita la intuición fecunda –en su caso, por ejemplo- de la tensión “civilización” y “barbarie”, al juzgar la historia de las ideas políticas argentinas del siglo XIX. Esto es una aplicación concreta de esa pre-categoría que no pide prestado de este u otro documento –aparte del trasfondo del Facundo de Sarmiento- aquello que percibe como drama –de la fundación de la nación- con una indiscutible fuerza como historiador. Así que la pulsación que templa el ánimo del historiador joven es fuente de la que brotan conceptos innovadores. No solo su trasegar –que es también condicionante- por la historia universal, sino la aventura del espíritu por forzar la vista y adentrarse en la terra incógnita de ese magma –que es la vida palpitante de lo histórico- no precisa del permiso, la licencia o el contrabando de artículos intelectuales europeos que gocen del aprecio de los círculos intelectuales o académicos. No cabe duda, como se dijo, que a la “vida histórica” se le puede conjeturar con alguna facilidad su certificado de origen europeo, pero esto de ningún modo altera la novedad provechosa de que hace uso de ella. Por eso un examen de esta categoría más detenido nos parece de inestimable valor para repensar a Romero.

Si se quiere leer un manifiesto en que se plasma la actitud controversial de Romero, su íntima protesta polémica contra el mundo fariseo de las ciencias sociales –la historia organizada-, es en el último ensayo de la serie, “Humanismo y conocimiento del hombre” [1963. No está incluido en La historia y la vida]. Aquí humanismo significa una postura intelectual, hombre descentrado que indaga por un saber radical, por un saber que si se nutre de la adquisición de las investigaciones de las ciencias sociales, no se satisface son estos hallazgos. Incesantemente pide más, profundiza más el humanista-intelectual y siempre está al límite: rompe los límites. Este vértigo incesante del humanista, del hombre como ser para conocer intelectualmente, está fundado en un antropocentrsimo radical. Este antropocentrismo es plenamente compatible con su intuición fundamental de la “vida histórica”. Porque corresponde a la “vida histórica” hablar constantemente al hombre de su condición; plantear el irrecusable hecho de que el hombre es pasado, es conocimiento del pasado, es conciencia de reelaborar constantemente ese pasado al presente. En ese fluir de pasado, indagación del pasado y escritura para el presente se encierra el constante quehacer del historiador.             

El primer tema que resalta en el escrito juvenil de José Luis Romero, “La historia y la vida”, es el contenido ético del conocimiento histórico. La disciplina histórica ofrece de por sí, como contenido espiritual, una voluntad irrecusable de verdad. En medio de una época dominada por las luchas ideológicas extremas (agregamos: como las contemplaba Karl Mannheim en entreguerras), en la que difícilmente se puede determinar lo verdadero de lo falso, y por las consecuencias desastrosas que ello ha tenido en la configuración de las Guerras mundiales, la historia se mantiene como un prototipo de valor irreductible. Pero como toda creación humana, ella misma se ha visto sometida a los embates del relativismo, en el juego de bazar del quién da más en el amplio mercado de las ideas.

El relativismo de ideas, que genera el escepticismo esencial, carcome el espíritu histórico, pero no menos lo redime como tarea cognitiva y responsabilidad ética. Si la historia ha sido objeto de manipulación, también ella se ha templado en esas funciones amargas y las rechaza. Ello da a la “ciencia histórica su más profunda y noble calidad”[28]. No ha escapado la disciplina histórica a la tensión universal de ser repositorio de dudas, de cuestiones, en cada época, por el más heterogéneo grupo de hombres, sean políticos, filósofos, poetas. Algún contenido de verdad, con diversos grados de relación,  se indaga en ese manantial inagotable de la “vida histórica”,  para encontrar respuestas a una conducta en busca de orientación práctica.

Por eso cabe al historiador no contraerse a sus tareas específicas disciplinarias, sino saltar sobre los límites de su rutina profesional. Sin duda, porque la historia como indagación del quehacer humano es campo determinado del saber, pero de algo más: fuente inagotable de orientación de la acción humana. La historia remite a un fundamento cuyo enclave es el hombre mismo. La comprensión secular del tránsito del hombre histórico remite al presente, y por tanto es vivencia y por tanto es insustituible experiencia. La condición inasible de ese presente configura lo más íntimo de la conciencia del hombre: su calidad de mortalidad difusa.

Así el pasado se vive como experiencia propia, no le es ajeno, pues el presente se nos disuelve a cada instante y nos remite a esa revaloración que experimentamos constantemente; a una experiencia humana como temporalidad. En esa línea del tiempo el hombre rehace su conciencia de tránsito, de paso, pero de modo alguno esa constatación implica desespero o desesperanza, sino –como anotando al pie de la Histórica de Droysen- ello se traduce en un rehacer de sentido a cada instante: “… la vida histórica es, en su esencial estructura, un desarrollo continuo y coherente, y la historia es como el huso en el que se envuelve poco a poco el hilo tenue de la vida vivida, sin que los amenace –a lo que sabemos- una cruel Atropos como la que amenaza la existencia individual”[29]. De este modo, la “vida histórica” no comienza, pero tampoco termina en la existencia individual, sino que ella se rehace, como ente colectivo, desde sí como constante producción humana.         

Con todo, el pasado no se ofrece generoso al hombre y en forma mezquina reserva sus verdades. Se precisa un esfuerzo superior para arrancar del pasado el enigma que esconde. Suele suceder que nos quedemos con la sombra de lo histórico; solo a un cierto elegido, a “mago capaz de suscitar lo inerte”, le cabe el destino de descorrer el denso velo. El recabar a fondo pertenece no solo al individuo dotado por sí, sino en general a una circunstancia que se le hace propicia: la época de crisis. Es la época de riesgo, en la que al hombre se somete a recorrer el camino al filo de la cuchilla. El retorno enfático a la historia es signo de crisis.  

 En “Crisis y salvación de la ciencia histórica”, Romero rehace el planteamiento anterior, de manos de aquellos historiadores sublimes, Plutarco o Guicciardini, en cuya sabiduría se patentizaba “la modernidad de lo perenne” como “la eternidad de lo moderno”. Pero, al hombre contemporáneo lo mueve otro signo: ya descree de ese saber superior, como nacido de la máquina, desertor de la conciencia histórica. Envuelta en la atmósfera del cientificismo positivista del siglo XIX, la disciplina histórica sufre un rudo golpe. Ella es desplazada del su centro de saber y renuncia, por casi vergüenza, a recuperar ese campo. El historiador, por furor disciplinar, abandonó su público lector, en aras del rigor metodológico, y de este modo se enroscó en la conquista de series documentales y diluciones expertas en el campo de los hechos. Con ello se distanció de la vida y la acción por satisfacer a un reducido nicho de eruditos.

Fue este el alto precio que pagó por su profesionalización y arrastró un escepticismo sobre su capacidad de incidir sobre la conciencia general, al reducir la historia a una ciencia de los hechos muertos. Con ello el historiador extrañó al público de la historia seria, y si la frecuenta es como materia del pasado, como –es el caso de la biografía novelada- fenómeno de la cultura de masas. Con ello, se ha perdido el hilo con el pasado, que constituye el núcleo de la vida histórica. Ella es en sustancia pasado, porque es lo único real -pues el futuro es solo proyección imaginada. Este reencuentro con el pasado hace que la historia no se convierta en mero azar (esto significa que la indagación que recupera el pasado está nutrida de racionalidad). Es decir, esta acción es libertad. La función del erudito historiador termina, cuando se inicia la fecunda de Windelband, Rickert, Dilthey, Croce, Huizinga o Jaeger, quienes han sabido reconfigurar, en tiempos de crisis, “…la honda inquietud de la vida en la acción”.[30] Las grandes crisis, que son resultado de conflictos sociales, ideológicos o movimientos masivos de pueblos u hombres, concitan a verse en el espejo del pasado, a fortalecer la conciencia del cambio brusco.          

El hombre, sostiene Romero, en “La formación histórica”, llega dotado, como por naturaleza, de un legado histórico y de una serie de valores preconstituidos frente a él (más o menos como podemos pensar que llegamos a la vida como seres biológicos). Es su bagaje subjetivo. La esforzada superación de esa subjetivismo histórico es la superación del anacronismo que nos permite cotejar nuestra experiencia con la del pasado y abandonar la proyección de nuestros valores hacia todos los instantes de la historia. Lo que antes era monocromo empezamos a verlo multicolor. Esto nos libra de paso de la certidumbre cómoda de nuestra existencia, de la conformidad conservadora de que las cosas deben permanecer siempre igual. Así nos dota de carácter para saber qué destruir y qué conservar y nutrir nuestra acción con los contenidos de las generaciones pasadas que supieron porqué luchar. Huir del determinismo histórico –del que está imbuido el mismo marxismo- nos coloca en una situación de apertura al cambio, del quiebre posible de todo sistema de valores. Como en los anteriores ensayos, este efecto de distanciamiento del ahora, sobre la base del esfuerzo cognitivo del pasado, genera la base ética de toda acción. Solo la conciencia histórica funda la eticidad humana. Esta se funda en aprender a distinguir, en separar lo esencial de lo fútil.

No todas las épocas están acosadas, como la nuestra, por esta indagación del sentido de la historia. Conciertes de nuestra encrucijada, somos partícipes de la crisis occidental. Pero son pocos los que se abocan a encarar los problemas a fondo. Nos quedamos casi siempre en la superficie. Esto quiere decir que decidir en una encrucijada significa también que conoce los caminos por los cuales el mundo contemporáneo llegó a tener el cariz de encrucijada, de duda sobre sí mismo. El vitalismo audaz es camino ilegítimo, pues es ciego y es vanidoso. Por paradójico que suene, al historiador profesional se le escapa el contenido profundo del hilo histórico, y más  parece que es al filósofo, al novelista y al político a quienes se le abre el presente. El historiador historicista ha permanecido en silencio, auto-excluido, y está lejos de percibir esa enorme crisis de valores de la cultura universal que anunciaba Paul Valery, en 1919 en “La crisis del espíritu”, al decir que mañana no sabremos qué estética, qué literatura, qué filosofía estará viva o estará muerta. Otros han dicho cosa semejante, Ortega y Gasset, Welles, Russell, Einstein, Spengler, Scheler.

Simmel tal vez lo haya profundizado una vez más. En su ensayo “El conflicto de la cultura moderna” remite al hecho de que la vida potencia permanentemente formas culturales. Estas cristalizaciones de la cultura están en permanente recambio, y cumplen un ciclo de constante renovación y muerte. Esto sucede patentemente con el valor burgués del trabajo. En la época de Goethe este es exaltado como noble pasión en el Wilhelm Meister (la vocación goetheana era un asunto decisivo, que brotaba de las entrañas de la vida de transición, del Ancien regimen a mundo napoleónico). Pero hoy la adquisición de bienes –para eso se trabaja- se hace cada vez más grosera, exacerbando la sensualidad: es el mundo del consumo. 

Pero no hay que engañarse sobre la tarea: la historia es historia universal, como norma y exigencia, pues la historia monográfica, la historia nacional, por profundamente que se indague, es siempre una mutilación: la historia es universal y comprensiva porque “…la historia es siempre relación, unidad, interacción”.[31] El recorte de ella no es admisible en uno de sus aspectos, políticos, sociales o culturales, porque la historia se da como un todo, se vive como vida orgánica. Se precisa esa síntesis genial, que suele ser “un encuentro fortuito de rasgos olvidados y reiterados simplismos”.[32] El encuentro fortuito de los “rasgos olvidados” con los reiterados simplismos” es la labor de la historia profunda. El destinatario de ese saber es el joven, son las nuevas generaciones que deben superar el marco de las polémicas con los viejos –pues esto ya es una camisa de fuerza- y despreocupadamente formular sus propios problemas. La condición del provecho de esa espontaneidad se da bajo el rigor con que insista seriamente sobre su indagación histórica. 

En “La previsión histórica” retoma Romero la intuición básica de que entre el pasado y el presente hay un continuum, que no logra percibir el hombre corriente, de modo que achaca este al pasado un velo de incomprensibilidad, mientras se sumerge sin más en las corrientes del presente para su acción inconsciente. Renunciado el historiador de hoy al positivismo que daba a la historia una legalidad y una norma previsible, ahora el historiador –gracias a Rickert que la libera de esa atadura cognitiva- se vuelve a enfrentar, a darle al fluido histórico, a la incesante marcha de sucesos, una estructura comprensible. La congenialidad, como virtud cognitiva, ata optimistamente los fragmentos dispersos del fluido histórico. Ya no se tiene el metro temporal-espacial de las categorías positivistas, pero la relación entre los hechos se percibe con mayor libertad asociativa: no se aspira ya a una normatividad plana, se enriquece la historia con el marco de posibilidades de comprensión de esos hechos en el fluir imprevisible, de “las posibilidades diversas, que es propia del hombre”[33]. La manía de reconstruir los acontecimientos a posteriori, para encontrar una meta inflexible de todo accionar humano, es un engaño.

Procurar la previsión unívoca de lo histórico escapa pues a la tarea del historiador, pero no lo exime de trazar un marco comprensivo en el cual encajan los hechos como unidad de sentido. Sin duda, siempre un hecho histórico está condicionado, pero lo imprevisible o lo posible de otra manera, está latente y se prefigura en un modo de ser más o menos diferenciado[34]. Lo que finalmente se palpa, tras el evento o accidente, es una estructura de valor condicionada de época, en medio de la cual actúan hombres, instituciones, surgen hechos. El “momento intuitivo” del historiador consiste en configurar esa marco valorativo de acción –en su génesis, plenitud y crisis- y lo demás queda a la labor de corroboración de archivo. Por ello prever el futuro para el historiador no es tarea ajena, quizá es tarea propia, condicionada a la previsión de la permanencia, perduración o fragilidad del marco-mundo-valor en que se mueven los acontecimientos.     

“La historia y su consejo” parte de un desafío comparativo: preguntar por el sentido de la fuente histórica de cara  a la labor, no temática convencional reconstructiva del pasado, sino del sino del presente. Esta última no admite una metodología trillada. Pero de la escogencia y penetración de esas fuentes del presente, depende la indagación acertada o no. A esta indagación del historiador se atraviesa tozudamente el hombre corriente o el polemista fácil, quienes ven “leyes” o reglas universales de lo histórico, como la que predica que toda guerra que comienza, debe acabar. Frente a este realismo ingenuo, se presenta el esfuerzo de establecer, en la constante de lo humano, un esquema enriquecido: es la estructura inmanente de posibilidades en la que ejerce el hombre su libertad de acción. Esto hace que cuando parece que el hombre repite una conducta –podemos agregar realiza un rito- ya este no es el mismo, pues al variar el contexto el efecto se diversifica: es otro. En este sentido la historia da su consejo, se ofrece como maestra y guía, no para dar un consejo –en época de crisis a banqueros o dirigentes políticos, pongamos por caso- sino para enseñar a lo sumo, afirma Romero, a actuar como Sócrates, “enseñar a pensar históricamente”.[35]    

No es tarea del historiador indagar, como en otras disciplinas, un fragmento aislado de la realidad: este el tema de “El despertar de la conciencia histórica”. A este tema reiterado, por tanto, se agrega ahora el riesgo de confundir vanidosamente erudición histórica con saber histórico. En el primer caso, el historiador se abroquela en su especialidad, hace relaciones públicas, defiende sus jerarquías al modo que lo hace el biólogo o el físico. En el segundo caso, el historiador debe actuar como “conciencia vigilante” –incluso como “conciencia militante”- a favor de la inquietud, la incertidumbre, las encrucijadas. Esta tarea ético-política que plantea Romero una vez más –que hace recordar muy bien ecos del Weber del “político” y el “científico”- nutre la indagación puntual, y la pone como servicio publico general. En otras palabras, libremente dicho, la historia debe hacer parte, para Romero,  de las políticas públicas básicas del hombre del presente, como la instrucción, la vivienda y la salud, pues ella satisface o debe satisfacer no solo la curiosidad innata sino dar el metro ético –como lo precavían los filósofos de la ilustración- a todo quehacer humano. Así la historia es la asignatura fundante de todo saber realmente humano, sin más. El limbo ético-político del hombre actual, su incultura radical y su extravío político están determinados por este vacío formativo del hombre contemporáneo. El hombre moderno de masas, sumido en la crisis del presente, reclama ese direccionamiento, y solo por la circunstancia en la que ve vacilar aquel fundamento en que se levantó cándidamente, se dirige instintivamente al pasado, pide a él aclaración de los hechos del presente, y exige su intérprete, pues el pasado no habla solo ni las fuentes pretéritas son por sí oráculos.  En este caso son dos variables las que se presentan. De un lado, una comunidad está dotada de un rico acervo cultural, pero lo reactiva empobreciéndolo (en el mundo helénico) a favor de una imagen congelada y manipulada del pasado. De otro (en los últimos años de la República romana) se carece de ese acumulado cultural y se requiere activar el pasado en función del presente de modo liberador: “… acuña su pasado con una enérgica acentuación de sus elementos valiosos, proyecta sus caracteres hacia un plano en el que la leyenda comienza a mezclarse con la realidad y confiere una dignidad convencional a lo que hasta entonces carecía de ella”.[36] Los ejemplos de Grecia en la crisis helénica y de Roma en la crisis de la República, remiten a un complejo panorama que el historiador no puede soslayar, por ser un “instante primigenio y creador” de la conciencia histórica en general.  

“Humanismo y conocimiento del hombre” cierra la serie ensayística juvenil de Romero. Hay algo de anacronismo en lo que se llama humanismo (Salisbury, Erasmo, Leibniz), precisamente derivado de quienes abusivamente tratan de imitarlo, sin precaverse que las formas estilísticas que han llegado a ser convencionales fueron renovadoras y surgieron como apuesta a algo nuevo. Esto es ahora simple “formalismo estéril”. El humanismo fue conciencia del cambio histórico. Si hoy se justifica el humanismo es por la actitud potencialmente renovadora que tiene en un mundo en que impera un conocimiento científico que se auto-determina disciplinariamente. Esta auto-delimitación metodológica es el intersticio por el cual se cuela la indagación por el hecho general del hombre. Para las ciencias humanas (sociología, antropología, economía, derecho, psicología), para la disciplina histórica que se nutre de ellas, es falso el dilema entre empiria y saber comprensivo: en la medida que avanzan las investigaciones cada vez parece más cierto que las ciencias buscan su delimitación, el alcance restringidos de sus investigaciones, pero renuncian a las preguntas más angustiantes, al ilímite implícito de la condición humana. El humanismo se ha resistido siempre a encasillarse en los límites de una determinada disciplina, y este no-lugar, por cuestionable que resulte, se justifica en el impulso del saber del hombre como meta. Él se consume en el “inagotable aprendizaje” sin el premio del reconocimiento de sus colegas (que en estricto rigor no posee), y no necesita de ese temporal consuelo. Y por eso, por esencia, entiende el historiador-humanista el conocimiento en su dimensión militante y comprometida.          

El ciclo de la revolución contemporánea (1948) es la traducción en escritura histórica de las reflexiones historiográficas acumuladas en La historia y la vida. El libro está animado por la misma pasión juvenil, pero lanzado esta vez a desenredar el nudo que se ha atado tan confusamente en el último siglo, y que los había envuelto en una crisis universal de inéditas consecuencias. La primera de ella es que esa crisis, como producto de una revolución incesante, obliga al historiador a renovar su imagen de la historia como dilema y encrucijada. La naturaleza militante y comprometida del ethos del historiador lo impele a dar respuestas de inexcusable actualidad de cara a una audiencia aturdida. La provocación anti-historicista de La historia y la vida, lograba confirmar su pasión por la tarea del historiador en un sentido clásico, dominando los elementos gruesos de un proceso para ofrecer una síntesis estimulante en El ciclo de la revolución contemporánea. Este libro es pues respuesta, en el plano de la narrativa histórica de sus preocupaciones histórico-filosóficas: en otras palabras, estos dos libros contienen in nuce la doble cara de su quehacer histórico y son uno el complemento del otro.

La individuación de nuestra época –pues el historiador está llamado a hacer el perfil de cada momento en su peculiaridad única e irrepetible- se plantea desde un principio como “ciclo”; como un ciclo de larga duración. Nuestra época histórica, como toda época humana está sumida en su dureza y amargura, es decir, es una época y dura como constante, pero ella está determinada por su acento colectivo inconfundible en progreso. La fuga hacia una salvación individual, el refugio en una intimidad huidiza de las responsabilidades públicas, se hace, como punto de partida, inaceptable. Por más oscuras que sean las circunstancias en que se ve envuelto el hombre moderno, no le es lícito regir de sus decisiones ni menos caer en un escepticismo irresponsable, a favor de su auto-protección reactiva. La comprensión del presente, por el contrario, nos lanza a sacudir el ego atemorizado y encontrar, con gran esfuerzo, un “ideal altísimo de humanidad”[37] que se esconde en las sinuosidades de los hechos desnudos.  

 El libro está escrito para el presente; como “mera opinión”, pero la opinión de un historiador para el que los acontecimientos del presente se le insinúan como ocasión para reordenar ideas, trazar de manera más estimulante los hilos que tejen la cultura occidental, que se muestra, a los ojos de Romero, en una tercera edad. Como libro de opinión está escrito para “el lector no especializado” y así le autoriza a prescindir de citas y abordajes eruditos. En el cruce de la especialidad profesional y la opinión, el libro es una aventura intelectual, altamente exigente. Es, pues, libro de un género híbrido al que poco importa su clasificación inicial, si él ha cumplido con trasmitir al lector una serie de ideas históricas y opiniones personales estimulantes que le comprometen con su presente. Es más: como libro histórico aspira a ser sintético, a costa de la complejidad del cuadro abigarrado de fondo, y forzosamente cae en el esquematismo y la simplicidad. A esta síntesis se le pide solo claridad y a la claridad la osadía y el riesgo moral para decir las cosas tal como se piensa, a riesgo del inevitable error. Pero es mejor errar a fondo, sin evitar la opinión (sería la cobardía), mientras el mundo demanda la acción “inevitable y perentoria”[38].

El mundo actual –es la tesis histórica de El ciclo de una revolución inconclusa- es el resultado de la conjugación de las tres fases por las que ha transcurrido la cultura occidental, a saber, el mundo feudal, el ascenso anti-señorial de la conciencia burguesa y la contrapartida, que puede datarse hacia 1848, de la conciencia revolucionaria. No hace falta repetir o sintetizar una vez más el cuadro de Romero, es decir, hacer de una síntesis apretada una caricatura, pero si marcar el tono de sus líneas argumentativas. La imagen de la conciencia revolucionaria la forja sobre la línea de ascenso de la burguesía, que encuentra su lugar histórico, en sus luchas anti-señoriales en el seno del mundo feudal, en cuyo resultado se opuso a los valores nobiliarios vinculados a la tierra la circulación contante y sonante del dinero metálico. Desde los siglos XIII y XIV, la conquista de mercados a escala planetaria, el surgimiento de bellas ciudades, la redefinición de las categorías sociales, se hicieron al calor de ese incontenible cambio o revolución burguesa. Obtuvo la burguesía todo –incluso un nuevo afán de vida y una exaltación de la naturaleza-, excepto el poder político. La alianza ambigua entre la burguesía que daba dinero y el monarca que se aprovechaba del él, formaba el espacio y la línea no fácilmente traspasable que custodia la nobleza con su indiscutible poderío.

Ya está aquí cifrado, para Romero el cuadro dramático que va a impulsar la historia europea en los próximos siglos. La habilidad de las líneas, demarcadas por valores y comportamientos, no deja al lector defraudado. Los nombres, los sucesos, los procesos gruesos –descubrimiento de América, la reforma luterarna, la revolución inglesa- quedan retratados a grandes rasgos, pero sobre todo entrevistos con un sentimiento de indisputada empatía. Romero traza la línea del ascenso de la burguesía en estos siglos XV al XVIII, en sus múltiples variables (por ejemplo la española), como testigo y partícipe, espiando en él aquellos elementos que son ocasión de preservar para el presente, es decir, por la fuerza y confianza en que esa figura histórica quedó acuñada. La fascinación está en la aventura del espíritu, en el carácter liberador de la burguesía, que supo ser consecuente y revolucionaria contra su mortal enemigo, la clase feudal. Las formas caducas de esa aventura secular –secularizante y por tanto racional- en su fase ascensional, no debe llamar a engaño por las consecuencias negativas de las mismas.

La Ilustración dota a la burguesía finalmente del instrumento definitivo para dar la lucha a fondo. 1789 proporciona a todo el mundo un nuevo “estado tipo”, el “estado nacional burgués”.[39] No siempre ni en todas partes fue fácil el triunfo, pero el aliento de libertad se pudo presentar sin muchas variaciones hasta la década de los treinta. Pero es a mediados del siglo que la palabra “burgués” empezó a presentarse como algo odioso. La conciencia revolucionaria emerge, para Romero, no menos con un destino definido, aunque con un tempo histórico más contraído. Ella también, como su oponente burgués, tiene sus héroes, sus hazañas y sobre todo su razón de ser. Su razón de ser histórico está en la entraña del mismo proceso de la burguesía, el de la explotación de millares de millares de hombres –mejor, simples brazos- que se precisan para cumplir el ciclo productivo del capitalismo. Estas masas explotadas van solo encontrando un camino de su redención a través de sus luchas y sobre todo a través de sus pensadores. Acaso uno de sus pioneros sean Robert Owen, pero su más esclarecido va a ser Karl Marx. Romero, igualmente, sigue con ánimo este ascenso de la conciencia revolucionaria, que alcanza su hondo contenido en pensadores y escritores románticos. En el clima romántico, la fuerza burguesa, de alguna manera desplazada por el absolutismo monárquico a la caída de Napoleón –es Metternich- se da la mano con el proletariado, se alían ocasional y tácticamente, aunque se encontraran frente a frente, como enemigos mortales, en el momento en que la burguesía prefirió aliarse con su anterior enemiga, la fuerza reaccionaria señorial, para defenderse de los embates del proletariado organizado.

El ocaso de la conciencia burguesa empieza a advertirse en este giro sinuoso, entre 1848 y los años finales del siglo XIX. Así como el romanticismo acompañó los movimientos revolucionarios, las fuerzas del orden –empezando por Luis Napoleón, Narváez o Pío IX, Bismarck o Boulanger- giran hacia la derecha: son los “fanáticos del retroceso”,40 la vanguardia de una burguesía sórdida. En este punto, la narración histórica de Romero se convierte en testimonio de su ideario político: su enfático rechazo a la causa de la reacción y las máscaras que se coloca para justificar su desmedido fanatismo y sus métodos incontables de violencia –física e ideológica- organizada a gran escala. Uno de ellos y quizá el más representativo: el caso Dreyfus. Los buenos modales –variación burguesa de reminiscencias cortesanas- y el temor a Dios se convierten, de pronto, nuevamente en una efectiva arma contra el enemigo revolucionario. Hay todavía confianza en el sistema económico, la expansión imperialista, los héroes aventureros, los escritores de moda. Se hace la burguesía acentuadamente nacionalista y una atmósfera de filisteismo hacía reconciliar la vida satisfecha con los altos ideales en los que ya no creían en verdad. Fue cuando estalló la primera Guerra Mundial, “una especie de guerra civil en el seno de la burguesía”.[40]       

Llegado a este anti-clímax, Romero reconstruye las fases del ascenso de la conciencia revolucionaria. Ella emerge no solo como contrapartida natural de la explotación, sino que parejamente se perfila a partir de sus luchas en que gana conciencia, desde Blanqui en Francia o Schuster en Alemania. La exactitud del análisis histórico de Marx para su época y las fáciles fórmulas entresacadas para la acción, hicieron de su nombre una pesadilla para la burguesía.[41] El internacionalismo impregnó las propuestas del cambio anti-burgués, aunque no es menos cierto que las luchas intestinas de los grupos de izquierda –Romero evita este calificativo- se hacen intensas, sectarias, y se definen al fin por dos alas, una radical y otra más moderada, sin perjuicio que se arrogue cada una una concepción exclusiva de verdad y le de licencia para llamar a la otra traidora. Si Lenin logra dar con la revolución rusa un “golpe en el plexo solar” a la burguesía, Henri Barbusse, cita Romero enseguida (con esa libertad de asociaciones brillantes que lo distingue, en que desliza un acontecimiento político y lo ilumina con una obra estética, y viceversa), la idea universal de esa crisis universal: “de la ruina en hombres y dinero del viejo mundo”… -porque justamente- ve  “en el esfuerzo del socialismo… no solo un resplandor de humanidad sino un resplandor de razón”[42]. La política militar de “la paz armada” se correspondió patéticamente con la de la “unión sagrada” que enfrentó la Entente contra Alemania. Las motivaciones eran múltiples pero el núcleo era una lucha por el reparto –desigual- en la tajada imperialista de las grandes potencias.

Aparte del sintético relato de los acontecimientos que llevaron a la derrota de la muy calificada fuerza militar alemana de Guillermo II, el resultado fue “el resquebrajamiento de los ideales burgueses”[43] sobre el cual descansaba el orden europeo antes de 1914.  Así dio aliciente para que la conciencia revolucionaria hiciera su propia guerra. La Revolución soviética fue la ocasión de una revisión radical para lo sucedido: ella “…era el fruto de una verdadera y profunda revolución, la primera triunfante plenamente desde que se produjera la irrupción franca de la conciencia revolucionaria antiburguesa alrededor de 1848”[44]. La afirmación pone de presente por el régimen soviético, si no la simpatía plena, sí el reconocimiento por parte de Romero de la significación decisiva del leninismo en la reconfiguración del mundo occidental, sin duda porque el hecho marca una descentración del europeismo que hasta ahora había regido al mundo en forma hegemónica. No solo la Guerra mundial, sino la impensable revolución rusa –y la manipulación abusiva que hizo de ella en su momento la Alemania guillermina- agrietaron las bases de la Europa pre-1914. La revolución fue ya no un sueño o utopía, sino una realidad inminente.[45]

Las negociaciones de la paz entre las potencias demostró, para Romero, que las cancillerías se seguían moviendo con los esquemas mentales de 1815 y que no habían aprendido, en verdad, nada de la experiencia histórica social inédita. Entre los intersticios de una conciencia burguesa replegada y el rechazo de una conciencia revolucionaria amenazadora, se cuela el nazifascismos, primero con Mussolini en Italia, con Primo de Rivera en España y finalmente con la apoteosis con Hitler en Alemania. Su estrategia la resume Romero, así: “Fingió, pues una orientación socialista para poder arrancar al capitalismo lo que exigía su política demagógica, y adoptó una actitud antiliberal para proteger el capitalismo monopolista”.[46] Y su contenido doctrinario en una serie de antinomia y mescolanza decididamente audaz e incoherente: “Un nacionalismo estrecho y agresivo de tradición romántica; un anticomunismo violento; un antifeminismo primitivo; una moralidad burguesa y convencional; un conservadurismo profundo y exacerbado; un militarismo prepotente e irresponsable; un imperialismo codicioso y un racismo bárbaro; todo eso…” yacía en el nazifascismo y fue aceptado por las masas que, en medio de una mundo dominado por una “psicología de encrucijada”, sin una preparación intelectual o cultural suficiente y sin demasiadas opciones, se vio envuelto en esta violenta movilización de masas. Esta fue una revolución contra la revolución, una falsa revolución.

Para Romero, en fin, el nazifascismo como producto de un mundo convulsionado, aprovechó los nuevos medios de comunicación como la radiofonía, y las nuevas técnicas de propaganda para propagar y afianzar el clima de histeria, de incertidumbre y de grandes acontecimientos a una población más o menos inerme. Pero las pavorosas consecuencias de esta movilización, irracional y autodestructiva, de las masas, el saldo final, la paradoja de tanta barbarie, tuvo su elemento de indiscutible valor positivo. Se trata de que el nazifascismo contó con un aparataje, una técnica y un medio favorable para la difusión de contenidos sociales, de reivindicaciones sociales como vivienda, salud, recreación, salarios dignos a las masas, que coincidían, al menos en sus aspiraciones materiales básicas, con los de la conciencia revolucionaria. Lo que puso de presente ya la Revolución del 48, lo profundizó, para Romero,  en sus últimas consecuencias la Revolución rusa, que no resultó siendo sino un anti-modelo de revolución para muchos, la caricatura de revolución y hasta la anti-revolución a la que cabía inocular el antídoto de una contra-revolución en toda regla. Fue así la Revolución rusa, la primera revolución proletaria exitosa de verdad, modelo para los revolucionarios proletarios de Europa, pero lo contrario a las expectativas de una revolución para los demás. La maniobra política de aventureros como Mussolini, Primo de Rivera o Hitler consistió en poner el control de la economía capitalista en manos del Estado (lo que significaba favorecer los monopolios) y así librarla del peligro de perecer en manos de la conciencia revolucionaria. Esto fue la “revolución contra la revolución”, que se valió de un cesarismo incontrolado y de una restauración cultural agresiva para tener el éxito que alcanzó. 

La doble paradoja que esconde este traumático proceso de la “revolución contra la revolución”, es el de haber alentado una movilización de masas y su legítima busca de representación en el poder haciendo uso de una maquinaria propagandística inédita), y el de haber sacado del cajón de la historia los principios de los derechos y la dignidad humana, la consideración pues la degradación del individuo, sea cual sea la argumentación, es injustificada en toda organización estatal.  Menguada la “psicosis de encrucijada”, que alentó una violencia inmoderada y una sospecha generalizada contra un enemigo imaginario o real al acecho,   es decir, la lucha imperialista que aunó su sed de mercados con una lucha de ideas opuestamente sectarias, amainan las aguas, se precaven las gentes de transitar por tercera vez el mismo trillado camino del odio y la auto-destrucción masiva.   

Cumplida la inevitable fase de la Segunda Guerra mundial, cabe al historiador remitirse a su pasado inmediato para ver como ciclo inconcluso la hora actual. Cabe en medio de las angustias y temores que asaltan al hombre común acentuar el rescoldo de esperanza a favor de la vida histórica, porque ella siempre es diversa, es viva y se proyecta hacia una perfección implícita, por los más diversos caminos. El temor de la hora no es –para Romero- tanto que las dos concepciones del mundo que emergen con nitidez, en esta segunda posguerra, lleguen a enfrentarse y nuevamente la guerra multiplique hasta el infinito sus muertos. El gran temor, para el irredimible renacentista-ilustrado Romero, es más bien que perezca el bien cultural último –la vida, la dignidad de la vida- bajo el pretexto de la defensa de una imagen u otra del mundo. Esta tragedia sería mucho mayor, porque ese imponderable de lo humano persiste como patrimonio cultural de incontrovertible valor. Si la cultura vale como patrimonio, es por la universalidad que elle llegue a alcanzar, por la bondad generalizada que toca a cada uno de nosotros, y sin este implícito utópico –cosmopolita, democrático- no es pensable el hombre ni concebible la historia.              

La fe humana, que es también la certidumbre histórica, de Romero por el futuro de un mañana, no es la de un agorero, un profeta que anuncia buenas nuevas. Es simplemente, la afirmación de este imponderable, de este remanente último de lo humano que es innegociable: la libertad del hombre, su libertad de acción y de pensar, de existir bajo determinadas condiciones sociales.  Mientras el fundamento de la cultura que postula la vida, la libertad y la dignidad del hombre esté riesgo, o mejor aún se niegue, sucumbe toda esperanza. Alcanzada determinada escala de valores y cumplida ciertas metas para un determinado contingente humano, la exigencia de que esos bienes se multipliquen, sean de vocación ecuménica, se cae de su peso. Entre el ideal y su realización media el camino, la aventura abierta de la “vida histórica”.   

 De este mundo de suscitaciones culturales, Romero deriva una peculiar manera de ver la historia y de sentirla como historiador comprometido con su época. En rigor la manera de ver el horizonte histórico y comprenderlo y sobre todo vivirlo, están estrechamente atados.  El compromiso del historiador con su disciplina profesional es parte del compromiso del ciudadano y del escritor con su público. Hacerse legible para una comunidad de lectores, no necesariamente especializados en el campo de la disciplina, le garantizó su independencia y su peculiaridad, su peculiaridad universal. Su obra no está así sometida a los condicionas ocasiones de su época, y se puede leer con provecho, no meramente erudito, para el lector contemporáneo.

Luego de transcurridos casi setenta años de las obras comentadas, La historia y la vida y El ciclo de la revolución contemporánea, ellas ofrecen una vigencia y un vigor digno de cualquier encomio. La experiencia la puede realizar un profesor de historia hoy. Lo he hecho en múltiples ocasiones con mis estudiantes con un provecho siempre creciente. Así que el juicio de su vigencia no descansa en el deseo de la especulación o es especulación llana. Cada vez que los estudiantes hoy se enfrentan a los textos de Romero, independiente del grado de formación universitaria, encuentran un manantial de posibilidades de cotejar las reflexiones centrales con el presente. Siempre llama la atención, pese a un cierto anacronismo expresivo, un modo de enfrentar las cosas históricas, un horizonte universal tan vasto, y sobre todo una voluntad expresa de comunicación, despojada de los abusos corrientes y de las insinceridades corrientes de los colegas.  No es solo deriva ella de la cualidad que podemos llamar ensayística de la prosa de Romero. Sino que ella es más bien el resultado de una experiencia del método histórico abierta y libre, creativa, en una palabra. El molde “estilístico” de Romero está en una modalidad de trabajo cognitivo, alejado de los convencionalismos esterilizantes de la institucionalización académica de la historia, aunque nos parezca poco recomendable o quizá perverso hoy tomar como modelo. Pero es hoy un modelo de libertad, un modelo libre de los necios tecnicismos, lejos del lenguaje de contrabando, del abuso de los formalismos que abruman y hacen un daño cuasi-irreparable. Algunos podrán llamar, con aire de sorna, el estilo de El ciclo de la revolución contemporánea, periodismo de erudición histórica, pero sería más justo calificarlo  ensayismo histórico, en una tradición digna de conservar. Este libro de Romero está lejos de ser una reliquia de anticuario, como es apreciable el moho de muchos productos académicos publicados el año de gracia del 2016, en revistas Scopus indexadas. 

La obra de José Luis Romero no solo escapa a las clasificaciones de una corriente de moda historiográfica (o en general de las ciencias sociales), a ese pesado e infecundo semi-plagio de términos o terminología inauténtica. Esto se paga caro. Se paga con una marginalidad inmerecida, con reproches necios e injustificados. La incomprensión o marginamiento de la obra de Romero, que favorece a tanto secundón con ansias de figurar, se traduce simplemente en la insistencia y la perseverancia por divulgar y comentar su obra, entre los estudiantes desprevenidos y todavía con la curiosidad sana de los primeros semestres. Se lee a Romero hoy, en nuestro medio académico, quizá más fuera de los departamentos de historia que regularmente en ellos. No conozco apenas un historiador historizante entre nosotros que lo lea, comente y sobre todo que sostenga una cátedra de interpretación de su obra y su figura.  El modelo de libertad de pensar la historia no tiene seguidores, lo que tal vez justamente resalta las virtudes opacadas de su inmensa obra. Romero es, temo, lectura de entremés o silencioso culto. 

Alguien alguna vez me reprocho que, pese a haber leído a Romero desde hace décadas, no ha pasado mi trabajo académico sobre él de un simple escarceo de suscitaciones. Es cierto, y la deuda de profundizar en este legado intelectual, que es modélico e inmenso, es grande y debo confesar que esta doble virtud ha superado mis limitados conocimientos de las amplias materias, épocas, personajes y libros que dominaba el historiador argentino con una maestría no solo envidiable sino inalcanzable. En este sentido tengo el consuelo –y mal de muchos es consuelo de resignados-  de que no me encuentro solo en estas gravosas circunstancias. Pero ellas no inhiben a insistir en una tarea que es terquedad a esta altura del paseo y satisfacción comedida por sus resultados que no me corresponden valorar en su significación.               


[1]                     Profesor Universidad de Antioquia y Universidad Nacional, Sede Medellín.

[2]                     Cfr. Cartas filosóficas (1734), particularmente la “Veinteava carta” que dice: “Hay en Londres alrededor de ochocientas personas que tiene el derecho de hablar en público y de sostener los intereses de la nación; alrededor de cinco mil o seis mil pretenden el mismo honor a su vez; todo el resto se erige en juez de éstos y cada uno puede imprimir lo que piensa sobre los asuntos públicos. Así, toda la nación tiene necesidad de instruirse. No se oye hablar más que de los gobiernos de Atenas y de Roma; es preciso, aunque se los tenga, leer a los autores que han tratado de ellos; ese estudio conduce naturalmente a las letras clásicas. En general, los hombres tiene el espíritu de su estado”. (Alianza editorial. Madrid, 1988. Pág. 158-159). 

[3]                     Voltaire. El siglo de Luis XIV. F. C. E. México, 1978. Pág. 367.

[4]                     Cfr. Leo Löwenthal.

[5]                     Cfr. Norbert Elias. Mozart, sociología de un genio. Ediciones Península. Barcelona, 1991.

[6]                     K. Marx-F. Engels. Über Literatur. Reclam. Stuttgart, 1979. Pág. 44.

[7]                     Herbert Marcuse, en su divulgado ensayo “El carácter afirmativo de la cultura” achaca a la época burguesa y su representante alemán Herder está muy típica concepción inmaterial de la cultura, a diferencia de un Bacon, para quien la cultura está íntimamente ligada a su materialidad. Por este camino, según Marcuse, se sentaron las bases del Estado totalitario alemán un siglo después. Marcuse lo formula expresamente así: “Bajo cultura afirmativa se entiende aquella cultura que pertenece a la época burguesa y que a lo largo de su propio desarrollo ha conducido a la separación del mundo anímico-espiritual, en tanto reino independiente de los valores, de la civilización, colocando a aquél por encima de ésta. Su característica fundamental es la afirmación de un mundo valioso, obligatorio para todos, que ha de ser afirmado incondicionalmente y que es eternamente superior, esencialmente diferente del mundo real de la lucha cotidiana por la existencia, pero que todo individuo “desde su interioridad”, sin modificar aquella situación fáctica, puede realizar por sí mismo. Sólo en esta cultura las actividades y objetos culturales obtienen aquella dignidad que los eleva por encima de lo cotidiano: su recepción se convierte en un acto de sublime solemnidad”.

[8]                     Cfr. En La Democracia en América (1835),Alexis de Tocqueville afirma “la gran revolución social” que se ha dado en los Estados Unidos, que de “una manera sencilla y fácil”, es decir, en la “que se alcanza los resultados de la revolución democrática” “sin haber conocido la revolución misma”: “…parece fuera de duda” que “tarde o temprano, llegaremos” “a la igualdad casi completa de condiciones” (F.C. E. México, 2005. Pág. 39). Este impulso de la democratización incluye las manifestaciones de la cultura material y la intelectual. Hay pues una industria literaria en los Estados Unidos, fundada en su espíritu democrático. “En las aristocracias, los lectores son poco numerosos y difíciles de contentar; en las democracias, es más fácil agradarles y su número es prodigioso.” Por ello aquí “… un escritor puede lisonjearse de obtener con facilidad una fama mediocre, y una gran fortuna… [y se] aseguran la circulación de un libro que apenas estiman… [los lectores] los enriquecen y después los desprecian. ” (Pág. 435) 

[9]                     Como es sabido, este personaje siniestro y repulsivo, pero no menos sintomático, que sedujo al viejo Bakunin, es el trasfondo de Los Demonios de Dostoievski.

[10]                   Venturi, Franco. El populismo ruso. Tomo I. Revista de Occidente. Madrid, 1975.Pág. 233.

[11]                   Op. Cit. 436.

[12]                   Citado por Venturi. Pág. 358.

[13]                   Mannheim, Karl. Ensayos de sociología de la cultura. Aguilar. Madrid, 1963. Pág. 152. 

[14]                   Mehring fue el brillante biógrafo del ilustrado Lessing y escribió –hasta el día de hoy- una de las más penetrantes biografías de Marx.

[15]                   Benda, Julien. La traición de los intelectuales. Galaxia Gutenberg. S.c. s.f. Pág. 162. 

[16]                   Op. Cit. Pág. 165.

[17]                   Ayala, Francisco. La cabeza del cordero. Cátedra. Madrid, 1978. Págs. 557-58.

[18]                   Ayala, Francisco. El escritor en la sociedad de masas. Sur. Buenos Aires. 1958. Pág. 37.

[19]                   José Medina Echavarría arriba a México, como consecuencia de la Guerra civil española, y se incorpora al Colegio de México y funda la sección de sociología del Fondo de Cultura Económica. Cfr. “Los universos textuales de José Medina Echavarría: la colección de Sociología del FCE y la colección Jornadas”  de Laura Angélica Moya López en Los empeños de una Casa. Actores y redes en los inicios de El Colegio de México, 1940-1950. Ed. Aurelia Valero Pie. COLMEX, 2015.

[20]                   Cfr. Gino Germani. Política y sociedad en una época de transición: de la sociedad tradicional a la sociedad de masas. Quinta edición. Paidos. Buenos Aires, 1974.

[21]                   Este apasionante tema lo desarrolla Medina Echavarría en su obra mayor, inspirada por Weber y Mannheim primordialmente, Consideraciones sociales sobre el desarrollo económico de América Latina. Solar/Hachette. Buenos Aires, 1964.

[22]                   Medina Echavarría, José. Responsabilidad de la inteligencia. Estudios sobre nuestro tiempo. F. C. E. Madrid, 2009.Pág. 27.

[23]                   Op. Cit. Pág. 28.

[24]                   Op. Cit. Pág. 34.

[25]                   El tema de la “Ilustración de la Ilustración” lo desarrolla de manera particularmente pertinente para nuestro medio, Rubén Jaramillo Vélez en su ensayo “Modernidad contra posmodernidad”, recogido en su libro Modernidad, nihilismo y utopia (Siglo del Hombre/GELCIL; Bogotá, 2013.). Cita a Adorno, en una conferencia del 20 de noviembre de 1957: “Puesto que el excesivo pensar, la firme autonomía, dificultan la adaptación al mundo administrado y provocan dolor, innumerables personas proyectan este dolor, infringido por la sociedad, sobre la razón como tal. Esta ha de ser la que ha traído al mundo dolor e infelicidad. La dialéctica de la Ilustración, que de hecho, a cambio de progreso, se ve obligada a asumir todo el daño que ha producido la racionalidad como progresivo dominio de la naturaleza, es truncada, por así decirlo, prematuramente, de acuerdo con el modelo de una circunstancia cuya ciega totalidad parece cerrar toda vía” Págs. 167 y 168. Pero ello no debe significar la claudicación de la racionalidad por sus efectos negativos y abalanzarse sobre cualquier demagogia oportunista anti-racionalista.    

[26]                   Medina Echavarría, J. Pág. 60.

[27]                   Reyes, Alfonso. Última Tule. Obras Completas. Tomo XI. F.C.E. México, 1982. Págs. 82-90.

[28]                   Pág. 28.

[29]                   Pág. 30.

[30]                   Pág. 37.

[31]                   Pág. 52.

[32]                   Pág. 53.

[33]                   Pág. 57.

[34]                   Esto lo podríamos entender de esta manera coloquial: es más fácil prever entre nosotros que mañana o pasado mañana estalle un nuevo escándalo político o surjan como de la nada capos del narcotráfico o suntuosas reinas de belleza, que nos sorprendamos con una cosecha de Premios Nobel de la ciencia para el próximo noviembre.

[35]                   Pág. 62.

[36]                   Pág. 68.

[37]                   Romero, José Luis. El ciclo de la revolución contemporánea. México: F. C. E., 1997. Pág. 17.

[38]                   Op. cit. Pág. 21.

[39]                   Op. cit. Pág. 32.

[40]                   Pág. 72.

[41]                   En breves párrafos Romero sienta su criterio como historiador frente a Marx, al que le adjudica la justeza de sus observaciones y consideraciones “en lo fundamental, para el periodo histórico que construyó el foco de su interés y el objeto capital de sus estudios”, pero que no fácilmente se puede aplicar o trasladar sin más al resto de las complejísimas variantes históricas.  Su determinismo económico, en una palabra, no es susceptible de servir de regla o ley universal de lo histórico. 

[42]                   Pág. 94 y 95. 

[43]                   Pág. 104.

[44]                   Pág. 107.

[45]                   La juzgó Romero como experiencia “tope” –sin prever, de paso, que la segunda posguerra produjera la china.

[46]                   Pá. 137.