Cuatro notas sobre José Luis Romero

RUBÉN JARAMILLO VÉLEZ
Universidad Nacional de Colombia

I. La Edad Media[1]

Con este breviario de historia medieval, cuya primera edición correspon­de al año 1949, ha querido José Luis Romero facilitar al estudiante y al lector hispanoamericano una sencilla y asequible introducción a ese tan complejo fenómeno y proceso sociohistórico de la Edad Media, que duraría aproximadamente unos doce siglos iniciándose con la decadencia del bajo imperio romano y las invasiones germánicas para concluir, en el renacimiento, con la aparición de la primera y muy peculiar forma de “sociedad burguesa” —o “feudoburguesa”— en la Italia meridional y Flandes (en menor grado, también en algunas regiones de Francia y Cataluña y, de manera muy singular, en las ciudades alemanas desde las postrimerías del siglo XV).

La obra está dividida en dos grandes partes —una “Historia de la Edad Media” y un “Panorama de la cultura medieval”—, cada una de las cua­les, a su vez, se subdivide en los tres períodos que tradicionalmente se han considerado como significativos, la temprana, la alta y, finalmente, la baja edad media: su “otoño” (como lo llamara Huizinga), ese que se manifiesta en la melancolía o “tristitia” de la nobleza feudal a lo largo del siglo XV, mientras de otra parte ya se deja sentir la pujanza renova­dora de la nueva clase que se ha consolidado en el recinto amurallado de los Burgos, en los puertos y a lo largo de las rutas comerciales.

La primera parte recorre sucintamente los grandes acontecimientos que dieron origen al mundo feudal: la desintegración del imperio y la formación de los reinos y naciones bárbaro-cristianos —o “romano-germá­nicos”, como los llama el autor; el desarrollo de Bizancio y el ascenso del mundo islámico— su expansión por el norte de África hasta la invasión de la península ibérica en el año 711, que obligará a los visigodos a replegarse hacia el Cantábrico y tras la batalla de Poitiers en el año 732 (que evitará su penetración en el reino franco) incidirá vigorosamente en la transformación del cristianismo en un elemento de cohesión mili­tante, así como en la erección del imperio por Carlomagno, espada de la Cristiandad: tras la disolución del imperio carolingio —que apenas si sobrevive a su creador por unos cuantos años— se consolida el feudalismo, cuyas características son brevemente descritas por el autor.

En las postrimerías del siglo XI se inicia —con el concilio de Clermont (1095)— el ciclo militar-mercantil de las cruzadas, cuyo resultado efectivo será propiamente facilitar la transición hacia la baja edad media, llamada también edad media burguesa, período de honda crisis y profundas transformaciones sociales durante el cual prosperan los comerciantes y se consolidan las ciudades, y cuyos acontecimientos político­-militares —como la guerra de los Cien años— también contribuyen a acelerar el proceso de desintegración del orden medieval. Al final de este proceso y tras un lapso de tiempo que dura entre 300 y 400 años, nos encontramos ya con un nuevo mundo y un hombre nuevo: el burgués, la modernidad —por lo menos en germen: La historia de Europa a partir de entonces estará determinada por la coexistencia, el antagonismo y la complementación de esos dos mundos: el mundo tradicional en crisis y el de la nueva clase en proceso de vigoroso ascenso hasta los siglos XVIII y XIX.

La segunda parte —“Panorama de la cultura medieval” —aporta una muy afortunada síntesis, que necesariamente tiene que ser bastante somera, de lo que el autor llama “los caracteres de la realidad y de la cultura” tal y como se presentan en cada uno de los tres períodos, así como de la imagen del universo, la relación entre el mundo y el transmundo, los ideales y las formas de convivencia, la idea del hombre y las formas de realización del individuo, resaltando en el segundo período (la alta edad media, con el apogeo del feudalismo) la problemática vinculada al “Ordo Universalis” medieval y la propia de las tensiones que se produjeron entonces entre el Papado y el Imperio (hasta la extinción de los Staufen a mediados del siglo XIII), para entrar a considerar luego, en el análisis del tercer período, el paulatino y luego progresivo, acele­rado cambio de la mentalidad que se produce en el medio urbano, con el proceso de secularización que llega a su plenitud con la burguesía renacentista. Teniendo en cuenta que los pueblos de América Latina no conocieron una Edad Media (aunque fueron colonizados en su espíritu, renovado en Trento), resulta particularmente importante para el estu­dioso hispanoamericano hacerse a una imagen global de ese gran lapso de la historia universal. El Breviario de Romero contribuye cabalmente a esta tarea.

II. Maquiavelo historiador[2]

“Maquiavelo es el más grande representante de la mentalidad burguesa en el siglo XVI y sólo con ella como trasfondo puede ser entendida su personalidad y su obra”. Esta afirmación del autor podría resumir acertadamente su propósito, el cual no radica de ningún modo en llevar a cabo un pormenorizado recuento de las grandes obras historiográficas del secretario florentino —como lo son, por ejemplo, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, su fascinante Historia de Florencia y, en cierto modo, el mismo Principe—sino más bien en elaborar un ensayo —en el más propio y fecundo sentido de la palabra— acerca de los móviles y criterios que las sustentan, en la medida en que ellos reflejan el resultado de un complejo proceso histórico y social: el de la Baja Edad Media en Italia, a lo largo de la cual se fue consolidando esa clase social y esa mentalidad, la propia y característica del ámbito urbano que daría paso a la época moderna. “Porque el pensamiento de Maquia­velo no se inscribe solamente en el corto plazo en el que se inscribe su vida. Por entonces recoge sus experiencias y elabora sus conclusiones. Pero el cuadro en el que se integra todo se inserta en el largo plazo durante el cual se constituye la mentalidad burguesa, a partir de los cambios estructurales que sacuden a Europa desde el siglo XI. Es la mentalidad burguesa, precisamente, la que sustenta la forma mentis de Maquiavelo, y es él no sólo quien la expresa mejor sino quien más viva conciencia tiene de que esa su forma mentis y de que es esa también la que anima a sus contemporáneos aun cuando no posean la claridad que él posee para distinguir sus alcances”.

Esta forma mentis, tan diferente a la propia de la cultura conventual y de la moral estamentaria aristocrática, se va a caracterizar precisamente por un realismo implacable, por un sentido inmanente de la naturaleza y una voluntad de realización terrenal que impregna tanto las grandes producciones artísticas como los logros científicos y las hazañas guerreras y políticas del hombre renacentista. “A través de sus experiencias, las nuevas clases concibieron una imagen profana de la realidad social… La de la experiencia. Y no sólo en la experiencia de la realidad social sino también de la realidad natural… Poco a poco la mentalidad bur­guesa se incorporó una imagen de la ley interna de la naturaleza, descubierta a través de la regularidad de los fenómenos; sin descartar la idea de la creación, sin duda, pero relegándola a la categoría de una explicación genética que no comprometía el camino del conocimiento directo y eficaz… El reciente dominio de la profanidad tendió a identificarse cada vez más, y exclusivamente, con la realidad sensible… Si el hombre fue instalado en la realidad sensible fue porque la mentalidad burguesa lo imaginó como un ser radicalmente profano. Creación de Dios, sin duda, pero luego ser natural, cuyos impulsos y pasiones conformaban positivamente la personalidad individual…”.

Sería testigo Maquiavelo de acontecimientos decisivos, definitorios, que resumían y condensaban un proceso de cambios profundos en la propia experiencia del hombre: experiencia del sentido de su ser y del sentido de la vida, que sufren una transformación esencial por la vía de la radical secularización: “La criatura humana dejó de ser pensada como una abstracción para ser vista como una realidad de carne y hueso, como un microcosmos real anhelante de explayar su personalidad dual, como un individuo que se realizaba en el mundo terreno. La nueva imagen del hombre fue también un derivado de la experiencia. En las nuevas clases, el individuo estaba solo y evidenciaba sus potencialidades a través de los pasos de su carrera social: la potencialidad de su mente y la potencialidad de su voluntad, dirigida por la razón; pero también la potencialidad de sus impulsos y pasiones, cuya virtud fue afirmada cuando la expe­riencia enseñó que era también factor del triunfo. A la contemplación religiosa y a la acción heroica se contrapusieron otras formas de acción que era lícito y necesario cumplir en el mundo que las nuevas clases creaban, un mundo en el que el poder estaba indisolublemente unido a la riqueza y en el que la voluntad racional podía crear y destruir según sus propios designios. Mundo profano, el hombre estaba uncido a su yugo y sólo podía vivir profanamente”.

De donde se comprende que la vinculación con la cultura greco-romana haya estado motivada fundamentalmente por la búsqueda y la necesidad de una legitimación; a la rígida moral estamentaria y al estricto orden jerárquico feudal, dentro del cual cada individuo había tenido, asignado por la “providencia”, un lugar predeterminado, la burguesía, cuyo desarrollo social impulsaba la movilidad, supo oponer concepciones que arraigaban en la antigüedad: “Así se procuró encontrar una ética del naturalismo y el historicismo, cuyos principios parecieron hallarse en la tradición clásica, que ‘renació’ no por sus valores intrínsecos, sino por lo que significaba como utilizable cantera de ideas para la defensa de la nueva mentalidad profana”.

La obra de Maquiavelo se inscribirá precisamente en el interior de este esfuerzo de legitimación, ella aparece impregnada por completo de estos dos elementos típicamente “modernos”, el naturalismo y el historicismo. Para él, recuerda el autor, “lo esencial del hombre es que, por debajo de cuanto ha hecho de él un ser civilizado, subyacen y perduran sus caracteres primigenios, los instintos egoístas de conservación y los impulsos volitivos de dominio. Rigen para él, fundamentalmente, los principios que rigen la naturaleza porque es, ante todo, ‘naturaleza’ y todo lo demás en él es sobreagregado, resultado de una voluntad constrictiva… Más que una maldad constitutiva, el hombre parece poseer una tendencia a obrar según impulsos egoístas, en beneficio propio y en perjuicio ajeno, tendencia que solo se doblega ante la coacción moral, ley secundaria —observará Dilthey— superpuesta coactivamente a la pasionalidad primaria”. Es con base en esta experiencia y en esta concepción esencialmente realista del ser humano que Maquiavelo va a ela­borar “Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia” —para de­cirlo con el título de un ensayo de Max Horkheimer (1930) que nos parece llega a conclusiones similares y muy coincidentes con las de Romero. Dice este último, recogiendo la problemática del “mal”: “Con tales caracteres el hombre es el protagonista de la historia; apenas puede, pues, sobrepasar su instancia primaria pasional, y cuando la sobrepa­sa es por una presión ajena a sus propios impulsos. Pero ellos constitu­yen su fuerza y realizarlos es su destino específico: de aquí que la finalidad del hombre no sea renunciado ascéticamente a la espera de otra vida más pura en que el hombre viva para lo que no es de la carne, sino simplemente realizarlos bajo el control de la voluntad racional: frente a la Edad Media en crisis, Maquiavelo afirma la esencial terrenalidad del hombre”.

Dentro de este contexto, la política aparece como una actividad peculiar del ser humano y por lo tanto una actividad plenamente impregna­da de dicha terrenalidad: “El obrar político adquiere, en consecuencia, en Maquiavelo, total autonomía, no sólo porque se desprende de toda finalidad ulterior —puesto que él es un fin en sí mismo— sino porque se transforma, a su vez, en finalidad de todas las otras formas de vida. Solo en cuanto ser político —no social, como el zoon politikon, de Aristóteles, sino político en cuanto realizador de la voluntad de dominio en sen­tido romano—, sólo en cuanto ser político alcanza el hombre su máxima dignidad”.

Sin lugar a dudas fue José Luis Romero uno de los pocos, y el más importante medievalista hispanoamericano. Pero esto nunca significó que se hubiera desentendido de la problemática de su patria, o de la “patria grande” —como la llamara Manuel Ugarte—, la América Latina. Testimonio de su preocupación por ellas son obras como Las ideas políticas en la Argentina (1946) y Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976) y multitud de trabajos e investigaciones sobre diferentes aspectos de la historia de su país. Sin embargo, a este espíritu universal le inquietó en particular y de manera insistente un asunto: el de la mentalidad burguesa —su ascenso y su decadencia (que analiza agudamente en El ciclo de la revolución contemporánea, 1948)—  y los orígenes de la modernidad. El ensayo que hemos comentado —publicado por primera vez en 1943— se anticipaba ya a desarrollos ulteriores mucho más com­plejos, como su amplía y fundamentada panorámica: La revolución bur­guesa en el mundo feudal (1966), o su último libro, publicado póstuma y fragmentariamente por su hijo y que constituye un complemento del anterior: Crisis y orden en el mundo feudoburgués (1980). Todas sus obras dan cuenta de una seriedad, una honestidad intelectual y una la­boriosidad sin parangón en nuestro continente.

III. El ciclo de la revolución contemporánea[3]

Tres años después de haber concluido la segunda guerra mundial publicó José Luis Romero este ensayo en la “Biblioteca Argos” de la editorial homónima, que él mismo codirigía. Por entonces el libro apareció con un sub­título que coincidencialmente parecía evocar un centenario: Bajo el signo del 48. Pero no se trataba solamente de constatar una efemérides, sino de reflexionar, en un momento de crisis universal y cuando todavía se estaban despejando las ruinas que la gran conflagración había dejado en las ciudades europeas, sobre las raíces del acaecer contemporáneo y sobre el derrotero de la conciencia burguesa —como también, desde luego, de la conciencia revolucionaria— a partir de ese año de 1848 que parece haber se­ñalado una cisura radical en la historia moderna, por el papel protagónico que desempeñó entonces el proletariado en la revolución de febrero en París (y, en menor grado, en las de marzo en Viena y Berlín), así como por la aparición del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Considerándolo retrospectivamente se puede reconocer en efecto que en ese año los obreros franceses libraron su primer combate consciente, independizados ya de las consignas y el influjo del tercer estado al que todavía habían seguido en julio de1830.

Romero realiza un recorrido que se remonta a los siglos de la Baja Edad Media, a los orígenes de la conciencia burguesa y de la burguesía misma, a sus luchas contra el feudalismo, porque, como lo dice en la presentación del primer capítulo —intitulado “Dos enemigos frente a frente”— “desde los últimos tiempos de la Edad Media hasta mediados del siglo XIX la con­ciencia burguesa traza una curva ascendente con cuyo dibujo se confunde lo fundamental de la historia de Occidente y de buena parte del mundo sometido a su influencia”. En este recorrido recuerda el autor de qué mane­ra se fue gestando la conciencia burguesa, a través de personajes como Chaucer y Bocaccio, los Polo y Jacques Coeur, Gianno Della Bella y Etienne Marcel, los Artevelde en Flandes; Francisco Pizarro, Vasco de Gama, Francis Drake o Walter Raleigh; Galileo y Newton, Milton y Colbert. En resumen ella ya había ganado a comienzos del siglo XVIII “las primeras batallas” y comenzaba a tener “una clara imagen de sí misma” a través de individuos como Adam Smith y Turgot, un Montesquieu, un Rousseau o un Voltaire; pero será el triunfo de la gran Revolución francesa de 1789 la que proporcione a la burguesía de todo el mundo “un estado tipo…, el estado nacional burgués”.

Sin embargo, todavía a lo largo del siglo XIX tendría que luchar la burguesía —dentro de la esencial asincronía y el desarrollo desigual de los grandes procesos históricos— por la consolidación de su estado nacional, una lucha que identificamos con caudillos como Mazzini en Italia, Riego en España, Kosuth en Hungría, en el enfrentamiento con el antiguo régimen, que se negaba a desaparecer del todo (incluso en la misma Francia); y sobre todo, con las monarquías feudales del centro y el oriente de Europa.

De otra parte, con la revolución industrial la burguesía misma había dado paso a un desarrollo acelerado y a la gestación de una clase que le sería an­tagónica: “La formación estricta de esta conciencia revolucionaria es el resultado de un proceso económico y social más breve que el que condujo a la ordenación plena de la conciencia burguesa, pero las condiciones que permitieron su aparición se preparan desde mucho antes, desde los albores del mundo moderno. Porque, en rigor, la aparición de una pujante burguesía trajo consigo las circunstancias favorables para la constitución de una conciencia antiburguesa y revolucionaria. Y no porque la burguesía hubiera errado su camino, sino porque su propio desarrollo suponía la for­mación de una nueva entidad social que debía mantenerse sometida a ella: frente a frente, los dos conjuntos debían precisar sus respectivas fisonomías”.

Será durante la segunda mitad del siglo que la burguesía llegue a su pleni­tud, al consolidarse por entonces el mercado mundial, generalizándose en Europa el industrialismo y producirse la expansión imperialista: “En el período comprendido entre las revoluciones de 1848 y el estallido de la primera guerra mundial, la curva de la conciencia burguesa alcanzó el punto más alto de su esplendor”. Aunque, no lo debemos olvidar, este coincide igualmente con la gestación de su crisis, que se hará patente, con la formación de las sociedades de masas, las grandes aglomeraciones urbanas y un vigoroso proletariado que se agrupará en los grandes partidos obreros y que ya en el 71, con La Comuna de París, estremecerá la seguridad deja clase propietaria.

La guerra del 14 iría a significar en realidad una verdadera débacle:una catástrofe, y el principio del fin de la cultura burguesa considerada como un todo orgánico. Durante los cuatro años que duró la contienda pereció la sociedad burguesa clásica, tradicional. Al concluir, la revolución había arrasado con las monarquías del centro y el oriente de Europa, en Rusia se iniciaba, en condiciones más que precarias, la construcción de una nueva sociedad.

Pero no sólo la revolución se gestó durante los últimos meses de la guerra: también la contrarrevolución, pues, como se ha dicho con harta frecuencia, el fascismo “nació en las trincheras”. “En el fondo, los movimientos nazifascistas constituían una revolución contra dos grandes fuerzas opuestas entre sí: por una parte, contra la auténtica conciencia revolucionaria, y por otra, contra la conciencia burguesa inerte y dispuesta a transigir con su rival. Podría, pues, definírselos como movidos por una conciencia burguesa militante dispuesta a dar la batalla contra la revolución en su propio campo”.

De otra parte, en la propia Rusia de los soviets se impondría una línea que bien puede considerarse en cierto sentido contrarrevolucionaria, dentro de la revolución. Desde el año 27, más o menos, StaIin asegura su predominio, que consolida al finalizar la década, instaurando un régimen totalitario degenerado burocráticamente. Con la llegada de Hitler al poder al comenzar el 33, y la formación del eje Berlín-Roma (que se muestra particular­mente agresivo desde mediados del 36 con su participación a favor de Franco en su arremetida contra la república española), comienzan a configurarse dos campos claramente delimitados y opuestos, los que se enfren­tarán durante los seis años que dura la segunda guerra mundial. Aunque los países occidentales tenían serias reservas frente a la Rusia de Stalin —reservas que también compartían los partidos socialistas y las organizaciones revolucionarias en ellos—, resultaba claro que la lucha contra la sistemática contrarrevolución dirigida por Hitler y Mussolini tenía prelación ante toda otra consideración. La formación del campo aliado y el proceso bélico que condujo a su victoria en mayo del 45, precedida por la derrota del ejército alemán en Stalingrado y en el norte de África, iría a caracterizar el desarro­llo de la historia universal durante el primer lustro de los cuarenta.

La segunda postguerra asistirá al proceso de insurgencia de los pueblos sometidos al dominio colonial y semicoloniaI. De otra parte, ante el desafío que suponía la ocupación de la Europa oriental por el ejército rojo y la construcción del socialismo en los países que la integraban, en los propios países capitalistas el avance de la democracia social se impone como ineludible, patentizándose en programas de bienestar y de seguridad a cargo del Estado, que aminoran los efectos del capitalismo y facilitan la elevación de los estandares de vida de las masas. “Una cosa es cierta, y es que el baluarte de la reacción frontal contra la conciencia revolucionaria ha sido aniquilado. Lo que queda frente a frente son las dos concepciones de la revolución, acerca de cada una de las cuales se debe tener opinión y adoptar una actitud clara y razonada”. Esta constatación optimista parece resumir la conclusión a que llega Romero en el último capítulo del libro, al considerar que en los países occidentales se producirá inevitablemente una “ampliación” de la democracia, cierta “elasticidad” que posibilite el avance de los sectores populares y las masas obreras sin renunciar a lo que ya puede y debe considerarse un patrimonio en lo que se refiere a las libertades y las garantías individuales: una herencia de la cultura occidental que debe ser preservada.

IV. Estudio de la mentalidad burguesa[4]

Como lo dice su hijo en la presentación, este libro corresponde a la versión, “apenas corregida”, de un cursillo que dictara Romero hace unos dieciocho años para un grupo de amigos y compañeros, por la época en que empezaba a difundirse y discutirse su libro por entonces más reciente: La revolución burguesa en el mundo feudal, una obra sin parangón en nuestro medio hispanoamericano, en la cual trabajó durante veinte años. Se encontraba, en plena madurez, ela­borando dos de sus grandes libros: Crisis y orden en el mundo feudoburgués, que fue editado inconcluso después de su muerte inesperada en febrero de 1977 a un año de la edición de Latinoamérica, las ciudades y las ideas, uno de sus trabajos más leídos[5]. Cuando falleció dejó sin realizar otros proyectos que, como este, forma­ban parte de un vasto y ambicioso programa de reflexión: la elaboración de una experiencia de la cultura occidental moderna como pocas veces ciertamente se ha intentado entre nosotros.

Nacido en 1909 en Buenos Aires, José Luis Romero era hermano menor de don Francisco Romero, uno de los pioneros de la filoso­fía en nuestra América, discípulo del maestro Alejandro Korn y quien no sólo alentó la incipiente discusión filosófica en nuestro continente a través de sus escritos sino por la correspondencia regular con quienes hace cincuenta o treinta años se esforzaban por introducir en él el pensamiento moderno. La experiencia misma de la modernidad, que el barroco de la contrarreforma había intentado desde nuestros propios orígenes reprimir, hacer olvidar, sustituir por el ademán canónico.

Decíamos que la obra de Romero no tiene parangón en nuestro medio, y en verdad, cuando uno piensa en su dimensión, en la seriedad y en la responsabilidad que la impregnan, no puede sino remitirse a nombres de historiadores como Bloch y Braudel, un Lucien Febvre, un Leo Kofler o un Franz Borkenau. Con cuánto rigor, con cuánta precisión y con cuánta gracia, además, llevó a cabo este intelectual argentino su intento por introducir al hombre americano en la realidad histórico-universal de la modernidad, desde su gestación en la baja edad media y el renacimiento hasta su crisis: el fascismo y la contemporaneidad; por hacerle accesible y comprensible una experiencia que de algún modo le había sido sistemáticamente denegada, hacerle entender que él forma parte de esa herencia y ese universo, la realidad histórica del hombre moderno: del hombre, el animal, que llamara Nietzsche, de la más larga memoria.

No debemos dejar de mencionar en este contexto otros tres títulos: Maquiavelo historiador (1943), su precioso breviario sobre La edad media (1949), y El ciclo de la revolución contemporánea[6],que apa­reció tres años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, en el centenario de la revolución del 48 que divide en dos la historia de la burguesía. Y el propio libro de Romero, porque a ello estaba consagrado, como el vasto programa en que se había embarcado cuando le sorprendió la muerte siendo rector de la Universidad de la Unesco en el Japón, que debería haberlo conducido a la elaboración de tres grandes obras: su Teoría de la vida histórica. La estructura histórica del mundo urbano y este librito que deseamos presentar y comentar aquí.

Como decíamos, él corresponde a los protocolos o actas o grabaciones de un “cursillo” dictado por Romero para un grupo de íntimos hacia 1970. Quisiéramos, con las palabras de su propio hijo en el prefacio, resaltar las características para nosotros particularmente valiosas, del mismo.

Lo que se leerá no es escritura sino palabra viva. Con mínimas e imprescindibles correcciones, se encuentra en el texto todo lo que es propio de una clase. A veces, un cierto desequilibrio en el desarrollo de los temas, cuando el interés por un aspecto lo lleva a incursionar por sus múltiples implicaciones, al precio de esbozar apenas otros temas previstos. También, cambios de nivel y de registro: coloquial en ocasiones, cuando se esfuerza por hacer sencillo un tema complejo; rigurosamente conceptual, cuando cree logrado ese objetivo y, distanciándose de sus interlocutores inmediatos, se lanza a la elaboración más compleja.

 Pero en cambio se encontrará la frescura de la palabra y el pensamiento vivos, creándose en ese momento. También, el deguste del matiz, la anécdota, el detalle significativo, y ese formidable talento que tenía para recrear la vida histórica, bullente y simple a la vez, y pura sumergir en ella a su interlocutor, haciéndolo participar de su recreación y de su mismo transcurrir. Sobre todo, su capacidad para plantear, con rigor y claridad, las grandes líneas del desarrollo, esas “formidables síntesis que fluyen con facilidad admirable”, que recordó Ezequiel Gallo: aquellas que, arrancando del más remoto pasado se enlazan con el presente, vasto y confuso iluminándolo y tomándolo claro y comprensible. Es fácil, creo, reconocer en estas páginas no sólo al historiador sino también al maestro.

Ya la presentación del asunto le permite a Romero introducir una reflexión concisa sobre el problema de la “ideología”. De la idiosincrasia, del estilo y las costumbres, del peculiar modo de ser-en-el-mundo de la clase burguesa, desde sus orígenes bajomedievales hasta su ocaso. Romero ubica el comienzo de esta disciplina que hoy lla­mamos “Historia de las mentalidades” en dos obras de Voltaire: El siglo de Luis XIV y el Ensayo sobre las costumbres: “Estas dos obras significaron, en la segunda mitad del siglo XVIII, una revolu­ción en tanto incorporaron a una concepción de la historia en la que los hechos políticos constituían la totalidad del tema, todo un nuevo caudal, un nuevo haz de problemas que —según lo entendía Voltaire— era el de las ideas, del pensamiento o, si se lo prefiere, de la cultura” (pág. 12).

De la segunda de las obras mencionadas afirma que es “aún más significativa” que la primera y de “extraordinario interés metodo­lógico”. En su concepto, ella dejó incorporado al campo de la indagación histórica, “al lado de las ideas sistemáticas y de las corrientes estéticas —o, dicho en los términos de El siglo de Luis XlV, la estética de Racine o de Corneille, el pensamiento filosófico de Montaigne o Montesquieu— lo que él llamaba las “costumbres”. Costumbres —agrega—, “es decir formas concretas de vida”. Pero, junto con ellas, “todo este haz de ideas corrientes, de ideas operativas, que funcio­nan efectivamente en una sociedad, que no han sido nunca expuestas de manera expresa y sistemática, que no han sido nunca ordenadas ni han sido motivo de un tratado, pero que sin embargo nutren el sistema de pensamiento y rigen el sistema de la conducta del grupo social” (pág. 13). 

Con una alusión a Ideas y Creencias, el conocido ensayo de Ortega, intenta definir Romero estas últimas: “Son ideas, opiniones, creencias, marcadas con ese fuerte signo social que es el consenso. Son operativas, vigentes: actúan. Son ideas sobre las cuales ningún grupo social tiene una conciencia perfectamente clara, pero son las que secretamente se ponen en funcionamiento cuando se toma una decisión o se dice: “esto es bueno, esto es malo” o “esto es tolerable, esto es intolerable” (ídem).

En el apartado dos del capítulo introductorio, intitulado Mundo burgués y mentalidad burguesa, establece el autor que el siglo XI —que termina con la proclamación de la primera cruzada por Urbano II en el concilio de Clermont—puede ser considerado el de la “cisura” que marca el tránsito de la alta a la baja edad media y con ello al nacimiento de la clase y de la nueva mentalidad secular, “pues, sin perjuicio de que subsista el mundo rural, han empezado a surgir las ciudades”: “El éxodo rural, el desarrollo demográfico, la reactivación mercantil y el apoyo frecuente de los poderes existentes, todo hace que entre los siglos XI y XII se funden innumerables ciudades. Algunas surgen premeditadamente, por la decisión política de un señor que la autoriza o promueve, o de un grupo de burgueses que se instala en algo que parece tierra de nadie. Otras crecen a la vera de murallas señoriales y otras, finalmente, son antiguas ciudades abandonadas y repobladas. Por uno u otro camino, en dos siglos Europa Occidental volvió a ser, mucho más que en la época romana, un mundo de ciudades” (pág. 19).

Desde entonces, por lo demás, se plantea el antagonismo fundamental que determinará el desarrollo de la cultura occidental hasta la finalización del Ancien Regime e incluso hasta nuestros días. De Europa en primer lugar y luego, por la gestación del mercado mundial a consecuencia del mismo desarrollo europeo, de la historia que ha devenido universal: el antagonismo entre la ciudad y el campo. “Si la creación de un mundo urbano integrado por una red de ciudades puede ser considerado la primera gran creación del mundo burgués, junto con ella se encuentra la elaboración de un modelo de relación de ese mundo urbano y el mundo rural. La evolución burguesa del siglo XI creó el primer modelo de un mundo urbano impostado sobre uno rural, voluntariamente, para mandar sobre él, dirigirlo, neutralizarlo y someterlo. Esta articulación entre los dos mundos se manifiesta, de distintas maneras, en todos los niveles, y sería imposible reducirla a una simple fórmula. Si la miramos desde la perspectiva de las mentalidades, podría expresarse como la relación entre la mentalidad urbana y progresista y las mentalidades rurales que suelen ser tradicionalistas. Aquí se esconde el problema, vigente hoy, de la oposición entre la derecha y el progresismo. En Europa todas las ideologías de derecha apelan, en última instancia, a los modos de vida y a los sistemas de ideas propios de las áreas rurales: la concepción paternalista y señorial; la idea de una sociedad dual, de campesinos y señores; la idea de un señor que puede ser magnánimo, porque las cosas abundan para él. Si se analizan los elementos que reiteradamente constituyen la mentalidad de derecha, todos corresponden al pater, al modelo ideológico propio de las clases rurales, a una remota y alterada perpetuación del poder señorial. Los modelos del progresismo, en todas sus formas —moderados, radicales, socialistas—, todos son hijos de la mentalidad urbana. Es la mentalidad de un grupo que, desde que se constituye, aprende a vivir proyectando y no vegetando. A diferencia de los habitantes del mundo rural, inmersos en la rutina cotidiana, la burguesía es la que transforma la vida en un proyecto y lo une a una imagen dinámica de la realidad” (pág. 21).

Esto contrasta notablemente con el período anterior al ascenso de la burguesía, el feudalismo, “un sistema normativo, un sistema económico, jurídico y social, administrativo inclusive, que se ordena poco a poco sobre la base de la experiencia recogida y que resulta óptimo para este mundo rural, perfectamente adecuado para las situaciones reales”. Pero además, este rígido sistema estamentario tiene un “fundamento metafísico absoluto”; “El orden cristiano feudal nos da un modelo único de estructura real sustentada en una estructura ideológica de fundamento absoluto y, en consecuencia, apartada de toda crítica. Ambas estructuras forman parte de la misma realidad, se sostienen mutuamente, se requieren una a otra. El orden cristiano feudal, al integrar ambas estructuras, saca su estructura real de la relación del hombre con la tierra o de los hombres entre sí, pero obtiene su garantía de estabilidad de ese formidable fundamento absoluto, que repite vagamente la idea de que la transgresión, la violación, son sacrilegio” (pág. 24).

En el capítulo segundo intitulado Teoría de la mentalidad burguesa explica Romero de qué manera se gestó, ante los cambios infraestructurales que se estaban produciendo en Europa con la reanimación del comercio y el florecimiento de las ciudades, una nueva mentalidad: una nueva manera de relacionarse con las cosas, con la naturaleza y el mundo. Cierto que la burguesía constituyó al principio un grupo aislado, encerrado en las murallas de cada villa particular, que se desarrolla como enquistado en el orden feudal y en cierto modo a su servicio: “Por otra parte esas burguesías, ya se trate de las que en el siglo XII hacen las revoluciones comunales o la que en el siglo XVII hace la revolución en Holanda, comercian fundamentalmente con los productos de la tierra, que estaban en manos de los viejos señores. Ellos siguieron siendo los productores de los bienes agropecuarios y las clases mercantiles sus distribuidoras. Es cierto que distribuían y producían artículos manufacturados, y también pimienta, seda de China o perlas de Ormuz, pero buena parte de los productos coloniales también provenían de sociedades señoriales parejas a las de Europa. De manera que la sociedad burguesa crece en los resquicios de una sociedad señorial, que por otra parte va cambiando de a poco, acepta producir para el mercado, acepta pagar salarios, aunque en otros casos procura mantener o restaurar ciertas formas de servidumbre” (pág. 29).

Para entender el desarrollo de esta nueva mentalidad resulta necesario contrastarla con la anterior y predominante, la que el autor llama “cristiano feudal” y que todavía subsistió en amplios espacios de Europa inclusive hasta el siglo XIX; pues si bien es cierto que en ciudades como Venecia y Florencia llegaron a consolidarse patriciados ilustres y poderosos de burgueses, banqueros y comerciantes de origen plebeyo (como los Medicis, convertidos en nuevos prínci­pes, en cardenales y papas. .. ), “en otros países, como Francia, España, Portugal Hungría, nunca llegaron, ni aún en el siglo XVIII, a competir con la vieja aristocracia”. Dicha mentalidad se desarrolló en tres etapas: la mentalidad baronial, la mentalidad cortés y la mentalidad caballeresca. Característico de ella es que “supone estar penetrada por la irrealidad, es decir que la causalidad profunda de la realidad no pertenece al orden de lo natural sino de lo sobrenatural: el milagro, el prodigio, que se filtran por entre los resquicios de la realidad y establecen los nexos causales”. Por ello la mentalidad feudal es “trascendente” y además comparte la convicción, “en cierto modo aristotélica”, de que “toda sociedad auténtica es dual, está integrada por los que tienen y los que no tienen”. Por lo cual la estructura socioeconómica es concebida como estática: “la vida histórica misma no es concebida como vida histórica cambiante sino como una especie de perduración sobre un valle de lágrimas, sin proyecto. El cristianismo le ofrece a toda la estructura señorial, surgida de hechos de fuerza, un fundamento absoluto. La identidad entre realidad e irrealidad, el sistema de causalidad sobrenatural, la idea trascendente del hombre, la sociedad dual, todo está en la revelación, en los Libros Sagrados. Si tiene un fundamento sobrenatural es inamovible, y quien intente modificarlo es sacrílego” (pág. 33).

Es dentro de este mundo feudal-trascendente-mágico-señorial que empiezan a formarse los burgos de la Europa bajomedieval: “en el marco de esa mentalidad nace la burguesía, que paulatinamente restablece el distingo entre realidad —entendida como realidad sensible— e irrealidad. Y a partir de ese distingo, como se verá, es posible una actitud empírica y, más a largo plazo, el desarrollo de un pensamiento científico”. En esa realidad la pujante clase urbana se hizo valer. Libera a los siervos que han huido de los dominios señoriales y se han refugiado en el interior de sus murallas por un período no inferior a un año y un día, crea las instituciones urbanas y el Jus Mercatorum, construye los hospitales, los puentes y los amplios edificios para los mercados. “Con la revolución burguesa empieza a constituirse, al lado de la estructura tradicional, otra nueva, y los grupos de la naciente burguesía, al proyectarla y crearla, descubren que si bien la estructura tradicional resiste, también concede y transa. Hay señores que entran en sociedad con los burgueses; otros que inventan impuestos al mercado, a la aduana, a las ganancias, al uso de puentes y caminos, y que a cambio ofrecen garantías, robusteciendo así la nueva estructura” (pág. 33).

Cierto que los burgueses se muestran piadosos: los siglos XIII y XIV, que corresponden al despegue y al auge de las principales villas europeas, son los siglos en los que se erigen las grandes catedrales góticas y florece el arte religioso, en el Rhin, en Flandes y la Toscana. Pero estos burgueses que tanto se cuidan de demostrar su religiosidad, “empiezan a dar por sobreentendido o admitir inconscientemente que el Dios en el que afirman creer no interviene en la contingencia de cada día”. De esta manera comenzó a ser minado “muy lentamente y en forma no declarada” el “contigentismo” que caracterizaba a la mentalidad cristiano feudal tradicional: “para operar sobre el mundo, la burguesía asumió, expresa o tácticamente, que la divinidad no opera de manera contingente. La divinidad crea; es demiúrgica, pero lo creado tiene desde el primer momento su propia ley. De allí deriva la teoría del libre albedrío y la posibilidad de la creación humana no sujeta en lo contingente a Dios” (pág. 34).

La primera etapa de la nueva mentalidad se extiende a lo largo de unos doscientos cincuenta o trescientos años, de las postrimerías del siglo XI hasta el siglo XIV. Ya en la segunda mitad de este último expresan Bocaccio y el Arcipreste de Hita, y con ellos muchos otros, “una efusión desbordante y no controlada, que corresponde a un cambio en las formas de vida que se ha operado espontáneamente y sobre cuyas implicaciones no se ha comenzado a reflexionar”, “Se advierte entonces que las nuevas formas de vida no corresponden ya a una concepción dominada por lo sobrenatural. Estas formas de vida se rigen por cosas que corresponden a la condición humana y no simplemente al alma”. Pero descubrir esto significó una “sacudida”: “la mentalidad burguesa toma conciencia de sí misma y la gente empieza a manifestarse en contra o en pro de esa concepción”. Este descubrimiento y las implicaciones que traía consigo “caracterizan la etapa que transcurre entre el siglo XIV y el XVIII, es decir entre la crisis de la primera etapa originaria y la eclosión de la mentalidad burguesa madura” (pág. 36).

La reacción medieval prefigura el estado totalitario: Savonarola en Florencia, que patrocina autos de fe durante los cuales se queman obras de arte y que terminaría a su vez en la hoguera. En cierto sen­tido, bien complejo, Lutero: la respuesta del norte a ese aire nuevo que llegaba, con el foen de la primavera en las caravanas de los comerciantes lombardos y toscanos.

El espíritu del renacimiento italiano: quien recorrió alguna vez esas aldeas de las estribaciones de los Alpes bávaros por donde serpentea el río Inn y por donde llegaban entonces las sedas, los paños, los vinos y las joyas, también los franciscanos y las canciones del sur, recordará haber percibido, por detrás del barroco de las abadías y las ermitas campesinas con sus campanarios de cebolla, el plácido y sencillo estilo burgués e italiano en las aldeas y ciudades medianas. Como si una nueva latinización del norte se hubiese emprendido el día en que un gigantesco Goliat de cedro, vencido por el hacha y el ingenio, le permitió a la caña pensante —y actuante—pasar al otro lado, con sus mulas y con sus dudas…; porque fueron los buhoneros quienes iniciaron y regularizaron la travesía de los Alpes por el San Gotardo y el Brennero o cualquiera de los otros dos pasos que por entonces comenzaron a garantizarles el comercio a las ciudades lombardas y toscanas, Lucca, Arezzo, Florencia…

Sin embargo, al lado de estas dos actitudes, la reaccionaria medieval del dominico florentino y la inocente pagana que expresan Bocaccio y Lorenzo el Magnífico —cuyo hijo sería el sucesor del Papa Borgia que condenó al fanático a la hoguera y a quien a su vez correspon­dería excomulgar a Lutero—, hubo una tercera actitud que de algún modo prefigura el estilo del barroco canónico: “la tercera actitud dominante: en los patriciados italianos y flamencos, y en general en las clases altas de Europa, fue el enmascaramiento. Se descubre que estas nuevas formas de vida, agradables y atrayentes, si se dejan libradas a su propio impulso conducen a un naturalismo que puede degenerar en bestialismo. Se considera peligroso eliminar todo tipo de constricción y norma tradicional para las clases populares. Las clases altas, en cambio, aceptan la profanidad contando con que existe en el hombre educado la posibilidad de ponerse frenos por sí mismo. Descubren que la única forma lícita de profanidad aristocratizante es la que los romanos caracterizaban con la fórmula ‘ocio con dignidad’” (pág. 37).

Hemos anticipado el momento barroco porque con él se acentuó notablemente la simulación, particularmente allí donde los grupos señoriales derrotaron a las ciudades, como aconteció con el aplastamiento del movimiento comunero castellano a comienzos de la tercera década del siglo XVI en España, que determinó todo el desarrollo ulterior de la sociedad peninsular, incluso hasta el año treinta y seis. Dice Romero: “Hay pues tres posiciones: una espontánea, que advierte las implicaciones y las asume, otra represiva y una tercera hipócrita, predominante, que adoptan las clases altas. La represión es mantenida por la Iglesia Católica y luego por los grupos protestantes, y también por ciertas sociedades tradicionales en las que la transformación burguesa es débil como la española. En la época en que Tiziano o Rubens hacen un despliegue de efusión erótica, en España se pinta como el Greco, idealizando un tipo de humanidad que perpetúa el tipo de mentalidad cristiano feudal. Cuando Rembrandt pinta sólo burgueses, Velásquez pinta reyes y señores o enanos, jorobados y locos, es decir el submundo de una sociedad dual. Pero ni un solo burgués, lo que indica una marcada deliberación; pues Velásquez pinta valores y en España los burgue­ses no eran valores. Se llega a Goya, y sigue sin haber burgueses” (pág. 38).

En cambio, la etapa siguiente, que sobre las premisas del siglo XVII (Newton y Descartes) impulsa el progreso de la ilustración, “corresponde a la revolución ideológica del siglo XVIII, la de Voltaire, la de Montesquieu y la Enciclopedia, pero también la de escritores menos teóricos aunque igualmente representativos e influyentes como Goethe”, una eclosión de la cultura humana que no sólo fue preparada por la primera etapa de la Ilustración sino que mucho tiene que ver con procesos sociales definitorios de la etapa anterior. “Entre el siglo XIV y el XVIII se produce el entrecruzamiento de las aristo­cracias y las burguesías, que de urbanas han pasado a ser nacionales.

Los reinos nacionales crean grandes estructuras políticas y económicas, y las burguesías, que antes se habían manejado en el ámbito de las ciudades, comienzan a transformarse en instrumentos del Estado moderno, aportando ministros, como Colbert, que conviven con representantes de la aristocracia militar y cortesana. Progresiva­mente, la brecha entre ambos sectores se cierra: unos se aburguesan y otros se aristocratizan” (pág. 39).

Es la época de la tolerancia, a mediados del siglo, cuando se publican obras tan significativas como el tratado de Voltaire, y se difunden El espíritu de las leyes (1748), El contrato social (1762), el Diccio­nario filosófico, obras que integran un pensamiento “que se atreve a declarar, de manera explícita, lo que durante mucho tiempo fue un contenido más o menos secreto, después de haberlo sido explícito en las primeras etapas de formación de la mentalidad burguesa”. “El conocimiento científico, que se desarrolla notablemente, repercute en la esfera de las ideas sociales y religiosas. Todo el desarrollo de la física y la astronomía, de Galileo o Newton, conmueve las creencias tradicionales: la física es el desafío del hombre culto contra la superstición. Significativamente, la Naturaleza empieza a escribirse con mayúscula, se la hipostasía y se la transforma en un ente con existencia propia: Dios la creó pero ahora la Naturaleza tiene sus propias leyes, convirtiéndose en un intermediario suyo. De ahí que se use corrientemente la expresión ‘obra de la naturaleza’, que sería sacrílega en el siglo XVII. Esta naturaleza gobierna el mundo profano que funciona como un sistema mecánico, total­mente desligado de cualquier idea moral o trascendente. Todo el pensamiento burgués es, en su línea central, mecanicista” (pág. 40).

Esa fue la ideología de las élites, no de las masas populares, que se mantuvieron fieles a la mentalidad tradicional, y en no pocos casos, desde los Chuanes de la Bretaña o la insurrección de La vendée contra la revolución francesa, hasta los aldeanos carlistas de mediados del siglo en España, pasando por el levantamiento popular contra Napoleón y los ‘afrancesados’, que reafirma el carácter ultramontano de la sociedad peninsular, supieron retrasar considerablemente los efectos de la revolución y con ello de la modernidad. Algo de ese carácter de protesta popular, nostálgica y reaccionaria, pasará al romanticismo, algunos de cuyos principales protagonistas no casualmente provenían de las clases señoriales. Chateaubriand (que regresó de su viaje por Norteamérica a dirigir una guerrilla pro­monárquica en su Bretaña natal y cuya madre fue arrojada a una prisión de la revolución junto con su hija, de la cual no saldrían con vida) afirmó que el hombre “es hijo de la historia, es decir un poco irracional”. La apelación al pasado era precisamente “una afirmación del bagaje tradicional de los estados y las sociedades como sistemas consuetudinarios, en oposición al ideario de la Revolución Francesa, de tradición dieciochesca, que afirmaba el origen racional y positivo de la norma”.

Como sostuvieron el filósofo Fichte y el jurista von Savigny —que sería uno de los maestros de Marx en Berlín— al oponerse a la implantación del código napoleónico, “el derecho no es un sistema de normas racionales sino que tiene como fundamento válido la costumbre”. “El Romanticismo es en el fondo una reacción espiritualista y tradicionalista contra una sociedad que empieza a conmoverse, en parte por los conflictos políticos evidentes y en particular por los impactos imperceptibles y casi secretos de la Revolución industrial, más profundos que el propio surgimiento de las nuevas urbes manufactureras” (pág. 4). No deben olvidarse además los vínculos que unen al Romanticismo con la contrarrevolución, desde Chateaubriand y Donoso Cortés hasta Barres y Maurràs, “en quienes se expresa una línea que se reconoce en fenómenos contemporáneos como el fascismo” (pág. 43).

Pues entre tanto se había producido también un fenómeno que era el resultado final y antagónico de la revolución burguesa y el im­perio napoleónico: al considerarse la burguesía se ha puesto en marcha la Revolución industrial —que cinco generaciones atrás se había iniciado en Inglaterra— y durante la década de los treinta despierta el proletariado: dos días en 1837 tuvieron en su poder los textileros de Lyon a la ciudad. Comenzaban a formarse las sociedades secretas en las cuales los trabajadores se preparaban para la confrontación, que tendrá lugar en febrero del cuarenta y ocho. Aunque fueron derrotados luego, y masacrados por el general Cavaignac en los combates de junio, los obreros ya han aparecido en la escena de la historia como una clase organizada y dispuesta a luchar por su derechos, reclamado para sí también la dignidad, la fraternidad, la igualdad, la libertad y la ciudadanía de la que hablan los códigos del tercer estado supuestamente en nombre del pueblo. Entonces se produjo el viraje: “Aquí se produce la flexión, referida especí­ficamente ahora a los problemas sociales, aunque suponiendo una vasta filosofía. La mentalidad burguesa, individualista y profana, se hace cargo de que el proceso industrial acelera el cambio social tanto como el tecnológico y que este proceso es imposible de de contener, a menos que se le ponga un freno que sea absoluto. Enton­ces, este sector de la mentalidad burguesa se acerca al sector tradicional y se hace religioso. En 1870, en la época de Pasteur, del explosivo desarrollo, industrial alemán y norteamericano, cuando se jura por el progreso, simultáneamente se proclama la infalibilidad del Papa y el Dogma de la Inmaculada Concepción, se obliga a la sociedad a optar entre el pensamiento científico y el dogma. Si obtuvieron un triunfo resonante, fue por el respaldo otorgado por todos aquellos que descubrieron que la oposición al cambio social necesitaba de alguna manera una fundamentación de tipo metafísico” (pág. 44).

El capítulo III —Los contenidos de la mentalidad burguesa—considera en primer lugar la “profanidad” y el “realismo”: “La percepción de que, por el contrario, realidad debe ser sólo algo que refiriera a la realidad sensible, cognoscible por los sentidos controlados a su vez por un aparato metodológico y epistemológico, fue propia de quienes se llamaron a sí mimos nominalistas. Sostuvieron que los conceptos eran palabras vacías. Formas intelectuales que implicaban un cierto grado de abstracción pero que no pertenecían al nivel de lo que constituía efectivamente la realidad: lo que la constituye son los individuos y no el género o la especie. La implicación es sencilla: si se niega que el concepto es real, toda la “dogmática cristiana se desmorona, porque todo el dogma es de tradi­ción platónica o plotiniana” (pág. 64).

Romero recuerda que en el siglo XIII la Iglesia se enfrentó a lo que todavía podía perseguir como “herejía”, el nominalismo. San Bernardo acusa a Abelardo (el primero en llamarse magíster en filosofía y no de teología, y que también en otros aspectos se alejó de la regla: con funestas consecuencias, como se sabe) porque este, según el santo, “parece que quiere ver las cosas como son y no a través de una bruma…”.

A propósito del “enmascaramiento” desarrolla el autor un apartado dos: la imagen de la naturaleza, que piensa sobre lo que se produce simultáneamente con el nacimiento de la modernidad: “en una misma operación, el individuo se transforma en sujeto cognoscente y la naturaleza en objeto de conocimiento”. Es el nacimiento del sujeto, de la subjetividad moderna y burguesa, porque ahora se parte de la seguridad secular del cogito que guía y es guiado por la voluntad del poder, su secreto. Contrastando la actitud burguesa con la propia del hombre cristiano feudal afirma el autor: “El grado de ignorancia, de conocimiento del mundo circundante es tan grande que crea la idea del misterio, la que se conjuga con la de aventura, típica de la mentalidad cristiana feudal. La aventura del caballero medieval se desarrolla en ambientes extraños, desconocidos e imprevisibles, pero esto vale, en rigor, para todo aquel que cruce las fronteras de su pequeño mundo, se aleje de la aldea y pene­tre en el bosque ignoto. La aldea vecina es ya otro mundo, que puede pensarse como fabuloso. La burguesía en cambio, nace de la ruptura del encerramiento: la sociedad europea, que ha estado comprimida, amenazada en todas sus fronteras, de pronto las desborda. Con las cruzadas va a oriente; desde la frontera alemana va al este: Polonia, Lituania, los países bálticos, la actual Checoslovaquia, la Rusia subcarpática. Por el sur avanzan a España e Italia, haciendo retroceder a los musulmanes. Esta expansión geográfica y política contribuye a formar una imagen del mundo radicalmente diferente. En una o dos generaciones, el contacto de culturas que se produce echa abajo buena parte de las nociones tradicionales, por una vía absolutamente empírica” (pág. 75).

Esta experiencia de la diversidad de los mundos posibles y sin embargo su regularidad, su legalidad, tenía que acentuar necesariamente la tendencia secular. “Entre las muchas sorpresas de quienes emprenden estos viajes —sin saber por ejemplo, si la meta está a cinco días o a cinco años de marcha— se encuentra el comprobar por una parte la existencia de una naturaleza absolutamente homogénea, y por otra, diferente y diversa pero incluida dentro del orden natural. Los cruzados, como luego lo harán Vasco de Gama o Colón, en las indias de oriente y occidente, descubren que la naturaleza es muy variada con paisajes cambiantes, plantas y animales diversos y exóticos pero pertenecientes siempre a la naturaleza, y que lo distinto no es sobrenatural —el mundo de los gnomos, los dragones, los gigantes— sino simplemente diferente y real…” (pág. 76).

Es la misma experiencia que se aventuraron a realizar los artistas desde el Giotto (con quien según von Martin “la pintura se aburguesa”) cuando comienzan a pintar paisajes: “¿Qué relación hay entre la naturaleza, que siempre existió, y este paisaje? El paisaje es una naturaleza vista analíticamente y reconstruida luego sintéticamente, a través de un proceso mental: así lo dice Leonardo, que da la receta para pintarlo… Paisaje es naturaleza filtrada por la mente humana, un proceso similar al que constituye el conocimiento científico y una síntesis selectiva después”.

Y de otra parte, esa naturaleza que tan plácidamente integrada apa­rece en el fondo de los cuadros (como por ejemplo en la Venus de Urbino de Giorgone), esa naturaleza que se reconstruye en el óleo y de la misma manera en la poesía cortesana aparece como el Iocus amenus de églogas pastoriles (como en Garcilaso de la Vega), es la misma naturaleza que el hombre moderno, ya con Leonardo, quiere conocer para dominar. En la navegación, en la agricultura, en todos los procesos de la artesanía, con los descubrimientos e inventos: “la naturaleza objetivada, ya se la considere objeto de conocimiento, objeto estético o realidad sobre la que el hombre puede operar para obtener un beneficio, todo conforma una idea de la naturaleza absolutamente distinta en que era simplemente concebida como creación divina, en la que el hombre constituirá un elemento creado más. Esta experiencia que comienza en esta época se desarrolla siglo tras siglo, y, pese a los saltos en ese desarrollo, puede advertirse una continuidad: la actitud técnica del individuo que inventa la vela o la carretilla —una de las formas de la palanca— inicia el camino que termina en la eclosión tecnológica de la Revolución Industrial” (pág. 78).

Pero de ninguna manera significa esta profanidad del burgués un enfrentamiento directo y conflictivo con la interpretación tradicional cristiana. Más bien podríamos hablar de “sincretismo”, de la misma manera que se presentó en la resurrección de la cultura anti­gua en el apogeo del renacimiento: de qué modo Marcilio Ficino predicaba desde el púlpito del Duómo Florentino comenzando sus homilías: “amados hermanos en Platón…”. De otra parte, “calificar esta realidad como profana no significa que no se reconozca en ella un origen divino, sino que se comporta de una manera que el hombre puede entender con sus propios instrumentos, sin recurrir a la interpretación divina… Dios es alejado del proceso creador… Cuando se empieza a observar se descubre que la naturaleza funciona de una manera coherente. Entonces se afirma que, además de un objeto ajeno al hombre, que puede llegar a disfrutar estéticamente, a cono­cer, a dominar, la naturaleza es un sistema…” frente al cual la mentalidad nueva puede intervenir metodológicamente porque “a idénticas causas corresponden idénticos efectos naturales”. Y con ello surgen los gérmenes de lo que será la gran revolución del racionalis­mo y el empirismo en el siglo XVIII:

“Anteriormente la teología, una disciplina que abarcaba todos los problemas de carácter general, además de los estrictamente teológicos, prácticamente no se había planteado nunca el problema de como conocer la realidad. Así, la primera revolución consiste en que el pensamiento teórico da un giro de 180 grados, desplazándose de un planteo en lo que lo fundamental era Dios, el Hombre y la conducta, o otro cuya pregunta es: ¿Qué es la naturaleza? ¿Cómo podemos conocerla? Esta es una revolución. Aparece lo que se llama la filosofía aunque, para denominarla de una manera que defina con precisión su contenido, conviene llamarla filosofía natural. No hay nada tan importante de lo que han hecho Descartes, Leibniz, Spinoza o Kant, como el haber descubierto el tema, pues con ello se evidencia el triunfo de la profanidad” (pág. 81).

Y es la profanidad entonces la que termina por imponerse a través del comportamiento experimental y empirista frente a las cosas, una actitud nueva y diametralmente opuesta a la del monje contemplativo, cuyos precursores habrá que ir a buscar al siglo XIII en individuos como Roger Bacón y Pedro Peregrino y un grupo huma­no “que trabaja en problemas de óptica, de magnetismo, de mecánica” y “no se plantea el problema último de cuáles son las reglas del pensamiento; se preocupa de cuáles son las reglas del experimento, las que permitían establecer un tipo de datos experimentales legítimamente comprobables sobre los cuales realizar generalizaciones válidas”.

Lo característico de esta mentalidad “no es un nuevo acopio de datos sino el cuadro que constituye y la actitud con que se mueva. Todas las nociones, nuevas o recuperadas, del saber antiguo se incorporan dentro de una tesis progresista, en el sentido etimológico de la palabra. Se trata de conocimiento en marcha: sabemos esto, lo que nos permite averiguar mañana esto otro y plantear otro problema, y así sucesivamente. La idea del saber medieval, en cambio, es la de un saber revelador y se asemeja más a un cesto en el que se acumula todo lo que se sabe; esto es, en definitiva, la Biblia; de allí se saca la noción; si la noción está ahí, se la conoce, sino, no se sabe. En el marco de la mentalidad burguesa, el cajón nunca se considera cerrado y este es un cambio fundamental, similar al que se produce cuando se organiza una sociedad montada en la movilidad social o una economía sobre el mercado. Lo característico de las burguesías es esta concepción progresista, en el sentido etimológico de marcha o dinámica. En cada momento se plantean nuevos problemas, y cuando se averiguan estos, ya están planteados otros. En el fondo, en la concepción burguesa es más importante la marcha que la llegada mientras que en la concepción teológica diríamos que lo importante es el estar y no el andar. De ese modo, el tema fundamental de la filosofía es la pregunta de qué cosa es la naturaleza y sobre todo cómo lo conocemos” (pág. 83).

A continuación desarrolla Romero en diferentes apartados —la imagen del hombre; la sociedad, la política, la economía; ética, religión y metafísica; la idea de la historia; el sentido de la creación estética— una concisa reflexión sobre el significado histórico-universal de la mentalidad burguesa, que se impone definitivamente a lo largo del siglo XIX en buena parte como consecuencia de la revolución fran­cesa y el ciclo napoleónico. Motivos de espacio nos obligan a limitamos con señalar estos títulos.

La parte cuarta y final del libro —La crisis de la mentalidad burguesa— considera la circunstancia contemporánea a partir de la guerra del catorce que puso fin a la bella época: “Durante todo el período, todos son signos del triunfo de la mentalidad burguesa. En el orden religioso es el período del laicismo. Última expresión del deísmo y de la profanidad, sin ruptura con la idea de Dios pero con un progresivo alejamiento hasta llegar al agnosticismo. También es típica la doctrina cientificista de Spencer o la positi­vista de Comte, que implican una incertidumbre de la posibilidad del conocimiento de la naturaleza sensible y una actitud agnóstica con respecto a toda metafísica. Se puede conocer la realidad sensi­ble con los sentidos, o en el siglo XIX, con los aparatos que perfeccionan los sentidos. Lo que nadie puede asegurar es si hay algo detrás de la realidad sensible: eso es materia de fe, y sobre eso no se opina. También es típico todo el contexto sobre las formas de vida, el predominio de la familia, la asimilación de prestigio social con riqueza, el valor sacrosanto del trabajo y el lucro. Todo esto predomina en esta época hasta darle un grado de extraordinaria madurez que tiene su último aumento de brillo en lo que se ha lla­mado la belle époque”(pág. 141).

Después de la Primera Guerra Mundial se puede percibir “una ofensiva contra la mentalidad burguesa que no viene del pasado sino de una mentalidad nueva”. Entre los factores configuradores de la crisis menciona Romero en primer lugar la liberación femenina perceptible en Europa y Norteamérica ya en la primera posguerra: “en los años veinte podría suponerse que se trataba de un fenómeno transitorio, pero no fue así. En consecuencia, la mentalidad burguesa, en tanto imagen de la vida social montada sobre la familia, ha sufrido una crisis fundamental. Si se piensa hasta qué punto esta era una de las piedras angulares de esta sociedad y esta mentalidad, queda claro cómo, a partir de la primera posguerra, ha comenzado a ser trabajada en sus cimientos mismos” (pág. 143).

Una crisis de los sistemas (“la primera ruptura se produce con la revolución soviética y la formación del mundo socialista”) y una crisis de las actitudes: “la novedad más visible de la primera pos­guerra fue la inducción del escepticismo y el hedonismo a la que siguió, treinta años después, la erupción del sentimiento de rebeldía que es característico de la segunda posguerra” (pág. 148).

La irrupción de las masas y la “revolución cultural”, el enfrentamiento de las grandes mayorías frente a las élites tradicionales. “Lo que llamamos la masa incluye a aquellos grupos marginales cuyo consentimiento anteriormente no contaba, y cuya presencia repercute invalidando la vigencia de las élites tradicionales… Luego de la euforia de la belle époque, la caída vertical de la posguerra es definitiva. En realidad, el sistema de normas no se ha recompuesto de ninguna manera, por el contrario cada uno de los elementos que lo sustentaba ha ido declinando, y fueron apareciendo conatos de nuevos sistemas de normas y valores” (págs. 160-161).

Tanto la introducción masiva de la píldora anticonceptiva como la nueva literatura de un Henry Miller “revelan el cuestionamiento de normas que ha regulado la vida sexual, que siempre son un índice sutil de los mecanismos de organización de la vida de una comunidad. Este tema, que era tabú, después de la Primera Guerra Mundial se plantea sobre nuevas bases y se abre un enorme debate, sin que ningún aspecto de la cuestión quede fuera”. También la imagen de la realidad ha sido cuestionada en la creación estética: “Desde el Cubismo, o mejor desde el lmpresionismo y Cézanne, en todas las escuelas, especialmente las no figurativas, las de pintura abstracta y muy particularmente las de la concreta, se destroza la imagen tradicional de la realidad. Así, la creación estética descubre un día que ya no tiene vigencia un tipo de figuración de la realidad que se manifiesta en el lienzo del mismo modo que en la retina. Este es un hecho tan fundamental como aquel que significó el abandono de la pintura plana, al modo bizantino, y la adopción de la pintura de bulto. La Invención de la perspectiva fue característica del triun­fo de la mentalidad burguesa, o mejor dicho de la imagen de la realidad que hizo la mentalidad burguesa. La descomposición de ese sistema de representatividad indica que ha cambiado la imagen de la realidad que la mentalidad burguesa se ha hecho” (pág. 163).

De otra parte, “también se ha dislocado el tiempo, como se advierte en toda la novela contemporánea”, y la disolución de la melodía en la música confirma el proceso; “…rompe con la melodía tradicional, inserta en una concepción sonora coherente desde el siglo XII al XIX y que de pronto se rompe por la música dodecafónica o por los Beatles”. Romero concluye con una consideración definitiva: “No se trata simplemente de la introducción de una deformación deliberada, como la que el Greco introdujo en su pintura; lo que comienza a cuestionase es el sistema total, la trama toda en la que se alojan los fundamentos de la estructura social y la mentalidad burguesa. La característica de este período es el disconformismo y no la afirmación de un nuevo sistema, que de ninguna manera está elaborado. Ninguno de los síntomas mencionados basta para afirmar que una nueva imagen de la realidad reemplaza a la antigua. Lo que aparece son apenas signos de disconformismo con respecto a una imagen tradicional y una enorme incertidumbre con respecto al futuro, que ese sólo se manifiesta en atisbo de búsqueda de cosas nuevas. No podría decirse cuál es la imagen del universo que está haciéndose; lo que es seguro es que la tradición está en crisis… Puede vislumbrarse al final de la mentalidad burguesa. Los tiempos que siguen no son de claridad sino de confusión, porque lo que se opone a un sistema diáfano y muy estructurado, como es la mentalidad burguesa, no es un conjunto de objetivos sino simplemente un conjunto de expresiones de disconformismo, sin objetivo claro, lo que le da esa apariencia de disconformismo sin causa, capaz de engañar a muchos acerca de la profundidad de los cambios que anuncia” (págs. 165-167).

Con el párrafo que acabamos de transcribir concluye este escrito póstumo de José Luis Romero, publicado por su hijo Luis Alberto Romero en el mes de mayo de 1987. No consideramos necesario agregar a esta apresurada reseña más que una consideración de homenaje a este maestro de América que nos ha enseñado a vivir y a pensar la circunstancia contemporánea sin rencor, con gratitud hacia todo lo grande, todo lo noble y universal que se ha gestado con el hombre moderno desde el Renacimiento y la Reforma, con las revoluciones burguesas de Florencia y de Flandes en la Baja Edad Media, que lo hicieron posible, y luego con las de Holanda e Inglaterra, con las de América y muy en particular con la gran revolución de Francia cuyo bicentenario celebramos este año, la cual, como ninguna otra, ha llegado a ser determinante, con la revolución rusa de octubre, de nuestro destino común como ciudadanos y contemporáneos de este siglo que ya termina.

Sin rencor y con juicio, con seriedad y amor. Porque es el desconocimiento de los procesos esenciales de la historia, y en particular de la historia universal moderna, lo que con frecuencia ha posibilitado entre nosotros esa “pseudo” o “semicuItura” —para expresarlo con el término de Th. W. Adorno— cuya única función pareciera ser estimular la regresión narcisista que todo lo relativiza porque en el fondo a todo es indiferente, una actitud motivada por el rencor de la parroquia, patrocinador de una organización fraseológica de la realidad —¿o de la irrealidad?— de una sociedad anacrónica en crisis.

Se busca empequeñecer aquello frente a lo cual se siente envidia, lo que no se tiene, en lugar de hacer el esfuerzo para apropiárselo de algún modo y de algún modo comprenderlo. Como sucedía de antaño —para dar un ejemplo bien característico— con todo lo que se refe­ría a la cultura alemana, que ya don Marcelino Menéndez Pelayo quería descalificar en bloque con el apelativo, que él imaginaba peyorativo, de “nieblas germánicas”: ¿en contraste con la “claridad latina” de los cirios? Y se busca a todo precio mantener la mediocridad porque, como dice el refrán, “en tierras de ciegos el tuerto es rey”. ¿Pero no es ésta la consigna secreta de la parroquia? Para ello están las roscas y las sociedades de mutuo elogio.

Y sin embargo se mueve, porque el mundo nunca se ha detenido. Debemos al esfuerzo y el compromiso de intelectuales como José Luis Romero, heredero de una tradición que pasa por los nombres de Sarmiento y Martí, de un Pedro Henríquez Ureña y un Alfonso Reyes, que en su momento también comprendieran la necesidad de abrir el horizonte de lo universal a los hombres de América, una consecuencia práctica y ciudadana, algo que podemos considerar ya inherente, esencial a nuestra-condición civil, conditio sine qua non de nuestra dignidad resguardada por leyes: el absoluto e irrestricto derecho a la libre concepción, discusión y difusión del pensamiento. Un breviario como el que hemos comentado en estas notas nos aparece como un ejemplo de honestidad, de laboriosidad, de seriedad y compromiso intelectual, guiadas por una fe que es común a todos los espíritus esclarecidos: la confianza en el buen sentido o la razón —lo mejor repartido en el mundo, como dijera hace 350 años otro intelectual metódico— que guía el destino de los hombres y los pueblos, y en particular el de América Latina.


[1] Reseña a ROMERO, José Luis. La Edad Media. Breviarios del F.C.E., México, 1970.

[2] Reseña a ROMERO, José Luis. Maquiavelo Historiador. Siglo XXI Editores, México, 19 [sin fecha].

[3] Reseña a ROMERO, José Luis. El ciclo de la revolución contemporánea [1948]. Editorial Losada, Buenos Aires, 1956.

[4]  Reseña a ROMERO, José Luis. Estudio de la mentalidad burguesa. Colección libro de bolsillo Alianza Editorial S. A., Madrid, 1987.

[5] Los tres han sido editados por Siglo XXI, México, España, Co­lombia, Argentina en 1980, 1982 Y 1976 respectivamente.

[6] El primero fue reeditado igualmente por Siglo XXI (1985), el breviario es del F. C. E., México (1a. Edición: 1949). Es inex­plicable que no se haya reeditado el libro de 1948 (El ciclo de la revolución contemporánea) que en más de un sentido resulta complementario y anticipa el librito póstumo que hemos comentado.