De Heródoto a Romero: la función social del historiador

JULIÁN GALLEGO [*][1]

Pasado y presente: el riesgo del anacronismo

En los años 430-420 a.C. Heródoto daba a conocer sus Historias. De inmediato, el valor de sus indagaciones parece ser cuestionado por Tu­cídides (1.22.4) cuando opta por un relato austero, poco atractivo y sin leyendas, pero ceñido a la verdad fatigosamente establecida, “una ad­quisición para siempre y no una obra para un concurso ante un audito­rio circunstancial”. José Luis Romero reivindicará a Heródoto de este demérito a partir de su capacidad, el libre ejercicio de su inteligencia,[2] para operar con las constricciones que le imponían las condiciones de su indagación. Y hará de él al historiador de la crisis de afirmación de la identidad que en los siglos VI y V sacude a Grecia, que

se expresa en la afirmación democrática de Atenas…, que se nos presenta clarividente en la política de Temístocles o de Pericles luego; es en Heródoto, sin embargo, en quien se da la expresión rigurosa de la contraposición de los dos mundos y de la afirmación de los contenidos típicos de lo griego.[3]

Ni Temístocles ni Pericles, prototipos de la acción política si los hay, sino Heródoto, expresión rigurosa de la función social del historiador. Pero, ¿qué se entiende por tal función? Adelantemos brevemente que el problema consiste en la inserción del pensamiento histórico en su propio presente. De los varios indicios que presenta Heródoto sobre esta inserción, uno resulta particularmente revelador. Se sabe que uno de los primeros registros del vocablo demokratía se halla en su texto.[4] ¿En qué contexto Heródoto recurre a este término?

En líneas generales, al analizar los cambios políticos en las ciuda­des jónicas a fines del siglo VI, hace uso de las nociones igualitarias vigentes en ese momento: isonomía, isegoría, isokratía.[5] Si bien es coherente al utilizar estas ideas para dar cuenta de los eventos, que entonces acaecen incluyendo a Atenas en este marco, sin embargo, cuando vuelve a referirse al proceso de instauración de la igualdad en esta ciudad, haciendo mención a Clístenes (6.131.1), introduce la idea de demokratía, que es adecuada como concepto político para relacionar la situación de Atenas en la última década del VI, con la época de Pe­ricles, pero que, a la vez, es un concepto histórico inapropiado por ana­crónico para dar cuenta de los procesos de fines del siglo VI, según las ideas entonces circulantes. Como ha dicho Pascal Payen al tratar esta misma cuestión: “Heródoto la afirma [a la democracia] en su nombre, con fuerza…, y, para decirlo aún más categóricamente, a riesgo de un anacronismo del que proponemos la hipótesis de que es deliberado”,[6] despojando a la idea de demos de toda connotación peyorativa.

A la distancia, podría ocurrir que las pocas décadas que separan los sucesos que Heródoto interpreta, sobre el momento en que él mismo vive y escribe, no dieran lugar para el anacronismo, máxime si se con­sidera la filiación que es dable suponer entre una situación y la otra: estamos hablando de la democracia ateniense a fines del siglo VI y durante el V. Pero tal vez no sea una mayor o menor separación tem­poral entre lo narrado y el relato lo que produzca una mayor o menor posibilidad de anacronismo, sino de una operación deliberada: ¿cómo el historiador podría escribir una historia inserta en su propio presente, por compromiso y por significación semántica y conceptual, si no es a partir de sus concepciones? Pero también: ¿cómo escribirla en tanto que el material del pasado está tramado con sus propias nociones? En este sentido, la operación historiográfica realizada por Romero parece implicar una “pulsión de vida”, la vida histórica conjugando la “vida histórica viviente” con la “vida histórica vivida”.[7]

Romero establece su posición a partir de una situación marginal que recibe una formulación precisa en la conferencia La formación históri­ca, enunciado que continuará vigente en su práctica historiadora, aun cuando las condiciones de su producción intelectual se modifiquen:

Pues bien, hoy, como antaño –decía en 1933–, yo llamaría con más justicia historiadores a muchos filósofos, novelistas, hombres de ciencia, políticos, que no a los que lo son de profesión. El historiador de nuestra época –y ya desde el siglo XIX– se ha cerrado, acaso premeditadamente, al drama que ocurría a su alrededor; pero el mundo ha seguido girando mientras ellos estudiaban en sus gabinetes. Nada más negativo del historicismo que esta limitación en el tiempo, a costa del período que más vitalmente nos importa; el presente.[8]

¿No es este interés en la vitalidad de la historia similar al de Heró­doto? Para este último, ¿no es también la historia una indagación que pregunta al pasado aquello que le interesa al hombre vivo?[9] Al dar la expresión rigurosa de la crisis de la que se constituye en historiador, Heródoto aplica el nombre de democracia al sistema político que emerge en Atenas con las reformas de Clístenes, cuyos contemporá­neos habrían nominado de otro modo, reivindicando así el rol de la familia de los Alcmeónidas en este proceso, a la que pertenecían tanto

Clístenes como Pericles, a cuyo círculo intelectual se asocia,[10] y ten­diendo deliberadamente, a riesgo de anacronismo, un puente entre la historia vivida a fines del VI y la historia viva de época de Pericles.

El riesgo de anacronismo… En una franca intervención a favor de este riesgo incitante, la historiadora y antropóloga de la Grecia antigua Nicole Loraux plantea un “elogio del anacronismo en his­toria” y, ante la consigna “Back to the Greeks?”, con la que Jean-Pierre Vernant había encabezado su célebre Mito y pensamiento en la Grecia antigua,[11] señala que “el anacronismo se impone a partir del mo­mento en que, para un historiador de la Antigüedad, el presente es el motor más eficaz de la pulsion de entender”, y sugiere, a partir de la conocida formula de Marc Bloch sobre la comprensión del presente por el pasado y viceversa,[12] “una práctica controlada del anacronismo que define así:

¡Hay que servirse del anacronismo para ir hacia la Grecia antigua a condición de que el historiador asuma el riesgo de hacer precisamente a su objeto griego preguntas que no sean ya griegas; que acepte someter su ‘material’ antiguo a interrogaciones que los antiguos no se plantearon o por lo menos no formularon o, mejor, no recortaron como tales.[13]

El historiador, pues, plantea las preguntas, necesariamente situado, e interviene sobre su material articulando el saber sobre el objeto y su si­tuación, desde donde se recortan interrogaciones que asume como pro­pias. Siendo así, ¿importa en verdad la posible caída en anacronismo? O, mejor aún, ¿hay una historia que no sea en sí misma anacrónica? La potencia de la interpretación de Romero no radica en el esmero por agregar un eslabón más a la cadena hermenéutica de la disciplina, sino en su capacidad para interpelar al público y hacerlo pensar en lo que pueda ser su interés como sujeto. Pagar el precio del anacronismo, en caso de que así ocurra, o del presentismo como se dice a veces, es segu­ramente una suma módica ante tamaña empresa intelectual.

La configuración de la conciencia histórica

Esta relación recién comentada entre el presente y el pasado, entre con­ciencia histórica y saber, aparece claramente delineada en los trabajos historiográficos de Romero, en particular en De Heródoto a Polibio, análi­sis exhaustivo que le dedicara al pensamiento histórico en la Grecia an­tigua. Publicado en 1952, este libro presenta la singularidad de abordar no solo la concepción de la vida histórica de un historiador, sino, sobre todo, el desarrollo del pensamiento histórico en el seno de una cultura.

Ante un plan cuyo punto de partida es la afirmación del carácter bifronte de la historia, cabe preguntarse, en primer término, en qué consiste la historia que adviene en Grecia y cómo se hace historia a partir de ese momento. Se trata de interpretar de cuáles son las deter­minaciones que preparan el advenimiento de la historia, esto es, cuál es la situación en la cual el discurso de la historia puede presentarse como un hecho, o, planteado de una manera si se quiere kantiana, bajo qué condiciones de posibilidad se comienza a pensar históricamente en el mundo griego. Múltiples son los análisis sobre el pensamiento históri­co griego que se podrían agrupar dentro de una misma matriz.

Romero no propone necesariamente una respuesta muy distinta sobre esta cuestión, pero no obstante, su concepción presenta un punto de partida enteramente original: la condición de posibilidad de la his­toria es la conciencia histórica, es decir, la experiencia de lo histórico y el sujeto histórico de esa experiencia. No es un pensador que aisla­damente y por sus puros medios intelectuales accede a la apertura de la dimensión histórica de la vida, sino una sociedad que se abre a esa nueva dimensión del pensamiento, siendo el historiador un intelectual capaz de operar bajo esas nuevas condiciones para organizar una in­terpretación de lo que se conceptúa como pasado histórico, que resulte significativa, conforme al presente de su propia comunidad de perte­nencia. No se trata de una nueva concepción del tiempo, ni un corte epistemológico, ni el nacimiento de una disciplina, ni el uso de nuevos métodos o un reajuste de los ya probados, por más que todo esto haya podido formar parte de la mutación ocurrida. La peculiaridad de su análisis radica, pues, en anudar el surgimiento de la historia a la irrup­ción de la conciencia histórica.

En las circunstancias que signan el pasaje de la era arcaica a la época clásica, la conciencia histórica aparece en Grecia como efecto directo de, por un lado, la transformación del orden aristocrático tradicional, con la incorporación de nuevos actores al derecho de ciudadanía y a la partici­pación política, y, por el otro, la presencia persa en el horizonte helénico, con el desarrollo de nuevas identidades colectivas a partir de la guerra y el contraste entre las formas de vida y mentalidad griegas y las de aque­llos que entonces son conceptuados más categóricamente como bárba­ros, en función precisamente de la alteridad que representan.[14]

De esta manera, la naturaleza de la historia queda signada de entra­da por su carácter bifronte. Todo el capítulo “El despertar de la concien­cia histórica en Grecia” se organiza sobre esta conjetura; y en esto radica precisamente su potencia: vuelve pensable la irrupción de lo nuevo.[15] A través de la figura del logógrafo, Romero propone entonces, un doble registro sobre la función del historiador: es efecto y síntoma del naci­miento de la conciencia histórica; y, a la vez, es quien desde su práctica organiza esa conciencia para que pueda transformarse en acción:

Agreguemos ahora otra conquista [de los logógrafos]: la certidumbre de que el nudo de la historia de su tiempo era la oposición de dos mundos –el de los griegos y el de los persas– de caracteres irreductibles. Esa convicción, que alimentaría la resistencia griega frente a los ataques de Darío y Jerjes, provie­ne en cierto modo de la labor de esclarecimiento que realizaron los logógrafos, a cuya escuela pertenece en cierta medida Heródoto, aunque la supere…[16]

Apenas nacida, la historia está llamada a esclarecer una conciencia que ha de permitir actuar en el presente: la resistencia griega ante el invasor persa. Todo un programa vital para cualquier historiador. La conciencia histórica constituye, pues, el vector dinámico que articula el análisis específico del pasado y la acción comprometida en la comuni­dad de pertenencia.

Esto constituye un campo conflictivo: “Porque acaso la tragedia de la historia resida en su naturaleza bifronte y en su constante tensión interior entre sus dos caras”,[17] tensión irreductible entre la necesidad de objetividad y la decisión ética de implicarse a conciencia, a concien­cia histórica, en la determinación del porvenir. Esto mismo ya había sido expuesto en 1933, en la conferencia La formación histórica,[18] y en 1943 en “Crisis y salvación de la ciencia histórica”,[19] cuyas ideas se re­toman en forma ampliada en De Heródoto a Polibio.

La función del historiador consistiría, por ende, en alertar al suje­to, en brindar ciertas coordenadas para la intelección del presente en función de un proyecto. En tal sentido, Romero declarará, también en 1943, en Mitre: un historiador frente al destino nacional:

(…) Mitre constituye definitivamente un clásico; porque si hay clásicos en la ciencia histórica, su perfección consistirá, precisamente, en este ajuste entre el pasado y el presente que Mitre alcanza con penetración singular: la historia se hizo con él conciencia histórica, firme y segura.[20]

El salto de veinticinco siglos, de los logógrafos griegos a Barto­lomé Mitre, no es un obstáculo para lo que planteamos, sino, por el contrario, la confirmación del modo en que Romero realiza la lectura de las concepciones historiográficas: la conciencia histórica no es un patrimonio conquistado por los griegos para la humanidad, de una vez y para siempre. El despertar de la conciencia histórica no es un lega­do a poner en práctica siguiendo las prescripciones de una suerte de receta heredada; la conciencia histórica emerge cuando una sociedad –y un intelectual dentro de ella– indaga su pasado, con la finalidad de transformarlo en contenido de un pensamiento comprometido con su presente.[21] Esta misma clave de lectura se aplica prácticamente sin cor­tapisas a su Maquiavelo historiador, igualmente de 1943:

…Si la vida histórica es para él, por sobre todo, vida política, su normativa política es un saber para la vida misma; la experiencia histórica no es, pues, una mera técnica al servicio de una actividad entre otras posibles, sino que es experiencia vital, que encierra todas las dimensiones de la vida… El saber his­tórico es, pues, antes que nada, un saber vital, imprescindible e irrenunciable, inherente al hombre…[22]

¿Por qué en un examen de la mirada de Romero sobre el pensa­miento histórico griego, podemos hacer aparecer a un Mitre o un Maquiavelo, junto a Heródoto, Tucídides o Polibio, o también junto a otros clásicos de la historiografía, según una clave de lectura cuya pau­ta Romero sintetiza en su artículo: “Las concepciones historiográficas y las crisis”,[23] asimismo de 1943, donde se establece en forma integral todo un programa a desarrollar sobre este tema?

Porque el mandato con el que se enfrenta a las concepciones his­toriográficas implica que estamos en presencia de un clásico, cuando un historiador ha logrado enlazar la reflexión sobre el pasado con el drama de su presente, cuya función y destino es reflexionar sobre el pasado como modo de imaginar un futuro que, al decir de Paul Valéry, carecería de imagen pero para el que la historia puede proporcionar ciertos medios para pensarlo.[24]

La conformación del discurso histórico

Pero lo anterior no nos otorga toda la dimensión de la mirada histo­riográfica de Romero, ya que para hacer historia es necesario también pensar las crisis históricas que alumbran los posibles nacimientos en el marco de cada crisis. Como ha indicado Ruggiero Romano:

Su idea –era casi una obsesión– era la de sorprender el momento, el instante fugaz, de una sociedad, de situaciones, de acontecimientos. Un nacimiento en el seno de una crisis. Es ahí, entre la crisis y el nacimiento (o más exac­tamente la concepción) donde se sitúa el núcleo del pensamiento (y la activi­dad) de José Luis Romero.[25]

En sus lecturas historiográficas, Romero traslada esta obsesión a los historiadores: no importa tanto ser buen historiador; importa más ser fiel a la crisis y el nacimiento, a ese momento de la concepción, a partir de la cual se constituye un historiador, lo haya deseado o no, haya con­tado o no para ello con las herramientas formales de la disciplina.

Es en este contexto donde se deben encuadrar las rupturas que cada historiador produce en el campo del pensamiento histórico, se­gún las preguntas que formula al pasado, al asumir de modo activo los efectos todavía imprevisibles de la crisis desatada. Una lectura de la historia en función de los problemas en los que se halla inmerso el his­toriador, solo se hace implicándose y comprometiéndose, pero también ofreciendo sobre la crisis y el cambio una hipótesis que resulte activa respecto del presente de la comunidad a la que se pertenece.

Ciertamente, Romero tiene muy claro desde dónde se formulan las preguntas y cómo la situación concreta es la que las articula a través del historiador.[26] La ruptura que cada historiador innovador produce, implica una nueva concepción con respecto al esquema mental predo­minante, a través del cual se entrevé la problemática de la que el histo­riador es parte.

Esta concepción es la que Romero pone a trabajar en su análisis de la historiografía griega. La historia griega anterior a la época clá­sica se encuadra, para Romero, dentro de un esquema característico de articulación entre situaciones e ideologías: existe una elite con unos ideales tradicionales que, en el contexto de esa crisis de afir­mación de la identidad griega antes mencionada, sufre una escisión a partir de la conformación de una elite ilustrada, portadora de una nueva visión del mundo que surge como efecto de la hibridación de ideas difusas y de diverso origen,[27] que alcanza un carácter sistemá­tico en torno a la idea de un orden universal, tanto en el plano de la naturaleza como en el de la vida histórico-social.[28] Esta nueva elite va a tomar en sus manos la dirección que el mundo helénico em­prenderá a partir del siglo VI a.C.

El despertar de la conciencia histórica no es un hecho aislado, sino que resulta concurrente con una nueva concepción del mundo. En este sentido, existe en De Heródoto a Polibio una clara secuencia argumental, que se presenta como un despliegue conducente a la configuración del carácter bifronte, vitalmente necesario, de la historia. Aun cuando pue­da haber entre los griegos anteriores a Heródoto una cierta imagen del pasado (capítulo 1), dicha imagen no entraña una concepción histórica. El despertar de la conciencia histórica (capítulo 2), tarea fundamental de los logógrafos, pondrá el primer elemento para la conformación de una concepción general de la vida histórica. La constitución del espíritu clásico (capítulo 3), esto es, una forma de mentalidad o un sistema de ideas, establece las condiciones para la elaboración de una conceptuación basada en los nuevos ideales, que se distancian de las perspectivas tradicionales. Recién entonces se ubica Heródoto (capítu­lo 4) como padre de la historia.

Así pues, entre el despertar de la conciencia histórica y Heródoto se ubica el escenario ideológico vital, que media entre ambos. Heródoto puede ser considerado el padre de la historia a condición de no perder de vista la conciencia de la historicidad y la constitución del espíritu clásico. Se trata de una cosmovisión, el sistema de ideas desde el cual se va a leer y se va a dotar de sentido al mundo, tanto natural como histórico-social, y a partir de esto también se dotará de sentido a una materia, que de otro modo no se distinguiría en su singularidad.

La historia es producto, entonces, del advenimiento, en la Grecia antigua, de la conciencia histórica y de la cosmovisión clásica del mundo. Una vez dadas estas condiciones, la aparición del fenómeno solo puede explicarse en referencia a ellas. Las indagaciones que, a su modo y en sus peculiares circunstancias, lleven a cabo un Heródoto, un Tucídides, un Polibio –esos verdaderos “fundadores de discursivi­dad”, en el sentido foucaultiano del término–,[29] van a desarrollar, en el orden de lo fáctico, lo que ha quedado constituido en el plano de las potencialidades dadas.

La historia de la historiografía: un autorretrato historiado

La relación entre el pasado y el presente, con el consabido riesgo de anacronismo; el carácter bifronte de la historia; la configuración de la conciencia histórica; la conformación de la historia como disciplina del saber; la relación entre crisis históricas y concepciones historiográficas. ¿Cubre todo esto que hemos visto hasta aquí la forma en que Romero concibe y aborda la historicidad de las modalidades de hacer y de pensar la historia?

La mirada historiográfica de Romero parece organizarse conforme a un eje con una fuerte traza subjetiva y autorreferencial. Expliquémo­nos; no es que en sus análisis no se dedicara al estudio pormenorizado de las concepciones historiográficas explícitas o subyacentes de los au­tores abordados, sino de una condición mucho más vital que imprime su huella en su idea de lo historiográfico y del sentido que tiene hacer historiografía. En alguna medida, su lectura de otros historiadores soporta la bella definición del libro: “ese espejo que siempre nos revela otra cara”, que Jorge Luis Borges adjudica al sueño del Tiempo.[30] En efecto, desde nuestra perspectiva una clave fundamental es lo que lla­maremos el “autorretrato historiado”.

En este sentido, Romero destaca a los historiadores que soportan la definición de clásico aplicada a Mitre, o también a Polibio, de quien afirma con admiración, apenas disimulada:

Cuando el cotejo de su pensamiento con el que anima otras concepciones históricas nos revela que ha sido él quien ha fijado una de las posibilidades que existen –entre no muchas– de comprender la vida histórica, habremos descu­bierto porqué puede decirse de Polibio que es un clásico de la historiografía.[31]

En esta búsqueda de clásicos arraiga, a nuestro entender, la ope­ración que le permite establecer a partir de ellos otros tantos autorre­tratos, o si se prefiere, un autorretrato multifacético cuyos diferentes rostros refieren a un retrato historiado conforme a diferentes configu­raciones de la conciencia histórica. En verdad, las diversas modalidades de hacer historia no se agotan, para Romero, en aquellas en las que encuentra espejos que le revelen distintas facetas de sí mismo. Pero es siguiendo el derrotero de estas últimas, a través de la historia de la historiografía, donde va a ir delineando la adecuada ubicación de su caballete, en función de delimitar su rol como historiador. Y desde allí habrá de mirar los espejos que estime adecuados para retratarse.

Con esto no estamos diciendo ni por un instante que Romero solo se mirase a sí mismo y que reflejara a todos los historiadores previos en su propia imagen. La operación resulta más bien, de un combate por la historia,[32] esto es, por la apropiación de la misma y de aquellos que se­gún Romero la han practicado, habitando esa tensión irreductible, a un tiempo impetuosa y tenaz, entre conciencia histórica y conocimiento sistemático de la historia.

Romero se detiene, pues, en aquellos historiadores que le pro­porcionan una imagen de lo que es la historia, en tanto disciplina bifronte, en quienes la historia viva y el saber histórico se conjugan en una “actitud histórica que es una radical y enérgica conciencia del presente”.[33] Estas expresiones suyas caracterizan la actitud de Tucídi­des. Creemos no estar forzando demasiado su sentido, si suponemos un alcance general para esta sentencia. Por eso mismo, se trata de un recorrido por otros tantos espejos con los que armar su propia ima­gen de historiador.

De Heródoto a Tucídides

Heródoto encuadra sus Historias dentro de la fisonomía de lo político; pero ello no se debe a que su historia sea meramente política, sino a que hay implícita allí una concepción de la vida: la política es el ámbi­to dominante, donde se mueven los sujetos en el universo mental de la polis.[34] Esto implica la búsqueda de causalidades, dentro de las cuales la dimensión política opera como factor necesario, pero no excluyente para una historia de la cultura. En efecto, según Romero,

(…) [Heródoto] comienza a retroceder en el tiempo y a buscar mayor amplitud en sus horizontes, hasta incluir su primitivo esquema político dentro de una verdadera historia de la cultura (…) Lo que hace de él un historiador de la cultura es, precisamente, su capacidad para percibir lo distinto y referirlo a los criterios intrínsecos que lo rigen…[35]

Tal vez sorprenda que considere a Heródoto un historiador de la cultura; pero si la historia de la cultura es simplemente la historia, el padre de la historia resulta entonces padre de la historia de la cultu­ra.[36] (Se recordará que de la misma época que De Heródoto a Polibio son sus artículos “Reflexiones sobre la historia de la cultura”[37] y “El punto de vista histórico-cultural”).[38] Si la lectura de Romero estuvo guiada por la búsqueda de espejos en los que mirarse, Heródoto y otros historiadores estarían, en cuanto a Romero, más allá del propio peso que tienen por sí mismos, en una posición equivalente a la de quienes aparecen como precursores del Kafka de Borges, porque “el hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra con­cepción del pasado, como ha de modificar el futuro”.[39]

Así, al rastrear la historia de los modos de hacer historia y las con­cepciones historiográficas, Romero parece buscar no solo respuestas a las preguntas que el presente plantea, sino también al historiador capaz de organizar su disciplina como historia de la cultura.

En algún sentido, la figura de Tucídides[40] parece significar para Ro­mero una suerte de espejo cóncavo, una imagen invertida o cambiada de signo: si bien su juicio histórico resulta habitualmente ecuánime, el precio de esta imparcialidad es la pérdida de la vitalidad humana del relato histórico, “severidad que procura hacer desaparecer al hombre tras el historiador”.[41]

Sin embargo, la visión historiográfica tucidídea también tiene una dimensión vital imprescriptible, en la medida en que, como vimos, se articula cardinalmente con el acontecer presente. Según Romero, en Tucídides la vida histórica es aprehendida a partir de una conceptua­ción de la convivencia humana, las formas de vida social y las con­cepciones del mundo articuladas en torno del Estado, como elemento instituyente, ya que allí se dirimen todas las cuestiones. En este sentido, su historia se inscribe plenamente en la problemática de su época: todo ciudadano que se precie debe, con los medios a su alcance, intentar in­tervenir en los asuntos de la polis; y el medio por excelencia para hacer­lo es la política. Ahora bien, puede ser que el Estado lo sea todo para Tucídides, pero es necesario ver qué es ese todo:

(…) El Estado es para Tucídides la forma suprema de la cultura: (…) forma eminente de la convivencia y expresión de la solidaridad de una colectividad en la que se resume una concepción de la vida, un conjunto de hábitos, de costumbres, de normas morales y legales, de tradiciones y, en fin, un progra­ma de vida. El Estado así concebido es, finalmente, todo.[42]

Romero parece decir indirectamente que lo que Tucídides hace también es historia de la cultura. Pero el mundo helénico ya no es una unidad cultural como aparecía en Heródoto, a partir del choque entre la identidad griega y la alteridad bárbara, sino que contiene de hecho diversas culturas, a veces contradictorias entre sí, como Atenas y Es­parta.[43] Detrás del conflicto político y la guerra entre Estados (como la guerra del Peloponeso) lo que se esconde, en tanto el Estado es el todo para Tucídides, es la lucha por la hegemonía entre diferentes formas de vida y de cultura; es el conflicto, en definitiva, entre dos concepciones del mundo.

Ahora bien, para Romero el mérito fundamental de Heródoto es el haber descubierto, de manera intuitiva y sin doctrina, todo el po­tencial del espacio del saber en el que se aventuraba, fundamentando al mismo tiempo los sucesos a partir de una perspectiva histórico-cultural.[44] Así, el Heródoto de Romero es una de las caras del oficio de historiador. El rechazo de Tucídides hacia la actitud metodológica de aquel, los límites que este se autoimpone, apuntarían a la perfección y la objetividad del análisis histórico:

… Representan dos tipos antitéticos, y uno y otro representan también dos maneras distintas de entender la misión de la historia… Aun ahora parece [el de Tucídides] constituir un ideal científico. Pero cada vez que la perfección se agosta dentro de estrechos límites, parece necesario volver a liberar la inteli­gencia audaz y retorna la ciencia histórica de los ideales de Heródoto, enton­ces más que nunca “padre de la historia”.[45]

De Tucídides a Polibio

Polibio[46] será el que aporte la solución a esta antítesis: un historiador frente a su destino. Para Polibio el esclarecimiento de la vida histórica debe dejarnos enseñanzas pasibles de aplicar al futuro. En efecto, para poder actuar sobre el presente es necesario conocer la causalidad del proceso histórico. En este sentido, este pensador aparece como conti­nuador de Tucídides;[47] de lo cual resulta que la historia debe cumplir una misión en la actuación política de los hombres. Pero también ins­cribirá su visión en una problemática histórico-cultural:

Sin duda alguna Polibio percibe la significación de los fenómenos generales de cultura… [Pero] Polibio no proviene directamente de Heródoto, sino de la sistematización que de su concepción de la cultura realiza Tucídides cuando la encierra dentro de los marcos de la vida política.[48]

Polibio también comparte con Tucídides, y lleva incluso a su culmi­nación, la formulación de una filosofía de la historia,[49] que le permite trazar un pronóstico sobre la necesaria transformación que habría de acontecer en Roma. La cuestión fundamental que allí se presenta es la actitud no realista de la elite conservadora, incapaz de aceptar el cambio que se está produciendo.[50] Esto no obedece a los sistemas de pensamiento puros, sino a un equivalente más preciso, las tradiciones romanas, que tienen el mismo límite que aquellos: un dogmatismo, una desarticulación con las situaciones de hecho, una falta de realidad, que impide percibir el cambio. Lo que no cabe en el esquema, o bien no existe o bien no debería existir. Pero con dogmatismos no se puede actuar en política; no se puede orientar el curso de los acontecimientos. Y la historia debería poder cumplir con su función específica: orientar las políticas, perfilar los proyectos.

Aquí se presenta una paradoja. Si Polibio postula una filosofía de la historia, y por ende, el desarrollo histórico es fatal y necesario, ¿cuál es el margen de acción para el sujeto? Si él pudo contar los ini­cios de una mutación (la crisis de la república romana), lo mejor que ofrecía su teoría al respecto era la necesidad de adaptarse al cambio, debido a su fatalidad.

Pero Polibio (6.3.3) también reconocería los límites ante el porvenir desconocido: “En cuanto a los romanos, no es para nada fácil de analizar, ni interpretar su estado actual debido a la complejidad de su constitu­ción, ni predecir su futuro debido a la ignorancia de lo sucedido anti­guamente con respecto a sus costumbres tanto públicas como privadas”. Su pensamiento remite, pues, al proceso histórico: la falta de informa­ción para la historia primitiva de Roma no permite resolver el problema de la causalidad histórica ni extraer de allí imágenes sobre su futuro.

Su filosofía de la historia no le impide reflexionar como historiador. La causalidad natural no brinda los elementos para descifrar el futuro, sino que este debe discernirse a través de la dinámica histórica. Este delicado equilibrio entre filosofía de la historia y análisis histórico es semejante al que el propio Romero desentraña en Mitre, quien no renegaba de una filosofía de la historia pero rechazaba la elaboración discursiva sin pruebas concretas.[51]

De Heródoto a Polibio: autorretrato completo

Llegados a este punto cabe preguntarse porqué los análisis de Romero sobre la historiografía griega terminan en Polibio. El corpus no está da­do de antemano. Pensarlo así sería creer en las posibilidades auto-reve­ladoras del objeto. Existe, pues, una decisión de empezar en Heródoto y concluir en Polibio. ¿Cuál es la lógica de esta estructuración del corpus?

Otros historiadores han establecido el corte de otro modo, pero Romero termina en Polibio. El título no nos dice nada más que dos puntos entre los cuales se desarrolla la argumentación. Se puede con­jeturar las razones por las que se detiene allí. Romero está tratando de historiar el oficio de historiador, y de historiar en el mejor sentido: dialéctica y contradicción, ni sucesión ni evolución. Situaciones reales, esquemas mentales, rupturas y polémicas: todo hace que la historia de la historia sea historia. Es lícito pensar que Romero se detiene en Polibio porque en él ya están dadas las tres fuerzas con las que ha de resolverse la figura del historiador en el espejo: la curiosidad omnívora y el espíritu crítico de Heródoto; el rigor de la verdad y la busca de un sentido de Tucídides, es decir, una pauta que regule los acontecimien­tos históricos; la sistematización, la síntesis y el sentido de la historia de Polibio, esto es, el lugar del historiador no frente al pasado sino frente al destino, y también frente al sujeto.

La lectura completa de De Heródoto a Polibio permite ver cuál es el objeto teórico que su discurso estructura, así como cuáles son las preguntas que lo organizan; permite ver cuál es la problemática que lo determina. Si uno de los ejes del análisis de Romero es la búsqueda de diferentes alumbramientos en otras tantas crisis, la conclusión en Polibio tiene una impronta fuerte en el modo en que su indagación de la crisis se abre hacia lo nuevo; Romero detiene su análisis en él porque le importa más la concepción de lo nuevo que su desarrollo posterior.

Según Dujovne, Tucídides no conocía el progreso, pues atribuía poca importancia al pasado mediato y creía en un futuro semejante al presente: “no tenía la menor idea de crecimiento o desarrollo, de la im­portancia del tiempo”.[52] Es probable, entonces, que Romero concluya en Polibio porque es el primero que se plantea desde la historia el problema del futuro como algo diferente del presente: destino, misión histórica, cierta forma de teleología. Polibio inventa la tendencia, es decir, la posi­bilidad de lo potencial, partiendo de un orden fáctico que el historiador debe desentrañar. A partir de esto, se abre la posibilidad de una política racional, así como la inserción del historiador en un mundo que lo nece­sita. Con Polibio, pues, ya están dadas las condiciones para que exista el historiador, según Romero lo concibe: su función consiste en orientar de algún modo el curso de una historia sin forma y casi anómica.

Podemos agregar un elemento más en cuanto al cierre del corpus en Polibio: el público adecuado para el historiador, es decir, el sujeto que ha de ser modelado por la historia para ser el sujeto de su historia.

Lo que en el caso de ese historiador equivale a decir el grupo de Es­cipión, la elite romana ilustrada por las ideas helenísticas, que aparece como el sujeto de la historia en la crisis de la república romana.[53] La inserción de Polibio en este grupo de la elite es el paraíso de todo historiador con aspiraciones sociales. Mecenazgo en el mejor sentido: un público, una causa y una orientación; una inserción, un lugar de inscripción y de acción. Y en esto radica el progreso en historiografía: ni progreso unilateral de la conciencia histórica ni progreso unilateral del rigor científico; progreso de la articulación del conocimiento del pasado y la conciencia histórica; progreso en la transformación del co­nocimiento del pasado en conciencia viva y actuante.

De Heródoto a Polibio se detiene en Polibio, porque allí el historia­dor ha hallado ya el modo de articularse con el sujeto de la historia, en esa relación de mutua constitución que caracteriza a la propia natura­leza bifronte de la historia. Heródoto tal vez recitara en lugares públi­cos para rescatar del olvido. Tucídides escribía sin público visible: las generaciones futuras tal vez aprendieran la ley de los sucesos humanos. Integrando este periplo y concluyéndolo, Polibio escribe para las elites a las que intenta modelar, explicar, esclarecer en su misión y su sentido.

El historiador en la constitución del sujeto

Los historiadores que Romero analiza deben aportarle algo en la construcción de algún aspecto, que su presente reclama. Cada es­tudio de historiografía sería no solo un autorretrato sino también una representación del historiador que Romero busca ser. ¿Cuál es en definitiva la función social del historiador, según Romero? Si en cada crisis se avizora un nacimiento, se trata entonces de ver cómo los historiadores lo asumen. Esto reclama una interpretación rigurosa, implicada en el presente. Lo visto respecto de la historiografía griega, y en especial Polibio,[54] también cabe señalarlo en relación con Ma­quiavelo[55] o Mitre.[56]

Estos tres historiadores inscriben con fuerza una interrogación fun­damental: la pregunta por el sujeto de la historia. ¿Qué puede inferirse al respecto de este trío tan mentado? El principio unificador parece ser este: el historiador escribe para alguien; el historiador parte de la existencia de determinado sujeto de la historia; el historiador escribe entonces para ese sujeto de la historia; el historiador escribe para inter­pelar a ese sujeto, para constituirlo como tal.

Esto conlleva, evidentemente, el problema del lugar del discurso histórico en una sociedad. En las lecturas historiográficas de Rome­ro, este lugar se presenta como el anudamiento de tres inscripciones simultáneas: el historiador se asume como resultado histórico; el his­toriador se asume como sujeto histórico; el historiador asume su rol específico como resultado y como sujeto: reinstala las potencialidades históricas, reimplantando la posibilidad del sujeto.

Por esto mismo, no existe en Romero una filosofía de la historia. Por eso puede interrogarse sin respuesta sobre el futuro. Entonces, ¿es que no existe un sentido de la historia? La respuesta de Romero es doble. La historia no es un proceso único de racionalización creciente, sino los múltiples procesos de adecuación, de racionalización social, si cabe, so­bre las situaciones en las que espontáneamente la sociedad está viviendo.

Si en la articulación de la interpretación del pasado con el presente se constituye el historiador en tanto que tal, es porque la escritura de la historia es la de la historia de una crisis que ha abierto la situación en la que aún se halla inmerso quien escribe. Esto supone al mismo tiempo una escritura destinada a modelar a aquel que se considera sujeto de la historia, para colaborar en su configuración como sujeto de la historia y en la construcción de un proyecto con el que se realice como sujeto de esa historia. En este sentido, Romero no se halla fuera de la serie que él mismo permite pensar: Polibio, Maquiavelo, Mitre, le proporcionan otras tantas concepciones historiográficas –otros tantos espejos– en las que escudriñar cómo un historiador se enfrenta a su función, cómo opera un entronque entre una crisis y un nacimiento.

¿De qué crisis se hace historiador José Luis Romero? Sin duda, de la del mundo burgués. Pero como intelectual implicado en sus cir­cunstancias, al igual que sus “espejos”, Romero tiene que hacer pasar el movimiento general por el punto en el que este se entronca con el “instante fugaz” de su propia sociedad sometida al cambio, a la concep­ción de lo nuevo, la “Argentina aluvial”,[57] que requiere la formulación de un proyecto y la configuración de un sujeto para el mismo: una sociedad en busca de destino; un historiador en busca de proyecto. El drama de tal situación, la tragedia de la historia según su naturaleza bi­fronte, es precisamente ese: imaginar lo inexistente. Abrir el juego a lo posible, imposible de pensar porque pensamos solo desde lo disponible, es decir, lo existente.

De Heródoto a Polibio, de Maquiavelo a Mitre, cabe aplicar a Ro­mero lo que él mismo escribiera: “No es, pues, sino una toma de posi­ción frente a la crisis lo que condiciona la concepción historiográfica”.[58] Al tomar la suya, Romero jamás perdió de vista que su interpretación del pasado hacía a la comprensión de la crisis del presente, que analizar otras crisis era un modo de pensar la crisis de su sociedad, que estudiar a otros historiadores era comprender las formas de pensamiento de lo nuevo elaboradas por quienes enfrentaron su destino.


[*] Universidad de Buenos Aires/CONICET.

[1] Con Ignacio Lewkowicz elaboramos en 1988 un trabajo monográfico a partir de un seminario dictado por el profesor Ángel Castellán sobre El pensamiento y la obra de José Luis Romero (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1987). En 2003 habíamos decidido retomar los ejes centrales de dicho trabajo para su publicación. Desa­fortunadamente, la muerte prematura de Ignacio dejó el proyecto inconcluso. Retomo aquí con libertad ideas de aquella monografía, esperando haberme mantenido fiel a lo que nos habíamos propuesto.

[2] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio. El pensamiento histórico en la cultura griega. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952, p. 71 (Buenos Aires, Miño y Dávila, 2a edición, 2009, p. 66).

[3] J. L. Romero. “Las concepciones historiográficas y las crisis”, Revista de la Universidad de Buenos Aires, III época, Año I, N° 1 (julio-septiembre), 1943, pp. 47-53, en p. 53; La historia y la vida. Buenos Aires, Yerba Buena, 1945, p. 83; La vida histórica. Buenos Aires, Sudamericana, 1988 (Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, 2a edición, p. 97); Crisis históricas e interpretaciones historiográficas (selección, prólogo y notas adicionales de J. Gallego, Buenos Aires, Miño y Dávila, 2009, pp. 34-35).

[4] D. Musti. Demokratía. Orígenes de una idea. Madrid, Alianza, 2000, pp. 78-81.

[5] Cf. Heródoto 3.80.6; 3.83.1; 3.142.3; 4.92.a1; 5.37.2; 5.78. Ver M. Ostwald. Nomos and the Beginnings of the Athenian Democracy. Oxford, Clarendon Press, 1969, pp. 137-173.

[6] P. Payen. Les îles nomades. Conquérir et résister dans l’Enquête d’Hérodote. Paris, Éco­le des Hautes Études en Sciences Sociales, 1997, p. 202 (destacado nuestro). Cf. también C. Meier. La nascita della categoría del politico in Grecia. Bologna, Il Mulino, 1988, p. 369.

[7] J. L. Romero. “El concepto de vida histórica”, en F. Miró Quesada; F. Pease y D. So­brevilla (eds.): Historia, problema y promesa. Homenaje a Jorge Basadre. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1978, T. I, pp. 547-551, en p. 549 (ver La vida histórica, op. cit. [2a edición, op. cit.], p. 17). Compárese su perspectiva con la de M. de Certeau. La escritura de la historia, México, Universidad Iberoamericana, 1985, pp. 16-20, 66-69, 126-129, para quien la escritura de la historia se halla atravesada por una “pulsión de muerte”, puesto que implica un procedimiento que impone la muerte del pasado produciendo la separación entre este y el presente. Cf. R. Chartier. “Estrategias y tácticas. De Certeau y las ‘artes de hacer’”, en: Escribir las prácticas. Foucault, de Certeau, Marin. Buenos Aires, Manantial, 1996, pp. 53-72.

[8] J. L. Romero. La formación histórica. Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1933, p. 14 (La historia y la vida, op. cit., pp. 37-38; La vida histórica, op. cit. [2a edición, op. cit.], pp. 45-46).

[9] F. Luna. Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, políti­ca y democracia. Buenos Aires, Sudamericana, 3a edición, 1986, p. 29; “La historia no se ocupa del pasado. Le pregunta al pasado cosas que le interesan al hombre vivo…”.

[10] Cf. R. Thomas. Oral Tradition and Written Record in Classical Athens. Cambridge, Cambridge University Press, 1989, pp. 247-251, que muestra la coexistencia de dos tradi­ciones sobre la liberación de Atenas de la tiranía: la de los tiranicidas, Harmodio y Aristo­gitón, y la de los Alcmeónidas. La honestidad intelectual de Heródoto (6.123.1-2) lo lleva a poner de relieve el rol de estos últimos, dado que los atenienses habían dado excesivos honores públicos a los primeros.

[11] J.-P. Vernant. Mito y pensamiento en la Grecia antigua. Barcelona, Ariel, 2a edición, 1983, p. 14. Cf. N. Loraux. “Back to the Greeks? Chronique d’une expédition lointaine en terre connu”, en; La tragédie d’Athènes. La politique entre l’ombre et l’utopie. Paris, Seuil, 2005, pp. 9-29, pp. 191-197.

[12] M. Bloch. Introducción a la historia. México, Fondo de Cultura Económica, 1952, cap. 6 y 7.

[13] N. Loraux. “Éloge de l’anachronisme en histoire”, en; La tragédie d’Athènes, op. cit., pp. 173-190 y pp. 240-243.

[14] Cf. J. Gallego. La democracia en tiempos de tragedia. Asamblea ateniense y subjetivi­dad política. Buenos Aires, Miño y Dávila, 2003, pp. 241-307.

[15] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 39-47 (2a edición, op. cit., pp. 39-45). Cf. ídem, “El despertar de la conciencia histórica”, en: Sobre la biografía y la historia. Buenos Aires, Sudamericana, 1945, pp. 173-186 (La vida histórica, op. cit. [2a edición, op. cit.], pp. 64-69).

[16] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., p. 47 (2a edición, op. cit., p. 45) (destacado nuestro).

[17] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., p. 12 (2a ed., op. cit., p. 18).

[18] J. L. Romero. La formación histórica, op. cit. (La historia y la vida, op. cit., pp. 21 –62; La vida histórica, op. cit. [2a edición, op. cit.], pp. 40-55).

[19] J. L. Romero. “Crisis y salvación de la ciencia histórica”, De Mar a Mar. Revista Literaria Mensual, Año II, N° 3 (febrero), 1943, pp. 20-27 (La historia y la vida, op. cit., pp. 1-20; La vida histórica, op. cit. [2a edición, op. cit.], pp. 33-39).

[20] J. L. Romero. Mitre: un historiador frente al destino nacional. Buenos Aires, La Nación, 1943, p. 5 (Argentina: imágenes y perspectivas, Buenos Aires, Raigal, 1956, p. 119; La experiencia argentina y otros ensayos. Buenos Aires, de Belgrano, 1980, p. 233; Crisis his­tóricas e interpretaciones historiográficas, op. cit., p. 83).

[21] J. L. Romero. Mitre: un historiador…, op. cit., p. 16 (Argentina: imágenes y perspectivas, op. cit., p. 134; La experiencia argentina…, op. cit., p. 248; Crisis históricas…, op. cit., pp. 96-97).

[22] J. L. Romero. Maquiavelo historiador. México, Siglo XXI, 3a edición, 1986, p. 103.

[23] J. L. Romero. “Las concepciones historiográficas…”, op. cit. (La historia y la vida, op. cit., pp. 63-85; La vida histórica, op. cit. [ 2a edición, op. cit.], pp. 90-98; Crisis históricas…, op. cit., pp. 27-35).

[24] J. L. Romero. El ciclo de la revolución contemporánea. Buenos Aires, Huemul, 3a edición, 1980, p. 257.

[25] R. Romano. “Entronque”, en J. L. Romero: ¿Quién es el burgués? y otros estudios de historia medieval. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1984, pp. 9-14, (en p. 10 destacado original). Cf. J. Gallego. “José Luis Romero y el pensamiento histórico de las crisis”, en J. L. Romero: Crisis históricas…, op. cit., pp. 13-22.

[26] F. Luna. Conversaciones con José Luis Romero, op. cit., p. 29. Diferentes formulacio­nes de esta problemática se pueden ver en varios textos que recorren diversas etapas de su vida de historiador, reunidos ahora en J. L. Romero, La vida histórica, op. cit. (2a ed. op. cit.), pp. 13-74 [I: “La vida histórica”; II: “Saber y conciencia histórica”]; cf. idem, De He­ródoto a Polibio, op. cit., pp. 9-27 (2a éd., op. cit., pp. 15-30; La vida histórica, op. cit. [2a ed., op. cit.], pp. 77-89 [“La historicidad del pensamiento histórico”]).

[27] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 42-45 (2a ed., op. cit., pp. 41-44). Cf. J. Gallego. “José Luis Romero, entre la antigüedad y la actualidad”, prólogo a J. L. Rome­ro: Estado y sociedad en el mundo antiguo. México, Fondo de Cultura Económica, 2a ed., en prensa.

[28] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 49-56 (2a ed. op. cit., pp. 47-53).

[29] M. Foucault. “Qu’est-ce qu’un auteur?”, Bulletin de la Société Française de Philosophie N° 63, 1969, pp. 73-95.

[30] J. L. Borges. “Alguien sueña”, en: Obras completas II. 1975-1985. Buenos Aires, Eme­cé, 1989, pp. 471-472, en p. 471.

[31] J. L. Romero. “Estudio preliminar”, en Polibio: Historia Universal. Buenos Aires, Solar-Hachette, 1965, p. 9 (Crisis históricas…, op. cit., p. 45).

[32] Cf. T. Halperin Donghi. “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, De­sarrollo Económico, Vol. XX, N° 78 (julio-septiembre), 1980, pp. 249-274; J. Myers. “Pasa­dos en pugna: la difícil renovación del campo histórico argentino entre 1930 y 1955”, en F. Neiburg y M. Plotkin (eds.): Intelectuales y expertos. La constitución del conocimiento so­cial en la Argentina. Buenos Aires, Paidós, 2004, pp. 67-106; O. Acha. La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero. Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 2005, pp. 13-42.

[33] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., p. 87 (2a ed., op. cit., p. 79).

[34] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 57-74 (2a ed., op. cit., pp. 55-68).

[35] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 62-63 y 68, respectivamente (2a ed., op. cit., p. 59 y p. 64, respectivamente).

[36] J. L. Romero. “Reflexiones sobre la historia de la cultura”, Imago Mundi. Revista de Historia de la Cultura, Año I, N° 1 (septiembre), 1953, pp. 3-14, en pp. 12-13 (Panorama. Revista interamericana de Cultura, Vol. Ill, N° 9, 1954, pp. 28-38, en p. 37; La vida histórica, op. cit. [2a ed. op. cit.], pp. 129-130): “No es aventurado afirmar que no son los filósofos de la Ilustración sino precisamente aquel a quien se llama ‘el padre de la historia’ el que echa las bases de la historia de la cultura”.

[37] J. L. Romero. “Reflexiones sobre la historia…”, op. cit. (Panorama. Revista Interameri­cana de Cultura, op. cit.; La vida histórica, op. cit. [2a ed., op. cit.], pp. 121-130).

[38] J. L. Romero. “Cuatro observaciones sobre el punto de vista histórico-cultural”, Imago Mundi. Revista de Historia de la Cultura, Año II, N° 6 (diciembre), 1954, pp. 32-37 (La vida histórica, op. cit. [2a ed., op. cit.], pp. 131-137).

[39] J. L. Borges. “Kafka y sus precursores”, en: Obras completas. 1923-1972. Buenos Aires, Emecé, pp. 710-712, en p. 712.

[40] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 75-89 ( 2a ed. op. cit., pp. 69-81).

[41] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., p. 77 (2a ed., op. cit., p. 71).

[42] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., p. 83 (2a ed., op. cit., p. 76).

[43] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 84-85 (2a ed., op. cit., pp. 76-77).

[44] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., p. 73 (2a ed., op. cit., p. 68).

[45] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 73-74 (2a ed., op. cit., p. 68). Cf. ídem, “Sobre los tipos historiográficos”, Logos. Revista de la Facultad de Filosofía y Letras N° 3, 1943, pp. 105-109 (La historia y la vida, op. cit., pp. 87-101; La vida histórica, op. cit. [2a éd., op. cit.], pp. 99-103).

[46] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 127-144 (2a ed., op. cit., pp. 113-127).

[47] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 135-136, 143 (2a ed., op. cit., pp. 120-121,127).

[48] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., p. 135 (2a ed., op. cit., pp. 119-120).

[49] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., pp. 84, 135, 144 (2a ed., op. cit., pp. 77, 119,127).

[50] J. L Romero. La crisis de la república romana. Los Gracos y la recepción de la política imperial helenística. Buenos Aires, Losada, 1942, pp. 25-34 (Estado y sociedad en el mun­do antiguo. Buenos Aires, de Belgrano, 1980, pp. 28-39).

[51] J. L. Romero. Mitre: un historiador…, op. cit., pp. 15-16 (Argentina: imágenes y pers­pectivas, op. cit., pp. 132-133; La experiencia argentina…, op. cit., p. 247; Crisis históri­cas…, op. cit., pp. 95-96).

[52] L. Dujovne. La filosofía de la historia en la Antigüedad y en la Edad Media. Buenos Ai­res, Galatea-Nueva Visión, 1958, p. 80.

[53] J. L. Romero. La crisis de la república romana, op. cit., pp. 11-98 [I: “La filiación de la política graquiana”] (Estado y sociedad…, op. cit., pp. 15-116).

[54] J. L. Romero. De Heródoto a Polibio, op. cit., p. 144 (2a ed., op. cit., p. 127). Cf. ídem, “Las concepciones historiográficas…”, op. cit., p. 53 (La historia y la vida, op. cit., pp. 83-84; La vida histórica, op. cit. [2a ed., op. cit.], p. 97; Crisis históricas…, op. cit., p. 35).

[55] J. L. Romero. Maquiavelo historiador, op. cit., pp. 106-107.

[56] J. L. Romero. Mitre: un historiador…, op. cit., p. 7 (Argentina: imágenes y perspectivas, op. cit., pp. 121-122; La experiencia argentina…, op. cit., p. 236; Crisis históricas…, op. cit., p. 85).

[57] Ver J. L. Romero. “A propósito de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina”, en: La experiencia argentina…, op. cit., pp. 2-9, en p. 8; F. Luna. Conversaciones con José Luis Romero, op. cit., p. 25; Cf. L. A. Romero. “Prólogo”, en J. L. Romero: La experiencia argentina…, op. cit., pp.13-16, en p.15; C. Altamirano. “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, Prismas. Revista de Historia Intelectual N° 5, 2001, pp. 313-327 (Para un programa de historia intelectual y otros ensayos. Buenos Aires, Siglo XXI, 2005, pp. 77-103).

[58]  J. L. Romero. “Las concepciones historiográficas…”, op. cit., p. 52 (La historia y la vida, op. cit., p. 82; La vida histórica, op. cit. [2a ed., op. cit.], p. 96; Crisis históricas…, op. cit., p. 34).