La perspectiva universalista de José Luis Romero. Una aproximación desde los estudios literarios

MARÍA TERESA GRAMUGLIO [*]

Dentro del amplio repertorio de la obra de José Luis Romero casi na­die ha dejado de advertir, por sobre la variedad de temas y enfoques, el impulso recurrente a la elección de objetos que desbordan los límites acotados de los hechos de duración breve o que traspasan las fronteras de los espacios nacionales. El mismo lo hizo explícito, con sus propias palabras, en varias ocasiones. Señalo solo dos: la más temprana, en el ensayo “La formación histórica”, de 1936, donde afirmó con convic­ción esta exigencia –algo intimidante– para el saber histórico:

Para el hombre de cultura no hay más historia que la historia universal, esto es, la historia humana, considerada no en sus transitorios compartimientos, sino en toda la magnitud de su aventura. Solo podrá decir que posee seguro dominio de la marcha histórica quien, además de cumplir otras condiciones, haya llenado esta de conocer íntegro su recorrido. En muchas otras ramas del saber es posible el saber monográfico. En historia, aun cuando sea po­sible, yo afirmo que es artificial y, en cierto modo, negativo de su intrínseca historicidad. Conocer absolutamente bien una época, captar absolutamente bien el sentido de la historia de cierto país, no es, a mi juicio, sino saberla a medias, porque se ignora lo típico del juego de la historia que es siempre rela­ción, unidad, interacción.[1]

Ya en el tramo final de su trayectoria, cuando presentaba los esbo­zos de la nueva obra sobre las ciudades y el mundo urbano, que abordó en los años setenta del siglo XX, hizo de aquel impulso el hilo conduc­tor que recorrería lo que consideraba lo más representativo de su pro­yecto y sus realizaciones como historiador. Lo definió así:

Trataré aquí el tema de una obra muy ambiciosa que preparo: La ciudad oc­cidental. Una manera de introducirme en este tema quizá sea contar un poco cómo empecé a pensar en él. Tal como lo anuncié en un breve libro publicado en 1948, El ciclo de la revolución contemporánea, el propósito fundamental de todos mis trabajos ha sido hacer una historia de la cultura occidental. La sinteticé en un pequeño volumen, La cultura occidental, de 1950, y entré en materia en un primer volumen, La revolución burguesa en el mundo feudal aparecido en 1967. Tres volúmenes continuarán a este, si los dioses me protegen. El tema de esta obra extensa, cuyo título de conjunto será Proceso histórico de la cultura occidental, me llevó poco a poco al análisis cuidadoso del proceso de la formación de la sociedad [y] de la cultura occidental.
Este ha sido mi objetivo y mi preocupación fundamental.[2]

En esta segunda cita, la exigencia de una “historia universal” afir­mada en la primera se reformula en los términos más estrictos, pero no mucho menos amplios, de “cultura occidental”. Aun con esta correc­ción, aquí se puede entrever uno de los procedimientos característicos en la construcción de autoimágenes de escritores e intelectuales. En este caso, la voluntad de subrayar retrospectivamente la coherencia de la propia trayectoria, que en verdad estuvo bastante lejos de ser tan lineal. Antes bien, se muestra como un recorrido en varias direc­ciones, cambiante en temas y enfoques, que fue de los estudios sobre el mundo antiguo a los medievales, de estos a los de mundo burgués y finalmente a los de mundo urbano, en los que se inserta el más acabado sobre la ciudad latinoamericana, todos ellos escandidos por los numerosos trabajos sobre historia de las ideas en la Argentina y los ensayos de reflexión historiográfica. Esa autopercepción de una trayectoria compacta, lo lleva a integrar aquí El ciclo de la revolución contemporánea, el ensayo de 1948, a todas luces motivado por la expe­riencia reciente de la segunda guerra europea [mundial] y, en un trasfondo menos evidente, por las inquietudes del historiador en el comienzo del primer peronismo en la Argentina; nos encontramos por lo tanto, con la otra cara de la verdad, puesto que en ese ensayo Romero inscribía la expe­riencia reciente en la larga duración, más precisamente en lo que llamó “la tercera edad de la cultura occidental”, y esa inscripción le permitía además sostener, pese a las “incertidumbres y congojas” del presente, la expectativa de transformaciones futuras que asegurarían los valores de la igualdad y la libertad humanas, por los que siempre creyó que se debía seguir luchando.

La cita abre además un interrogante: no ya sobre la realización del ambicioso proyecto de la extensa obra anunciada, que la muerte vino a impedir, sino sobre el giro algo inesperado, que llevó a que en la ma­teria occidental en la que los procesos europeos brindaban las líneas rectoras, recortara el área, hasta entonces menos transitada, que abordó en el segundo de sus dos grandes libros: Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Se podría acudir a la respuesta más obvia, recordando que a partir de los años sesenta se había incrementado el interés de las cien­cias sociales por América Latina; pero si bien se mira, ese interrogante también podría ser respondido en los términos en que Romero se veía a sí mismo, ya que en el relato histórico incorporó el proceso de for­mación de las ciudades latinoamericanas al más amplio de las sucesivas oleadas de la expansión europea, que había sido una de las claves para sus interpretaciones de la revolución burguesa y de la cultura occiden­tal. Esa decisión lo condujo a practicar, una vez más, lo que llamo un “comparatismo implícito”, que incide en la periodización de la materia, para la que ciertos parámetros acuñados para el ámbito europeo, como por ejemplo la etapa de la formación de las ciudades y los efectos de la revolución industrial,  son retomados y reformulados en razón de la diferencia radical entre esos procesos en uno y otro ámbito.

La primera de las citas, la más temprana, es aun más ilustrativa al respecto. A la exigencia de un saber histórico de alcance universal se suma un giro metodológico que de inmediato deviene conceptual, en tanto implica una verdadera redefinición del objeto: si ese saber, para Romero, no podía restringirse a los estrictos límites del estudio mono­gráfico de un período o de un país, requería, en consecuencia, el gesto amplio que implica concebir los asuntos de la indagación histórica en sus múltiples relaciones e interacciones. Se sintetizan así, dos caracte­rísticas del talante historiográfico de Romero: el rechazo crítico de la “mera erudición”, que reiteró en varios de sus ensayos sobre historio­grafía, y la tendencia a construir por sobre los datos empíricos grandes bloques o grillas interpretativas para alcanzar una síntesis comprensiva de procesos complejos. Con esos procedimientos apuntaba a una “his­toria total” que a veces prefería llamar “historia cultural”, y que tiende a identificarse con su noción de “vida sociocultural”. Es aquí donde la idea explícita de las interrelaciones y la práctica de un comparatismo implícito adquieren un relieve singular.[3]

En este punto, debo confesar que hasta hace muy poco lo que más conocía sobre la obra de Romero, además de Latinoamérica: las ciudades y las ideas, eran sus libros y artículos dedicados a la historia de las ideas políticas y otros aspectos de la historia argentina. Por esa razón, debe­ría haber empezado esta exposición agradeciendo a los organizadores una invitación que, a partir de una aproximación más bien precaria, me llevó en una dirección imprevista: lo hago ahora. Al releer aquellos libros, junto con los considerados de divulgación (pero que son a mi juicio los pequeños clásicos que formaron parte de la educación de los estudiantes de mi generación, como La Edad Media y La cultura occidental) y al leer ahora por primera vez, algunos de los ensayos his­toriográficos y los recogidos en el nuevo libro sobre La ciudad occiden­tal, este aspecto de lo “universal” u “occidental” se adelantó al primer plano.[4] Encontré una relación para mí inesperada, entre las estrategias que Romero adoptó para ese propósito y los debates sobre “literatura mundial” que surgieron en la última década en los estudios literarios. Debates que a su vez, están ligados a los que se han dado y se siguen dando sobre la crisis de las literaturas comparadas tradicionales y la aparición de nuevas dimensiones del comparatismo en el marco del multiculturalismo, de los estudios llamados poscoloniales y finalmente, el de las relaciones interartísticas e intermediales.

Esta es la aproximación que quiero ensayar aquí, con la hipótesis de que los ensayos sobre la idea de la historia y, más aun, la práctica histo­riográfica de Romero, ofrecen argumentos para reflexionar sobre un as­pecto particular del debate acerca de la noción de “literatura mundial”: el de las impugnaciones que surgieron acerca de posiciones, conceptos y métodos en el área de los estudios latinoamericanos, pero no solo en ellos. Encuentro que en la obra de Romero la crítica de la “mera erudi­ción”, la tendencia a organizar los materiales en grandes esquemas in­terpretativos, a lo que agregaría el uso de la literatura como testimonio, son rasgos estrechamente vinculados entre sí, y resultan funcionales a la condición periférica o excéntrica desde la que concibió su perspec­tiva universalista y trató de resolver la difícil exigencia que implicaba. En esa conjunción, la práctica de lo que llamo “comparatismo implícito” ocupa un lugar capital.

La suposición de estas vinculaciones no deriva de la abundancia de teorizaciones al respecto en la obra que conozco. Tal vez sea posible rastrear algunos puntos de partida en los ensayos recogidos en la com­pilación titulada La vida histórica.[5] Esa compilación incluye el ensayo “Bases para una morfología de los contactos de cultura”, de 1944, al parecer el primero y tal vez el único intento sistemático de reflexionar sobre uno de los fenómenos centrales que exploran los estudios de literaturas comparadas, tanto los tradicionales como los actuales. Ro­mero presenta aquí una tipología de los contactos culturales en la que retoma y amplía cuatro tipos regulares de contacto que habían sido definidos por Eduard Spranger en 1936: inmigración, colonización, recepción y renacimiento. Como suele ocurrir con sus síntesis explica­tivas, bajo la descripción de algunos tipos se transparentan con nitidez procesos reconocibles de la historia argentina y latinoamericana que brindan la base empírica de sustentación, como los de colonización e inmigración. Uno de los tipos en que me interesa detenerme es el de recepción, que él vincula con la categoría de prestigio, y describe como propio de subgrupos o minorías caracterizadas por una xenofilia que implica un juicio de valor sobre las dos culturas que se ponen en con­tacto, la local y la extranjera. El deslinde de este tipo de contacto puede ser previsible por su peso en la configuración de la cultura argentina; no lo es tanto, en cambio, la reflexión analítica, que lejos de las conde­nas que prodigaron a esa modalidad los nacionalismos, logra dar cuen­ta de la complejidad de una interacción que afecta a las dos culturas que entran en contacto, la recibida y la receptora. Escribe Romero:

El xenófilo –forma espiritual de inadaptación– descategoriza su cultura, exalta una extraña, y la recibe como una totalidad, procurando deshacer las raíces de la suya propia que operan en su espíritu. Hay, pues, en él, una labor crítica frente a su cultura, que no le permitirá vivirla ya de manera espontánea; pero esa actitud crítica se proyectará también sobre la cultura que recibe, aun cuando crea entregarse plenamente a ella. De este perpetuo análisis nacen nuevas estructuras, que modifican los esquemas primeros de la cultura recibi­da y que participan, en cierto modo, de los de la cultura receptora.[6]

No es difícil reconocer bajo este análisis, formaciones características de la cultura argentina, como la generación del 37 o la revista Sur, y con ello asoma el tema de las minorías intelectuales, que también ocupó las reflexiones de Romero en varios de sus trabajos. Pero tal vez lo más notable de este pasaje sean el énfasis en la interacción y la ausencia de cualquier complejo de dependencia cultural o de subalternidad, para usar un término más actual, con que aborda esa cuestión tan contenciosa.

Aunque no conozco otras proposiciones explícitas sobre los diversos problemas que plantea el comparatismo, creo que algo de sus orienta­ciones y procedimientos subyace de modo implícito en los esquemas comprensivos que articulan, tanto la breve síntesis de La cultura occi­dental como la amplia reconstrucción de vida social y mentalidades de Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Solo un conocimiento seguro de los rasgos seleccionados en las culturas autónomas que ingresan en el cuadro hace posible descubrir los comunes denominadores que definen a cada etapa. Si nos volviéramos hacia los estudios literarios, podríamos decir que de manera similar procedía René Wellek, el gran compara­tista checo, cuando elaboraba su concepto de romanticismo a partir del sólido conocimiento de los rasgos singulares de textos pertenecientes a literaturas europeas diversas y a la vez en contacto. Pero con una dife­rencia insoslayable: Wellek era un comparatista formado en la filología europea “dura”, con una competencia lingüística que le permitía acceder a la mayor parte de los textos representativos, fueran clásicos o moder­nos, en su lengua original. La formación de Romero era muy otra.

En el campo de los estudios literarios, la crisis de las literaturas comparadas (analizada por René Wellek hace más de cincuenta años), derivó hacia impugnaciones originadas en los estudios culturales y culminó con el dictamen de la muerte de la disciplina.[7] Como tantas muertes anunciadas, el pronóstico no resolvió los problemas a los que el comparatismo pretendía responder. Antes bien, estamos asistiendo hoy a redefiniciones que proponen nuevos objetos y metas interpretati­vas en un campo de estudios que ha dejado de ser exclusivamente lite­rario en el sentido tradicional. Resultaría anacrónico juzgar desde estas nuevas perspectivas las reflexiones de Romero sobre el problema. Aun cuando fuera verdad, como supongo, que ellas no fueron abundantes, no sería desacertado conjeturar que algunas de las críticas que formula al enfoque interdisciplinario son igualmente aplicables a uno de los pe­ligros más frecuentes que acechan al comparatismo. Dice textualmente: “acude a un enfoque plural concebido simplemente como una mera yuxtaposición de enfoques”. Es decir, sin alcanzar una solución que dé cuenta de un todo que es algo más que la suma de sus partes.[8]

Una disposición implícita al comparatismo, entonces, anima las amplias construcciones históricas y culturales de Romero, tanto en los estudios centrados en la Edad Media, un objeto de por sí propicio por el carácter transnacional, o más bien pre-nacional, de los fenómenos que la conformaron, como en los referidos a las ideas en la Argentina y en América Latina, en los que la tendencia característica del pensa­miento latinoamericano a la comparación con los procesos europeos deja huellas reconocibles. Esta disposición se hace algo más explícita en algunos pasajes del recientemente publicado La ciudad occidental, donde se percibe nuevamente la vinculación entre los grandes esque­mas explicativos generales y el método adoptado para construir el nuevo objeto. Cito brevemente uno de ellos, para ilustrar otra auto-percepción de su singular itinerario intelectual:

Yo parto de una experiencia directa de la ciudad europea vista desde la ex­periencia de una ciudad americana. Y me atrevo a una generalización casi gigantesca, en condiciones muy difíciles y aventuradas, que no ignoro, y que reposa en estudios de distinta intensidad según los casos. (…) Me atrevería a decir que [esa experiencia] me sugiere los modelos sobre los que puedo trabajar. Y es precisamente ese punto de vista lo que quiero ofrecer aquí a ustedes, a través de procesos históricos, sin duda, pero asignándole en esta ocasión más importancia al punto de vista que a los procesos históricos mis­mos. Son los modelos los que quiero someter a consideración de ustedes, y con ellos, la selección de procesos que hago para construirlos y compararlos.

Aun sin entrar en el análisis detallado que merece, este y otros po­cos pasajes afines alcanzan para mostrar la gran libertad metodológica e ideológica con que Romero manejaba unas modalidades de trabajo poco apreciadas, como las grandes generalizaciones opuestas al rigor minucioso de los trabajos monográficos y la apelación a un compara­tismo que venía siendo erosionado por la crítica interna a sus limita­ciones y sería muy pronto denostado por su perspectiva eurocéntrica. Lejos de esos prejuicios, en las mismas páginas afirma la legitimidad de sus generalizaciones sobre la ciudad europea como paso indispen­sable, ya que solo de ese modo, “como proceso de conjunto… es com­parable con ese otro hecho inmenso que es la aparición de la ciudad americana en el siglo XVI”. Es así como ese comparatismo espontáneo e instrumental viene a proyectar sobre Latinoamérica: las ciudades y las ideas sus luces y sus líneas de sombra.

Lo primero puede advertirse si se cotejan los tipos que Romero llegó a esbozar para las ciudades europeas y para Buenos Aires en los apuntes para La ciudad occidental con los índices de Las ideas políticas en Argentina y de Latinoamérica: las ciudades y las ideas: por debajo de las diferencias visibles se dibuja una especie de grilla básica que re­vela el dominio del historiador sobre la materia europea. Ese dominio resulta en este caso iluminador para la vivida narración de la etapa de las fundaciones de las ciudades latinoamericanas, donde se hace paten­te la diferencia con el proceso de formación de las ciudades europeas. La narración que hace Romero de esa etapa recuerda por momentos una creación tan abstracta y voluntarista, como la San Petersburgo de Pedro el Grande: lejos del crecimiento por así decirlo orgánico de las ciudades que había encontrado en el mundo feudal, el acto fundacional en la América de la conquista hispánica, que obedecía a una inque­brantable voluntad de dominación territorial, se formalizaba con un ritual simbólico en un sitio vacío, situado en medio de una naturaleza desmesurada y a menudo hostil, y se materializaba sobre el papel, en el diagrama que señalaba las futuras ubicaciones de la plaza, la iglesia, el fuerte y las manzanas cuadradas de las viviendas. En pocas palabras, la comparación con la ciudad europea funciona en este caso como la he­rramienta más apta para comprender las diferencias.

El lado de sombra reside en uno de esos señalados peligros que acechan al comparatismo: la construcción de ciertos denominadores comunes para cada etapa de la transformación de la ciudad latinoa­mericana, a partir de una concepción basada en la búsqueda de para­lelismos entre procesos nacionales sin duda interrelacionados, pero no siempre simultáneos, entre los que existen profundas diferencias. Con este procedimiento Romero logró alcanzar una síntesis poderosa, pero ello parece conducir inevitablemente a un cierto aplastamiento de particularidades que quita ricos matices a un cuadro de conjunto de todos modos riquísimo. Pienso que este problema no reside exclusi­vamente en las limitaciones del comparatismo, sino en las dificultades inherentes a la construcción de ese objeto tan escurridizo a fuerza de destiempos y heterogeneidades que es “América latina”. Es tal vez por esa razón que en algunos tramos del libro, como por ejemplo en el referido a la formación de clases medias, a la movilidad social y a las reformas urbanas del capítulo “Las ciudades burguesas”, un lector argentino puede encontrar que el análisis de Romero proyecta sobre las grandes ciudades latinoamericanas las representaciones ficcionales de la Buenos Aires de Julián Martel, de Eugenio Cambaceres o de Eduardo Wilde. Y esto me lleva a la frecuente presencia de la literatu­ra en la obra de Romero.

En la introducción de La era de la revolución Eric Hobsbawm es­cribió: “Las palabras son testigos que a menudo hablan más alto que los documentos”. La obra de Romero sugiere una paráfrasis: en ella son los textos literarios los que a menudo hablan más alto que los do­cumentos. Para quienes pensamos primordialmente la literatura como una construcción verbal específica en la que predomina la función poética del lenguaje, y a la que asignamos un valor estético, este uso puede resultar tan incómodo como para los historiadores duros que solo admiten la prueba del documento. Lo cierto es que la literatura de ficción, especialmente la novela, ocupa un lugar conspicuo en los li­bros de Romero, más frecuente que el de las otras artes, con excepción, quizá, del mayor relieve que adquieren las artes plásticas, y en menor medida la arquitectura y la música, en La ciudad occidental, un relieve nada casual en el caso de las dos primeras, si se piensa en el impacto que producen en el viajero sudamericano las presencias reales en las ciudades europeas de las grandes creaciones que hasta entonces solo ha vislumbrado en libros y reproducciones.

Es cierto entonces, que la novela alcanza notable predominio inclu­so en detrimento de textos más adecuados, tal como ha señalado Tulio Halperin Donghi para Latinoamérica: las ciudades y las ideas, donde a la ausencia llamativa de la bibliografía especializada se suman elecciones también llamativas, como la de las novelas del venezolano José Rafael Pocaterra en lugar de sus más informativas memorias. Más cierto aún es que, en términos generales, y en particular en lo que hace a la litera­tura europea, la biblioteca de Romero es clásica, incluso canónica, poco afecta a la innovación y nada a los textos de ruptura. Esto se advierte con claridad cuando se observan los nombres convocados. Así, en La cultura occidental, La divina comedia de Dante Alighieri ilustra la dis­gregación del orden cristiano feudal en el siglo XIII, y los cuentos de Chaucer y de Boccaccio, el nuevo valor atribuido a la naturaleza en el marco de la ampliación de horizontes geográficos y vitales que se in­tensifica a partir del siglo XIV. En La ciudad occidental, nuevamente La divina comedia, presentada ahora como correlato ficcional de la entera ciudad de Florencia; el Madrid de los Siglos de Oro es el de la novela picaresca; la Londres del siglo XIX, la del Oliver Twist de Charles Dickens; la Lübeck que florece desde el siglo XVIII, la de Los Budden­brock de Thomas Mann. Más allá de la confianza en el valor documen­tal de la literatura, hay aquí otra convicción: una concepción de la obra de arte como creación colectiva que trasciende al creador individual y expresa las tendencias más profundas de una entera sociedad.

Son varias las razones que se han esgrimido para dar cuenta de esta presencia profusa de la literatura: desde la pertinencia para un enfoque que apunta a las mentalidades y las representaciones hasta las carencias que debió enfrentar Romero cuando decidió dedicarse a los estudios medievales sin una formación especializada y en un medio casi tan des­provisto de fuentes documentales para ese propósito como la Estambul en que Eric Auerbach escribió Mimesis. Aunque no era esa la situación cuando escribió Latinoamérica: las ciudades y las ideas, siguió fiel al recurso de apoyarse en esos textos a los que, con confianza casi stend­haliana, atribuía una capacidad innegable para reflejar con condensada eficacia las realidades culturales y sociales que se proponía explicar. El recurso a la literatura bien puede ser visto, en consecuencia, como deci­sivo entre las estrategias del carenciado que dieron una tónica sostenida a la totalidad de la obra de Romero, convirtiendo las carencias en el im­pulso para desplegar con audacia una infatigable creatividad.

La confluencia de los rasgos que he venido describiendo me llevó a pensar que las concepciones de Romero cobran nueva actualidad en el marco de los debates surgidos en el ámbito de los estudios literarios en torno a la noción de literatura mundial. Dos textos publicados alrede­dor del año 2000 fueron los disparadores de ese debate: La República Mundial de las Letras de Pascale Casanova y Conjeturas sobre la lite­ratura mundial, de Franco Moretti. Ambos generaron fuertes réplicas que a su vez dieron lugar a nuevas precisiones.[9]

Casanova amplía la noción de campo literario construida por Pie­rre Bourdieu para la literatura nacional francesa hasta una escala casi planetaria. Lo que más críticas ha despertado es su francocentrismo anacrónico, especialmente en los críticos anglosajones, como era de esperar. Los latinoamericanos no podemos dejar de percibir que su libro está cuajado de esos desfasajes e interpretaciones erróneas que se hacen tan perceptibles cuando los no especialistas incursionan en literaturas de nuestra área que les son ajenas. Pese a esas y otras falen­cias, se le debe reconocer el mérito indiscutible de revelar las profundas desigualdades que afectan a las literaturas nacionales según su posición y capitales en esa “república” concebida como campo de fuerzas inter­nacional que posee sus propios centros de poder. Moretti, por su parte, a partir de una sintética conceptualización de lo “mundial”, presenta un proyecto y propone un método: elaborar una historia universal de la novela, para la que formula la hipótesis maestra de “forma europea y contenidos locales”, registrando curvas de surgimiento y difusión en los diversos países; el método que propone consiste en reunir las investigaciones de los especialistas locales en las diversas literaturas na­cionales, que brindarían la “materia prima” al historiador para construir sus grandes cuadros comparativos. Es fácil adivinar que en este caso abundaron las críticas de etnocentrismo y hasta de imperialismo cul­tural formuladas por latinoamericanistas –especialmente los instalados en universidades estadounidenses– hacia un proyecto que supone una posición dominante y recursos acordes a ella para alcanzar un objetivo tan gigantesco. Por su parte, los críticos anglosajones manifestaron toda su desconfianza hacia un método que propicia una “lectura dis­tante”, es decir, de segunda mano, tan opuesta al culto escrupuloso del close reading de los textos originales que practican en sus claustros.[10]

¿Qué viene a decir hoy la obra de Romero en relación con este de­bate? Contra todos los prejuicios esgrimidos por los especialistas, viene a decir que es también posible adoptar una perspectiva mundial desde la periferia, con todos los aciertos y desaciertos que esa posición con­lleva. Que si un investigador situado en el centro, como de algún modo lo es Moretti, proyecta recurrir a la producción de especialistas locales en las literaturas nacionales, periféricas y no periféricas, para elaborar sus cuadros explicativos de la novela a escala mundial, el investigador excéntrico puede, por su parte, aun desde su posición menos privilegia­da, construir interpretaciones y generalizaciones originales a partir de una utilización libre pero al mismo tiempo rigurosa de los estudios de primera mano producidos en el centro de la “república mundial de las letras” o en ámbitos locales especializados. Algo de esto ocurre en los celebrados estudios medievales de Romero, donde los mejores trabajos de los especialistas europeos, como Gustave Cohen, Henri Pirenne o Jan Huizinga, brindan la materia prima para la “lectura distante”, pero indudablemente creativa, del universalista situado en la periferia.

Esta sencilla comprobación no significa que haya que repetir hoy las lecciones de Romero. Antes bien, todo lo contrario: a partir de ellas habría que construir ahora, sine ira et studio, nuevas definiciones conceptuales y propuestas metodológicas para abordar ese objeto, tan propio del comparatismo si se reconocen las múltiples interrelaciones que rigen el funcionamiento de las literaturas, y sin embargo tan polé­mico y elusivo, que es la “literatura mundial”. Y si esto fuera así, cabría también desarrollar nuevas perspectivas para el comparatismo no solo en los estudios literarios sino también en los historiográficos, y muy especialmente en la historia cultural.


[*] Universidad Nacional de Rosario. Universidad de Buenos Aires.

[1] “La formación histórica”, en: La vida histórica. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p. 52. [Nota del editor. La primer versión de ese texto es de 1933; el autor tenía 24 años]

[2] La ciudad occidental. Buenos Aires, Siglo XXI, 2009. En realidad, si nos atenemos a las fechas que figuran en las ediciones, cabría hacer aquí una pequeña corrección: lo que Romero había publicado en 1950 era una Historia universal, un volumen breve destinado a un público no especializado, en la editorial Atlántida ; La cultura occidental se publicó en 1953, en la colección Esquemas de la editorial Columba.[Nota del editor: La Historia universal mencionada por la autora se publicó en 1944; en esos años escribió también los manuales escolares de historia universal; de todos ellos hubo reediciones con ampliaciones. La editorial Columba le encargó al autor el libro La cultura occidental en 1950]

[3] Al revisar un dossier de la revista Prismas sobre comparatismo en la historia cultural, encontré que Jorge Myers desarrolla la distinción entre “comparatismo implícito” y “com­paratismo explícito” de un modo más elaborado que el que sugiero en esta aproximación. Ver Jorge Myers. “Términos de comparación: ideas, situaciones, actores”, Prismas, Revista de historia intelectual. Buenos Aires, Año 8, N° 8, 2004. Ambas modalidades se mencionan también en el excelente recorrido que presenta Fernando Devoto. “La historia comparada entre el método y la práctica. Un itinerario historiográfico”, ibíd.

[4] La Edad Media. México, Fondo de Cultura Económica, 1949; La cultura occidental. Bue­nos Aires, Columba, 1953; La ciudad occidental, op. cit.

[5] De esos ensayos, Tulio Halperin Donghi destacó la importancia del titulado “La formación histórica” (1936), para captar la temprana formulación de las ideas básicas sobre las que se edificaría la obra futura: la imagen espontánea de la realidad histórica y, junto a ello, la historia como proceso creador y a la vez destructor de constelaciones culturales, dos aspectos nada ajenos a la inclinación que llevaría a Romero a la elección de los objetos de estudio transna­cionales y de larga duración que abordó en sus dos libros mayores: La revolución burguesa en el mundo feudal y Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Ver Tulio Halperin Donghi. “José Luis Romero: y su lugar en la historiografía argentina”, en José Luis Romero: Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos. Buenos Aires, CEAL, 1982, pp. 187-236.

[6] Op. cit., p. 173.

[7] René Wellek. “The Crisis of Comparative Literature” [1952], en: Concepts of Criticism. New Haven and London, Yale University Press, 1963. Charles Bernheimer. Comparative Literature in the Age of Multiculturalism. Baltimore and London, The Johns Hopkins Uni­versity Press, 1995. Gayatri Spivak. Death of a Discipline. Columbia, Columbia University Press, 2003.

[8] Ver “Historia y ciencias del hombre: la peculiaridad del objeto”, en: La vida histórica, op. cit.

[9] Pascale Casanova. La República Mundial de las Letras. Barcelona, Anagrama, 2001; Franco Moretti. “Conjectures on World Literature”, New Left Review 1, 2000; “More con­jectures on World Literature”, New Left Review, 20, 2003.

[10] Ver Christopher Prendergast (éd.). Debating World Literature. London and New York, Ver­so, 2004; Ignacio Sánchez-Prado (éd.). América Latina en la literatura mundial. Pittsburgh, Biblioteca de América-IILI-Universidad de Pittsburgh, 2006. María Teresa Gramuglio. “El cosmopolitismo de las literaturas periféricas”, CELEHIS, Revista del Centro de Letras Hispa­noamericanas, Año 17, N°19, 2008.