Hugo Gambini
Ha desaparecido el primer argentino que hizo aportes valiosos a la historia universal, a través de una rigurosa investigación científica. Pero también hemos perdido al más significativo pensador de nuestro tiempo, comprometido siempre con el destino histórico del país a través de una conducta cívica indeclinable.
Cuando Gregorio Weinberg volvió a repetir su frase, ya imborrable, calificando a José Luis Romero como “la más alta expresión intelectual del país”, sentí que algo se desgarraba dentro mío. Es que en esa silenciosa mañana el cementerio de Adrogué se había convertido en escenario de una ceremonia absurda: estábamos allí para sepultar al mejor pensador argentino. Justamente ahora, cuando el país más iba a necesitar de él, de sus ensayos, de sus interpretaciones sobre la realidad política y social. No tenía derecho a morirse. Creo que a todos los que fuimos a acompañarlo nos ocurrió lo mismo, nos pareció inimaginable que José Luis estuviese allí inmóvil, guardado en una caja de madera.
Por un instante, a pesar del calor, sentí el frío de la muerte acariciándome la piel, como si dentro de esa caja también estuviese encerrada mi juventud. Me resultaba imposible sustraerme al recuerdo de mis veinte años cargados de idealismo, de militancia política bochinchera y feliz, en la que todos íbamos a llamarlo a Romero en busca de respuestas válidas, racionales, sensatas. Y qué bien las daba. Porque sabía entendernos v apaciguarnos, sin quitarnos jamás la fe, en una laboriosa actitud docente, casi artesanal, que lograba convertir en esfuerzo fecundo las dispersas energías de los veinte años. Porque, claro, era un maestro.
Weinberg subrayó su frase con esta definición: “Fue un sabio”. Sin duda que lo fue, porque solamente quienes están dotados de una inteligencia superior pueden desafiar los rigores de la ciencia para enriquecerla. Y Romero fue el único argentino que se atrevió nada menos que con la historia universal, para ensancharla con aportes de infatigable investigación. Su obra cumbre fue La revolución burguesa en el mundo feudal, considerada como el trabajo moderno más preciso de interpretación histórica de ese período. Escribir ese libro y sus continuaciones —que lamentablemente dejó inconclusas— era el gran objetivo de su vida científica. “Yo proyecto mis temas —había explicado hace muy poco, en sus Conversaciones con Félix Luna—, voy cercando el mundo de las fuentes, microfilmo lo que no tengo, reviso las bibliotecas en cada uno de los viajes que hago. Claro que yo soy muy viajero. Por ejemplo mi libro sobre La revolución burguesa en el mundo feudal no hubiera sido posible si yo no hubiera estado siete meses en la Universidad de Harvard no haciendo de la mañana a la noche nada más que eso, con lo cual completé todos los huecos que tenía”. Esa era su profesión: proyectar, leer, investigar, procesar y escribir. Todo con la más rigurosa pulcritud.
Pero como dentro suyo también hervía una vocación patriótica muy apasionada, era lógico que aprovechara esos amplios conocimientos históricos para ensayar también una interpretación válida de su país: “A nadie se le oculta que la historia argentina no empieza en 1810. Todo el pasado colonial es historia argentina tanto como la revolución de Mayo y las campañas de San Martín. ¿Quién puede decir que la historia española no es nuestra historia? Yo reivindico totalmente la historia y la cultura españolas para los argentinos. El Arcipreste, La Celestina, el Quijote, la picaresca, Calderón y Quevedo son absolutamente míos, tan míos como de los españoles; no les reconozco a éstos ninguna exclusividad por el hecho de que estén del otro lado del mar. ¿Cómo no va a ser mía toda esa cultura dentro de la cual España es un enclave? España es Europa: si España es mía, Europa es mía”. Y montado en esa teoría Romero escribió su obra más trascendental para nosotros: Las ideas políticas en Argentina, que resultó un clásico.
La universidad y el país
Tal vez Romero haya sido quien mejor interpretó aquellas ideas que Ortega y Gasset dejó en Buenos Aires hace ya cuarenta años, cuando nos advirtió —entre muchas otras cosas— que estábamos pecando de no atender debidamente a nuestra Universidad, “de no impulsarla con mayor denuedo”. Su gestión fue la más notable de las últimas décadas, hasta que se sustituyó el rigor científico por el de los bastones largos, que convirtieron a la Universidad en un comité extremista clandestino para los delirantes de la extrema izquierda. primero, y para los ridículos de la extrema derecha, después. Todos rigurosamente destructivos.
Nadie podrá, en cambio, hallar un solo elemento que no sea constructivo en la vida de José Luis Romero. Su desempeño en la función docente —tanto en el rectorado como en el decanato de Filosofía y Letras o en las cátedras— fue idóneo y ejemplar. Trató siempre de poner en marcha proyectos sanos y viables, del mismo modo en que buscó afanosamente hallar los rumbos progresistas del país, aun durante los conos de sombra.
Sus artículos en Redacción — por la que manifestó una expresiva simpatía en colaborar— fueron una prueba irrebatible de ese sentimiento patriótico que lo atrapaba. En abril de 1973, poco después del espectacular triunfo peronista, Romero escribió una nota titulada “El carisma de Perón” en la que analizaba el significado de semejante proyección política, y advertía, certeramente, sobre las tremendas dudas que generaba la instalación de ese nuevo gobierno. Es que tenía datos históricos muy frescos que le impedían equivocarse. Naturalmente, no se equivocó. Pero lejos de regocijarse con su acierto —porque el país le dolía profundamente— en noviembre de 1975, cuando la incertidumbre ya era total, volvió a escribir. Sintió la ineludible necesidad de hacer un llamado nacional y en estas mismas páginas lo tituló: “Antes de disgregarnos”. Trataba de despejar la maraña: “El problema consiste en saber en qué consiste la crisis. Se han formulado muchos diagnósticos, pero parece que han arrojado poca luz sobre el problema. Algunos son parciales y responden a intereses ocasionales o sectoriales; otros están montados sobre el análisis de los signos de la crisis, no sobre la crisis misma. Pero no nos engañemos. La economía, la moral y la política son cosas que le ocurren a alguien, que es el sujeto de todos los procesos al mismo tiempo: es a la sociedad argentina, a la sociedad nacional, a quien le ocurren todas esas crisis, y es ella la que debe ser examinada con obsesiva precisión”. Luego, cuando terminó de descorrer el velo, lanzó su advertencia: “Hay que evitar que el proceso avance si se quiere conservar una sociedad nacional, pero sin ilusionarse acerca de las posibilidades que tiene el simple uso de la fuerza, porque la fuerza sirve para defender un sistema basado en el consentimiento, pero no es capaz de recrear un consentimiento perdido. Si la sociedad nacional quiere salvarse tendrá que salvarse en el cambio, corrigiendo el sistema de relaciones que la constituye y sustenta mediante una política capaz de suscitar un nuevo sistema de fines comunes y reconocidamente superiores a los intereses individuales”.
Un mes después, a fines del 75, Romero volvió a insistir a través de Redacción: “En la Argentina de hoy el desorden es mucho más profundo de lo que parece porque sus causas son estructurales. Se vincula con el proceso de cambio que está abierto en el país, y no se debe caer en la tentación de restaurar el orden con el fin secreto de frenar aquél. El proceso de cambio se debe conducir y orientar, pero no contener, por la sola razón de que es incontenible. El desorden proviene de que el proceso de cambio en que está inmersa la Argentina de hoy se ha desencadenado espontáneamente, como resultado de una insuficiencia en la estructura económica y con los caracteres de una explosión social en virtud de la cual se han integrado muchos grupos antes marginales, constituyendo una nueva sociedad”. Finalmente reiteró su ansioso reclamo: “Una política positiva para el cambio es lo urgente —y aún no es tarde—, sin perjuicio de que pueda ser necesaria una política ocasional para el orden. Pero de la crisis no saldremos sólo con la segunda si no definimos y ponemos en marcha la primera”.
Pues bien, tres meses después, en marzo del 76, se produjo lo previsto: antes de que la sociedad se disgregara —como él decía— sobrevino la instauración del orden. Pero esa política ocasional del orden, inevitable, aún espera que se defina y se ponga en marcha la otra política, la que sirva para conducir y orientar el cambio incontenible: el del reemplazo de la vieja sociedad por una nueva que sigue empujando por nacer en la Argentina. No hacerlo significaría retornar tarde o temprano a la misma crisis, reincidir en el error y —como decía Romero— pagar un precio cada vez más caro.
Estas advertencias, que los viejos políticos no siempre se atreven a hacer, fueron lanzadas a su hora exacta por José Luis Romero, el más significativo pensador argentino de las últimas décadas. Están allí, intactas, y forman parte de su copioso legado, junto a sus escritos, sus investigaciones y su indeclinable conducta cívica. La nueva generación de intelectuales que aman como él la libertad de pensamiento y la dignidad humana, que creen como él en la ciencia y en la democracia —a pesar de todo—. y que aspiran como él a construir un país fuerte, con una sociedad justa y libre, tienen ahora ante sí un formidable desafío: continuar su obra. E intentar superar al maestro, que fue lo que él hizo.